XXII

En aquellos tiempos reinaban muchos monarcas en Sicilia. Ducerio, que se daba a sí mismo el título de soberano de los sículos, reclamaba la soberanía de la parte oriental de la isla, pero otros soberanos ignoraban sus pretensiones y sólo le era posible mantener su autoridad en el territorio comprendido entre el monte Etna y el mar y ni siquiera sobre todas las colonias griegas que se habían establecido progresivamente durante los últimos cincuenta años.

Tal vez como compensación gobernaba de manera cruel. Se comportaba con tanta dureza que muchos nativos preferían verse sometidos a esclavitud entre los griegos, que mostraban gran desprecio hacia cualquier otra raza tachándola de «bárbara», que ser libres bajo su propio señor pues —según decían— los griegos, por lo menos, les permitían comer pan.

Y a Ducerio acudí para comprar el terreno en el que el dios había decidido que descansaran mis huesos.

Al igual que los antiguos monarcas griegos. Ducerio residía en la acrópolis, una fortaleza amurallada de piedra situada en lo alto de una colina rocosa y descarnada. Era una estructura antigua que tal vez datase de los tiempos en que sus antepasados podían considerarse con mayor derecho soberanos de los sículos, y mi espíritu militar me hizo admirar sus defensas. Sobre la puerta principal estaban tallados dos leonas que se disputaban los restos de un fauno muerto. Me pareció un emblema bastante oportuno.

Cuando atravesaba el patio central me sorprendió el estrépito reinante que me recordaba la calle de Adad, en Nínive. Me bastó echar una mirada en torno para comprender la razón. Entre las principales torres de vigilancia había por lo menos seis forjas que despedían una lluvia de chispazos sobre el duro suelo y el golpear de los martillos de los herreros hacía temblar el aire cual la superficie de una charca en la que el viento soplara. Entre aquellos muros, Ducerio controlaba la fundición del bronce en sus dominios, que constituía a la vez el origen de su poder sobre sus súbditos y la razón de la hostilidad que prudentemente abrigaba contra los griegos, a quienes los sículos podrían intimidar con sus armas, pero que dominaban el arte de forjar el hierro.

Crucé las grandes puertas de madera de palacio, tanta era la seguridad que sentía Ducerio que ni siquiera apostaba guardianes, y tras abrirme paso a codazos entre la habitual multitud de cortesanos, soldados ociosos y solicitantes de dádivas me presenté a un chambelán de cabellos grises que se rascaba el pecho con su huesuda diestra mirando abstraído al vacío. El hombre pareció molesto ante mi interrupción y enarcó las cejas enojado hasta casi formar una línea recta.

—¿Acudes a solicitar alguna merced? —me preguntó con vocecilla aflautada en un tono que sugería que si respondía afirmativamente se sentiría justificado para quitarme la vida—. ¿Qué deseas del gran rey?

Mi amigo el tabernero me había instruido acerca de cómo funcionaban los negocios de la corte, por lo que iba debidamente preparado. El chambelán tenía un gran bolsillo en la parte delantera de su túnica en el que deposité una bolsita que contenía el número estipulado de monedas de plata.

—Deseo adquirir un terreno —dije—. Me propongo cultivar la tierra y vivir de mi trabajo.

El chambelán arrugó la nariz cual si ofendiese su olfato.

—Y, naturalmente, eres griego.

Asentí, e incluso sonreí, aunque sin duda él se había propuesto insultarme. ¿Qué otra cosa podía imaginar puesto que toda nuestra conversación se había desarrollado en tal idioma?

—Tendré que consultar si el rey accede a concederte audiencia. Sé paciente porque está ocupado con asuntos de estado. Sin duda se demorará.

No se equivocó porque estuve aguardando varias horas en aquel vasto y concurrido salón, en cuyos muros se representaban imágenes de hombres cubiertos de armaduras y mujeres desnudas que danzaban ante extraños y terribles dioses, hasta que finalmente conseguí ser conducido a presencia del monarca. A media tarde, cuando ya me dolían las piernas de estar de pie, regresó el chambelán de cabellos grises y sin decir palabra me hizo señas para que le siguiese.

El rey estaba sentado en un trono de madera, en una estancia que no superaría los diez o doce pasos de longitud. Aunque vestía una túnica azul que parecía recién salida del telar, sus cabellos y su barba, negros ambos, estaban enmarañados y sucios. Su rostro era el de un hombre que superada la media edad conserva sus fuerzas, de frente abombada y pómulos salientes, igual que oscuras protuberancias.

—¿Qué deseas de mí? —inquirió malhumorado.

Tenía una copa semivacía sobre una mesita a su lado y tras él aguardaba un esclavo sosteniendo una jarra, pero al rey no parecía alegrarle el vino. Me dirigió una encolerizada mirada bajo sus pobladas cejas, como si a continuación se dispusiera a ordenar que me ejecutasen.

Pero yo había tenido a mis pies a soberanos más poderosos que él y por lo tanto no me impresionaba.

—Deseo comprar tierras, gran rey. He encontrado un lugar que me agrada y me propongo dedicarme al cultivo.

