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La cocinera de Prodikos se opuso rotundamente a admitir a aquella «sucia criatura» en su cocina, ni siquiera para almorzar, por lo que le compré un cuenco de cordero guisado con mijo en un tenderete callejero que devoró con avidez mientras nos dirigíamos a los baños públicos. También le regalé unas sandalias de caña —según descubrí posteriormente, las primeras que tenía en su vida—, un peine y, lo más importante, una nueva túnica y unas bragas, porque por entonces incluso los propios traperos hubieran desdeñado sus andrajosas ropas griegas de confección casera que no se había cambiado ni lavado durante medio mes, el tiempo que había permanecido en la bodega del barco de esclavos.
Asimismo contraté los servicios de una anciana empleada de los baños rogándole que, por tratarse de un caso desesperado, no tuviese ninguna clemencia hacia ella.
—Su señoría puede estar tranquilo porque la restregaré hasta que brille cual un puchero nuevo de cobre —repuso sonriéndome con su boca desdentada.
Mientras yo yacía en la habitación contigua bebiendo tranquilamente, al tiempo que una ramera me masajeaba la espalda con aceites, llegaban a mis oídos los alaridos de protesta de Selana. Sin embargo, los resultados justificaron mi severidad.
—Esa vieja bruja me ha atropellado y me ha frotado de todas partes con arena —protestó sentada en el suelo con expresión de absoluto abatimiento. Aún seguía desnuda y tenía la piel enrojecida—. Mis partes más delicadas están tan lastimadas que tardaré unos días en poder sentarme. Me encuentro como un conejo despellejado.
Era tal su desdicha que ni siquiera tenía ánimos para derramar lágrimas. Se pasó distraídamente los dedos entre su cabellera cobriza, que aún estaba húmeda y brillaba ungida con aceites, poniendo de relieve toda su belleza. Estaba demasiado delgada, se le marcaban las costillas y las caderas, los hombros sobresalían huesudos y no había perdido su torpeza infantil, pero yo ya lograba comprender qué podían encontrar de interés en ella los encargados de un burdel. Su rostro era lindo y descarado, y la niñez es una enfermedad que sana con el tiempo.
—No eres tan fea como pensaba, Selana. Dentro de unos años, cuando hayas crecido un poco, tal vez encontrarás a alguien que te quiera.
—Entonces podrías hacerme tu concubina.
—Sería mejor que encontraras marido… entonces por lo menos me vería libre de ti.
—No quiero un marido —repuso mirándome con cierta insolencia—. Mi madre tiene marido y su existencia es todo lo miserable que merece. Preferiría ser tu concubina, puesto que pareces menos malvado que la mayoría de los hombres.
Ahora ya se sentía con ánimos para sonreír porque, cual suele suceder entre las de su sexo, unas palabras amables, aunque fuesen como las mías, la compensaban de tantas aflicciones. Comprendía que se había ganado mi favor y por el momento le bastaba.
Pero yo aún seguía preguntándome qué podría hacer con ella y no acababa de decidirme.
Sin embargo era una criatura inteligente que logró hacerse útil en casa de mi amigo Prodikos. Me servía a la mesa y ayudaba en la cocina con tanta diligencia que la cocinera no tardó en perdonarle sus anteriores pecados. Poco a poco, sin que apenas me apercibiese de ello, Selana consiguió instalarse en mi vida. Parecía que no me quedaba nada por decidir porque todo lo resolvía ella.
Hasta logró ganarse al propio Enkidu.
Al principio se diría que le asustaba su presencia, como si en cierto modo yo tuviese el capricho de mantener a mi lado a un enorme lobo gris, una criatura que podía volverse salvaje en cualquier momento. Pero se diría que Enkidu no reparaba siquiera en su existencia porque apenas la miraba. En realidad pasaba tan inadvertida para él cual el escabel de mi dormitorio. Tal vez fuese semejante indiferencia lo que la intimidaba de tal modo. Acaso tan sólo temiera que él pudiera aplastarla inadvertidamente bajo sus pies.
Más, poco a poco, a medida que fue dejando de ser una novedad, dejó asimismo de preocuparle mantenerse lejos de su alcance y cuando por fin decidió que «aquel que es la sombra del señor Tiglath», como solía llamarle, era un hombre como los demás, comprendió perfectamente cómo tratarlo.
Enkidu era mi criado y guardián. En el transcurso de los años me demostró en múltiples ocasiones su lealtad, aunque nunca comprendí en qué basaba su fidelidad. Me pregunté qué representaba yo para él y nunca llegué a saberlo. Ni siquiera logré sospecharlo. A veces llegué a pensar que carecía de sentimientos.
