LA LLORONA
Jefe —dice un cazador al lado del sargento Rembert—, jefe, qué molesta es la guerra. Hoy nos despertamos y ni siquiera agua pa enjuagar la cara. Orinar. Solamente eso. Nada pa meter en el estómago.
—Ni café —dice Rembert.
—Jefe, qué molesto es dejar la cama caliente pa ir a peinar ese maniguazo cundió de balas y mosquitos.
—Eso —dice Rembert.
—Jefe, ¿y si hoy es mi día? Va y me matan en ese cerco y ahora yo no lo sé. Me muero sin desayunar, jefe.
—Guareao, Guareao —dicen desde lo último del camión—. No empieces con tus cosas.
Iban rumbo al cerco del río Jatibonico. Diez camiones gaz con cuatro compañías ligeras, armadas de lo necesario, incluyendo las ametralladoras medianas del siete punto.
El Guareao, con su bigote fino de enamorador del monte, con su pelo negro y espeso, empegotado de vaselina, se estira a todo lo que puede y deja las largas piernas sobre la mochila de La Llorona.
—Oye, oye —reclama La Llorona—. Oiga, jefe Rembert, mire a éste como ensucia mi mochila.
—Ey, Llorona, no empieces con el llanto —dicen varios a la vez, como en una consigna repetida durante días.
—Jefe Rembert, dígales que no empiecen.
Rembert lo dice: vamos a ver. No jueguen así con La Llorona. Es casi un niño, y vean, de nada se hiere y llora.
—Sí, Llorona, límpiate los lagrimones —dice Guareao.
—Yo soy macho a todo.
—Nié, Llorona, nié. Los hombres no lloran —asegura Guareao.
—Vamos, vamos —exige el sargento Rembert.
—Jefe —le explica el Guareao—. Hoy estoy molesto, jefe. Y si un bandido se me rinde pues lo mato de todas todas.
—Estás guapo —le responde Rembert—. Mata a ese bandido que tú dices a ver si así se acaban pronto.
—Sí, que se calle el Guareao —pidieron otros.
Rembert encendió un cigarro y algunos lo siguieron. Sin embargo, así, sin café, los cigarros saben mal. La Llorona comenzó a trajinar en su mochila de fabricación casera. De al lado del radio transistor, sacó una lata de leche condensada. Guareao se quedó extasiado con el radio, un Sonny japonés, regalo del comandante Bunder Pacheco, que había traído de su viaje a Europa. Un transistor apenas mayor que cajetilla de cigarros. Fue la mañana que Bunder Pacheco descubrió al soldado La Llorona en la formación de Condado y vio aquel pelo oro sucio, el rostro tiroteado de pecas, la camisa de mezclilla azul, el pantalón olivo remendado y la bayoneta del M-52 levantando tres pulgadas por encima de su cabeza. Aquí no quiero niños, le dijo Bunder Pacheco delante de todos. Fue la primera vez que vieron llorar a La Llorona. Desde ese día se le quedó el nombre. Y el radio. Que se lo regaló Bunder Pacheco a ver si dejaba de gritar.
—¿Y eso qué es? —pregunto Guareao.
—Déjalo quieto. No lo toques. Si quieres te doy leche. Pero no toques el radio.
—¿Qué te pasa, Llorona? Si yo no me voy a comer ese radio.
—Deja verlo, Llorona —dijo Rembert.
Era el jefe y La Llorona se la dio sin muchas ganas.
Rembert preguntó: ¿Me lo dejas encender?
—Sí, jefe Rembert. Y si usted hace el favor no lo use mucho que se acaban las baterías.
La Llorona abrió su lata de leche con una bayoneta que usaba Guareao. Una bayoneta de Springfield. Una larga bayoneta que no se sabía de dónde la había sacado.