—¿Qué lugar es ése?

Cuando le expliqué cuál era parpadeó sorprendido cual si acabara de despertarse.

—¿Acaso no respetas a tus propios dioses? —me preguntó—. La sibila encuentra allí su solaz y no le agradará ser molestada.

—Lo ha dejado libre para mí. Según parece, es voluntad de los dioses que ocupe yo esa tierra.

—¿Mantienes realmente tan íntimas relaciones con los dioses?

No respondí, y aquello pareció incomodarle. Los reyes no están acostumbrados al silencio y se muestran precavidos con aquellos que no se asustan fácilmente.

—Te he concedido audiencia por pura cortesía —prosiguió al fin como si no me hubiese formulado pregunta alguna—. Porque no es mi voluntad vender más tierras de estos dominios. Si en tiempos de mi padre se hubiesen mostrado más prudentes, ahora no tendríamos tantos problemas con los extranjeros.

Y me despidió con un ademán.

—Señor rey —le dije sin moverme—. Me propongo conseguir lo que los dioses me han prometido. Te juro que no me moveré de aquí hasta que hayas considerado conveniente concederme lo que te pido.

Alcé la mano. Al verla, Ducerio abrió los ojos, terriblemente asombrado, como si la mancha que tenía en mi palma hubiera sido una herida reciente.

Pero consiguió disimular casi al instante.

—Entonces tendrás que esperar mucho —repuso.

Uno de sus guardianes hizo intención de asirme del brazo, pero le rechacé bruscamente y abandoné la estancia por voluntad propia para volver a instalarme en el vestíbulo, preguntándome si no me habría jactado neciamente.

Por fin, al anochecer, las grandes puertas se cerraron y me vi obligado a salir al patio. Las fraguas ya estaban en silencio y los soldados habían desaparecido: unos estarían acostados y otros habrían marchado formando grupos al pueblo en busca de mujeres o de jarras de vino. Pasé la noche envuelto en una manta, durmiendo a ratos y compartiendo el calor de una hoguera con un pequeño grupo de prisioneros, cuatro hombres que aún mostraban en sus espaldas las huellas recientes del látigo. Eran campesinos sículos que habían ocultado grano a los recaudadores reales y que por la mañana serían ejecutados, arrojados desde las murallas de la ciudadela hasta las rocas que había al pie.

Sabedor de los usos cortesanos en los que la grandeza de un soberano se mide por el tiempo en que se aguarda una audiencia, me había provisto de alimentos y de una botella de vino, que compartí con los condenados. Éstos estaban encadenados entre sí y permanecían en silencio. Tuve la impresión de que se mostraban indiferentes a la muerte o probablemente que el terror había embotado sus sentidos.

—Dada nuestra situación, es inútil despilfarrar los alimentos con nosotros —me dijo uno de ellos en vacilante griego— y tampoco los aceptaría nuestro estómago. Pero aceptaremos gustosos el vino que nos ofreces porque dios bien sabe que no volveremos a tener otra ocasión de embriagarnos.

—Y tampoco puede importarnos tener mañana la cabeza aturdida —intervino otro.

Esta observación fue coreada con un nervioso murmullo de risas que se disipó casi al punto.

Se produjo un breve silencio mientras se pasaban la jarra uno a otro, pero el vino desata las lenguas de los hombres al tiempo que embota el afilado aguijón del miedo. De pronto, uno de ellos se volvió hacia mí y con lágrimas en los ojos me dijo:

—Me resulta extraño pensar que mañana a estas horas mis hijos recogerán mis cenizas en una urna. ¿De qué vivirán cuando el rey se haya incautado de mis tierras? ¿Quién cuidará de mi esposa y acariciará su cuerpo? Morir es un trance muy amargo.

Así pasé la noche entre las murallas del palacio de Ducerio mientras la luz fluctuante de la hoguera se proyectaba en los rostros de aquellos que lo habían perdido todo excepto las ansias de vivir.

Por la mañana acudió un chambelán en mi busca. En cierto modo no me sentí sorprendido.

—El rey desea verte —anunció.

Le seguí hasta la misma cámara donde me había recibido el día anterior y le encontré vistiendo la misma túnica azul, igual que si se hubiese pasado la noche sentado en el trono.

—Es cierto que la sibila se ha marchado —dijo con voz tenue cual un susurro—. He consultado a mis magos y creen que puesto que pareces llevar la marca de algún dios, tal vez sería mejor… ¿Cuánta tierra te propones comprar?

—Desde las montañas al mar y de norte a sur hasta donde alcanza la vista.

—¿Tanto?

—Sí, tanto.

—¿Cuánto quieres pagar por ella?

—A tres dracmas el plethron… es decir, dos mil dracmas.

No podía discutírmelo porque era un buen precio. Advertí que le hubiese gustado hacerlo, pero no le fue posible. Creo que me hubiese vendido el terreno por la cantidad que le hubiese ofrecido porque tenía miedo. De modo que trató de impresionarme por otros medios.

—Es mucho terreno para cultivarlo un hombre solo —dijo.

