XXVIII
El perímetro exterior de la empalizada de Collatinus formaba un cuadrado que no superaba los ciento cincuenta pies de lado y consistía en terraplenes levantados hasta la altura aproximada de un hombre sobre una oscura trinchera. En los ángulos de los muros interiores, que se levantaban a unos cinco pies detrás de los terraplenes, había las torres de vigilancia, que tenían unos treinta codos de altura y estaban construidas con troncos, y el único acceso parecía consistir en un pasadizo de la parte superior, pero aquéllos eran los únicos puntos fuertes. Evidentemente el señor de los ladrones jamás había pensado demasiado en la posibilidad de un asedio.
Me propuse hacer comprender a los bandidos que sus muros de madera no eran un santuario, sino una trampa, y cuando consiguiera infiltrar esa idea en sus mentes sin duda que su propósito primordial sería intentar la huida. Tal vez se les ocurriera una evasión en masa a lomos de sus caballos y por consiguiente mi primera preocupación consistiría en evitar tal posibilidad de escape.
Por fin, una hora antes de mediodía, apareció ante nuestros ojos la empalizada y antes de instalar nuestro campamento envié a algunos hombres a construir una ligera estructura de madera de diez pasos por quince en la que podrían colgar sus escudos y estar protegidos mientras preparaban trampas para los caballos en un semicírculo formado alrededor del único acceso posible desde las trincheras hasta la entrada principal, de modo que la única entrada o salida posible fuese a pie.
Los bandidos observaban todas nuestras maniobras desde el camino de ronda; tal vez por temor a abrirnos sus puertas, ni siquiera intentaron expulsarnos de allí, y poco antes de que oscureciera nos pidieron a gritos una tregua para llegar a un acuerdo.
—Enviad a cuatro hombres desarmados y a pie —grité a mi vez—. Serán recibidos en paz y os garantizamos que podrán regresar ilesos cuando lo deseen.
Había oscurecido cuando cuatro personajes muy corpulentos montados a caballo aparecieron a la luz de nuestras hogueras, pero más parecía que acudían a negociar nuestra rendición que la suya.
Uno de ellos, evidentemente el cabecilla, que superaría la media edad pero cuyas fuerzas aún no habían disminuido y tal vez fuese un palmo más alto que los demás, vestía la túnica característica de los sículos, hasta la rodilla, pero teñida de un intenso rojo, y lucía una cadena de oro macizo en el cuello. La barba le llegaba hasta el pecho y estaba cortada en línea recta, lo que le confería cierto aire severo. Pensé que no me gustaría ser su subordinado.
—Habéis obtenido una victoria —comenzó como si se dirigiese a las sombras—, pero considerad lo que os espera a continuación. Os permitimos cruzar las montañas sin molestaros porque, a decir verdad, confiábamos que en combate abierto acabaríamos con vosotros en un santiamén, pero antes o después deberéis regresar por donde habéis venido y os aseguro que el retorno no será tan apacible. Conocemos mejor que vosotros las montañas y no podréis regresar a Naxos protegidos por las puntas de vuestras lanzas. Mientras os internáis por los estrechos senderos os hostigaremos una y otra vez hasta que podréis sentiros satisfechos si uno de cada cuatro de vosotros sigue con vida para volver a respirar la brisa marina.
Paseó su mirada por nosotros, uno tras otro, cual si nos compadeciera por nuestra precipitación al habernos aventurado en los territorios del señor Collatinus. Y en los rostros de mis compañeros podía leerse la impresión que sus palabras habían causado. Aunque yo no le había creído, comprendí que aquel embustero era más inteligente que los demás.
—Al parecer sólo nos queda una elección —repuse interrumpiendo un silencio que comenzaba a ser opresivo—. Tendremos que destruiros antes de marcharnos y así no será necesario temer vuestra cólera.
Fijó sus ojos en mí, y le sonreí con insolencia.
