El deseo del goblin
Nick O’Donohe
El humano manejaba una pica con una cruceta montada a continuación de la ancha punta de acero. Dicha pieza prevendría que, al lancear un jabalí, el astil se hundiera en el animal y éste hiriera al cazador, pero el humano no creía que la cruceta fuera necesaria cuando atravesara con la pica al kender. Si el arma hacía diana, lo que hiciera el kender no supondría diferencia alguna.
El hombrecillo le sacaba sólo cien pasos de ventaja ahora, era evidente que la caza lo estaba agotando. Por otro lado, el hombre había corrido en pos de presas toda su vida. Sabía que aguantaría bien la marcha por la suave pendiente cuesta abajo, y estaba seguro de que ganaría terreno, alcanzaría al pequeño infiel y conseguiría su cabellera. En Aldhaven daban una recompensa de cinco monedas de oro por la caballera de un kender. Ello significaba la cerveza de todo un mes. Adiós, kender.
Pero el hombrecillo era rápido; eso había que reconocerlo. El sucio cabello castaño se sacudía atrás y adelante mientras corría entre zarzas, vadeaba arroyos y brincaba sobre rocas en su aterrada huida; sus pies descalzos eran rápidos y firmes, incluso en los declives arenosos. Pero sus armas eran más cortas que las del humano. El cazador sabía que así era como los dioses del Mal marcaban a sus criaturas, con miembros deformes que eran el reflejo de sus almas. Había gente que mataba criaturas de esta perversa raza por mor de la justicia, pero las causas justas no eran el aliciente del cazador. El dinero de la recompensa era razón suficiente para él.
El kender desapareció tras una cuesta, trastabillando y a punto de caer al tropezar con la raíz saliente de un árbol. El hombre aceleró la marcha, presintiendo que el final se aproximaba. Nunca había matado a un kender, aunque había acuchillado a un viejo goblin borracho detrás de un granero y dos veranos atrás habían atacado a un crio semielfo, golpeándolo con un garrote hasta el punto que ni su propia madre lo habría reconocido. El cazador solo había cobrado dos piezas de oro por aquella cabellera, lo que todavía lo enfurecía cuando lo recordaba. Esta vez no lo timarían, o el gordinflón clérigo de Aldhaven que pagaba las recompensas recibiría una pequeña lección sobre las consecuencias de no cumplir lo prometido a hombres honrados.
El cazador llegó a lo alto de la cuesta, con los músculos de los brazos tensos, listos para lanzar la pica o arremeter con ella; allí abajo estaba el kender, desplomado. El infortunado hombrecillo había caído sobre un tronco, en el cauce seco de un arroyo alfombrado de hojas muertas; al parecer, se había herido una pierna, pues, por más que lo intentaba, no lograba incorporarse.
Pronto le dejaría de doler, pensó el hombre mientras enarbolaba la pica para atravesar la esbelta caja torácica del kender. El humano estaba tan cerca de su presa que veía sus castaños ojos desorbitados por el miedo. El kender alzó los brazos para frenar el golpe, pero unas manos no podían parar una pica.
Algo semejante a una araña roja y negra salto de los arbustos en la orilla del cauce, a la derecha del cazador. En un puño rojo blandía un machete de acero que arremetió con tal velocidad que resultaba imposible frenarlo. Un dolor lacerante sacudió el cuerpo del cazador desde su muslo derecho, donde el acero se había abierto paso con un tajo a través del pantalón, piel y músculos hasta hincarse en el duro hueso. Cegado por la agonía, el cazador se desplomó. La punta de la pica chocó contra el suelo, y el arma escapó de sus dedos y fue a caer a sus espaldas. Entonces, lo único que pudo hacer fue gritar.
El cazador de cabelleras tuvo tiempo de pensar mientras chillaba. No quería morir allí, así que trató de incorporarse y correr, pero había perdido la sensibilidad de la pierna desde la herida para abajo. Bajó la vista aterrado y vio que tenía el muslo abierto hasta el hueso roto. Se apretó la carne para cerrar el tajo y detener la hemorragia, pero tenía las manos resbaladizas por la sangre. El aire estaba cargado con el penetrante olor del rojo fluido. Oyó un movimiento en la senda, a sus espaldas. Con la visión borrosa, el cazador atisbo al goblin que se acercaba con actitud despreocupada y el machete teñido de sangre colgando de una mano.
El cazador sabía que se trataba de un goblin porque era muy parecido al viejo borracho que había matado, pero éste era joven y corpulento y no mostraba el menor signo de embriaguez. Vestía una harapienta túnica negra, sujeta con un fino cinto de cuerda. Bajo la sucia piel rojiza se marcaban sus nervudos músculos. Sus ojos negros parecían tranquilos y hasta sonrientes, bien que la expresión del rostro redondo era fría e impasible como piedra. El goblin echó un vistazo al ahora silencioso kender; después se inclinó y recogió la pica con la mano libre para examinar la punta. Arrojó a un lado el machete.
—¡No me mates! —Chilló el hombre, en el lenguaje usado en el comercio—. ¡En nombre de los dioses, no me mates! ¡Perseguía al kender! ¡Busca a un sanador, por favor! ¡Te daré lo que pidas, cualquier cosa, pero no me mates, por favor!
El goblin soltó un suave resoplido desdeñoso y miró al cazador.
—¿Buscar clérigo? ¿Qué crees hará clérigo a mí cuando llamo a puerta, eh? ¿Crees quizá clérigo dice: «Eh, goblin, toma plata para ti. Sé bueno, puedes ir a casa», eh?
—¡No me mates! —El hombre sollozó, y las lágrimas se deslizaron por sus mejillas. El dolor de la pierna era espantoso y la sangre no dejaba de manar—. Por favor, no me mates. Por favor.
El goblin levantó la pica, sopesando su equilibrio; acto seguido la aferró fuerte con ambas manos, la hincó en el abdomen del cazador y apretó y retorció el arma hasta que cesaron los gritos y espasmos del hombre y su cabeza cayó sobre las hojas muertas, con la boca y los ojos abiertos para siempre.
El goblin sacó la pica de un tirón y la clavó en el suelo. Recuperó su machete y limpió la hoja en los sucios pantalones del cazador; luego se incorporó y miró otra vez al kender, que estaba de pie en la zanja seca del arroyo, contemplando fijamente al humano muerto.
—¡Mierda! —Dijo el hombrecillo—. Actuaste demasiado deprisa.
El goblin alzó la barbilla y calculó la distancia que lo separaba del kender. La pica lo alcanzaría con un buen lanzamiento y el machete arrojándolo con el giro preciso. Pero el kender no hacía nada que requiriera atención inmediata y no parecía estar armado.
—¿Demasiado deprisa dices? —preguntó el goblin con cierta curiosidad.
—Sí. Otro par de pasos, y habría caído en el agujero. —El kender adelantó el pie izquierdo y hurgó un montón de hojas secas; se movió una estaca, que dejó al descubierto una larga y oscura grieta en el suelo. El goblin adelantó un paso con cuidado y vio que, en efecto, había un agujero en el centro del cauce seco del arroyo. Hubo de reconocer que era una trampa diestramente preparada.
El goblin retrocedió mirando al kender con cierto respeto. Hacía años que no veía a un miembro de esta raza y había supuesto que no quedaba vivo ninguno por estos parajes. Señaló con la punta del machete al humano muerto.
—¿Quería recompensa por cabellera tuya?
—Supongo que sí —dijo el kender, que seguía mirando al hombre—. Me disponía a desollar a un ciervo cuando me descubrió. Sin mediar palabra empezó a perseguirme y yo huí a la carrera. —El kender suspiró y alzó la vista hacia el goblin, olvidándose del cazador—. Oye, ¿tienes hambre?
El estómago vacío del goblin había rugido ante la mención del ciervo. Podía aguantar varios días sin ingerir alimentos sólidos, pero hacía ya dos días que no comía y el sabor de la hierba y las hojas no era de su agrado. Trabajaba como informador y sicario de un prestamista humano en Dravinar del Este cuando los hombres del Príncipe de los Sacerdotes habían irrumpido en el almacén con luces mágicas y espadas en las manos. El goblin fue el único que se escabulló por la claraboya antes de que los guardias le echaran el lazo. Los gritos de los ladrones y malhechores se habían ido perdiendo en la distancia a sus espaldas, a medida que se daba a la fuga por los tejados y por último huía a campo traviesa. Se había mantenido durante un tiempo con la comida robada en granjas, pero, tras la primera media docena de saqueos, los granjeros ya esperaban preparados la visita de posibles merodeadores.
—¿Tienes hambre? —Repitió el kender, que aguardaba todavía una respuesta—. Tengo un ciervo entero y no se desperdiciará la carne si lo comemos entre los dos. ¿Te apetece un poco?
El goblin lo pensó un momento, receloso de que hubiera gato encerrado en la oferta, pero su estómago se impuso.
—Sí —fue su lacónica contestación. La novedad de la situación lo tenía maravillado. Hasta ahora, nadie le había preguntado si tenía hambre. Nadie se había preocupado por él ni poco ni mucho.
Como medida de seguridad y por si el kender tramaba algo raro, aferró con firmeza el machete y también cogió la pica.
—Bien, entonces pongámonos en marcha —dijo el kender, indicando al goblin que lo siguiera con un ademán mientras se metía entre los árboles—. Ten cuidado con el agujero. Tardé una semana en preparar las estacas que hay en el fondo.
—Deberíamos regresar y enterrar al humano allí mismo —comentó el kender mientras se abría paso por la profunda capa de hojas secas—. Lo digo por los perros asilvestrados, los lobos y demás bichos. Y también por el olor. No vivo por aquí, así que no me causaría molestias, pero, al fin y al cabo, tengo varias trampas por los alrededores; y hay humanos rondando siempre por la zona, ya sabes. Me pregunto si alguno lo echará de menos… a ese hombre, quiero decir. A nosotros, la gente como tú y como yo, nadie nos echa en falta. Pero los humanos cuidan los unos de los otros. Nosotros no tenemos a nadie que nos cuide. Nuestra única meta es conservar la vida cuando vienen los humanos. Así ha sido siempre, ¿no? Mis padres me dijeron que no era así, pero los hechos me han demostrado lo contrario. Decían que algunos humanos eran amables. Yo nunca he visto a uno que lo sea. Quizá mis padres me contaban un cuento, ¿verdad? Tenían costumbre de relatarme historias sobre héroes y dragones y espíritus y elfos. Algunas eran muy bonitas. ¿Tú sabes alguna historia? Apuesto a que sí, a juzgar por el modo en que manejas tu machete. Me alegró verte aparecer, aunque tuviera preparada la trampa. Nunca se sabe qué puede ocurrir. Una vez encontré a un lobo en una de mis trampas y casi me caí dentro al asomarme. El lobo estaba moribundo y me dio pena, así que tuve que rematarlo. Olvidé que, además de humanos, otras criaturas podían caer en las trampas. Habría sido… eh… i-ró-ni-co, si me hubiese caído yo. Mi padre me enseñó esa palabra. Era bueno en el lenguaje. ¿Cómo te llamas?
El goblin vaciló. La cháchara del kender era más que molesta y tenía visos de hacerse aún más fastidiosa, pero seguirle el juego en su parodia de un trato amistoso mantendría al hombrecillo con la guardia bajada. Se suponía que los kenders eran gente de fiar, aunque insoportablemente fisgones.
—No tengo nombre —contestó con tirantez.
—¿En serio? Es el primer caso que conozco. ¿Es que tus padres no te llamaban de ninguna manera?
El goblin no había conocido a sus padres, ya que lo habían vendido en el mercado de esclavos cuando era una criatura y se había escapado al llegar a la adolescencia. Los ladrones y asesinos que trabajaban también para el prestamista lo habían llamado muchas cosas, pero ninguna de ellas merecía ser recordada.
—Eh… No —dijo por último el goblin—. No sé por qué.
—Qué raro. Creía que todo el mundo tenía nombre. El mío es… —enmudeció y bajó la vista, asaltado por una súbita turbación. Luego agregó de manera precipitada—: Bueno, lo que importa es que estamos vivos y eso es lo que cuenta. Mi padre siempre lo decía. Era un tipo listo.
El cuerpo del ciervo estaba en una ladera, entre un montón de hojas. El astil roto de una flecha sobresalía del costado del animal, detrás de la pata delantera izquierda; un arco estaba recostado contra un árbol cercano. El vientre del ciervo estaba parcialmente cortado y las moscas se arremolinaban sobre las entrañas expuestas. El kender rebuscó entre las hojas y recogió un cuchillo de hoja larga con mango de hueso. El goblin se tensó, pero el kender se limitó a sentarse junto al ciervo y acabó de trincharlo.
No paró de hablar durante todo el proceso. Su charla fluida acerca del bosque y sus secretos despertó el interés del goblin, que sospechaba tendría que vivir en terreno agreste una larga temporada. Era evidente que el kender llevaba allí bastante tiempo y había aprendido mucho.
En el fondo, el goblin sabía que uno de estos días no tendría más remedio que matar al kender, sobre todo si la comida escaseaba y había que compartirla. Hasta entonces, escucharía y aprendería, y estaría en guardia por si acaso la empalagosa amistad del kender resultaba ser tan falsa como la de un humano.
El goblin guardó sus espaldas, y el kender charló y charló. El kender cogió prestadas cosas del goblin y el goblin las recuperó. Tres semanas pasaron volando. Mes y medio después llegarían las lluvias invernales.
El minotauro se había desplomado en una fría charca de agua estancada y hojas ocres, donde yacía inconsciente. Su respiración, lenta y trabajosa, creaba un continuo remolino de hojas en torno al hocico, en tanto que las moscas se daban un festín en las heridas infectadas que le surcaban la espalda y los hombros. Una cadena de seis metros de largo, con los eslabones de hierro cubiertos de barro, unía los grilletes de las muñecas; se había quedado enganchada en un tronco y el debilitado minotauro había sido incapaz de soltarla antes de desmayarse.
El goblin cogió al kender por el brazo cuando el hombrecillo dio un paso hacia la oscura figura desplomada.
—¡Maldición, eres loco! —gruñó—. ¿Qué haces, eh? Un mordisco y nos quedamos en huesos —Levantó la pica aferrada en su puño rojizo—. Lo remato y dormimos tranquilos.
—¡No! —El kender sujetó el brazo del goblin y tiró hacia abajo. Por un instante, el goblin se resistió y a punto estuvo de volver la pica para atravesar el pecho del kender, pero se contuvo y, en lugar de eso, se limitó a soltarse de las manos del hombrecillo propinándole un empujón que lo tiró patas arriba.
El kender se incorporó al instante, con el rostro congestionado por la rabia.
—¡No! —Gritó otra vez—. ¡Quiero ayudarlo! ¡Si fueras tú, querrías que alguien te ayudara! ¡Mira sus cadenas! ¡Era un esclavo de los humanos! ¡Quiero salvarlo!
—¡No comida para alimentarlo en invierno! —Replicó el goblin—. Vivimos bien, ahora estómagos llenos, pero comida desaparece cuando la lluvia viene. Tú dices que pasabas hambre en fría época de lluvias, la caza mala. El también hambre. ¿Con qué alimentas, eh? ¿Quieres que devora una pierna tuya?
