Hilos de seda
Margaret Weis & Tracy Hickman
La Torre de la Alta Hechicería de Wayreth es, en el mejor de los casos —como ahora, con el final de la guerra—, difícil de encontrar. Guiada por los poderosos magos del Cónclave, la torre vaga por su bosque encantado, entre cuyos límites habitan las criaturas más salvajes entre las salvajes. A menudo se ven jóvenes magos parados, en suspenso, en la linde del bosque de Wayreth, la respiración agitada, la faz pálida, las manos crispadas. Se detienen, vacilantes, al borde de su destino. Si son audaces y entran, el bosque los admitirá. La torre los encontrará. Su suerte se decidirá.
Eso es ahora. Pero entonces, hace mucho tiempo, antes del Cataclismo, pocos encontraban la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth. Rondaba por el bosque sólo en las sombras de la noche, ocultándose de la luz diurna. Desconfiada con los intrusos, la torre vigilaba a todos los que se aventuraban en sus límites (y eran pocos) con ojos desasosegados y recelosos, dispuesta a atacar y destruir.
En el tiempo inmediatamente anterior al Cataclismo, los hechiceros de Ansalon fueron vituperados y perseguidos, confiscados sus bienes por el sagrado celo del Príncipe de los Sacerdotes, quien, temeroso de su poder, proclamó que era de naturaleza maligna y tenía razón al temerlos. Largas y enconadas fueron las discusiones en el seno del Cónclave, el órgano gubernativo de los hechiceros. Los magos podían presentar batalla, pero temían que al hacerlo el mundo llegara a destruirse. Razonaron que lo mejor era retirarse, ocultarse en las protectoras sombras de su magia, y esperar. Esperar.
Era Yule, un Yule extraño, el Yule más caluroso que se recordaba en Ansalon. Ahora sabemos que el calor era la cólera de los dioses, descargándose sobre un mundo impío. La gente creyó que era un mero fenómeno raro; algunos culparon de ello a los gnomos.
Una noche en particular, el viento estaba en calma, como si el mundo hubiese dejado de respirar. Unas chispas saltaron del negro pelambre de un gato a la negra túnica de su amo. El olor de la destrucción flotaba en el aire, como cuando está a punto de descargarse una tempestad. Esa noche, un hombre entró en el bosque de Wayreth y se encaminó con pasos decididos hacia la Torre de la Alta Hechicería.
Ningún encantamiento lo detuvo. Los árboles, que habrían atacado a cualquier otro intruso, se apartaron, inclinándose en sumiso homenaje. Los pájaros acallaron sus cantos zahirientes. El fiero depredador se escabulló furtivo.
El hombre hizo caso omiso de todo, no pronunció una palabra, no se paró. Al llegar a la torre, pasó a través tic los muros cubiertos de runas como si no existieran, sin levantar alarmas, sin despertar el interés de nadie. Cruzó el patio sin impedimentos.
Por él paseaban varios Túnicas Blancas y Túnicas Rojas, discutiendo en voz baja los problemas que afligían al mundo del exterior. El hombre caminó hacia ellos, pasó entre ellos. No lo vieron.
Entró en la torre y empezó a remontar la escalera que conducía a las estancias de la cúspide. Los cuartos para invitados y aprendices de mago estaban localizados en las plantas inferiores, y se encontraban vacíos. Hacía mucho tiempo que no se había permitido la entrada de ningún invitado a la torre. No había aprendices que estudiaran el arte arcano. Era demasiado peligroso. Muchos habían pagado tal vocación con sus vidas.
Los aposentos en lo alto de la torre estaban habitados por los hechiceros más poderosos, los miembros del Cónclave. Siete Túnicas Negras regían la magia oscura de la noche, siete Túnicas Blancas la magia benigna del día, siete Túnicas Rojas la magia intermedia del crepúsculo y la madrugada. El hombre se dirigió directamente a una habitación, localizada en lo más alto de la torre, y entró en ella.
La estancia estaba amueblada con elegancia, limpia y ordenada, pues el hechicero era estricto en sus costumbres. Libros mágicos encuadernados en negro estaban colocados en orden alfabético. Cada uno de ellos ocupaba su sitio correspondiente en las estanterías, y se les limpiaba el polvo a diario. Los pergaminos, en sus lustrosos estuches, brillaban en compartimientos con forma de panal. Objetos mágicos, tales como anillos y varitas, reposaban en cajas lacadas en negro, cada una de ellas con un claro etiquetado de su contenido.
El hechicero estaba sentado ante un escritorio de ébano, cuyo acabado reflejaba la cálida luz dorada de una lámpara de aceite colgada del techo, sobre su cabeza. Trabajaba en un pergamino, con el entrecejo fruncido por la concentración, a la par que sus labios enunciaban en silencio las palabras que la pluma, mojada en sangre de cordero, trazaba sobre el papel. No oyó la llegada de su visitante.
Las puertas de los cuartos de los hechiceros en la torre no tenían cerradura. Los magos respetaban la intimidad y las posesiones de sus colegas. De esta suerte, el visitante pudo entrar sin impedimentos, sin necesidad de esperar que se descorriera un cerrojo o se abriera una cerradura. Aunque tampoco existía cerradura que lo hubiese podido detener. Se quedó en el umbral, contemplando con fijeza y en silencio al hechicero, aguardando, cortésmente, a que el mago terminara su trabajo en el pergamino.
Por fin, el hechicero suspiró, se pasó por el largo y gris cabello una mano temblorosa a causa de la esforzada concentración, y levanto la cabeza. Sus ojos se abrieron de par en par; su mano callo sobre la mesa, Fláccida.
Miró con fijeza y después parpadeó, pensando que la aparición se desvanecería. No lo hizo. El hombre, vestido de negro desde la capucha forrada con satén hasta el repulgo de terciopelo que rozaba el suelo de piedra, siguió de pie en el vano de la puerta.
El hechicero se puso de pie, despacio.
—Acércate, Akar —dijo el hombre de la puerta.
El mago lo hizo, con los miembros debilitados y el corazón palpitando apresuradamente, aunque Akar jamás había tenido miedo a nada en Krynn. Era alto, bien formado y había rebasado los cuarenta. El cabello, gris acerado, largo y abundante, enmarcaba un rostro reservado, resuelto, implacable, inflexible. Se arrodilló con torpeza; jamás, en toda su vida, se había inclinado ante persona alguna.
—Mi señor —dijo con humildad, a la vez que extendía las manos en señal de que estaba dispuesto a recibir cualquier orden, a obedecer cualquier mandato. Mantuvo la cabeza gacha, sin alzar la vista. Lo intentó, pero le faltó coraje para hacerlo—. Tu presencia me honra.
El hombre que estaba ante él hizo un leve ademán, y la puerta se cerró a sus espaldas. Otro gesto, una palabra susurrada, y la puerta desaparecieron. Un sólido muro ocupaba su lugar. El hechicero vio esto de refilón, por el rabillo del ojo, y un escalofrío lo hizo estremecer. Los dos estaban ahora encerrados en la habitación, juntos, sin más salida que la muerte.
—Akar —dijo el hombre—, mírame.
Akar alzó la cabeza, despacio, de mala gana. Su estómago se contrajo, sus pulmones se paralizaron, y un frío sudor le empapó el cuerpo. Apretó los dientes para contener el grito que pugnaba por salir de su garganta.
Una faz blanca, incorpórea entre las sombras de la negra capucha, se cernía sobre Akar. Era un rostro redondo, con abultados párpados y labios carnosos; y frío, tan frío como una roca suspendida en el vasto vacío del espacio, lejos del calor de cualquier sol.
—Pronuncia mi nombre, Akar —ordenó—. Pronúncialo lo como lo haces cuando invocas mi poder para acrecentar el tuyo.
—¡Nuitari! —Jadeó el mago—. ¡Nuitari! ¡Dios de la luna!
La pálida faz brilló con una luz espectral, perversa. Una mano blanca, translúcida, salió de la oscuridad.
—Dame tu palma izquierda.
Akar levantó la mano izquierda, maravillándose de ser capaz de moverla.
Los pálidos y delicados dedos del dios se cerraron sobre la mano del hechicero, fuerte y curtida.
Akar ya no pudo contener sus gritos. El dolor le arrancó unos aullidos ahogados. El frío que fluyó por todo su cuerpo era como el tacto abrasador del hielo sobre la piel húmeda. Aun así, no movió la mano, no la libró del pavoroso contacto, por mucho que ansiaba hacerlo. Continuó arrodillado, mirando al dios, a pesar de que sus miembros se retorcían por la agonía.
Los ojos de pesados párpados centellearon; los carnosos labios sonrieron. Nuitari aflojó los dedos de manera repentina. Akar se sujetó la helada mano abrasada y vio sobre la piel cinco marcas blancas, las de los dedos del dios.
—Mi marca será la señal y el símbolo de nuestra entrevista —dijo Nuitari—. Así sabrás, si por ventura llegas a dudarlo, que he hablado contigo.
—Si me asalta alguna duda, será la de ser merecedor de tal honor —respondió Akar mientras contemplaba las huellas marcadas en su carne. Alzó de nuevo los ojos a Nuitari—. ¿En qué puedo servir a mi señor?
—Levántate y toma asiento. Tenemos mucho que discutir y es mejor que estemos cómodos.
Akar se puso de pie, con movimientos agarrotados, torpes, y regresó a su escritorio, esforzándose por no retorcerse la mano herida. Sabía lo que se esperaba de él y, a despecho del dolor, hizo aparecer un sillón para su invitado, un sillón fabricado con la noche y ensamblado con estrellas. Una vez hecho esto, permaneció de pie, humildemente, hasta que su invitado se hubo sentado, y después se acomodó tras su escritorio, agradecido de poder lomar asiento antes de desplomarse. Mantuvo la mano oculta entre los pliegues de su túnica, mordiéndose los labios de tanto en tanto, cuando la punzante quemadura del hielo le flagelaba la piel.
—Los dioses están enojados, Akar —dijo Nuitari, cuyos ojos de abultados párpados contemplaban la parpadeante luz del candil colgado en lo alto—. La balanza se ha desequilibrado, y amenaza al mundo y a cuanto vive en él. Krynn se precipita a su destrucción. A fin de evitar ese final, los dioses han decidido tomar medidas drásticas que restauren el equilibrio. Dentro de quince días, Akar, los dioses arrojarán desde los cielos una montaña de fuego. Caerá sobre Ansalon y lo partirá en pedazos. La montaña se desplomará sobre el Templo del Príncipe de los Sacerdotes y lo hundirá a gran profundidad bajo tierra. Ríos de sangre inundarán el templo, y las aguas del mar lo sumergirán para siempre. Este es el castigo previsto por los dioses, a menos que la humanidad se arrepienta, lo que, entre nosotros, Akar, no me parece probable. —Nuitari sonrió.
A Akar había dejado de dolerle la mano.
—Agradezco tu advertencia, mi señor, y se la transmitiré a los otros miembros del Cónclave. Tomaremos todas las medidas necesarias para protegernos…
Nuitari alzó su pálida mano e hizo un gesto como desestimando un comentario intrascendente.
—Eso no es de tu incumbencia, Akar. Mi hermano, Solinari, y mi hermana, Lunitari, recorren los recintos de la magia llevando el mismo mensaje. No tienes por qué preocuparte. —Hizo una pausa y luego añadió con suavidad—: Ni hay necesidad de que te involucres. Tengo una misión más importante para ti.
—Sí, mi señor. —Akar se echó hacia adelante, con ansiedad.
—Dentro de dos noches, los dioses vendrán a Ansalon para llevarse a aquellos clérigos que han mantenido su fe inquebrantable, que no se han dejado arrastrar por la corrupción del Príncipe de los Sacerdotes. En ese momento, la Ciudadela Perdida reaparecerá, los clérigos verdaderos entrarán en ella y se materializará un puente que conecta este mundo con los mundos del más allá. Todos los clérigos verdaderos podrán cruzar ese puente y serán enviados a otros reinos, lejos de éste. ¿Comprendes, Akar?
—Sí, mi señor —respondió el mago, no sin incertidumbre—. Pero ¿qué tiene que ver todo eso conmigo? Los clérigos no son de mi agrado, sobre todo los que sirven a Paladine y a los otros dioses del Bien. Y no queda vivo ninguno que sirva a Su Oscura Majestad. El Príncipe de los Sacerdotes se ocupó de eso con sus edictos. Los clérigos oscuros fueron los primeros en ser llevados ante los inquisidores, los primeros en sufrir el ardiente abrazo de las mal llamadas «llamas purificadoras».
—Ninguno vivo. ¿No te has parado a pensar en ello alguna vez, Akar?
El hechicero se encogió de hombros.
—Como ya he dicho, mi señor, no tengo en mucho aprecio a los clérigos. Takhisis, Reina de la Oscuridad, había sido expulsada del mundo hacía mucho tiempo. Supuse que le era imposible acudir en ayuda de quienes invocaban su nombre para que los salvara de la muerte en la hoguera.
—Mi madre no olvida a aquellos que la sirven, Akar —dijo Nuitari—, como tampoco olvida a los que le fallan.
Akar se encogió cuando el dolor de la mano se propago como un relámpago por todo su cuerpo. Se mordió os labios y agachó los ojos.
—Pido perdón, mi señor. ¿Cómo puedo servir a nuestra soberana?
—La noche en que el puente se materialice, los verdaderos clérigos pasarán de este plano al otro. En ese preciso momento, les será posible cruzarlo también a las almas de los clérigos oscuros que esperan en el Abismo.
—¿Aquellos que han perecido en servicio de la Reina Oscura podrán regresar a este mundo?
—Mientras todos los clérigos del Bien lo abandonan. Y así, tras la caída de la montaña de fuego, no quedarán en Krynn otros clérigos que los que están al servicio de Su Oscura Majestad.
El hechicero arqueó las cejas.
—Un plan en verdad interesante, mi señor, y que sin duda ayudará al regreso de Takhisis a este mundo. ¿Pero qué tengo que ver yo con todo esto? Perdona que hable sin rodeos, pero es al hijo a quien sirvo, no a la madre. Mi lealtad está sometida sólo a la magia, como lo está la tuya.
Esta respuesta pareció complacer a Nuitari. Su sonrisa se ensanchó, e inclinó la cabeza.
—Hago un favor a mi madre. Y el hechicero que sirva a la madre, será largamente recompensado por el hijo.
—¡Ah! —Akar inhaló despacio, y se recostó en su silla—. ¿Qué clase de recompensa, mi señor?
—Poder. Serás el hechicero más poderoso de Krynn, ahora y en el futuro. Incluso el gran Fistandantilus…
—Mi maestro —musitó Akar, que palideció al oír el nombre.
—El gran Fistandantilus tendrá que inclinarse ante ti.
—¿Fistandantilus? —Akar lo miró de hito en hito—. ¿Seré yo su superior? ¿Cómo es eso posible?
—Con los dioses, todo es posible.
Akar no parecía estar aún muy convencido.
—Conozco el inmenso poder de ese gran hechicero. Un poder tan grande que muy bien podría rivalizar con el de un dios.
Nuitari frunció el entrecejo, y los negros ropajes susurraron al rebullir en su asiento.
—Eso es lo que él cree. El tal Fistandantilus ha suscitado el enojo de mi madre. Incluso ahora está en el Templo del Príncipe de los Sacerdotes, buscando el modo de suplantar a la Reina Oscura. Sus aspiraciones están muy por encima de su condición de mortal. Hay que detenerlo.
—¿Qué tengo que hacer, mi señor?
—Si la sangre de una persona buena e íntegra es derramada con ira sobre el puente, la puerta del Abismo se abrirá y los clérigos oscuros podrán regresar.
—¿Cómo encontraré la Ciudadela Perdida, mi señor? Nadie conoce su localización. Sólo existe en los planos de la magia. ¡Nadie la ha visto desde el principio de los tiempos!
—Las líneas de tu mano —señaló Nuitari.
La mano de Akar palpitó, la piel se retorció y los huesos se movieron. Por un instante, el dolor fue tan intenso que casi resultó insoportable. El mago contuvo el aliento y apretó los labios para no gritar. Luego alzó la mano y la contempló en silencio. Por fin, tras hacer una temblorosa inhalación, fue capaz de hablar.
—Ya veo. Un mapa. De acuerdo. ¿Tienes más instrucciones que darme, mi señor?
—La sangre habrá de derramarla un acero.
Akar sacudió la cabeza.
—Eso dificulta las cosas. La única arma de acero que se nos permite tener a los magos es una daga.
—Puedes encontrar a otro que lo haga por ti. No es menester que sea tu propia mano la ejecutora.
—Entiendo. Pero ¿qué pasa con la vigilancia del puente, mi señor? ¿Acaso los dioses no estarán guardándolo?
—Uno de los dioses de la Neutralidad estará de centinela. Zivilyn no intervendrá, siempre y cuando tú o quienquiera que encuentres para llevar a cabo la tarea lo hagáis por propia voluntad.
Akar esbozó una sonrisa lúgubre.
—No veo dificultad alguna. Acepto el encargo, mi señor. Gracias por la oportunidad que me das.
Nuitari se levantó del sillón.
—Te he estado observando desde hace tiempo y me has causado buena impresión, Akar. Creo que he elegido bien. Que la bendición del dios de la luna negra sea contigo, mi siervo.
Akar inclinó la cabeza con respeto. Cuando volvió a levantarla, estaba a solas. El sillón se había esfumado, y la puerta había aparecido de nuevo, en donde antes sólo había un sólido muro. El mago sostenía la pluma entre los dedos y el recién terminado pergamino estaba sobre la mesa, delante de él. Todo se encontraba exactamente igual que antes. De no ser por el dolor, podría haber pensado que había sido un sueño.
Levantó la mano hacia la luz y vio las huellas de los dedos del dios. Las marcas formaban calzadas que conducían a las colinas de sus nudillos y por encima y alrededor del zigzagueante valle de la palma. Estudió su mano en un intento de descifrar el mapa.
Al otro lado de la puerta se escuchó el apagado sonido de unas pisadas y el roce del repulgo de una túnica en el suelo. Alguien tosió suavemente.