Pero si llegó a amar a alguien, sospecho que no fue a mí sino a Selana, tal vez no igual que un hombre amaría a una mujer, porque nunca vi nada que así me lo sugiriese, pero nadie es tan insensible que no ame a un semejante. La pequeña se convirtió en objeto de su especial protección. Si yo la azotaba para castigarla por alguna pequeña infracción, se endurecía la expresión de su rostro y se ensombrecían sus ojos cual si tratara de advertirme que ni siquiera yo podía llevar el asunto demasiado lejos. No creo que se lo hubiese permitido a nadie y ni la cocinera se atrevía siquiera a regañarla. Cuando la enviaba al mercado o a hacer alguna diligencia, Enkidu, silencioso como la misma muerte, siempre la acompañaba. A veces, si se me ocurría mirar por una ventana, la veía regresar seguida a pocos pasos por el vigilante macedonio que cargaba con todos sus paquetes en los robustos brazos.
Tales eran las pautas que regían mi vida doméstica cuando por fin recibí una carta de Kefalos comunicándome que todo estaba dispuesto para mi llegada a Menfis y que incluso me había enviado un medio de transporte que sin duda llegaría a Naukratis al cabo de pocos días.
Más en modo alguno me había prevenido acerca del medio de «transporte» que me enviaba. El barco en el que mis reales padres viajaban por el Tigris hasta la sagrada Assur, madre de ciudades, era una barquichuela comparado con aquello. Se trataba de una lujosa falúa de unos cincuenta codos de eslora por veinte de manga, impulsada por treinta remeros y con una enorme vela cuadrada, roja como la sangre, que hubiera podido ser extendida cual una tienda de campaña sobre la casa de mi anfitrión y amigo Prodikos de modo que los que moraban en ella ni siquiera supiesen si era de día o de noche.
—Es una embarcación real —anunció Prodikos con cierto temor cuando acudió al puerto a verla—. La he visto anteriormente y sé que es propiedad de Nekau, príncipe de Menfis y Sais, el más poderoso gobernador del Bajo Egipto, que sigue en riqueza y poder al propio Faraón. Kefalos ha debido impresionarle profundamente ensalzándole tu grandeza para que dispense tal gentileza a un desconocido.
Aquella noche cenamos en cubierta porque Kefalos, con su infalible sentido de cómo deben llevarse tales asuntos, había equipado el barco con toda clase de comodidades. Nos sirvieron vino en jarras de cobre selladas con brea que habían refrescado manteniéndolas en el fondo del río, frutas y carne recién asada en un enorme brasero por un cocinero que lo ponía en funcionamiento. Asimismo, dos muchachos nos aliviaban del calor sofocante con grandes abanicos de plumas de avestruz y cinco lindas jóvenes tocaban la lira, danzaban y servían a las mesas.
Acabamos bastante alegres y muy bebidos y Prodikos intentó entrar en una de las mujeres, a lo que ella no se mostraba reacia, pero por fin no encontró las energías necesarias para llegar a una satisfactoria conclusión y en aquella cálida noche se quedó dormido sobre las mismas planchas de cubierta con la túnica enrollada bajo la cabeza a modo de almohada, roncando igual que un hipopótamo. Por la mañana me despedí de él afectuosamente, encareciéndole que cuando sus negocios se lo permitieran me visitara en Menfis, y emprendí viaje hacia el sur.
Nuestra travesía se prolongó durante doce días porque con frecuencia no corría ni un soplo de viento y los hombres contaban tan sólo con sus brazos para luchar contra la débil aunque infatigable corriente. De noche no nos quedaba otra opción que detenernos; de día, remaban cuatro horas seguidas y luego atracábamos y descansaban una hora.
Una noche había bebido demasiado durante la cena y me sentía muy desanimado. Pensaba en la tristeza del exilio y en mi padre, que estaba enterrado en el sagrado Assur y que había sido asesinado por uno de sus hijos. En cuanto a mí, me veía obligado a errar por la tierra hasta que encontrase un lugar recóndito para esconderme. La vida me parecía inútil.
Me senté en la proa fijando la mirada en las negras aguas. Si hubiera estado bastante borracho, tal vez me hubiese arrojado al río y los cocodrilos me hubiesen devorado. La perspectiva me resultaba atrayente.
«Ya ves que no es gran cosa, hijo mío. La vida es algo vacío y la muerte aún más».
Había aparecido de repente, convertido en un anciano, con los cabellos más blancos que nunca e inalterable desde la última vez que nos vimos. Se sentaba junto a mí, fija la mirada en las profundas y negras aguas del Nilo, tan real como si fuera de carne y hueso. No me atrevía a hablar por temor a que pudiera abandonarme.
