EL MARCADO

Ya no tenía olor porque se había bañado. Ese olor del bandido, esa fusión de tela húmeda, sudor de cuero vivo, hierba machucada y óxido de armas. Pero conservaba las marcas imperceptibles perdidas entre los poros de la muñeca, profundas, insistentes, rojas, con las partículas de tierra y sai incrustadas, hechas por el monte que ha sonado en el puño de la camisa y después en contra de la piel con toda la furia de las espinas, el sol y las rocas.

Quise ser amable: ¿quieres un cigarro?, y puse la cajetilla sobre el escritorio. Yo tengo de los míos, me dijo y mostró una cajetilla con media docena de cigarros gruesos como un dedo. Estos son más fuertes, son rompe-pechos y me gustan más.

Con un solo fósforo prendimos su rompe-pecho y mi superfinos. Entonces, dime tu nombre completo.

—¿Lo quiere de nuevo? Ya lo dije en las actas anteriores .

—Eso no importa. Dime tu nombre completo.

—Claudio Garate Guzmán.

Yo anoté en el block: Claudio Garate Guzmán. Y Claudio siguió el trazo de mi portaminas.

—Señor, ¿para qué me llamó?

—Dime el tiempo que estuviste de alzado.

—Dieciséis meses, sí, cosa de dieciséis meses.

—Tú participaste en la ofensiva de Tomás San Gil.

—No, señor, yo no tengo que ver con esa ofensiva. Yo estaba para el norte en ese tiempo.

—¿Dónde?

—En La Llanadita de Perea, señor.

Volví al block y dije en voz alta lo que escribía:

—Fue destacado en La Llanadita de Perea para la ofensiva de marzo.

—Señor, por favor. Yo no participé en esa ofensiva.

—¿Por qué te portas mal? Mucho me lo dice el jefe: Ese Claudio no se porta bien.

—Yo sí quiero ayudar.

El jefe tiene razón. Tú no ayudas —afirmé. Usando el portaminas escribí con trazos grandes: NO AYUDA.

—Señor, ¿yo no ayudo bien?

Puse el portaminas sobre el block y recosté la silla a la pared.

—El jefe se ha empecinado y dice que tú eres malo. Yo trato de convencerlo, y ya tú ves... el jefe sigue diciendo que tú eres malo.

—Señor, dígale que no es verdad, dígale que soy bueno. ¿Por qué no se lo dice?

—Ya se lo he dicho, ya se lo he dicho muchas veces, pero sigue empecinado.

—El jefe quiere fusilarme.

No le respondí.

—Señor, yo no quiero que me fusilen. Usted ha comprobado que no tengo muertos. Haga algo por mí. Háblele la verdad al jefe.

Me encogí de hombros y aplasté el superfinos en el cenicero de barro. A Claudio le quedaba la mitad de su rompe-pecho. Le expliqué:

—El jefe es un empecinado.

—Señor.

—Entonces, participaste en la ofensiva.

—Mire usted, señor, le digo que no participé.

—Estás nervioso hoy, Claudio. Si tú quieres mando a buscar pastillas, ¿o mejor quieres café? Voy a pedir café —y manipulé el teléfono de campaña instalado sobre el escritorio. Respondieron desde el Centro.

—¡Ponme con Servicios! —grité. El Centro siempre se demora y tapé la bocina para decírselo a Claudio:

—El Centro siempre se demora. —Claudio sonrió, volviendo su vista al rompe-pecho que ya se terminaba. Por fin apareció la voz en Servicios.

—¡Oye! ¿Quién habla ahí? Oye, mándame dos vasos de café. Aquí a la habitación de interrogatorio. Dos vasos de café. ¿Cómo? ¡Dos vasos de café! Sí. A interrogatorio. Pero oye, eso es rápido. Bueno.

Colgué.

—¿Qué arma tú usabas en el monte, Claudio?

—Tenía un Springfield, señor. Un fusil que es así de largo.

—Yo sé, yo sé como es el Springfield —y le pregunté—: ¿tú has visto mi pistola? —La saqué de la cartuchera, depositándola en el centro del escritorio, con el cañón apuntando hacia mí y la empuñadura a la mano de Claudio.

—¿Es una rusa?

—No. Es una Colt comando de cuarentaicinco.

—Está linda.

—Sí, fíjate en la parte de la empuñadura. Esa parte es de un metal muy liviano. Cógela para que veas.

Claudio acercó la mano derecha y sus uñas rozaron en las ranuras donde cierra el magazine pero no movió la mano de ahí.

—Cógela, chico.

—Señor.

—Cógela para que veas.

Se decidió a palpar la madera corrugada de las cachas y poco a poco fue envolviendo la empuñadura con sus dedos.

—Cógela.

—No, señor.

—Cógela, chico.

Claudio regresó la mano y se la aguantó entre los muslos.

—Estás muy nervioso hoy. Fíjate como tiemblas.

—No quiero cogerla, señor.

—¿Por qué?

—No, no quiero.

Apreté el broche del magazine: medio cuerpo del magazine salió afuera, entonces lo extraje completo y le enseñé a Claudio las balas que usaba en la carga.

—¿Tu conoces las balas de salva?

—No, señor.

—Estas son balas de salva —le dije.