—Tú eres Tiglath Assur, a quien los griegos han nombrado tirano —dijo tranquilamente.
Era evidente que ambos nos habíamos reconocido, porque no me cabía duda que se trataba del propio Collatinus.
—Te has portado bastante bien, pero es muy poco honorable la forma en que has enseñado a los griegos a hacer la guerra. El que lucha protegiéndose con los demás es un cobarde y no un auténtico guerrero.
—Por el contrario, señor, porque la obligación del guerrero es conquistar. No me sentiré satisfecho hasta que hayamos dejado en el suelo el cadáver del último bandido sículo, y entonces cederé todos los honores al exterminio.
—Sin embargo, puesto que vosotros no lucháis como caballeros, nada habrá que conquistar. Nos mantendremos dentro de nuestras murallas hasta que os canséis de seguir este juego y os marchéis. Y entonces os destruiremos.
Y me dio la espalda, como si todo estuviese dicho entre nosotros…
—Pero no he venido simplemente a sentenciaros a muerte —prosiguió dirigiéndose de nuevo a toda la asamblea—. Porque es cierto que habéis obtenido una victoria, y una victoria no debe quedar sin recompensa. Estamos dispuestos a llegar a un acuerdo. Si accedéis a marcharos en cuanto hayáis repuesto vuestras provisiones, os concederemos un salvoconducto hasta vuestros hogares. Además, podemos establecer un tratado garantizándoos que jamás volveremos a saquearos. Incluso procederemos al reparto de plata, diez monedas para cada uno, a fin de que nadie pueda lamentarse de que el señor Collatinus no es generoso. Consideradlo detenidamente porque vuestra otra alternativa es la muerte. Aguardo vuestra respuesta mañana a primera hora.
Y abandonó nuestro campamento seguido de sus tres colegas. Cuando se hubo perdido de vista, los soldados se reunieron taciturnos cambiando torvas miradas en torno al fuego, que proyectaba luces y sombras en sus rostros cual siniestras sonrisas.
—Quizá deberíamos aceptar —dijo Epeios por fin, y evidentemente expresaba la opinión de muchos de ellos—. De todos modos habríamos conseguido cuanto nos proponíamos. Hemos dado una lección a estos canallas…
Estallé en sonoras carcajadas. Los hombres me miraron sorprendidos, cual si temieran que me hubiese vuelto loco.
—Epeios, parece que la experiencia no te ha enseñado nada —agité la cabeza como si aún siguiera celebrando la broma—. Ya intentasteis llegar a un acuerdo con esos ladrones ¿y en qué quedó todo ello? Si Collatinus puede hostigarnos según pretende en nuestro camino de retorno, ¿qué os hace pensar que dejará de hacerlo porque hayáis aceptado su plata y sus garantías? Nos matarán cruelmente y cuando nuestros cadáveres siembren los caminos, nos robarán nuestras bolsas.
—¿Cómo puedes saberlo, Tiglath?
—Lo sé porque le interesa traicionarnos. Su única salvación consiste en destruirnos; de otro modo, aquellos a quienes tiene sometidos le temerán menos porque le habremos asestado un duro golpe. Por consiguiente nos permitirá retirarnos de esta llanura, donde comprende que tenemos todas las ventajas, y sus jinetes tratarán de exterminarnos por los senderos de las montañas, donde no podemos agruparnos para defendernos.
Mis vecinos, los hombres con quienes aquella mañana había obtenido una gran victoria y que habían enronquecido celebrando su triunfo, permanecían sentados con los rostros ensombrecidos por la inquietud porque sabían que decía la verdad. Aunque les disgustara, debían aceptar aquella certeza.
—¿Qué haremos, entonces?
Eso era lo que me preguntaban: ¿qué debían hacer? Me aproximé a caballo hasta situarme dentro de la línea de tiro ante las murallas de la empalizada para dar nuestra respuesta a Collatinus y a sus hombres.
