VI
El mudhif del señor Sesku, que pese a no ser más que el jefe de una tribu se daba a sí mismo el título de rey de los halufid, debía de medir unos ochenta pasos de largo por quince de ancho. El techo y las paredes, consistentes en varias capas de esteras de caña, se sostenían mediante once grandes arcos y las columnas consistían en haces de cañas del grueso de los hombros de un ser humano y que estaban atadas y unidas en la cúspide. En realidad, la estructura estaba formada únicamente por cañas al igual que todo cuanto había en el poblado porque era imposible encontrar piedra ni madera en las marismas, e incluso el barro para fabricar adobes hubiesen tenido que dragarlo del fondo de los canales, mientras que las cañas proliferaban por doquier.
Aquélla no era la mansión del rey, que vivía en una sencilla morada de proporciones no superiores a la de su más humilde súbdito. Salvo que pernoctaba allí algunas noches, nadie vivía en el mudhif donde Sesku recibía a invitados y solicitantes de mercedes, administraba justicia a sus súbditos y celebraba banquetes para festejar sus victorias guerreras, actos religiosos en honor de los dioses y, como sucedía en aquella ocasión, la llegada de una visita importante.
—¿Te sorprende que te conozca, gran príncipe? —me preguntó cuando estuvimos sentados en el suelo cubierto de alfombras de caña mientras tomábamos suero de leche, una agradable bebida tras el espléndido banquete que nos habían servido, primero a mí y luego a los «cortesanos» de Sesku, siguiendo un estricto orden de preferencia, hasta que por fin uno de sus criados sirvió al propio soberano un platito de cordero y arroz, porque hubiese sido inconcebible que el rey comiera antes de que sus invitados fueran atendidos.
Entretanto, el pobre Kefalos se encontraba junto al embarcadero, atado a un poste sobre el frío y húmedo suelo, sin que aún se hubiese decidido su destino como, en realidad, tampoco se había decidido el mío.
—Incluso me sorprende estar vivo, señor —repuse.
Al oír aquellas palabras, Sesku estalló en ruidosas carcajadas y sus servidores, cuando les tradujo mi respuesta, también rieron golpeando el suelo con sus bastones y compartiendo su hilaridad, aunque lo que yo había dicho no pretendía ser un chiste sino la simple constatación de un hecho.
—Gran príncipe, no tiene por qué resultarte sorprendente —dijo por fin enjugándose los ojos con la manga—. El rey que está en Nínive, tu hermano, te ha expulsado de sus tierras y desea tu muerte. Incluso aquí han llegado noticias de ello porque el señor Asarhadón ha enviado jinetes en todas direcciones y yo también poseo mis espías hasta en la gran ciudad de Ur. Tu hermano, un hombre impetuoso que sin duda algún día acabará mal, es mi enemigo y te odia, lo que te convierte en mi amigo. Mi pueblo tal vez sea pobre, pero su rey no es un salvaje que mate perjudicando sus propios intereses. No… te perdonaré la vida aunque sólo sea por molestar al señor Asarhadón, pero ésa no es la única ni la más poderosa razón.
Hizo un ademán ambiguo con la diestra, con el que parecía tomar al mundo entero por testigo.
—No, príncipe Tiglath, no es ésa la razón.
—¿Cuál es entonces?
—Nosotros ya nos habíamos conocido anteriormente.
Abrió la túnica y pellizcándose un pliegue de piel del tórax me mostró una cicatriz desigual, de varios centímetros de longitud, cual el dedo de un hombre.
—Me la hiciste tú —dijo, sonriendo torvamente—. Fue en Khalule, cuando ambos éramos unos muchachos.
Se interrumpió, como si aguardase una reacción por mi parte, pero yo no respondí. No sentía deseos de hacerlo. ¿Qué podía haberle dicho? Aunque no estaba seguro siquiera de tener ánimos para pronunciar palabra. La sangre palpitaba con fuerza en mis venas, tan fría como nieve licuada, y mentalmente pronunciaba las palabras de la antigua oración: «Señor Assur, líbrame de la venganza de mis enemigos…».
Pero Sesku se limitó a reír de nuevo, golpeándose ruidosamente la rodilla, al parecer disfrutando de una situación muy graciosa.
—Me derribaste limpiamente del caballo —exclamó jocoso, hundiendo los dedos en el mismo lugar en mi propio pecho—. Sólo era un muchacho recién salido de las marismas e incluso confesaré que tampoco era un gran jinete. Caí por detrás de la maldita bestia. Al principio creí que sólo había sido derribado, pero luego observé que tu lanza sobresalía de mi pecho cual una espadaña. ¡Por los dioses, qué mal momento pasé! Recuerdo que yací tendido en el suelo contemplando el claro cielo, semiconvencido de que ya debía de estar muerto… ¡Tal fue el final de aquella «gloriosa» jornada! ¡Ja, ja, ja!
Se adelantó e incluso me pasó la mano por el hombro atrayéndome hacia sí, diríase que disponiéndose a compartir alguna confidencia conmigo.
—Verás, yo me había escapado para incorporarme como mercenario al ejército del rey Kudir-Nahhunte. Mi padre, el señor Hajimka, era un ser insensato y celoso que me odiaba por mi fortaleza y apoyaba a otro hijo suyo para que le sucediera porque le encantaba la deliciosa voz del muchacho. ¡El viejo…! Aunque quizá sería conveniente criticar lo menos posible al propio antepasado, ¿verdad? Por consiguiente me propuse cubrirme de gloria entre los elamitas. Estuve en una batalla, me ensartaron cual a un conejo por mi desdicha y, no obstante, regresé al mudhif de mi padre convertido en un héroe. La fama de un hombre crece cuando se enfrenta a enemigos ilustres… Te aseguro que la herida que me hiciste originó mi fortuna. Cuando el viejo rey murió, degollé a aquel afeminado ruiseñor de mi hermano y ocupé su lugar de heredero del trono sin que nadie formulase la menor protesta. De modo que ya sabes cómo fue. Si el poderoso Tiglath Assur, hijo de Sennaquerib, Terror del Ancho Mundo, no hubiese encontrado tanta gloria aquel día en Khalule, valía más que me hubiese extinguido en aquel momento. Por consiguiente, no puedo hacerme responsable de la muerte de quien me prestó tan singular servicio. ¡Me salvaste la vida, gran príncipe! ¡Erigiste los cimientos de mi prosperidad! ¡Ja, ja, ja!
De nuevo sus servidores unieron sus risas a la de Sesku, otra vez las esteras de caña que cubrían el suelo se agitaron bajo los golpes de sus bastones aunque sin que ellos mismos conociesen la razón. Reían porque sabían que era lo que se esperaba de ellos.
Pero yo no reía. Hubiera sido impropio y, además, los recuerdos que tenía de aquella jornada quizá fuesen menos gratos.
—Y, sin embargo —dije aguardando a que concluyesen las risas—, has enviado hombres a capturarme cual si fuese un pájaro al que se tiende una red.
—Sí, naturalmente… no debes sentirte ofendido, gran príncipe. —Volvió a llenarme la copa de una bota que tenía a su lado y añadió—: Estos canales forman un laberinto por el que hubieses podido vagar hasta el día de tu muerte. Y no iba a abandonarte a tu propio ingenio, aunque tu destino me hubiese sido indiferente… Un rey debe comportarse como tal en su propio terreno. Comprenderás que era una cuestión de prestigio.
—Por tanto me arrastraste hasta tu campamento igual que una mujer secuestrada y ahora, habiendo impuesto tu autoridad, te permites el lujo de mostrarte clemente.
—Así es. Advierto que eres realmente hijo de un rey porque comprendes las artes del poder, señor Tiglath.
—Entonces confío que extenderás tu misericordia a mi compañero.
