VIII
—Sigo creyendo que deberíamos matarle… ahora, cuando aún está inmóvil. Es un tipo peligroso que lucha cual un animal.
—Lo que sucede es que te has irritado porque te ha herido. ¿Por qué despreciar a un hombre como éste? Con esos hombros sería un remero formidable. Por lo menos duraría un año.
No fue aquello sino el clamor de unas voces lo que me devolvió el sentido.
No podía aventurar cuánto rato había permanecido inconsciente, pero calculé que debieron ser unos minutos. Desperté de bruces en cubierta, con la sensación de tener la cabeza abierta. Todo me dolía y no deseaba moverme. Tenía el ojo izquierdo decididamente cerrado, sellado cual la puerta de una cripta, y experimentaba escasos deseos de intentar abrirlo. ¡Para lo que había que ver! En cuanto a la boca, sentía un sabor tan desagradable como si alguna criatura peluda se hubiese introducido en ella para dejarse morir.
Gradualmente, mientras yacía tan inmóvil como un cadáver, advertí que algo cálido me resbalaba por la oreja. Pensé que probablemente sería sangre que se me habría incrustado asimismo en el ojo, razón por la que no podía abrirlo.
—¡Fijaos qué marca tiene en la mano!
Alguien sostenía mi mano derecha separando los dedos como si exhibiera las garras de un león muerto. Rogué mentalmente que me dejaran en paz.
—Sí, eso establece cierta diferencia.
Y, como siempre, en segundo término se oían los gritos. ¿Quién estaría gritando? ¿Y de qué hablaban aquellos hombres? Sin embargo, me parecía demasiado complicado tratar de comprenderlo. Lo único que deseaba era yacer allí tranquilamente tratando de superar mi dolor de cabeza.
De pronto noté que me obligaban a girar. Me dolió tanto que creí que iba a morir.
—¡Echadle agua en la cara…! ¡Levantadlo!
El agua fue una bendición. Me devolvió a la vida y mientras me frotaba el rostro descubrí que ya estaba en condiciones de abrir el ojo izquierdo. Tenía una profunda incisión en el cuero cabelludo, sobre la oreja, y la sal me escocía intensamente, pero con ello conseguí reducir el dolor de cabeza a proporciones normales.
Ponerme en pie era otra cosa. Mis captores lo intentaron una y otra vez, pero fue imposible. Las piernas no me sostenían. Por fin decidieron dejarme sentado, apoyando la cabeza entre las manos.
Una oleada de náuseas me subió por la garganta obligándome a toser hasta que logré escupir un negro coágulo del diámetro de un siclo de plata, después de lo cual me sentí mucho mejor.
Entonces estuve en condiciones de observar de dónde habían procedido en todo momento los gritos. Los piratas se estaban divirtiendo. Habían atado el extremo de una soga a la cintura del marino superviviente y el otro extremo al mástil de nuestro barco y el juego consistía en echarle en el agua al alcance de los tiburones, que probablemente habrían llegado hasta allí atraídos por el olor a sangre, puesto que en cubierta no había ningún cadáver. Al cabo de unos momentos le subían a bordo, le dejaban descansar unos instantes, observaban cuánta carne le faltaba y volvían a lanzarlo a las aguas. Al parecer ya habían repetido el proceso varias veces porque la pobre criatura estaba hecha jirones, le pendían grandes trozos de las piernas, especialmente del muslo derecho, y había perdido totalmente un pie, de modo que la cubierta estaba sucia de sangre sin que él pudiese darse cuenta de lo que le estaba sucediendo. En aquellos momentos, acaso ya estaría muerto.
Yo le observaba sin experimentar ninguna emoción especial, ni siquiera me inspiraba piedad. ¿Por qué iba a tenerla? En breve probablemente me llegaría el turno de estar atado en el extremo de aquella cuerda.
—Esto lo hacemos con aquellos que no luchan —dijo uno de los piratas que se sentaba a mi lado exhibiendo con una sonrisa sus dientes rotos y amarillentos. Una larga cicatriz le cruzaba la sien derecha hasta la barba como si alguien le hubiese atacado con un azadón—. Aquellos que ni siquiera tienen ánimos para luchar no merecen que se les perdone la vida y generalmente no duran ni un mes en los bancos. Tú, por lo menos…
—Esa señal que tienes en la palma… ¿dónde te la hiciste?
Otro, el que me había puesto boca arriba, me asió por la muñeca y me puso la mano ante el rostro como si supusiera que no la había visto nunca.
—Nací con ella —repuse preguntándome si aquello establecería alguna diferencia.
—Entonces no es conveniente para nosotros —respondió—. Algún dios ha puesto su marca en él, ya sea como bendición o como castigo… no puede saberse, pero debemos ser prudentes. ¡Es una lástima!
Aquel individuo tan respetuoso, prudente y temeroso de los dioses era notablemente delgado, de ojos negros y brillantes, y su rostro surcado de viruelas mostraba las huellas de la enfermedad. Su barba consistía en algunos escasos manojos de pelos que crecían irregularmente en determinados ángulos. En conjunto producía una desagradable impresión, por lo que no confié demasiado en su clemencia.
—Arrojémosle entonces por la borda —sugirió mi amigo, el de la cicatriz—. Tal vez lo devoren los tiburones o, si vive, el desierto; no obstante, en uno u otro caso, su dios no podrá atribuirnos su muerte. Es lo mejor… le entregamos una bota vacía para que no se hunda en seguida y que el mar se encargue de él.
Aquella idea mereció tal unánime aprobación que inmediatamente se llevó a la práctica. Me asieron de manos y piernas y me condujeron hasta la barandilla, donde me tendieron igual que a la cabra que había sido sacrificada a Mauza. Antes de caer en el mar llegaron a mis oídos las risas de los piratas.
La bota me golpeó entre los omóplatos en cuanto asomé de nuevo en la superficie. Me volví a agarrarla y comencé a mover las piernas torpemente tratando de nadar. La playa parecía muy distante, como si formase parte de otro mundo, eternamente lejos de mi alcance. Seguí moviendo las piernas una y otra vez, pero sin tener la sensación de avanzar. Lo intenté de nuevo, tratando de mantener el esfuerzo y cuando me detuve a descansar descubrí que por lo menos me había apartado de la sombra del navío, aunque quizá simplemente fuese porque la corriente me había arrastrado un poco. Me deje llevar por ella unos instantes y luego volví a intentarlo; gradualmente, todo fue más fácil.
Más que la muerte me impulsaba el temor a los tiburones. No quería verme despedazado, acabar convertido en una serie de fragmentos flotando en un charco de sangre que se diseminarían en el mar. Me parecía espantoso morir así, sin quedar sepultado siquiera por el polvo que arrastra el viento. Si lograba llegar a tierra, tendería en ella mis huesos con la conciencia tranquila, aunque mi espíritu pudiese errar eternamente por aquel páramo.
Sin embargo, incluso el miedo tiene sus límites y llegó un momento en que estaba tan agotado que ni los tiburones me asustaban.
Por fin, cuando flotaba indefenso con los brazos tendidos sobre la bota que contenía bastante aire para aislar mi rostro de la superficie de las aguas, apareció una negra aleta por la izquierda, siguiendo su camino como si no acabase de decidirse y acercándose cada vez más.