La acalorada discusión continuó durante varios minutos. Por fin, el goblin soltó una maldición, le dio la espalda al kender y desanduvo los tres kilómetros que había hasta la cueva donde vivían. ¡Maldito fuera el pequeño bastardo! ¿Acaso pretendía fundar una ciudad en mitad del bosque? El muy necio no utilizaba la cabeza. El minotauro era más peligroso que una compañía de la guardia de la ciudad. El goblin había visto una vez a un minotauro encadenado arrancar de un mordisco el brazo del capataz de esclavos, aunque sabía que lo matarían por hacerlo. El minotauro había estallado en estruendosas carcajadas hasta que los humanos lo dejaron inconsciente propinándole garrotazos antes de llevarlo a rastras hacia su muerte.
Echando chispas, el goblin recorrió la cueva de un extremo a otro; por fin reparó en que hacía frío. El kender se había ocupado siempre de recoger leña por las tardes mientras él afilaba sus armas y descansaba. Todo había funcionado bien hasta ahora. Ya sabía cómo encender fuego frotando un palo, pero ignoraba dónde encontraba el kender la leña para la hoguera. Cuando salió de la cueva, lo único que vio fueron palos finos y hojas que no servían para hacer un buen fuego.
También el kender se ocupaba casi siempre de la caza y de cocinar.
El goblin se paseó de un lado a otro de la cueva durante otro rato.
Quizá podría hacerse un pacto con el minotauro. El goblin no se hacía ilusiones acerca de que el minotauro fuera o no un aliado amistoso, pero incluso un bruto como él vería la ventaja de tener dos seres inferiores cuidando sus heridas y cazando para él. Y tener un monstruo así con ellos tal vez no fuera tan mala idea, si se lograba manejarlo. Los minotauros eran tan salvajes y brutales como uno podía imaginar. Eran condenadamente fuertes, mucho más que los humanos, a quienes odiaban más que a cualquier otra raza; como también odiaban a los traficantes de esclavos, sobre todo a los virtuosos habitantes de Istar.
El goblin se maldijo por pensar que esto podía funcionar. El kender le estaba contagiando su locura. Lo que debería hacer era matar al kender y al minotauro y dejar que se pudrieran.
Pero el kender era el que se ocupaba de cazar y cocinar.
Malhumorado, el goblin cogió otra vez sus armas y salió de la cueva. La vida no era justa. Y él odiaba que no lo fuera.
El cansado kender alzó la vista; estaba metido en la charca hasta las rodillas, junto al minotauro. Una sonrisa le iluminó el semblante al ver acercarse al goblin.
—Sabía que me ayudarías —dijo con alivio.
Entre los dos hicieron una burda narria antes de que anocheciera, uniendo con cuerdas dos largos y gruesos palos a una esterilla de cáñamo que el kender cogió desarticulando una trampa para animales. Había pasado la medianoche cuando llegaron a la cueva con el minotauro y lo tendieron en el interior. La inmensa bestia no había hecho el menor movimiento. El goblin se dirigió tambaleándose hacia un rincón, donde se dejó caer y se quedó dormido de inmediato.
Cuando despertó, hacía un buen rato que había amanecido. Sobre el hueco de la lumbre había ensartada carne de venado asada, ya fría; también el fuego llevaba apagado mucho tiempo. Las heridas infectadas del minotauro estaban limpias y vendadas con trozos de tela del montón de ropa apilado en la cueva, escamoteada de los tendederos de varias granjas. Al parecer, el kender no había encontrado nada con lo que cortar la cadena que el minotauro arrastraba y que había sido cuidadosamente enrollada en un montón, al lado de la bestia.
El goblin se frotó la cara y se incorporó. Reparó en que el cansancio había vencido al kender, que dormía sentado con la espalda recostada en la pared de la cueva; en el regazo tenía unos trozos de tela, y en las manos una aguja de hueso enhebrada con hilo hecho de fibras. Había estado cosiendo una burda manta.
Entonces el goblin vio que el minotauro, todavía tumbado boca abajo, lo estaba observando. Los apagados ojos de la bestia eran tan grandes como los de una vaca y con el mismo color castaño oscuro. Unas largas cicatrices surcaban el hocico y la frente del monstruo. Uno de los grandes ollares estaba desgarrado a causa de una antigua herida. Entre los gruesos labios destacaba el apagado brillo de unos dientes largos y amarillentos.
Simulando que no había sido sorprendido con la guardia baja, el goblin saludó a la bestia con un breve cabeceo. De repente, la idea de tener a un minotauro en la cueva no le parecía tan buena como antes. El goblin casi podía sentir los enormes dientes de la bestia desgarrando su carne de un mordisco. El minotauro no hizo movimiento alguno para levantarse, y el goblin se ocupó de algunas tareas de poca importancia con una actitud de forzada indiferencia. El minotauro debía de estar muy débil para pasar por alto un banquete con una presa viva. Él tomó una decisión.
Finalizadas las tareas, el goblin se acercó al agujero de la lumbre y cortó con el machete un pedazo de ciervo asado. Muy despacio, fue hacia el minotauro y se arrodilló cerca de la cabeza astada, llena de cicatrices. El semblante de la bestia era indescifrable, carente de expresión.
Si esto funcionaba, contarían con un nuevo aliado. El goblin estaba convencido de que el minotauro acabaría por matarlos al kender y a él si no tenían cuidado o si llegaban a pasar hambre. Sin embargo, el goblin había trabajado con seres brutales toda su vida, y sabía el valor de la fuerza del número. Confiaba en que el minotauro supiera también esta lección. Por lo menos, no era humano. No es que fuera un gran consuelo, pero en los tiempos que corrían, ya era algo.
El goblin acercó el trozo de ciervo al hocico del minotauro y dejó que lo oliera. Después lo puso frente a la boca de la bestia.
Sus inmensos ollares aletearon y resoplaron. El minotauro rebulló un poco y después hizo un gesto de dolor. Retrajo los labios, dejando a la vista los dientes, al tiempo que cerraba los ojos; pero enseguida se obligó a relajarse y abrirlos de nuevo.
Con un movimiento comedido y la mirada prendida en el machete que el goblin sostenía en la otra mano, el minotauro abrió la boca; su dentadura podía rivalizar con la de un oso de gran tamaño y su aliento era increíblemente apestosa. Con gran delicadeza, cogió el trozo de ciervo y empezó a masticar.
Pasaron cuatro semanas. El minotauro se recuperó. El kender no cabía en sí de gozo y parloteaba sin descanso, hasta el punto de que el goblin soñaba con asesinarlo para hacerlo callar. Tanto el goblin como el kender cazaban ahora; el minotauro se sentaba en la cueva, silencioso. Aunque nunca hablaba, el goblin temía que la bestia reaccionaría de manera violenta en el momento en que los dos seres más pequeños le pidieran algo, así que trabajó más de lo que jamás había trabajado cuando sólo eran el kender y él, y refunfuñaba por ello en voz baja. Pero, en el fondo, estaba satisfecho. Empezó a pensar que la idea de traer al minotauro a la cueva había sido suya. De nuevo tenía un jefe, un jefe fuerte que se zamparía humano para desayunar si así lo decidía. Valían la pena las molestias a cambio de tener poder y seguridad… siempre y cuando el minotauro no pasara hambre.
El viento se hizo más frío. El kender hizo varias incursiones en granjas, colocó más trampas y trajo más provisiones y comida a la cueva. El goblin se las ingenió para construir una cubierta con ramas gruesas y rocas en la boca de la cueva para resguardarse del frío y que al mismo tiempo proporcionaba un mayor camuflaje en caso de que los humanos merodearan por allí. El minotauro consumía un ciervo entero cada tres o cuatro días ahora, y sus músculos aumentaron marcándose bajo su fea y velluda piel marrón como bultos de acero. Seguía sin decir palabra, aunque el kender hablaba sin parar mientras atendía gustoso a sus nuevos amigos con una expresión beatífica en el rostro.
El kender todavía cogía prestadas las cosas del goblin, pero al goblin ya no le importaba. Tenía otras cosas más importantes por las que preocuparse. Se echaba encima la época de lluvias invernales.
El goblin vio que su presa, un enorme gamo que les habría proporcionado alimento para media semana a todos, daba un salto que lo ponía fuera del alcance de su arco y se perdía entre los árboles. El grito lo había espantado. Maldiciendo en voz baja, el goblin se agachó entre los arbustos y se esforzó por captar algún sonido distinto del susurro de las hojas.
No oyó nada. ¿Habría sido un pájaro? Aflojó los dedos que se cerraban tensos sobre el arco y la flecha.
Oyó el ruido otra vez. No. No era un pájaro. Parecía el grito de un humano. Probablemente había caído en una de las trampas del kender. Quizás el kender lo había oído también, pero no se lo veía por ninguna parte. Típico. Sin duda se había distraído con cualquier cosa otra vez, en lugar de dedicarse a la caza. Era sorprendente que hubiera sobrevivido tanto tiempo.
Si el humano estaba solo, resultaría fácil rematarlo y apoderarse de sus pertenencias. Tal vez incluso llevara dinero. El goblin no tenía intención de vivir en el bosque para siempre. No le vendría mal ahorrar unas monedas para el futuro.
Agazapado, el goblin avanzó a través de la agostada maleza, deslizándose de árbol en árbol. Un viento frío le rozó el rostro y agitó sus negros harapos. Encajó la flecha en el arco. Contaba sólo con otras tres si fallaba el primer tiro, lo que ocurría a menudo. No era tan experto cazador como el kender.
Unas risas llegaron a sus oídos. Risas humanas. El goblin se agachó y escuchó atento; después continuó avanzando con más lentitud. Camuflado entre afloramientos rocosos y densos zarzales, trepó a lo alto de una loma.
Alguien decía algo en una lengua que no era humana; sonaba como el lenguaje elfo, de Silvanesti. El que hablaba lo hacía en voz baja y las palabras resultaban confusas.
—No te entiendo —dijo una voz humana en un lenguaje que el goblin recordaba bien de sus días en Dravinar del Este—. Habla en istariano, chico.
Alguien murmuró otra vez. El goblin casi había llegado a lo alto de la loma. No se veían centinelas. Revisó con cuidado el arco, las flechas y el machete, y a continuación empezó a gatear hacia el tronco de un árbol caído, sobre el que crecían zarzas y enredaderas. El viento cubría el ruido de sus movimientos.
—¡Que los dioses te maldigan! ¡Habla en un lenguaje comprensible! —Al otro lado de la loma se escucharon los secos chasquidos de unas bofetadas.
Unos segundos más tarde, el goblin llegó al árbol caído y se asomó al declive de la ladera.
Eran tres humanos, dos hombres y una mujer. Todos iban vestidos con las ropas de cuero marrón y distintivo de los guardabosques independientes de Istar. Defensores en el pasado de la región boscosa occidental del reino, los guardabosques independientes no eran en la actualidad mejor que los mercenarios y cazadora de recompensas. Un hombre delgado, de pelo rubio, se inclinaba sobre el rostro de un elfo cuyos brazos estaban atados al tronco de un árbol. La cabeza le colgaba sobre el pecho; entre los mechones rubios, blanqueados por el sol, se veían los cortes y las magulladuras que le marcaban el rostro. Tenía los ojos hinchados y amoratados. Sus finas topas, demasiado ligeras para este tiempo frío, estaban corladas y hechas jirones de manera deliberada.
—¿Es que no me escuchas? —inquirió el hombre rubio. Su mano derecha aferró el cabello del elfo y tiró hacia atrás ion rudeza para levantarle la cabeza—. ¿Pasa algún sonido a través de esas orejas puntiagudas? ¿Para qué nos seguías? ¿Qué te traías entre manos?
El elfo empezó a mascullar a través de unos labios tumefactos y partidos. Las rodillas ya no lo sostenían y si seguía en pie era porque lo sujetaban las ataduras.
El goblin se mordió el labio inferior. Un elfo y varios guardabosques. Fantástico. Dos de los peores enemigos para un goblin. Quizá debería haber también un enano, para completar el cuadro. Aunque, a juzgar por las apariencias, j pronto habría un elfo menos en este mundo, cosa que al goblin le parecía muy bien. La pena era que los guardabosques ya habrían desvalijado a su víctima. El día no se le presentaba muy provechoso al goblin.
—El elfo dijo algo sobre una espada —comentó el corpulento hombre de cabello oscuro que observaba de cerca la escena. Su voz sonaba insegura—. ¿No encontró el capitán una espada larga, un trasto ceremonial de alguna clase, metido en la caja que llevaba el elfo al que atraparon los muchachos ayer?
—También a mí me pareció que decía «espada» —intervino la mujer del grupo. Los rasgos de su rostro eran los más vulgares que el goblin había visto en una humana, y el cabello corto, del color de la paja seca, parecía estropajo, pero tenía una fuerte musculatura.
—¡Eh, elfo! —gritó el hombre rubio, con la boca pegada al oído del prisionero. El elfo se encogió e intentó girar la cabeza hacia un lado—. ¡Eh! ¿Es que no me oyes? ¿Quieres esa preciosa espada con gemas incrustadas? ¿Era eso lo que buscabas?
Al no recibir respuesta, el hombre rubio descargó un puñetazo en el abdomen del elfo. Los tres guardabosques esperaron a que el prisionero vomitara, se atragantara y boqueara para coger aire.
—Estamos perdiendo el tiempo —dijo la mujer—. Tenemos que regresar con las tropas. Lo que deberíamos hacer es coger la espada y vendérsela a los clérigos de Istar. ¡Conseguiríamos una fortuna! En cuanto a él, podemos destriparlo aquí mismo o llevarlo con nosotros.
—¡Chist! —siseó el hombre rubio, al ver que los labios del elfo se movían. Se acercó más a él y escuchó atento. El goblin no oyó nada.
—Así que era la espada, ¿verdad? —dijo el hombre. Sin aguardar respuesta, añadió—: ¿Es mágica, chico? ¿Tiene poderes mágicos?
Los otros dos humanos se pusieron algo tensos, desconcertados por la pregunta. Observaron fijamente al elfo. Tras una pausa, el prisionero asintió con un cabeceo; estaba casi inconsciente.
—Maldito —masculló el hombre rubio. Alzó la vista hacia los otros dos humanos, esbozando una sonrisa.
Hubo un susurro en el aire, seguido casi de inmediato por un ruido sordo y vibrante. En el mismo instante, el nombre corpulento de cabello oscuro se dobló hacia atrás, llevándose las manos crispadas a la espalda, donde una flecha de color pardo se le había hincado entre los omóplatos. La flecha estaba hundida casi hasta el penacho; el hombre hizo un extraño ruido siseante y cayó de bruces al suelo.
—¡Por la grandiosa Istar! —exclamó la mujer, con los ojos desorbitados. Desenvainó la espada, y ella y el hombre i ubio corrieron a refugiarse detrás de árboles separados. Se agazaparon contra los troncos, ambos perfectamente visibles para el goblin. El guardabosque tendido en el suelo no se movió. El elfo colgaba inerte de la cuerda que lo sujetaba al tronco, con la cabeza hundida en el pecho. El tire empezó a soplar con más fuerza.
El goblin alargó despacio la mano hacia un lado. Sus dedos tocaron la curva madera de su arco.