—No estoy solo.

—¿No? —Se echó a reír, aunque no logré imaginar por qué razón—. Entonces, puesto que eres griego sólo te impondré a modo de tributo una medida de trigo de cada cinco —dijo—, e igual proporción de cuanto coseches en olivos y viñas.

Moví la cabeza negativamente, reconociendo la imposibilidad de cumplir tal exigencia, como si violase alguna ley de la naturaleza.

—Sería más apropiado fijar una medida por cada diez, señor, puesto que es lo máximo que puedo permitirme para que el proyecto sea viable.

Durante unos momentos permaneció en silencio examinando mi rostro, quizá tratando de encontrar alguna respuesta en él, o tal vez solamente para descubrir alguna debilidad en mí. Pero yo estaba decidido a poseer el terreno accediera o no a ello y posiblemente también él lo entendió así.

—Puesto que los dioses parecen protegerte y puesto que estás dispuesto a pagar esa cantidad… o más bien, te parece conveniente pagar esa cantidad… —Hizo una pausa y de pronto estalló en imprecaciones—. ¡Quieran los dioses, que son tan amigos tuyos, librar a los hombres decentes de la avaricia de los griegos! —Y a continuación, con sorprendente seriedad, añadió—: ¡Arregla esas cuestiones con mi chambelán! ¿Cómo has dicho que te llamas?

—No te lo he dicho, gran rey: soy Tiglath Assur.

—No te olvidaré, Tiglath Assur.

Nos separamos, perfectamente conscientes de que nos despedíamos como enemigos. En el exterior, a la brillante luz del sol, descubrí que los prisioneros ya habían sido ejecutados.

—Tienes una facultad especial para ganarte enemigos entre los poderosos —dijo Kefalos cuando le puse al corriente de la entrevista sostenida con Ducerio—. Es una característica generalizada entre todos los que proceden de noble origen. Jamás aprenderéis a comportaros con prudencia y humildad. No será ésta la última vez que oiremos hablar del rey de los sículos: tratándose de tal hombre, mirarle a la cara es como insultarle. Presiento que tendremos problemas, señor.

—Los problemas son algo en lo que tenemos experiencias muy recientes, amigo mío. Ya nos enfrentaremos a ellos cuando surjan.

Y realmente no quería seguir pensando en Ducerio. Cuando descendí desde la acrópolis por el angosto y sinuoso sendero, vi los cadáveres de los campesinos que habían sido despeñados y que aparecían retorcidos tras su mortal agonía, abandonados sobre las rocas cual muda advertencia. Tal vez por entonces sus familias ya se habrían atrevido a reclamarlos, pero aún creía ver su sangre recién vertida.

Yo era ya un campesino como ellos y sentía que aquella injusticia también me afectaba.

Sin embargo, no quería pensar en ello. Sólo deseaba concentrarme en la nueva vida que iniciaría en aquel lugar, una existencia sin sombras, imaginando que tal cosa sería posible.

Y realmente me lo parecía. Kefalos había difundido por Naxos la noticia de que nuestro barco se hallaba en venta y a los seis días había logrado embaucar a un tendero de la localidad que soñaba con convertirse en rico mercader y estaba dispuesto a pagar cuatrocientas dracmas por él. De modo que, pese a haber pagado a Ducerio, aún nos quedó bastante dinero para comprar algunas tiendas en las que vivir, herramientas, simientes, una cabra que nos daría leche, patos, gallinas y dos caballos que utilizaríamos como animales de labor, restándonos lo suficiente para mantenernos a base de pan y vino hasta que la tierra comenzase a producir beneficios. Aquello ya era un comienzo.

Instalamos nuestro campamento en la parte más elevada, en la zona de la meseta. Selana cuidaba personalmente de la comida y de las aves y Kefalos llevaba las cuentas e iba y venía a Naxos para mantenernos provistos de suministros e informarnos de los chismes que por allí circulaban, mientras Ganimedes haraganeaba y discutía con Selana.

Enkidu y yo nos dedicamos a despejar el subsuelo. Mis manos, delicadas tras aquellos años de ocio, sangraron primero y luego volvieron a encallecerse, y mi cuerpo se acostumbró de nuevo a largas horas de trabajo. Pero es conveniente que los hombres se esfuercen. Me sentía en paz y mis días estaban colmados. Era como estar de campaña entre soldados. Volvía a ser feliz sin darme cuenta de ello, que es el mejor modo de serlo.

En el ejército de mi padre había tenido ocasión de aprender algo de carpintería y otras habilidades útiles, pero sólo había visitado esporádicamente mis propiedades en el país de Assur, por lo que tenía mucho de que asombrarme o que aprender observando a Enkidu. El macedonio trabajaba con la incansable eficacia de una muela y gracias a sus poderosas energías era capaz de realizar tres veces la labor que hubiese acabado conmigo. Sin embargo, lo más importante era que parecía entender de agricultura como una habilidad innata en él. Jamás llegué a conocer su historia hasta el momento en que le encontré en el desierto de Sin, pero estoy seguro de que debía de ser de origen campesino.