—No… Él debe morir —dijo con absoluto convencimiento, sin mirarme siquiera—. Habéis cometido un delito introduciéndoos ilegalmente en mi país y alguien debe ser castigado por ello para que mi gente no me acuse de debilidad.
—¿No has visto la señal que lleva en la oreja? Es un esclavo de mi propiedad y yo me siento a tus pies en calidad de invitado. Tu gente únicamente pensará que te comportas como es debido con un visitante al que acoges en tu casa.
—No existe ninguna señal en su oreja.
—Por vanidad la oculta con cera teñida, pero sí existe.
—¿Le permites semejantes actos de vanidad?
—Sí, porque también es mi amigo.
Sesku me observó con los ojos entrecerrados, como si no acabase de dar crédito a mis palabras, y por fin se encogió de hombros dando por zanjado el asunto.
—Traed aquí a ese perro jonio y dadle de comer —gritó sin que en su voz se advirtiera el menor indicio de resignación ni de enojo—. Según parece, nuestro invitado el señor Tiglath concede algún valor a su vida.
Trajeron a Kefalos a rastras con una cuerda de cáñamo colgando todavía de su cuello. Mi antiguo esclavo avanzaba a trompicones; se diría que le flaqueaban las rodillas. Tenía el rostro ceniciento y los ojos desorbitados de terror. Estoy convencido de que si los sirvientes de Sesku no le hubiesen sujetado por los brazos se hubiese desmoronado. Tal vez imaginaba que habían decidido divertirse dándole muerte, porque era evidente que estaba dominado por el terror.
Le condujeron a la parte posterior del mudhif, entre los niños y los criados, y cuando por fin le dejaron en libertad se desplomó a gatas mirando en torno como un animal enjaulado y se limitó a mirar los alimentos que le sirvieron como si hubiese olvidado su utilidad.
—Ruego que me excuses —dije levantándome—, pero debo hablar con él.
Sesku me autorizó con un ademán sin disimular su disgusto y me abrí paso entre sus invitados, que se sentaban formando grupos sobre cualquier pedazo libre del alfombrado suelo, hasta que llegué junto a Kefalos. Me acurruqué junto a él y le puse la mano en el hombro. Alzó los ojos sobresaltado, como si le sorprendiera verme.
—No debes asustarte —murmuré en griego—. Estos salvajes no se proponen matarnos. Han decidido que seamos sus honorables huéspedes.
—Pues tienen un concepto muy especial de la hospitalidad —repuso finalmente, cuando logró articular palabra.
—Prueba un poco estos alimentos… Será mejor no ofenderlos.
Contempló los cuencos de arroz y cordero guisado que tenía delante y por fin cogió uno de ellos, que depositó seguidamente en el suelo con manos temblorosas y con el rostro si cabe aún más ceniciento.
—Me temo que podría atragantarme —dijo. Y como si acabase de ocurrírsele aquella idea me asió del brazo y me interrogó—: ¿Estás seguro de que no quieren asesinarnos?
—Por el momento están dispuestos a ser nuestros amigos. Más los hombres que instituyen las leyes a su arbitrio suelen ser veleidosos. Come los alimentos que te ofrecen.
Hice intención de levantarme, pero de pronto recordé algo.
—Lamento comunicarte que me he visto obligado a convertirte de nuevo en mi esclavo —le dije—. Te ruego que me perdones, pero sólo en esas condiciones el rey se ha sentido inclinado a perdonarte la vida.
Kefalos vació el pequeño triángulo de cera que llenaba el hueco de su oreja tirándolo al suelo cual la cáscara desechada de una naranja.
—No tiene importancia, señor. Por lo menos respetan las propiedades… Aprovecharé toda la seguridad que ello pueda brindarme.
E inmediatamente cogió el cuenco de arroz y con los dedos comenzó a dar buena cuenta de su contenido. Comprendí que se había tranquilizado y regresé junto a Sesku.
El festín se prolongó hasta casi el amanecer. Los halufid no eran gente muy proclive a embriagarse. A decir verdad, el suave vino de dátiles o incluso la cerveza les parecían un lujo que el propio rey no se atrevía a ofrecer a cualquier invitado que entrase en su mudhif, y por ello, puesto que tan sólo consideraban un placer achisparse un poco con el alcohol cuando todos lo compartían y no había ningún testigo sobrio que pudiera censurar tal conducta, la celebración de nuestra llegada fue un acto relativamente decoroso. Hubo mucha música y cánticos, pero no estalló ninguna disputa y nadie fue hasta un rincón tambaleándose para devolver ni se quedó dormido ni se puso en evidencia. Tal vez fuese ésa la razón que les permitía prolongar sus francachelas durante toda la noche.
En aquella ocasión especial, Sesku se había procurado la atracción de un profesional, un dhakar binta, muchacho procedente de una aldea vecina que se había hecho famoso por sus danzas. Lo cierto es que sus habilidades eran más acrobáticas que artísticas, pero su actuación me resultó bastante repulsiva porque iba caracterizado como una mujer, provisto incluso de senos postizos. La cabellera le llegaba hasta la cintura, se había pintado el rostro y sus modales remedaban los de una prostituta de lujo. Según llegué a comprobar, el muchacho se entregaba a cualquiera que le ofreciese una cifra razonable.
Advertí que Kefalos observaba al bailarín con gran interés. Recordé a Eraos, el muchacho que en otro tiempo sirviera de esclavo en su casa, y me pregunté si el dhakar binta habría encontrado un nuevo cliente.
Más resultó que el propio Kefalos también se había convertido en objeto de admiración. Era ya muy avanzada la noche cuando una mujer enorme, ataviada con roja túnica y que lucía brazaletes de oro que tintineaban en sus gruesos brazos y un aro también áureo que le colgaba de la nariz, entró en el mudhif y se sentó junto a Sesku. Su presencia transformó en cierto modo el ambiente: pareció desvanecerse la alegría y aquellos que hasta hacía unos momentos cantaban y reían, se enfrascaron en incómodas conversaciones expresándose entre murmullos. Nadie parecía desear su compañía, ni siquiera Sesku, y sin embargo les faltaban arrestos para despedirla. La mujer se mostraba consciente de la presión que imponía su presencia y al mismo tiempo indiferente a ella; o quizá encontraba un placer autosuficiente en aquel reconocimiento implícito de su poder. Hasta poco después de su llegada no advertí la ausencia de otras mujeres en el banquete.
Aunque tenía bastantes años para ser considerada una anciana, su aspecto me hizo sospechar que le hubiese molestado verse considerada como tal.
—Es mi madre, la esposa más querida del rey mi padre, la señora Hjadkir —anunció Sesku a modo de presentación, al parecer como una disculpa.
Acto seguido se dirigió a ella en su propio idioma hasta que por fin una débil sonrisa iluminó el estólido rostro femenino, al tiempo que movía afirmativamente la cabeza: si no le hubiese sido presentado como un príncipe extranjero, dudo que hubiese recibido más consideración por su parte.
—Posee el don de la profecía —me informó Sesku volviéndose de nuevo hacia mí—. Es necia igual que todas las mujeres, quizá mucho más que la mayoría porque incluso mi padre se veía en muchas dificultades para controlarla. No obstante, a veces los dioses se dignan hablarle entre sueños y tal privilegio debe respetarse. Me he salvado en alguna ocasión de más de un desastre siguiendo sus consejos, y por añadidura es mi madre. ¿Y acaso no debe un hombre respeto a su propia madre, señor?
No recuerdo qué respondí aunque bastó para satisfacer a mi anfitrión, asegurándole que no creía señal de debilidad por su parte que de tal modo honrase a la señora Hjadkir. Y así dimos por zanjado el tema.