El hombre rubio perdió los nervios y se dio a la fuga. Se apartó del árbol corriendo en línea recta hacia unos arbustos que había a unos treinta metros de distancia. La mujer empezó a correr tras él, pero debió de oír el silbido de la flecha, ya que se zambulló en el suelo y rodó sobre sí misma hasta meterse detrás de dos árboles que crecían muy juntos. Desde allí, escuchó el grito del hombre rubio mientras se retorcía de dolor entre las hojas y helechos muertos.
—¡Me rindo! —chilló la mujer de rostro vulgar, en el lenguaje comercial—. ¡No disparéis! ¡Tengo familia que pagará por mi rescate!
—¡Entonces sal a descubierto! —contestó la voz del kender. «¿Cómo no?», pensó el goblin—. ¡Tira tu espada!
—¡Pagarán un gran rescate por mí! —gritó la mujer otra vez. El goblin vio la palidez de su semblante, tan blanco como el de una persona ahogada. Daba la impresión de que se pondría a lloriquear en cualquier momento. El hombre rubio había dejado de chillar y daba gritos apagados mientras intentaba sacarse la flecha profundamente hincada en la zona lumbar de su espalda.
—Sal despacio —dijo el kender—. Muy, muy despacio.
La mujer arrojó a su lado su inútil espada y después se incorporó. Le temblaban las piernas; cruzó las manos sobre la cabeza.
—¡No disparéis! —chilló de nuevo mientras miraba en derredor con los ojos desorbitados y los labios temblorosos.
—Estoy aquí —dijo el kender, que se incorporó, con el arco bajado pero cargado con una flecha.
Al verlo, la mujer se quedó boquiabierta, sorprendida por su corta talla y reconsiderando, evidentemente, sus probabilidades de supervivencia. El goblin lo leyó en su rostro. «Si consigo acercarme lo bastante a ese pequeño bastardo, lo haré picadillo. Es mi única posibilidad», fue lo que pensó la mujer.
—Mi familia puede pagar un buen rescate por mí —dijo, con voz más firme—. Montones de oro, lo juro. Pero no me hagas daño. Promete que no me lo harás.
—Lo prometo —dijo el kender.
La flecha que se clavó en el pecho de la mujer la cogió desprevenida. Se tambaleó hacia atrás, con las manos todavía enlazadas sobre la cabeza. Los ojos casi se le salieron de las órbitas antes de derrumbarse de espaldas, sin que de sus labios escapara siquiera un gemido. El goblin bajó su arco. Era la única vez en cuatro días que hacía diana a la primera. Saludó al kender agitando la mano y a continuación empezó a bajar la cuesta en dirección al jadeante hombre rubio.
El goblin encontró al minotauro sentado a la entrada de la cueva, rebañando el hueso de una pata de venado. El aire trajo el abrumador olor a sangre seca y estiércol podrido. La verdad es que el goblin empezaba a acostumbrarse a aquella peste.
—Eh —dijo, casi disculpándose.
El minotauro, con las orejas tiesas en un gesto de alerta, volvió la vista en dirección al goblin. Sus amarillos dientes arrancaron una tira sobrante de carne. Los gruesos eslabones de la cadena que colgaban de los grilletes cerrados en torno a las muñecas de la bestia tintinearon al sacudirse con el tirón.
El goblin sintió la bilis revuelta en el estómago, pero siguió andando e incluso se atrevió a sonreír.
—Kender y yo ir a cazar ciervo, pero matar humanos. Tres derribados. Encontramos condenado elfo, mucho mal herido, y traemos aquí. Elfo no bueno, ¿verdad? Lo sé, pero quizás elfo conoce bosque, buenos métodos de caza. Quizás obliguemos que nos enseñe. Quizá conviene mantener elfo vivo por ahora. ¿Vale?
El goblin vaciló, preguntándose si el minotauro habría entendido algo de lo que había dicho. No había pronunciado una palabra desde que lo habían encontrado. Los humanos afirmaban que los minotauros tenían pocas luces, pero el cerebro de éste era más obtuso que una piedra.
El minotauro siguió mordisqueando el hueso, sin quitar sus inexpresivos ojos marrones del goblin. Éste pensó que había hecho cuanto estaba en su mano por salvaguardar la vida del elfo; al menos, hasta que el asunto de la espada mágica quedara claro. Después de eso, no le importaba si el minotauro se daba un festín con carne Silvanesti en el momento en que el kender le volviera la espalda. Tras despedirse del minotauro con otro cabeceo, el goblin regresó junto al kender para ayudarlo a transportar el elfo a la cueva. Allí tendieron al herido en la cama del kender, un montón de harapos extendidos sobre el suelo de tierra.
El kender actuó con frenesí y, al poco rato, el elfo estaba desnudo, envuelto cómodamente entre las mantas del hombrecillo. El goblin se dedicó a examinar el botín que había recogido de los cadáveres de los guardabosques, así como también del elfo. El kender lavó con delicadeza el rostro del elfo. El goblin contó con cuidado treinta y seis monedas de oro istarianas, diez de plata y dos anillos. Era más dinero del que jamás había tenido, incluso en los mejores tiempos de Dravinar del Este. No podría gastarlo, pero lo hacía sentirse tremendamente bien. Envolvió el dinero en un trapo para que no tintineara y lo metió en un saquillo, que después ató a sus ropas por la parte interior, detrás del cinturón, donde ni siquiera los ágiles dedos del kender podrían alcanzarlo.
Cogió la mochila del elfo y la inspeccionó. La compleja elaboración y el pintoresco diseño llamaron su atención brevemente, pero enseguida desató las correas y miró en su interior.
Resopló con desdén. Libros y papeles… Y una pequeña bolsa con monedas de oro, doce en total, con la imagen de un rey elfo cincelada en una cara y un cisne en la otra. Silvanestis, no cabía duda. Los guardabosques no debían de haber registrado el equipaje del elfo o esto no se les habría pasado por alto. El goblin palmeó el oro; estaba a punto de vaciar el resto del contenido de la mochila en el agujero de la lumbre cuando reparó en el libro más voluminoso.
Salvo por el color, blanco, era igual al libro de hechizos rojo que el goblin había visto leyendo a un Túnica Roja un día, hacía tres años, a orillas de un arroyo de montaña. Por supuesto, el goblin había evitado al hechicero dando un rodeo, consciente de que era mejor no mezclarse con hechiceros. El goblin miró el libro antes de echar una ojeada al vapuleado elfo. Si los guardabosques hubiesen encontrado el libro, el elfo estaría muerto hacía horas. El goblin se preguntó si no habría sido lo mejor. Un minotauro sabía sólo una forma de matar y al menos lo hacía rápido; un hechicero conocía miles, y a menudo se lo tomaba con calma. Los habitantes de Istar quemaban hechiceros en la hoguera, pero no era raro que, al poco tiempo de ocurrir tales hechos, ciudades y pueblos enteros fueran presas de las llamas. Más valía evitar a un hechicero que levantar la mano contra él.
El goblin se mordió el labio inferior.
Sí, más valía eludir a un hechicero, pero quizá fuera mejor hacerse su aliado, incluso de un elfo, si era posible.
El kender no había dejado de parlotear mientras terminaba de limpiar y vendar las heridas del elfo. El goblin salió de sus reflexiones con un sobresalto y se entretuvo en encender la lumbre hasta que el kender salió de la cueva para lavarse en el arroyo. Una vez a solas, el goblin puso otra vez en su sitio todas las monedas silvanestis, se aseguró de que todas las cosas del elfo estuvieran ordenadas en la mochila y cerró las correas. A continuación cogió la mochila y la bolsa del dinero y las guardó en el fondo de la cueva, donde el minotauro y el kender no pudieran encontrarlas. (El kender ya había explorado a fondo la pequeña gruta y no era probable que lo hiciera otra vez). Así pues, no quedaba más que esperar… y reflexionar.
El elfo recobró el conocimiento esa misma tarde. El kender se encontraba a su lado y se puso muy alegre; luego habló sin parar durante dos horas, agobiando al elfo con preguntas a las que éste no podía responder por estar aún muy débil. Ello dio oportunidad al herido para examinar el entorno y reparar en la presencia del goblin y del minotauro; tras ver a este último, el elfo abrió desmesuradamente los ojos y pareció estar demasiado asustado para moverse. El goblin se mantuvo en segundo plano y, sin pronunciar una palabra, se ocupó de realizar pequeñas tareas que por lo general hacía el kender. El minotauro se limitó a resoplar cuando vio al elfo; después salió de la cueva, se sentó fuera y comenzó a devorar un buen trozo de jabalí recién cazado en una de las trampas, desgarrando la carne ruidosamente con los dientes.
Cuando el kender salió corriendo para coger agua fresca del arroyo, el goblin se acercó y tomó asiento junto al elfo, que intentó apartarse. El goblin simuló no darse cuenta.
—¿Te sientes bien? —preguntó en la lengua comercial. Sólo conocía unas cuantas palabras silvanestis y nunca había tenido ocasión de aprender el lenguaje goblin, lo que tampoco habría valorado el elfo—. Ningún humano golpea cara por diversión ya, ¿eh?
El elfo parecía no saber qué decir. Sus ojos eran dos esferas inyectadas de sangre, rodeadas de grandes hematomas que cubrían casi todo el rostro.
—No preocupes, ¿eh? —Dijo el goblin esbozando una mueca—. Los humanos que encontraste, enfermaron. Murieron. No pudimos hacer nada. Tal vez los enterramos más larde. Quizá más humanos en el bosque, buscando, pero tú a salvo aquí. —El goblin alargó la mano y tocó suavemente al elfo con el índice—. Eh, ¿tú Silvanesti?
El elfo guardó un obstinado silencio, mirando al goblin ion los labios apretados.
—¿Sí? ¿No? Bah, no importa —dijo el goblin, mientras se hurgaba las uñas para quitarse la porquería—. Tú piensas: «A goblins no les gustan elfos. Quizá me hace mal». —El goblin miró al elfo a los ojos y sonrió—. Quizá goblin desea que vivas. Quizá todos ayudamos unos a otros. Llevas túnica, ¿eh?
El elfo se humedeció los labios y pareció que superaba un obstáculo interno.
—Sí —susurró. Saltaba a la vista que estaba asustado, pero el goblin se dio cuenta de que quería dominar el miedo. Orgullo, sin duda. Y tal vez una arrogante franqueza—. Llevo la túnica bla… —Un doloroso golpe de tos lo interrumpió; tragó saliva y continuó con voz debilitada—: Soy un Túnica Blanca.
—Ummmm. —El goblin puso un gesto raro y bajó otra vez la vista a sus uñas. ¡Cómo no!—. Magia buena no mucha ayuda, ¿eh? ¿Tal vez buscabas algo cuando humanos te cogieron?
El elfo iba a contestar, pero cambió de parecer. Sus ojos se prendieron en los del goblin.
«Te pillé», pensó el goblin.
—Los humanos que te pegaron dijeron que cogieron espada mágica de elfo, quizá no hace mucho. Quizás humanos van a Istar con espada y dan al Príncipe de los Sacerdotes. ¿Qué piensas que Príncipe de los Sacerdotes hace con espada? Quizá corta en dos a pequeño elfo, o cabezas a goblins.
El semblante del elfo se contrajo. Hizo un esfuerzo para incorporarse, pero fue en vano.
—No —musitó, mientras se tumbaba con una expresión desesperada—. ¿La cogieron? ¿Estás seguro de que la tienen?
—Ajá —asintió el goblin, simulando indiferencia—. Dijeron que espada tenía gemas. Espada bonita. Ahora, humanos han marchado.
—Mi primo —susurró el elfo, cerrando los ojos. Respiró hondo varias veces antes de proseguir—. Deben de haber capturado a mi primo. Buscaba su rastro cuando mi caballo se rompió una pata. Entonces los humanos me encontraron. Me preguntaron por qué los seguía, pero yo no iba tras ellos. Sólo quería encontrar a mi primo y la espada. —Se incorporó un poco y miró al goblin—, ¿dijeron algo sobre mi primo?
El goblin se encogió de hombros y sacudió la cabeza Sabía lo que debía de haber sucedido. Y que el elfo bién lo sabía.
El elfo contuvo un gemido mientras intentaba otra vez levantarse, pero estaba muy débil y cayó hacia atrás, agotado. El sudor le perlaba la frente. Su respiración se hizo trabajosa, pero poco después se regularizaba al perder el conocimiento y quedarse dormido.
Durante varios minutos, el goblin siguió sentado al lado del elfo, en silencio. El instinto le decía que la espada tenía que ser mágica. Un elfo, especialmente uno que era mago, no perdería tiempo buscando una simple arma. ¿Pero qué sería lo que hacía la espada? El goblin había oído contar que las armas mágicas podían hacer cualquier cosa. Algunas arrojaban rayos, otras ardían como antorchas, y otras hendían la piedra. Al goblin jamás se le había pasado por la cabeza que alguna vez llegaría a poseer una espada mágica. Pero ahora sí lo pensaba.
—¿Cómo está? —Preguntó el kender cuando regresó con un cubo lleno de agua—. ¿Aún sigue vivo? ¿Ha dicho algo?
El goblin resopló y se incorporó, sacudiéndose las manos.
—Aún vive. No habló mucho, necesita dormir. Quizás estará bien pronto. —Bajó la vista a la figura dormida—. No mal elfo. Quizá nos llevamos bien, ¿eh? Siempre hay una primera vez para todo.
—Mala idea huir —dijo el goblin a la mañana siguiente, cuando al salir de la cueva encontró al elfo de pie en La entrada. Un frío viento gemía entre las ramas de los árboles. El cielo estaba encapotado, como siempre.
El elfo se volvió y estuvo a punto de desplomarse, pero busco apoyo en la pared. Vestía unas ropas robadas que el kender le había proporcionado. Estaban viejas, despaletillas y no eran de su talla, pero eran mejor que nada.
—No iba a escapar —dijo el elfo con voz queda. Dirigió Una mirada inquieta al minotauro, que deambulaba despacio entre los troncos desnudos, a cierta distancia. Se había enrollado la cadena a la cintura y la había atado como un cinturón, dejando longitud suficiente para tener libertad movimientos en los brazos y las manos. El tintineo de eslabones acompañaba sus pasos. El goblin movió la cabeza en un gesto de aprobación.
Es bueno que te quedas. No hay caballo, no hay suerte —Señaló el bosque con un ademán—. Bonito hogar nuestro ¿Te gusta? ¿Quizá pasas mucho tiempo con nosotros?
El elfo miró a otro lado mientras abría y cerraba los puños. Su respiración era agitada.
«Estás agotado y dolorido, pero quieres escapar. Quieres escapar y apoderarte de esa espada. Es tan evidente que da risa», pensó el goblin.
—Yo… —empezó el elfo. Se retorció las manos, sin darse cuenta de lo que hacía. Sus ojos seguían prendidos en el minotauro, que se entretenía en partir ramas gruesas como el brazo de un hombre como si fueran palitos y luego las arrojaba a un lado. Más tarde, el kender las utilizaría de leña para la lumbre.
—Cuéntame historia, por qué estás ahora aquí —pidió el goblin mientras se sentaba en una piedra. Se sentía tranquilo, a pesar de no tener a mano ni el machete ni la pica. Sabía que no los necesitaba.
El elfo se contempló entonces las manos crispadas, en silencio.