Una visita, en el momento más inoportuno.
—¡Márchate! —Gritó Akar—. ¡No se me puede molestar ahora!
Sacó una hoja de papel y empezó a copiar las líneas marcadas en su mano.
La persona que estaba al otro lado de la puerta tosió otra vez; era un ruido sofocado, como si intentara contenerla. Irritado, Akar levantó la cabeza.
—¡Al Abismo contigo y tu maldita tos! ¡Lárgate, quienquiera que seas!
Hubo un breve silencio, y luego las pisadas y el roce de la túnica se reanudaron pasillo adelante, levantando un apagado eco.
Akar no prestó más atención al incidente.
El clérigo mayor frunció el entrecejo, y a las arrugas del ceño se unieron las de la boca y las de las numerosas papadas que caían sobre el pecho, por encima del montículo —cubierto con rico paño de oro— que era su vientre.
—¿Es ésa tu última palabra sobre el asunto, señor caballero?
El hombre a quien iban dirigidas estas palabras parecía sentirse incómodo; agachó la cabeza para mirar sin ver la copa, todavía llena, que tenía en la mano. Era joven. «Bailaba en su armadura», como se decía entre los caballeros, refiriéndose al hecho de que el joven cuerpo no rellenaba del todo la amplitud del peto que había pertenecido a su padre. Había sido admitido en la caballería a una edad muy temprana a fin de que asumiera las responsabilidades de un padre que había abandonado este mundo y dejado sus muchas cargas sobre los hombros de su hijo.
Eran cargas muy pesadas, a juzgar por la expresión agobiada que envejecía prematuramente el joven rostro. Pero no se había doblado por su peso ni se había dejado apabullar. Alzó los ojos y sostuvo la mirada del clérigo mayor con resolución.
—Lo siento, Hijo Venerable, pero es mi última palabra. M i padre contribuyó generosamente a la construcción del Templo de Istar, quizá más generosamente de lo que debía, pero no podía prever los malos tiempos que se avecinaban.
Una mujer joven, que había permanecido de pie tras el sillón del caballero, se adelantó de pronto y se encaró con el clérigo.
—¡Ni tampoco podría haber previsto mi padre que llegaría el día en que el Príncipe de los Sacerdotes se echaría atrás en lo prometido a quienes lo encumbraron al poder!
Los rasgos de la muchacha eran tan semejantes a los del joven caballero que mucha gente creía que los gemelos eran dos varones cuando los veían por primera vez. Tenían la misma estatura y una constitución y peso muy similares, pues eran compañeros inseparables en todas las actividades, incluido el adiestramiento con las armas.
Una marcada diferencia entre ambos era la larga mata de pelo de la muchacha, de color trigueño, que, cuando se lo soltaba de la prieta trenza enrollada a la cabeza, le caía en cascada casi hasta las rodillas. Su hermano tenía el cabello del mismo color, pero lo llevaba cortado a la altura de los hombros.
La maravillosa melena de la hermana y el incipiente bigote de Caballero de Solamnia del hermano marcaban la diferencia de sexo, pero en todo lo demás eran idénticos: se movían igual, hablaban igual y pensaban igual.
—Calma, Nikol —dijo su hermano, alargando la mano para coger la de ella. Pero la muchacha no se apaciguó.
—«Haced donativos para el templo», dices. «¡Incrementad la gloria de Paladine!». ¡No es la gloria de Paladine la que habéis incrementado, sino la vuestra!
—Mide tus palabras, hija —dijo el clérigo mayor, a la vez que le dirigía una mirada penetrante y feroz—. Incurrirás en la cólera de los dioses.
—¡Hija! —La piel de Nikol se encendió por la ira. Apretó los puños y dio otro paso hacia el clérigo—. ¡No te atrevas a llamarme hija! Las dos personas que tenían derecho a pronunciar esa palabra tan querida para mí están muertas. Mi padre en el servicio de tu mentiroso Príncipe de los Sacerdotes y mi madre por las privaciones y el exceso de trabajo.
El clérigo mayor parecía muy alarmado al ver avanzar hacia él a la exaltada joven. Echó una mirada inquieta a sus espaldas, a sus dos guardaespaldas, en cuyos uniformes lucía la insignia militar de Istar y que estaban cerca de la puerta, atentos y leales. Recobrada la confianza y quizá recordándose a sí mismo que, al fin y al cabo, era un huésped en el castillo de un Caballero de Solamnia, el clérigo mayor se volvió hacia el hermano.
—No te culpo por este estadillo insolente, señor caballero. Si tu hermana no ha aprendido a hablar con respeto a los clérigos no es culpa tuya, sino, más bien, de quien tiene a su cargo su enseñanza religiosa.
Los ojos entrecerrados del clérigo mayor se dirigieron hacia otro hombre que estaba en la sala, un hombre vestido con el humilde atuendo clerical de un sanador al servicio de la familia. Era joven, aproximadamente de la misma edad que los hermanos, pero la gravedad de su expresión lo hacía parecer mayor. Sus ropas no eran finas, como las de los clérigos visitantes de Istar, ni lucía anillos en los dedos. Su único emblema era un símbolo sagrado que brillaba con un suave fulgor azulado, y que colgaba de su cuello de una cinta de cuero. Parecía turbado por la acusación del clérigo mayor, pero no hizo comentario alguno y agachó la cabeza en un silencioso gesto que acusaba la reprimenda.
Nikol enrojeció y miró de soslayo al joven sanador.
—No culpes al hermano Michael por mi lengua mordaz, Venerable Hijo de Paladine —dijo en voz baja—. Perdona mi insolencia, pero es duro ver padecer a los que dependen de nosotros y saber que es muy poco lo que podemos hacer para ayudarlos.
—Hay algo que puedes hacer, señor caballero —dijo el clérigo mayor, dirigiéndose al hermano y haciendo caso omiso de la muchacha—. Cede tus tierras y propiedades a la iglesia. Licencia a los soldados que están a tu servicio. Los días de guerra han quedado atrás. La paz está al alcance de la mano. Todo mal ha sido, o pronto lo será, erradicado de Ansalon.
»Acepta la realidad, señor caballero. Hubo un tiempo en que la caballería era necesaria. Dependíamos de vosotros y de aquellos como vosotros para mantener la paz y proteger al inocente. Pero esa época ha terminado. Amanece una nueva era. La caballería está anticuada y sus virtudes, aunque admirables, son estrictas, rígidas, pasadas de moda. —El clérigo sonrió, y sus mofletudas mejillas se agitaron—. La gente prefiere procedimientos más modernos.
»Cede tus tierras a la iglesia. Nosotros nos encargaremos de la administración, enviaremos clérigos cualificados… —El clérigo mayor dirigió una mirada cáustica al hermano Michael— para recaudar impuestos y mantener el orden. A ti se te permitirá, por supuesto, vivir en tu mansión ancestral, como intendente…
—¡Intendente! —El caballero se puso de pie. Su faz estaba muy pálida y su mano tembló sobre la espada que llevaba al costado—. ¡Intendente de la casa de mi padre! ¡Intendente de un noble predio que ha pasado honorablemente de padre a hijo durante generaciones! ¡Fuera! ¡Fuera de aquí o por Paladine que…! —Desenvainó a medias su espada.
La gordinflona cara del clérigo mayor se cubrió de manchas rojas y blancas; sus ojos se desorbitaron. Se levantó del sillón en el que estaba sentado. Sus guardias sacaron las armas y el vibrante sonido del acero resonó en la sala.
—Hijo Venerable, permíteme escoltarte hasta tu carruaje. —El hermano Michael se había adelantado, de manera que se interponía entre el indignado caballero y el ofendido clérigo.
Nicholas, con gran esfuerzo, logró contenerse y volvió a enfundar la espada. Su hermana gemela estaba a su lado, con las manos cerradas prietamente sobre su brazo. El hermano Michael, hablando con voz sosegada y amable, acompañaba a buen paso al Hijo Venerable fuera de la sala. Ya en la puerta, el clérigo mayor de Istar hizo un alto y miró atrás; era una mirada dura y severa.
—¿Cómo osas amenazar a un religioso poniendo por testigo a Paladine? ¡Ten cuidado, señor caballero, no sea que la cólera de los dioses se descargue sobre ti!
—Por aquí, Reverencia —indicó el hermano Michael, a la vez que cogía el fofo brazo del clérigo mayor.
El sanador condujo a su superior fuera de la sala a un corredor vacío de muebles. La única decoración eran las ramas de adorno de Yule, mustias por el calor, y unas cuantas reliquias de una época pasada: una antigua armadura, tapices descoloridos y un estandarte desgarrado y manchado de sangre. El clérigo mayor dio un respingo despectivo a la vez que miraba desdeñoso en derredor.
—Ya ves, hermano Michael, el deterioro a que ha llegado esta hermosa mansión. Las paredes se les están cayendo encima. Es una pena, un desperdicio. No puede tolerarse algo así. Confío, hermano, en que aconsejarás bien a estos dos orgullosos jóvenes, que les hagas ver lo equivocado de su actitud.
El hermano Michael cruzó las manos bajo las mangas de su ajada túnica y no respondió. Su mirada fue a los numerosos y relucientes anillos que lucían los gruesos dedos del clérigo mayor. El sanador apretó los labios para que no escaparan unas palabras que no harían bien alguno, sino, quizá, todo lo contrario. El clérigo mayor se acercó más a él.
—Sería una pena que el inquisidor se viera forzado a hacer una visita a este caballero y a su hermana. ¿No estás de acuerdo, hermano Michael?
El sanador alzó la vista con premura.
—Pero son devotos seguidores…
El clérigo mayor lo interrumpió con un resoplido desdeñoso.
—La iglesia quiere estas tierras, hermano. Si el caballero rindiera de verdad culto a Paladine, no vacilaría en donar todas sus posesiones al Príncipe de los Sacerdotes. Por consiguiente, ya que este caballero y esa perra injuriosa que tiene por hermana se oponen a los deseos de la iglesia, deben de estar aliados con las fuerzas de la oscuridad. Hazlos volver a la senda de la virtud, hermano Michael. Hazlos volver, o tendré que empezar a dudar de ti.
El clérigo mayor salió por la puerta con su caminar bamboleante, acompañado por los armados guardaespaldas. Se dirigió a su carruaje y en el camino bendijo con gesto desganado a varios campesinos, que se despojaron de los sombreros e inclinaron las cabezas con humildad. Cuando el clérigo hubo desaparecido en el interior del carruaje, los campesinos contemplaron su rico equipaje con expresiones sombrías e iracundas, en las que podía leerse el cruel aguijonazo del hambre y la necesidad.
El hermano Michael permaneció largo rato en la puerta, observando la nube de polvo que levantaban las ruedas del vehículo. Su mano se cerraba con fuerza en torno al sagrado símbolo que colgaba de su cuello.
—Concédeme discernimiento, Mishakal —rogó a la bondadosa deidad—. Eres la única luz en medio de estas horrendas tiniebla.
Desde la sala, los dos hermanos oyeron el traqueteo de las ruedas del carruaje sobre los adoquines del patio y ambos soltaron un hondo suspiro. El caballero desenvainó la espada y la miró fijamente, apesadumbrado.
—¿Qué he hecho? ¡Amenazar con mi acero a un santo padre!
—Se lo merecía —dijo Nikol con decisión—. Ojalá hubiese tenido mi arma. ¡Lo habría librado de unas cuantas papadas!
Los dos se giraron al oír unas pisadas en la entrada de la sala. El sanador de la familia hizo un alto en la puerta.
—Adelante, hermano Michael. Como siempre, eres uno de nosotros —dijo Nikol, interpretando, erróneamente, su vacilación por una renuencia a entrometerse en una conversación privada.
Lo cierto era que Michael se estaba preguntando si ponerlos o no al corriente de la terrible amenaza. Eran tan jóvenes y ya luchando con las cargas de un feudo y sus gentes agobiadas por la miseria… Era poco lo que el joven Nicholas podía hacer por sus aparceros. Ya tenía suficientes problemas para mantener a los soldados, quienes evitaban que los goblins merodeadores y saquearan las escasas provisiones que le quedaba a la gente.
Michael miró al joven caballero, y los ojos se le nublaron por las lágrimas. Nicholas debería estar tomando parle en torneos con su brillante armadura, luciendo la cima de su dama. Debería estar ganando renombre en caballerosas contiendas, pero la única liza que libraba este caballero era la ignominiosa lucha contra el hambre y las privaciones. El único corcel que montaba era un jamelgo de labranza. El sanador cerró los ojos y agachó la cabeza el susurro de unas faldas y sintió el suave roce de unos dedos en su mano.
—Hermano Michael, ¿tienes problemas con el Hijo Venerable? Todo es culpa mía. Mi lengua es más afilada que mi espada. Enviaré una nota de disculpa si crees que servirá de algo. —Michael abrió los ojos y la miró en silencio. Como siempre, lo había dejado sin aliento. El amor que le profesaba, su ardiente deseo, su admiración, piedad y compasión brotaron en tropel de su interior y lo dejaron sin voz. Con delicadeza, apartó su mano de la de ella y retrocedió un paso. Ella era hija de un caballero; él un clérigo del más bajo rango, sin dinero con el que pagar al templo para alcanzar una posición más encumbrada.
—¿Qué ocurre, hermano Michael? ¿Algo va mal? ¿Qué te dijo ese hombre? —Nicholas cruzó la sala a zancadas.
Michael era incapaz de mirar a ninguno de los dos; bajó la vista al suelo.
—Amenaza con enviar al inquisidor, mi señor.
—¿Si no cedemos las tierras a la iglesia?
—Sí, mi señor. Siento profundamente que uno de los de mi clase…
—¡Ese hombre no se parece en nada a ti, Michael! ¡En absoluto! —Exclamó Nikol—. Tú trabajas incansablemente con la gente. Compartes nuestra pobreza. No coges nada, ni siquiera lo que es tuyo por derecho. ¡Oh, te he visto, hermano! He visto que metías de nuevo en mi bolsa el salario que te pagamos por tus servicios cuando crees que no estoy mirando.
La muchacha se echó a reír al ver la expresión bobalicona de su semblante, aunque era una risa entrecortada, como si estuviera a punto de llorar.
—M… mi señora —balbució Michael, con el rostro encendido—, le das demasiada importancia. No necesito nada. Me alimentáis, me cobijáis. Yo… —Fue incapaz de continuar.
—Vamos, Nikol —intervino su hermano con tono enérgico—. Nos vas a desmoralizar si sigues así. Y tenemos que discutir asuntos de gran importancia. ¿Cumplirá ese clérigo su amenaza? ¿Enviará al inquisidor?
—Me temo que sí —dijo de mala gana Michael, aunque i Ir estaba agradecido a Nicholas por cambiar de tema—. Ya les ha pasado a otros antes.
—Sólo a personas perversas, sin duda —protestó Nikol—. Clérigos de la Reina de la Oscuridad, hechiceros y gente de su calaña. ¿Qué tenemos que temer si nos mandan a un inquisidor? Hemos venerado siempre a Paladine, fielmente.
—Los justos no tenían nada que temer en el pasado, mi señora —respondió Michael—. Al principio, el Príncipe de los Sacerdotes intentaba sinceramente librar al mundo de la oscuridad. Sin embargo, no comprendió que para expulsar a la oscuridad tendría que expulsarnos a todos, pues en cada uno de nosotros hay algo de oscuridad. Nadie es perfecto, ni siquiera el Príncipe de los Sacerdotes. Sólo conociendo esa oscuridad y luchando continuamente contra ella evitamos que nos domine.
Michael tenía su propia oscuridad, o así lo creía él. Su amor por esta joven no era puro, no era virtuoso, como él habría querido que fuera. Estaba teñido con un ardiente deseo. Quería tomarla en sus brazos, besar sus labios. Quería deshacer la corona de su cabello y sentirlo caer en cascada sobre los dos.
—Entiendo —dijo suavemente Nikol—. Anhelo un hermoso vestido nuevo. ¿No es horrible que piense en algo así cuando la gente está pasando hambre? Y, pese a ello, estoy harta de llevar este pobre atuendo. —Sus manos alisaron el raído y remendado tejido. Suspiró y se volvió hacia su hermano— Quizás estamos equivocados, Nicholas. Tal vez pequemos de soberbia al querer conservar estas tierras. Quizá deberíamos cederlas a la iglesia. Después de todo, si es la voluntad de Paladine…
—No —dijo Nicholas con firmeza—. No creo que sea la voluntad de Paladine. Es la del Príncipe de los Sacerdotes y sus Hijos Venerables.
—¿Cómo puedes estar seguro?
—Porque, mi señora, el Príncipe de los Sacerdotes afirma conocer los designios de los dioses —respondió Michael, imperturbable—, ¿Cómo puede un mortal saber tal cosa?
—Tú sirves a Mishakal.
—Cumplo los preceptos de la diosa. Obedezco sus mandatos. Jamás presumiría de hablar en su nombre, mi señor
—¿Pero es equivocado querer librar al mundo de la maldad?
Michael vaciló antes de contestar. Ésta era una pregunta que debatía en su fuero interno hacía tiempo, y no resultaba fácil expresar con palabras sus más íntimos pensamientos y sentimientos.
—¿Cómo definirías el Mal, mi señora? Demasiado a menudo lo describimos como lo que es distinto de nosotros, o que escapa a nuestra comprensión. Antes dijiste que deberíamos librar al mundo de hechiceros, pero fue uno de ellos, un tal Magius, el que luchó junto al gran Huma, y que fue el amigo más querido del caballero.
»En mi tierra natal, cerca de Xak Tsaroth, vive una tribu de nómadas llamados los Hombres de las Llanuras. Son bárbaros, según el Príncipe de los Sacerdotes. Y, no obstante, no existe un pueblo más generoso y apacible. Adoran a todos los dioses, incluso a los oscuros, que se supone que han sido expulsados de este mundo. Cuando uno de los suyos, enferma, por ejemplo, los Hombres de las Llanuras ruegan a Mishakal que lo sane, pero también rezan a Morgion, dios maligno de la enfermedad, para que retire su mano corruptora.