La Llorona fue pasando su leche por los veintiún hombres del pelotón. Los cazadores se prendieron de la lata que alcanzó a durais penas para todos. Nadie dio las gracias, y se creó un extraño ambiente de neblina guindando sobre los hombres, acompasada, ondulante; de rostros hambrientos que no hablaban y dejando entrar por los oídos la voz del falsete; de cuerpos ateridos y manos negras asidas a los fusiles; de labios gruesos traídos de Africa, cuarteados, embriagados del coro de vaqueros blancos; el ronroneo de los motores y sobre ellos el quejido del saxofón, hasta que Rembert apagó el Sonny. Entonces Guareao preguntó:
—Oye, Llorona, si te topas con un bandido, ¿qué le haces?
—;Qué harás, Llorona?
—Habla.
—¿Qué harás? —preguntaron los otros.
—Vamos, vamos —exige Rembert.
Los camiones se detuvieron y los cazadores asomaron sus cabezas y vieron que ya habían llegado. El comandante Bunder Pacheco y sus oficiales fueron de camión en camión, hablándole a cada jefe de grupo. Luego se reunió con los informantes y preguntó: ¿dónde está el bandido?
—Aquí —dijeron los informantes y señalaron un lugar en el mapa.
Antes que el sol asomara, las compañías iniciaron la operación de peine. Catorce horas después, a las ocho pasado meridiano, y cuando el sol se escondía, el comandante Bunder Pacheco ordenó detener la operación de peine. Hasta el otro día. Esperar que amanezca. Dislocarnos aquí.
Las compañías fueron retiradas en una línea de tres kilómetros.
—¡Han matao a La Llorona!
—Mataron a La Llorona, jefe Rembert.
—¿Qué, qué dicen?
Tiene un hueco grande en la espalda, así es, es lo que dicen. Y traen a La Llorona. El Garand abrió un fino hueco en el pecho. Atrás en la espalda aflora el boquete de salida. Los bandidos sorprendieron en los cantilones, en el momento del repliegue para la espera del amanecer.
Ey Llorona, nada de lágrimas ahora que de ahí enfrente disparan los bandidos, le gritaron y un instante después se le viró el cuerpo en lo redondo, sobre la derecha, y se revolvió en la tierra disparando su M-52 al aire.
—Llorona, habla —le dice el sargento Rembert.
—Jefe Rembert, fíjese que no estoy llorando. Tengo los ojos secos.
El Guareao lo sujeta por las axilas. El Guareao está llorando. Lo han matao, jefe, dice. La Llorona se estremece.
Lo montan en el jeep de Bunder Pacheco y le ponen la mochila abajo de la cabeza. Rembert lo acompaña y el jeep se pone en marcha. El chofer aprieta el acelerador y lleva la aguja a los 100 kilómetros por hora.
—Apúrate —le dice Rembert al chofer—. Apúrate a ver si llegamos antes que la ñampiola.
—Jefe Rembert —pide La Llorona—. ¿Me pone la radio?
El sargento Rembert busca adentro de la mochila y por fin encuentra el Sonny. Lo enciende y como es transistor enseguida se escucha:
Desde Washington trasmite la Voz de los Estados Unidos de América.
Rembert golpea el dial del Sonny y le dice a La Llorona: que hoy estamos de mala suerte. La Llorona asiente, o eso cree Rembert porque La Llorona lleva la cabeza adelante hasta que la suelta colgando a la espalda y se escucha un silbido de neumático que se desinfla y el silbido se apaga cuando el pecho de La Llorona se aplaca bien quieto y un jirón de sangre queda pendiendo de su boca.
—¡Ya! —grita Rembert.
Y el chofer le pregunta: ¿Qué dice usted?
—¡Que no corras tanto! Ya no hace falta correr.
El jeep se detiene en el terraplén y los tres hombres y la máquina se quedan muy solitarios en el universo. A lo lejos se divisa el resplandor del pueblo Jatibonico, con su tranquilo y limpio hospital de losas azules. Rembert se apea del jeep y busca en el cielo. Costumbre heredada de cuando creía en Dios. Un Sputnik se desplazaba sobre su cabeza. Rembert lo vio.