Talamos árboles utilizando los caballos para arrancar los tocones y prendimos fuego a las hierbas resecas. Estuvimos midiendo nuestro primer campo de cien pasos de lado y lo limpiamos de piedras. En aquel lugar nos proponíamos plantar las verduras que nos servirían de sustento en invierno. Por su extremo norte discurría un riachuelo, por lo que cavamos canales de riego y construimos una noria para extraer el agua; nos proponíamos plantar nuestras primeras simientes tres semanas después.

Me sentía especialmente satisfecho de mi noria, realizada según el ejemplo de una que había visto en Egipto, un ingenio muy astuto. Tenía forma de rueda hueca en cuyo interior se situaba un hombre que la escalaba con manos y pies haciéndola girar, con lo que a su vez impulsaba una sucesión de cubos de cuero que transportaban el agua del arroyo a las zanjas de riego.

—¿Quién la hará funcionar? —inquirió Kefalos inspeccionando dubitativo la rueda—. Es un espacio muy reducido para un hombre, aunque esté doblado cual una ardilla en su madriguera.

—Ganimedes.

—¿Yo?

A nuestro hermoso joven se le encendieron aún más las mejillas de inquietud y sorpresa. Por lo visto había creído que se le permitiría holgazanear eternamente.

—Sí… Dos horas bastarán para regar todo el campo. Cada mañana, antes de desayunarnos, aún hace fresco. Ganimedes tiene la medida y el peso adecuados.

Trasladamos a nuestro campamento las piedras que Enkidu y yo habíamos retirado del campo, donde pronto constituyeron una imponente montaña. También reservamos los árboles más grandes, cuyas ramas podamos amontonando la madera hasta que se secó y estuvo en condiciones de ser aserrada. Así fue como en poco tiempo dispusimos del material necesario para construir una casa… Pronto llegaría el momento de pensar en ello.

Próximas a la montaña había otras casas de labor, algunas a medio día de camino, y de vez en cuando acudían los vecinos a presentarse y comprobar nuestros progresos. Uno de ellos, Epeios, era un tracio que había llegado a Sicilia hacía cinco años y que había prosperado hasta el punto de que podía permitirse disponer de un magnífico castrado castaño para su uso personal.

—Estoy encariñado con este animal —me dijo mientras le acariciaba cariñosamente el lomo—, le quiero más que a mi esposa, que no es hermosa ni agradable. Deberías buscarte una esclava que compartiese tu lecho porque con una esclava existen menos discordias. Sin embargo, yo era pobre para permitirme tales lujos y un hombre que duerme solo está atormentado por las exigencias de la carne. Por eso me casé.

Suspiró afligido pensando en las oportunidades que había perdido. Era un hombre alto y pelirrojo, de manos feas, pero al parecer hábiles. Tenía profundos surcos en las comisuras de la boca y sus ojos rasgados eran de un purísimo azul. No me costó creer que su mujer le atormentase porque parecía ser de los que sueñan con féminas etéreas que apenas dejan sentir la huella de su presencia sobre la tierra.

El caballo piafaba y removía el suelo con sus patas, impaciente cual una mujer. Epeios me miró sonriente.

—¿Cuándo comenzarás a construir tu casa? —me preguntó.

—Dentro de cinco o seis días. Trabajaremos cuando tengamos tiempo y espero que la tendremos concluida antes de que acabe el verano.

—¡Qué tontería! Haré correr la voz por todas las granjas que se encuentren a un día de camino y dentro de seis días tendrás cincuenta pares de manos ayudándote. La casa estará levantada antes de que el sol se ponga dos veces.

—¡Yo no puedo pedir tal cosa…!

Pero Epeios movió la cabeza como si yo estuviera loco.

—Existe la costumbre de que los vecinos se ayuden unos a otros cuando debe construirse una casa o un establo —dijo—. Todos los griegos de Sicilia tienen derecho a ser ayudados por sus compatriotas y cuando llegue la ocasión serás tú quien viajará una jornada para mezclar argamasa y colaborar en alguna construcción para mí o para cualquier otro. Piensa que esperamos ser alimentados y contar con el vino necesario para embriagarnos cada noche. Será igual que unas vacaciones para todos.

En cuanto se hubo marchado ordené a Kefalos que fuese a Naxos a comprar ovejas, cebada, mijo, cebollas, especias, aceite y el vino necesario para sustentar y embriagar a un centenar de hombres durante cinco días. Él cruzó las manos sobre su vientre un instante y consideró los inconvenientes de tal empresa.

—Necesitaré un carro donde transportar esos víveres.

—Pues cómpralo también porque de todos modos nos será útil.

—Vamos a meternos en muchos gastos —se lamentó.

—¿No estás cansado de dormir en el suelo y comer ante una hoguera, Kefalos?

Aquel nuevo enfoque del asunto le decidió y antes de media hora se ponía en marcha llevándose consigo a Selana.

Al joven Ganimedes no le agradó demasiado que le dejasen.

—«Cuídate de los patos», me ha dicho, «Recoge las cabras por la noche» —repitió, expresando su desdén con una mueca—. ¡Cualquiera creería que el amo se la lleva de viaje de bodas!