—¿Qué sentido tiene hacer algo así? —Nicholas frunció el entrecejo—, Morgion, junto con la Reina Oscura, fue expulsado del mundo hace mucho tiempo.
—¿Lo fue? —Preguntó Michael con voz queda—. ¿Han desaparecido las enfermedades y las plagas? No. ¿Qué explicación damos entonces? Decimos que son los impíos los que sufren. ¿Acaso tu madre era impía?
Los hermanos guardaron silencio, absortos en sus pensamientos. Al cabo, Nicholas rebulló.
—Entonces ¿cuál es tu consejo, hermano Michael? ¿Desafiar al Príncipe de los Sacerdotes? Piénsalo bien antes de responder. —El caballero esbozó una débil sonrisa—. Como encargado de nuestra guía espiritual, correrás tanto peligro como mi hermana y yo con el inquisidor.
Michael no contestó de inmediato. Se puso de pie y paseó por la sala, pensativo, con las manos enlazadas a la espalda, como si de nuevo se planteara qué decir y cómo decirlo.
Los hermanos se acercaron uno al otro y se cogieron de las manos. Por último, Michael se volvió para mirarlos.
—No hagáis nada. Todavía no. Yo… no puedo explicarlo, pero he tenido sueños extraños últimamente. Anoche, Mishakal se me apareció mientras dormía. La vi claramente. Su semblante estaba afligido, sus ojos tristes. Empezó a decir algo, a comunicarme algo. Alargó la mano hacia mí, pero, en el último momento, se desvaneció. Rezaré para que regrese esta noche, para que me hable. Y entonces, espero, podré aconsejaros.
Nicholas parecía aliviado; la pesada carga había sido levantada, por un tiempo, de sus hombros. Nikol dirigió una sonrisa trémula a Michael. Alargó la mano y, cogiendo la de él, le dio un cálido apretón.
—Gracias, hermano. Confiamos en ti.
La mano de Michael ciñó con fuerza la de ella, sin poderlo evitar. Nikol era tan encantadora, tan afectuosa… La joven, que lo miraba a los ojos, enrojeció y apartó la mano.
—Nicholas, es la hora de entrenamiento con la espada. A mí, por lo menos, me vendrá bien el ejercicio.
Su hermano se dirigió hacia la percha de armas y cogió una espada.
—Sí, me hace falta sudar para limpiarme los poros del tacto de ese gordo clérigo.
Lanzó el arma a su hermana, que la recogió con experta agilidad.
—Me cambiaré de ropas primero. No quisiera hacer más desgarrones a este pobre vestido. —Socarrona, miró a Michael con cierta coquetería—. No tienes que acompañarnos, hermano. Sé lo mucho que te trastorna la lucha, aunque sea un entrenamiento.
No lo amaba. Lo apreciaba y lo respetaba, pero no lo amaba. ¿Y qué otra cosa esperaba? ¿Quién era él? Un sanador, no un guerrero. Eran incontables las veces que la había visto con los ojos relucientes mientras escuchaba historias de arrojo y valor en el campo de batalla. Su ideal era un valeroso caballero, no un humilde clérigo.
Los gemelos se marcharon corriendo, en medio de risas y chanzas, y lo dejaron atrás, solo, vacío y asustado. Michael suspiró y fue a la capilla familiar para rezar.
—¿Sabes lo que tienes que hacer?
—Lo sé —gruñó el jefe goblin. Era un mestizo con parte humana, y por tanto más despierto y más peligroso que la mayoría de los de su raza— Dame el dinero.
—La mitad ahora. La otra mitad cuando me entregues al caballero. ¡Vivo!
—¡No dijiste nada sobre eso! —se enfureció el goblin; el resplandor de la roja Lunitari hacía la expresión de su rostro más espantosa—. Sólo hablaste de traer al caballero. No mencionaste que lo querías vivo.
—¿Y para qué lo querría muerto? —replicó Akar.
—Yo no sé lo que hacéis los magos. Y no me importa —dijo con desdén el goblin—. Vivo te costará más.
—De acuerdo. —Akar cedió de mala gana. Metió la mano en su bolsa de terciopelo negro y contó unas cuantas monedas de oro.
El goblin las contempló con gran desconfianza.
—Son reales —espetó Akar—. ¿Qué temes? ¿Que desaparezcan?
—No me sorprendería. Si se esfuman, lo mismo haré yo. No lo olvides, hechicero. —El jefe goblin guardó las monedas en un saquillo peludo que colgaba de su cinturón—. Mañana por la noche. Aquí.
—Mañana por la noche. Aquí —repitió Akar.
Los dos se separaron y se perdieron en las oscuras sombras que los engendraban y cobijaban.
Faltaba una hora para el amanecer. El hermano Michael había dormido mal. Se había despertado a menudo, creyendo haber oído una voz que lo llamaba. Se sentaba en el catre, conteniendo la respiración, mirando fijamente la oscuridad de su pequeño cuarto carente de ventanas.
—¿Quién está ahí?
Ninguna respuesta.
—¿Se me necesita? ¿Hay alguien enfermo?
Ninguna respuesta.
Volvía a tumbarse, diciéndose a sí mismo que lo había imaginado, y de nuevo se sumía en un inquieto duermevela, para volver a despertarse con la misma llamada.
—Michael…, Michael…
Se sentó, aturdido, adormilado.
—¿Y ahora qué…? —empezó. Entonces se quedó mudo, boquiabierto.
La imagen de una bellísima mujer, rodeada por una radiante luz azul, se encontraba al pie de su cama. Había visto esa misma imagen antes, pero nunca con tanta claridad, nunca tan cerca. Supo que, esta vez, le hablaría, que había venido para consolarlo y aconsejarlo. Sus plegarias habían sido escuchadas.
A Michael no le preocupaba su desnudez, pues los dioses ven desnudos a todos los hombres cuando vienen al mundo, ven la desnudez de sus almas, de sus corazones. Bajó de la cama y cayó de hinojos en el frío suelo de piedra.
—Mishakal, soy tu humilde servidor. Ordena y yo obedeceré. ¿Qué quieres de mí?
La voz de la diosa era adorable, como el canto de miles de pájaros, como el susurro de una madre, como el tañido de campanillas de plata en una mañana radiante.
—En verdad eres mi servidor, Michael. Uno de mi fieles seguidores. Te necesito. Ven conmigo.
—Sí, por supuesto, Señora. —Michael se incorporó con presteza y empezó a vestirse, sin reparar apenas en lo que hacía. La luz azul que lo envolvía era cegadora e inundaba su corazón con un gozo sublime—. ¿Está alguien enfermo? ¿Alguien del pueblo, quizá?
—Deja a un lado las aflicciones de este mundo, hermano Michael. Ya no te conciernen. —La diosa alargó una mano de belleza y suavidad sin par—. Ven.
Michael oyó el toque de cuernos llamando a la batalla. Escuchó gritos y voces, el tintineo de armaduras y de espadas. Oyó el golpeteo de pies corriendo en las almenas. Se detuvo; miró a sus espaldas, a la puerta que conducía a la capilla familiar.
—¡Sí, Señora, pero están luchando! Me necesitarán…
—No por mucho tiempo —dijo la diosa—. Paladine los tiene bajo su custodia. Se llevará sus almas, sacándolas de un mundo que muy pronto estallará en llamas. Suelta tu carga, Michael, y ven conmigo.
—¿Volveré a verlos? ¿A Nicholas, a Nikol?
—En el más allá. Los estarás aguardando. No será una espera larga.
—Entonces iré.
Se alegraba de partir, de librarse del dolor de la vida, del dolor de sus deseos. Pronto podría amarla castamente. Tendió la mano para asir la de la diosa.
Un grito desgarró el alba. Unos puños aporrearon la puerta.
—¡Michael! ¡Hermano Michael! ¡Tienes que venir! ¡Es Nicholas! ¡Está herido! ¡Te necesita!
—¡La voz de Nikol! —Michael se estremeció; su mano tembló.
—No puedes hacer nada —le dijo la diosa con tristeza— Es cierto que el caballero ha sido herido, pero mientras su hermana está ahí, suplicando tu ayuda, sus atacantes se lo están llevando. No llegarías a tiempo de salvarlo.
—Pero si Nicholas ha sido puesto fuera de combate, ¿quién dirigirá a los hombres? El castillo caerá…
—¡Hermano Michael! ¡Por favor! —La voz de Nikol estaba ronca de gritar.
La diosa lo miró con frialdad.
—Lo que ha de suceder, sucederá. No puedes hacer nada por evitarlo. Ten fe en nosotros, cree que es por vuestro bien, aunque no lo entiendas. Tú mismo lo dijiste: «¿Cómo puede un mortal conocer el designio de los dioses?». Si rehúsas, si vacila tu fe, si te quedas e intervienes, corres el riesgo de condenarte a ti mismo, a la mujer y al mundo a un terrible destino.
—¡Michael! ¡Te necesito! —gritó Nikol, que golpeaba la puerta con los puños.
—Que así sea pues, Señora —dijo él amargamente—, porque no puedo abandonarlos. —Dejó caer la mano junto a su costado. Ya no era capaz de mirar la luz resplandeciente. Le hería los ojos—. La amo. Los amo a ambos. ¡No puedo creer que sus muertes sean para bien! Perdóname, Mishakal.
Echó a andar hacia la puerta. Su mano se posó en el picaporte. Sentía una gran congoja. Anhelaba ir con la diosa. Sin embargo, al otro lado de la hoja de madera, oyó llorar a Nikol. Cerró los dedos sobre el picaporte, y la luz que lo envolvía pareció perder fuerza. Miró atrás.
—Mañana por la noche, la Noche de los Hados, el puente de la Ciudadela Perdida se abrirá para los clérigos verdaderos. Sólo aquellos que tengan fe podrán cruzarlo.
La luz azul parpadeó y se desvaneció. Michael abrió la puerta de un tirón. Nikol se aferró a él.
—¿Dónde estabas? ¿Qué estabas haciendo? ¿Es que no me oías llamarte?
—Estaba… rezando. —Era una mala excusa, pero no se le ocurrió qué decir.
Los ojos de la muchacha llamearon. Hija de un caballo ro, no podía entender al pusilánime clérigo que se postraba de rodillas y rezaba a su diosa para que lo salvara mientras otros hombres combatían. Lo agarró de la mano y echó a correr pasillo adelante. Michael avanzó a trompicones para no quedarse atrás. La muchacha llevaba puesto el camisón y los largos pliegues se enredaban en sus tobillos, casi haciéndola caer. La tela blanca de la prenda estaba manchada de sangre. Michael supo de quién era sin necesidad de preguntarlo.
—Lo han llevado dentro. —Nikol hablaba de manen atropellada mientras corrían—. Le hemos quitado La armadura. La herida es profunda, pero no mortal. Tenemos que apresurarnos. Ha perdido mucha sangre. Dejé al viejo Giles con él…
«¡No es menester que nos demos prisa! —Gritó para sus adentros Michael—. Demasiado tarde. ¡Llegaremos demasiado tarde!». A pesar de todo, corrió tan deprisa como le fue posible, como si quisiera adelantarse al destino.
Llegaron a una habitación del piso bajo, cerca de la entrada. No habían llevado muy lejos al herido.
—¡Giles! —Gritó Nikol, al tiempo que empujaba la puerta—. Traigo al sanador. Yo… ¿Nicholas? ¿Dónde estás? ¡Giles! ¡Oh, dios, no! ¡No, Paladine!
El grito desgarrador atravesó a Michael como un cuchillo. Nikol llegó junto al cuerpo del anciano sirviente, y lo levantó del suelo con delicadeza.
—¿Qué ha ocurrido, Giles? ¿Dónde está Nicholas?
Michael se arrodilló junto al anciano. Tenía una flecha goblin hincada en el pecho, el astil profundamente clavado.
—Mishakal, sana… —La voz de Michael se quebró. El sagrado medallón de la diosa que llevaba colgado al cuello, el símbolo de su fe que reflejaba la luz azul de la deidad, estaba apagado. Balbuceó, sin lograr articular las palabras.
—Se… lo llevaron —dijo el anciano entre jadeos.
—¿Quiénes? ¡Contéstame, Giles! —gritó Nikol.
—Goblins…
El viejo sirviente la miró, pero sus ojos ya no podían verla. La cabeza colgó fláccida sobre el brazo de la muchacha. Nikol lo soltó en el suelo. Su semblante era inexpresivo; la conmoción superaba el dolor y la pena.
Michael se incorporó y miró alrededor de la habitación. Había cristales rotos esparcidos por el suelo; la ventana se mecía alocadamente de los goznes. Había sido forzada ion un objeto pesado, probablemente una maza o un garrote. El alféizar estaba manchado de sangre.
—Se lo han llevado por ahí —señaló.
—¿Pero por qué? —Nikol miraba con fijeza el lecho, las revueltas sábanas ensangrentadas. Su cara estaba más blanca que las ropas de cama—, ¿Por qué iban a llevárselo? Los goblins destrozan y matan. Nunca cogen prisioneros… oh, Nicholas.
Se estremeció de pies a cabeza. Hundió el rostro en las Abanas, todavía calientes, retorciendo la tela con sus dedos crispados. Ansiando consolarla, Michael se acercó a illa. Su mano rozó el hombro de la muchacha.
—Mi señora…
Nikol se giró bruscamente hacia él.
—¡Tú! —Gritó con ferocidad—. ¡Esto es culpa tuya! ¡Si hubieses estado aquí, en lugar de esconderte tras las faldas de tu diosa, mi hermano estaría bien! ¡Estaría vivo! Podríamos haberlos combatido…
Un arquero, manchado de sangre y desaliñado, apareció en la puerta.
—¿Dónde está mi señor? —Inquirió con aspereza—. El ataque del enemigo se recrudece. ¿Cuáles son sus órdenes?
Michael irguió los hombros, dispuesto a comunicar al soldado la terrible noticia de la desaparición de su señor.
Unas uñas se le hincaron en el brazo. Nikol lo apartó de un empellón y se adelantó.
—Mi señor se reunirá con sus hombres sin dilación —dijo, con voz firme, tranquila—. Le estamos vendando la herida.
—Ruego a Paladine para que venga pronto —dijo el arquero, que salió disparado hacia la entrada.
—¡Katherine! —Llamó Nikol—. ¡Katherine! Ah, estás ahí.
La mujer que había sido niñera y ama, y posteriormente dama de compañía, acudió presurosa a la llamada de su señora.
—Tráeme las ropas de hombre que utilizo cuando me entreno con Nicholas. ¡Y date prisa! ¡Rápido!
Katherine la miró de hito en hito, desconcertada y trastornada.
—¡Oh, mi señora, no hay tiempo! Debemos huir…
—¡Ve! —Le gritó Nikol—. ¡Haz lo que te he dicho!
Katherine dirigió una mirada asustada a Michael, que sacudió la cabeza, perplejo. La mujer salió corriendo; se oyó el repicar de sus zuecos de madera sobre el suelo de piedra.
Nikol miró a su alrededor y encontró lo que buscaba. Cogió el cinturón de cuero de su hermano y desenvainó el cuchillo, que tendió a Michael. Éste miró primero el arma y después a la joven.
—Mis votos me prohíben manejar armas cortantes, mi señora…
—¡Pusilánime! ¡No te pido que luches con él!
Nikol soltó con brusquedad el cuchillo en la mano inerte del clérigo. Luego alzó la larga y pesada trenza de cabello dorado, la echó hacia adelante y se la tendió a Michael.
—Córtalo. Córtalo de manera que quede como lo lleva mi hermano.
Michael entendió de repente lo que se proponía hacer. La miró espantado.
—¡Nikol, no lo dirás en serio! No pensarás…
—¡No, no es lo que crees! —Se volvió a mirarlo—. Es la única probabilidad de salvar a Nicholas. ¿No lo comprendes? Se lo han llevado. Ahora lanzan un ataque para cubrir la huida. Tenemos que hacerlos retroceder y entonces podré dirigir una patrulla para ir a rescatarlo.
—Pero eres mujer. Los hombres no te obedecerán.
—No sabrán que soy yo quien les da órdenes —contestó Nikol con voz calma al tiempo que le daba otra vez la espalda—. Creerán que siguen a mi hermano. Nos parecemos lo bastante para hacerme pasar por él con la armadura. Y no te preocupes, hermano —añadió con acritud—. Puedes quedarte aquí, a resguardo y rezando por mí. Ahora, corta.
Su sarcasmo era más cortante que la hoja del cuchillo. Michael vio en ese momento el abismo que los separaba. A veces se había atrevido a esperar que le tuviera cariño, había imaginado que la joven había respondido afectuosamente a su contacto. «Si yo fuera noble o ella fuera plebeya, ¿acaso no nos amaríamos?», se preguntaba.
Pero ahora sabía la verdad, la leía en sus ojos. Lo despreciaba, despreciaba su debilidad.
Michael agarró el cuchillo con torpeza. Levantó la pesada trenza de cabello en su mano y tuvo la sensación de que sus dedos estaban tocando seda.
«¿Cuántas veces he soñado con este momento? —Pensó para sus adentros con amargura—. Tener el privilegio de tocar su maravilloso pelo».
Se oyeron gritos frenéticos en el exterior, y una flecha perdida penetró silbando por la ventana. Apretando los clientes, Michael cortó los brillantes cabellos entretejidos.
—¡Mi señor! —Un sargento canoso cogió al caballero por el brazo. La sangre manaba por un corte en la cabeza del soldado. Cojeaba, ya fuera por una vieja herida o por una reciente—. ¡Mi señor! Es inútil. ¡Esos demonios son demasiados! ¡Ordena la retirada!
—¡No! —El caballero se libró de su mano con un tirón furioso—. Empiezan a replegarse. ¡Reúne a los hombres para una nueva carga!
—Mi señor, se están reagrupando, preparándose para dar el golpe definitivo, eso es todo —dijo el sargento con suavidad.
Michael comprendió entonces que el veterano soldado sabía la verdad. Sabía que no seguía a su señor, sino a su señora.