—¡Nos invitasteis a rendirnos! —Mi voz resonó entre la calma de la mañana—. Nosotros no os ofrecemos condición alguna, sólo os perdonaremos las vidas y nos llevaremos a Collatinus cargado de cadenas ante la asamblea de Naxos para que responda de sus crímenes. No obstante, si nos obligáis a poner sitio a vuestra fortaleza y cae una gota de sangre griega, entonces no os concederemos cuartel y moriréis o viviréis a nuestro antojo. No os queda otra elección: rendíos y os ahorraréis una muerte cruel, o luchad y pereced.
A continuación reinó un largo silencio, tan prolongado que comencé a preguntarme si los bandidos habrían comenzado a comprender el peligro al que se enfrentaban y se disponían a aceptar mi parca propuesta. Y luego, de repente, oí vibrar las cuerdas de los arcos y cayó una lluvia de flechas desde el camino de ronda por encima de la puerta de la empalizada, que se hundieron en el suelo, a mis pies.
Maelius me escuchaba en silencio. Parpadeaba, abriendo y cerrando sus cansados ojos de anciano, cual si se esforzase por mantenerse despierto. Me resultaba imposible imaginar qué estaría pensando.
—Si los sículos desean sacudirse el yugo de Collatinus, deberían ayudarnos —le dije—. No pretendo que nadie sacrifique su vida ni vierta su sangre, pero sí que se esfuercen un poco para que ellos, sus hijos y sus nietos puedan vivir en este país como hombres libres y no como esclavos. Necesitamos contar con el trabajo de doscientos o trescientos hombres durante unos quince días. Que vengan provistos de instrumentos para cavar y aserrar madera, y también necesitamos alimentos para nuestros soldados, harina, aceite y carne, por todo ello seréis compensados cuando saqueemos la fortaleza de esos bandidos. Y también precisaremos madera. Me dijiste que ansiabas vengarte, amigo mío: ahora ha llegado el momento de demostrarlo.
El hombre se acarició la barba con sus melladas uñas y suspiró. Pensé que no era un guerrero y que él y sus vecinos tendrían que seguir viviendo allí aunque no destruyésemos a Collatinus por lo que, como es natural, tenía miedo. Hubiese sido un insensato si no estuviese asustado. Probablemente trataba de encontrar algún modo diplomático de negarse.
—Dame tres días —repuso por fin—. Los poblados están muy distantes y no tengo caballo. Dentro de tres días acudiré a verte y te informaré de los resultados que con mi escasa elocuencia haya conseguido para convencer a los sículos. No sé qué podré conseguir: no todos son ancianos como yo, a quienes únicamente nos cabe esperar la muerte.
Regresé al campamento cerrando mi corazón a las voces de la duda. Si sus víctimas, aquellos a quienes habían conducido a la ruina y a la desesperación, así lo deseaban, los bandidos podrían ser reducidos, pero los hombres no siempre están dispuestos a actuar conjuntamente.
Tres días… tres días de hoscas murmuraciones. Los griegos tienen muchas virtudes, pero entre ellas no se cuenta la paciencia.
—Esos bandidos están protegidos entre sus muros de madera y nosotros nos encontramos aquí —decían—. ¿Qué milagro aguardas para que cambie esta situación, Tiglath? Y, entretanto, merman nuestros suministros.
—Tal vez Collatinus mantenga aún su propuesta.
—Queremos regresar a nuestros hogares. ¿Qué hemos de hacer? ¿Aguardar aquí todo el invierno?
De noche, los humos procedentes de las cocinas de la fortaleza traían a nuestro campamento olor a cordero asado.
—Sin duda tendrán vino para beber, vino cuyo sabor persiste en la lengua cual los besos de las rameras. Nosotros no lo hemos probado hace diez días y quizá muchos jamás volveremos a catarlo.
Y luego, a media mañana del tercer día, apareció Maelius y con él sus vecinos, unos seiscientos en total.