—Nada de historia, ¿eh? —Dijo el goblin con fingido desencanto—. Quizá cuentas mejor buena historia sobre espada mágica. Ya no importa. Espada ha desaparecido. Los humanos la tienen. Cuenta algo sobre espada. Es bueno empezar el día oyendo historias.
—Era una simple espada —contestó el elfo, sin levantar la vista. Aflojó los puños. El goblin esbozó una mueca desabrida.
—Una simple espada, ¿eh? ¿Seguro que vistes Túnica Blanca?
El elfo enrojeció, acusando la pulla, pero siguió con la vista gacha.
—Era un regalo para un amigo —dijo—. Tenía… un gran valor sentimental para mí.
—Ummmmm. Como historia, no gran cosa —comentó el goblin tras pasar un minuto sin que el elfo añadiera más—. Te encontramos, disparamos a humanos, salvamos tu vida, te curamos, y tú no tienes historia que contar. ¡Ah, los magos son todos iguales! —Gesticuló con las manos como si se resignara a la ingratitud del mundo—. Hasta salvamos libro blanco. Lanza todos los hechizos que quieras. Juega a ser buen mago todo el día. Pero sigue sin haber espada. Sigue sin haber historia. ¡Ah!
El elfo parpadeó y volvió la mirada hacia el goblin.
—¿Mi libro de hechizos? —preguntó sorprendido—. ¿Tienes mi libro de hechizos? ¿Dónde está?
—En cueva —contestó con indiferencia—. Todo a salvo para ti. Algunos goblins no son estúpidos. Trabajando en equipo, quizá seguimos vivos. Luchando entre nosotros, todos muertos. Llega el invierno, ¿sabes? Lluvias empiezan pronto. Quizá tú haces conjuros y todos aún vivos en primavera. Te quedas, recuperas fuerzas. Aquí estamos a salvo de los humanos. Te vas… bien, no importa. Pero los humanos, quizá, no tan amables la próxima vez.
El goblin sabía que podía ser una buena jugada. Si el elfo hubiera poseído magia suficiente para recuperar la espada, la habría tenido ya en su poder. Pero no la tenía, ni había evitado que los guardabosques lo golpearan y, hasta el momento, ni siquiera había sido capaz de huir. Tal vez sus dotes mágicas no valían para nada. Pero tal vez sí, y sólo necesitaba un poco de tiempo para prepararse. Podía ser una buena jugada incitarlo de este modo; incitarlo para que revelara sus secretos, como se atrae a un animal con el cebo al lazo de la trampa.
—No confías en mí —dijo por último el goblin—. Quizás es mejor. Elfos y goblins, como agua y fuego. Los humanos matan a los dos, pero no importa. Quizás eso te parece bien a ti, ¿eh? —El goblin soltó una risa breve—. ¡Mira! Me ves a mí, ves al kender, ves al minotauro. Trabajamos juntos. También tú estás vivo. ¡Piensa! Los magos son buenos pensando. ¿El verdadero enemigo quién es, eh? ¡Piensa!
Pasó un minuto sin que el elfo respondiera. Parecía turbado con las palabras del goblin.
—Lo siento —dijo por fin—. Jamás imaginé que… bueno, que…
—Que un goblin puede ser listo, ¿eh? ¿O un kender?
O… —El goblin señaló con el pulgar al minotauro—. Istar nos hizo listos. No es momento para estupideces. Nos unimos o Istar consigue nuestras cabelleras. Tú, mago, quizá vales más oro que yo, que el minotauro y que el kender. —El goblin esbozó una mueca mientras se frotaba el pelo corto y crespo—. Pero mi cabeza me gusta mucho, ¿eh?
El elfo sonrió también. Después miró a su alrededor y su sonrisa se borró mientras contemplaba los árboles desnudos y las nubes bajas, como si mirara más allá.
—Tu primo muerto —dijo el goblin con voz queda— ¿Por qué arriesgas la vida por espada?
Era el momento de la verdad. El goblin estrechó los ojos y se inclinó hacia adelante.
El elfo bajó la vista a sus manos y las apretó con fuerza unos durante unos segundos interminables.
—Era un regalo para mi primo —dijo por fin, con expresión ausente, como si contemplara algo que sólo él podía ver—. La forjé con la ayuda de mis compañeros de las Ordenes de la Alta Hechicería. Durante años, mi primo ha protegido de Istar a muchos magos, enfrentándose por ello a su propia familia, y deseábamos recompensarlo de algún modo. Propuse fabricar una espada para él, una que pudiera utilizar del modo que juzgara conveniente. —El elfo respiró hondo y soltó el aire despacio, sin alzar la vista. Sus ojos parecían chispear—. Cabalgué a su encuentro, en un lugar acordado previamente, al sur de aquí. Pero una patrulla istariano nos sorprendió. La espada ya estaba en su poder, pero no tuvo tiempo de abrir la caja antes de separarnos. Intenté encontrarlo. Entonces mi caballo… En fin, ya conoces el resto de la historia.
El goblin asintió con gesto solemne. «¡La espada! —Gritó para sus adentros—. Háblame de la espada, gusano elfo».
El elfo se humedeció los labios antes de continuar.
—Al arma se le impuso el nombre de Espada del Cambio. Queríamos hacer realidad el mayor deseo de mi primo, cuanto fuera con el beneplácito de los dioses, y por ello dotamos a la espada del poder necesario para hacerlo. Otorga un deseo a quien la maneje. No es todopoderosa, pero los dioses de la magia conceden al usuario lo que pida, dentro de lo razonable. —La idea lo hizo sonreír—. Me siento culpable por haberme preocupado más por la espada que por la vida de mi primo, pero esa arma puede hacer un gran daño si cae en malas manos. Sin duda, el Príncipe de los Sacerdotes hallaría el modo de utilizarla para incrementar su poder. Podría desterrar traidores, ganar batallas, alargar sus años de vida. Y ahora… —Alza las manos y después las dejó caer. Sus hombros se hundieron.
El goblin dirigió despacio la información. La idea de que una espada fuera capaz de desplegar tal poder era casi demasiado ridícula para creerlo, pero los aspectos prácticos que acarreaba poseer semejante arma no se le pasaron por alto. Un abanico de deseos pasó por su cabeza: comida, riquezas, mujeres, fuerza física, mando, inmortalidad… Pediría cualquiera de estas cosas si la espada fuera suya; y lo haría, si algún día llegaba a serlo. Empezó a darle vueltas a la idea de que, tal vez, la espada no estaba del todo fuera de su alcance. Desde luego, no le vendría mal descubrir si el elfo sabía algo más que resultara útil para obtenerla. Tendría que prepararse para el viaje, aunque ello significara abandonar al elfo, al minotauro y al…
—¡Guau! —exclamó el kender.
El elfo giró sobre sus talones y estuvo a punto de caer otra vez. El goblin brincó sorprendido. El kender estaba sentado en la ladera, sobre la boca de la cueva, junto a unos retoños de árbol que crecían a seis metros de distancia. Los ojos le relucían de excitación.
—¡Una espada que puede hacer todo eso! —dijo maravillado—. ¿Tú también puedes hacer magia? No acabo de creerlo. Parece imposible. ¿Vas a recuperar la espada? ¿Podemos ver cómo lo consigues? ¿Qué aspecto tiene? Mis padres me hablaron sobre la magia y dijeron que no había nada mejor. Me encantaría ver una espada encantada. ¿Dónde está? ¿Conseguirás encontrarla?
El elfo tragó saliva despacio; parecía desconcertado y vacilante. Su mirada fue del goblin al kender de manera alternativa.
—Si supiera dónde se encuentran los hombres que la cocieron, puede que tuviera oportunidad de recobrarla —dijo—. Si mi primo…, si mi primo ha muerto, entonces deberé asegurarme de que esa arma no quede en manos de istarianos. No lograría dormir sabiendo que la tienen y que pueden utilizarla.
—¡Fantástico! —gritó el kender, incorporándose de un brinco— ¿Podemos acompañarte? Él y yo somos grandes cazadores —señaló al goblin—. Y podemos rastrear y colocar trampas y hacer un montón de cosas más. Y el minotauro puede transportar cosas. ¡Es muy fuerte! No te estorbaremos, lo prometo. ¡Nos portaremos bien! ¿Vas a realizar conjuros para recuperar la espada? ¡Me muero de impaciencia por verlo!
Tanto el elfo como el goblin miraban al kender aturdidos. El goblin volvió la vista hacia el elfo y éste al minotauro, que ahora estaba sentado bajo un árbol, echando un sueño.
—Bueno… —empezó el elfo.
—¡Pongámonos en marcha! —Chilló excitado el kender—. ¡Cogeré mis cosas! —Descendió la cuesta patinando, pasó corriendo entre las ramas que camuflaban la boca de la cueva y entró en ella.
Elfo y goblin se miraron. Los dos parecían a punto de preguntar algo, pero ni el uno ni el otro abrieron la boca. Por fin, el elfo carraspeó.
—La verdad es que debería recuperar esa espada. Los istarianos la utilizarán contra nosotros y contra cualquiera que no comparta sus ideas, y todos sufriremos las consecuencias. Fue una estupidez fabricar esa arma. Y permitir que esté en manos de gente así, sería una necedad aún mayor.
El goblin se encogió de hombros y miró al minotauro.
—Por mí, vale. Recobrar la espada, quiero decir. Lo sabes. Y también ir a dar un paseo. Pero quizás el grandullón no le gusta caminar con nosotros —dijo en un susurro, mientras señalaba con un gesto de la cabeza al minotauro—. Es difícil estar seguro con él.
—Tal vez podamos hacer algo respecto a ello —sugirió el elfo, pensativo—. No me gusta actuar así, pero… ¿Podrías buscar el libro blanco que dijiste que habías encontrado? Creo que hay un conjuro que quizá… —No terminó la frase.
El goblin actuó con afectación simulando que miraba a los árboles mientras recordaba y luego hizo un ademán al elfo para que lo siguiera al interior de la cueva.
Las cosas marchaban de un modo tan perfecto que al goblin le costaba trabajo creerlo. La posibilidad de que tuviera pronto en sus manos la espada lo excitaba tanto que lo aturdía. Debía calmarse y utilizar la cabeza. Era mucho lo que había en juego para permitirse un error. Además, tenía que empezar a pensar qué deseo pediría en el momento en que sus dedos se cerraran sobre la empuñadura del arma. Eran tantas las cosas que siempre había deseado, y ahora…
No se oía nada en el bosque, a excepción del rumor de las hojas secas y el del frío viento entre las ramas desnudas. Debajo del árbol donde descansaba, el minotauro estaba recostado contra el tronco, con los ojos casi cerrados y totalmente quieto, salvo el leve subir y bajar de su inmenso pecho al respirar. Una de sus grandes orejas se agitó para espantar a un tábano y enseguida se giró hacia la boca de la cueva, como la otra.
Viajaron hacia el este durante el resto del día, bajo un cielo encapotado. Atrás quedaron los bosques que el kender conocía de toda su vida. El hombrecillo estaba muy excitado con el viaje y parloteaba sin cesar, aunque miraba atrás de vez en cuando y en ocasiones guardaba silencio. El goblin marchaba deprisa para mantener el paso de los otros, al tiempo que lanzaba nerviosas ojeadas al tranquilo minotauro. Al parecer, el conjuro del elfo había surtido efecto y había amansado a la enorme bestia, si bien el goblin tenía cuidado de no molestarla. No tenía sentido tentar la suerte. Una vez que el elfo estuvo seguro de que el minotauro obedecería y de que comprendía lo que le decía en la lengua comercial, apenas prestó atención a la bestia, limitándose a ordenarle que transportara los bultos más pesados, entre los que había unas cuantas bolsas que el elfo había dejado caer cuando los humanos lo capturaron. El mago metió mucho jaleo preocupándose de manera exagerada por ellas y asegurándose de que estaban indemnes y a salvo.
Los guardabosques independientes habían dejado tras filos un rastro muy claro. El goblin escupió desdeñoso mientras el kender seguía las huellas sin dificultad. En los viejos tiempos, según había oído decir el goblin, ningún bicho viviente habría sido capaz de encontrar el camino tomado por un guardabosque. Evidentemente, eso había pasado a la historia.
Aquella noche se acostaron tan agotados que ni siquiera tuvieron ganas de hablar. El kender hizo la primera guardia, demasiado excitado para poder dormir. No obstante, charlaba sin cesar consigo mismo, de manera que impidió al elfo y al goblin conciliar el sueño y por último el elfo lo relevó y lo obligó a que durmiera un rato.
En la tarde del segundo día, el rastro de los guardabosques confluyó con el de otro grupo más numeroso de humanos con caballos y carros. Las señales de un campamento ] al borde del bosque eran muy recientes y hacía menos de un día que lo habían levantado. En un claro habían prendido una hoguera y el abultado montón de ceniza todavía humeaba un poco.
También había una tumba, con un abollado yelmo elfo clavado sobre la tierra que la cubría. El mago posó las manos sobre ella un instante y después se incorporó sin decir una palabra. El goblin advirtió que los ojos del elfo estaban enrojecidos. Se encogió de hombros; el deseo de venganza haría que el elfo luchara con más ahínco. Y además, ya había un elfo menos en el mundo.
—Debemos avanzar con más precaución —dijo el kender, arrastrando los pies descalzos sobre un tramo de hierba alta aplastada—. Si se detienen al caer la noche para descansar, los alcanzaremos mañana por la mañana. Pero también ellos pueden cazarnos. Hemos matado a tres de sus exploradores, pero tal vez no los echen de menos enseguida. Parece que son unos veinte hombres, probablemente con armaduras. Puede que también lleven esclavos. Esas huellas de ahí son de pies descalzos. Tal vez los esclavos vayan en los carros mientras están en marcha. Las huellas parecen de niños, y quizá de mujeres también.
—¿Hacia dónde se dirigen? —preguntó el elfo, resguardándose los ojos para otear a lo lejos. Aunque el cielo estaba cubierto, el sol conseguía abrirse paso entre los irregulares desgarrones de las nubes.
—Al este. Posiblemente de regreso a Istar. En apariencia es una patrulla regular de control de fronteras. Todos deben de estar deseando volver a casa. Cuando era pequeño, solían recorrer los bosques, pero últimamente apenas se los ve por aquí. Tenemos que ir agachados y al resguardo de los árboles mientras sea factible. —El kender se volvió a mirar al elfo—. Por cierto, ¿qué conjuros utilizarás cuando encontremos a los humanos?
El mago bajó la vista al tiempo que esbozaba un atisbo de sonrisa.
—Todo este asunto fue idea tuya. Supuse que lo sabías.
—Pues no. Tú eres el hechicero y por tanto quien sabe sobre esas cosas. ¿Planeas lanzar una bola de fuego sobre ellos? ¿Piensas hacerlos saltar por los aires? ¿Podré presenciarlo si guardo silencio?
El goblin, que se había vuelto para reemprender el viaje, se detuvo para escuchar la respuesta del elfo. La misma idea acerca de las tácticas a seguir le había estado dando vueltas a la cabeza, pero tenía pensado plantear la pregunta por la tarde, cuando acamparan. ¿Haría el elfo todo el trabajo por ellos?
