LA GRANDE
En los jeeps, de regreso del cerco, se hablaba de La Habana como un lugar muy lejano y no a 400 kilómetros. Un lugar donde había millones de hembras y no estaba el comisario Lazo. Donde sólo se tenía que alargar el brazo y agarrar la que más gustara. Eso se afirmaba en los jeeps. Ah, ¡la Grande, la Grande!, se suspiraba, pensando en tanta bebida y tanta mujer juntas. Mintiendo: Yo tengo en la Baña una trigueña que es la misma estampa de la Virgen Santa vestida de paisana. O si no: A mí de la Baña no hay quién me haga cuentos. Y se hablaba de tortuosos barrios, de bailarinas con todo afuera y que se mueven así y así. Para entonces, en el primer día de permiso, viajar a La Habana y andar en amoscados grupos de dieciocho, luciendo los revólveres, jugándose la pelleja en el tráfico.
Y regresando después a los brazos de la guajira cariñosa y paciente, y de nuevo volver a mentir en los jeeps: ¡qué mujer ligué en la Bana! Mientras la Inocencia guarda en su vagina todo el secreto del fracaso amoroso del conquistador de Condado.