Gradualmente, cual acontece en presencia del mayor infortunio, se restableció la natural alegría de los presentes. Se diría que los servidores de Sesku decidían ignorar la intrusión de la dama, al igual que sin duda habrían hecho en otras ocasiones, y disfrutaron de nuevo con la música de flautas y tamboriles, la danzas del dhakar binta y su mutua compañía.
Sin embargo, también gradualmente fui advirtiendo que la señora Hjadkir y su hijo se enfrascaban en algo muy parecido a una discusión y observé que ella señalaba a mi criado en varias ocasiones hasta que, por fin, Sesku se volvió hacia mí para darme una explicación.
—Mi madre desea saber por cuántos siclos de plata venderías a tu esclavo —me dijo fijando en mí una severa mirada como prohibiéndome tomar el asunto a risa y admitiendo al mismo tiempo las ridículas extravagancias de aquel miembro de su familia—. Se ha encaprichado de él y desea que te lo compre.
Entrecerró ligeramente los ojos. Adiviné que se hallaba en juego alguna cuestión de prestigio familiar, aunque no pude adivinar en qué consistía. Fue un momento muy difícil.
Al cabo de unos instantes cobré suficientes ánimos para darle la única respuesta posible.
—Si estuviera en mi mano disponer de ello, sería para mí un placer obsequiar a tu señora madre con ese bribón —repuse—. Pero no es tal el caso. Me ha servido fielmente desde que yo era un niño y ha decidido voluntariamente acompañarme en mi exilio. Por lo tanto es muy libre de servir al amo que prefiera.
El rey de los halufid tradujo a su madre mi respuesta, que sorprendentemente no pareció enojarla. Estuvo considerando el asunto durante algún tiempo y seguidamente volvió a fijar su atención en Kefalos —que como es natural desconocía la impresión que había causado en ella— con ojos que reflejaban una ardiente pasión.
Murmuró de nuevo unas palabras a su hijo y a continuación se levantó y salió de la sala. En cuanto se hubo marchado, Sesku se echó a reír.
—Mañana por la noche deberás enviarle a tu esclavo —me dijo finalmente cuando consiguió calmar su hilaridad—. Dice que como mujer que es jamás abandonará él este lugar por su propia voluntad. Aunque no sea más que un esclavo, le compadezco… Y, no obstante, no sé lo que daría por presenciar el espectáculo que se prepara. ¡Oh, sería algo delicioso! —concluyó ahogando nuevamente sus palabras entre sonoras carcajadas.
Y así comenzó nuestra estancia entre los caldeos.
—No podrás llegar al río Amargo mientras dure la época de las inundaciones —me informó Sesku—. Las aguas están tan crecidas que incluso cubren zonas del desierto y estallan súbitas tormentas… Es una época muy mala. Además, debo establecer acuerdos con los monarcas de otras tribus para que garanticen tu seguridad cuando atravieses sus territorios. Ten paciencia, cuando las aguas desciendan ordenaré que te acompañen algunos guías hasta los puertos comerciales de Arabia, si tal es tu deseo. Pero ahora no encontrarás a nadie tan insensato que te conduzca y tú solo hallarías la muerte entre los cañaverales.
Y entretanto nos aceptaron cual si hubiésemos vivido entre ellos toda la vida. Yo era respetado como un amigo del rey y disponíamos de absoluta libertad de movimientos.
A diferencia de los arios de los montes Zagros, los caldeos no se consideraban a sí mismos un pueblo. Hasta entonces no habían encontrado a un rey como Daiaukka, alguien que les dijese que estaban destinados a gobernar el ancho mundo, y seguían adorando a los sencillos dioses de sus antepasados, rogando para que les concedieran la victoria en las batallas o buenas cosechas de arroz. Por consiguiente, cuando pusieron sus miras en el norte del país de Sumer, cosa que sucedía desde hacía varios siglos, no veían allí los imperios que podrían construir algún día, sino el botín que se llevarían a sus hogares tras algunas incursiones, que los enriquecerían hasta el fin de sus días.
En aquellos momentos los ejércitos de Assur eran muy poderosos, pero si algún día llegábamos a desfallecer y aquellos pueblos salvajes encontraban un esforzado paladín, saldrían a raudales de sus marismas cual plaga de langostas, asolando cuanto encontraran a su paso.
Más, a la sazón, cuando yo me encontraba con ellos, su mundo se centraba en la tierra de Mares, aquella vasta región de marjales constituida por la confluencia del Tigris y el Eufrates, un páramo de agua y cañaverales, de lagos inmensos, canales angostos y sinuosos e islas flotantes, tan mudables y caprichosos como una mujer, de paisaje sin hitos definidos, donde una tormenta veraniega podía alterar de tal modo el entorno que cualquiera podía extraviarse y perecer aunque se encontrase a dos horas de navegación de su pueblo natal.
Y si es cierta la leyenda según la cual el dios Assur, a modo de un alfarero que trabajara en su rueda, modeló a los hombres con barro del río, los caldeos estarían formados por el de la tierra de Mares, porque sólo de semejante lugar podía proceder gente tan contradictoria e imprevisible como ellos. Eran crueles y orgullosos, pero también generosos; capaces de enfrentarse al peligro con absoluto desprecio de sus vidas y, no obstante, de desalentarse ante el primer revés de fortuna poniendo pies en polvorosa; fácilmente irritables y, pese a ello, constantes en la amistad hasta el último suspiro, honestos y taimados indistintamente, no parecían conocer otras leyes que las dictadas por sus jefes y los impulsos de sus naturalezas inconsecuentes. Al igual que todas las tribus salvajes se creían los exclusivos detentores de todas las perfecciones humanas, lo cierto es que descubrí en ellos muchas virtudes admirables. Sin embargo, en ningún momento sentí, al igual que cuando me hallé entre los escitas e incluso con los arios, que en ellos se encontrara la simiente de una gran nación, destinada a ocupar un lugar entre los poderosos de la tierra. Si los caldeos consiguieran dominar las tierras entre ríos, los hijos de los dioses atronarían los cielos con sus lamentos.
No obstante, semejante desgracia aún tiene que sobrevenir, aunque quizá se aplace eternamente porque los designios de los dioses son inescrutables. Desde hace siglos, si debemos atenernos a los anales, ya en tiempos del Gran Sargón que reinó en Acad unos mil ochocientos años antes que mi abuelo, su homónimo, aquellas tribus habíanse ido infiltrando lentamente hacia el norte, a veces en pequeños grupos o en partidas de un centenar, o en ocasiones como ejército conquistador. Se presentaban sin otro objetivo que el saqueo, pero sucumbían fácilmente a los encantos de la vida sedentaria, instalándose en ciudades o ricas tierras, tomando esposas extranjeras, aprendiendo una nueva lengua y estableciendo dinastías de monarcas, de modo que al cabo de una generación no conocían otro sistema de vida. Así es como las tierras que rodean Ur, e incluso las que se extienden al este del Tigris, se conocen desde hace tiempo con el nombre de Caldea, pero la gente ha olvidado sus antiguas costumbres.
No se les puede censurar por ello puesto que la vida en las marismas es muy dura. Aquel que poseía cinco bueyes y suficientes tierras para cultivar arroz y alimentar a su familia podía considerarse rico, y únicamente los jefes, a quienes todos entregaban tributos y si era preciso la vida en tiempos de guerra, disfrutaban de cierto esplendor.
Aunque Sesku se daba a sí mismo el título de rey de los halufid no era tal cosa… por lo menos igual que mi hermano Asarhadón, que reinaba en el país de Assur. Asarhadón era rey por voluntad divina, y aunque Sesku pretendía descender de una larga estirpe de soberanos, sólo tendría el poder mientras su pueblo se lo permitiese. Pese a que no había sido el primogénito de su padre, los halufid le habían escogido porque era noble, valeroso y fuerte, y su hermano un ser débil. Si fracasaba y la tribu perdía la fe en él, escogerían a otro para ocupar su puesto: se mantenía totalmente por una cuestión de prestigio.