Los labios del mago se apretaron. Su rostro ya no estaba tan hinchado, y los cortes y las contusiones habían adquirido un tono verdoso.
—Ya veremos —dijo— Llevo unas cuantas cosas que pueden servirnos. Tendré que pensar una estrategia, pero no cabe duda de que podremos montar un buen espectáculo. Te aseguro que la patrulla no lo olvidará jamás.
El kender asintió con un excitado cabeceo, el goblin con satisfacción. El minotauro deambulaba un poco más adelante y dio patadas a unas piedras.
La suposición del kender sobre la localización de los istarianos resultó ser bastante acertada. A última hora de la tarde, incluso el goblin se dio cuenta de que seguían muy de cerca a los humanos. El peculiar grupo de compañeros decidió acampar durante la noche, aunque no encendieron hoguera para evitar que los descubrieran. Planeaban sorprender a los humanos a la noche siguiente.
El elfo suponía que sería la última oportunidad que tendrían de hacerlo antes de que los humanos entraran en un territorio más protegido.
Aquella tarde, antes de que el cielo oscureciera, el elfo resumió el plan que había desarrollado para asaltar el campamento istariano. Sacó de las bolsas los objetos que la orden le había dado antes de partir con la Espada del Cambio y explicó sus distintas utilidades, punto por punto. Sería difícil imponerse a los humanos, sobre todo teniendo en cuenta que los superaban mucho en número. Pero el elfo hizo hincapié en el hecho de que los cuatro tenían a su favor el factor sorpresa y la magia. Si un kender y un goblin habían sido capaces de matar a tres guardabosques, no cabía duda de que tenían posibilidades en un enfrentamiento con el resto.
El kender estaba fuera de sí, excitado con el plan; el minotauro parecía indiferente, como si no le interesara el asunto. El goblin escuchó atento las explicaciones y luchó para controlar su creciente tensión. En su fuero interno, se felicitó a sí mismo por no haber quemado en la lumbre los libros del hechicero y por la astucia con que había logrado ganarse la confianza del elfo. El hechicero era un tipo realmente peligroso. Parecía ser capaz de hacer cualquier cosa.
fue ese mismo pensamiento el que le trajo a la memoria una historia que el goblin había oído contar, y la sangre se le heló en las venas por el miedo. A pesar de ello, hizo la pregunta con fingida inocencia. Carraspeó para atraer la atención de todos.
—Oí comentar a hombres de Istar, mucho atrás, que sacerdotes oyen tus pensamientos aunque no hablas. —El goblin se dio unos golpecitos en la cabeza con el índice— ¿Quizás harán eso contigo y nosotros, nos descubrirán?
—Dudo que vaya un clérigo entre ellos, pero es posible —contestó el elfo, desasosegado con la idea—. También yo he oído comentar que los sacerdotes te leen la mente. Sólo los clérigos de alto rango pueden hacerlo, pero… En fin, esperemos lo mejor.
—Sí, esperemos lo mejor. —El goblin sonrió— Quizá tú puedes también hacer ese truco de escuchar ideas, ¿eh? Oyes sus ideas y así sabemos qué piensan, ¿no?
—No, me temo que no. Hay ciertos conjuros que jamás fui capaz de dominar, y el de leer las mentes es uno de ellos. Tampoco aprendí a lanzar bolas de fuego, pero creo que eso puedo solucionarlo. Siempre deseé ser capaz de arrojar bolas de fuego, pero lo que tengo preparado es mejor.
El goblin se echó a reír mientras movía la cabeza arriba y abajo. Su mente estaba a salvo. Sus planes no corrían peligro. Era tanto su alivio que casi le daba vueltas la cabeza. Sabía que los Túnicas Blancas no mentían, y sentía agradecimiento y desprecio por igual hacia el elfo a causa de ello.
En contra de su costumbre, el goblin se afanó en preparar el campamento sin que nadie se lo pidiera, pero fue un cambio bien acogido por el elfo y el kender. El goblin ya sabía lo que tenía que hacer para conseguir la espada corriendo el menor riesgo posible. Sólo necesitaba ponerle las manos encima unos pocos segundos, el tiempo suficiente para formular su deseo, que ahora ya sabía de memoria. Después, las preocupaciones habrían acabado para él.
El elfo hizo la primera guardia. Los demás se tumbaron entre la maleza que crecía al pie de una colina. El minotauro se limitó a tumbarse sobre el suelo, en medio de tintineos de cadenas, y se quedó dormido al instante. El kender y el goblin se acostaron también. Tras largos minutos de esforzarse para relajar los músculos del estómago, agarrotados por la tensión, el goblin cerró los ojos y se dispuso a disfrutar del descanso que tanto necesitaba.
—¿Estás despierto? —le llegó la voz del kender. Sufrió un sobresalto y abrió los ojos de inmediato. Entonces comprendió que el kender no le hablaba a él. La voz queda procedía de la dirección donde el elfo se había instalado para hacer su guardia.
—Claro que estoy despierto —contestó el mago.
El goblin suspiró y alzó ligeramente la cabeza. Con su visión nocturna, distinguía al elfo sentado en el suelo, junto un tronco caído, a unos quince metros de distancia. El kender se abrió paso entre la oscura maleza y tomó asiento junto al elfo. El pequeño latoso estaba arrebujado en una de las mantas que habían traído de la cueva. El goblin intentó cerrar los ojos y dormir, pero ahora le resultaba imposible conciliar el sueño. Se resignó a permanecer despierto un rato más, vigilando al elfo y al kender y escuchando su conversación.
—No podía dormir —dijo el kender, acercándose más el mago—. Estoy un poco excitado con lo de mañana por la noche. Ya he tomado parte en otras peleas, pero nunca en una como ésta. ¿Es malo estar tan nervioso?
—No —dijo el mago— También yo estoy un poco… excitado, pero el nerviosismo desaparecerá. Tú recuerda lo que tienes que hacer y, cuando llegue el momento, estarás preparado para ello.
El kender soltó un sonoro suspiro.
—Así lo espero. No hago más que pensar cómo se desarrollará todo y soy incapaz de frenar la imaginación y olvidarlo. Tengo la cabeza llena de cosas.
«Tienes la cabeza llena, sí. Llena de paja», pensó el goblin.
—¿Sabes? No te he preguntado cómo te llamas —dijo el elfo—. He estado tan preocupado que me olvidé de hacerlo.
Hubo un breve silencio.
—Bueno, tampoco pensaba decírtelo, porque estuve hablando con el goblin hace unas cuantas semanas, cuando nos conocimos, y me dijo que no tenía nombre —contestó por fin el kender—. Pensé que sería una des-cor-te-sía decirle mi nombre si él no tenía. Mi padre me enseñó esa palabra.
—Ummmmm… Bien, así que te preocupa ofender a como quiera que se llame, al goblin, ¿no?
—Sí. Y por tanto tampoco tú debes decirme cómo te llamas. Tenemos que ser justos.
El goblin sacudió la cabeza con fastidio. Hacía tiempo que había renunciado a llegar a las profundidades de la rara mente del kender. Sencillamente, no tenía sentido. Aun así, sintió algo extraño al oír las razones que tenía para no haberle dicho nunca su nombre. Aquello le causaba una vaga incomodidad, aunque no sabía por qué.
El hombrecillo se había ido arrimando al elfo de manera que ahora estaba casi pegado a él. El mago alzó el brazo y lo echó por encima del tronco para no golpear la cabeza del kender con el codo.
—La magia es fantástica —dijo el kender—. No imaginaba que tú tuvieras tanto poder. He deseado presenciar algo mágico toda mi vida, porque mis padres siempre me contaban historias sobre hechicería. Decían que era lo más maravilloso del mundo, pero que era injusto pues los kenders no pueden ejecutar hechizos, por mucho que estudien. Sin embargo, los elfos y los humanos saben hacerlo. ¿Es eso cierto?
—Me temo que hay algo de verdad en ello —contestó el mago—. Los kenders pueden ejecutar hechizos si sirven a los dioses, pero las Ordenes de la Alta Hechicería están cerradas para ellos. —Se encogió de hombros, pero en su voz se advertía un deje de alivio.
El goblin estaba espantado. ¿Un kender realizando conjuros? La sola idea le daba escalofríos. Por los dioses, ya había suficientes problemas en el mundo. Istar sería una amenaza pequeña en comparación con un hechicero kender.
—Por cierto —dijo el elfo—. Eso es mío.
—¿El qué? ¡Oh, lo siento! —El kender le devolvió algo al mago— Se cayó de tu bolsillo.
El elfo puso el objeto en el suelo, fuera del alcance del hombrecillo.
—Si pierdo alguna cosa más, mañana no podré ejecutar los hechizos —advirtió.
—Oh. —Sobrevino una breve pausa—. Toma. Encontré esto también.
El elfo cogió los objetos al tiempo que daba un hondo suspiro.
—Gracias —dijo, y el silencio reinó durante un buen rato.
—Solía preguntar a mis padres si podría aprender a hacer magia cuando fuera mayor —habló de nuevo el kender—. Mi madre dijo que quizá fuera mejor que no pudiera, ya que si quieres ser hechicero tienes que pasar una prueba, y que te obligan a hacer cosas horribles en ese examen. ¿Es verdad?
El elfo guardó silencio casi un minuto. Aquel silencio era distinto del de alguien que sólo está pensando. El goblin no pudo menos que torcer un poco la cabeza para escuchar mejor y no perder una sola palabra.
El kender dio un suave codazo al mago.
—¿Qué? —preguntó el elfo desconcertado—. Ah, sí. El examen. En efecto, tenemos que pasar la Prueba en una torre de la Alta Hechicería. En realidad, la prueba no te obliga a que hagas cosas horribles, pero tienes…, tienes que… eh… soportar y superar grandes dificultades. Las cosas horribles… te ocurren a ti. Creo que no me apetece hablar sobre mi prueba en este momento. Quiero tener la mente despejada y alerta para mañana.
—Oh. —De nuevo, hubo un breve silencio—. ¿Crees que yo sería un buen hechicero? Tengo trece años. ¿Es una edad suficiente para convertirse en mago?
Aquello sorprendió al goblin. Había visto pocos kenders en su vida, pero, como todos tenían la talla de los niños humanos, no se había parado a pensar en la edad de éste, dando por hecho que tendría alrededor de los treinta. No había imaginado que nadie, y menos un kender, tuviera tanta habilidad para sobrevivir en un terreno agreste y tantos conocimientos a los trece años.
—Un poco joven todavía —comentó el elfo—. Aunque unos cuantos hechiceros empiezan a tu edad, más o menos. Algunos incluso un poco antes.
El kender pareció sumirse en reflexiones tras aquellas palabras.
—¿Podrías realizar algún conjuro para mí? —preguntó de sopetón.
El goblin parpadeó sobresaltado. ¿Qué?
—Bueno, sí que podría —repuso despacio el mago—. Pero la mayoría de los conjuros que tengo ahora he de reservarlos para mañana noche. —Hizo una breve pausa y después añadió—: En fin, supongo que podría realizar uno pequeño. Volveré a aprenderlo por la mañana para reemplazarlo.
—¿De veras? —El kender se echó hacia adelante, excitado—. ¿Un conjuro de verdad?
Bajó la voz al tiempo que echaba una ojeada al goblin y al minotauro. El goblin cerró los ojos, aunque suponía que no sabrían si estaba o no despierto a menos que se acercaran a él.
—Vale, estoy dispuesto —susurró el kender—. No prenderás fuego a nada, ¿verdad? Todo está muy seco, pues no ha llovido hace cinco días. Cualquier otra cosa valdrá.
—No te preocupes. —El mago alzó las manos—. Impil-teh peh.
Una tenue luz azulada, una bola minúscula del tamaño de una uña, empezó a brillar en la oscuridad, entre los dedos del elfo. El goblin contuvo el aliento, por miedo a hacer el menor ruido que lo descubriera. Tampoco él había visto ejecutar magia hasta entonces, y la visión lo asustaba tanto como lo excitaba y lo fascinaba.
Los dedos del elfo iniciaron unos movimientos en torno a la bola, y la pequeña esfera respondió yendo de una mano a otra, balanceándose atrás y adelante. Un instante después, la bola se dividía en dos esferas del mismo tamaño; luego cada una de ellas se dividió otra vez y fueron cuatro, después ocho, todas rodando al ritmo marcado por las manos del elfo. A la tenue y móvil luz, el goblin vio los ojos del kender, brillantes.
El elfo varió el movimiento de las manos. Las ocho bolas azules empezaron a girar una detrás de otra en un pequeño círculo, al tiempo que cambiaban de color, de azul a violeta, después rojo, naranja, amarillo, verde y, por último, otra vez azul. Luego cada bola cambió a un color distinto del resto y todas giraron en torno a los dedos del mago mientras éste manipulaba su esencia mágica. Formaron una figura ovalada en el aire y giraron más y más deprisa, hasta que pareció que había un cordón dorado de luz que daba vueltas sobre sí mismo, al igual que lo hace una moneda sobre su canto un momento antes de caer sobre una de las caras.
El elfo tenía los labios fruncidos, en un gesto de concentración. El círculo empezó a variar de forma mientras giraba en el aire y tomó la de un cuadrado, después la de un triángulo y a continuación la de una estrella de cinco puntas. Luego alteró su forma más aún: un pájaro, un conejo, un pez, todo ello en un remolino silencioso.
Los dedos del elfo variaron el diseño una vez más. Ahora era una reluciente columna verde que se estrechaba y giraba cada vez más despacio hasta detenerse sobre su palma extendida; de ella empezaron a crecer hojas, como si fuera una planta viva. Cada hoja surgía delineada y después se rellenaba con un color suave; del tallo principal crecieron espinas. La parte superior de la planta floreció en un brillante capullo rojo que, poco a poco, creció hasta que una rosa carmesí se alzó hacia el cielo.
El mago articuló una palabra en voz baja, y la planta desapareció dando paso a una pequeña bola de luz blanca. Al cabo de un momento, surgió la figura de un ratón que correteó de un lado a otro sobre la palma del mago, ion la curiosidad de un roedor vivo. Cuando terminó de explorar la mano, el ratón se irguió sobre las patas posteriores, ejecutó una breve danza, hizo una profunda reverencia al kender y al mago, y se desvaneció en un punto de luz que se apagó lentamente.
Todo volvía a estar a oscuras. El goblin estaba tan absorto que casi había olvidado respirar. Cerró la boca poco a poco, sin querer creer que todo hubiera acabado. Parpadeó y tuvo que esforzarse por contener el impulso de frotarse los ojos. Era magia. Magia de verdad.
Entonces oyó gemir al kender.
Volvió la mirada hacia la pequeña figura sentada junto al elfo. El kender se cubría los ojos con las manos y de repente soltó un hipido y se echó a llorar.
El mago le rodeó los hombros con el brazo.
—¿Qué te pasa? —preguntó desconcertado.
El kender se recostó contra el pecho del elfo; los sollozos sacudían su menudo cuerpo. Transcurrieron largos minutos.