Tan sólo sentí cierto fastidio. Me pregunté qué debería hacer en tal situación. El tiburón asomó levemente entre las olas, de modo que distinguí a la perfección su curvado lomo, y se aproximó con lentitud.
Parecía estar preguntándose dónde iba a morderme, si en el vientre o en las costillas, o si debía arrancarme un brazo.
Aquella criatura actuaba tan pausadamente que me sentí ofendido. Por fin se decidió a avanzar en línea recta hacia mí ladeándose ligeramente a medida que se acercaba. A impulsos tanto del miedo como de la ira le di un manotazo en el hocico. El animal se detuvo, dio media vuelta y se alejó dejando un profundo surco tras de sí.
—¡Assur, mi protector! —susurré—. ¡Acógeme bajo tu manto divino y sálvame la vida! ¡Perdóname si en alguna ocasión te di la espalda!
Mis plegarias debieron ser escuchadas porque no vi más tiburones. Tal vez los restantes se habrían saciado con los cadáveres de la tripulación del Bootah. Fuese como fuese, no volví a verlos.
Pero llegó un momento en que flaquearon mis fuerzas. Me abandoné a la deriva hasta que perdí el conocimiento y las aguas me arrastraron. Era igual que si ya estuviese muerto… No sentía temor alguno, no sentía nada.
Y de pronto sentí una gran conmoción en algún lugar próximo. Distinguí un chapoteo, como si alguien se acercase a nado, y por fin me asieron por la cintura.
—¡Señor…! ¡Benditos sean los dioses que te han respetado la vida!
Era la voz de Kefalos, del mismísimo Kefalos, que me arrastraba hacia la playa. De repente el corazón me dio un vuelco en el pecho y sentí enormes deseos de echarme a llorar.
Más tarde Kefalos me explicó que incluso cuando me conducía a la orilla no pudo convencerme de que soltara la bota. Y resultó muy conveniente porque aunque estaba hinchada de aire aún contenía tres o cuatro vasos de agua que bastaron, por lo menos durante aquel día, para quitarnos la sal de la garganta e inspirarnos esperanzas de supervivencia.
—¿Cómo conseguiste llegar a tierra? —le pregunté mientras descansábamos y lograba recuperarme tras tomar unos tragos de agua—. Temí que te ahogaras o que los tiburones celebraran un festín contigo.
Estábamos sentados en la arena bajo un peñasco que nos proporcionaba algunos palmos de sombra. Con aire despectivo, Kefalos arrojó un guijarro entre la hirviente espuma de las olas.
—Me veo obligado a recordarte continuamente, señor, que soy griego y, por añadidura, natural de una isla. Cuando era niño ya nadaba cual una tortuga y aunque han pasado muchos años sin que me ejercitara en las aguas, el miedo es un poderoso estímulo para el esfuerzo y si a algún pez se le ocurrió seguirme sin duda quedó muy atrás. Ese corte que tienes en la cabeza presenta muy mal aspecto, pero afortunadamente el agua salada te lo ha limpiado. ¡Ojalá tuviese algo para coserte la herida!
—Me conformo con seguir con vida. Pero no te explicaré lo sucedido porque me consta que tales descripciones no son de tu agrado.
—¡Por favor, no lo hagas! Pero… ¡por los dioses, mira! ¡Están quemando el barco!
Así era, en efecto. Se distinguía perfectamente el humo y, alejándose tras él, el barco pirata.
—Ya deben haber conseguido cuanto querían de él —dije con cierta amargura, porque uno cobra afecto a un barco como si se tratase de una mujer y no era agradable verlo tan desmantelado.
Estuvimos observándolo durante largo rato. Vimos desaparecer a los piratas en el horizonte mientras el casco del abandonado Bootah se debatía impotente, atrapado entre las corrientes de la marea: era un espectáculo lamentable.
Apenas transcurrida media hora fue reduciéndose la columna de humo hasta consumirse por completo. Al parecer el fuego se había extinguido.
Sin embargo, el casco seguía intacto sobre las aguas. De pronto comenzó a germinar una idea en mi mente.
—Las corrientes lo acercarán a la playa —dije sintiendo nacer una repentina esperanza—. Tal vez consiga encallar y entonces podremos llegar a nado hasta él.
—Señor, recuerda que dijiste que sin duda los piratas ya se habrían llevado todo cuanto hubiera en él de valor —observó Kefalos, a quien evidentemente no entusiasmaba aquella idea—. Y, por si lo has olvidado, siguen existiendo los tiburones.
—Habrá muchas cosas en cubierta que carecerán de valor para ellos, pero que nos serán útiles a nosotros. Recuerdo que cuando la tormenta nos arrastraba, el capitán se quejó de que era un barco ligero. Sin duda se detendrá en algún punto próximo a la playa. Además, solos como estamos en este desierto, sin agua ni medios de subsistencia, ¿qué otras oportunidades tenemos?
Se vio obligado a reconocer que en las desesperadas circunstancias en que nos encontrábamos, con la sombría perspectiva de una muerte segura y contando sólo con algunos tragos de agua rancia, poco podríamos perder. De modo que estuvimos observando durante todo el día el ruinoso Bootah, e incluso por la noche, puesto que había luna llena y lo distinguíamos claramente. Hacia el amanecer resultó evidente que había dejado de ir a la deriva.
Aguardamos a que se retirara la marea para ahorrarnos algunas brazadas y a fin de que el barco encallase profundamente en algún posible banco de arena y nos dirigimos hacia él. Al final descubrimos que era posible vadear gran parte del camino porque se había detenido en aguas que no superaban la altura de un hombre. Kefalos fue el primero en alcanzarlo y subió fácilmente a cubierta, puesto que la nave había escorado y aquélla se encontraba a escasos codos de las olas. Una vez que mi antiguo esclavo me hubo ayudado a subir examinamos nuestro entorno. El aspecto que ofrecía era deplorable. El mástil estaba carbonizado, el aparejo también había sido pasto de las llamas y la cubierta se hallaba chamuscada en algunos lugares, pero daba la impresión de que el fuego no había prendido por completo. Parte de la cuerda con que habían sumergido al pobre marino para servir de pasto de los tiburones aún seguía atada a la barandilla, aunque seguramente la habrían cercenado con alguna espada cuando el juego dejó de divertirlos.
Cualquiera que viese en aquellos momentos al Bootah se preguntaría qué desastre podía haberle ocurrido: nosotros lo sabíamos perfectamente.
—No nos demoremos —observó Kefalos—. Cuando cambie la marea, puede volver a arrastrarlo.
Era una observación prudente, por lo que decidimos apresurarnos.
Pudimos considerarnos afortunados. La carga, fuera la que fuese, había desaparecido, pero mi jabalina seguía donde yo la había dejado, apoyada contra la pared de mi camarote… No podía imaginar por qué no se la habían llevado los piratas puesto que tenía una magnífica punta de cobre, a menos que la considerasen de escaso valor para un marino. También encontré una espada con la hoja muy mellada, que quizá hubieran abandonado al encontrar otra mejor, y varios cuchillos. Descubrimos asimismo un poco de carne seca que aún no se había estropeado y, lo más importante, cuatro odres de agua potable, de los que cogimos sólo dos, lo máximo que podíamos transportar, y regresamos a la playa. Una vez allí, almorzamos espléndidamente y nos sentimos mucho mejor.