El clérigo se acercó más para escuchar la conversación. La batalla había sido breve y brutal. Había hecho cuanto había podido para mitigar el dolor de los moribundos, pero no había sido mucho. La situación había sido demasiado horrenda, demasiado confusa para que nadie reparara en que su clérigo había guardado el medallón bajo la túnica, que sus labios no pronunciaban ninguna plegaria. A la mayoría les había llegado la muerte de un modo piadosamente rápido. A Michael lo aterrorizaba la idea de que Nikol cayera herida. Si eso ocurría, ¿qué podría hacer por ella?
—¿Cuáles son tus órdenes, señor? —preguntó el sargento con voz respetuosa.
Nikol no respondió enseguida. El agotamiento se había cobrado su precio. El cabello rubio le caía sobre las hombreras metálicas enredado y apelmazado por el sudor. Cualquier otro caballero se habría despojado del pesado yelmo y se habría enjugado la transpiración del rostro. Pero éste seguía con él puesto.
Michael se unió a ellos y miró por encima de las almenas el bosque que se alzaba más allá. Ya había amanecido. El vasto número de enemigos se podía contar con facilidad; no hacían un secreto de su fuerza. El caballero echó un vistazo al patético puñado de hombres que quedaban a su mando.
—Releva de servicio a los hombres —dijo Nikol con voy baja, inexpresiva—. Si se marchan ahora, tienen posibilidad de huir. Los goblins estarán demasiado ocupados en saquear y prender fuego al castillo para preocuparse de perseguirlos.
—Muy bien, mi señor —dijo el sargento, mientras hacía una reverencia.
—Dales las gracias en mi nombre. Lucharon bien.
—Sí, mi señor. —La voz del veterano sonaba estrangulada—. ¿Vendrá mi señor con nosotros?
Nikol no respondió. Michael avanzó un paso, dispuesto a discutir, a decir a todos la verdad si era preciso. Cualquier cosa con tal de salvarla. Captó el destello de los ojos azules tras el visor del yelmo. La mirada de Nikol se prendió en la suya un instante, como advirtiéndole que guardara silencio.
—No, no en este momento —contestó—. Y no me esperéis. Intentaré salvar las pocas cosas de valor que quedan.
—Mi señor…
—Ve, Jeoffrey. Mi agradecimiento y mi bendición van contigo.
El caballero tendió una mano enfundada en el guantelete. El viejo soldado la cogió y se la llevó a los labios.
—Jamás un noble caballero combatió con tanto valor como hoy has combatido tú, mi señor. Que Paladine te acompañe siempre.
El sargento inclinó la cabeza. Las lágrimas corrían por sus curtidas mejillas. Un instante después se había marchado y corría en medio del humo gritando órdenes.
Michael avanzó, saliendo de las sombras.
—Deberías ir con ellos, mi señora.
Nikol no se dignó mirarlo siquiera. Se quedó erguida, con los ojos prendidos en el bosque plagado de criaturas malignas.
—Tus plegarias no han servido de mucho, hermano.
La vergüenza tiñó de rojo las mejillas de Michael. ¿Sabía ella la verdad? ¿Lo sospechaba? El clérigo se dio media vuelta, sumido en un desdichado silencio.
—No te vayas, Michael —dijo la muchacha suavemente, con un tono arrepentido—. Perdóname… y pide a los dioses que me perdonen. ¡Me siento tan… desesperada!
Se recostó en él, agradeciendo su apoyo. No parecía muy indicado abrazar a un caballero con armadura; Michael se tuvo que limitar a apretarle la mano con fuerza.
—Debemos marcharnos, mi señora.
—Sí —musitó Nikol. Hablaba como si estuviera aturdida—. Hay una cueva, no lejos del castillo. Nicholas y yo solíamos jugar allí, cuando éramos pequeños. Está bien escondida. Estaremos a salvo.
—¿Hay alguna cosa que quieras llevarte? —preguntó Michael sintiéndose impotente. Contempló los muros del castillo. Incluso en esos momentos parecían resistentes, inexpugnables. Resultaba difícil imaginar que ya no ofrecían la protección que prometía su apariencia—. ¿Qué pasará con los sirvientes?
—Los hice marchar hace tiempo —dijo Nikol. Ahora estaban solos, pues los hombres habían huido. Se quitó el yelmo. Su rostro estaba ceniciento, pringado de polvo, sangre y sudor—. La mayoría tiene familia por los alrededores. Los alertarán, a tiempo, espero, de que se pongan a salvo. En cuanto a las joyas, las vendimos hace varios años. Tengo conmigo lo que más me interesa.
Su mirada se posó afectuosa, con tristeza, en la espada de su hermano y que anteriormente había pertenecido a su padre, y antes a su abuelo.
—Pero necesitamos vituallas, y odres de agua…
Un espeluznante grito goblin se alzó en el bosque. Una oleada negra empezó a avanzar a través de los pisoteados prados que había delante del castillo. El portón estaba cerrado. Les llevaría cierto tiempo asaltar las murallas, a pesar de que ya no estaban defendidas.
Nikol apretó los labios. Se puso otra vez el yelmo y aferró con fuerza la espada.
—Quédate detrás de mí y no te pongas al alcance de mi brazo armado. Puede que tenga que combatir para abrirnos paso.
—Sí, mi señora.
Fueron presurosos hacia la escalera que descendía al patio. Nikol hizo una pausa, se volvió hacia el clérigo y le apretó la mano.
—Encontraremos a Nicholas y lo curarás —le dijo.
—Sí, mi señora —contestó Michael. ¿Qué otra cosa podía decir?
Ella asintió con un brusco cabeceo y desapareció en la oscuridad de la escalera de caracol. Michael fue tras la joven, abatido, angustiado.
«¡Es inútil! —quería gritarle—. ¡Inútil! ¡Aun en el caso de que lo encontráramos, no puedo curarlo! ¿Es que no lo ves? ¿Es que no lo entiendes?».
Aferró el sagrado símbolo azul de Mishakal y lo sacó de debajo de la túnica. Antes habría iluminado la oscuridad. Habría emitido un fulgor brillante, radiante. Ahora apenas era distinguible en las densas sombras que lo rodeaban. Dejó que el medallón cayera con pesadez sobre su pecho. «Pronto lo descubrirás. Ahora me desprecias, pero después me odiarás».
La siguió, trastabillando en la oscuridad.
La noche cayó sobre la tierra. Nikol estaba de pie a la entrada de la cueva y observaba el cárdeno fulgor de las llamas que se reflejaba en el oscuro cielo; brillante al principio, se había ido apagando de manera gradual. El humo del incendio escocía en los ojos, en las fosas nasales. De vez en cuando el viento traía el sonido de gritos broncos y risotadas salvajes.
—Deberías descansar, mi señora —dijo con suavidad Michael.
—Duerme tú, hermano. Yo vigilaré —respondió.
Su espíritu era fuerte, pero no podía prestar esa fuerza a los músculos, los huesos y los tendones. No había terminado de hablar cuando se le doblaron las rodillas. Michael la cogió en brazos y la tumbó en el suelo de la cueva. Le soltó los dedos crispados que todavía se cerraban sobre la empuñadura de la espada; unos dedos pringados con la negra sangre de los goblins. Le lavó las manos y el rostro con agua fresca.
—Despiértame antes del amanecer —musitó la joven—. Los seguiremos, encontraremos a Nicholas…
Se quedó dormida.
Michael recostó la espalda en la pared de piedra y cerró los ojos. Unas lágrimas de cansancio y desesperación le humedecieron los ojos; se le hizo un nudo en la garganta que amenazaba con ahogarlo. La amaba tanto, tanto… y le iba a fallar. Incluso si encontraban a Nicholas y lo rescataban —¿y cómo iban a hacerlo, con todo un ejército goblin?—, Michael no podría curarlo.
«Mañana por la noche, la Noche de los Hados, el puente de la Ciudadela Perdida se abrirá para los clérigos verdaderos. Sólo aquellos que tengan fe podrán cruzarlo». La voz de Mishakal llegó a él. La diosa le había dado una oportunidad de redimirse.
Mañana por la noche. Tenía hasta mañana por la noche para encontrar el puente, la Ciudadela Perdida, un lugar evocado sólo en las leyendas, desde el principio de los tiempos. Cruzaría el puente. La luz de la diosa volvería a brillar en él, lo envolvería, acabaría con el dolor de este amor imposible, de esta existencia inútil. Una vez que estuviera allí, encontraría de nuevo su fe perdida.
—Adiós, Nikol. Mañana, cuando despiertes, ya no estaré aquí —le dijo en un susurro. Alargó la mano y acarició el cabello mal cortado—. No te enfades conmigo. No me necesitas. Sería una carga para ti, un hombre débil que ni siquiera puede invocar el poder de su diosa para ayudarte. Viajarás más deprisa si vas sola.
Se recostó de nuevo en la pared de la cueva, firmemente decidido a permanecer despierto, aguardando la gris claridad del amanecer, momento en que se escabulliría. Pero el sueño lo venció. La cabeza le cayó sobre el pecho; su cuerpo se desplomó en el suelo. No lo vio, pero, en la oscuridad, el sagrado medallón que llevaba empezó a emitir un suave fulgor azul y ningún mal les sobrevino durante la noche, a pesar de que muchas criaturas malignas merodearon por las proximidades de su escondite.
Con la llegada del alba, no obstante, la suave luz del medallón se apagó.
El Túnica Negra estaba en cuclillas en un pequeño claro del bosque. Era mediodía. El sol brillaba a través de una neblina de humo suspendida sobre las copas de los árboles.
Akar estornudó, dirigió una mirada irritada al humo y después volvió de nuevo su atención a las piedras de adivinación que había lanzado al suelo. Se inclinó sobre ellas y las_ estudió detenidamente.
—Esta es la Noche de los Hados. Los clérigos verdaderos dejarán Ansalon. Tengo unas horas para encontrar la Ciudadela Perdida. ¿Dónde se han metido esos condenados goblins? —Akar miró otra vez el humo con gesto severo—. Divirtiéndose, imagino. Veremos durante cuánto tiempo lo hacen si me fallan…
Los crujidos de unas ramas lo interrumpieron. Akar recogió las piedras con un gesto veloz de su mano y las guardó en un saquillo de cuero negro. Con las palabras iniciales de un conjuro mortal prestas a salir de sus labios, retrocedió sigiloso a la cobertura de los árboles y aguardó.
Un grupo de cuatro goblins irrumpió en el claro. Se movían ruidosos, con la seguridad de los vencedores. Llevaban entre ellos una litera en la que yacía el cuerpo de un humano. El hechicero maldijo al ver las angarillas.
El jefe de los goblins se abrió paso a empellones entre sus hombres y miró en derredor.
—¿Hechicero? ¡Déjate ver! ¡Deprisa! ¡Quiero mi dinero!
Akar salió de entre los árboles. Hizo caso omiso del cabecilla y se encaminó hacia la litera, que los goblins habían tirado en el suelo. El joven tendido en ella soltó un gemido de dolor. Estaba consciente, aunque no parecía tener idea de lo que le estaba ocurriendo. Alzó la vista hacia el hechicero y lo miró aturdido, desconcertado.
Akar lo contempló con frialdad.
—¿Qué es esto? —Instó— ¿Qué me habéis traído?
—Un Caballero de Solamnia. Le habían quitado la armadura. —La voz del goblin tenía un tono acre. Le habría gustado apoderarse de esa armadura.
—¡Bah! Demasiado joven para ser caballero. ¡Y, aunque os creyera, este hombre está malherido, casi a punto de expirar! ¿De qué me serviría en este estado?
—¡Da gracias de tenerlo en este estado o en cualquier otro! —Siseó el goblin—. ¿Acaso esperabas que apresáramos a un Caballero de Solamnia sin lucha?
Akar se inclinó sobre el joven. Con gestos bruscos levantó los vendajes ensangrentados que le cubrían el abdomen y estudió la herida. El joven soltó un grito de dolor y apretó los puños. Al hacerlo, la luz centelleó en un anillo que llevaba. Akar le aferró la mano, examinó la joya y lanzó un gruñido de satisfacción.
—Bien, bien. Eres un caballero.
—¿Qué quieres de mí? —logró articular el herido, jadeante.
Akar hizo caso omiso de su pregunta. Buscó el pulso en el cuello y notó el estado febril de la sangre. El mago se sentó en cuclillas.
—No durará otra hora.
—Entonces te sugiero que hagas pronto lo que tengas que hacer con él —aconsejó el cabecilla goblin.
—Imposible. Lo necesito vivo toda la noche.
—¡No me digas! Supongo que ahora querrás que vayamos y capturemos un clérigo, ¿no? —dijo el jefe goblin con sorna.
—No serviría de nada. Ninguno de los clérigos que encontraseis esta noche sería capaz de curarlo.
El goblin hizo un ademán de indiferencia.
—Entonces ocúpate tú de él. Al fin y al cabo, eres hechicero. Imagino que tu magia servirá para algo. Páganos lo que nos debes y podremos marcharnos. Planeábamos sacar algo en limpio de este asunto, pero habían dejado pelado el castillo de cualquier cosa de valor cuando entramos. Ni siquiera había una mujer para divertirnos.
El caballero gritó y trató de incorporarse. Su mano fue hacia la espada, pero el arma no estaba a su costado.
—Ahorra fuerzas —dijo Akar, mientras lo obligaba a tumbarse otra vez. El hechicero se incorporó. Estaba de mejor humor, casi sonriente. Echó unas monedas de oro al jefe goblin—. Ahí tenéis vuestra paga.
Aparentemente, el cabecilla encontró sospechoso aquel cambio de humor del hechicero, pues dirigió una mirada desconfiada a las monedas.
—¡Tú, cógelas! —ordenó a uno de sus secuaces, que hizo lo que le mandaba.
Los goblins se escabulleron con el botín, el jefe sin apartar los ojos del que llevaba el dinero del hechicero.
Akar se volvió hacia el caballero, que yacía quieto y silencioso, luchando contra el dolor, negándose a mostrar debilidad.
—¿Qué quieres de mí? —repitió con voz ronca.
—Esta noche debo derramar la sangre de una persona buena e íntegra en el puente de la Ciudadela Perdida. Tienes la desgracia, señor caballero, de ser una persona buena e íntegra. Al menos, es lo que dice tu gente. Una rareza en los tiempos que corren, debo admitir. No te molestes en preguntarte el cómo y el porqué, pero, con tu muerte, los clérigos de Su Oscura Majestad podrán al fin regresar a este mundo.
El caballero sonrió.
—Me estoy muriendo. No viviré lo bastante para serte útil, gracias le sean dadas a Paladine.
—Oh, bueno. No pierdas la esperanza. Mi magia sirve para algo. No puedo sanarte, señor caballero. Tampoco es ése mi deseo. Deduzco que serías un prisionero muy problemático. Con todo, seguirás vivo hasta que te haya 1 llevado a la Ciudadela Perdida.
»Un conjuro de deseo realizará mi propósito. Sí, funcionará bien. El conjuro me costará un año de vida. —El ] mago se encogió de hombros—. ¿Pero qué importancia tiene eso? Cuando obtenga el poder de Fistandantilus, recuperaré ese año con creces.
Akar alzó las manos y miró al cielo, a la luna negra, 1Nuitari, la luna que sólo aquellos que caminan por la senda oscura del Mal pueden ver.
—Éste es mi deseo: que el caballero permanezca vivo hasta que le dé muerte la hoja de esta daga. —El mago desenfundó el arma que llevaba colgada a la cintura y la levantó hacia el cielo. El metal se oscureció, como si cayera una sombra sobre él, y después centelleó con una luz horrenda, perversa.
—¡Mi deseo me ha sido concedido! —dijo Akar con satisfacción.
—¡No! ¡Paladine, impídelo! ¡Toma mi vida! ¡Mátame ahora!
El joven caballero se puso de pie con esfuerzo. Desgarró los vendajes que cubrían su herida, por la que empezó a manar sangre a borbotones, y salió corriendo por el claro, en dirección al bosque.
Akar no se movió y lo observó con tranquilidad.
Nicholas cayó de rodillas. El fluido vital escapaba de su cuerpo. Lo vio derramarse sobre el suelo y empapar la tierra.
El dolor era intenso, atroz. Se dobló en dos, pidiendo a gritos la muerte.
Pero la muerte no le llegó. Nicholas quedó tendido sobre su propia sangre, temblando de agonía.
Akar lanzó un silbido. Un caballo negro como la sangre de un goblin —de hecho, ése era el nombre del corcel— entró trotando en el claro, arrastrando un pequeño carro. El hechicero agarró al caballero por los hombros, lo arrastró sobre la hierba ensangrentada hacia el carruaje y lo aupó a su interior. Luego ató con cuerdas las muñecas y los tobillos del atormentado caballero.
—No es que crea que estás en condiciones de hacerme mal alguno —dijo Akar—. Pero vosotros, los caballeros, sois una estirpe tenaz. Siento no poder hacer nada para aliviar el dolor. Pero enfócalo de este modo: tras unas cuantas horas de agonía, estarás más que deseoso de morir. Intenta no gemir demasiado alto. En estos tiempos, criaturas muy desagradables merodean por campo abierto. Y ahora, a buscar la Ciudadela Perdida.
El hechicero se subió al carro y tomó las riendas. De nuevo alzó la vista al cielo. Mientras lo observaba, una sombra se interpuso ante el sol, como si lo eclipsara una luna, pero sólo era visible la sombra. La contempló con fijeza, estrechando los ojos para resguardarlos del resplandor del sol hasta encontrar lo que buscaba.
La sombra se extendió hacia abajo, desde el sol, y creó un haz de tinieblas que traspasaba la luz del día. Dondequiera que aquella oscuridad tocara, le prendía fuego de manera instantánea. Un humo maloliente y ponzoñoso se cernió en el aire. Akar olisqueó su perfume. A sus espaldas oyó toser al caballero.
Cuando el humo se disipó, arrastrado por un viento gélido como la muerte, Akar vio que el fuego había formado un camino entre los árboles calcinados, un sendero de negrura, un sendero de la noche en pleno día.