—Tal vez lo sea, Kefalos ha abierto las piernas de más mujeres que pelos tendrás jamás en tu barba.

Estas palabras provocaron en él tal acceso de furia que llegó a proferir obscenidades tan irrespetuosas sobre mi amigo que me sentí obligado a darle una azotaina y castigarle una hora más dando vueltas al molino para que se apaciguase su ira.

Sin embargo, también yo me había sorprendido de que Kefalos hubiese decidido reconciliarse con Selana, interrumpiendo su antagonismo de tantos años que ya casi había tomado las características de una tradición. No di crédito a las sospechas de Ganimedes, pero me sorprendió. Me constaba desde tiempo inmemorial que el honorable físico no se sentía satisfecho si no maquinaba alguna nueva estratagema en que ejercitar su astucia. Me pregunté qué estaría tramando.

—¡No sé cómo guisaré para tal cantidad de gente! —protestó Selana cuando se apeó del carro que ella y Kefalos habían comprado en Naxos. Pese a que llevaba en sus brazos un precioso cachorro blanquinegro que no tendría más de un mes y que le lamía el rostro cual si bebiese sus lágrimas, no parecía aliviarse su disgusto—. Todo el trabajo caerá sobre mí y ni siquiera tengo un horno adecuado para cocer pan.

Ciertamente no podía censurarle aquellos exabruptos porque parecía que los ejes del carro fuesen a romperse bajo la carga de tantas jarras de vino y de aceite y de los cestos de grano, pescado seco, cebollas, manzanas y granadas. Y puesto que era imposible que las veinte ovejas que Kefalos había adquirido cupieran en él, se había visto obligado a contratar a un muchacho que las condujese detrás de él.

—¿Veinte ovejas? —me escandalicé sin poder dar crédito a mis ojos—. ¿Veinte ovejas para cinco días? Podrían para alimentar a un ejército en campaña, figúrate para unos cuantos campesinos.

Kefalos entregó un par de monedas de cobre al muchacho y le despidió sin dejar de mirar en torno con nerviosismo mientras las ovejas comenzaban a dispersarse lentamente a nuestro alrededor.

—Las he conseguido a excelente precio, señor, pero a condición de quedarme con todo el rebaño. Sin duda que cuando la casa esté construida tendremos bastante sitio para dedicarnos a criarlas a fin de conseguir lana que podremos convertir en tejido. Porque tan sólo la lana de estos animales vale las diez dracmas que pagué por ellos. ¡Figúrate… diez dracmas!

—No tenemos telar ni rueca. ¿Para qué nos servirá ahora la lana?

—Eres bastante inteligente para fabricarlos con tus propias manos, señor. Es preciso pensar en el futuro.

—Nuestro futuro próximo consiste en construir una empalizada donde recogerlas —le dije, ya resignado, porque comprendía que Kefalos estaba entusiasmado con aquella idea—. Si no, nos destrozarán las verduras con sus patas antes de que anochezca. A propósito, no dudo que habrás tenido alguna razón consistente para traer ese perro a casa.

—Selana lo quería… es muy maternal. Además, necesitaremos un perro que vigile las ovejas.

—Ese cachorro apenas tiene edad para morderse el rabo y mucho menos para cuidar del ganado.

—Confía en mí, señor. Nací en una isla famosa por su lana y entiendo de estos asuntos.

Comprendí que no podía hacer otra cosa que rendirme a la evidencia y, al anochecer, Enkidu y yo habíamos conseguido construir un corral bastante aceptable, rellenando de maleza una verja hendida. Cuando hubimos acabado, Kefalos se presentó a inspeccionar las obras.

—Irá perfectamente —declaró—. Aquellos animales que deban ser sacrificados primero para alimentar a nuestros inminentes huéspedes deberán ser esquilados cuanto antes, y cuando hayamos lavado y desprendido su grasa, la enrollaremos formando balas hasta que hayas confeccionado la rueca. ¿Cuánto crees que tardarás?

—¡Kefalos, no sé nada de…!

Alzó la mano y la agitó en el aire como una bandera en el campo de batalla a impulsos del viento, negándose a admitir ninguna dificultad.

—Yo te explicaré exactamente lo que es necesario: no tienes por qué preocuparte. Y cuando hayas construido un telar, enseñaré a Selana a tejer. Es una muchacha excelente y que, por cierto, ha despertado gran interés en Naxos. «La joven y encantadora concubina del ateniense», así es como se refieren a ella. Quizá si hago circular el rumor de que te has cansado de ella algún joven granjero se presentará deseoso de tomarla aunque sea sin dote.

—¿Cómo puedo estar cansado de ella si ni siquiera he visitado su lecho? —le pregunté sorprendido ante lo irrelevante de mi propia exclamación—. Además, ella siempre ha dicho que no consentirá en casarse con un campesino.

—Sí, pero a su edad la sangre bulle con fuerza en las venas y debe tomarse pronto una decisión. Casi tiene quince años.

—Sí… deberá hacerse algo.