—Lamento haber abandonado mi bolsa —dijo Kefalos por fin—. Temí que pudiera hundirme con ella… Si no hubiera sido tan cobarde, hubiese fiado en mis propias fuerzas y ahora no nos habríamos convertido en unos mendigos.
Recordando el uso que yo había hecho de su oro no pude por menos de echarme a reír, aunque no me pareció prudente explicarle la razón.
En vez de ello le pregunté:
—¿En qué podríamos emplear aquí el dinero? Kefalos miró en torno y asintió.
—Tienes razón, señor. Además, si llegamos con vida a Egipto, seremos incalculablemente ricos.
—Cierto. Confiemos que esa esperanza nos inspire las fuerzas necesarias para superar las dificultades que nos aguardan… porque tan sólo tenemos reservas de agua para unos días y únicamente sabemos que Egipto se encuentra en algún punto hacia el noroeste de este lugar, aunque sólo los dioses saben a qué distancia se halla y cuántos peligros o dificultades encontraremos en nuestro camino… Por todos los medios debemos recordar que cuando lleguemos a Egipto seremos ricos.
—Tienes un modo muy desafortunado de considerar los hechos, señor. Bástenos saber que ayer pensábamos que a estas horas estaríamos muertos. ¡Por los dioses, qué aventuras las nuestras! ¡Jamás en mi vida volveré a abominar de ningún camello!
—Me parece muy sensato por tu parte, Kefalos.
Nos echamos a reír porque un estómago satisfecho no pierde las esperanzas.
—Quizá deberíamos seguir la línea costera —sugirió mi antiguo esclavo cuando estuvimos dispuestos a considerar asuntos de más importancia.
—No —repuse moviendo negativamente la cabeza—. Este mar es muy parecido a un río, sus orillas son más sinuosas que una serpiente y lo que tan sólo representaría unos cincuenta beru en línea recta, pueden convertirse en cien si seguimos los recovecos de las aguas. Escogeremos una dirección y nos atendremos a ella hasta que logremos salir de este lugar o hallar la muerte en él.
—Insisto en que preferiría que aprendieras a suavizar tus expresiones, pero comprendo que no te equivocas demasiado. Mañana, cuando estemos algo recuperados de nuestros sufrimientos…
—¡Ni hablar! ¡Ahora, cuando todavía tenemos el estómago repleto! ¡Levántate, respetable físico, porque cada hora que permanecemos aquí nos encontramos más cerca de nuestro fin! ¿Ves esas montañas que tenemos a nuestra espalda? Me propongo que nos encontremos al otro lado antes de que oscurezca. ¡Vamos, en marcha!
Y así lo hicimos, no sin las protestas de Kefalos, porque las montañas hacia las que en aquellos momentos nos encaminábamos eran las más abruptas y estériles que los dioses crearon, como si acabasen de tallarlas en la dura roca.
Nos preguntamos si viviría alguien en aquellos lugares y si nosotros lograríamos sobrevivir. Teníamos la sensación de ser unos molestos desconocidos, unos intrusos entre el sol y la tierra que ardía a su abrazo cual una mujer magullada y entumecida por los apasionados excesos del esposo, cuyos gemidos caprichosos y semienloquecidos parecía transmitir el viento. Más allá imperaba un silencio hostil.
Cuando se cubren largas distancias a pie es conveniente establecer una marcha regular y continuada, sin interrumpirse un solo instante. Nada debe detenernos: el hambre, la sed, las llagas o el absoluto cansancio físico. Si hubiésemos logrado atenernos a estos dictados, quizá hubiésemos cruzado las montañas en un solo día, pero nos fue imposible. Primero porque Kefalos aún no se había habituado a tales viajes y cuando el camino se hizo absolutamente escarpado descubrió que tenía que descansar al cabo de unas horas y, segundo, porque en aquellos senderos sembrados de rocas, el calor que éstas despedían era algo que jamás habíamos experimentado. Me siento obligado a confesar que cuando Kefalos se sentaba a la sombra de algún saliente rocoso para masajearse las piernas y lamentarse asegurando que los dioses debían estar terriblemente enojados cuando crearon aquel páramo, al que los hombres ni siquiera se dignaban dar nombre, también yo sentía alivio sentándome a su lado y escuchándole.
La experiencia nos demostró que las dos o tres primeras horas después de mediodía el sol calentaba de un modo insoportable, por lo que cuando al final de aquella primera jornada de viaje cayó el negro manto de la noche, descubrimos que sólo nos habíamos alejado unas seis horas de la costa y nos vimos obligados a pasar la noche a casi cien pasos de la cumbre del primer puerto, donde los vientos soplaban gélidos.
Sin embargo, lo que recuerdo más vivamente de aquella noche, y de todas las noches sucesivas que erramos por aquel inanimado y árido paisaje, era la luna, grande y hermosa, que bañaba aquel mundo con su fría y blanca luz. Salvo por las extrañas sombras que proyectaba en las recortadas rocas de aquellos senderos escarpados, cambiando la apariencia de todos los objetos y convirtiendo el punto por donde habíamos pasado hacía escasas horas en un extraño y mágico paisaje, uno habría imaginado que el día no se diferenciaba de la noche, que nada le retenía en aquel paraje donde estaba descansando y que el sendero no ofrecía ningún obstáculo. Probablemente más de un viajero que cruzara aquel desierto habría perecido creyéndolo así, acabando sus días en el fondo de algún precipicio con la cabeza destrozada.
La luna, más que el sol, reinaba en aquel paraje. O por lo menos así lo parecía en aquellas noches fantasmagóricas. Imaginé que el gran dios Sin debía amar aquel escenario, puesto que de tal modo vertía su luz en él, y así fue como para mí se convirtió en el Lugar del Dios Sin, y tal era el nombre que le daba en lo más profundo de mi corazón llamándolo Sinaí, según los modismos de mi propia lengua. Y así fue que un día, por las extrañas mudanzas del destino, todos los hombres acabaron conociéndolo de este modo: Sinaí, el país del dios de la luna.
Tardamos cuatro días en cruzar las montañas y por entonces nuestras provisiones de agua estaban casi tan agotadas como nosotros mismos porque a causa del frío apenas habíamos podido dormir.
Al otro lado de las montañas tan sólo descubrimos una extensa llanura, una zona arenosa y caliza que se extendía hasta el infinito, sin relieves ni variaciones, y que parecía el fin de toda esperanza.
—Está a punto de ponerse el sol —observé cuando nos encontrábamos a una hora de camino de aquella llanura—. Te propongo que sigamos andando hasta mañana cuando apunte el día, porque en un paisaje tan monótono cual éste, en que la luna nos ilumina permitiéndonos avanzar sin temer ningún tropiezo, preferiría andar y entrar en calor cuando por la noche el frío deja ateridos mis miembros. Además, creo que así gastaremos menos agua.
—¡Ah, señor, conviertes mi vida en un pozo de sufrimientos y amarguras! ¿Cómo es posible que no temas a los demonios que como bien saben los hombres piadosos aparecen especialmente por las noches?
Observé que los ojos se le llenaban de lágrimas… Más no creo que llorase de miedo. Pensé que en realidad intentaba embrollarme con sus historias de demonios, tratando así de hacerme desistir de mis propósitos.