—¡Alabado sea Nuitari! —dijo el hechicero.
Azuzó al corcel con las riendas y condujo el carro por el camino amortajado en sombras.
Nikol y Michael siguieron el rastro de los goblins con facilidad…, con demasiada facilidad. A su paso por el bosque que rodeaba el castillo incendiado y despojado, el ejército había dejado una huella de destrucción, como la franja abierta en un pastizal por una guadaña. Su número era considerable y por tanto no necesitaban esconderse ni ocultar el camino que conducía a su guarida en las montañas. No temían recibir justo castigo a sus fechorías. Los caballeros de las cercanías, en sus vecinos feudos, tenían suficientes problemas en los que pensar con sus tierras y las gentes que dependían de ellos.
Michael contempló consternado los árboles partidos, los matorrales aplastados, los cadáveres de goblins que habían sido heridos y abandonados a su suerte por sus rudos compinches. Nikol iba de un lado a otro de la senda, con la mirada prendida en el suelo buscando alguna pista de su hermano.
—Mi señora, si se lo llevaron con ellos, ¿qué posibilidad tienes de rescatarlo? Deben de ser… ¡cientos! —dijo el clérigo señalando con un ademán la destrucción que los rodeaba.
—Entonces tendré el consuelo de morir junto a él —replicó Nikol. Se incorporó y apartó el pelo que le caía sobre los ojos—. Sabías a lo que nos enfrentábamos. Te lo advertí esta mañana.
Michael no quería que le recordara eso. Los dos habían despertado, abrazados el uno al otro. Confusos y turbados, ambos guardaron las distancias. Él quiso decirle entonces que pensaba abandonarla, pero, fuera por lo que fuera, no encontró las palabras.
El silencio entre los dos se hizo más incómodo por momentos. No cabía duda de que ella también pensaba en lo de esta mañana.
—Nikol —empezó, deseoso de confesar lo que guardaba en su corazón.
La joven se apartó de él con precipitación y empezó a examinar otra vez el suelo con premeditada intensidad.
—¿Has oído que los goblins tomaran rehenes alguna vez, hermano? —preguntó de improviso, poniendo, a entender de Michael, gran énfasis en su título religioso. El clérigo suspiró y sacudió la cabeza con gesto cansado.
—No. Se necesita tener una mente ingeniosa para maquinar el cambio de rehenes por un rescate. Los goblins sólo piensan en saquear y matar.
—Exactamente. Y, sin embargo, se llevaron a Nicholas, deliberadamente. Sólo a él. No buscaban a nadie más. Mataron al pobre Giles. ¿Por qué? A menos, claro, que tuvieran órdenes de raptar a Nicholas…
La nueva idea hizo que sus mejillas se encendieran. Olvidó la forzada actitud de reserva.
—¡Eso es, Michael! El ataque al castillo fue una maniobra de diversión para cubrir su verdadera intención: capturar a Nicholas. ¡Lo que significa que alguien lo quiere y que ese alguien lo necesita vivo!
—Sí, mi señora —se mostró de acuerdo Michael.
No era necesario decirle que su gemelo, si es que seguía vivo, podía muy bien desear estar muerto en esos momentos.
Unas cuantas horas de búsqueda infructuosa y Nikol no tendría más remedio que darse por vencida. Entonces, tal vez, lograría persuadirla para que buscara refugio en algún feudo vecino, en tanto que él se preparaba para partir…
—¡Michael!
Su voz excitada resonó como plata en el silencio. Él avanzó presuroso por los matorrales, en su dirección.
—¡Mira! ¡Mira esto! —Nikol señalaba una mancha en la hierba pisoteada.
Sangre. Sangre roja. Sangre humana.
Antes de que Michael tuviera ocasión de decir una palabra, Nikol había echado a correr por la trocha que salía del camino principal. El clérigo corrió en pos de la joven, sin saber si dar gracias a los dioses o maldecirlos por poner esta pista en su camino.
Llegaron a un claro, y ambos se frenaron en seco. Aunque el sol brillaba radiante, la perversidad que flotaba en el ambiente cubría el calvero con una oscura nube. Nikol se llevó la mano a la empuñadura de la espada, pero los dedos, inertes, resbalaron por el metal. En un gesto inconsciente, buscó el contacto de Michael. La mano de él se cerró sobre la suya; se acercaron más el uno al otro, tiritando ante la gélida oscuridad iluminada por el sol.
—¡Oh, Michael! —susurró Nikol con voz quebrantada—. ¿Dónde está mi hermano? ¿Qué han hecho con él? Yo…
Dio un grito. La luz se reflejaba en un gran charco de sangre. Cerca de éste aparecían tirados los vendajes que había hecho con sus propias manos sobre la herida de su hermano. Nikol se cubrió el rostro con las manos y se recostó en el pecho de Michael. Él la rodeó con los brazos y estrechó su tembloroso cuerpo.
—Mi señora, debemos alejarnos de aquí. —Su amor por ella, su compasión, era una agonía—. Déjame llevarte al castillo de sir Thomas. Allí estarás a salvo…
—¡No! —La joven se limpió las lágrimas con precipitación y se libró del reconfortante abrazo—. He sido débil por un momento. Este espantoso sitio… —Miró en derredor y se estremeció—. Pero Nicholas no está aquí. Su cuerpo no está aquí —continuó, con tono decidido, sombrío—. Se lo han llevado a otra parte. Aún está vivo. ¡Sé que está vivo!
Empezó a rastrear el claro. No tardó mucho en encontrar las marcas dejadas por las ruedas de un carro y el reguero de sangre que iba hasta ellas. Rastreó las huellas, y Michael la siguió. Encontraron el abrasado acceso al bosque, el acceso a la oscuridad. Se detuvieron, mirándolo intensamente, sintiendo que la sangre se les helaba en las venas.
—Mirar al Abismo debe ser algo así —dijo Michael sobrecogido.
El semblante de Nikol estaba ceniciento, sus ojos desorbitados por el terror. Se acercó más a él y, a través de la armadura, el clérigo sintió temblar su cuerpo.
—No puedo entrar ahí…
El viento gimió en las copas de los ennegrecidos árboles; parecía un grito de dolor, como si los árboles estuvieran quejándose. Y entonces, con un escalofrío de horror, Michael comprendió que el grito procedía de una garganta humana. Deseó que Nikol no lo hubiese oído.
—Vamos, mi señora, alejémonos de este lugar maligno…
—¡Nicholas! —Llamó angustiada la joven—, ¡Te he oído! ¡Ya vamos!
Avanzó un paso hacia las silenciosas tinieblas. Michael la sujetó por el brazo.
—¡Nikol, no!
Ella lo golpeó con fuerza para apartarlo.
—Voy a entrar. ¡Y tú también, cobarde! —Sus dedos aferraron la muñeca del clérigo con la fuerza de un cepo—. Tienes que curarlo…
—¡No puedo! —gritó Michael violentamente—. ¡Mira! ¡Mira! —Sacó de un tirón el sagrado símbolo escondido bajo su túnica y lo alzó para que Nikol lo viera—. ¡Está oscuro, tan oscuro como ese paso que tenemos ante nosotros! ¿Sabes lo que eso significa? La diosa me ha dado la espalda. No responderá a mis plegarias. Aun en el caso de que encontráramos a Nicholas, no podría hacer nada por él.
Nikol lo miró de hito en hito, sin comprender.
—Pero… ¿cómo? ¿Cómo es posible que la diosa te haya abandonado?
«¡Porque yo la abandoné a ella! ¡Lo hice por ti; por ti y por Nicholas!», quiso gritarle Michael, dar salida a su frustración, a su miedo, a su rabia… Rabia contra la muchacha, rabia contra los dioses…
Lo sacudió un súbito estremecimiento. No debía sentirse furioso. No estaba bien. Los creyentes nunca se enfurecían, nunca dudaban. Una vez más, había vacilado su fe.
—No puedo explicarlo —respondió con tono cansado—. Es algo entre mi diosa y yo. Pero ahora debes alejarte de este sitio. Como ves, no podemos hacer nada…
Nikol le soltó la muñeca, como si tirara una inmundicia.
—Gracias por acompañarme hasta aquí. —Su voz era fría, amarga por el desencanto—. No es preciso que vengas conmigo. Este lugar es mucho más peligroso para ti que para mí, ya que al parecer ahora estás indefenso contra su maldad. Adiós, hermano… Mejor dicho, Michael.
Se dio media vuelta y entró con paso firme en el aterrador bosque abrasado por el fuego. Las sombras la envolvieron al instante, y Michael la perdió de vista; ni siquiera atisbaba el brillo de la armadura.
Se quedó de pie, tembloroso, al borde de los árboles ennegrecidos. Las palabras de Mishakal, olvidadas hasta ahora, regresaron a su mente de manera repentina, como si las escuchara en ese preciso momento, en ese preciso lugar.
«Si vacila tu fe, si te quedas e intervienes, corres el riesgo de condenarte a ti mismo, a la mujer y al mundo a un terrible destino».
Se había quedado. Había intervenido. Había contribuido a atraer este mal sobre ella, sobre sí mismo, quizá sobre el mundo entero.
—Debería tener fe —se exhortó—. Si la tuviera, la dejaría marchar. Paladine está con ella. El amor la protege como una armadura. Sólo perderá la vida. ¡Yo puedo perder mi alma! Debería darme media vuelta, buscar la Ciudadela Perdida, suplicar a la diosa que me perdone. Sólo tengo hasta esta noche para encontrarla, para reparar mi falta de fe…
Se volvió y dio la espalda al oscuro y aterrador bosque en el que ella había desaparecido. Avanzó un paso, y otro más. Y entonces se detuvo.
No podía abandonarla. No podía dejarla morir sola, acosada por el dolor y el miedo. Aunque perdiera su alma iría con ella, estaría con ella hasta el final.
Hasta que la perdición cayera sobre ellos… y sobre el mundo.
Michael estaba ciego. La oscuridad, densa y sofocante, apagó su vista en el mismo momento de entrar en el terrible bosque. La pérdida de visión fue instantánea y absoluta. No atisbaba nada, ni el más leve contorno sombrío, ni el menor movimiento. No podía ver el brillo de la armadura de Nikol ni el satinado dorado de su cabello. Tan extraña y aterradora fue esta súbita ceguera que el clérigo se llevó las manos a los ojos en un gesto mecánico. Tenía la impresión de que se los hubieran arrancado.
—¿Michael? —Por el tono se advertía que Nikol estaba asustada—. Michael… ¿eres tú? ¡Michael, no puedo ver!
—Estoy aquí —respondió.
Intentó dar a su voz un tono aplomado, pero sus palabras sonaron ahogadas. Sí, aquí estaba. ¡De mucho le iba a servir a la muchacha su presencia! Menudo favor le haría a ella, a sí mismo… Alargó las manos hacia donde sonaba su voz y el suave tintineo de las hebillas de su armadura.
—Yo… tampoco puedo ver, mi señora.
Hizo una pausa, parpadeó. De repente atisbo algo. Divisó la salida, el camino de regreso. Vio el cálido brillo del sol en el claro, las huellas dejadas por el carro dirigiéndose a este bosque. Inhaló hondo, agradecido. Por un instante había temido que la vista le hubiese sido arrebatada para siempre.
—¿Qué ocurre, Michael? —preguntó Nikol al escuchar su respingo. Lo cogió de la mano.
—Date la vuelta, mi señora —instruyó, al tiempo que la guiaba.
Así lo hizo la muchacha, despacio, arrastrando los pies sobre la maleza calcinada y la ceniza. Abrió los ojos de par en par y apretó la mano de él.
—¡Estaba tan asustada! —musitó, levantando la mirada hacia Michael. Su sonrisa se desdibujó poco a poco— ¡No te veo! —Giró la cabeza a un lado y a otro—. No veo nada a mi alrededor.
—Se ve la salida…
—¡Pero es que no quiero volver! —chilló furiosa—. Yo…
Enmudeció al escucharse de nuevo el grito, pero sonaba muy lejano, bastante más adentro del bosque. Se oía el trapaleo de los cascos de un caballo y el bamboleo de un carro arrastrado a paso lento sobre un terreno irregular. Nikol soltó la mano de Michael y echó a correr.
—¡Nikol! ¡Regresa!
El clérigo percibió el ruido de las pisadas que se alejaban; luego la oyó tropezar y caer, y escuchó sus sollozos de cólera, de frustración. Se encaminó hacia la muchacha, trastabillando en medio de la espantosa oscuridad que parecía tornarse más negra a medida que se aventuraba más allá. Casi cayó sobre la muchacha; se arrodilló a su lado.
—¿Estás herida?
—¡Déjame en paz! —Nikol empezó a incorporarse— Voy tras él.
Michael perdió la paciencia.
—Nikol, sé razonable. ¡Es inútil! Aunque pudieses ver no podrías alcanzar a un carro. ¡No ves el sendero! ¡No ves los obstáculos o peligros que encontrarás a tu paso! Podrías rodar por una pendiente, o caer por un precipicio.
—No lo abandonaré. ¡Iré tras él aunque tenga que hacerlo a gatas!
Estaban muy cerca, y el clérigo notó que se daba media vuelta. Sabía que estaba mirando atrás, en la dirección por donde habían venido. También él se giró. Jamás le había parecido tan hermosa y brillante la luz del sol.
El claro que antes semejaba un lugar terrorífico, ahora era un refugio de paz y seguridad.
«Así damos por supuesto los bienes concedidos, sin apreciarlos hasta que se nos arrebatan», pensó con amarga tristeza al tiempo que se llevaba la mano al símbolo de Mishakal, que pendía sobre su pecho como una pesada carga.
—¿Qué origina esto? —preguntó Nikol, frustrada—. ¿Qué maldad ha creado esta oscuridad?
—Nuitari, dios de lo imperceptible —respondió una voz queda—. Camináis bajo la luz de la luna negra.
—¿Quién anda ahí? —Nikol se había puesto tensa. Michael oyó el metálico sonido del acero. La muchacha había desenvainado la espada—·. ¿Quién es?
—Tu arma no sirve de nada, señor caballero. —La voz tenía un marcado tono sarcástico— He estado sentado aquí, obervándoos a los dos, desde hace unos diez minutos. Podría haberos matado a ambos a estas alturas.
Michael aferró el brazo armado de la muchacha. La sintió temblar de miedo y frustración. Ella lo apartó de un empellón y blandió el arma ciegamente, ante sí, más para aliviar su sensación de impotencia que porque esperara acertarle a algo. Michael escuchó el inofensivo silbido de la espada al cortar el aire.
El invisible observador empezó a reír, una risa que de repente sonó ahogada y dio paso a un angustioso golpe de tos. Tras largos momentos, el espasmo cesó. Michael escuchó una inhalación áspera, entrecortada.
—Mi señora, si es cierto que esta persona nos ha estado observando, como afirma, entonces es que puede ver —apuntó el clérigo, a la par que alargaba la mano; al topar con el brazo de la muchacha, lo aferraba con firmeza.
—Tienes razón —admitió Nikol, bajando la espada—. ¿Puedes ver?
—En efecto —respondió con calma la voz—. Para quienes caminamos bajo las tinieblas de Nuitari, este bosque está tan iluminado como si fuera de día. Para vosotros, la oscuridad se irá haciendo más intensa con cada paso que deis. Claro que quizás hayáis entrado aquí de manera accidental. Os sugiero que os marchéis, mientras todavía podéis encontrar la salida.
—Si es verdad que nos has estado observando, sabrás que no hemos entrado accidentalmente —replicó Nikol con frialdad. Se había vuelto hacia donde sonaba la voz, con la espada todavía empuñada y la guardia en alto—. Alguien ha sido traído a la fuerza a este bosque, alguien muy querido para nosotros. Tenemos razones para creer que lo han capturado unos goblins.
—¿Un hombre joven? —preguntó la voz—. ¿Bien parecido, gallardo, con una grave herida en el costado? Lleva unos vendajes ensangrentados…
—Sí —dijo Nikol con voz queda; su mano se cerró sobre la de Michael, buscando apoyo—. ¡Sí! Es mi hermano. ¿Lo has visto?
—Lo he visto, sí. Y os daré un consejo: regresad por donde habéis venido. No podéis hacer nada por él. Es ya hombre muerto. Sólo conseguiréis morir también. Nada de lo que hagáis lo salvará. ¿No es así, Hijo Venerable de Mishakal? —La voz sonó desdeñosa, burlona.
—No soy un Hijo Venerable —contestó Michael con calma—. Sólo un humilde sanador.
—Ni siquiera eso, al parecer —replicó la voz.
Michael sintió unos ojos clavados en él, unos ojos extraños que habría jurado que casi podía ver, unos ojos en forma de reloj de arena. Cohibido, el clérigo se llevó la mano al medallón colgado sobre su pecho y lo guardó con premura bajo la túnica.
—Déjalo en paz —replicó furiosa Nikol—. No tiene razón para encontrarse aquí, como la tengo yo. Viene conmigo impulsado, no por amor, sino por lealtad.
—¿De veras?
Michael pudo ver los relojes de arena mirándolo con burla.
—Así que has entrado aquí por amor a tu hermano, ¿no, señor caballero? —continuó la voz, suave, siseante—. Renuncia. No puedes hacer nada por él, salvo morir también.
—Entonces, moriré. —Nikol habló con firmeza—. No podría vivir sin él. Somos gemelos, ¿entiendes?
—¿Gemelos? —La voz había cambiado, y ahora era gravo, lóbrega, más lóbrega que el bosque—. Gemelos —repitió.
—Sí —dijo Nikol, vacilante, incierta de lo que significaba el súbito cambio que notaba en el invisible orador. ¿Presagiaría algo bueno o algo malo?—. Somos gemelos. Y, si sabes algo sobre ellos, estarás enterado de que nos sentimos muy unidos, más que otros hermanos.
—Sí, sé… algo sobre gemelos —dijo la voz.
Las palabras fueron pronunciadas en un tono tan quedo que casi resultaron inaudibles, pero los dos tenían aguzados al máximo los sentidos para compensar la pérdida de la vista.