Kefalos sonrió misteriosamente y mudó de conversación.

—He oído comentar por ahí que los sículos están pasando una mala época —comentó—. Dicen que incluso se ven obligados a ahogar a sus hijas en el mar porque carecen de recursos para alimentarlas.

Me encogí de hombros, incrédulo.

—Esta tierra es rica —dije—, y llueve igual que en Grecia. ¿Cómo pueden morirse de hambre si nosotros vivimos cómodamente?

—Nosotros no estamos tan oprimidos por el rey Ducerio —repuso Kefalos sonriendo de nuevo, aunque en esta ocasión su expresión era más elocuente—. El soberano ni siquiera permite que su propio pueblo utilice el bronce en las rejas de los arados porque teme que puedan reconvertir las hojas en armas, y por lo tanto se ven obligados a utilizar madera, que se rompe en cuanto choca con la primera piedra. Los griegos conocemos el arte de trabajar el hierro, un secreto que el rey no puede arrancarnos porque lo llevamos en el cerebro. Un griego se pasa una tarde arando un campo que a un sículo le cuesta cinco días de trabajo: por eso se mueren de hambre y matan a sus hijos, puesto que no pueden alimentarlos. Y entonces tratan de esconder el grano a los recaudadores de impuestos con riesgo de su vida si son descubiertos, o se dedican al bandidaje y someten a pillaje a sus vecinos.

—No entiendo que no se subleven y acaben con él.

Mi antiguo esclavo se echó a reír al oír estas palabras.

—Señor, el rey cuenta con cuatrocientos hombres armados, soldados expertos que usan espadas de bronce.

También yo sentí deseos de reírme, pero me contuve. En aquella isla, cuatrocientos hombres armados dispuestos a cortar cabezas garantizaban el trono de Ducerio; la guarnición de Nínive tenía ese mismo número de palafreneros en sus establos.

—No se necesita un ejército de miles de soldados para ser un déspota —declaró Kefalos como si leyese mis pensamientos—. Cuatrocientos hombres bastan si sólo deben enfrentarse a campesinos, hombres que únicamente cuentan con piedras y palos afilados para defenderse.

Al día siguiente sufrí en mis propias carnes las primeras muestras de despotismo, porque fuimos visitados por un pelotón de soldados del rey.

—¡Señor… ven en seguida!

Enkidu y yo estábamos retirando las piedras de un nuevo campo cuando apareció Selana en nuestra busca. Estaba sonrojada, sobre todo de excitación, y debo confesar que lo primero que se me ocurrió, que el dios me perdone, fue que era muy linda.

—¡Han venido soldados!

Enkidu frunció el entrecejo y dejó el pico en el suelo.

—Serán los hombres de Ducerio y con ellos no tenemos problemas —dije tratando de demostrar una convicción que no sentía porque en mis años de exilio había adquirido progresivamente la certeza común a las gentes de todas las naciones de que los soldados siempre causan perjuicios—. ¿Y están de paso o les trae algún asunto?

—Lo ignoro —repuso Selana—, en cuanto han desmontado de sus cabalgaduras, Kefalos acudió en busca de una jarra de vino para ellos y me envió en tu busca.

—¿Cuántos son?

—Tres o cuatro… Creo que cuatro.

—¿Te han visto?

—No.

—Entonces mantente fuera de su vista hasta que se hayan marchado. Estoy seguro de que no pretenden causar daño alguno, pero has alcanzado una edad…

—Sí, señor.

Y me obsequió con una sonrisa feliz y radiante, cual si se sintiera sumamente orgullosa de que por fin lo hubiese advertido.

—Vete, muchacha.

Echó a correr como un joven gamo mientras que Enkidu y yo nos secábamos el sudor del rostro y considerábamos la situación.

—No podemos hacer nada hasta que sepamos qué se proponen —dije.

El macedonio profirió un sordo gruñido y me observó con torva mirada cual si sugiriese que todo aquello no podría terminar con un cortés interrogatorio, y nos dirigimos al campamento abandonando nuestros útiles de labor allí mismo.

Por el camino alcé la mirada y advertí que el viento agitaba las ramas de los árboles haciendo brillar sus hojas como si fuesen de plata. Era una perspectiva tan hermosa que sentí una punzada de algo parecido al dolor. Era la primera vez que me daba cuenta de lo feliz que había sido durante el breve tiempo que llevaba en Sicilia.

Los encontramos sentados junto a la tienda más grande, resguardándose a la sombra y pasándose unos a otros la jarra de vino que Kefalos les había servido. Sus caballos estaban atados a cierta distancia. Al principio pensé que Selana se había equivocado porque sólo se veían tres hombres y, pese a que iban armados, a juzgar por sus mugrientas túnicas azules que apenas les llegaban a las rodillas no tenían aspecto de soldados.

Kefalos no se veía por ninguna parte: tratar con gente armada no era asunto de su competencia, pero advertí que había dejado mi jabalina junto al faldón de la entrada de la tienda. Entré a recogerla y la así por la punta de bronce procurando ocultarla.