—Más temo a la muerte que a los demonios. Recuerda, Kefalos, que este país muestra poca clemencia para los débiles.
—Sí, admito, señor, que es un plan admirable —repuso, suspirando resignado—, pero estoy tan cansado que mis pies se niegan a seguir avanzando. Te suplico que me concedas dos horas de descanso… y entonces obraremos como creas más conveniente.
Consentí en ello y poco después emprendimos la marcha por la inmensa llanura del desierto de Sin, lugar que volvería a visitar muchos años después, circunstancia que entonces ignoraba. La luna iluminaba nuestro camino y las estrellas nos guiaban. Y así anduvimos entre la oscuridad hasta que aparecieron las primeras luces del alba, cuando descansamos una única hora, y luego hasta que el sol de mediodía brilló en el claro cielo.
Puesto que no podíamos protegernos bajo ninguna sombra, nos despojamos de nuestras túnicas y nos cubrimos cabeza y espalda con ellas, sentados en el duro suelo de caliza cubierto de polvo, vistiendo únicamente nuestros taparrabos y apoyando sobre nuestras rodillas los odres casi vacíos. Yo estaba agotado, pero Kefalos era un hombre acabado.
—Se vaciarán antes de que concluya el día —dijo en tono lastimero, apoyando las manos sobre el pellejo que tenía en sus piernas—, y probablemente mañana, con este calor, ya habremos muerto.
—No lo consideres de modo tan pesimista, amigo mío. Mañana tal vez prefiramos estar muertos.
Era un chiste lamentable y que, desde luego, podía haberme ahorrado. Se diría que Kefalos no me había oído… pero, de repente, su pecho comenzó a agitarse entre grandes sollozos.
—¡Ojalá ya fuese así! —se lamentó. Hundió la cabeza entre los brazos, se diría que agobiado bajo tan terrible pesar—. Si estuviese muerto y las aves carroñeras me hubiesen arrancado la carne de los huesos… si hubiese aves en este desierto, entonces mis desdichas habrían tocado a su fin.
No pude responderle. ¿Qué iba a decirle puesto que probablemente estaba en lo cierto y al cabo de uno o dos días nuestros cadáveres yacerían por aquel páramo? Me sentía indefenso y avergonzado. No pude hacer otra cosa que pasarle el brazo por los hombros para consolarlo y aguardar a que superase aquel arrebato de desesperación.
Como por fin así sucedió cuando se hubo tranquilizado, resignado al parecer a su suerte. Descansamos durante dos horas y luego nos levantamos, tomamos un sorbo de agua cada uno, vestimos nuestras túnicas y reemprendimos la marcha hacia la muerte.
Habría transcurrido una hora cuando advertí una extraña forma que se recortaba en el horizonte, cual una nube de lluvia suspendida sobre la hierba.
—¿Ves aquello? —pregunté.
Kefalos se protegió los ojos con la mano y observó en la dirección que le señalaba.
—¿Qué? —repuso irritado—. ¿Qué hay que ver?
—No estoy seguro.
Estaba mintiendo porque no quería confesarle lo que imaginaba. Seguimos avanzando. Nos detuvimos y volvimos a otear el horizonte. En aquella ocasión, aunque no nos atrevimos a formularla, ambos abrigábamos idéntica esperanza. Media hora después lo distinguíamos claramente.
Era un grupo de palmeras.
—¡Dátiles! —exclamó Kefalos con profunda reverencia—. ¡Si hubiera dátiles…! Hace más de dos días que no probamos bocado.
—Los árboles no crecen sin agua —dije sintiendo que el corazón me latía con fuerza en el pecho—. Puedo asegurarlo.
Aún tardamos dos horas en llegar. No había dátiles, pero sí encontramos agua.
—¡Magnífico! —suspiró Kefalos lavándose el rostro en un charco estancado y cálido que alimentaba los árboles—. Es un lujo. Si ahora se nos concediese aunque fuese un simple bocado…
Pero no había modo de conseguirlo. Ni siquiera se advertían huellas de animales en las fangosas orillas de aquel charco, de modo que llenamos nuestros odres y reanudamos la marcha en cuanto el sol se puso.
Varias horas después, en lo más profundo de la noche, volvimos a detenernos, nos tendimos en el polvo y nos quedamos dormidos al igual que si estuviésemos en nuestros propios lechos. No corría un soplo de viento, el suelo conservaba el calor del sol y estábamos terriblemente cansados. Nunca he dormido tan bien como en aquellas breves paradas del desierto de Sin.
Aproximadamente una hora antes del amanecer me despertó un sonido muy peculiar, bastante familiar salvo para aquellos que se han pasado la vida en las ciudades, pero que no esperaba oír en el desierto. Al principio ni siquiera lo reconocí: eran los roncos arrullos de unas aves.
Permanecí inmóvil escuchando, sin poder dar crédito a mis oídos. Luego, a medida que se diluía el grisáceo resplandor del alba, logré distinguirlas: eran codornices, cientos de ellas, que se paseaban por las arenas en busca de alimento.
Me senté suponiendo que alzarían el vuelo asustadas, pero no fue así. Algunas más próximas se escabulleron, pero las restantes parecieron ignorarme. Probablemente habrían emigrado desde algún punto dé agua a otro y el cansancio las habría obligado a detenerse… aquélla sería la razón de que no volasen. Al igual que nosotros, estarían muertas de hambre.
—Despierta Kefalos —le dije pasándole el brazo por el pecho y cubriéndole la boca con la mano por temor a que se sobresaltara—. Despierta: tus plegarias han sido escuchadas.
En cuanto hubo comprendido la situación, nos despojamos de nuestras túnicas, lastramos las mangas y bordes con piedrecitas y las utilizamos a modo de redes para cazar a los indefensos pájaros. A cada intento capturábamos dos o tres, les retorcíamos el pescuezo y repetíamos la operación. Ni siquiera ante el peligro lograron las aves reunir las fuerzas necesarias para correr unos simples pasos, y nuestras maniobras solamente bastaron para dispersarlas ligeramente. Cuando concluimos, habíamos logrado atrapar unas cincuenta piezas.
Kefalos, hombre de recursos, llevaba colgados de una cuerda en el cuello unos fragmentos de hierro y pedernal. Simplemente tuvimos que desplumar y eviscerar a las aves, reunir cierta cantidad de maleza seca para encender un fuego y asar todas cuantas pudimos comer, en total unas treinta. Su carne era oleosa y excelente, pero con lo hambrientos que estábamos, creo que hubiésemos devorado con deleite la suela de una sandalia vieja. Después de saciar nuestro apetito asamos las que nos quedaban hasta que estuvieron bien secas y duras, las metimos en una bolsa que habíamos hecho con una manga de mi túnica, atando ambos extremos, y pensamos que por lo menos nos durarían tres o cuatro días.
—Podríamos vivir eternamente con la abundancia de este paraíso —comentó Kefalos en cuanto reanudamos la marcha—. Hay agua y comida y uno acaba comprendiendo la vanidad de los placeres fastuosos. Presiento que mi cuerpo y mi espíritu se habrán purificado cuando hayamos concluido este viaje, suponiendo que no hayamos muerto antes de llegar al siguiente oasis.