Y así sucedía en todo cuanto regía las actividades de las marismas, donde odio y amor gobernaban los diversos aspectos de la vida. Cuando los hombres se encontraban se abrazaban llorando, pero arrastraban rencillas familiares durante generaciones, no sólo entre clanes rivales, sino incluso en una misma familia. Y éstas no podían zanjarlas ni siquiera los jefes porque el odio era más fuerte que la libertad e incluso que el temor a la muerte y se sucedían incursiones y contraataques, emboscadas y traiciones hasta que por fin una de las partes pedía la paz ofreciendo ganado, oro y mujeres en pago del precio de la sangre o uno de los bandos contendientes era exterminado.
La propia familia de Sesku estaba involucrada en uno de tales pleitos. Un primo suyo, hijo de una tía materna llamado Kalifad, se había casado con una mujer de otra tribu y descontento de ella la había devuelto a su padre. Desde luego que podía permitirse tal privilegio, pero era un individuo que se caracterizaba por su avaricia y se había negado a devolver los bienes aportados por su esposa, que fueran adquiridos por su suegro del precio pagado por la novia, cuyo retorno, en cualquier caso, Kalifad no tenía derecho alguno a recibir.
El insulto había sido demasiado flagrante y, al cabo de un mes, Kalifad, que había desaparecido hacía dos días explicando a uno de sus hermanos que iba a tender redes para cazar patos, fue descubierto en su barca bañado en un charco de sangre: le habían degollado y seccionado sus genitales, que introdujeron en la bolsa de monedas que llevaba siempre colgada del cuello.
Este hecho creó a Sesku una difícil situación. Al igual que todos, sentía aversión hacia su primo y comprendía que había obrado indebidamente y que los parientes de su esposa no iban a conformarse con tal situación. Más por el cargo que ostentaba se veía obligado a adoptar cierta posición y no podía permitir que quedase inmune el asesinato de un pariente, por lo que ofreció una solución de compromiso: aceptaría un precio de sangre de cinco mujeres e igual número de bueyes junto con dos talentos de cobre, de los que deduciría el valor de los enseres domésticos pertenecientes a la novia que Kalifad había rechazado y que devolvería a su padre. Era una oferta razonable, incluso generosa, y tal vez por esa razón fue interpretada cual signo de debilidad y rechazada por la familia de la esposa. Desde entonces, durante tres años se habían perpetrado otros siete asesinatos entre los parientes de Sesku, en los que encontraron la muerte, entre otros, su único hijo, un muchacho de trece años, y considerable número de familiares de sus enemigos. Si ambas tribus no hubiesen estado separadas por cuatro días de viaje, sin duda se hubiesen producido muchas más víctimas. Sólo los dioses sabían cómo acabaría todo aquello.
La noche siguiente a nuestra llegada entre los caldeos, Kefalos la pasó en la cabaña de la señora Hjadkir: no estábamos en condiciones de negar nada a nuestros anfitriones, y cuando mi servidor regresó al mudhif donde nos alojábamos en calidad de huéspedes, se tendió en el jergón próximo al mío, se cubrió con su capa tapándose incluso el rostro y encogió las rodillas hasta el pecho cual si desease ocupar el menor espacio posible.
—¡Esa mujer es peor que un demonio! —exclamó por fin con voz ronca y quebrada.
Durante varias horas no volvió a decir palabra hasta que despertó, cuando el sol ya estaba en declive, una hora después de mediodía, y entonces le entregué sendos cuencos de arroz y suero de leche. Aún tenía el rostro demacrado, con acusadas ojeras.
—¿Tan mal te ha ido? —le pregunté.
Kefalos frunció el entrecejo como si creyese que me burlaba de él.
—Sí… así de mal.
—Entonces, come, porque necesitarás hacer acopio de fuerzas.
Kefalos se tomó muy en serio mi consejo y comenzó a dar buena cuenta del arroz sirviéndose con los dedos. Cuando hubo concluido, bebió un trago de suero de leche que escupió desdeñoso, estrellando el cuenco en el suelo.
—¿Acaso esta gente no conoce la existencia del vino? —exclamó escandalizado—. ¿Qué se traen consigo cuando saquean los poblados de Sumer? ¿Tinajas de agua sucia? ¿Cómo pueden ser tan bárbaros? ¡Señor, nos encontramos entre salvajes!
—Quizá, pero por lo menos no han abandonado nuestros cadáveres por ahí para que fuesen devorados por una montaña de hormigas y seguimos con vida.
—Tú estarás vivo… pero yo estoy acabado. —Los brazos le pendían inertes contra los muslos, agobiado bajo el peso de tantas desdichas—. Me siento igual que si estuviera muerto. Esa espantosa bruja ha acabado conmigo. Estruja la simiente de mis lomos como una prensa de aceite y me encuentro tan dolorido como si me hubiesen dado una paliza. Debes admitir sinceramente que, sin yo proponérmelo, toda mi vida me han perseguido hienas como ésta sin dejarme en paz. Dice que, puesto que me ha encontrado, jamás me dejará partir, pero creo que moriré en sus brazos y que su besos me quitarán la respiración. ¡Malditos sean los dioses por concederme tales atractivos para las mujeres lujuriosas!
—¿Sabías que el rey de Nínive ha enviado asesinos en tu busca?
—Me consta que ha puesto precio a mi cabeza, si a eso te refieres.
—No, no es eso.
Sesku, rey de los halufid, guardó silencio unos instantes. Estaba sentado de espaldas a mí en su barca de guerra mientras sus servidores nos conducían de regreso al poblado y no podía verle el rostro.
—Quiero decir que ha enviado emisarios a los puntos más distantes del mundo con la orden de matarte doquiera que te encuentres. Incluso a los mares más lejanos donde ni siquiera conocen el nombre de Asarhadón, que reina en el país de Assur. Mis espías de la gran ciudad de Ur me han informado de ello.
—Bien, si sólo son rumores…
No pude contener la risa aunque no me sentía de humor para chanzas.
—Entre la gente común, muchos odian a Asarhadón y están dispuestos a creer cualquier patraña que se urda contra él y por consiguiente circulan historias en el propio Ur.
—Sin embargo, un hombre que se expresaba con acento del norte estuvo haciendo indagaciones acerca de un físico griego y su esclavo y llegó hasta la colonia pesquera de las Grandes Aguas, donde dicen que los aldeanos le rebanaron el pescuezo y le trasladaron en sus barcas hasta nuestra orilla para ocultarlo bajo una de las islas flotantes. En esta ocasión estás a salvo, pero dudo que sea el único sicario que tu hermano haya despachado en tu persecución.
—Asarhadón es incapaz de enviar asesinos. Además, si tanto hubiese deseado mi muerte, le sobraron ocasiones para acabar conmigo en Nínive.
—¿Lo crees así? Quizá haya acabado por arrepentirse de su clemencia. Además, no creo que le comprendas hasta tal punto, aunque dicen que en otros tiempos tú y tu hermano os queríais. El poder endurece a los hombres y los hace capaces de todo.
El mes siguiente transcurrió en una especie de constante incertidumbre mientras veíamos retroceder lentamente las aguas y el calor del sol estival castigaba de modo implacable a hombres y bestias por igual. Ni siquiera los peces que flotaban en las tibias aguas de los canales lograban reunir energías suficientes para huir cuando veían la sombra de los pescadores con sus arpones.
Casi había renunciado a pensar en el futuro. Me había vuelto un experto en el manejo de las barcas y pasaba mucho tiempo lejos del poblado, explorando entre las islas de los cañaverales. Capturaba ánades en mis redes, pescaba y, a veces, cazaba jabalíes, a los que los caldeos odiaban casi igual que a enemigos mortales porque pisoteaban sus sembrados.