«El polvo nos cubre a todos por igual y la gloria de los monarcas es ilusoria. No agobies tu corazón con el pasado, hijo mío, y aparta tus pensamientos del país de Assur y de quienes allí moran. El dios te convocará a su debido tiempo».
—Mi señor Tiglath, tienes la panza tan llena de vino cual una garrapata ahíta de sangre —nos interrumpió una vocecita infantil.
La imagen de mi padre se había desvanecido y a mi lado se arrodillaba Selana, que recogía mi copa y mi jarra de vino para que no tropezase con ellas. Ni siquiera la había oído llegar.
—¿Qué sucederá si sigues bebiendo? ¿Te irritarás y pegarás a tus mujeres? ¿Te echarás a llorar pensando en las penalidades sufridas en tu juventud, o simplemente acabarás vomitando en el río y tendrán que llevarte a rastras al lecho? He visto a mi padre en todas estas situaciones, pero no esperaba lo mismo de ti. Al parecer todos los hombres, poderosos y humildes, sois iguales.
—¡No permitiré que una criatura me regañe, Selana! ¡Acuéstate y déjame en paz! —repuse sintiéndome más abandonado que nunca. ¿Por qué habría venido a romper el hechizo?
—Mejor sería que fueses tú quien se acostase. Tus mujeres te están aguardando para ver si queda alguna energía en tus lomos o si están tan vacíos como llena tu vejiga.
Me volví hacia ella irritado, pero cuando mis ojos se encontraron con los suyos, grandes y de astuta mirada, en la que no se reflejaba más temor que si yo fuese un gatito mostrando sus garras, se desvaneció mi cólera y me eché a reír. De pronto, aunque nada había cambiado, me sentía mucho mejor. La vida seguía siendo inútil, pero ya no parecía importarme tanto.
—Selana —dije cuándo logré recobrar el sonido de mi voz—. Debes avisarme cuando llegue el festival de Maia, para que seis días antes te compre una esclava para obsequiarte en tu cumpleaños. Buscaré una niña de tres o cuatro años que te atormente como tú a mí.
—Aún sigo sin comprender que un griego desconozca cuándo se celebra el festival de Maia.
Sonrió cual si me disculpase, ¿y por qué no iba a hacerlo puesto que aún seguía custodiando mi jarra de vino?
—Ya te dije que no soy griego.
—Los patos no rebuznan igual que los asnos ni tienen dientes. Tu aspecto y tu lengua son griegos, ¿por qué no ibas a serlo?
—Mi madre procedía de Atenas, pero yo nací en la casa de mi padre, junto al río Tigris, en el país de Assur que está muy lejos de aquí.
—¿Y por consiguiente qué eres?
—Asirio —dije. Aquella palabra sonaba extraña en griego—. Tal como mi padre, eso soy yo.
«No agobies tu corazón con el pasado, hijo mío», había dicho Sennaquerib, mi padre, en otro tiempo soberano de todo el mundo.
—Sin embargo, vives entre griegos y cual uno de ellos. Tal vez por fin te vuelvas griego. ¿O piensas regresar algún día y volver a ser asirio?
—Para mí, regresar significaría la muerte.
Incrédula, movió la cabeza como si creyese que mentía y mi falsedad la entristeciera.
—Veo que mi señor Tiglath prefiere no responder —dijo.
Dos días después, una hora antes de la puesta de sol, llegamos a Menfis.
Sólo me cabe imaginar que Kefalos había apostado centinelas a lo largo del río, porque me estaba aguardando en el muelle rodeado por una multitud de criados que arrojaban pétalos de flores al agua para darme la bienvenida.
Al principio casi no le reconocí pues se había afeitado la cabeza y la barba y perfilado los ojos de negro al estilo egipcio. Mientras atracaba el barco, hizo una profunda inclinación y gritó algunas palabras que no pude distinguir entre el estrépito de las trompas. Se diría que la falúa con todo su lujo había sido sólo el anticipo de la recepción que me dispensaban: por lo menos se habían reunido cien almas en el muelle para recibirme. En cuanto desembarqué, las trompas sonaron estrepitosamente cual si anunciasen el fin del mundo y Kefalos, ataviado igual que un gran señor, con un grueso pectoral de oro, se postró a mis pies abrazándose a mis tobillos. Un heraldo pronunció un breve discurso en egipcio, tan lleno de arcaísmos y retóricos florilegios que apenas logré descifrar una de cada diez palabras, y a continuación me condujeron hacia una silla de manos cubierta con un rutilante dosel de plata batida y plumas de avestruz, que no me atrevía a mirar porque su resplandor me cegaba. En cuanto me hube sentado, cuatro esclavas me lavaron los pies con agua perfumada, tras de lo cual prorrumpieron en otra serie de trompetazos y el propio Kefalos asumió de modo absolutamente simbólico el puesto de uno de mis porteadores tomando una cuerda unida al extremo de una de las barras de conducción.