Llevaban sus herramientas de trabajo colgadas del hombro y sacos de grano. Las mujeres transportaban tinajas de barro sobre sus cabezas y arrastraban a sus hijos pequeños que apenas andaban. En cuanto a los muchachos de seis a once años, vigilaban los rebaños de cabras. Los bueyes tiraban de carros cargados con leños recién aserrados. Nunca había visto algo semejante: incluso los griegos cobraron ánimos.
—No fue precisa mi oratoria —exclamó Maelius sonriendo orgulloso—. Han contado los cadáveres que vuestros soldados abandonaron cual festín de los cuervos y ha sido imposible contenerlos. Dinos qué quieres que hagamos, señoría, y se cumplirán tus deseos.
Los bandidos que nos observaban desde las torres debían de estar preguntándose qué nos proponíamos. Comenzamos abriendo un gran agujero a unos setenta pasos del perímetro exterior de la empalizada, una abertura tan amplia como la longitud de los brazos extendidos de un hombre y de veinte codos de profundidad: era el primero de los cuatro túneles que cavaríamos. Me senté en el fondo con el hombre que los sículos habían escogido capataz de sus equipos de trabajo, y le expliqué lo que deseaba.
—Quiero abrir túneles —le dije—, túneles bastante altos para que podamos pasar por ellos, aunque sea agachados, y que nos conduzcan desde aquí hasta las murallas. El terreno es de excelente arcilla, pero habrá que apuntalar el techo con vigas para que no se desplome.
—¿Acaso su señoría se propone perforar la tierra hasta el recinto de los bandidos y sorprenderlos de noche? —preguntó.
Era corpulento, de rostro grande y anguloso y cejas tan espesas que formaban una sola línea, cuyos extremos casi se confundían con su barba. Aunque buen trabajador, no era de los que sorprenden con su inteligencia, más, pese a que se expresaba con gran prudencia, era evidente que le parecía un proyecto disparatado.
—No, no es ésa mi intención. No llegaremos más allá de la muralla. Nos extenderemos por los lados y conectaremos las cuatro galerías. Esta fase la supervisaré yo mismo, porque debe ser realizada con el mayor cuidado. ¿Cuánto tardaréis en llegar a las trincheras?
—Si dedicamos tres hombres a excavar al mismo tiempo cada túnel en turnos de dos horas, creo que podremos perforar treinta codos de tierra entre la salida y la puesta de sol. Y si trabajamos de noche podremos concluir dentro de dos días. ¿Te conviene?
—Sí, perfectamente.
De modo que los equipos de trabajadores sículos pusieron manos a la tarea que les habíamos fijado. Trabajaron infatigablemente durante todo el día y por la noche bañada por la luna y en el interior de la tierra donde tan sólo se iluminaban con la vacilante luz de las antorchas. Y en la llanura Salito se levantaron montones de tierra húmeda empapada de barro.
Los bandidos observaban desde las torres, aunque imagino que sentían curiosidad porque no hicieron ningún intento de interferirse. Tan convencidos estaban de su inexpugnabilidad que pienso que no tenían la menor sospecha de lo que los aguardaba.
Y cuando por fin calculé que nos encontrábamos directamente bajo la parte occidental de la empalizada, con mis propias manos abrí un estrecho reducto hacia arriba en un espacio bastante amplio para poder introducirme y en cuyas paredes practiqué algunas aberturas para poder afianzar los pies, mientras la tierra que se desprendía caía sobre mi cabeza hacia el túnel inferior. Sentía que me faltaba el aire en los pulmones, tenía el rostro y el cuerpo empapados en frío sudor y únicamente me iluminaba con el reflejo procedente de la parte inferior. Aquel ejercicio, el más difícil de mi vida, me dejó con brazos y hombros despellejados y sintiéndome como si los músculos fueran a quebrárseme si volvía a moverme, se prolongó durante seis largas horas, pero al final logré alcanzar la parte superior con la mano y tocar el extremo de uno de los maderos de punta afilada y hundida en la tierra que constituían los muros exteriores de la fortaleza enemiga.