De modo que así seguían las cosas en el atardecer tórrido y bochornoso de un día en el que hasta los rencores se habían aplacado y nadie levantaba la voz. El poblado dormitaba en una calma perezosa e incluso los chiquillos se cobijaban a la sombra de las cabañas con sus madres, aguardando los primeros soplos de brisa nocturna. Los fuegos de los hogares se mantenían en rescoldos e imperaba el más absoluto silencio entre una sofocante atmósfera en la que incluso costaba trabajo respirar.
Yo estaba tendido en mi jergón cubriéndome el rostro con un paño húmedo, sintiéndome desdichado porque el agua se evaporaba rápidamente y en breve tendría que molestarme en volver a mojarlo. Me preguntaba qué pretendía escuchar si apenas se distinguía otro sonido que el croar de las ranas entre los bancos de cañas.
Y de pronto percibí el rumor de unos pasos, unas sandalias que repicaban en el suelo. Pese al calor reinante, alguien llegaba corriendo: algo casi inimaginable.
La cortina que cubría la puerta de mi cabaña se levantó dejando entrar bruscamente un chorro de luz y casi inmediatamente quedó bloqueada por la enorme masa de mi antiguo esclavo.
—¡Kefalos! —exclamé sorprendido—. ¡Eres la última persona que esperaba que alterase la calma entre tan espantoso calor! Confío que habrás pensado en robar un poco de vino.
—No tengo vino, señor, por lo que ruego tu perdón. Soy portador de nuevas o, si lo prefieres, de profecías.
Se puso en cuclillas a mi lado. Observé que tenía el rostro y los brazos empapados en sudor.
—¿Cómo? ¿De qué se trata?
—Un momento, señor…
Alzó la mano rogándome que le permitiese primero recobrar el ritmo de su respiración porque, a decir verdad, jadeaba estrepitosamente, hasta que por fin se serenó.
—No es nada más que esto señor: según parece, esa vieja hiena borracha con la que me veo condenado a agotar el vigor de mi virilidad acaba de tener un sueño.
Tuvo un acceso de estridente risa, casi histérica, como si la idea le pareciese singularmente divertida. Por un instante llegué a creer en la posibilidad de que el sol le hubiese trastornado.
—¿La señora Hjadkir? —inquirí, confundido, esperando devolverle a la realidad.
—Sí, la misma. Esa lujuriosa y vieja bruja, con sus senos caídos y su vientre arrugado, despertó hace menos de media hora de uno de los letargos que le produce la embriaguez gritando igual que un diablo al que espantaran las tinieblas. Pese al calor reinante temblaba cual una hoja. Y, además, sus carnes estaban fofas y grises como las de un ganso desplumado. Estuvo gritando ininterrumpidamente, inmersa todavía en su mundo de fantasmas aunque tenía los ojos abiertos. Supuse que se trataba de un sueño… simplemente de un mal sueño originado por el exceso de vino y una existencia plagada de maldades. Sólo eso.
—¿Y acaso crees ahora que se trataba de algo más?
El respetable físico se encogió de hombros cual si se hallase en presencia de algo incognoscible.
—¿Quién puede saberlo? Goza de excelente reputación entre los suyos como vidente. No obstante, no te hubiese molestado ni me hubiese molestado yo, a no ser…
—A no ser… ¿qué?
—Tengo una duda, señor —repuso con torcida sonrisa, cual si comprendiese que estaba diciendo una necedad—, y por la natural precaución de quien ha vivido mucho tiempo a la sombra del príncipe Tiglath Assur y por consiguiente sabe que los dioses se expresan con voces extrañas. ¿Por qué si no esa vieja carroña, que apenas recuerda los rostros de sus nietos, iba a enviarme a verte?
—¿Estás seguro de que te dijo que vinieses a verme a mí en lugar de a su hijo?
—Sí, señor… se refería a ti. La señora Hjadkir no es muy locuaz y aparte de ciertas palabras que por delicadeza no te repito, he aprendido muy pocas expresiones en su lengua. Más no carece de recursos para hacerse entender. Cuando me despidió con su mensaje señaló primero sus ojos y luego los míos y repitió esa misma operación hasta que estuvo convencida de que yo había comprendido la distinción que quería establecer. Luego me hizo señas de que me fuese, pronunciando varias veces la palabra shikan. ¿No te parece bastante claro? Es el título que da a su hijo, de modo que llegué a la conclusión de que se trata de algún calificativo respetuoso. Y desde luego, señor, tú eres la única persona de este poblado, sea cual fuere su rango, que comparte conmigo la distinción de tener los ojos azules.
—Sí, parece bastante claro —asentí preguntándome si realmente llegaría a parecérmelo—. ¿Cuál es ese mensaje al que te referías?
—Esto —repuso Kefalos alzando la mano siniestra con los dedos extendidos, que luego estampó ante él en el suelo. Cuando la retiró aparecía una perfecta impresión en el polvo—. Y entonces ella eliminó el meñique con su propio pulgar… como hago yo ahora.
—¿Estás completamente seguro de que era la mano izquierda?
—Sí, señor, la izquierda. ¿Acaso sabes lo que significa o es el simple desatino de una ebria?
—No, ignoro su significado. Pero no es fruto de los delirios de esa vieja.
Entrecerró un instante los ojos cual si temiera que le ocultase algo y desechó luego tales pensamientos con un encogimiento de hombros que parecía implicar su indiferencia porque la señora Hjadkir y yo compartiésemos cualquier secreto.
—En realidad, Kefalos, no puedo imaginar qué sentido tiene todo esto. No conozco a nadie a quien le falte el meñique. ¿No hubo nada más? ¿Sólo aludió a esa mano mutilada?
—Nada más, señor. Salvo que la dama parecía tan poco complacida con su visión cual si hubiese visto el propio rostro de la muerte.
—Entonces es un misterio. Sólo me cabe rogar al dios que me ilumine antes de que sea demasiado tarde.
—Pues reza con todo tu corazón porque los dioses son unas criaturas caprichosas.
Se levantó dispuesto a marcharse, sacudiéndose el polvo de las rodillas, al parecer tan poco satisfecho conmigo como antes.
—Kefalos…
—¿Sí, señor?
—¿En qué lugar sueles dormir en la cabaña de la señora Hjadkir?
—Generalmente en sus brazos… ¿Por qué me haces esa pregunta?
—Invéntate una excusa para dejarla sola esta noche y acuéstate en cualquier lugar lejos del recinto real. Puedes dormir en el mudhif, con los viajeros que allí se refugian. Hasta los caldeos respetan a los huéspedes. Será mejor que esta noche no la pases allí.
—Procuraré actuar con la mayor cautela —repuso sonriente—, porque tal vez no lo creas pero esa vieja bruja posee una terrible intuición.
Cuando me quedé solo me senté a examinar la huella que había quedado impresa en el suelo.
Al anochecer, cuando el sol se consumía en el horizonte cual carbón encendido, me dirigí al río para lavar mi sudoroso cuerpo. Me sentía impregnado de sal, que me escocía en los ojos y en todos los surcos del rostro. Me proponía tomar un baño y luego me sentiría mejor. El sueño premonitorio de la anciana seguía siendo un enigma para mí.
El poblado comenzaba a despertar de nuevo. A mis oídos llegaban las risas de los niños e impregnaba el aire el olor a humo procedente de los fuegos que encendían las mujeres para guisar la cena. Hacía ya casi dos meses que me encontraba entre los halufid y nadie me prestó la menor atención cuando dejé atrás la hilera de cabañas caminando en dirección este, la parte menos poblada de la isla, donde me constaba que encontraría más sombra y las aguas estarían más frescas. Deseaba sumergirme hasta la barbilla en el oscuro canal y flotar tranquilamente al tiempo que se me entumecían las piernas. Desde luego no sería así, por lo menos en pleno verano, pero me resultaba grato imaginarlo.