De tal guisa me transportaron por la ciudad con tanta pompa cual si yo fuese el propio faraón, en una marcha que se prolongó durante más de una hora y que me hizo sentirme terriblemente ridículo.
—Mañana por la noche celebraremos un banquete —anunció Kefalos tras conducirme a una sala donde nos sirvieron la cena—, al que asistirán todas las personas importantes de la ciudad, comprendido el propio gobernador, porque, como sabes, la riqueza atrae más pronto la curiosidad que a las avispas la miel vertida. A propósito, la falúa me la prestó el gobernador cobrándome casi tanto por ello como si se la hubiese comprado, pero el hombre anda muy escaso de dinero y siempre es conveniente tener amigos influyentes.
De modo que Prodikos no se había equivocado demasiado. Tampoco yo me sorprendí, por lo que pensé que Selana debía estar en lo cierto y que comenzaba a convertirme en griego.
—Come, señor —prosiguió Kefalos señalando con un amplio ademán la mesa que había provisto con su habitual opulencia—. Aún estás flaco de tu paso por el desierto y necesitas entrar en carnes. Si la comida te resulta extraña, piensa que el cocinero es egipcio y que no puedo evitarlo. Es una gente curiosa, quisquillosa y exigente, pero si debemos vivir entre ellos tendremos que someternos a algunas dificultades.
Sin duda Kefalos no se equivocaba cuando aludía a dificultades. El vino era fuerte y dulce y todos los platos que nos sirvieron, deliciosos. Nos atendieron ocho sonrientes sirvientas negras, cuyos desnudos cuerpos relucían ungidos con aceites. Mi residencia era un palacio, estaba rodeado de todas las comodidades y placeres y era rico. Sin duda la existencia en Egipto sería una prueba muy dura.
—A propósito, señor, sería conveniente que adoptases esta costumbre —anunció pasándose la mano por la cabeza recién afeitada—. Me consta que es anormal, pero los egipcios no soportan que nadie se diferencie de ellos. Incluso considerarían que un príncipe es poco menos que un perro si tratase de ser distinto. Mañana por la mañana te enviaré un barbero.
—Como gustes, Kefalos, y al mismo tiempo que asumo tal disfraz, tal vez adopte otro. No creo que me beneficie mucho ser príncipe en este país.
—¿Mi señor prefiere vivir cual un ser anónimo? —preguntó enarcando las cejas como si aquella posibilidad le cogiera por sorpresa—. Bien… sin duda es una decisión inteligente puesto que se aproxima bastante a mis propias ideas. He sugerido que eras un griego acaudalado que se había enojado con su familia, por cuya razón preferías vivir en el extranjero. Es una pequeña alteración de la realidad que no ofenderá el honor de nadie.
Ante sí tenía un platillo de higos. Cogió uno y lo examinó sosteniéndolo con delicadeza con las puntas de los dedos. Luego lo depositó de nuevo en el plato y pareció olvidarse de él.
—Te has vuelto muy prudente, príncipe —dijo con voz alterada—. ¿Ha sucedido algo desde que nos separamos en Naukratis?
—Nada, amigo mío. Soy muy consciente de que tengo enemigos y actúo con prudencia.
—¿Ha sido, pues, por prudencia por lo que compraste esa pequeña esclava de cabellos cobrizos?
Me constaba que Kefalos conocía casi toda mi vida y los cambios de fortuna que en ella me habían sobrevenido, y sin embargo nunca había visto tal expresión en su rostro. ¿Estaría enojado, molesto o simplemente divertido? Sin duda no llegaría a saberlo… acaso ni él mismo lo supiese. No se trataba de que mi astuto criado me estuviese ocultando sus propósitos, sino que el disimulo era tan innato en él cual la respiración; yo estaba bastante familiarizado con ello. Kefalos sonreía, pero su expresión era tensa como una máscara tras la que algo se ocultase, algo que yo no reconocía.
—Sería cuestión de saber quién compró a quién —repuse encogiéndome de hombros cual si pudiera desecharse tan fácilmente el asunto—. Y también es muy discutible si es esclava o libre… Puedes creerme si te digo que intenté que siguiera su camino dejándola en libertad y llenando su bolsa de plata, pero insiste en que es propiedad mía y se niega a irse.
—Entonces es peor de lo que temía —repuso apoyando las manos en los muslos y frunciendo el entrecejo.
—¿Por qué concedes tanta importancia a esa criatura? Ha conseguido hacerse útil y es lo bastante prudente para no inmiscuirse en mis asuntos.