—Papá y mamá me dijeron que la magia era maravillosa —musitó entre hipido e hipido—. Dijeron que nunca la habían visto, pero que sabían que era algo bueno. Deseaban con todo su corazón verla, pero nadie quiso mostrársela. Me dijeron que los hombres no eran tan malos, y que, tal vez, algún día, un humano o un elfo nos la enseñarían si teníamos paciencia con ellos. No creían que un humano les hiciera daño, pero ellos se lo hicieron. Los humanos hicieron mucho daño a papá y a mamá, y yo no pude ayudarlos porque estaba demasiado asustado y me había escondido, y, cuando los humanos se marcharon, tuve que enterrarlos y rezar las oraciones que me habían enseñado. Estaba demasiado asustado para ayudarlos, incluso cuando les hicieron mucho daño. Ojalá hubiese tenido magia en ese momento para haberlos ayudado. Anhelaban tanto ver magia… —Siguió sollozando, con el rostro hundido en las ropas del elfo.
El goblin reparó en que tenía los puños apretados, temblorosos. Algo le escocía en los ojos y le costaba trabajo ver. Despacio, abrió las manos y se cubrió la cara con ellas. Detestaba la debilidad, la había odiado toda su vida, y ahora lo dominaba por completo. Se odió a sí mismo por ello, y todo por culpa del kender, de ese maldito, débil, estúpido y miserable kender. Unos hilillos húmedos le escurrían, por las mejillas; el goblin se mordió el labio hasta que notó el sabor de la sangre.
«Mañana. Que llegue pronto mañana», deseó.
No lucían las estrellas. Las llamas altas de una hoguera ardían en la cumbre del cerro, visibles entre la espesa arboleda y la maleza. Los grillos cantaban por todas partes.
—Así que crees que sabes cómo manejar a esa chica elfa, ¿no? —Dijo el guardia con una mueca—. ¿No te parece que es un pastel demasiado grande para ti?
El sonriente guardia había vuelto el rostro hacia su compañero, que estaba inclinado para recoger leña. El goblin hundió su cuchillo en los riñones del hombre, atravesando la armadura de cuero. El dolor fue tan intenso, que el guardia supo que iba a morir. Estaba aterrado e intentó gritar, pero no salió sonido alguno de su boca, tapada con la mano callosa del goblin, que le torció la cabeza hacia atrás con increíble fuerza. El hombre alargó las manos hacia la espalda para agarrar a su atacante, pero la agonía del dolor se adueñó de su cerebro y le hizo olvidar todo lo demás. El goblin dejó que el cuerpo se desplomara en el suelo.
—Puedes apostar a que sé cómo manejarla —dijo el guardia que recogía leña. Se acuclilló para colocar mejor la caiga sobre los hombros y luego alargó la mano para coger otros trozos de madera—. El bien redime a los suyos, reza el dicho, y yo voy a redimir a esa muchacha elfa antes de que llegue a Istar. Ya a saber lo que es un hombre; y yo voy a ser el clérigo mayor. Pueden quedarse con los otros esclavos. Pero he esperado mucho tiempo para renunciar ahora a ésta.
Recogió el último trozo de leña; en ese momento, la mano del goblin se cerró con fuerza sobre su boca y lo apretó contra su pecho. La afilada hoja hendió con facilidad la garganta del hombre. El guardia supo lo que pasaba, pero no pudo hacer nada por evitarlo; tampoco le fue posible gritar.
El silencio se adueñó otra vez del oscuro bosque, y enseguida se reanudó el chirrido de los grillos. Todo estaba impregnado del olor a sangre.
El goblin esbozó una mueca, limpió la hoja del cuchillo y echó a andar entre los árboles. No sentía el menor signo de debilidad; no con el conjuro de fuerza mágica que el elfo le había echado. Se creyó capaz de alzar en vilo a un caballo si quería; quizás a diez caballos. Además, llevaba un anillo que alteraba los sonidos a su alrededor, de manera que un hombre pensaría que había escuchado el ulular de un búho si el goblin hablaba, o el soplo del viento si caminaba. Aquello era demasiado bueno para ser verdad. En su excitación, apenas advertía el frío.
El campamento de los istarianos estaba en lo alto del cerro, donde los hombres se apiñaban en torno a la hoguera para resguardarse del cortante aire. Cuesta abajo, en un claro, medio ocultas por los árboles, había varias carretas junto a todos los caballos de los istarianos. El elfo había explorado el terreno por medio de hechizos e informó que en uno de los carros había esclavos: una mujer elfa, un viejo enano y tres chiquillos, humanos o elfos, no estaba seguro. Las otras tres carretas estaban vacías. El kender calculaba que eran unos veinte hombres y el goblin que eran veinticuatro; veintiuno, ahora que había matado a tres mientras rodeaba el campamento.
El elfo y el minotauro se habían quedado abajo, junto a las carretas, para atacar a los centinelas que estaban allí. El mago ejecutó un hechizo para silenciar el tintineo de las cadenas del minotauro. El goblin se agazapó y sacó un frasco estrecho, de cerámica, de un saquillo de cuero que colgaba de su cinto de cuerda. Era la hora. Quitó el tapón de corcho y se bebió el contenido; hizo una mueca de asco al paladear el amargo sabor del líquido. Se limpió los labios mientras se incorporaba, arrojó al suelo el frasco y echó a andar medio agachado hacia el resplandor de la hoguera.
A cada paso, imaginaba la espada mágica. Se vio a sí mismo manejándola, en lugar de su machete, y se vio también después de haber formulado su deseo, el único deseo. La idea casi lo hizo avanzar demasiado deprisa y descubrir su presencia a los humanos, que se encontraban directamente frente a él, un poco más adelante. Se agazapó tras un árbol, confundiéndose con la oscuridad. Se encontraba a sólo sesenta metros de la hoguera que ardía en lo alto del cerro.
—No es como si matáramos a gente de verdad, ¿sabes? —El humano hablaba en voz baja, pero su tono era seguro y enterado. Cambió de postura y su armadura tintineó. Cota de malla, quizá con pectoral—. Tú y yo somos personas de verdad. Conocemos la diferencia entre el bien y el mal. Los dioses nos han bendecido con una revelación que ninguna otra raza tiene. Esa revelación es ver nuestro destino. No somos como esas razas mestizas que sólo ven la comida del día siguiente. No merecen respirar el mismo aire que nosotros. Por los dioses benditos, ¿te gustaría vivir en una ciudad con goblins?
Eran dos hombres los que estaban delante del goblin, a unos nueve metros de distancia, cerca de un montón de arbustos y ramas de un árbol caído. Podía verlos bien con el resplandor de la hoguera. Uno vestía cota de malla y el otro cuero remachado. El goblin supuso que el de la cota de malla era el cabecilla, tal vez un caballero. Sería difícil matarlo si no se hacía de la manera adecuada. El goblin se preguntó si debería evitarlos con un rodeo, pero no le gustaba la idea de dejar a nadie vivo tras él, sobre todo a alguien a quien no le gustaba vivir con goblins o respirar su mismo aire.
El hombre de las ropas de cuero remachado apartó la vista de su compañero; los dedos que sujetaban la lanza se aflojaron un poco.
—No, Reverencia —farfulló.
El goblin se quedó petrificado. «¡Dioses de Istar! ¡Un clérigo!», pensó. Quizás uno de los que oían lo que pensabas.
—Bueno, a mí tampoco me gustaría —dijo el hombre de la cota de malla, mirando al otro humano mientras esbozaba una sonrisa a medias—. A nadie le gustaría. Sabes las maldades que hacen los goblins, ¿no? Claro que sí. Tenemos que destruirlos, y sabes que es correcto. Y a los kenders. Disculpa si te hago esta pregunta, ¿pero crees que alguno de los dioses del Bien habría creado a un kender?
—Bueno, ellos… —Se interrumpió. Era evidente que intentaba enfocar esto con mucho cuidado— No son… Quiero decir… Los kenders causan problemas, lo sé, pero…
El hombre de la cota de malla resopló divertido. Volvió la vista hacia la distante hoguera del centro del campamento, a cuyo alrededor se arracimaban los petates de dormir. El tenue resplandor del fuego se reflejó en el pulido peto de acero.
—Lo que intentas decir es que los kenders no son tan malvados como los goblins, ¿cierto?
El hombre vestido con cuero aspiró hondo, lo pensó mejor y no dijo nada.
—Así que crees que los kenders no son tan perniciosos como los goblins. —El de la armadura suspiro— Piensas que actuamos mal, ¿no? Cumplimos la voluntad de los dioses del Bien y del Príncipe de los Sacerdotes, ¿y piensas que eso está mal?
—No. —El hombre parecía muy asustado. El goblin apenas pudo escuchar su respuesta—. No, no es eso, Reverencia.
—Ah —dijo el clérigo, al parecer aclarado el malentendido—. Según el capitán, ésta es tu primera campaña. Sé que resulta duro, y a veces todo parece muy confuso. Quizá siempre, ¿no?
El otro hombre bajó la vista al suelo y pareció que asentía con un cabeceo, sin querer hablar.
El peor temor del goblin desapareció. Si este clérigo leía las mentes, ahora no lo estaba haciendo. El goblin estudió el terreno que tenía ante sí y después sacó algo de un bolsillo. No podía contar con llevar a cabo un golpe efectivo a través de la cota de malla, tendría que recurrir a la poción de poder. Salió despacio de la sombra del árbol.
—También para mí fue muy confuso cuando empecé. —De repente, la voz del clérigo sonaba extrañamente vulnerable—. Fue terrible al principio. No me preocupaba luchar contra los goblins, pero otras cosas me desazonaban. Tuvimos que combatir con enanos una vez. Me aterrorizaron con sus ojillos mudables, sus espesas barbas, sus cuerpos achaparrados. Luchaban como… —El clérigo bajó la voz y volvió los oscuros ojos hacia el nuevo recluta— como si estuvieran poseídos por los Siete Malignos.
En el silencio que siguió a sus palabras, sólo se oyó el 1 crepitar de la hoguera. El viento pareció soplar con más fuerza a su alrededor.
—Fue una guerra terrible en las montañas —continuó | el clérigo con voz queda—. Vi a mis amigos morir aplastados por avalanchas, atravesados por dardos y flechas. Los tuve en mis brazos, con los miembros segados por hachazos, suplicándome que los sanara. Eso fue lo que los enanos hicieron con nosotros en las montañas.
No luchaban como humanos. No eran humanos. Eran seres malignos. Entonces lo comprendí todo y por fin creí en su maldad. Ojalá hubiese habido un modo mejor de aprender la lección sin haber tenido que pasar por aquello. No quiero volver a ver morir a mis amigos en mis brazos de ese modo, desangrándose sin poder hacer nada para evitarlo, pues todos mis conjuros los había utilizado antes en sanar las heridas de otros. —Los ojos del clérigo relucían como brasas. Alzó la mano y dio unas palmadas en el hombro del soldado—. Me gustas, muchacho. Me recuerdas a como yo era, antes de aquella guerra en las montañas. Ojalá no cambiaras nunca. Lo digo de verdad. Así eres mucho más feliz.
El soldado carraspeó y esbozó una tímida sonrisa. El clérigo le sonrió a su vez. El hombre más joven se llevó la mano a la frente para limpiarse el sudor.
Algo se movió entre sus pies y se deslizó despacio por sus piernas. El soldado se incorporó de un brinco al sentirlo. Algo lo tenía agarrado por los tobillos, y perdió el equilibrio; al caer al suelo soltó la lanza. El clérigo empezó a sacudirse los muslos con gestos frenéticos. Veía hierba alta y enredaderas y raíces y zarzas enredándose en torno a sus piernas como cadenas de hierro. Los dos hombres abrieron la boca para gritar, pero no emitieron sonido alguno. En lugar de ello, los grillos chirriaron más alto, el viento sopló con más fuerza, los pájaros nocturnos piaron. Los hombres que estaban junto a la hoguera, en lo alto del cerro, siguieron ocupados en sus asuntos, sin advertir nada.
El goblin salió de la oscuridad. Enroscó un cable flexible en torno al cuello del clérigo y apretó. Los ojos del humano se desorbitaron; intentó meter los dedos bajo el cable, pero no había hueco. La lengua le asomó entre los dientes y sus ojos en blanco miraron sin ver las estrellas.
El soldado caído en el suelo se debatió para librarse de las plantas que le apretaban piernas, tronco y brazos y subían hacia su rostro; gritó y gritó, pero sólo oyó a los grillos y a los pájaros nocturnos y al viento que agitaba las copas de los árboles.
Entonces el clérigo se desplomó de espaldas sobre las retorcidas plantas; la oscura sombra soltó el Lazo corredizo y miró con frialdad al hombre caído. El soldado lo vio y entonces creyó lo que el clérigo había dicho sobre los seres malignos; lo creyó todo, y chilló como un loco hasta el último momento. Nadie lo oyó.
«Demasiado bueno para ser verdad», pensó el goblin.
—¿Dónde se han metido, en nombre del Abismo? —rezongó el capitán, sin la menor consideración hacia los hombres que dormían a su alrededor.
El goblin llegó a la conclusión de que tenía que ser el capitán, aunque no llevaba armadura. Su porte y actitud denotaban al primer vistazo que era un hombre con mando.
—¡Eh, tú! —Gritó a un centinela situado al otro lado del campamento—. Ve a buscar a esas comemierdas y diles que el fuego se está apagando; y que muevan sus culos gordos deprisa y vuelvan con la leña ahora mismo. Diles también que quiero verlos después. Si tienen tiempo para cazar ardillas, también lo tendrán para hacer otras tareas que les voy a encargar. ¡Muévete!
Los hombres siguieron dormidos. El centinela se cuadró y se metió entre los árboles, pasando ante el invisible goblin y dejando atrás al barbudo capitán que espantaba mosquitos e insectos a cachetes.
—Odio estar en el campo —rezongó el capitán—. Detesto acampar a descubierto, acosado por insectos que muerden y pican. A la naturaleza le importa un bledo mi persona, mi rango, ni nada. No hay modo de defenderse contra eso.
El goblin echó un vistazo al centinela que se alejaba. No era probable que encontrara a los dos últimos cadáveres al estar cubiertos de plantas, pero, si continuaba en aquella dirección, se toparía pronto con los tres primeros. El tiempo se estaba acabando. Escondido tras un grupo de retoños de árbol, el goblin se frotó los músculos de los brazos mientras volvía la vista hacia el campamento. Contó doce petates extendidos alrededor de la hoguera; el capitán estaba de pie, ocupándose él mismo de hacer la guardia. Los otros hombres debían de encontrarse en la ladera, más abajo, con los caballos y las carretas, si es que seguían vivos, cosa que el goblin dudaba.
El kender tenía que estar a punto de entrar en acción. El goblin debía llegar primero y buscar la espada. Se tomó tiempo para escudriñar el campamento con los ojos entrecerrados para eludir el resplandor del fuego, buscando alguna caja que pudiera contener una espada. Las provisiones y los bultos estaban apilados en un único montón, al borde del claro, a unos dos tercios del perímetro por su izquierda. No distinguía bien lo que había en la pila de objetos, pues el fuego restaba eficacia a su visión nocturna. Su única esperanza era que el capitán hubiera considerado la espada lo bastante valiosa para llevarla al campamento y así evitar que la robaran.
El goblin se movió sigiloso para apartarse de la luz y empezó a recorrer el perímetro del campamento, hacia la izquierda. Procuró no pensar en la posibilidad de que el elfo, el minotauro o incluso el kender encontraran primero la Espada del Cambio. Había soñado tanto con el arma durante los dos últimos días, que no podía imaginar no poseerla. La ganancia era mucha, y él se la merecía. La concesión del deseo compensaría toda una vida de soledad, privaciones y tratos brutales. Lo libraría para siempre de sufrimientos.