Cuando me aproximaba a la orilla me encontré con un grupo de muchachos que debían haber tenido la misma idea que yo porque aún llevaban los cabellos mojados y brillantes.
—Shala! Shala! —gritaron al verme, agitando los brazos a modo de salutación.
Les devolví el saludo, una palabra indispensable entre los caldeos que significa «paz».
El canal estaba casi tan negro y frío como yo esperaba y después de bañarme me tendí en la orilla para secarme a los postreros rayos de sol, oyendo crujir las cañas a impulsos de la tenue brisa del atardecer y tratando de no pensar en nada. Sin embargo, incluso el grato calor del sol me parecía una ilusión porque, en cuanto me sentí confortado, los antiguos temores volvieron a helarme la sangre en las venas. Tenía la sensación de habitar en un mundo de apariencias, donde nada era verdad, sino simplemente el símbolo de algo muy distinto. Pero ¿de qué se trataría? Según parece, una vez más Assur, señor de cielos y tierra, dios de mis antepasados, se divertía a expensas de su servidor, creando enigmas que yo debía resolver si deseaba seguir con vida. ¿Qué podía significar una mano a la que le faltaba un dedo?
Y a continuación, cual si se apiadara de mi necedad, el dios me dio a conocer sus propósitos.
Fue cosa de un instante. De repente una sombra cruzó silenciosa la superficie de las aguas. Alcé los ojos y descubrí un enorme pájaro que surgía del sol poniente, rojo como la sangre. El ave planeaba sin aletear, deslizándose suavemente por los aires. Me pareció que era un águila, aunque a aquella distancia no había modo de averiguarlo.
Tardé unos momentos en recordar.
En el desierto, dormido o despierto, me había visto a mí mismo como una gran serpiente que reptaba por un desierto de blanca sal. Y en lo alto volaban cinco águilas que se abatían sobre mí dispuestas a destrozarme las carnes.
Y a todas ellas les faltaba una garra en la pata izquierda. Me pregunté cómo podía haber olvidado algo tan obvio.
Pero cuando el dios lo desea, todo se torna diáfano y, hasta entonces, permanece envuelto en un misterio impenetrable. En breve, una de aquellas cinco águilas caería sobre mí desde el lugar donde se ocultase… Aquélla era la advertencia contenida en el sueño de la señora Hjadkir.
Y constituía una amenaza declarada. No temía verme envuelto en traición alguna, ni que alguien atentase contra mi vida entre los halufid. No obstante, si existía algún peligro no había razones para imaginar que yo tuviese que ser la única y específica víctima. Parecía improbable que un único asesino llegase solitariamente al poblado sin otro objeto que cortarme el gaznate. Se produciría un ataque y yo podría morir en él, pero acaso mi muerte no fuese más que algo incidental. No lo hubiera sido si Sesku no hubiese tenido sus propios enemigos.
Sin duda debió ser producto de mi imaginación, pero cuando regresaba al poblado sentía que miradas hostiles seguían mis pasos. Debía informar a Sesku inmediatamente y de un modo que resultase verosímil o los halufid podrían encontrar la muerte mientras durmiesen. Aquella gente me había acogido con gran hospitalidad y no deseaba que su sangre inocente cayera sobre mi conciencia.
Casualmente me resultó menos difícil convencer a Sesku de lo que había imaginado. Cuando regresé lo encontré a la puerta de mi cabaña alumbrándose con una antorcha puesto que ya había oscurecido. Sin decir palabra, con un simple ademán, me invitó a pasar primero y una vez en el interior se sentó en el suelo cruzando las piernas y unió las manos en el regazo con aspecto muy grave; me dio la impresión de que deseaba que le tomase en serio y que no estaba seguro de conseguirlo.
—Mi madre ha soñado con alguien a quien le faltaba un dedo —dijo en tono confidencial, inclinándose hacia mí como si temiese que alguien pudiese escucharnos—. En sí, el sueño no significa nada, o más bien el aviso es demasiado ambiguo para que podamos apreciarlo. No conozco a ningún hombre así mutilado. ¿Y tú?
—Tampoco. Y estás en lo cierto… Ese sueño no significa nada.
Enarcó una ceja ante el ligero énfasis de mis palabras. Durante unos momentos no pude discernir si creía que me burlaba de él.
De repente, la balanza pareció decantarse a mi favor.
—¿Estás enterado de algo que pueda…? —Su rostro reflejó una expresión de auténtica alarma. Me asió con fuerza de la muñeca—. ¡Habla, príncipe! De todos es bien conocida la historia de tu sedu y que te hallas bajo la protección de los dioses. Si estás enterado de algo, ¡por la misericordia del santo Assur te ruego que no me lo ocultes!
—Señor, también yo… No sé cómo decírtelo.
Me encogí de hombros porque todo aquel asunto me parecía tan fantástico como sin duda lo sería para él.
—También yo he recibido ciertas señales durante toda mi vida… Sueños, presagios, indicios cuya realidad a veces tan sólo descubro después de haber sucedido. Aunque el dios se expresa en susurros, a veces manifiesta claramente sus propósitos. No te diré la razón, acéptala si gustas, cual si se tratase únicamente de mi opinión, pero creo que este poblado corre peligro.
—¿Piensas que podemos sufrir un ataque? ¿Cuándo?
Al parecer no se le ocurría dudar de mí.
—Tal vez esta noche. El dios envía sus avisos oportunamente.
—Sí, con notable anticipación. Pero, desde luego, tú ignorabas que en estos últimos cinco días los sharjan han nombrado un nuevo jefe. Puedes estar seguro de que creo todo cuanto me has dicho. —Soltó mi brazo y se echó hacia atrás considerando el asunto—. Entonces, que sea esta noche, si así place a los dioses. Cuando sopla el viento los hombres prudentes protegen sus barcas en la playa. Daré las órdenes oportunas.
Una vez se hubo marchado me pregunté cómo justificaría tales medidas, qué razones daría para poner a su gente en tal estado de alerta que aquella noche durmieran con sus espadas al costado y muchos probablemente ni siquiera durmiesen. ¿Cómo podría explicárselo Sesku? Todos los hombres desean creer que sus dirigentes son sabios e intrépidos y la realidad de aquella situación podía convertir a muchos de ellos en seres escépticos. Después de todo, ¿quién desearía servir a un jefe que actúa a ciegas?
Sin embargo pensaba que no era asunto de mi incumbencia… Y que el rey de los halufid era un bribón lo bastante convincente para idear alguna historia que le impidiese parecer un necio si nada sucedía y ni los sharjan ni ningún otro enemigo se decidían a crear dificultades a aquel poblado de chozas de caña. Alguien respondería por ello y desde luego no sería él.
Aunque no creía que Sesku ni nadie tuvieran que preocuparse por pasar una noche tranquila. Cogí mi jabalina y probé la punta en la yema del pulgar preguntándome cuánta sangre vertería antes de que luciera de nuevo el sol e interrogándome asimismo de si estaría vivo para saberlo.
Acudí a ver a Kefalos y no le encontré en el mudhif como esperaba, sino sentado con aire desconsolado en la orilla del canal, donde los pescadores dejaban sus barcas asegurándolas como ganado estabulado. Tenía la cabeza gacha, hundida casi entre las rodillas, y se entretenía dibujando el alfabeto griego en la arena.
—Esa vieja bruja me ha echado de su casa —dijo sin levantar siquiera la cabeza para ver quién había llegado—. No he tenido que simular la menor indisposición. Me despidió sin ceremonias, igual que si yo fuese un perro sarnoso que olfatease las basuras, y tanta es mi desdicha que esos salvajes ni siquiera me han permitido entrar en el mudhif. Se reían de mí, haciendo gestos obscenos al verme, y me arrojaban objetos. ¿Acaso puede imaginarse mayor indignidad?