Celebramos su ocurrencia con ruidosas carcajadas porque, contando con provisiones y agua para varios días, nos imaginábamos invulnerables a la muerte, cual si hubiésemos salido victoriosos de aquel desierto de Sin y lo considerásemos nuestro jardín particular, aunque finalmente él llegase a conquistarnos. Tan sorprendente es la insensatez humana.
Sin embargo, no conocíamos aquel lugar tanto como habíamos imaginado porque al día siguiente nos encontramos con el gigante de cabellos rubios.
El sol estaba ya en lo alto cuando, tras escalar una larga sucesión de peñascos de bordes afilados que cruzaban el desierto cual una herida abandonada a su espontánea curación, al mirar hacia abajo distinguimos lo que únicamente podría describirse como escenario de una breve batalla. En la llanura que se extendía a mis pies aparecían diseminados los cadáveres de cinco hombres y, junto a ellos, otros tantos camellos y las espadas que sin duda se habrían utilizado en la refriega. Algunos animales aún seguían con vida, gimiendo entre mortal agonía, pero los hombres eran cadáveres destrozados y ensangrentados, abiertos en canal, y ofrecían una escalofriante perspectiva.
Al parecer no se había decidido aún el resultado de la contienda porque a un centenar de pasos, montados en sus camellos, se encontraban todavía tres hombres vestidos a la usanza de los nómadas que habíamos visto en Arabia, en el Lugar del Vacío, que andaban nerviosamente de aquí para allá cual si estuvieran considerando cómo debían actuar.
Y sentado en el suelo, en el centro de la llanura, y esforzándose por recobrar el ritmo de su respiración, al tiempo que sostenía una monstruosa hacha de doble filo, se encontraba el que era, al parecer, evidente autor de aquella carnicería. Era el hombre más enorme que había visto en mi vida.
—Aguarda aquí e iré a ver qué sucede —dije a Kefalos.
Éste obedeció con bastante presteza mientras yo descendía por la rocosa ladera en dirección al llano.
Al principio el gigante no levantaba la mirada del suelo ni daba muestras de advertir mi proximidad, se diría que estaba demasiado agitado para preocuparse o excesivamente absorto en sus pensamientos. Sus desnudos brazos eran tan gruesos como los muslos de un hombre y aparecían surcados de rasguños y sucios de sangre que no había tenido tiempo de restañar. De pronto, cuando aún nos separaba cierta distancia, levantó los ojos y se puso en pie. Alzó el hacha sosteniéndola cual una barra y exhibió una feroz expresión de desafío que me hizo temer que había llegado mi última hora.
Aunque en el país de Assur mi estatura es bastante superior a la media, aquel hombre me excedía sobradamente. Pero su aspecto sobrecogedor no se debía tan sólo a su altura, sino que su pecho y sus hombros, incluso su cuello, eran robustos y sus músculos se dibujaban claramente bajo la piel. Nunca había visto a alguien con manos tan enormes. Tenía la corpulencia de tres hombres y la fuerza de diez.
Llevaba los cabellos largos y echados hacia atrás, que al igual que su barba eran del color del trigo y recordaban la melena de un león. Silencioso e inmóvil, fijaba en mí con expresión amenazadora sus azules y rasgados ojos, que brillaban en su rostro bronceado.
Aquel gigante salvaje me había impresionado de tal modo que tardé algunos segundos en darme cuenta de que tendido en el suelo a sus espaldas se encontraba otro cadáver que evidentemente no correspondía a sus adversarios nómadas. El hombre tenía los brazos cruzados sobre el pecho como si estuviese dispuesto para recibir sepultura y vestía una rica túnica estampada en colores rojo, azul y amarillo, a la usanza tiria. Tenía el aspecto de un rico mercader, aunque no me pareció que procediese de Tiro porque también él tenía los cabellos rubios cual el trigo, y en ello concluía toda su similitud, puesto que los hombres de Tiro son morenos.
Los hombres y condiciones de ambos personajes y las circunstancias que los habían conducido hasta allí eran un misterio y han seguido siéndolo hasta la fecha.
Por las causas que fuese, mi intrusión pareció envalentonar a los hombres que montaban los camellos. Cuando todavía me encontraba a cierta distancia del gigante y de su difunto compañero, uno de los nómadas se apartó de sus compañeros y avanzó hacia mí, primero a paso regular, como si deseara comprobar mi reacción, y luego, al ver que me detenía a observar cuáles eran sus propósitos, aumentó su velocidad.
De pronto desenvainó su larga y curva espada y sus intenciones resultaron evidentes. Yo era una víctima fácil, un hombre a pie, armado únicamente con lo que debía parecerle poco más que un bastón de paseo, mi espada de un codo de longitud apenas representaba algo para él, de modo que se propuso probar suerte conmigo. Era un error tan patético que sentí deseos de compadecerlo.
Aguardé a que estuviera a mi alcance y tomé impulso echándome hacia atrás apoyado en el pie derecho, alcé la jabalina y la proyecté contra él. El arma cruzó los aires describiendo un arco y, cual pájaro de presa, le alcanzó en el vientre y le derribó del camello con las manos aún aferradas a las riendas. Instantes después se estaba desangrado en el reseco suelo y exhalaba su último suspiro.
Corrí a arrancarle la jabalina del cuerpo. Si hubiese tenido una intuición más rápida hubiese podido capturar su camello, que sin duda hubiese sido una adquisición muy valiosa, pero el animal salió disparado y se perdió de vista sin que pudiera acercarme a él.
Los compañeros del difunto no aguardaron más tiempo. Dieron media vuelta y se alejaron dejándonos el campo libre a mí y al silencioso coloso que había observado todos aquellos hechos con fría y calculadora mirada. Entonces me acerqué a él sin abrigar excesivas esperanzas respecto a su acogida.
Cuando me encontraba a quince o veinte pasos, me detuve… no me atrevía a aproximarme más, y señalé el cadáver que tenía a su espalda.
—¿Era tu amo? —le pregunté, primero en árabe, luego en arameo y por fin en acadio, sin que en ningún caso mis preguntas obtuvieran respuesta.
Excepto el sumerio, que en cualquier caso no creí que hubiese sido inteligible para él, sólo conocía otra lengua, por lo que de nuevo le pregunté, esta vez en griego:
—¿Se trataba de tu amo?
Con gran sorpresa por mi parte, en sus rasgados ojos azules brilló una luz de inteligencia, se puso la mano izquierda en el pecho y se inclinó ante mí.
—Entonces procedes de los países de occidente —dije constatando un hecho evidente.
El gigante asintió de nuevo en silencio.
—¿Qué te ha traído tan lejos de tu patria?
En esta ocasión, por toda respuesta señaló hacia el cadáver… quizá considerando que con ello bastaba.
—¿No puedes hablar o te niegas a hacerlo?
Pero podía haberme ahorrado la molestia de preguntárselo. El gigante se limitó a mirarme, cual si yo fuese tan inanimado como las mismas piedras.
—Entonces te dejaremos: que tengas buena suerte.
Hice señas a Kefalos, que se alejó dando un amplio rodeo, y mientras proseguíamos nuestro camino traté de alejar aquella extraña aventura de mi mente. Al cabo de unas horas mi compañero me tomó del brazo.
—¡Señor, mira…! ¡Fíjate lo que ha hecho!
Me volví y distinguí a lo lejos el humo y las llamaradas de un gran fuego.