Todavía se sentía como si el conjuro de fuerza siguiera funcionando. Ignoraba si la poción de control de plantas estaba o no activa, pero no le importaba. Si podía acercarse lo suficiente a los paquetes de provisiones y encontrar la espada, no le haría falta enredar a los soldados con las plantas otra vez; todo cuanto tendría que hacer sería huir con el botín. No. Cambió de parecer. Utilizaría los efectos de la poción si todavía funcionaba. Mejor sería inmovilizar a todo el mundo con enredaderas hasta que hubiese formulado su deseo. Entonces ya nada importaría.
La ladera del bosque descendía en un pronunciado declive por detrás de los paquetes de provisiones, y caía a plomo unos seis metros. El goblin gateó tan pegado al suelo como le fue posible, sin apresurarse. En cualquier momento, el guardia que había entrado en el bosque encontraría alguno de los cadáveres y daría la alarma. Pero el goblin no podía permitirse ir deprisa. Alcanzó el borde del herboso barranco. Estaba sumido en las sombras proyectadas por las cajas de provisiones y baúles, que interceptaban la luz de la hoguera. El goblin decidió correr el riesgo de asomarse, agazapado, y echó un vistazo al campamento.
Justo en ese instante, el kender llegó volando del cielo y aterrizó en medio del campamento, a dos metros escasos de distancia del capitán, así como del propio goblin.
Ocurrió tan deprisa que el goblin se quedó paralizado cuando alzaba un pie para dar un paso, y el capitán ni siquiera gritó para despertar a los demás. El kender se limitó a mirar en derredor, después saludó al capitán con la mano y esbozó una sonrisa traviesa. Llevaba el oscuro cabello lleno de enredos y su rostro, marcado de cicatrices, pringado de barro; se acercó al capitán hasta casi rozarlo. El kender vestía sus habituales harapos sucios, una mezcla de ropas desgarradas y pieles de animales, y sostenía entre sus brazos una bolsa grande: la bola de fuego.
—¿Qué demonios…? —musitó el capitán. Su mano derecha fue hacia la daga que llevaba enfundada a la espalda. Sin que se alterara su expresión, saludó al kender moviendo la otra mano.
El kender brincó en el aire, dio una voltereta hacia atrás, y aterrizó de nuevo sobre sus pies, con el rostro radiante de excitación. Hizo un gesto con la cabeza al capitán, señalando brevemente hacia el cielo, como instándolo a que saltara también.
El hombre se humedeció los labios. Sus dedos se afanaban en desatar las correas de seguridad que sujetaban la daga a la funda.
—Eh… me temo que soy incapaz de volar como tú —dijo, esbozando una sonrisa forzada—. Pero ha sido una demostración fantástica.
Por el rabillo del ojo, el goblin atisbo un brazo que salía despacio entre las mantas de un petate, situado a tres metros detrás del kender, y se acercaba hacia una espada tendida en el cielo. Al parecer, el capitán también lo había visto, pero, tras echar la primera ojeada, evitó mirar otra vez hacia allí.
—¿Sabes hacer más trucos? —preguntó el capitán en un tono casi amistoso.
—¡Claro! —Contestó el kender, cuya expresión se tornó contrita de inmediato—. No debo hablar —farfulló en tono de disculpa—. Un error mío. De todas formas, aquí tienes mi último truco.
El soldado del petate a espaldas del kender levantó la espada y después, muy despacio, rodó sobre sí mismo hacia adelante para situarse a una distancia en la que pudiera utilizar el arma. El goblin se puso tenso. No tenía la menor idea de qué hacer a continuación.
El kender se agachó y saltó en el aire. Todavía con la bolsa en los brazos, voló hacia la oscuridad. El soldado arremetió; la espada trazó un arco descendente, pero falló su blanco por completo.
—¡Alerta! —bramó el capitán, olvidándose de la daga y desenvainando su espada larga—. ¡A las armas! ¡Arriba, moved vuestros gordos culos! ¡A las armas, malditos seáis!
El kender había desaparecido en el oscuro cielo sin estrellas. El goblin retrocedió tras los arbustos, hasta el mismo borde del barranco. No tenía vía de escape. Buscó cobertura poniendo el tronco de un árbol entre sí mismo y el campamento que despertaba, y maldijo para sus adentros al kender por estar a punto de provocar su muerte.
Hombres soñolientos y asustados salieron precipitadamente de entre las mantas y buscaron a tientas armas y corazas, escudos y yelmos. El capitán miraba a lo alto, esperando atisbar al kender en el oscuro cielo, a la vez que profería maldiciones.
—Siento haber fallado, capitán —dijo el soldado que había intentado atravesar al kender—. Lo tenía justo delante cuando de pronto se elevó. ¿Es que es un hechicero?
—Tiene que serlo —contestó el oficial con voz tensa, todavía con la mirada prendida en lo alto— Volaba.
—¿Qué sucede, capitán? —gritó uno de los hombres, con la mitad de una armadura puesta y un hacha en la mano.
El barbudo capitán bajó la vista. Todos sus hombres estaban ya de pie, amontonados a su alrededor.
—Tú —dijo, señalando a un hombre pelirrojo—. Baja y trae al clérigo; puede que tengamos problemas. Dile que hay un hechicero suelto por los alrededores. Lleva a tres hombres contigo. No… ¡Oh, maldita sea! —El capitán se llevó las manos a los ojos y se los frotó con fuerza; otros hombres que estaban cerca de la hoguera hicieron lo mismo. De las llamas saltaban chispas a medida que una lluvia de polvo negro caía sobre ellas. Era el inicio de la bola de fuego.
El goblin comprendió el peligro que se avecinaba cuando el polvo negro empezó a caer y los hombres a maldecir. Supo que tenía que huir, pero vaciló un instante antes de echar a correr, pues no sabía adónde ir sin que lo descubrieran. Aquel segundo era todo el tiempo del que disponía y lo perdió.
Se produjo una explosión de luz blanca y amarilla, tan grande como una manzana de casas. La onda expansiva se extendió más allá de la hoguera hasta abarcar todo el claro, perfilando los cuerpos de los hombres lanzados al aire durante un instante, antes de engullirlos.
Un sólido muro de calor abrasador y aire se precipitó sobre el goblin a través de las ramas y las hojas, incinerando los árboles a su paso. Las llamas lo alcanzaron, le chamuscaron el vello de los brazos y el pelo, prendieron fuego a sus harapos y abrasaron hasta el último centímetro de piel expuesta a aquel infierno. En medio de la agonía, el goblin alzó los brazos en un gesto instintivo para protegerse. No tuvo tiempo de sentir verdadero miedo, ni de reaccionar, salvo para moverse.
Se dio media vuelta y se arrojó por el barranco. Cayó por el aire, bañado en la luz del fuego, sintiendo un instante el rugido del viento en los oídos mientras el distante suelo salía a su encuentro.
El impacto le dejó vacíos de aire los pulmones cuando cayó en la tierra. Rodó cuesta abajo en un loco torbellino de brazos y piernas hasta que chocó contra un árbol. No podía respirar. Un millón de espinas y ramas le habían desgarrado la piel abrasada. Una masa de hojas ardientes cayó a su alrededor. Se obligó a ponerse de rodillas sin pensar en nada más. Luchó por llevar aire a sus pulmones y sintió como si una docena de afilados cuchillos se los atravesaran. Era el dolor más espantoso que jamás había sentido, peor que las quemaduras y los cortes. Se puso de pie, conmocionado, sin atreverse a respirar otra vez, y avanzó a trompicones, sin reparar en nada, hasta que tropezó con un tronco. Algo lo golpeó en la frente como un martillo, y el mundo se sumió en la oscuridad.
Durante un minuto, el goblin no pudo recordar qué ocurría ni qué estaba haciendo allí. De lo único que era consciente era de aquella peculiar sensación de entumecimiento. Unas imágenes extrañas empezaron a acudir a su mente, parte de alguna horrible pesadilla que giraba en su cabeza como un torbellino. Recordaba quién era, pero no dónde se encontraba ni por qué estaba allí. Yacía de espaldas, notando que una especie de insensibilidad desaparecía para dar paso poco a poco a un creciente dolor que abarcaba todo su cuerpo. Soñó que lo había bañado un río de lava y lo habían golpeado con garrotes.
«Estoy en el bosque, de noche. Hay una gran hoguera en lo alto de un cerro, sobre mí. Debería marcharme de aquí, pero no sé dónde estoy ni por qué me encuentro en este lugar», pensó.
Empezó a rodar sobre sí mismo, pero enseguida se detuvo e hizo una mueca al sentir un horrible dolor que se iniciaba en lo más hondo de su pecho. Poco a poco recordó al kender, después al minotauro y al elfo. Incluso se acordó de la espada, pero no tenía ni idea de por qué le interesaba. Poco después, también recordó aquello.
Por fin se puso de rodillas, pero se quedó quieto, estremecido por las punzadas que le producía en el pecho cada inhalación. La explosión se debía a la bola de fuego hecha por el elfo con aquel polvo de carbón, y que según sus palabras había fabricado con la ayuda de unos gnomos, que le habían proporcionado el polvo para el encantamiento. El goblin se preguntó si el kender habría sobrevivido a la explosión al encontrarse tan alto en el cielo.
El elfo le había advertido al kender que no permaneciera suspendido en el aire demasiado tiempo, ya que el hechizo perdería fuerza y el hombrecillo se precipitaría a su muerte. Quizás el kender no había tenido que preocuparse por tal posibilidad, si la curiosidad había sido más fuerte que él y había intentado presenciar la explosión de cerca. El goblin se encontró deseando que el kender siguiera por allí. Al fin y al cabo, se dijo, él había hecho todo el trabajo.
Entonces recordó al elfo y al minotauro. El elfo estaría buscando la espada en este mismo momento, y contaba con la ayuda del minotauro, así como con sus otros hechizos.
«No importa —pensó de repente el goblin—. Voy a matar a ese elfo. Voy a matar a ese elfo y al minotauro también. Puedo hacerlo; he matado a un montón de hombres hoy. Los mataré a todos. Soy fuerte, nada puede ocurrirme. Sólo tengo que apoderarme de esa espada, y eso es todo cuanto necesitaré. Tengo que hacerlo ahora».
Con cuidado, buscando apoyo en el tronco, el goblin se puso de pie y empezó a caminar a trompicones cuesta arriba.
El humo se extendía por el campo a medida que las llamas prendían en los árboles secos y arrojaban al cielo miles de chispas ardientes. Las nubes se tiñeron de color naranja.
El goblin remontaba el cerro paso a paso, y cada movimiento era una agonía. Sus abrasadas manos se aferraban a las ramas, a los matojos y a las piedras. Trepó hasta creer que llevaba interminables años haciéndolo. Era como si hubiera estado haciendo lo mismo desde su nacimiento. En varias ocasiones comenzó a delirar y balbuceó acerca de cosas que parecían tener mucho sentido pero que enseguida se borraban en su mente. Chilló y cantó y, aferrándose a la hierba, se arrastró sobre el estómago y tiró de sí mismo hacia arriba. Vio que lo había conseguido. Todavía estaba cantando algo, una tonada que había oído a los asesinos de la cuadrilla en Dravinar del Este, pero olvidó la canción cuando le sobrevino un golpe de tos causado por el humo y el hedor de carne quemada. Descansó un momento y después se aupó para echar un vistazo en derredor.
Le llevó un poco de tiempo, pero por último comprendió que el fuego en la cumbre del cerro estaba apagándose. Y sólo tardó unos segundos en llegar a la conclusión de que era probablemente obra del hechicero elfo. El goblin contempló en silencio cómo un pequeño fuego que tenía delante se consumía en una mancha ennegrecida de ceniza y humo. Sólo la debilitada hoguera del campamento emitía algo de calor y luz.
El goblin tembló cuando un violento escalofrío lo sacudió. Sabía que se debía tanto al miedo como a su estado físico, sobre todo por las quemaduras. Tenía que encontrar la espada. No podría resistir mucho más tiempo. Avanzó a gatas, con el cuerpo estremecido de dolor, y buscó en el montón de provisiones y cajas.
Entonces oyó que alguien caminaba a trompicones en su dirección, a través de los abrasados restos del campamento. El goblin tosió y miró a su alrededor.
Una aparición ennegrecida, con armadura de la guardia, alargó los brazos hacia el goblin mientras se acercaba. Su rostro estaba quemado de tal manera que era irreconocible, y las manos, sin dedos, eran dos muñones negros.
La figura caminó con movimientos rígidos hacia el goblin, dejando tras de sí un rastro de humo procedente de sus ropas chamuscadas. El hombre estaba ciego y desprevenido.
El goblin chilló aterrorizado. Ni siquiera pensó en huir o luchar. Todo cuanto sabía era que eso era un hombre muerto, un hombre en cuya muerte él había tomado parle, y que ahora venía a vengarse. Conocía todas las historias sobre muertos y no quería saber ninguna más.
La horrenda aparición tropezó en un cadáver tendido en el suelo y se desplomó con un grito amortiguado. Trató de incorporarse durante un momento; luego quedó tendido e inmóvil.
El hedor llegó entonces al goblin, que tuvo una arcada, pero se obligó a apartar la vista del hombre muerto y reanudar su avance a gatas. Sabía que encontraría cosas peores a medida que se acercara al centro de la explosión, pero no le importaba. Tenía que encontrar la espada.
Un revoltijo de madera carbonizada surgió a la mortecina luz de la fogata, a unos diez metros de distancia. En un arranque de energía que no creía tener ya, el goblin soltó un grito de satisfacción y gateó con rapidez sin preocuparse de sobre qué tenía que pasar para llegar hasta allí.
Sus dedos impacientes se alargaron hacia las cajas humeantes. Vio que, en efecto, habían sido las provisiones del campamento, pero todavía cabía la posibilidad de que la espada se encontrara entre ellas. Estaba ya tan cerca, tan próximo al único poder que podría poseer, que siguió buscando sin pensar en más. Se puso de rodillas e intentó examinar las cajas a la mortecina luz de la fogata.
Casi de inmediato, vio una que estaba apartada del resto. Era el estuche de un arma, en su momento cubierta de elegantes tallas elfas en la superficie de madera, pero ahora medio abrasada. Era un poco más grande de lo que sería una espada. El goblin la cogió mientras lanzaba un grito inarticulado y la arrastró hacia sí; la manoseó buscando los cierres. Sus dedos tocaron uno, lo abrieron y levantaron la tapa.
Pero la caja estaba vacía.
Parpadeó.
Ya estaba vacía.
Miró de nuevo en su interior.
Seguía estando vacía.
Vacía. Vacía.
Alguien se movió por el campamento, a sus espaldas.
El goblin se dio media vuelta, tiritando, pero sin sentir dolor alguno.
—¡Oh, dioses! —exclamó la voz sofocada del elfo. Su semblante estaba pálido por la impresión y se cubrió la nariz y la boca con un pañuelo para evitar el pestilente hedor—. ¡Estás herido! ¡No te muevas!