—Entonces sabrás que no lo abandonaré a su suerte —dijo Nikol—. Iré tras él, para salvarlo si me es posible, o para morir con él si no lo consigo.
—No puedes salvarlo —musitó la voz, tras una breve pausa— Tu hermano ha sido capturado por un poderoso hechicero de los Túnicas Negras, un hombre llamado Akar. Necesita a una persona virtuosa. ¿Es tu hermano también, por ventura, un caballero?
—Mi hermano es caballero. Yo no lo soy —contestó Nikol—. Soy una mujer, como muy bien sabes, pues siento tus ojos clavados en mí, aunque no pueda verlos.
—Un gemelo nace con un cuerpo frágil y débil, el otro es fuerte y poderoso. ¿Nunca has sentido resentimiento o envidia por su causa?
—¡Por supuesto que no! —la respuesta de Nikol fue demasiado rápida, demasiado indignada—. ¡Lo quiero! ¿De qué demonios hablas?
—No tiene importancia. —Pareció que la voz iba a suspirar, pero el suspiro fue interrumpido por una tos que dio la impresión de que iba a partir al hombre en pedazos.
En un gesto maquinal, olvidando que había perdido su don curativo, Michael alargó una mano hacia el extraño. Oyó una risa siseante.
—¡No podrías ayudarme, sanador! Aun en el caso de que gozaras del favor de tu diosa. ¡Es la ira del cielo lo que fustiga este pobre cuerpo mío, la cólera de los dioses que muy pronto purificarán este mundo con fuego! —La voz cambió de improviso, para tornarse fría y práctica—. ¿Hablas con sinceridad, señora? ¿Seguirás a tu hermano, a pesar de que el camino sea oscuro y terrible, y el final infructuoso?
—Lo haré.
—¿Y cómo iremos a ninguna parte? —Objetó Michael—. No vemos el camino.
—Yo sí —dijo la voz—. Y seré vuestros ojos.
Michael escuchó el susurro de tela, como si una túnica larga rozara el suelo. Escuchó ruidos extraños, como objetos colgados de un cinturón que tintinearan y se rozaran entre sí. Escuchó un suave golpeteo sordo acompañando el murmullo de unas pisadas, tal vez un bastón, con el que el extraño se ayudaba a caminar. Michael olisqueó y sintió un cosquilleo en la nariz. Percibía el aroma dulce de pétalos de rosa, y otro olor también dulzón, pero terrible: el de la putrefacción. Sintió que un brazo se tendía hacia ellos.
—Espera un momento —dijo el clérigo, deteniendo a Nikol, que había envainado su espada y alargaba la mano hacia el extraño—. Si puedes ver con la luz de Nuitari, entonces tú también debes de ser un hechicero del Mal, un Túnica Negra. ¿Por qué íbamos a confiar en ti?
—No deberíais hacerlo, desde luego —contestó la voz.
—¿Entonces por qué nos ayudas? ¿Cuál es la razón? ¿Es una trampa?
—Podría serlo. En cualquier caso, ¿qué otra opción tenéis?
—Ninguna —dijo Nikol, con un tono repentinamente suave—. Y sin embargo, te creo. Confío en ti.
—¿Y por qué lo haces, señora? —La voz era ahora áspera, burlona.
—Por lo que dijiste acerca de los hermanos gemelos. Uno débil, el otro fuerte…
El extraño guardó un largo silencio. Michael habría creído que el hombre los había dejado solos a no ser por la trabajosa respiración de unos pulmones atormentados por la enfermedad.
—El motivo que me impulsa a ayudaros es algo que no entenderíais. Digamos que a Akar se le ha prometido lo que me pertenece por derecho. Mi intención es procurar que no lo consiga. ¿Vais a venir o no? ¡Decidíos rápido! La Noche de los Hados se aproxima. Queda muy poco tiempo.
—Yo voy —dijo Nikol—, te seguiré a donde me lleves, ¡aunque me cueste la vida!
—¿Y tú, hermano? —Preguntó el hechicero con suavidad—, ¿caminarás a mi lado? La mujer ha empeñado su vida. Para ti, como has conjeturado, el precio será mucho más elevado. ¿Pondrás en juego tu alma?
—¡No, Michael, no lo hagas! —Exclamó Nikol, adelantándose a la respuesta del clérigo—. Regresa. Esta no es tu batalla. Es la mía. No dejaré que te sacrifiques por nosotros.
—¿Qué pasa, mi señora? —Espetó Michael, dominado por una súbita e irracional cólera—. ¿Acaso piensas que no quiero a Nicholas tanto como tú? ¿O quizá crees que no tengo derecho a amarlo a él o a cualquier otro miembro de tu familia? Pues bien, mi señora, tengo sentimientos, ¡sé lo que es amar! Y mi decisión es ir contigo.
La sintió dar un respingo, y oyó el tintineo de la armadura.
—La decisión es tuya, hermano, desde luego —dijo en voz baja. Alargó la mano para agarrar el brazo del mago.
El hechicero hizo un ruido rasposo que pudo ser una risita.
—¡En verdad, estás ciega!
Michael extendió la mano, y sus dedos se cerraron sobre el brazo del hechicero; un brazo delgado, frágil, tan frágil como los huesos de un pájaro. La fiebre ardía en su piel; la sensación de tocar al mago fue desagradable.
—¿Cómo te llamas, señor? —preguntó Michael con frialdad.
El hechicero no respondió enseguida. Michael se quedó perplejo al sentir que el brazo que sujetaba se ponía tenso, como si la pregunta fuera dolorosa.
—Soy… Raistlin.
Aquel nombre no significaba nada para Michael. Dedujo, por la vacilación del hechicero, que les había dado un nombre falso.
El mago los condujo hacia la oscuridad que se hizo progresiva e inconcebiblemente tenebrosa, como les había advertido. Caminaron tan deprisa como la prudencia hacía aconsejable, sin acabar de confiar en el mago y, sin embargo, sujetándose con fuerza a su brazo, pendientes del susurro de su túnica, del suave golpeteo de su bastón.
En sus fosas nasales estaba prendido el olor a rosas y muerte.
No les sobrevino mal alguno. Empezaron a confiar en Raistlin y, a medida que se afianzaba su confianza, avanzaron a una velocidad increíble. Los pies de Michael apenas rozaban el suelo. Un viento frío le azotaba el rostro y hacía que le escocieran sus cegados ojos. Las ramas le arañaban las mejillas, se enredaban en su cabello. Zarzas y arbustos espinosos enganchaban su túnica. Imaginó vívidamente lo que sería chocar de lleno, a esa velocidad, contra un árbol o una roca, o precipitarse en algún barranco sembrado de peñascos. Se aferró con más fuerza al frágil brazo del mago.
Michael no tenía idea de cuánto tiempo llevaban viajando en la oscuridad. Podía ser el lapso de un latido del corazón, o el transcurso de eones. Se preguntó cuánto más sería capaz de continuar, pues, aunque parecía no sentir fatiga, su cuerpo estaba más y más agotado. No tuvo más remedio que recostarse en el hombro del mago, maravillado de que un cuerpo tan débil pudiera sostener el suyo. Sentía los miembros pesados como plomo, y apenas era capaz de moverlos. Sus pies trastabillaban. Tropezó, se soltó de Raistlin y cayó al suelo.
Sollozante y falta de aliento, Michael se esforzó por incorporarse. Levantó la cabeza y se quedó boquiabierto.
Ante él se erguía un edificio, una estructura de una simplicidad bella y elegante. Columnas de mármol negro, blanco y rojo sustentaban un techo abovedado cuyo exterior reluciente era un espejo del cielo nocturno. Reflejadas en él, las constelaciones giraban en torno al eje central. Los dos dragones, Paladine y la Reina de la Oscuridad, se vigilaban atentos el uno al otro; en el centro, Gilean, el libro de la vida, giraba sobre sí mismo; a su alrededor rotaban el resto de los dioses, buenos, neutrales y malignos.
Un puente hecho con reluciente luz de estrellas arrancaba de debajo de la cúpula. El puente se extendía hacia arriba y sobrepasaba el templo hasta alcanzar el cielo nocturno. Una puerta abierta surgía en la oscuridad estrellada. Más allá, unos extraños soles ardían abrasadores, rojo y amarillo contra la profunda negrura. Planetas desconocidos giraban en torno.
La belleza de la imagen hizo llorar a Michael, y sólo cuando sintió el frescor de las lágrimas en sus mejillas cayó en la cuenta de que volvía a ver, que había recobrado la vista.
Al mismo tiempo que descubría que podía ver otra vez, reparó en la figura oscura que menoscababa la radiante belleza del templo.
Un mago con ropajes negros, alto y de constitución fuerte, soltaba las ataduras de las muñecas y tobillos de otro hombre que estaba tendido sobre un carro tirado por un caballo. Se encontraban inmersos en las sombras. El Túnica Negra apenas era visible, una silueta de oscuridad en contraste con la noche, pero el resplandor del templo caía sobre el semblante del hombre tendido en el carro. La joven faz estaba demacrada, consumida por el dolor y el sufrimiento. El sudor perlaba la pálida piel.
Michael también veía ahora a Raistlin, y el sanador se quedó perplejo por la aparente juventud del mago. Era joven, débil y enfermo. El delgado rostro estaba muy blanco, y unas manchas febriles teñían los pómulos. Su respiración era entrecortada y trabajosa. Se apoyaba en un cayado de madera, cuyo extremo superior estaba adornado con una garra dorada de dragón que aferraba una bola de cristal facetado. El cristal emitía una luz suave que se reflejaba en los fríos ojos castaños del mago.
«Qué extraño —pensó Michael—. Habría jurado que tenía las pupilas en forma de reloj de arena».
—¡Nicholas! —gritó Nikol.
La muchacha habría corrido hacia él, pero Raistlin la aferró de la muñeca con fuerza y la detuvo.
Nikol había sido compañera de su hermano en todos los deportes y entrenamientos. Era tan alta como Raistlin y físicamente más fuerte. Michael esperaba que se soltara con facilidad de la presa del mago, y se dispuso a frenar su impetuosa carrera hacia lo que sin duda sería su muerte.
De hecho, el otro hechicero, el llamado Akar, había hecho un alto en su trabajo y escudriñaba a su alrededor con expresión alarmada.
—¿Qué ha sido eso? ¿Quién anda ahí? —inquirió con una voz profunda y áspera.
La mano delgada y frágil de Raistlin permaneció cerrada sobre la muñeca de la muchacha. Nikol dio un respingo de dolor. Pareció retorcerse bajo la inflexible garra del mago.
—¡No hagas ruido! —susurró—. ¡Si descubre que estamos aquí, todo estará perdido!
Raistlin arrastró a la joven de vuelta a las sombras de los calcinados árboles. Renuente, Michael los siguió, incapaz de apartar los extasiados ojos del radiante esplendor del templo y el maravilloso puente que muy pronto lo llevaría lejos de todo dolor, aflicción, desaliento y temor.
—Me haces daño —susurró Nikol mientras hacía un infructuoso intento de librarse de sus dedos—. ¡Suéltame!
—Sufrirías un daño mucho mayor si lo hiciera —respondió Raistlin, sombrío—. Akar es poderoso y no vacilaría en destruirte si interfirieses en sus planes.
Nikol lanzó una mirada angustiada a su hermano. Al parecer, Akar había llegado a la conclusión de que lo que había oído era producto de su imaginación y había reanudado su trabajo. Agarró con rudeza al joven, lo sacó a rastras del carro, y lo dejó caer al suelo. Nicholas lanzó un grito agónico.
—Pronto habrán terminado tus sufrimientos, señor caballero —dijo Akar mientras se limpiaba las manos manchadas de sangre en su túnica.
El hechicero sacó un objeto de su cinturón y lo alzó hacia la luz. El acero centelleó, reluciente y afilado. Inspeccionó la daga y luego la guardó otra vez en el cinturón, con un gruñido de satisfacción. Se agachó para coger al caballero por los tobillos, con la evidente intención de llevarlo a rastras por el suelo.
Nicholas propinó una patada al hechicero que lo hizo retroceder trastabillando. Cogido por sorpresa, pues no había supuesto que su debilitada víctima tuviera todavía energía para presentar resistencia, Akar perdió el equilibrio y se tambaleó. Pisó el repulgo de su túnica y cayó pesadamente al suelo.
En un patético intento por regresar y perderse en la oscuridad de la que había venido, Nicholas empezó a gatear hacia el bosque.
—Voy a reunirme con él. No me lo impedirás. —Nikol, que seguía con la muñeca firmemente sujeta por los dedos de Raistlin, llevó la mano izquierda a su espada.
De la empuñadura saltaron chispas, y la muchacha apartó con premura la mano, estremecida de dolor. Lo intentó de nuevo, y de nuevo saltaron las chispas. Dirigió una mirada feroz al mago.
—¡Malditos hechiceros, estáis confabulados! ¡Debí suponerlo! Jamás debí confiar…
—¡Silencio! —ordenó Raistlin.
Su mirada estaba prendida en Akar. Parecía que todo su ser estuviera concentrado en su colega. Incluso la tos pertinaz había cesado momentáneamente. Un tenue rubor le teñía las mejillas, y daba la impresión de que no advirtiera los forcejeos de la mujer, si bien sus dedos no se aflojaron ni por un instante.
Nikol se giró para mirar a Michael.
—¿Qué haces ahí parado? ¡Ve con Nicholas! ¡Sálvalo! ¡Este malvado no te tiene sujeto! ¡No puede luchar contra los dos!
Michael avanzó un paso, reacio a dar la espalda al brillante puente, y sin embargo angustiado por el animoso caballero y por la hermana que sufría con él. La voz de Raistlin lo detuvo, inmovilizando al clérigo con tanta firmeza como su mano inmovilizaba a Nikol.
—Es mucho más lo que está en juego que la vida de un valiente caballero. El destino del mundo pende incierto en la balanza de Gilean. —Raistlin miró a Michael—. ¿Qué es lo que ves, sanador?
—Veo… la imagen más maravillosa que he contemplado en toda mi vida. Ante mí se alza un templo cuyas columnas son de mármol negro, blanco y rojo. Su cúpula es el firmamento, y su techo, las constelaciones. Un puente hecho con luz de estrellas se extiende desde este mundo a otros que hay más allá. Hay gente cruzando ese puente; hombres y mujeres, humanos y elfos. Vuelven la mirada hacia este mundo con pesadumbre, sus semblantes entristecidos. Pero Paladine está con ellos y los conforta, y ellos se vuelven hacia la puerta con esperanza.
—¿Qué le has hecho? —Exclamó Nikol—. ¡Lo has embrujado!
Michael dio un paso hacia adelante, como si quisiera seguir a aquellas personas. Un grito colérico lo hizo volver a este mundo con brusquedad. Akar se había incorporado y miraba enfurecido al caballero.
—En verdad, como dije, una estirpe tenaz. Vamos, señor caballero, estoy perdiendo la paciencia. Apenas queda tiempo para perderlo con tontos jueguecitos.
Akar propinó una patada al rostro de Nicholas. El joven se desplomó sin un quejido y se quedó tumbado, inmóvil. El hechicero lo agarró, esta vez por los hombros, y empezó a arrastrar el cuerpo inerte.
—¡Lo lleva hacia el templo! ¿Qué planea hacer? —preguntó Michael a Raistlin, que observaba todo con una expresión sombría y severa.
—¡Planea matarlo! —gritó Nikol, que intentó otra vez soltarse.
—Mi señora, por favor… —empezó con suavidad Michael.
—¡Déjame en paz! —Los ojos de la muchacha centelleaban—. Estás hechizado. ¡El mago te ha embrujado con algún conjuro! ¡Un puente de luz de estrellas! ¡Un templo radiante! ¡Sólo son ruinas desmoronadas, probablemente un altar de perversión consagrado a la Reina Oscura!
Michael la miró de hito en hito.
—¿No ves tú…?
—No. No puede verlo —dijo Raistlin—. A sus ojos es una ciudadela en ruinas, nada más. Sólo tú, clérigo, ves lo que es de verdad. Sólo tú puedes impedir que Su Oscura Majestad penetre en este mundo.
Michael no creía al hechicero. ¿Cómo era posible que Nikol no viera lo que para él era algo tan bello y evidente? Y, no obstante, la muchacha lo miraba furiosa, atemorizada, como si de verdad él fuera una persona que actuara bajo el influjo de un sortilegio.
—¿Qué tengo que hacer? —preguntó en voz baja.
—La dama tiene razón. Akar intenta asesinar al caballero, pero debe ejecutar el crimen dentro del límite de las ruinas o, como tú lo ves, en el puente de luz de estrellas. Si la sangre de alguien bueno e íntegro se derrama en el sagrado puente, los clérigos oscuros, largo tiempo atrapados en el Abismo, estarán libres de regresar a Krynn.
—¿Me ayudarás? —pidió Michael.
—¡No le creas! —gritó Nikol mientras se retorcía entre la garra del mago—, ¡sus túnicas están cortadas del mismo paño!
—Os traje hasta aquí —dijo Raistlin con voz queda—, y, sin mi ayuda, fracasaréis. Tu hermano morirá y el mundo entero caerá en poder de la Reina Oscura.
—¿Qué hemos de hacer? —preguntó Michael.
—Cuando Akar deje caer la daga, apodérate de ella enseguida y no dejes que la coja de nuevo. Ha cometido la estupidez de vincular la vida del caballero al arma.
—Se la arrebataré —dijo Nikol.
—¡No!
Quizá fuera un efecto engañoso de la luz que irradiaba del templo, pero los ojos castaños del mago, fijos en Michael, relucieron dorados de repente, como si fuera su verdadero color y el otro sólo un artificio.
—Sólo el clérigo puede tomar la daga, o de otro modo el hechizo no se romperá.
—¿Y qué hago después? —La mirada de Michael volvió hacia el hechicero, que arrastraba con esfuerzo el cuerpo del moribundo caballero sobre la hierba.