—Parece que ese gigante está quemando el cadáver de su amo —prosiguió—, debe de haberse pasado todo este tiempo recogiendo la maleza seca necesaria.
Estuvimos observándolo durante unos instantes y confieso que aquel espectáculo me conmovió de un modo inexplicable. Sin saber por qué me parecía haber descubierto algo desconocido sobre mí mismo.
Fue Kefalos quien sugirió los posibles orígenes de tan extraño individuo. Aquella noche, cuando nos detuvimos a descansar unas horas, le expliqué lo que había sucedido.
—¿Dices que le hablaste en griego, señor?
—Sí, en griego. Intenté hacerme comprender en todas las lenguas que conocía y fue en la única que me entendió.
—¡Ah… naturalmente! —se inclinó y apoyó las manos en los muslos como si considerase el asunto—. Entonces se deduce que se trata de un macedonio.
—¿De qué raza son esos macedonios? —pregunté—. ¿Tienen patria o son nómadas cual los escitas?
—No, proceden de un país que se encuentra al norte de la gran península griega, señor. Según tengo entendido poseen una excelente zona agrícola en las montañas, pero su clima es inhóspito, con rigurosos inviernos, lo cual, según sabes, influye en el carácter de los pueblos.
Kefalos paseó su mirada entre las sombras iluminadas por la luna cual si temiera que alguien pudiera estar escuchando.
—Los macedonios son un pueblo primitivo —prosiguió—. Tienen un soberano que se da a sí mismo el título de señor de todos, pero cada tribu cuenta a su vez con su propio monarca, aunque deben fidelidad ante todo a aquel que reside entre ellos y puede reivindicar vínculos de sangre. Me atrevería a aventurar que nos encontramos con un ejemplar bastante característico, aunque ciertamente a mayor escala. Allí la gente suele ser corpulenta.
—No me pareció un compañero muy agradable, de modo que me alegro de que lo hayamos perdido de vista.
Pero Kefalos estaba equivocado. Al día siguiente, cuando cruzábamos una cadena montañosa donde protegernos del sol de mediodía, miré hacia abajo y distinguí a un jinete solitario que nos seguía. No me costó mucho adivinar de quién se trataba.
Aquella noche nos turnamos para montar vigilancia. En cierto modo, yo esperaba que caería sobre nosotros, y el recuerdo del hacha que le había visto empuñar no me inspiraba grandes deseos de recibir su visita. Pero no se presentó. Al día siguiente, una o dos horas después de mediodía, de nuevo volvimos a distinguirlo detrás de nosotros, a menos de un beru de distancia, y decidí que ya duraba demasiado aquel juego.
—Nos detendremos y aguardaremos su llegada. Sea lo que fuere lo que desea, vale más descubrirlo cuanto antes.
Al cabo de una hora se presentaba ante nosotros. Al verlo, empuñé mi jabalina y hundí en el suelo la punta de cobre.
—Si viene en paz, todo irá bien —dije—, pero si de algún modo se siente ofendido, tendrá ocasión de enterarse de que por grande que sea también es mortal.
Por fin el gigante rubio se encontró bastante cerca para que pudiésemos distinguir el amortiguado sonido de las pisadas de su camello en el polvoriento suelo. El hombre desmontó, ató las riendas en el cabezal de la potente hacha y dejó de tal modo sujeto al camello mientras se acercaba a pie.
Nos detuvimos uno frente a otro sin pronunciar palabra ni reflejar en su rostro la menor expresión.
Luego, de repente, se arrodilló ante mí y comprendí perfectamente.
—Creo entender que deseas seguirnos, ¿no es eso?
Movió afirmativamente la cabeza y a continuación oprimió las yemas de su mano derecha en mi pecho y en sus ojos pareció leerse un interrogante.
—¿Deseas seguirme?
Había recibido su respuesta de modo implícito.
—Pues que sea así —repuse haciéndole señas para que se levantara—. ¿Cómo te llamas? ¿Qué nombre te han dado?
De nuevo negó con la cabeza.
Pensé que era como la grande y legendaria bestia humana. «Los rizos de su cabellera brotaban cual grano y todos cuantos le veían palidecían de miedo porque era poderoso». Era igual que el compañero del gran Gilgamesh.
—Bien… Enkidu —dije en voz alta—. Necesitas un nombre y éste es tan bueno como cualquier otro.
Y si alguna vez el destino se identificó con un nombre, así sucedió en aquella ocasión, porque aunque no era el héroe mítico Enkidu, cuya voz jamás oyera hombre alguno, me siguió en múltiples aventuras por muy extraños países y fue mi amigo y protector hasta el día de su muerte.
Aún pasamos muchos más días en el desierto de Sin, el tiempo necesario para formarnos una impresión más concreta de aquel extraño coloso que a la sazón respondía a un nombre legendario. Pese a que él no podía o se negaba a proferir palabra, era evidente que poseía una inteligencia normal. Sin embargo, no podía negarse que, aunque se mantenía aislado, no sólo a causa de su silencio y de sus enormes proporciones y fortaleza, sino también por un recelo casi feroz, no se le escapaba el menor sonido ni el objeto más distante. Si en algún lugar se encontraba un manantial de agua, él sabía encontrarlo; si aquella estéril tierra contenía algo que conservase un poco de vida, él lo descubría. En una ocasión en que estábamos a punto de morir, encontró el cauce de un río, posiblemente seco desde hacía años, y tras practicar un agujero en el barro endurecido como la piedra extrajo de él un nido de serpientes que nos alimentaron durante dos días. Dominaba todas las artes de la supervivencia, en ello se asemejaba a los animales salvajes. Parecía que se había pasado la vida lejos de los campos de cultivo y de los lugares habitados por los hombres. Siempre he tenido la convicción de que sin él no hubiésemos tardado en perecer en aquel terrible páramo.
Por lo que pude discernir, era un ser carente de apetitos carnales, que se aferraba a la vida y manifestaba un absoluto desprecio por la muerte. El rasgo más decidido y dominante de su carácter parecía ser la lealtad, que ejercía de un modo absoluto, cual si siguiera dictados divinos. Jamás logré averiguar los lazos que le unían con el hombre cuyo cadáver defendía el día que le encontramos en el desierto de Sin, y también ignoro por qué decidió transferirme su constante vigilancia, aunque tal vez únicamente se debiera a que fui la primera persona que apareció ante sus ojos demostrando no ser un enemigo. Pero desde aquel momento su voluntad hacia mí fue inquebrantable.
Y lo mejor de todo fue que gracias a Enkidu entramos en posesión de un camello.
—¿Verdad que es una hermosa criatura? —comentó Kefalos sonriente—. Mantendré mi palabra y jamás volverás a oírme hablar mal de este animal ni de ningún espécimen de su raza. Presiento que ahora nuestra situación mejorará, señor.
Y no se equivocaba, puesto que la posesión de un camello establece cierta distancia entre un hombre y su propio fin, y ésa es la única mejoría que el desierto consiente. Cuando se nos agotó el agua introdujimos un palo por la garganta del animal y le obligamos a desembuchar la que él almacenaba en su estómago, un líquido fétido y repulsivo pero potable, pese a haber permanecido cinco o seis días allí almacenado. A este extremo tuvimos que recurrir hasta que finalmente escapamos de aquel infierno.