Tocaron en la puerta. Yo grité: ¡Adelante! Un cocinero de Servicios pasó a la habitación. Traía una bandeja de lata y dos vasos de lata. La bandeja estaba muy golpeada, el agua de la cocina se escurría por alguna grieta y los vasos humeaban.

—El café —anunció el cocinero.

—Primero sírvale a él —ordené.

—Está bueno ese café, ¿eh?

—Sí —respondió Claudio. Yo tomé de mi vaso. Después prendimos nuevos cigarros y el cocinero salió.

—¿Cómo te sientes ahora?

—Me siento muy mal, señor.

—Yo sólo quiero saber una cosa.

—Me siento muy mal, me duele la cabeza.

—Eso no importa.

—No quiero hablar hoy. Déjeme regresar a la celda.

—Te quedas ahí sentado.

—Déjeme regresar, por favor.

—Quítate la ropa.

—¿La ropa?

Claudio se desabrochó la chaqueta amarilla y fue mostrando el pecho lampiño donde aparecían los vellos negros sólo alrededor de las tetillas y también abriendo un triángulo del ombligo hacia abajo. Claudio hizo un lío con la chaqueta y se la puso en los muslos. Dos verdugones morados le bordeaban los hombros como si fueran argollas. Ahí se grabaron las correas de la mochila.

—Me siento igual que una mujer, ¿por qué me ordena esto?

—Tienes que hablar con una persona. Una persona que tú conoces —y descolgué el teléfono de campaña—. Quiero que hables con Nono Madruga.

—Yo no puedo hablar con ese hombre.

—Sí.

—Oiga, señor, ¿usted no me oye? —dijo Claudio, levantándose del asiento y apoyando los dos brazos en el escritorio—. Yo no puedo hablar con ese hombre.

Le di varias vueltas a la manigueta del teléfono.

—Ese hombre está muerto —aseguró Claudio.

—¿Muerto? —me extrañé—. No, chico, el Nono está vivo y lo llamo ahora. —Accioné la manigueta. El Centro me respondió.

—Oye, Centro, que me traigan a Nono Madruga.

—¿Usted no me entiende? —dijo y clavó su mano abierta en el eradle del teléfono y lo colgó—. ¿Usted no me entiende? Ese hombre está muerto. —Le agarré el brazo por la muñeca y se lo separé del eradle. Siéntate, le ordené.

Volví al teléfono.

—Oye, Centro, que me traigan al Nono Madruga.

No hablé más. Claudio tampoco y regresó a su asiento, secándose una y otra vez el sudor que le brotaba, usando de toalla la chaqueta amarilla que a ratos dejaba ver la negra P de la espalda. Yo hice como si leyera en las hojas del block. Claudio Garate Guzmán. Fue destacado en la Llanadita de Perea para la ofensiva de marzo. NO AYUDA. Del patio trasero llegaron los pasos, recurvando en el pasillo, crujiendo el cuero sobre el cemento.

—No quiero hablar con muertos.

—¿Por qué lo hiciste, Claudio?

—Con el muerto no.

—¿Por qué lo hiciste, Claudio?

Los pasos llegaron hasta la puerta y ahí se detuvieron.

—¡No quiero hablar con muertos! —gritó golpeando con sus puños en el escritorio.

—¿Por qué lo hiciste, Claudio? —me levanté para abrir la puerta. Claudio se dejó caer en el asiento, con los brazos desmadejados y la chaqueta en el piso.

—Tomás San Gil me dijo que yo no era macho —murmuró.

¿Y til me llevarás al lugar?

Claudio asintió. Yo regresé al escritorio y por teléfono pedí un jeep y dos escoltas. Ponte la chaqueta, le dije a Claudio y recogí la pistola de arriba del escritorio.

—Vamos, Claudio. —Abrí la puerta. El pasillo estaba desolado. Salimos afuera. En seguida llegó el jeep. Me senté al lado del chofer y Claudio atrás y entre dos escoltas.

—¿A dónde? —me preguntó el chofer.

—¿Dónde es? —le pregunté a Claudio.

—En Limones Cantero —dijo Claudio.

—A Limones Cantero —le dije al chofer.

Arribamos tres horas después porque hay que bordear todo el Escambray y entrarle por el norte. Claudio indicó un camino pedregoso, estrecho y empinado por donde no pasaba el jeep. Maniatamos a Claudio y subimos a pie. Luego escarbamos en el lugar que Claudio señaló y con la camiseta del chofer hicimos un bulto y ahí recogimos lo que encontramos de Nono Madruga; algunos huesos, el par de botas y el cinto. Entonces emprendimos el regreso. Por el camino, Claudio me dijo:

—Señor, ahora el jefe sí se pondrá molesto conmigo.

Yo creo que sí, Claudio.

—¿Usted me ayudará?

—Oye, Claudio, tu caso se ha puesto muy malo.

—Señor, ¿entonces no hay chance?

—Yo creo que no, Claudio.

En el piso yacía el bulto hecho con la camiseta. El bulto se abrió por los tumbos del camino. De adentro de la camiseta salieron unas cucarachas asustadas.

—Señor, ¿y eso duele?

Yo me volví hacia Claudio. Me dio pena con él y le dije: —No, Claudio, las cosas en la pared pasan rápido.