—¿Y crees que se conformará siempre con esta situación? —preguntó alzando la mirada para escrutar mi rostro cual si sospechase que los sesos se me estuviesen ablandando como una manzana podrida—. ¿Piensas que es esa niña quien me preocupa? Pronto será una mujer y sin duda no has observado de qué forma te mira, augusto señor. ¿Acaso las mujeres no han traído bastantes desdichas a tu vida para que las almacenes para el futuro igual que jarras de vino?
»Además, no imagines que soy tan ingenuo que no comprenda por qué soportas su proximidad. ¿Tal vez no has reparado en su parecido? Tiene la más peligrosa influencia que cualquier mujer podría ejercer en un hombre: fíjate en su rostro y comprobarás que es igual que el de tu madre.
Me quedé sorprendido cual si me hubiese abofeteado. Aunque ignoro la razón porque lo que decía era evidente. Sencillamente, jamás se me había ocurrido planteármelo.
—¡Ay de mí! ¡Soy el más desdichado de los hombres puesto que mi amo es necio y obtuso! ¿Acaso te lo has ocultado a ti mismo?
No se trataba en modo alguno de una broma porque su voz sonaba realmente angustiada. El hombre hizo un ademán desesperado, cual si rechazara el tema.
—Esta casa, ya lo habrás advertido, está bien provista de mujeres. Conozco tus gustos en esta materia, señor, y he procurado que no echaras nada de menos. Un vientre moreno y redondo y unos senos firmes, o mejor aún, un harén debidamente repleto de ellos, saciarán tus apetitos y aliviarán la angustia de tu corazón. Permíteme que aparte de nuestro lado a esa chiquilla antes de que sea mayor y represente algo más para ti que la simple sombra del pasado.
—Eso no puedo permitirlo, Kefalos. Se ha acogido a mi protección y no estoy en condiciones de negársela. Dejemos las cosas como están.
—Es lo que me temía… Será como tú quieras, señor.
Y aunque dio un rápido giro a la conversación centrándose en otras materias, persistió cierta tensión en el ambiente. Kefalos bebió en exceso y acabó balbuciendo y dando traspiés hasta que por fin las mujeres tuvieron que ayudarle a llegar a su lecho. No pude por menos de preguntarme cuál sería el origen de sus secretos pesares.
La mansión que Kefalos había adquirido se hallaba en las afueras de la ciudad y, aunque a cierta distancia del río, disfrutaba de abastecimiento de agua gracias a un sistema de canales que hubiese hecho palidecer de envidia a los campesinos de mi país. Mis aposentos privados ocupaban varias habitaciones, pero sólo podía accederse a ellos por dos puertas, una de las cuales se encontraba en el interior de la casa, en la antecámara tras la cual dormía Enkidu, y la otra daba a un jardín privado debidamente vallado.
El jardín era una bendición porque la casa estaba llena de mujeres, ocho de las cuales no tenían otra obligación que asistirme, estar pendientes de mí en calidad de sirvientas y concubinas. En tales circunstancias, cuando todas las mujeres compiten por ganarse la atención de un hombre, están inquietas constantemente y acaban por convertirse en un estorbo. Prohibiéndoles el acceso al jardín conseguí que me dejaran tranquilo.
Ignoro si por malévola intención, o según pretendió más tarde, por absoluta y disculpable mala interpretación de mis intenciones, en un principio Kefalos instaló a Selana entre aquella guarnición privada de rameras. La primera mañana que acudí a bañarme la encontré en la piscina, completamente desnuda pero con los cabellos artificiosamente peinados y su escuálido cuerpecillo resplandeciente de aceites perfumados. Al parecer las mujeres la habían tomado como un juguete, situación con la que ella parecía sentirse muy satisfecha.
Pero a mí no me pareció tan satisfactorio y la despedí con una buena azotaina y el excelente aviso de que no pensara que en mi casa iba a convertirse en una perezosa mujerzuela; di instrucciones de que se le diese ocupación en la cocina. Unos días después acudí a verla y al principio ella se negó a hablarme.
—Anda, ve a revolearte con esas vacas egipcias —dijo por fin enjugando amargas lágrimas de ira y humillación—. Si esas mujeres te divierten, supongo que no hay nada que objetar… Porque se abren de piernas para recibir a un hombre creen dominar todas las artes del placer. Sólo saben hablar de los mejores sistemas para depilarse el vello del cuerpo y de la forma de cortarse las uñas. Me sorprende que no te quedes dormido sobre ellas de puro aburrimiento.
—Entonces no te lamentes tan amargamente de que te haya apartado de su círculo. Estás en tu derecho al despreciar la existencia de las concubinas. Confío que te agrade un destino más respetable.
—¡No deseo convertirme en la mujer de un mugriento campesino!
La dejé entregada al dominio del arte de desplumar una codorniz, sumamente preocupado acerca de lo que sería de ella puesto que no parecía apta para ninguna de ambas alternativas.