Mis cálculos no habían sido erróneos. No me había equivocado en mis suposiciones ni siquiera en un ápice. Parecía que incluso en aquel lugar de un extremo del mundo el dios de mis padres me seguía dispensando su protección.
Las fuerzas me abandonaron. Mi propio peso me arrastró hacia abajo por el desvío y luego hacia el túnel inferior. Mientras yacía en la tierra húmeda, el capataz me sostenía incorporándome por los hombros y me daba a beber agua.
—¿Qué has descubierto, señoría?
—Lo que buscaba —repuse señalando hacía el desvío—. Necesito diez de tus mejores excavadores y más expertos carpinteros, todos ellos muy cuidadosos porque ésta es una tarea que sería imperdonable ejecutar indebidamente y el que dé un paso en falso arrastrará consigo a muchos compañeros al mundo de las tinieblas. Debemos excavar aquí una alta bóveda que se sostendrá con maderos firmes para que no se desplome bajo el peso de la empalizada, por lo menos demasiado pronto.
No pude contener una sonrisa al comprobar que asimilaba gradualmente mis propósitos.
—Sí —dije por fin—. Derribaremos la casa que los cobija.
Nos pasamos tres días construyendo la gran cámara abovedada bajo la tierra y me sentí morir en más de veinte ocasiones, cada vez que se desplomaba un pequeño fragmento de tierra y parecía que la totalidad iba a aplastarnos. Sin embargo, una vez concluido era hermoso. Tres hombres, uno de pie sobre los hombros del otro, aún no tocaban techo y éste se sostenía mediante un cuidadoso enrejado de puntales y travesaños que finalmente encontraban soporte en tres únicas vigas. Con un simple patadón en el lugar oportuno hubiese conseguido desmoronarlo.
Ordené que llenasen la cámara de maleza y tinajas de aceite porque todo aquello debía acabar ardiendo.
En los tiempos de mi juventud, cuando aún acariciaba la idea de ser un gran hombre en mi patria, mi padre, el soberano Sennaquerib, Terror de Naciones, Señor de las Cuatro Partes del Mundo, declaró la guerra a Babilonia, famosa por sus murallas doradas por el sol que habían resistido a muchos conquistadores. Pero nos introdujimos en aquellas fortificaciones y tomamos la ciudad sometiéndola a pillaje, y ello porque los hombres de Assur no tenían parangón en las artes del asedio.
Fue obra de muchos meses, pero los muros de Babilonia se desplomaron por el mismo método que empleaba de nuevo contra aquellas defensas de madera. Más los leños debían estar unidos con firmes cuerdas y apoyarse unos contra otros. Tratándose de ladrillos es muy distinto porque cuando uno de ellos falla, cae y se rompe y los restantes siguen en pie. Por lo tanto, mientras mi padre había derribado únicamente el fragmento de una pared, yo confiaba hacer que se viniesen abajo en bloque los muros de la fortaleza de Collatinus.
Aquella noche confié a los griegos mis propósitos.
—Esta noche dispararemos flechas incendiarias contra la empalizada enemiga de modo que Collatinus y sus hombres se verán sorprendidos por infinitas hogueras que parecerán brotar de lugares insospechados. El fuego sembrará una gran confusión porque aquellos que están ocupados con cien pequeñas emergencias se ven en dificultades para organizarse y repeler un ataque.
