MELO
Le pregunté a Melo: ¿por qué lo hiciste?
—Yo sé que no hice bien, amigo. Ya lo sé y te ruego que no me tortures más.
Y entonces él me preguntó:
—¿La gente se puso molesta conmigo? ¿La gente no quiere hablarme?
Muy molesta, respondo. Es que no estuvo bien.
—Oye amigo... —fue a decir algo pero se quedó ahí.
—Sí, hice mal —dijo en seguida.
No había ninguna razón en el mundo para que lo hicieras. Pudiste hablar con nosotros, ¿o no somos amigos?
—Somos, claro que somos.
Entonces, ¿por qué, Melo?
—Na. Cosas que tiene uno, que le pasan por aquí. Por la cabeza —y se señaló en la sien.
—Pero, dime, amigo, ¿la gente no quiere hablarme?
No, Melo. No quieren.
—Ya veo que hice mal de veras.
Melo se levantó de la silla —atrás del buró— y se sacó de los bolsillos un poco de pesos doblados a la mitad. Los había de esos azules, que son de a veinte. Melo tiró los billetes sobre el buró y los billetes se esparcieron. Melo dijo: aquí están y así se cierra la mitad de la cuenta.
—La otra mitad la cierro ahora.
Traté de detenerlo y sin embargo no me dio tiempo. Melo habló más: dile a los amigos que no soy un berra. Y abrió la gaveta. Allí estaba su Brownie, la que él mismo compró en Bruselas, y debió estar cargada porque sólo hizo meter el cañón en la boca y sonó el disparo. La Brownie quedó en el aire. Los brazos hacia el techo terminando en unos dedos electrificados. Su cabeza desnucada se viró atrás y los dientes estallaron afuera. El cuerpo siguió a la cabeza, arqueado en su centro, y cayó sobre la silla, que se estremeció bajo su peso y se derribó a la derecha. Melo llegó primero y la silla quedó sobre él. La Brownie a los pies. Y yo sobre el buró, con el uniforme manchado del tintero que se abrió. Todo el uniforme manchado de azul-negro. Como si fuera sangre vieja. Sobre el buró, boca abajo, y con las manos asidas en el aire. ¡Melo!, exclamé.
Los demás llegaron a la oficina y alguien aseguró que aún Melo respiraba. Está muerto, respondí. Aún respira, dijo el médico de guardia del Hospital Militar. Aún respira pero de nada le vale. Si quieren ir a la sala, pueden hacerlo.
Entramos.
Melo estaba muy quieto bajo la jaula de nylon de la cámara de oxígeno. Le entraban dos tubos amarillos por la nariz. Sus manos yacían en ambos lados. El pomo de suero colgando de la cabecera y conectado al brazo izquierdo por una goma transparente. La sábana salpicada de sangre. Burbujas rojas en su boca. Olor de alcohol. Se oía el paso del aire en su garganta desgajada y sorprendida. Entramos todos en la sala sin saber bien dónde ponemos.
Hola, amigo, lo saludé. ¿Cómo te sientes?
Melo no respondió.
Vine a despedirme, amigo, seguí diciendo. Es bueno poder despedirse.
Algún oficinista del Estado Mayor le dijo: es una lástima que no hayas muerto en combate.
Melo, volví yo, ninguno de nosotros piensa que eres un berra. Ya eso lo olvidamos.
Melo sonrió.
¿Eso te hace feliz, amigo?
Melo asintió, sin dejar de sonreír.
A nosotros también nos hace felices.
El oficinista del Estado Mayor habló de nuevo: nosotros te perdonamos.
Bueno, amigo, bueno, le dije, entonces todo queda saldado. Vamos a despedirnos. Y le estreché la mano derecha. Los demás hicieron lo mismo. Cada cual le dijo: adiós, Melo. Y él se estuvo vivo un rato más, hasta que vino la enfermera y apagó la cámara de oxígeno, recogió el nylon, sacó los tubos amarillos de la nariz, quitó el suero y le puso la sábana manchada sobre la cabeza.