Pero aunque Selana no se sentía satisfecha de su aprendizaje en la cocina, al menos Kefalos sí lo estaba. Posteriormente pareció tener menos dificultades en reconciliarse con la nueva situación.
—Sí… que limpie pescado —dijo con tal dosis de veneno que por entonces casi había dejado de sorprenderme—. Que acabe apestando a tripas de aves y que las manos se le hagan tan ásperas como el pedernal fregando suelos. En esta ocasión, señor, has obrado con buen entendimiento.
Y a continuación comenzó a describirme sus disposiciones para el banquete que celebraríamos en breve.
Yo había sido soldado en el país de Assur y hasta hacía relativamente poco tiempo había pasado la mayor parte de mi vida en compañía de soldados. Aunque mi padre era un rey, también había sido soldado, al igual que la mayoría de los nobles de su corte en Nínive, y los soldados, como es bien sabido, son algo toscos en sus diversiones, los banquetes en las guarniciones son reuniones ruidosas en las que los hombres beben hasta embriagarse entre gran alboroto, llegando incluso a asaltar a las animadoras. Por ello debo confesar, y no sin justicia, que estaba poco acostumbrado a compañías refinadas. Y debo reconocer asimismo que la alta sociedad de Menfis me cogió por sorpresa.
En el gran salón de mi nuevo hogar tal vez cupieran doscientas personas y tal era el número que Kefalos debía de haber invitado. De acuerdo con mi condición de anfitrión, pasé por todos los lechos y mesas para presentarme, pronunciando algunas frases en vacilante egipcio y encontrándome con que frecuentemente me respondían en perfecto griego.
No esperaba que hubiese tantas damas presentes ni que fuesen tan atrevidas. Muchas me tendían las manos esperando que les besara la palma o la parte interior de la muñeca, familiaridad ante la que cualquier mujer respetable del este se sobrecogería horrorizada. Sin embargo, las damas de Menfis coqueteaban del modo más vergonzoso y ello directamente ante los ojos de sus —al parecer— indiferentes esposos.
—El señor Tiglath nos hace lamentar que nuestros hombres no sean extranjeros —me dijo una de ellas subrayando sus palabras con insinuante risita. Sería de igual edad que mi madre, pero sin ninguna consideración a ese respecto, se comportaba igual que una jovencita alocada—. Estos dedos tan firmes y tan fuertes… Debes sentarte a mi lado y contarme la historia de tu vida.
El caballero que estaba junto a ella mantenía la mirada fija en el vacío como si prefiriese no oír a su esposa. Consideré más prudente no aceptar su invitación.
—¿Te resulta agradable el clima de nuestro país? —se interesó otra—. Confío que no te produzca efectos desalentadores.
Y sonreía lamiéndose provocativamente el labio superior de un modo que me produjo estupor. Acabé preguntándome si todas las egipcias eran unas rameras que se alzan las faldas ante cualquier desconocido.
No obstante, es preciso reconocer que la presencia de tantas mujeres producía un efecto edificante en los modales masculinos. Nadie intentó montar a mis criadas, y aunque muchos acabaron embriagándose, lo hicieron sin provocar disturbios, recostándose en sus divanes absolutamente inconscientes. Hasta que la experiencia me demostró que los egipcios solían comportarse de aquel modo, estuve convencido de que mi banquete había sido un fracaso.
Ignoro qué sucede en otros lugares pero, por lo menos en Menfis, no es usual que una invitación a cenar comprometa a nadie a un programa establecido. La hospitalidad se practica de un modo relajante y los invitados llegan cuando quieren. Se les da de comer en cuanto se presentan y se marchan cuando les place. Durante toda la noche me vi obligado a dar continuamente la bienvenida a nuevos invitados, que en ocasiones parecían sorprenderse de que me tomase tales molestias. De modo que habían pasado más de cuatro horas desde la puesta de sol cuando Senefru apareció en mi puerta acompañado de su esposa, la señora Nodjmanefer.
Senefru debía de tener unos cuarenta años cuando le conocí. Era un hombre acaudalado, miembro de una familia cuyos orígenes se remontaban al primer Seti, el gran faraón guerrero de Egipto, y que disfrutaba asimismo de considerable influencia ante Nekau, príncipe de Menfis y Sais, aunque no desempeñaba ningún cargo oficial en el gobierno. Era alto, de una delgadez casi angustiosa, y sus ojos, grandes y negros, jamás parecían descansar. Casi nunca sonreía y se diría que no disfrutaba con nada. Yo tenía entendido que era un hombre vanidoso y no me costaba creerlo, no precisamente de sus ropas, su posición o su género de vida, aunque vivía igual que un hombre importante: se enorgullecía de su antiguo linaje, su posición en el mundo y su inteligencia, que realmente era muy elevada. También se sentía orgulloso de su esposa, la mujer más hermosa que yo había visto en mi vida.