Al ver que me aproximaba, uno de los soldados, el cabecilla según creí entender, se puso en pie lentamente, como si le molestara que alterase su descanso, y su rostro reflejó una expresión de disgusto al tiempo que se disponía a hablarme.

—¿Qué deseáis? —me adelanté sin aguardar sus palabras porque no es conveniente tolerar con paciencia las insolencias—. Si os habéis detenido simplemente a refrescaros y descansar, sed bien recibidos vosotros y cualquier hombre de paz, pero si os traen otros asuntos, será mejor que los expongáis y acabemos de una vez porque tenemos que reanudar nuestro trabajo.

Observó el palo que llevaba —porque eso debió de parecerle, simplemente el bastón de un campesino—, y no se mostró muy impresionado.

—Aunque seas griego te comportas con demasiada insolencia, ¿sabes?

Sonrió entusiasmado ante tanta agudeza, volviéndose a mirar a sus compañeros que seguían el diálogo con escaso interés. Éstos profirieron unas risitas, puesto que era lo que se esperaba de ellos, y volvieron a concentrar su atención en las excelencias de la jarra de vino. Por lo visto ya les parecía bastante. Pero mi interlocutor se volvió de nuevo hacia mí sonriente aún y sin duda sintiéndose más confiado.

—De todos es conocida la insolencia de los griegos —prosiguió—. ¿O vas a negarme que eres un insolente?

Grande es la fuerza de la costumbre. Los sículos no son de gran estatura, su promedio es de una cabeza inferior a los griegos, sin embargo aquel individuo, absolutamente seguro de sí, se enfrentaba a mí y a mi compañero que se alzaba a mi espalda cual un muro de piedra. ¿Acaso no era un soldado del rey que todo lo sabía sobre los campesinos? Estaba acostumbrado a intimidar a los de su raza, ¿por qué teníamos que ser distintos? ¿Qué podía temerse de un par de aldeanos desarmados, sucios y sudorosos?

Me miró con sus ojos castaños, que tenía muy próximos y que parecían fragmentos de cristales rotos. Llevaba la barba y los cabellos muy cortos y tal vez ello hacía que su cabeza pareciera desproporcionadamente pequeña en relación con su cuerpo. Se había plantado ante mí con los estrechos hombros encorvados, insignificante, incluso algo ridículo, pero la experiencia le había enseñado que la espada que llevaba y su autoridad para utilizarla nos amedrentarían a Enkidu y a mí convirtiéndonos en mansos corderos. Sin duda imaginaba que su propio aspecto resultaba imponente.

—¿Qué es lo que deseas? —repetí.

El hombre no respondió. En lugar de ello llegó a mis oídos un balido desgarrador y al cabo de un momento apareció un cuarto soldado llevando sobre el hombro una oveja degollada, de cuyo cuello goteaba la sangre.

—¿Qué deseo? —El jefe de la cuadrilla dio una patada en el suelo en un arrebato de buen humor ante lo divertida que le parecía aquella pregunta—. Para comenzar, otra jarra de vino, pan y un buen hato de leña. No esperarás que nos comamos crudo a este animal, ¿verdad?

El soldado que había sacrificado la oveja la dejó caer en el suelo y se secó las manos en el faldellín de su túnica.

—¡Eh, Fibrenus! —exclamó en un griego horroroso para asegurarse de que yo le comprendía—. Dile que nos envíe a esa mujer para que nos guise la comida. He visto que huía.

Sus compañeros celebraron con risas aquellas palabras, sin comprender que su camarada había hecho imposible una solución apacible. Casi podía percibir a mi espalda el rechinar de dientes de Enkidu.

—Ya veo, todo está claro —repuse encogiéndome de hombros cual si rechazara la posibilidad de un mal entendido—. Habéis venido a robar. No acudís en nombre del rey, sino por vuestra cuenta, igual que ladrones.

El tal Fibrenus frunció el entrecejo con aspecto enojado.

—También es tu rey —dijo— y estás sometido a impuestos como todos los demás. Somos los recaudadores reales.

Aquello fue recibido con auténticas carcajadas. Aguardé impaciente a que concluyeran sus risas y entonces deslicé la mano por el arma mostrando la punta de bronce de mi jabalina.

—No, sois ladrones, y no consentiré ser robado. Convine con el rey que le entregaría una medida de cada diez de lo cosechado en este terreno. Puesto que aún no ha producido nada, nada le debo. La oveja que has sacrificado me costó media dracma: eso es lo que me debes.

La amenaza era evidente incluso para el propio Fibrenus, que por fin pareció comprender que quizá por vez primera en su vida iba a pagar cara su bravuconada.

Pero no era inteligente. Todos sus pensamientos, todos sus impulsos se reflejaban en su rostro: primero, sorpresa; luego, temor y, por fin, deseo de venganza. Aún no sentía miedo… no era bastante listo para tenerlo. Sólo deseaba restablecer su autoridad castigada y ello fue evidente incluso antes de que llevase la mano a la empuñadura de la espada.