Allende la gran llanura nos encontramos con enormes y profundos precipicios, viéndonos obligados a seguir el curso de algunos de ellos durante muchas horas hasta descubrir un paso, y a continuación aparecieron cadenas montañosas que se sucedían una tras otras como las olas de un mar agitado. En muchas ocasiones eran tan escarpadas que nos veíamos precisados a buscar desfiladeros por donde aventurarnos y más de una vez nos hallamos frente a un muro de piedra liso, un abismo cuyo fondo estaba sumido en tinieblas, o algún obstáculo que nos obligaba a desandar nuestros pasos y seguir buscando. Aún continuamos allí durante otros diez días, descansando con escasa frecuencia, comiendo y bebiendo apenas y viajando de noche todo lo posible hasta que volvimos a hallar indicios de presencia humana.
De repente lo divisamos a menos de una larga jornada de marcha: era una aldea formada por algunas casas de piedra, establecida junto a un oasis. Pese a la distancia que nos separaba de él, se distinguían las figuras de los hombres andando de ese modo despreocupado y tranquilo que implica la confianza y la seguridad. Nos parecieron poco menos que dioses.
En realidad, hasta entonces no llegamos a percatarnos de cuan abrumadores habían sido aquellos días de sufrimiento, y recuerdo que incluso llegué a cuestionarme si mis pies resistirían todo el camino hasta aquel distante paraíso, pues me sentía desfallecer al calcular semejante distancia.
Aquella última jornada fue la más dura. Sin embargo, al concluirla nos vimos compensados con la existencia de agua potable y los sonidos de voces humanas… y con el espectáculo de la más extrema miseria. Habíamos llegado a una mina de cobre dirigida por un reducido contingente de soldados egipcios y que funcionaba a base de mano de obra esclava. Nos detuvimos junto al pozo de agua del oasis y un grupo de soldados no observó en silencio.
Por fin uno de ellos se adelantó y nos formuló una pregunta en una lengua desconocida. Le respondí primero en árabe y luego en arameo, con el que resultó algo más familiarizado.
—¿Tienes comida? —le pregunté.
—Sí, y también vino. ¿Dispones de medios para pagarlos?
—Sí… somos mercaderes. La hospitalidad con que nos acojas se verá recompensada. ¿Qué lugar es éste?
—El oasis de Inpey, un lugar terrible.
—Los he visto peores.
Me miró un momento inquisitivamente, entornando los ojos, como si no me creyera. Era un tipo moreno que parecía estar acostumbrado a afeitarse la barba y el cuero cabelludo, pero que había olvidado hacerlo desde hacía cuatro o cinco días. Estaba pálido y demacrado y en su rostro aparecían algunas cicatrices que, a juzgar por su apariencia general, supuse habría ganado en peleas tabernarias.
El hombre vestía lo que en otro tiempo debió de ser una especie de uniforme. No me agradó en absoluto su aspecto.
—¿Quiénes sois? —preguntó finalmente—. ¿De dónde venís?
—Somos viajeros cuyo barco echaron a pique los piratas —repuse sin confiar demasiado en resultar verosímil—. Según creo, eso sucedió hace veinticinco días, aunque quizá haya perdido la cuenta.
—¿Dices que habéis pasado veinticinco días en el desierto?
—Eso parece.
Mi interlocutor se rió de un modo que me resultó harto desagradable.
—Entonces bastante habéis hecho con salvar el pellejo. Allí los hombres mueren en tres días. Págame primero y te daré víveres, pan y la carne de una oca que sacrificamos ayer.
Entre los objetos por los cuales los nómadas habían asesinado al antiguo amo de Enkidu se encontraba una copa de plata perfectamente labrada que no pesaría menos de diez siclos y que entregué a nuestro anfitrión.
—Permaneceremos aquí algunos días —anuncié—, hasta que nos hayamos recuperado y estemos en condiciones de reanudar la marcha. Espero que esto te compense de la ayuda que hasta entonces nos prestes. ¿Cuál es el camino que conduce a Egipto desde aquí?
—Hacia el norte, a la fortaleza de Tufa. Más allá se encuentra un puerto en el que recalan los buques antes de entrar en la Pata de Ánade. Ellos os conducirán a cualquier lugar que os convenga río arriba.
—¿Qué es la Pata de Ánade? —pregunté.
El hombre se echó a reír como si yo fuese un necio ignorante.
—Son los múltiples brazos del río Nilo… que se extienden ampliamente antes de retozar con la mar… como una vieja ramera.
—Gracias. Ahora, si me haces el favor, quisiéramos comer y beber.
El vino estaba aguado y la jarra entera no hubiese costado más de dos piezas de cobre en Nínive, el pan era abundante, aunque rancio, y el ganso parecía haber languidecido de vejez antes de ser sacrificado el día anterior. No obstante nos sentimos más que satisfechos y nos dimos por bien servidos, tales son los efectos que producen las privaciones.
Aquella noche, cuando hubimos descansado y lavado nuestras extremidades quemadas por el sol, disfrutando de agua fresca y abundante, comenzaron a desfilar los esclavos de una cabaña de piedra construida en la entrada de la mina donde habían estado trabajando durante toda la jornada. Iban unidos por las muñecas con una larga cadena, pero aquella precaución parecía innecesaria: nunca he visto a seres humanos con aspecto más debilitado. Estaban famélicos, indiferentes, con la piel tan pálida como la piedra caliza por los meses que llevaban trabajando bajo tierra apartados de la sagrada luz del sol. Avanzaban arrastrando los pies por el suelo, pero parecían menos vivos que el polvo que se incrustaba en sus piernas.
—¿Qué han hecho para merecer tal castigo? —pregunté.
—Son criminales —me respondieron—. Han provocado la cólera de Faraón y deben ser castigados por ello. Un año en este lugar acaba con cualquiera, por lo que no sufrirán mucho. No tienes por qué compadecerlos.
Habrían provocado la cólera de Faraón, tal era el nombre que los egipcios daban a su rey, a quien creían un dios. En el país de Assur sólo los prisioneros de guerra y los traidores hubieran sido castigados de tal modo, en Egipto, sin embargo, un campesino podía irritar a Faraón si no lograba pagar sus impuestos un año de malas cosechas y un pobre hombre que enojase a un sacerdote acabaría sus días en las minas. Comprendí lo que había querido decir el soldado cuando calificó de terrible a aquel lugar. Cuando al cabo de unos días hubiésemos recobrado las fuerzas, estaría encantado de marcharme de allí.
—La fortaleza de Tuga se encuentra a sólo dos días de distancia. El camino está perfectamente señalado y bien provisto de agua.
—¿Seremos bien recibidos allí?
—Eso es cosa vuestra y del comandante. Deberás ofrecerle un soborno sustancioso porque son muchos los hombres que tiene a su cargo y se verá obligado a compartirlo con ellos. De no ser así, acaso decida que estáis tramando algún mal y serviréis de pasto a los buitres.
—Deja ese comandante a tu servidor —me dijo Kefalos en cuanto emprendimos la marcha—. Comprendo mejor que tú a esa clase de hombres: todo saldrá bien.