»Un par de horas antes del alba prenderemos fuego a los túneles. Confío que ardan rápidamente y que los muros se desplomen antes de que amanezca: es preferible que ese desastre los sorprenda cuando aún reine la oscuridad. En cuanto la muralla haya caído, correremos hacia la empalizada. Manteneos en grupos de cinco o seis para que vuestro ataque sea coherente y de ese modo aprovecharemos al máximo la ventaja de la sorpresa. Recordad que nos superan en número, por lo que no debéis asumir riesgos innecesarios ni mostrar clemencia alguna. Deslizaos rápidamente, tratad de encontrar a esos canallas y matad a cuantos os sea posible. Olvidad que son hombres e imaginad que estáis cazando ratas en un establo.
—¿Triunfaremos, Tiglath?
—Aquellos que sigáis con vida mañana a mediodía podréis responder a esta pregunta.
De modo que aguardamos. En cuanto contamos con la protección de las sombras, los arqueros se adelantaron a unos diez o veinte pasos de los terraplenes enemigos y dispararon sobre la empalizada flechas envueltas con trapos impregnados en aceite. No podíamos ver los incendios que provocaban, pero sí llegaban a nuestros oídos los gritos de los bandidos.
Yo mismo encendí el fuego subterráneo puesto que no consideré oportuno confiar tal tarea a nadie más. Y en cuanto me hube asegurado de que las vigas ardían, salí corriendo por el túnel de la parte sur. Cuando el fuego comenzó a atraer el viento y éste circuló bajo tierra, fue cual el aliento de los dioses.
Aguardamos entre las sombras, griegos y sículos juntos. Entre el profundo silencio casi podían distinguirse los latidos de nuestros corazones.
Y de pronto, a la grisácea luz que precede al amanecer, sucedió tal como yo lo había visto con los ojos de mi imaginación. Así se produjo.
Se oyó un ruido sordo, cual si un monstruo subterráneo se estuviese aclarando la garganta, y luego, a lo largo de toda la parte oeste, primero en el centro y luego extendiéndose gradualmente hasta las torres de vigilancia de las esquinas, el muro de la empalizada pareció doblarse por el centro, se detuvo un instante y por fin se desplomó totalmente.
A mis oídos llegaban los gritos de los hombres que se hallaban en las torres y luego, un sector tras otro con amenazadora rapidez, se desprendió el muro de la parte sur estrellándose en el suelo con ensordecedor estrépito mientras maderos tan gruesos como la cintura de un hombre se partían por la mitad igual que madera podrida y el muro se desplomaba por doquier.
—¡Aprovechad la ocasión! —grité—. ¡Atacadlos!
Corrimos sin que nuestros pies apenas tocaran el suelo, con los pulmones sofocados por el humo. Al cabo de un instante trepábamos por el confuso montón de leños caídos, dando comienzo a la terrible carnicería.
El humo todo lo invadía, los incendios habían provocado más daños de lo que yo imaginara y la mayoría de los bandidos vagaban, aturdidos, esforzándose por comprender qué les sucedía. Algunos ni siquiera iban armados y los que empuñaban sus espadas parecían haberse olvidado de utilizarlas. La atmósfera se llenaba de gritos: aquel día derribé hombres como si segara trigo.
Éramos como demonios, nuestras armas estaban sucias de sangre y polvo y se había apoderado de nosotros el ansia de matar. No había lugar para el temor: los estuvimos exterminando hasta que nos dolieron los brazos.
Y luego, quizá en menos de media hora, todo hubo concluido. En cierto modo, tal vez perdimos simplemente la afición a verter sangre, y la tranquilidad se extendió sobre la derruida fortaleza cual un frío viento.
Los bandidos supervivientes, los veintitantos que habían sido bastante afortunados para poder rendirse, fueron conducidos en masa hacia la llanura, donde los dejamos sentados en el suelo y custodiados por una guardia reducida, convencidos de que no nos causarían más problemas.
Registramos la empalizada y encontramos el cadáver de Collatinus. Fue Epeios quien le descubrió: había sido mortalmente aplastado por un leño que cayó sobre él. Fiel a mi palabra, le corté la cabeza y abandoné su cuerpo a los buitres.