La punta de mi jabalina le alcanzó directamente en el pómulo. Dejó caer el arma en el suelo profiriendo un salvaje grito de dolor que se interrumpió al recibir el segundo impacto, exactamente en la unión del cuello con el hombro, que estuvo a punto de fracturarle la tráquea. Después me bastó con darle una patada para verle caer porque ya no tenía ánimos de lucha.

Tan sólo seguía en pie aquel que había sacrificado a mi oveja y en cuanto vio la jabalina apuntando contra su pecho alzó los brazos en señal de rendición. Los otros dos permanecieron inmóviles, a salvo en el suelo, y bastó una mirada de Enkidu para que continuaran allí: parecían temerosos de que los obligase a devolver la jarra de vino. La batalla había concluido.

Fibrenus, el soldado, rodó de costado y escupió un poco de sangre. Me acerqué a recoger su espada, que estaba a su lado, pero se hallaba sumido en sus dolores y apenas lo advirtió.

—Me la quedaré —dije mostrándola a sus amigos—. Que venga a recogerla cuando traiga el dinero. No tendrá dificultades para recuperarla.

Y me permití exhibir una canallesca sonrisa.

—Cuando venga a por ella te la hundirá en las costillas —dijo el que había matado a mi oveja.

Se expresaba con hosco resentimiento, pero era evidente que ni él mismo creía en sus palabras.

—Serás bien recibido si deseas intentarlo —repuse, en esta ocasión con expresión severa.

—El rey se enterará de esto.

—Así lo espero. Incluso estoy pensando en contárselo yo mismo, para que sepa cómo abusan sus soldados de su confianza.

No había más que decir, pero aquellos canallas aún tardaron unos momentos en comprender algo tan obvio. Por fin uno de los que se habían bebido mi vino se levantó del suelo y ayudó a su compañero a ponerse en pie.

—Llévatelo —le dije señalando al animal muerto—. Lo has pagado y es tuyo.

Cuando se perdieron de vista montados en sus caballos apareció primero Selana y luego Kefalos en el campamento, seguidos poco después de Ganimedes, que estaba casi enfermo de miedo.

—¡Ha sido magnífico! —exclamó ella cual si creyese que yo no me había enterado y se dispusiera a contármelo. Me asió por el antebrazo, y me apretó con fuerza.

—Ha sido peligroso —repuso Kefalos—. Seguro que volverán.

Aquello provocó la alegre risa de Selana.

—¡Que vengan! —exclamó. Y de repente le sacó la lengua a Ganimedes.

—Sea como fuere, volverán —dije—. Sospecho que los ha enviado Ducerio.

Me solté de Selana e instintivamente le pasé el brazo por los hombros, lo que le produjo una oleada de satisfacción.

—Posiblemente no se siente muy satisfecho del trato que hicimos e intenta arrancarnos algo más por la fuerza. O quizá desea expulsarnos de aquí.

Kefalos, cabizbajo, movió la cabeza.

—Esto no acabará así —dijo.

—Desdichadamente, no.

A veces los hechos se suceden extrañamente, pero siempre por designio de los dioses. En el transcurso de una vida nada ocurre por azar y la mano de Assur aparece por doquier. Esto lo he aprendido con el paso de los años.

La noche siguiente a aquella intrusión me sentía inquieto y no podía dormir, por lo que cogí mi jabalina y una jarra de vino y fui a sentarme bajo el árbol donde montara guardia la sibila, tratando de recobrar mi paz espiritual.

Pasé largo rato allí sentado bebiendo, con las precauciones debidas a tales horas. Corría un suave viento pero era cálido, casi agradable. Las estrellas quedaban ocultas tras las nubes y pensé que quizá por la mañana lloviera. Imaginaba lo dichoso que me sentiría cuando la casa estuviese construida y no tuviera que seguir durmiendo en el suelo.

«Tu casa permanecerá aquí durante muchas generaciones». A mis oídos llegó esta frase en una voz que me recordó a mi madre. «Ese será tu premio: que los hijos nacidos de tu simiente moren apaciblemente en este lugar mientras que Nínive se convierte en guarida de zorros y las lechuzas se albergan en sus palacios reales».

Estaba sentada a mi lado, pálida y cubriéndose los cobrizos cabellos con un chal. No la había visto desde el día en que salí de la guarnición de Amat para reunirme con Asarhadón a fin de aplastar la rebelión que se había alzado contra él.

—¿Cómo acudes aquí a mi encuentro, Merope? ¿Acaso has muerto de dolor y estás enterrada en el país de Assur?

«No has hecho más que acatar la voluntad de los dioses —murmuró; sentí que me acariciaba el rostro con la mano igual que cuando era niño—. Y la muerte nos abre a todos los brazos: también tú morirás un día».

—¿Estás muerta, madre?

«No te aflijas por mí, mi Lathikadas, porque nunca te dejaré. Construye tu casa de piedra y tu familia y no temas a ningún rey. Las glorias de este mundo no son más que sombras».

—¡Madre!

Volví la cabeza hacia ella instintivamente para ver mejor su querido rostro, pero éste se fundió entre la oscuridad sin que perdiera la sonrisa de sus labios.