Ahora debo hablar de la señora Nodjmanefer, aunque todavía, pese al tiempo transcurrido, su recuerdo me resulte doloroso. Cierro los ojos y la veo tal como aquella primera noche y comprendo cuan necio fui al no haber previsto cuanto sucedería después, porque a su gran belleza parecía acompañar una sensación de tristeza, cual si supiera que su vida sería breve y estaría llena de pesares.
—Señor Tiglath, te presento a mi esposa.
Nodjmanefer era asimismo su sobrina, los egipcios no tienen escrúpulos en celebrar tales alianzas y los reyes suelen casarse con sus hermanas e incluso con sus hijas, y supongo que tendría unos veintidós años.
Su apariencia era tal que le dejaba a uno sin respiración… Y si estuviese tan inanimado como la propia tierra, ella le hubiese retornado a la vida. Era menuda, poco más alta que una niña, pero poseía un cuerpo muy femenino, con una cintura que podía abarcar con mis manos, y altos, redondos y perfectos senos. Su abuela, según me confesó en una ocasión, casi en secreto, había llegado a Egipto procedente de Lidia para contraer matrimonio, lo que explicaba que Nodjmanefer se diferenciase tanto de las nativas. Los egipcios son una raza de gente morena y ella tenía el cutis perfecto, como el agua, con tonalidades casi áureas, que resplandecía cual si la alimentase un fuego interior… y sin embargo no era así porque su carne estaba fría.
Su rostro tenía la perfección que un escultor imaginaría en sueños, con pronunciados pómulos y labios delicados y sonrosados. Sus ojos, almendrados y que parecían captar siempre la luz, eran verdes como el mar.
Nodjmanefer se llevó los dedos al pecho y me saludó con una inclinación, y Senefru la apartó de mi lado. Pero recuerdo el aroma de su perfume, que persistió en el aire.
No podía apartar los ojos de ella. Durante toda la noche la estuve siguiendo con la mirada aunque Nodjmanefer estaba siempre ocupada con su marido y sus amigos y ni siquiera me dedicó su atención un instante. El señor Senefru y su esposa permanecieron unas horas y luego se marcharon sin que tuviera oportunidad de volver a hablar con ellos: ni siquiera llegué a oír el sonido de su voz.
La velada, por otra parte, me resultó interminable. Kefalos lo había organizado todo de modo admirable. No surgieron complicaciones y la comida y la bebida fueron excelentes. Los músicos actuaban de modo impecable y las danzarinas movían acompasadamente sus atractivos y bien ungidos cuerpos. Supongo que mis invitados se sentían muy complacidos, pero yo me aburría enormemente.
Estuve dando vueltas por la sala sosteniendo una copa de vino sin apenas tocarla, escuchando las conversaciones, dando y recibiendo cumplidos, contando embustes acerca de mí y siendo engañado a mi vez. La sonrisa parecía haberse estereotipado en mis labios, como algo que en cualquier momento me vería obligado a eliminar de modo forzoso.
Nekau, príncipe de Menfis y Sais, compareció muy tarde. Kefalos nos presentó y hablamos unos momentos mientras Nekau picaba en su plato como si temiese encontrar entre los alimentos un escorpión oculto. No era muy corpulento, pero estaba muy grueso, como si bajo la piel tuviera gelatina. Parecía nervioso, casi asustado, cual si presintiese un vago desastre. Me dio la impresión de que no era un necio ni mucho menos. No permaneció mucho tiempo pero, según me dijeron, tal era lo que aconsejaba la etiqueta.
Y por fin, poco antes del amanecer, concluyó la fiesta.
El último invitado salió de mi casa transportado en su litera y los esclavos comenzaron a recoger la casa mientras que yo me acostaba.
Mis mujeres, como buenas esclavas, aún seguían aguardándome, y me alegré de ello. Me sentía extraordinariamente despierto pese a que había pasado la noche en vela; era como la desazón nerviosa que suele sentirse antes de una batalla, cuando uno sabe que puede encontrar la muerte antes de una hora, pero que había dejado de preocuparme, cual si el propio temor se hubiese convertido en una especie de placer. Me sentía exactamente como en tales ocasiones.
Cada profesión tiene un grado de experiencia y las concubinas saben cuándo las desean sus amos. Me senté en un escabel mientras me lavaban con agua caliente perfumada y una de ellas, arrodillada entre mis piernas y cogiendo mi miembro entre sus labios, despertaba mis plenas facultades hasta que por fin entré en ella y nos revolcamos por el suelo como si fuésemos tortugas.