—Probablemente estará asustada. Presentirá que lo que se avecina tiene mucho más que ver conmigo que con los halufid, y como tú eres mi criado desea mantenerse a cómoda distancia del peligro.
—Pues te aseguro que para mí es muy poco cómoda esta situación. ¡Permíteme dormir hoy en tu cabaña, señor!
—Es el último lugar donde deberías estar. Descansa aquí, si puedes, entre las barcas, pero si valoras en algo tu vida, mantente alejado de cualquier lugar donde puedan acudir en mi busca.
Por un instante, su rostro reflejó la expresión del más absoluto terror, que con grandes dificultades logré apaciguar, y por fin volvió a dibujar letras en el suelo.
—Tienes que cuidarte, señor —dijo quedamente—. No debes permitir que me quede solo en este desierto.
Las horas de la espera constituyen la parte más ingrata de toda contienda. En ellas el enemigo no tiene rostro: es la sombra que amenaza con devorarte, el negro espectro de la muerte. ¿Cómo enfrentarse en sangre y fuego contra una sombra? ¿Quién puede enseñarnos a perder el miedo? Es una lección que debe aprender cada uno por sí mismo.
El poblado estaba situado en el centro de una red de canales e islotes y Sesku envió a sus hombres en barcas para que inspeccionaran en todas direcciones a dos horas de distancia. Al igual que la mosca no puede tocar un hilo de seda sin que la araña deje de advertir su presencia, el enemigo no podía entrar en el territorio de los halufid sin que ellos lo supiesen.
Distinguía los trinos de los pájaros temblando en el aire de la noche, una llamada que se transmitía desde dios sabe qué distancia, pero que se captaba y respondía casi con el hálito de respiración. Me encontraba junto a Sesku con la jabalina en la mano y, en el cinto de mi túnica, una espada que me habían prestado. No nos quedaba otra cosa que esperar.
—Parecerá extraño —dijo, y pese a que se expresaba quedamente su voz resonó escandalosa entre el silencio—. Ir a la lucha de este modo, sin estar al frente de un ejército, sin que nadie te responda salvo tú mismo. No te envidio… Sin la distracción del mando, la muerte parece contemplarte con fijeza.
—No es la primera vez que me enfrento a una situación similar.
Sesku asintió y se volvió sonriente hacia mí. Ambos pensábamos en Khalule, donde, desconociendo nuestra mutua existencia, los dos habíamos esperado exterminarnos recíprocamente.
Por fin los tenues y trémulos trinos se hicieron cada vez más frecuentes y, en cierto modo indefinible, parecieron cobrar la calidad apremiante de seres que susurrasen entre la oscuridad. Sesku cerró unos momentos los ojos cual si deseara concentrarse más en la escucha.
—Al parecer mi señora madre y tú teníais razón —dijo abriendo bruscamente los ojos—. Se aproximan unas veinte barcas que atravesarán la isla en dos direcciones, por el costado y por detrás, antes de una hora. No cabe duda de que se trata de los sharjan.
Me sentí casi aliviado al oír aquellas palabras.
—El grupo principal llegará por la espalda. Allí confían organizarse y alcanzar el poblado cayendo sobre nosotros por sorpresa. Entonces, cuando nos encontremos en pleno ataque, desembarcarán los demás y nos cogerán entre ambos bandos, como ánades en una red. Y ésa es precisamente la trampa que les tenemos preparada. Se proponen no mostrar ninguna clemencia hacia nosotros, por lo que tampoco podrán esperarla por nuestra parte.
Evidentemente la perspectiva de aniquilar a sus enemigos le resultaba satisfactoria, hecho que no podía censurarle. El hombre tenía miedo. Veía amenazada su vida y la de su gente y su corazón se había cerrado a toda piedad.
—¿Dónde has decidido esperarlos? —pregunté.
Por toda respuesta señaló hacia atrás, al otro extremo del poblado, en aquel lugar donde apenas hacía seis horas yo había estado nadando entre fangosas y negras aguas.
—Entonces aguardaré contigo.
Su plan era bastante sencillo. Los sharjan habían escogido una noche sin luna confiando totalmente cogernos por sorpresa y nosotros habíamos pensado lo mismo. Sesku y doscientos hombres, entre los que me contaba yo mismo, aguardaríamos sentados en largas hileras entre la oscuridad con las armas en las rodillas. El enemigo llegaría procedente de las marismas, deslizándose entre las barcas de guerra de los halufid, sin ni siquiera percatarse de nuestra presencia y, una vez hubiesen arrastrado sus barcas en la arena, no podrían retroceder. Nos aprestaríamos a la lucha y arrojaríamos nuestras flechas y jabalinas al azar en la oscura noche guiándonos por el murmullo de sus voces, causando de este modo las víctimas necesarias para sembrar entre ellos la confusión que engendra la derrota.
Acto seguido encenderíamos las antorchas y exterminaríamos a los restantes sin dificultades. Los pocos que lograran sobrevivir huirían por las marismas, donde se encontrarían encerrados en la trampa que les habíamos preparado. En su huida, presas de pánico, se encontrarían con los barqueros de Sesku que les aguardaban para ensartarlos cual si fuesen peces.
E idéntica suerte aguardaría a la segunda y más reducida expedición. Cuando oyeran el estrépito de la batalla correrían con sus barcas hasta la playa creyendo que su estrategia había sido un éxito o se darían a la fuga por el mismo lugar por donde habían venido. No importaba que encontrasen el fin en las aguas o en tierra firme. Por la mañana, cuervos y peces se atracarían con sus carroñas.
Tal era el plan que Sesku había establecido para lograr una fácil victoria sobre aquellos hombres convirtiéndolos en víctimas de su propia maquinación. Bastaría con ponerlo en marcha para que resultase perfecto, y eso podríamos comprobarlo en seguida.
Comenzó, como de costumbre, con un terror enfermizo que se apodera del estómago atenazándolo cual un puño de bronce. Llegaban a nuestros oídos las voces del enemigo y el chapoteo de sus pies en las aguas poco profundas. Permanecimos a la expectativa hasta distinguir el sonido de las quillas de sus barcas arrastrándose por la orilla obstruida de cañas y el chasquido de sus armas: habían llegado y no sospechaban nada.
—¡Ahora! —susurró Sesku, que estaba en cuclillas a mi lado. Y luego, en su propia lengua, pronunció la que sin duda sería idéntica palabra, que vociferó cual un desafío—: ¡Ahora!
A modo de respuesta, los halufid prorrumpieron en un grito de guerra que corearon doscientas gargantas y casi al unísono se distinguió el silbido de doscientas flechas que surcaron los aires atravesando la oscuridad. La noche pareció temblar entre semejante estrépito que nos envolvió en su gran ola. Alguien encendió una antorcha, y luego otra y otra. Las hierbas se encendieron y a su fantástica y amarilla luz divisamos al enemigo a menos de cien pasos. Los cadáveres yacían por los suelos y se oían los gritos de los heridos. Aquellos que aún seguían en pie estaban paralizados por el asombro y no se recuperaron del trance hasta que recibieron la segunda descarga.
Hasta entonces me había abstenido de intervenir con el fin de no desperdiciar ninguna oportunidad.
Escogí un objetivo: un hombre que se encontraba en medio de los sharjan, un tipo de aspecto formidable y aire valeroso y marcial, el cual me pareció poco dispuesto a dar media vuelta y darse a la fuga, y contra él proyecté mi jabalina, que describió un pronunciado arco por los aires y se le hundió en pleno pecho arrastrándole en su impacto y derribando en el suelo su cuerpo sin vida.