Asimismo encontramos arcas llenas de monedas de oro y plata… y mujeres. En una de ellas, joven y de negros cabellos, reconocí a la muchacha cuyo rapto había presenciado el día que acudía a Naxos para recoger el fuego que consagraría mi hogar. La muchacha me miraba con ojos desorbitados por el terror, pues no esperaba nada mejor de mí que las experiencias vividas con aquellos canallas.
—¿Eres griega o sícula, muchacha? —le pregunté.
Permaneció largo rato sin lograr articular palabra. Por fin asintió con un movimiento de cabeza.
—Griega, señor.
—¿Viven tus padres o los mataron esos bandidos?
—Lo ignoro.
—Bien, si viven te devolveremos a ellos y si están muertos te buscaremos un hogar entre tu gente. Estás a salvo. Regresarás con nosotros.
La muchacha se echó a llorar inconteniblemente. Se arañaba el rostro y lloraba.
Una hora después volví a verla. Bebía vino en tazas de barro y hablaba con dos o tres jóvenes. Por entonces ya podía sonreír.
—¿Qué haremos con los prisioneros, Tiglath? —se interesó Epeios.
—Pregúntaselo a Maelius. ¿Qué harías con ellos, amigo mío?
El rostro del anciano se ensombreció.
—Matarlos… matarlos a todos.
—No, eso sería demasiado —dije—. Pero verás como se hace justicia: te lo prometo.
Y llamé a Enkidu, que acudió con su hacha.
—Decapitarás a uno de cada cuatro hombres… Que formen grupos entre ellos para ver quiénes viven y quiénes perecen. A los demás les cortaremos la mano derecha para que queden marcados cual ladrones y todos les vuelvan la espalda.
Aquellos hombres, demasiado acabados para rebelarse siquiera contra la muerte, se arrodillaban en el suelo entregando sus cabezas al hacha. Mientras los cadáveres aún se retorcían, cortamos la mano a los restantes. El aire hedía a sangre y el único sonido que se percibía era el sordo gemido de los indefensos reos que sin osar resistirse ponían sus manos en el tajo.
Por fin todo hubo concluido y las cabezas y manos cercenados le fueron entregados como trofeos a Maelius en compensación por la vida de su hijo; los bandidos supervivientes, una vez cauterizados sus muñones, fueron expulsados del campamento.
Las pérdidas sufridas en nuestras filas habían sido únicamente de doce hombres. Recogimos sus cadáveres para incinerarlos y conservar sus cenizas en urnas de cobre, que nos llevaríamos para enterrarlas en su tierra. Con el botín obtenido en el saqueo indemnizamos a los sículos por los alimentos que nos habían proporcionado y nos repartimos el resto por igual entre todos, sin que nadie percibiese mayor cantidad que otro.
Aquel día y el siguiente celebramos festejos y juegos en honor de nuestros camaradas muertos y todas las dudas quedaron disipadas: habíamos logrado una gran victoria, todo marchaba bien entre nosotros.
A mediodía de la jornada que habíamos escogido para emprender el regreso al hogar, un águila bajó planeando desde el sol hasta nosotros en dirección a oriente. Extendí la mano protegiéndome los ojos del sol y cuando la sombra del pájaro pasaba por encima de mí, me cayó una gota de sangre en la palma.
Al verla se me formó un nudo en el estómago: la sangre cubría exactamente la marca que los dioses me habían impuesto en el instante de mi nacimiento. La estrella era ya realmente de sangre.
Los hombres que se habían reunido a mi alrededor se sintieron llenos de temor.
—¿Qué significa eso, Tiglath? ¿Acaso es un presagio?
—Lo es, pero desconozco su significado. No lo sabré hasta que ya no tenga remedio.
—¿Están los dioses enojados con nosotros? ¿Les hemos ofendido en algo?
—No. Vosotros sois inocentes de cualquier crimen o impureza: esta señal me afecta exclusivamente.