PAREDÓN

Este Tribunal, después de haber deliberado ampliamente, ha tenido a bien condenar a usted, por los hechos que se le imputan, a la pena máxima de muerte por fusilamiento.

Nos sentamos al pie del Bramadero a echar estos fuertes que la gente llama rompe-pechos pero que son de marca Vegueros. Eso hacemos Listo el Cojo, que le da por hacer poesías y esas cosas de los espíritus, y también el gordo Mongo Perdomo, con su cara bitonga y que con esa misma cara ya llegó a sargento, y yo.

Oiga, gordo Mongo, ¿por qué no fuma cigarros como nosotros?, le pregunto y él se queda ensoñado con su tabaco entre los dientes carcomidos.

Después de comida no hay nada como echar los cigarros aquí en el Bramadero y ligar el humo amargo y fuerte con el sabor petaludo que dejó la taza de café.

Y yo no sé por qué aquí en el Bramadero nos salen los chistes más fuertes sobre mujeres que hacen cosas muy malas pero que son muy buenas, y esas conversaciones que a mí no me dejan dormir después y que el poeta Listo dice que son sobre la filosofía y que, caballeros, me da un miedo cuando dicen eso de que el mundo no se acaba nunca y que Dios no existe. Yo quisiera que Dios existiera para saber qué va a pasar después de la ñampiola, pero el poeta dice que no hay nada, que mis ojos se van a convertir en una mata de mamoncillos o quizá de aguacate. Eso no me gusta. Porque va y Dios existe y uno se ñampea y llega allá arriba y él mismo pregunta, ¿así que usted es asocialista, eh? Me erizo de pensarlo. El viejo Dios interrogándolo a uno. Porque yo he visto los interrogatorios que hacen aquí a los bandidos y ellos no se pueden callar nada y lo dicen todo, para que al final los traigan a este mismo Bramadero y los afusilen. Y como Dios lo sabe todo y no se le puede engañar y decir mentira... Seguro que Dios me manda al bramadero que tiene allá arriba. Bueno, ¿y para qué? Si llego al cielo es porque ya estoy muerto... Estas cosas cada vez se me complican más. Yo le dije al poeta, anda, Cojo, no vamos a ir más a ese Bramadero donde se afusilan a los enemigos de la clase obrera y su aliado el campesino, que esas conversaciones y ese lugar me van a poner la cerebela hirviendo, pero él insistió y me preguntó si yo era bragao o guayabito del río y yo, que no soy guayabito del río, estoy aquí de nuevo, sentado al lado de los sacos de arena donde se incrustan las balas después de atravesar al bandido.

—Hoy habrá ñampiola —dice Mongo gordo con el tabaco en la boca.

—¿A quién? —pregunto yo.

—A Ñinga Mendoza, el de la banda del Látigo Negro.

—Ah —respondo yo—. Seguro que se porta bien. Dicen que se batió antes que lo capturaran.

—No —asegura Mongo Perdomo—. No he visto ningún bandido bragao cuando lo amarran al palo —y señala la estaca de madera buena, de caoba parada, a mi espalda, clavada entre los sacos de arena, un poco más alta que Listo el Cojo que es bastante grande, a pesar de esa pata renqueada que lleva—. Ahí no existe nadie que sea bragao.

—Yo conozco uno que se portó bien —dice Listo.

—¿A quién, a quién? —se molesta el gordo y se levanta de mi lado y yo lo miro desde abajo y lo veo a él y a toda esa loma escarpada y blanca que sirve de paredón. Una loma que parece pan cortado con cuchillo de cocina y donde una vez hubo cantera de cal pero donde ahora nosotros colimamos a los bandidos.

—¿A quién tú conoces que haya sido bragao en el palo?

El Cojo no se apura y termina la ultima chupada del cigarro. Le responde a Mongo Perdomo, el gordo:

—El Cornelio Pérez, el que pidió un tabaco por última voluntad y los del pelotón esperaban que la candela se fuera acercando a la boca y de pronto él mismo gritó fuego y las balas lo trozaron y el tabaco se quedó echando humo mientras él cabeceaba.

A Mongo Perdomo se le apaga su tabaco en la mitad y lo bota en vez de prenderlo otra vez. Dice: Bueno, pero sólo ese caso.

Era un bragao ese Cornelio, comento yo. Se ve que tenía las huevas forradas de platino, así de grandes, y abro los brazos a todo lo que dan para demostrar el tamaño de esas huevas.