El goblin bajó despacio la vista hacia la mano derecha del elfo, en la que sujetaba una reluciente espada larga con gemas incrustadas.
El elfo enfundó el arma en una vaina que el goblin no conocía.
—Encontré la Espada del Cambio en poder de uno de los guardias, junto a los caballos —dijo, mientras se apresuraba a llegar hasta el goblin y se arrodillaba para examinarle las heridas—. El hombre acababa de ganarla en una partida de dados o algo por el estilo. El minotauro se encuentra al pie de la cuesta. Los esclavos huyeron a las colinas. Te llevaré a un arroyo para lavarte las heridas. Si ese kender está por los alrededores, haremos que te vende. Maldita sea, estás muy malherido. ¿A qué distancia te encontrabas de la bola de fuego? ¿No pudiste alejarte a tiempo?
Los hombros del goblin se hundieron y pareció que se derretía sobre sí mismo. El elfo alargó las manos y lo cogió con suavidad por un brazo, tratando de ayudarlo. El goblin se encogió al sentir el doloroso tacto, pero no se levantó. Se sentó en el suelo y se quedó mirando la piel del elfo con rostro inexpresivo.
—Vamos —dijo el elfo— Tenemos lo que vinimos a buscar y ahora debemos ocuparnos de tus heridas. —De nuevo alargó las manos hacia el goblin, que alzó la vista hacia su rostro con expresión estúpida. Entonces bajó los ojos y vio la espada.
»Vamos —insistió el elfo.
El goblin rebulló y alzó las manos hacia el elfo al tiempo que se ponía en cuclillas. Respiró hondo y se lanzó hacia adelante, eludiendo los brazos tendidos del elfo. En el momento que sobrepasaba su costado, aferró la espada con las dos manos. El arma resistió el tirón un instante y después salió de la vaina.
Tenía la espada. ¡Tenía la espada!
—¡Dioses, no! —gritó el elfo, mientras se volvía hacia él.
El goblin retrocedió a trompicones y estuvo a punto de caer antes de recuperar el equilibrio. Faltó poco para que el elfo lo agarrara, pero la hoja de acero se interpuso en su camino.
El elfo esquivó el arma y saltó hacia atrás, en el último instante.
—¡Por favor! —suplicó—. ¡No seas loco! ¡No tienes ni idea de lo que sostienes en la mano!
El goblin lo miró en silencio un momento y después se echó a reír; fue una risa salvaje, demente, que resonó en la noche. Sus ojos eran dos relucientes esferas de negrura en medio de su rostro, abrasado y sucio. Su pecho se estremecía como si cada inhalación lo matara.
—Dame la espada —exigió el elfo—. ¡Dámela!
El goblin hizo un gesto de negativa sin dejar de reír. Se sentía mareado, como si el alma estuviera abandonando su cuerpo.
—Es mía —consiguió articular, aunque el dolor le atravesaba los pulmones con cada palabra—. ¡Es mi espada! ¡Mi espada!
—¡Lo echarás todo a perder, necio! —Chilló el elfo—. ¡Es una espada de deseos! ¡Podemos combatir a Istar con ella! ¡Podemos salvarnos a nosotros mismos y a nuestros pueblos de Istar si la utilizamos bien! ¡Ahora tenemos la oportunidad de hacerlo! ¡Dame la espada!
El goblin sacudió la cabeza despacio. Mantuvo la punta del arma dirigida hacia el elfo, listo para arremeter en caso de que el otro hiciera alguna tontería, como cargar contra él. Pero el goblin se sentía muy cansado ahora, como si llevara un año sin dormir. La espada pesaba mucho y el pecho empezaba a dolerle más que antes. Intentó tragar saliva, pero incluso eso le causaba un gran dolor.
El elfo, que había estado medio agachado, con los brazos extendidos hacia él, cambió de postura. Se puso derecho y bajó los brazos poco a poco.
—Bien —dijo con voz indiferente—. Debí haberlo imaginado. Si es lo que quieres, así será. —Alzó las manos— No me dejas otra opción.
Las manos del elfo empezaron a brillar.
El goblin abrió la boca, levantó la espada… y no logró recordar su deseo.
—¡Aliakiadam vithofo milgreya! —gritó el elfo— Soma-litarak ciondiamal freetra…
Una forma enorme y oscura salió de entre los matorrales, a espaldas del elfo; la luz de la moribunda fogata silueteó su corpachón pardo y largos cuernos. El goblin vio al minotauro y cayó de espaldas al tiempo que lanzaba un grito salvaje. El impacto vació de aire sus pulmones. No soltó la espada, sino que la sostuvo ante él.
El minotauro movió sus inmensos brazos en un arco amplio; la oscura cadena de hierro zumbó en el aire y golpeó al elfo en la espalda, con la fuerza de un mazo gigante. El elfo salió lanzado hacia adelante y cayó al suelo hecho un ovillo. El brillo mágico de sus manos perdió fuerza… y se desvaneció.
El elfo se retorció en el suelo, boqueando para coger aire. Consiguió girar sobre sí mismo y se sentó para hacer frente al minotauro. Su pecho se agitaba con movimientos espasmódicos y su rostro estaba contraído en un gesto grotesco de dolor. El goblin vio que la camisa del elfo, en la espalda, tenía una mancha oscura y húmeda donde U gruesa cadena lo había golpeado. Sin atreverse a mover un sólo músculo, el goblin miró fijamente al minotauro que se erguía ante el elfo. Sus enormes manos balanceaban la cadena, dispuestas a propinar otro golpe.
El goblin intentó recordar su deseo, pero no lo consiguió. Tenía la mente en blanco.
—¿Y bien? —dijo el minotauro en la lengua comercial, sin apartar los ojos del elfo— ¿No vas a echarme un hechizo?
El mago resollaba, como si le costara un gran trabajo respirar. El goblin miró a la enorme bestia y lo olvidó todo.
—Puedes…, puedes hablar —jadeó por fin el elfo.
—Y muy bien —respondió el minotauro. Articulaba las palabras despacio, pero con un perfecto dominio de la lengua comercial—. Has descubierto algo de tu mundo que hasta ahora no sabías. He oído decir que los elfos valoran el conocimiento, así que esta información te hará un gran servicio en el más allá.
—Aguarda —dijo el elfo, intentando recobrar el aliento—. Espera un momento. Salimos… para recuperar la espada… para así utilizarla… contra nuestro… enemigo común… Istar. Tenemos que…
—No —lo interrumpió el minotauro—. Cada uno de nosotros salió para apoderarse de la espada para sus propios propósitos. —El minotauro lanzó una fugaz ojeada al goblin—. Imagino que nuestro amigo goblin simplemente busca poder. Quizá. Quiere ser un dios. Pero yo busco en la espada algo mucho más sencillo.
El goblin se preguntó si no estaría soñando. El elfo se irguió un poco, pero parecía incapaz de sentarse derecho; hizo un gesto de dolor mientras se dejaba caer de nuevo en el suelo, boca abajo, respirando de manera entrecortada.
—Parece que no me has escuchado —dijo el minotauro. La cadena se balanceó suavemente entre sus manos.
—¡Sí! ¡Te he escuchado! —Se apresuró a responder el mago—. ¿Por qué? ¿Por qué?
—Porque así es el mundo: sólo los fuertes merecen gobernar, y deben valerse de cuanto esté a su alcance para conseguirlo. Porque el verdadero poder radica en el caos, .en la destrucción de todas las fronteras, leyes y limitaciones, de manera que todos los seres puedan combatir entre si por el derecho a gobernar. Una vez que tenga esa espada, me habré asegurado la ocasión de dominar el mundo, de mar a mar y más allá, para siempre, formulando el deseo de que el mundo civilizado perezca. Mis congéneres y yo alcanzaremos por fin la libertad y dominaremos lo que quede de esta tierra triste y torturada.
—Qué locura —susurró el elfo, mirando de hito en hito al minotauro.
—No más que tu esperanza de destruir una parte del poder de Istar con esta espada. A tu manera, abrirías las puertas del caos, pero dejarías la justicia y el orden del mundo intactos. Aquellos que promulgan las leyes y dirigen ejércitos probablemente considerarían a los minotauros tan molestos como los considera Istar… y tal vez no estuvieran tan dispuestos a preservar nuestra raza para esclavizarnos.
El goblin imaginaba que el elfo tenía la espalda rota y, en efecto, así debía de ser, pero el mago pareció reunir fuerzas para volver a hablar.
—Si usamos… todos la espada, podemos… acabar con el poder… que Istar ejerce sobre todos nosotros —suplicó con voz débil—. Podemos empezar a… erradicar la esclavitud…, las masacres y los prejuicios en todo el mundo, y ser libres. ¡Podemos… crear un mundo nuevo!
—¿Acaso no intentaste someterme con uno de tus hechizos cuando salimos en esta misión? —Inquirió el minotauro, arqueando una de sus gruesas cejas—. Si ése es un ejemplo de cómo sería tu mundo nuevo, confieso que no lo encuentro atractivo. Me libré de tu hechizo, sólo gracias a mi fuerza de voluntad…, la misma que me ayudó a sobrevivir el tiempo suficiente en este paraje agreste, hasta que ese patético kender me encontró. Además, no tengo nada en contra de la esclavitud y las masacres… siempre y cuando sean los minotauros los que esclavicen y maten. Así es el mundo. Vosotros, los elfos, deberías salir de vez en cuando de vuestros bosques para descubrir cómo son las cosas en realidad. —El sudor resbaló por el hocico del minotauro—. Esto se está alargando demasiado. Tú ya has tenido tu diversión esta noche. Ahora me toca a mí.
Adelantó un paso, al tiempo que giraba los brazos y la cadena. El elfo alzó una mano.
—Elekonia xanes —dijo, apuntando con el índice al minotauro.
Un pulsante chorro de luz blanca brotó del dedo del mago y alcanzó el pecho del minotauro, que se encogió y echó atrás la cabeza, rugiendo de dolor. Después siguió avanzando, enloquecido, y arremetió con la cadena cortar la cabeza del elfo. El goblin salió de su estupor y rodó sobre sí mismo para quitarse de en medio.
El mago lanzó un grito estrangulado cuando la cadena lo golpeó. El goblin oyó un segundo golpe y un tercero, mientras seguía rodando para alejarse.
Fue entonces cuando recordó su deseo.
Lo recordó perfectamente. Dejó de rodar y sostuvo la espada por la empuñadura, tendido boca abajo, sin mirar hacia donde el minotauro azotaba al caído elfo.
—Deseo —empezó el goblin con voz ahogada; las manos le temblaban y sentía fuego en los pulmones— ser un…
Oyó el rugido del minotauro directamente a sus espaldas. Dominado por el pánico, levantó la espada al tiempo que la bestia saltaba sobre él.
Hacía frío, pero el goblin no lo sentía demasiado. La frialdad del suelo penetraba en su cuerpo y sus huesos, pero era una sensación distante, irreal. Era raro que no sintiera dolor. Por alguna razón, pensó que debería sentirlo.
Alguien llamaba; alguien que estaba muy cerca. El goblin abrió los ojos y vio las nubes grises en lo alto; escuchó los crujidos de las ramas agitadas por el viento. Algo trío y húmedo le cayó en la frente. Lluvia, quizá.
Se oyó un ruido nuevo. Era el estúpido kender. Estaba llorando. El goblin rebulló e intentó mirar en la dirección del sonido, pero no podía moverse bien. También le costaba trabajo respirar.
Unas pisadas sonaron a su lado. Unas manos pequeñas y frías le tocaron las mejillas y le retiraron el polvo y la sangre. Giró la cabeza y vio un rostro delgado, de ojos marrones y enredado cabello castaño.
—¿Estás vivo? —Preguntó el kender con voz quebrada—. Vi que te movías. Por favor, dime que estás vivo.
El goblin se humedeció los labios. Tenía la boca muy seca y con un gusto horrible.
—Sí —musitó. Hablar le hacía daño. El viento se llevó sú voz.
—Ciento no haber estado aquí —dijo el kender, conteniendo los sollozos. Sus manos siguieron limpiando el rostro del goblin—. Me perdí anoche a causa de la explosión y el viento, y me estrellé en unos arbustos. Caí rodando mucho trecho y seguí cayendo y chocando contra cosas y enredándome en zarzas y casi me torcí un tobillo. ¿Qué ocurrió?
—Lucha —logró articular el goblin. ¿Es que el kender le iba a dar la tabarra con su cháchara hasta que muriera? En cualquier caso, sospechaba que eso no tardaría en suceder. Entonces recordó. Intentó mirar en derredor y musitó atemorizado—: Minotauro.
—El minotauro está ahí. —El kender movió el brazo señalando a su derecha—. Lo siento. Está…, está muerto. —Empezó a llorar otra vez, pero logró contenerse—. Los humanos lo mataron con la espada de las gemas. El elfo también está muerto. Los humanos lo apalearon hasta matarlo. No quiero que tú también mueras.
Sacando fuerzas de flaqueza, el goblin se obligó a incorporarse un poco y miró en la dirección señalada por el kender. El minotauro yacía en el suelo, hecho un ovillo, con la reluciente hoja de la espada saliéndole por la espalda. El goblin recordó entonces el rugido de la bestia al precipitarse sobre el acero, y caer con todo su peso sobre el pecho y la cabeza del goblin. Después el horrendo aullido estrangulado mientras se incorporaba e intentaba respirar con varios palmos de acero atravesándole los pulmones y el corazón.
El goblin se tumbó otra vez, luchando contra el sordo dolor que sentía en el pecho. «Debería estar contento —pensó—. Maté a un minotauro. Pero me siento muy cansado. No merece la pena moverse. Sólo quiero… Oh. El…».
—Espada —dijo, señalando al minotauro—. Espada.
—¿Qué? —El kender se limpió los ojos y se acercó a él.
—La espada —susurró el goblin. Intentó alcanzarla. Todo se estaba poniendo muy oscuro y eso lo asustaba, pero su mano cogió la del kender y ya no sintió tanto miedo «Estúpido kender», pensó, y el mundo se desvaneció en la nada.
Había palas en una de las carretas de transporte. Al kender le llevó el resto del día cavar una tumba lo bastante grande para enterrar a sus tres amigos. El goblin había le había pedido la espada, así que el kender la limpió con cuidada tras sacarla del pecho del minotauro, sin tocar una sola vez la hoja. La sostuvo por la empuñadura cuando se disponía a colocarla al lado del goblin.
—Quisiera… —susurró el kender, que cerró los ojos para recordar mejor la oración de despedida que sus padres le habían enseñado. Pero sólo se acordaba de las últimas palabras de la plegaria, así que fue lo que dijo—. Deseo que tengas paz en tu viaje, y espero que estés esperándome al final del trayecto.
Como tenía los ojos cerrados no vio que la espada emitía un suave fulgor mientras hablaba. El resplandor ya se había apagado cuando colocó el arma en las manos del goblin.
El kender llenó la tumba de tierra hasta la mitad y después la cubrió con piedras para evitar que los lobos y otras alimañas sacaran los despojos. Empezaba a amanecer cuando terminó la tarea.
Dejó los cadáveres de los istarianos donde estaban y se puso en marcha de regreso a casa.
Unas gotas de lluvia comenzaron a caer sobre la cumbre del cerro. A los pocos minutos, la tierra se inundaba con el frío y cegador aguacero.