Después me tomé una copa de vino para recuperar las fuerzas, preguntándome por qué encontraba tan escaso placer en aquellos actos. Aún seguía sintiendo el breve arrebato de pasión carnal como si hiciese muchos días que no tocase a una mujer. Recordaba a la señora Nodjmanefer y experimentaba una sensación de muerte latente, deseo y pesar… pensando que era un imposible para mí y que aquello era anormal y cobarde.
Me retiré al lecho con una jarra de vino y acompañado de otras dos mujeres, pensando que así extinguiría mi pasión a cenizas. Cuando hube concluido con ellas, estuvieron muy satisfechas de regresar a sus lechos. Tenía el cuerpo bañado en sudor y me dolía la espalda y las ingles. Por fin el sueño cerró mis ojos a aquella amargura.
Ha aparecido un hombre en Naukratis interesándose por nuestro joven amigo y se diría que sólo sabe expresarse en arameo, por lo que no es uno de los nuestros. Creo que debe de proceder de los países del este. Como característica especial, le falta el dedo meñique. ¿Qué debo hacer?
Tal era el contenido de la carta que Kefalos recibió de Prodikos a los tres días de mi llegada a Menfis. Me parecía algo tan inevitable que casi respiré aliviado.
—¿Qué debo decirle? —repuso Kefalos frunciendo el entrecejo, preocupado, pues conocía tan bien como yo el significado de aquella mutilación.
—Que le diga la verdad —repuse—. Media colonia griega de Naukratis sabe que me he instalado en Menfis, por lo que cualquiera puede revelárselo. No creo que sea hombre con quien pueda jugarse ni quisiera que Prodikos corriera ningún peligro por mi causa. No puedo ocultarme de él, Kefalos. Sin duda en la tablilla del dios está escrito que debe encontrarme. Que Prodikos le diga dónde me hallo para que de una vez solucionemos este asunto.
—Como desees, señor, pero creo que te has vuelto loco.
Y marchó en dirección a sus aposentos moviendo la cabeza preocupado. Sin duda pensaba que yo había perdido el juicio.
Sin embargo, yo no tenía intención de aguardar pasivamente a que un desconocido me hundiese un cuchillo entre las costillas. Decidí apostar un guardián ante nuestra casa y ordenar que vigilasen asimismo los muelles. Descubriría la identidad de aquel individuo que había sido enviado para asesinarme y le haría comprender que la tierra se empaparía tanto con su sangre como con la mía. Si lograba hacerle entrar en razón, tal vez no tuviese que matarle, pero de no ser así, no vacilaría ante ello.
Más por el momento desecharía aquel problema de mi mente porque tenía otros asuntos en que pensar. También yo había recibido una carta: Ven a cenar conmigo mañana por la noche, una hora después que el sol se haya puesto. El mensaje estaba escrito en caracteres egipcios y tuve que mostrárselo a un escriba del bazar para conocer su significado. El papiro estaba sellado con cera en la que aparecía representado el escarabajo distintivo del señor Senefru y me había sido entregado por uno de sus esclavos, que ni siquiera aguardó respuesta, como si no se le hubiese ocurrido ni por un momento que yo pudiera declinar su invitación.
Me pregunté por qué desearía devolverme tan pronto mi hospitalidad. Aunque sólo fuera por descubrirlo, debía aceptar y dejar de preocuparme. Lo único que importaba era que de nuevo se recrearían mis ojos contemplando a la señora Nodjmanefer. Y aquello bastaba para justificar mi decisión.
Senefru residía en las proximidades del complejo del templo, puesto que al igual que la mayoría de altos funcionarios del estado era sacerdote del dios Amón. Su casa estaba construida en piedra caliza y era muy grande. Un esclavo que sostenía una antorcha acudió a mi encuentro al pie de la escalera y me condujo por un amplio pasillo central junto a oscuras habitaciones. Avanzábamos acompañados por el eco de nuestras pisadas en el vacío y a continuación salimos a los jardines, trémulos y misteriosos bajo la luz de lo que parecían diminutas lámparas de aceite.
Mi guía, que no había pronunciado palabra, me dejó en aquel lugar y se retiró en silencio. Me quedé solo y me sorprendí de que mi anfitrión no hubiese acudido a darme la bienvenida y de que no se vieran otros invitados. Distinguí una estela de luz en el centro del jardín, hacia la que dirigí mi mirada y descubrí la presencia de algunas mujeres, sin duda sirvientas que aguardaban para prestar sus servicios y que se mantenían discretamente en la sombra, una mesa dispuesta para un banquete y en un diván tapizado de oro a la señora Nodjmanefer.
—Mi marido no nos acompañará —anunció sin sonreírme.