Viajando de noche anduvimos al parecer más rápidos que los propios egipcios porque en la mañana del segundo día nos encontrábamos a escasa distancia de Tufa. Los muros de la fortaleza eran de arenisca, apenas superaban tres veces la altura de un hombre y cubrían una zona que podía recorrerse en una hora. Calculé que la guarnición probablemente albergaría doscientos soldados que no temían ser atacados… Nos encontrábamos a medio beru de las puertas cuando acudió a nuestro encuentro un jinete a darnos el quién vive y escoltarnos hasta la ciudad, y mientras nos aproximábamos a las murallas vimos que de ellas pendían algunos cadáveres cabeza abajo, atados por una cuerda a los tobillos: no era una visión muy alentadora.
—Confía en mí —dijo Kefalos—. Quédate detrás con el macedonio y procura que no mate a nadie. Yo hablaré en nombre de todos.
De modo que Enkidu y yo aguardamos en la plaza de armas, bajo el ardiente sol, rodeados por unos soldados que tal vez sólo sintieran curiosidad, pero que parecían aguardar la ocasión de colgarnos de las murallas con sus restantes trofeos.
Kefalos regresó una hora después.
—El comandante no cree que hayamos cruzado el desierto desde el mar Rojo —dijo con acento tranquilo, como si se tratase de una broma—. Simula imaginar que somos espías, aunque está dispuesto a desechar toda sospecha puesto que he escrito una carta con mi propio sello a un tal Prodikos, un amigo con el que he realizado negocios, mercader en la ciudad de Naukratis, que se presentará aquí para responder por nosotros trayendo dos talentos de oro que hablarán con más efectividad a nuestro favor al comandante que lo podría hacer el propio Prodikos. El egipcio es un hombre práctico y comprende que ningún espía posee tal cantidad de oro.
—¿Y estás seguro de que ese tal Prodikos vendrá?
—Si sigue con vida, lo hará. Hace dos años, cuando confié a su cuidado una cantidad mucho más importante que ésa, estaba bien vivo. Si ha muerto, el comandante ordenará que nos ejecuten, pero el viaje en ambas direcciones dura por lo menos diez días y durante ese tiempo estaremos a salvo. El egipcio nos tratará bien porque dos talentos de oro es mucho más dinero del que confiaba ver reunido en toda su vida y concede gran importancia a ser hijo de un escriba vinculado a los graneros reales, por lo que sus nociones de riqueza son bastante modestas.
En realidad, mientras aguardábamos la llegada de Prodikos no nos trataron como prisioneros, sino que nos vimos rodeados de las amabilidades que suelen prodigarse a los rehenes diplomáticos. Ni siquiera nos vigilaban, puesto que no había ningún lugar en dos días de viaje a la redonda donde pudiésemos escapar, y disfrutamos de gran libertad en la fortaleza. Tras haber cruzado el desierto de Sin, incluso aquél nos pareció un lugar bastante agradable.
Durante los primeros días que pasamos allí tuve la curiosa sensación de haber concluido una vida y volver a nacer. Había esquivado tantas veces a la muerte desde mi huida de Nínive que comenzaba a abrigar la esperanza de que Ereshkigal, señora del Reino de las Tinieblas, había renunciado a sus pretensiones sobre mí y que por fin podía comenzar una nueva existencia con distinta personalidad. Tiglath Assur, hijo de Sennaquerib… el mundo en el que iba a introducirme nada sabía de él. Sería como cualquier hombre de aquel universo. Comenzaba a creerme a salvo.
De ese modo daba muestra de mi propia locura porque no hay mayor necio que aquel que cree que los dioses se olvidan de él.
La fortaleza de Tufa ofrecía escasas diversiones. Un día llegué a tal extremo de aburrimiento que sentí deseos de revivir mi antigua condición de soldado y acudí a inspeccionar las fortificaciones. Como si fuese realmente el espía que el comandante imaginaba, estuve calculando el grosor y la altura de los muros, me subí a las torres de vigilancia para comprobar hasta qué punto cubrían la zona del entorno y si los suministros de agua y las dimensiones y situación de los depósitos eran satisfactorias. En resumen, me enteré de todo cuanto me sería útil conocer si en alguna ocasión llegaba a estar al frente de un ejército que pusiera sitio a aquella ciudad.
Pero semejante perspectiva parecía ser la última que esperaban en la guarnición de Tufa. En realidad, en aquella avanzada del poderoso reino de Egipto, país rico y próspero que desde hacía un milenio era considerado como el estado soberano de occidente, la simiente de la inactividad había arraigado de tal modo en aquellos hombres que casi habían olvidado que en otros tiempos se propusieron ser guerreros.
Conozco sobradamente tales guarniciones. Es más, en una ocasión estuve al mando de una de ellas en Amat, en las montañas septentrionales del país de Assur, avanzadillas en las fronteras de un imperio donde envían como castigo a aquellos que ningún oficial desearía tener a su cargo. Todas las características distintivas aparecían de nuevo en Tufa: uniformes descuidados, montones de basuras en las plazas de armas, destacamentos de vigilantes que mataban el tiempo jugando… No hice indagaciones, pero no me hubiese sorprendido enterarme de que en los mismos barracones vivían y ejercían su comercio las prostitutas y que cada mes perdían la vida uno o dos hombres disputando por ellas. En aquel lugar imperaba el desorden y la monotonía y era núcleo de constantes hostilidades; en él, los soldados, atrapados por largos alistamientos y sin esperanzas de obtener un traslado, olvidaban que podían tener otros enemigos que ellos mismos.
Así era la guarnición de Tufa, guardiana de los accesos orientales de Egipto. Calculé que en diez días quinientos soldados valerosos podrían desgranarla como la vaina de un guisante, y ello sin considerar que estaba provista de vigilantes egipcios, que no me parecían una raza especialmente dotada para el combate.
Más bien se diría que sobresalían en crueldad, impresión que me formé en el oasis de Inpey y que confirmaría en Tufa. Ni siquiera los hombres de Assur, por todos temidos, hubieran adornado los muros de su propia ciudad con los cadáveres de sus víctimas y, sin embargo, en el paseo que di por el perímetro de la fortaleza pude constatar la presencia de no menos de quince cadáveres colgados de, sus muros, algunos que habían perecido muy recientemente y otros que estaban ya corrompidos, convertidos prácticamente en esqueletos.
Me pregunté quiénes serían y qué crímenes habrían cometido para merecer tal castigo. Tal vez fuesen ladrones, asesinos o espías, o quizá era así como los egipcios castigaban las graves infracciones de disciplina de sus soldados. Observé que de uno o dos de ellos pendían los jirones de lo que en otro tiempo debieron ser sus uniformes, pero en los restantes no descubrí ningún indicio que revelara su identidad. Salvo en uno, que pendía del ángulo noreste de las murallas y que a juzgar por su aspecto parecía como si hiciese menos de un mes que hubiese muerto. El viento alejaba aquel día el hedor a putrefacción por lo que no tuve ningún inconveniente en acercarme a inspeccionarlo; cuando estamos ociosos nos interesamos por cualquier cosa, y lo estuve observando largamente. Aunque era difícil asegurarlo, me pareció que debía haber muerto muy joven. Llevaba afeitada la cabeza al igual que los egipcios o que cualquiera de mis compatriotas que se hubiese consagrado en votos solemnes al servicio de algún dios.
Y le faltaba el dedo meñique de la mano diestra.