EL HONOR LIMPIADO

El viejo labrador se atrevió a decirle:

—Ya es un poco tarde. Oiga los gallos. Ellos dicen lo tarde que es. ¿Por qué no va un rato a su casa y descansa un poco esa cabeza joven? Todo tiene arreglo. Siga los consejos de una persona mayor. ¿Por qué no va a su casa?

—¡Nada! —ordenó el miliciano sentado en el taburete, al lado de la mesa donde puso la subametralladora y el cinturón con la peinetera de ocho magazines. Tenía el taburete recostado a la pared. La camisa desordenada y por afuera del pantalón. El sueño le iba pesando en los párpados.

—He dicho que nada. No se dormirá en esta casa hasta que mi honor de hombre quede limpiado. Y bien limpiado. Que brille.

El viejo volvió a repetir lo que venía diciendo desde el mediodía: ¿pero de qué manera lo podemos limpiar? Fíjese que ya es muy tarde.

—Tú también eres buen zorro, viejo. Cállate ya. Me preguntas cómo limpiar mi honor. Todavía no se me ocurre. Y sin embargo, algo por adentro me dice que la venganza debe ser terrible y larga. No puede ser de otra forma. Se ve que tú no estabas hoy en esa barraca. Dices que arreglemos mañana estas cosas. Las cosas del honor no pueden esperar —sentenció con firmeza y enseguida se apretó las sienes para exprimirle alguna idea al cerebro.

—¡Ay, que no se me ocurra nada que sea de venganza!

La Florentina, sentada entre sus padres como escolar castigada, había perdido el brío de sus caderas de timón y ahora el lacio pelo negro caía desganado sobre los hombros y su piel parecía fundirse en una sola pieza con la ropa. Esa única pieza era un pañuelo estrujado y húmedo.

—Tú no sueltes más mocos por esos ojos —le exigió el miliciano que remató con ¡bandolera!

—Eso sí que no se lo permito —saltó la madre que parecía dormida.

¿No qué? —preguntó el miliciano y tomó la subametralladora de arriba de la mesa—. ¿No qué, a ver?

—Por Dios, no haga eso —dijo la madre.

Y él siguió hablando:

—¿No qué? ¡Quién le manda parir bandoleras?

Un largo sollozo se le salió a la Florentina del alma.

Por fin el miliciano se echó a llorar también y sacó un papel del bolsillo. Era una hoja a rayas, arrancada de libreta de primaria, donde la Florentina escribió con trazos grandes y esparcidos. ¿Usted vio esto, viejo? ¿usted lo vio bien?, dijo entre sorbos de lágrimas.

—Sí, hijo. No he visto otra cosa desde el mediodía. Cuando tú llegaste.

—¿Pero usted leyó bien lo que dice? Vea aquí. ¡Los caramelitos que me mandó estaban muy ricos! ¿Usted leyó eso? Y aquí, aquí, vea aquí. Si tiene ropa churriosa mándemela para lavarla. ¿Ve usted? —y ya lloraba con verdaderos deseos, deshaciéndose del nudo en la garganta que se le hizo cuando el instructor de la compañía lo llamó.

—¡Ey, Ramón Palomo! —gritó el instructor desde la puerta de la barraca.

—Oiga, Ramón Palomo, ¿usted conoce a una tal Florentina López? ¿una que vive cerca del sitio de sus hermanos?

—Claro, compañero instructor, que ésa es mi novia, mi prometida oficial que ya fue pedida en mano como siempre corresponde.

Y el instructor le dijo:

—Pues tenga cuidado con esas prometidas que se cartean con los bandidos —y dejó caer una hoja escolar, primorosamente escrita y doblada con sumo cuidado.

La carta quedó en el piso de madera, abierta a la mitad. En la barraca se hizo el mismo silencio que había cuando Dios aún no pensaba en hacer el cielo y la tierra.

—¿De dónde? —le tembló la voz a Ramón Palomo.

—De ese Rosalío Valdés que cazaron ustedes ayer cuando trató de romper el cerco.

El instructor dijo entonces: Bueno, apúrese para el ejercicio. Y dio media vuelta, dejando libre la entrada.

Ramón Palomo zafó los cordones y se quitó las botas. En la barraca seguían sin hablar. Ramón Palomo se acostó en su litera. Los milicianos comenzaron a salir de la barraca y al llegar a la puerta se tomaban el cuidado de bordear la cauta.

Salieron todos.

Entonces, Ramón Palomo se acercó a la puerta.

Al otro día, a las nueve de la mañana, el padre de la Florentina caminó desde su casa hasta una tabla de yucas que preparaba. Cuando regresó, en la tarde, aún Ramón Palomo dormía con la cabeza tirada sobre la mesa y la subametralladora en los muslos. El viejo trajo su propia almohada. Una blanca almohada. Y se la puso a Ramón Palomo debajo de la cabeza. Ramón Palomo no se despertó. La madre de Florentina decidió guardar la subametralladora en el escaparate, no fuera a ser cosa que se disparara sola.

Ramón Palomo abrió los ojos a las nueve de la noche y se tomó un plato de potaje que le brindaron y sirvieron. Pidió su arma y salió sin despedirse.

La Florentina, que se encerró en su cuarto desde por la mañana, no volvió a salir en muchos días. Andando el tiempo y por casi todo un ano, cada vez que la Florentina bajaba al pueblo, la gente hacía comentarios a su espalda.