No fue el único en encontrar la muerte. Otros veinte o treinta soldados enemigos cayeron con él y entonces fue cuando los más de ciento cincuenta que aún quedaban en pie reaccionaron recordando que no habían acudido a aquel lugar para ser segados cual cebada. Uno tras otro, y por fin todos al unísono, profirieron un grito de guerra agitando sus armas ante los ojos en señal de desafío y cargaron contra nosotros.
La colisión fue como el impacto del martillo en el yunque. A la fluctuante luz de las hierbas encendidas se libró una ardua aunque breve batalla, sin esperanzas para los sharjan, entre cuyas filas reinaba la confusión y el desorden. En ningún momento lograron recuperarse de aquel primer ataque por sorpresa y por ello no pudieron desarrollar ninguna estrategia, limitándose a seguir los dictados personales de cada uno de ellos: presentar batalla y, llegado el caso, enfrentarse con valentía a la muerte. Los halufid, que mantenían formadas sus filas y luchaban con disciplina, los aniquilaban sin sufrir excesivas pérdidas. Para nosotros, como el sueño de cualquier muchacho en su primera batalla, aquella fue una rápida, desigual y gloriosa campaña.
Luchábamos únicamente con espadas a base de tajos y estocadas en combate cuerpo a cuerpo contra un enemigo desesperado. Yo tan sólo recibí una herida que revistió escasa importancia. La punta de una daga me rasgó el músculo del hombro y vertí abundante sangre, que me manchó el brazo, pero únicamente fue algo aparatoso.
Más me sentí satisfecho al comprobar que la daga iba dirigida a la espalda de Sesku. En cuanto los sharjan comenzaron a desfallecer y emprendieron la huida, nos encontrábamos a pocos pasos uno de otro. Acababa de desembarazarme de un último atacante que aún tenía ánimos para enfrentársenos, cuando acerté a mirar en dirección a Sesku descubriendo que otro adversario, con gran arrojo y desprecio de su vida, había conseguido situarse detrás de él.
El hombre se disponía a descargar el mortífero impacto sin que Sesku hubiese advertido su presencia. Lancé un grito para ponerle sobre aviso, cargué contra su atacante y le hundí mi espada en el tórax.
Jamás olvidaré la expresión de su rostro. Pareció que iba a proferir un gruñido, como un animal que expresase su odio al ver arruinada su última oportunidad de venganza. Haciendo acopio del resto de sus fuerzas, empuñó su daga contra mí, y me produjo una herida en el hombro al tiempo que le desprendía el arma de la inerte mano. Mientras se desplomaba en el suelo aún parecía fijar en mí una mirada cargada de odio.
Hasta entonces no había advertido Sesku el peligro que corría. Se volvió y contempló el cadáver y luego a mí, y al advertir la sangre que bañaba mi brazo comprendió lo que había sucedido.
—No imaginaba que los hechos de Khalule siguieran pesando de tal modo en tu conciencia —dijo.
—Era una cuestión de honor… Si no puedo quitarte la vida, prefiero que seas inmortal. No concederé a nadie el privilegio de matarte.
Sesku se echó a reír, señalando mi herida cual si se tratase de un asunto trivial.
—Confío que esto no acabará contigo, ¿verdad? —dijo.
—Es algo insignificante, sin consecuencias. Supongo que en breve será una cicatriz sin importancia.
Podíamos charlar tranquilamente porque la batalla había concluido. Los sharjan habían huido hacia sus barcas abandonando a sus muertos en el campo de batalla. A lo lejos distinguíamos el reflejo de las antorchas en las aguas y oíamos los gritos desesperados de los hombres que se encontraban con los barqueros halufid que los estaban esperando y comprendían que habían perdido sus últimas esperanzas de salvación.
Pero para nosotros la batalla había concluido. Algunos hombres de Sesku saqueaban los cadáveres de sus enemigos y degollaban a los sobrevivientes, pero los demás merodeaban por doquier demasiado excitados para mantenerse tranquilos.
—¡Hemos ganado! —exclamó el rey de los halufid cual si acabase de constatar semejante hecho. En un abrir y cerrar de ojos se mostraba exultante de júbilo.
—¡Los cielos se inclinan a nuestro favor! ¡Fortalecen nuestros corazones con presagios y entregan al enemigo en nuestras manos!
Las últimas palabras de Sesku quedaron prácticamente ahogadas por el clamor de los victoriosos guerreros que se agolpaban a nuestro alrededor enarbolando triunfalmente las armas sobre sus cabezas.
Entonces me tocó en el brazo y levantó la mano para mostrar la sangre fresca de mi herida, que goteaba entre los dedos. Los halufid, enardecidos de júbilo, profirieron exclamaciones aprobatorias aunque creo que en aquellos momentos hubiesen aplaudido cualquier cosa.
Regresamos todos juntos al poblado, donde acudí inmediatamente en busca de Kefalos para que también él se regocijara de nuestra victoria. Le encontré dormido en una barca que estaba varada en la playa, protegiendo contra el pecho su maletín.
—Parece que necesitas los servicios de un físico —dijo al ver mi brazo—. ¡Por el sabio Apolo! ¡Qué sangría! Más no tiene importancia puesto que la sangre purifica.
En cuanto hubo acabado de limpiar la herida la cosió con un hilo extraído de las entrañas de un conejo. Aquella parte de la operación no me pareció nada divertida.
—¿Vienes conmigo a compartir mi cabaña? —le invité—. No puedo soportar la idea de que estés durmiendo en el arroyo.
—No, señor… Me diste buenos consejos y los seguí. El hombre prudente sobrevive para complacerse con el recuerdo de sus locuras.
—Como gustes.
Aquella noche la pasamos entre cánticos y festejos en el mudhif de Sesku, pero yo estaba cansado y además no celebraba mi victoria. Sentía deseos de cerrar los ojos para no ver la luz del día: dormiría igual que un cadáver.
Cuando me encontraba a unos quince pasos de distancia de mi cabaña me pareció que la manta que cubría la puerta se movía.
Pensé que quizá únicamente fuera fruto de mi imaginación. Alcé la antorcha para mirar en torno y no vi nada. Entonces se me ocurrió observar el suelo y descubrí la huella de una sandalia.
Aquel calzado no era mío ni tampoco de Kefalos, porque los conocía perfectamente, y los halufid, ni siquiera su propio rey, no calzaban sandalias. Me encontraba en presencia de un enemigo, tan extranjero en aquel lugar como yo mismo.
Y que me estaba aguardando en el interior de la cabaña.
Pues bien, no le complacería. No cruzaría aquella puerta por la que me veía obligado a agacharme porque el dintel era demasiado bajo para mí, permitiendo que aquel individuo me rebanase el pescuezo cual un ama de casa cortaría un pedazo de queso para el almuerzo de su esposo.
Seguía llevando la espada que Sesku me había prestado, y la antorcha que me había iluminado en mi regreso continuaba encendida. La arrojé al techo de la cabaña, donde al instante prendió el fuego en las cañas secas.
En pocos segundos el techo estaba ardiendo y a punto de desplomarse: no tendría que esperar mucho tiempo.
Así fue. El hombre se precipitó en el exterior vociferando presa de pánico, apartando bruscamente a un lado la manta que cubría la entrada y sin otro pensamiento que huir; al punto quedó ensartado en mi espada, cuya punta le introduje bajo el ombligo. Arranqué el arma y seguidamente volví a hundirla en su pecho atravesándole el corazón. La daga que él empuñaba cayó en el suelo.
A mis pies yacía un hombre muerto, con la expresión de asombro de haber acabado así sus días. Me pregunté quién sería. No le había visto en mi vida. A juzgar por su túnica, podía proceder de cualquier lugar, más no parecía caldeo.
Había muerto aferrándose a su herida, por lo que tenía el brazo izquierdo bajo el cuerpo. Apoyé el pie en su hombro y le obligué a dar la vuelta.
Entonces advertí que le faltaba el dedo meñique.