—Lo ignoro —dijo Raistlin—, yo no oigo las voces de los dioses. Tú sí. Debes escuchar lo que digan. Y tú, mi señora… —El mago soltó la muñeca de Nikol— deberás escuchar lo que diga tu corazón.
Nikol se apartó de un salto de Raistlin, a la par que desenvainaba su espada. La enarboló, con la hoja apuntada contra el mago en tanto que retrocedía de espaldas.
—No os necesito a ninguno de los dos. No necesito a vuestros dioses ni a vuestra magia. Salvaré a mi hermano.
Echó a correr. La espada centelleó al reflejar la luz del templo, una luz que, para ella, era oscuridad.
Michael dio un paso en pos de la muchacha, con el corazón oprimido de miedo por ella, por sí mismo, por todos ellos. Entonces se detuvo y se volvió a mirar al hechicero.
Raistlin se apoyaba en el bastón y contemplaba al clérigo con intensidad.
—No confío en ti —dijo Michael.
—¿Es en mí en quien no confías, o en ti mismo? —preguntó el mago, con los finos labios curvados en una sonrisa.
Michael giró sobre sus talones sin responder y corrió tras Nikol. Unas palabras llegaron hasta él:
—Recuerda. Cuando caiga la daga, recógela.
Sudoroso y jadeante, tropezando con el repulgo de su túnica, Akar arrastró al desvanecido caballero sobre el áspero e irregular suelo. Aunque fuerte, el mago estaba más acostumbrado a emplear el tiempo en estudiar conjuros que en realizar tareas que precisaran esfuerzo físico. Akar no tuvo más remedio que hacer una breve pausa para descansar y dar un respiro a sus doloridos músculos. Echó un vistazo por encima del hombro para calcular la distancia que lo separaba de su punto de destino.
A la oscura luz de Nuitari vio la ruinosa ciudadela, sus muros de piedras desmoronados y haciéndose polvo. Un puente sobresalía del suelo resquebrajado, un puente que refulgía con un brillo fantasmagórico, espectral. Al otro extremo del puente, unas siluetas sombrías alargaban hacia él unas manos ansiosas. Unas voces huecas le gritaban que las liberara, que pusiera en libertad a las legiones de la oscuridad.
—Unos instantes más, caballero, y te librarás de esta vida y yo de ti, por lo que ambos estaremos agradecidos —gruñó Akar mientras se agachaba otra vez para reanudar su tarea.
Nicholas había recobrado el conocimiento, apartando las sombras que le habrían proporcionado el bendito alivio de la agonía que soportaba. Sin embargo, peor que el dolor de su herida era la amarga certeza de saber que, aunque involuntariamente, sería responsable del resurgimiento del Mal en el mundo. Mantuvo los ojos enfocados en el rostro de su enemigo.
—¿Por qué me miras así? —demandó Akar, en cierta medida desconcertado por la ardiente mirada prendida en él—. Si temes no reconocerme cuando nuestras almas se encuentren en el otro lado, ahórrate la molestia. Estaré más que satisfecho de presentarme a mí mismo.
El joven caballero tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no gritar cada vez que respiraba. Incluso se las arregló para que sus labios esbozaran una sonrisa, a pesar de tener una costra de sangre coagulada y estar agrietados por la sed.
—Me limito a observarte como lo haría con cualquier adversario —musitó con voz ronca—. Espero que des un traspié, o que bajes la guardia, o que cometas algún error.
Akar se echó a reír.
—¿Y qué harás entonces, señor caballero? ¿Escupirme? ¿Tendrás fuerzas para hacer eso siquiera?
—Paladine está conmigo —respondió con calma Nicholas—. El me dará la fuerza necesaria.
—Entonces más vale que se dé prisa —se mofó el hechicero.
Tal vez fuera por el tono apremiante de las oscuras voces, pero Akar se sintió repentinamente ansioso por terminar la tarea. No se concedió más respiros y arrastró al caballero escaleras arriba sin miramientos, escuchando con cierta complacencia los gritos de agonía que exhalaba el maltratado joven.
—Dudo que Paladine haya escuchado tus lamentos ni tus súplicas —se burló Akar—. Ya estamos en el puente, y aquí, señor caballero, tu vida llega a su fin.
Una pavorosa luz de luna iluminó el rostro y el ensangrentado cuerpo del joven. El maligno resplandor anulaba todo color, tornando la roja sangre en negra, reduciendo la pálida carne a huesos, brillando en los ojos como lágrimas contenidas. La luz cegó a Nicholas con su vasta y terrible negrura. Lanzó un grito, a la par que sus manos crispadas manoteaban el aire, sin encontrar nada donde aferrarse.
—¡Conoce la desesperación! —Jadeó Akar mientras sacaba la daga de su cinturón—. ¡Conoce la derrota! ¡Conoce la suerte a la que tu dios os ha abandonado a ti y al mundo…!
—¡Alto, infame servidor del Mal! ¡Detén tu mano o juro por Paladine que te la cortaré de un tajo!
Akar se quedó inmóvil y escudriñó la oscuridad. No lo indujo a hacerlo la voz perteneciente a un ser vivo, a pesar de que tenía un tono severo e imperativo; se había detenido por las susurrantes y frenéticas advertencias lanzadas por las voces fantasmales del otro lado del puente. ¿Qué amenaza percibían?
La mirada del hechicero se posó en la figura de un caballero vestido con armadura, espada en mano, que corría hacia él para presentar batalla. Unos encantamientos poderosos rodeaban la Ciudadela Perdida, por lo que Akar dudó que el caballero pudiera atravesarlos. Como había supuesto, la figura con armadura chocó contra una barrera que fue como una explosión de estrellas, y salió rebotado brutalmente hacia atrás.
—¡Nikol! —gritó el joven prisionero mientras se esforzaba por incorporarse, pero sólo consiguió caer de bruces sobre su torso ensangrentado.
La mujer se lanzó otra vez contra la barrera, lanzó un grito de dolor y frustración al no lograr atravesarla, y empezó a darle tajos con su espada. A su lado apareció un clérigo que vestía una túnica de color azul apagado; al parecer, intentaba convencerla para que cesaran sus esfuerzos vanos. Akar no les prestó más atención. A la oscura luz de Nuitari, había atisbado algo mucho más inquietante.
Un mago envuelto en ropajes negros estaba de pie, apoyado pesadamente en un bastón que tenía en el extremo una bola de cristal sujeta en la garra de un dragón. Akar reconoció el cayado; era el Bastón de Mago, un poderoso artefacto mágico que se encontraba, según sus últimas noticias, guardado a buen recaudo en la Torre de Wayreth. Por el contrario, no reconocía al mago que lo manejaba, y ello lo inquietaba, ya que conocía a todos los que vestían Túnica Negra.
—Así que intentas usurpar mi puesto, ¿no, Akar? —dijo el mago. Raistlin avanzó más.
¿Quién era ese extraño hechicero? La voz le sonaba familiar y, aun así, Akar podía jurar que no lo había visto hasta entonces. Las palabras de un conjuro mortal acudieron a los labios de Akar. Se cambió la daga a la mano izquierda; los dedos de su derecha se introdujeron en un saquillo para coger ciertos componentes. Las voces de la oscuridad lanzaban gritos y advertencias, lo urgían a destruir al silencioso espectador, pero Akar no se atrevía a matar al extraño sin averiguar primero quién era y qué propósito tenía. Hacerlo sería ir en contra de todas las leyes del Cónclave. En un mundo donde se contempla la magia con desconfianza y repulsa, cualquier hechicero es leal a otro, en bien del arte.
—Tienes ventaja sobre mí, hermano Túnica Negra —gritó Akar, intentando en vano atisbar con más detalle bajo las sombras de la capucha que ocultaban el rostro del otro mago—. No te conozco, y tú sí pareces conocerme a mí. Estaría encantado de reanudar una antigua confraternidad pero, como verás, estoy ocupado en este momento. Permíteme que despache a este caballero y complete el conjuro. Después tendré mucho gusto en discutir cualquier queja que tengas contra mí.
—¿No me reconoces, Akar? —inquirió la voz suave, susurrante—. ¿Estás seguro?
—¿Cómo puedo estarlo si no te quitas la capucha y me dejas ver tu cara? —replicó Akar con tono impaciente—. Sé breve. El tiempo apremia.
—Mi rostro no te es conocido. Pero esto, creo, sí lo es.
El extraño mago levantó un objeto en su mano y lo adelantó de manera que la luz negra de Nuitari lo iluminara. Akar lo vio, lo reconoció y sintió que la fría garra del terror le estrujaba el corazón.
En aquella mano delgada y consumida —una mano que parecía brillar como si la piel tuviera un tinte dorado— el mago sostenía un colgante con un rubí engastado en una montura de plata.
Akar conocía esa joya. La había visto muy a menudo, colgada del cuello de su maestro, uno de los hechiceros más grandes y poderosos que jamás habían existido… y uno de los más perversos. Akar había oído los rumores que corrían sobre el colgante, de cómo el viejo hechicero lo utilizaba para absorber la vida de un aprendiz e insuflar su propia esencia en el cuerpo más joven. Akar jamás había dado crédito a tales rumores; nunca los había creído… hasta ahora.
—¡Fistandantilus! —gritó al reconocerlo, y manoseó los componentes de hechizos con unos dedos que se le habían quedado yertos, en tanto que su cerebro rebuscaba unas palabras que lo eludían.
Una descarga zigzagueante hendió la noche y alcanzó la mano izquierda de Akar. La sacudida arrancó la daga de los dedos del mago, a quien lanzó con fuerza hacia atrás, y lo dejó momentáneamente aturdido.
Nicholas hizo un debilitado esfuerzo para escapar. Reptando sobre las manos y las rodillas arrastró su dolorido y torturado cuerpo fuera de la fantasmal luz. Llegó al borde de la escalera, intentó gatear escalones abajo, resbaló en un charco de su propia sangre, y cayó rodando. Sus ojos, nublados con el velo de la muerte, buscaron y encontraron a su hermana. Alargó una mano hacia ella.
La joven tiró su espada e intentó aferrar la mano que le tendía su hermano, pero la barrera mágica se interponía entre ambos. A sus espaldas, desde la oscuridad, llegó una orden apremiante:
—¡Coge la daga!
Michael oyó la orden de Raistlin y recordó las instrucciones del mago.
«Cuando la daga caiga, ¡recógela!».
—¿Cómo? —Gritó Michael—. ¿Cómo puedo cruzar la barrera?
El clérigo había estado intentando que Nikol no se hiriera y cesara de lanzarse una y otra vez contra el muro mágico que la separaba de su hermano. Las manos de la muchacha estaban quemadas y con ampollas; a pesar de ello, incluso ahora, hacía caso omiso del dolor y procuraba por todos los medios alcanzar a Nicholas, aunque en cada intento brotaba una cascada de chispas a su alrededor.
Michael miró más allá de la muchacha, más allá del torturado Nicholas, y vio la reluciente daga tirada en la escalera, cerca del puente. El Túnica Negra que la había manejado, el que buscaba traer de regreso a este mundo a los clérigos oscuros que gritaban y farfullaban al otro lado, empezaba a recobrarse de la conmoción, miraba en derredor y evaluaba la situación. Estaba mucho más cerca de la daga que Michael.
—¡Tú puedes entrar, estúpido clérigo! —gritó Raistlin.
Pero no pudo añadir más, ya que estas últimas palabras lo habían dejado sin aliento. El conjuro que había lanzado lo había debilitado. Un violento ataque de tos lo postró de rodillas, cerca de donde se encontraba Nikol.
Akar vio flaquear a su enemigo, y sus ojos centellearon. Se incorporó de un brinco.
Michael aferró su medallón sagrado, el medallón que estaba oscuro e inanimado, y se abalanzó, con los dientes apretados, contra lo que sabía debía ser una descarga mágica que lo más probable lo mataría.
Para su sorpresa, no ocurrió nada. La barrera se abrió. Corrió escaleras arriba y se lanzó de cabeza para apoderarse de la daga un instante antes de que los dedos de Akar se cerraran sobre ella. La gélida mano del hechicero rozó la piel del clérigo. Michael se encogió estremecido por la horrible sensación y el odio ardiente que irradiaban los negros ojos del hechicero, pero tenía la daga.
Con el arma en la mano, apenas consciente de lo que hacía e impulsado por el único deseo de escapar del mago, Michael descendió los peldaños a trompicones.
Al final de la escalera yacía Nicholas. Michael bajó la vista hacia el rostro contraído por el dolor, y la compasión por el sufrimiento del joven, la admiración por su arrojo, hicieron que olvidara su miedo. Se arrodilló, tomó la mano de Nicholas en la suya, y se la apretó. El moribundo caballero consiguió esbozar una débil sonrisa llena de dolor.
—¡Paladine, socórreme! —musitó el joven, jadeante.
Una luz azul bañó a Michael y al caballero, borrando de su demacrado rostro las huellas del dolor, como si se hubiese sumergido en un lago de plácidas aguas. El tiempo se detuvo. Todos los presentes se quedaron inmóviles, desde Nikol, que se esforzaba desesperadamente para llegar junto a su hermano, hasta el perverso hechicero, que todavía intentaba llevar a cabo su atroz objetivo. Con el corazón rebosante de agradecimiento, Michael alzó los ojos a la radiante diosa azul que se erguía a la entrada del brillante puente.
—Mishakal, concédeme el poder de sanar a este hombre, fiel servidor de Paladine —suplicó el clérigo.
El fulgor azul perdió intensidad. La faz de la diosa expresó una gran tristeza.
—Eso está fuera de mi alcance. Por un perverso deseo del hechicero, la vida del caballero está vinculada a la daga que sostienes. Sólo el arma y quien la maneje, para bien o para mal, tienen el poder de acabar con el sufrimiento de este hombre.
Michael contempló con horror la daga que tenía en la mano al comprender de repente lo que se le pedía que hiciera.
—¡No puedes decirlo en serio, Señora! ¿Cómo me encomiendas una tarea tan espantosa? ¡Soy un sanador, no un asesino!
—Yo no te encomiendo ninguna tarea. Sólo te digo cómo puede acabar para siempre el sufrimiento del caballero. La elección es tuya. Ves el puente, ¿verdad?
—Sí —respondió Michael, mirando anhelante la radiante pasarela y los rostros rebosantes de paz y serenidad de las etéreas figuras que lo cruzaban—. Lo veo con claridad.
—Entonces puedes cruzarlo. Arroja a un lado la daga. Las aflicciones de este mundo ya no te conciernen.
Michael bajó de nuevo la vista a Nicholas, que yacía inmóvil, con los ojos cerrados, sumido en un apacible sueño… mientras la luz de la diosa brillara sobre él. Cuando se apagara, el horrible conjuro que lo ataba a tan cruel sufrimiento resurgiría otra vez. Nikol había cesado de debatirse contra la barrera y estaba de rodillas, tan próxima a su hermano como se lo permitía el muro mágico que se interponía entre ellos.
—Puedes curarlo, Michael —decía.
Cerca de la joven, el extraño mago Túnica Negra, Raistlin, que había combatido contra uno de los suyos, observaba a Michael con ojos relucientes que reflejaban la luz azul de la diosa, como si viera lo que estaba pasando.
¿Quién era el tal Raistlin? ¿Cuál era su propósito? Michael no lo sabía, no lo entendía. No alcanzaba a comprender nada de lo que estaba ocurriendo, y de pronto se vio a sí mismo como si sólo fuera un hilo deshilachado de una madeja enredada.
La rabia rebulló en su interior. ¿Qué importancia tenía para los dioses, seres inmortales, su vida o la de los demás? ¿Cómo podían esperar que él supiera discernir lo que era bueno o malo si iba por la vida tropezando, tan ciego como lo había estado en aquel bosque encantado?
—Mientras siga en este mundo, sus aflicciones me conciernen —gritó Michael— Cuando tomé tus votos, Señora, acepté mi responsabilidad con el mundo y su gente. Y lo serán mientras viva. ¿Cómo me pides que los rompa?
—Pero también los romperás si matas a este hombre, Michael.
—Que así sea, pues —dijo el clérigo con aspereza. Agarró la daga con manos temblorosas—. ¿Tengo…, tengo que acuchillarlo?
—No —respondió suavemente la diosa—. Sólo es preciso que brote la sangre. Con eso quedará roto el hechizo.
—¿Y mis votos? —Michael alzó de nuevo la vista a la diosa; su expresión era tranquila, no suplicante, pero rebosante de tristeza— ¿Perderé tu favor?
La diosa no respondió.
Michael agachó la cabeza. La luz azul se apagó, y el tiempo reanudó su marcha, como el latido de un corazón. Oyó a sus espaldas los pasos apresurados de Akar, su respiración agitada. Delante, vio a Nikol mirándolo expectante, esperanzada. Sintió la mano del caballero, todavía agarrada a la suya, crisparse por la agonía y vio su rostro contraerse.
—¡Golpea ahora! —Ordenó Raistlin, tan debilitado por la tos que era incapaz de sostenerse en pie—·. ¡Si no lo haces, todo estará perdido!
—¿Golpear? ¿Qué quieres decir? —Nikol se incorporó de un brinco. Vio la daga en la mano de Michael y de repente entendió su intención—, ¿Qué haces? ¡Falso clérigo! ¡Me has traicionado! —Se giró hacia Raistlin—. ¡Ayúdame! ¡Tú entiendes lo que siento! ¡No permitas que mate a mi hermano!
Ahora que no estaba mirando era el momento de actuar, pensó Michael; mientras no estuviera mirando. Casi cegado por las lágrimas, apoyó la punta de la daga en la frente perlada de sudor del caballero y apretó lo suficiente para que el acero atravesara la piel. Un fino hilillo de sangre manó del arañazo.
Akar barbotó una maldición.
Nicholas abrió los ojos y giró la cabeza. La luz del puente se reflejó en su faz.
—Paladine es misericordioso —musitó—. Me dio fuerzas.
Al escuchar su voz, Nikol se volvió con presteza.
—¡Nicholas!
Los ojos del joven se habían cerrado. Exhaló su último aliento con un suspiro. Las huellas de dolor y sufrimiento se borraron, como bajo el influjo sedante de una mano inmortal.
Nikol vio a Michael soltar la daga en el pecho del caballero, con gesto reverente.
—¡Nicholas!
La voz desgarrada de la joven atravesó el corazón de Michael más hondamente de lo que la daga había atravesado la carne de su hermano. La barrera mágica desapareció, y Nikol se arrojó sobre el cuerpo sin vida. El cabello, sacrificado al cuchillo por él, se mezcló con el del joven, tan semejantes que resultaba imposible distinguir cuál era de uno y cuál del otro.
De pronto levantó la cabeza y miró de hito en hito a Michael y a Akar.
—¡El clérigo ha matado a tu hermano! —Gritó el hechicero—·. Era mi hechizo el que lo mantenía con vida. ¡El clérigo lo rompió!
Michael guardó silencio. Dijera lo que dijera, ella no lo comprendería.
Nikol lo miró con ojos inexpresivos, insensibles.
Unas manos bruscas agarraron por detrás a Michael y lo levantaron de un tirón. Un brazo cubierto con ropas negras se cerró en torno a su cuello.
—¡Ven aquí, clérigo! —Dijo Akar—. Sube hacia el templo. Aléjate de ese perverso hechicero, Fistandantilus. No lo conoces. ¡Es peligroso!
Michael abrió la boca para gritar una advertencia, pero la mano de Akar se aplastó contra su boca.
—Sí, te he capturado. ¡La persona buena y virtuosa! —El hechicero soltó una risita siniestra—. ¡Vi a la diosa hablando contigo! Gozas de su favor. ¡Tu sangre hará tan buen servicio como la del caballero!
Michael se tensó, dispuesto a resistirse.
—Yo que tú no lo haría —susurró Akar—. ¡A menos que quieras ver a esa joven devorada por las llamas! Bien, eso está mejor. Vamos, no presentes resistencia. Y tú, Fistandantilus —se mofó el hechicero mientras arrastraba al clérigo escaleras arriba—, ¡estás demasiado débil para detenerme!
Raistlin estaba de rodillas, aferrado al bastón para evitar desplomarse. La sangre le manchaba los labios. Era incapaz de hablar, pero esbozó una sonrisa y señaló algo.
Michael, al que el hechicero sujetaba contra sí, escuchó el respingo de Akar. La daga. La daga yacía reluciente sobre el pecho del caballero muerto.
«La sangre habrá de derramarla un acero».
Akar se detuvo; sus dientes rechinaron por la frustración, Michael vio el puente bajo sus pies. Ahora que estaba tan cerca del otro lado podía oír las frías voces que clamaban por su muerte, veía las sombrías figuras agitándose ansiosas por quedar libres.
Al principio, Michael creyó que se debía a su febril imaginación, pero ahora estaba seguro: la luz del puente se apagaba de manera gradual, y los gritos clamorosos de los muertos se hacían más frenéticos, más intensos. La Noche de los Hados llegaba a su fin.
—¡Muchacha! —La voz de Akar se había tornado repentinamente suave, dulce y cálida—. Muchacha, tráeme esa daga.
Nikol alzó los ojos hacia el hechicero y parpadeó. Despacio, bajó la vista a la daga que descansaba sobre el pecho de su hermano.
—El falso clérigo mató a ese caballero al que tanto querías. Tráeme la daga, muchacha, y tendrás tu venganza.
Nikol alargó la mano y, levantando el arma con dedos temblorosos, la miró con fijeza; luego miró al mago y después a Michael. Sus ojos estaban sombríos. Lentamente, se puso de pie y empezó a remontar la escalera de la Ciudadela Perdida, acercándose a ellos, con la daga en la mano.
¿Estaba embrujada? Michael no había oído que el hechicero pronunciara palabras mágicas ni articulara un conjuro.
—¡Vamos, muchacha, apresúrate! —siseó Akar.
Nikol hizo lo que le ordenaba. Caminó con pasos firmes, y los ojos tan inanimados como los de su hermano. Algo en su interior había muerto con él.
El brazo de Akar se cerró con más fuerza sobre el cuello de Michael.
—¡Sé lo que estás pensando! Pero, si intentas escabullirte, clérigo, será su sangre la que se derrame en el puente. Tú eliges. Ella o tú. A mí me da lo mismo.
Nikol había llegado a su altura. Su mano extendida, fláccida, sujetaba sin fuerza la daga; su mano izquierda. La mano que manejaba la espada, la derecha, estaba vacía.
La luz del puente se apagaba con rapidez. Un mortecino resplandor en el distante horizonte presagiaba la llegada del alba, de un día gris, de un amanecer de infortunio y terror para aquellos que se habían quedado en un mundo en el que la humanidad había abandonado a los dioses.
Akar disponía sólo de unos segundos. Hizo un brusco movimiento para apoderarse del arma.
Nikol cerró con fuerza los dedos sobre la daga y arremetió con ella. La hoja desgarró la palma del mago, atravesó huesos, tendones y músculos, y salió por el otro lado de la mano, oscurecida por la sangre.
Akar gritó de dolor y rabia. Michael se soltó del brazo debilitado del hechicero y se arrojó al suelo, consciente de que el único modo de ayudar a Nikol era quitarse de en medio.
La espada de Nikol, la que había pertenecido a su hermano y antes que él a su padre y al padre de su padre, pasó silbando por encima del clérigo en un reluciente arco plateado. El hechicero gritó. La hoja se había hundido profundamente en sus entrañas.
Michael rodó sobre sí mismo y se incorporó de un salto. Akar estaba ensartado en la espada de Nikol, aferrando el acero con las manos, con el rostro desfigurado por la furia y la agonía.
Nikol extrajo la espada con un seco tirón. La sangre salió a borbotones por la boca de Akar. El hechicero se fue de bruces y cayó muerto sobre la escalera de la Ciudadela Perdida.
Con el semblante pálido e impasible, tan rígido como una piedra, gris bajo la luz de amanecer, Nikol empujó el cuerpo de Akar con la punta de la bota.
—Lo siento si te he asustado —le dijo a Michael—. Tenía que seguirle el juego. Temía que me lanzara un conjuro antes de que pudiera matarlo.
—¡Entonces lo entiendes! —fue todo cuanto se le ocurrió decir a Michael.
—No —respondió con acritud la muchacha—. No entiendo nada. Lo único que sé es que el tal Akar era el responsable de la muerte de mi hermano y, por el Código y la Medida, esa muerte ha sido vengada. En cuanto a ti —sus ojos inánimes se volvieron hacia Michael—, hiciste lo que estaba en tu mano.
Nikol se dio media vuelta y bajó las escaleras del templo.
Con el estómago revuelto por la terrible muerte que acababa de presenciar, tembloroso por la penosa prueba a la que había sido sometido, el clérigo intentó ir tras ella, pero las piernas le fallaron. Su cuerpo se cubrió de sudor frío. Se recostó contra una columna medio desmoronada, sin fuerzas, y su mirada pensativa se volvió atrás, buscando el brillante puente, la fila de figuras rebosantes de paz que partían de este mundo de dolor, aflicción y padecimiento.
El paso había desaparecido. La puerta abierta entre las estrellas se había cerrado.
La mañana estaba sumida en un silencio mortal. Silencio.
Michael levantó la cabeza. Las horrendas voces de los clérigos oscuros habían enmudecido. Había terminado su amenaza de apoderarse del mundo, ahora que todos los clérigos verdaderos habían partido.
Todos los clérigos verdaderos. Michael suspiró. Su mano fue hacia el símbolo de Mishakal que colgaba de su cuello, oscuro y frío. Había dudado, cuando debería haber creído. Se había mostrado colérico, desafiante, cuando debería haber sido humilde, sumiso. Había puesto fin a una vida, cuando debería haber tomado medidas para salvarla.
Michael aspiró profundamente para disipar la bruma que le enturbiaba la mente. Aún tenía una tarea pendiente, la única para la que ahora parecía estar capacitado: preparar el cadáver para su descanso final. Entonces podría marcharse, dejar a Nikol sola con su amarga aflicción, librarla de su presencia y del recuerdo de su fracaso. Era un pobre consuelo, pero el único que podía ofrecerle. Se retiró de la columna en la que estaba recostado y descendió despacio la escalera.
Nikol estaba arrodillada junto al cadáver de su hermano, con la mano inerte del joven entre las suyas. No levantó la vista hacia Michael ni dio señales de advertir su presencia. Su armadura estaba salpicada con la sangre del hechicero muerto, y su piel tenía un tinte ceniciento. El parecido entre los gemelos era pavoroso. A Michael le parecía estar contemplando dos cadáveres, en lugar de uno. Tal vez fuera así. Hija de un caballero, Nikol no sobreviviría mucho tiempo a su hermano.
Una sombra se proyectó sobre los dos y una tos jadeante rompió el denso silencio. Michael había olvidado al Túnica Negra que los había conducido hasta allí, y lo sobresaltó encontrar al hombre tan cerca de él. El aroma a pétalos de rosa y el leve tufo a putrefacción prendidos en los suaves ropajes negros resultaban inquietantes, como también lo era el calor febril que irradiaba del frágil cuerpo.
—¿Has conseguido lo que querías? —preguntó brusca y amargamente Michael.
—En efecto. —Raistlin estaba sereno. Michael se puso de cara al mago.
—¿Quién eres, de todas formas? Nos diste un nombre. Akar te llamó por otro. ¿Quién eres en realidad y cuál era tu propósito al venir aquí?
El mago no respondió enseguida. Se apoyó en el bastón, miró intensamente a Michael con aquellos ojos castaños que relucían con destellos dorados a la fría luz del triste amanecer.
—Si te hubiese conocido hace un año y te hubiese hecho esa misma pregunta, clérigo, habrías respondido con fácil desenvoltura, imagino. Hace un mes, hace un día, sabías quién eras… o creías saberlo. ¿Habrías estado en lo cierto? ¿Me darías la misma respuesta hoy que ayer? No. —Raistlin sacudió la cabeza—. No, creo que no.
—¡Déjate de palabras enigmáticas y acertijos! —protestó Michael, a quien el miedo lo hacía sentirse frustrado y furioso—. Sabes quién eres y por qué viniste. Y te valiste de nosotros para tus propósitos, fueran cuales fueran, ya que al final estabas demasiado debilitado para detener a Akar tú mismo. ¡Creo que nos debes una explicación!
—¡No os debo nada! —espetó Raistlin, cuyas pálidas mejillas habían enrojecido—. Fui yo quien sirvió a vuestros fines, más que vosotros a los míos. Podría haberme encargado de Akar sin ayuda de nadie. Me facilitasteis la tarea, eso es todo.
El mago alzó el brazo derecho, y la negra manga resbaló dejando a la vista la delgada muñeca. Un destello metálico surgió fugaz y frío a la luz del sol. Una daga, sujeta ingeniosamente a una correa de cuero, se deslizó a la mano de Raistlin cuando el mago hizo un giro de muñeca. El movimiento fue tan rápido que Michael apenas pudo seguirlo.
—Si ella hubiese intentado matarte, no lo habría logrado —dijo el mago, moviendo la daga de manera que la luz centelleó en su hoja.
—Podrías haber eliminado a Akar.
—¡Bah! ¿Y de qué hubiera servido? En todo momento sólo fue un instrumento al servicio de la Reina Oscura. Él no era imprescindible; únicamente la sangre de una persona buena y virtuosa, derramada con ira.
—¡Habrías matado a Nikol! —Michael lo miraba incrédulo.
—Para impedir que ella te matara a ti.
—Pero, entonces, la maldición se habría cumplido, de todos modos. Su sangre habría caído en el puente.
—Ah —dijo Raistlin, con una sonrisa astuta—, pero ya no habría sido la sangre de una persona buena y virtuosa, sino la sangre de una asesina.
Michael lo observó de hito en hito, conmocionado. La frialdad calculadora del mago lo horrorizaba.
—Márchate —dijo con voz enronquecida.
—Es lo que intento. Se me necesita en Istar —respondió Raistlin con tono enérgico—. Los acontecimientos se precipitarán en estos últimos trece días antes del Cataclismo, y mi presencia es fundamental.
—¿El Cataclismo? ¿Qué es eso?
—Dentro de trece días, los dioses, encolerizados por la locura de los hombres, arrojarán una montaña de fuego sobre Ansalon. La tierra se abrirá, los mares ascenderán, y las montañas se desplomarán. Las víctimas serán innumerables. Y muchos más, que vivirán los oscuros y terribles días que seguirán, llegarán a desear haber muerto también.
Michael no quería creerlo, pero había certeza en la voz calmada y en los extraños ojos, que parecían haber presenciado aquellos terribles acontecimientos, aunque todavía no habían tenido lugar. Recordó las palabras de Mishakal: «Paladine los tiene bajo su custodia. Se llevará sus almas, sacándolas de un mundo que muy pronto estallará en llamas».
Michael volvió la vista hacia las dos figuras inmóviles que parecían personificar la predicción del mago: una de ellas muerta, la otra incapaz de soportar el dolor de seguir viviendo.
—¿No hay esperanza? —preguntó Michael.
—Tú eres el único que puede contestar a eso, amigo mío —respondió el mago con dureza.
Al principio, a Michael le pareció que no quedaba esperanza. El desaliento cubriría el mundo con una marea negra que ahogaría todo bajo sus ponzoñosas aguas.
Pero, al mirar al joven muerto, el clérigo vio la paz y la serenidad reflejadas en los pálidos rasgos, la satisfacción por haber combatido bien en la batalla, por haber alcanzado la victoria. La diosa no había abandonado a Michael. La Reina Oscura había sido derrotada en su incesante esfuerzo por regresar al mundo.
Michael, Nikol y Nicholas eran tres hilos de seda entretejidos durante un tiempo. Raistlin y Akar, dos hilos más que se cruzaban con los suyos desde direcciones opuestas. Ninguno de ellos podía ver más allá de sus propios e insignificantes nudos y enredos. Pero a los ojos de los dioses, los hilos individuales formaban, no una madeja enmarañada, sino un maravilloso tapiz. Si los dioses optaban por rasgar ese tejido, ya no volvería a ser tan hermoso. Pero podría, una vez remendado, ser mucho más resistente.
Suavemente, Michael tomó la mano inerte de Nicholas de las de su hermana y la colocó sobre el pecho inanimado. Una tenue luz azul los envolvió. Nicholas abrió los ojos y se puso de pie. De nuevo vestía la armadura de caballero, en cuyo peto relucía el símbolo de la corona. Toda huella de sufrimiento y pesar había desaparecido de su semblante. Nikol alargó los brazos hacia él, con la faz iluminada por la alegría. Pero su hermano retrocedió un paso, apartándose de ella.
—¿Nicholas? —Dijo con voz quebrada la joven—. ¿Por qué te alejas de mí?
—Déjalo marchar, mi señora —musitó Michael—. Paladine está esperándolo.
Nicholas esbozó una sonrisa alentadora a su hermana y después se dio media vuelta y se encaminó hacia la escalera, hacia la Ciudadela Perdida.
—¡Nicholas! —Gritó angustiada la muchacha—. ¿Adónde vas?
El caballero no respondió y siguió caminando. Nikol corrió tras él.
—¡Déjame ir contigo!
Nicholas hizo un alto en la escalera del templo en ruinas y se volvió a mirar a su hermana con expresión triste, suplicante, como rogándole que comprendiera.
La luz azul se intensificó, y la figura de la diosa se materializó al lado del caballero.
—Por ahora, vosotros dos tenéis que separaros. Pero tened la certeza de que algún día volveréis a estar juntos. —La mirada de Mishakal fue hacia Michael. La diosa le tendió la mano—. Puedes venir, hermano, si así lo quieres.
La sagrada luz que los rodeaba procedía del medallón que colgaba del cuello del clérigo. Michael cerró los dedos sobre él, lleno de gratitud. Recordó con añoranza la belleza y las maravillas de los mundos del más allá. La luz del medallón se intensificó y se reflejó en el rostro de Nikol. La vio de pie, sola en la oscuridad, despojada de todo y desamparada, sin comprender lo que ocurría. Habría muchos, muchísimos más como ella en los espantosos días que se avecinaban.
—Me quedo —dijo Michael.
Mishakal asintió en silencio. El puente reapareció con un destello, la puerta a las estrellas se abrió. El caballero puso el pie sobre la brillante pasarela, se volvió para dirigir a su hermana una última mirada y una sonrisa animosa. Después desapareció. El puente se desvaneció, y la luz azul se apagó.
Cerca de Michael, se reanudó la tos del hechicero.
—¡Por fin! —musitó Raistlin.
Arrebujó la Túnica Negra sobre el delgado cuerpo y agarró con fuerza el bastón mágico. Pronunció una palabra incomprensible.
La luz del cristal del cayado llameó con tal intensidad que casi cegó a Michael. El clérigo se resguardó los ojos del hiriente resplandor con una mano.
—¡Aguarda! —llamó—. Afirmas conocer el futuro. ¿Qué será de nosotros? ¡Dinos lo que ves!
La imagen del mago empezaba a desdibujarse. Fluctuó un instante y, al hacerlo, sufrió un cambio repentino y atemorizador. La Túnica Negra se tornó de suave terciopelo y en la capucha aparecieron unas runas plateadas de inmenso poder, el pelo encaneció y su piel emitió un brillo metálico dorado, así como sus ojos, cuyas pupilas adoptaron la forma de relojes de arena.
—¿Lo que veo? —Repitió Raistlin con voz queda—. En un mundo de incrédulos tú eres el único que mantiene firme su fe. Y, por ello, serás injuriado, ridiculizado, perseguido. —Los ojos dorados se volvieron hacia Nikol—. Pero también veo a alguien que te ama, que arriesgará todo por defenderte.
—¿Es ése el futuro que ves que nos aguarda? —preguntó la muchacha con la voz quebrada.
Los labios de Raistlin se torcieron en una sonrisa amarga.
—El que me aguarda a mí mismo.
Desapareció. Nikol y Michael se habían quedado solos en aquel frío amanecer de una mañana gris.
Estaban solos, juntos.