Las tres vidas de Horgan Embaucabueyes

Douglas Niles

Investigación de Foryth Teel,

escriba al servicio de Astinus de Palanthas.

Mi muy honorable maestro:

Por desgracia, la información relacionada con la historia de los enanos de las Khalkist durante el siglo precedente al Cataclismo es escasa y su veracidad muy cuestionable. Aun así, procuraré recopilar los fragmentos que he descubierto y presentároslos de manera razonable, en la medida en que sea posible.

La historia comienza con la invasión de las montañas Khalkist por los istarianos, en el 117 a. C., a continuación de la reacción de los enanos a la proclamación del Manifiesto de la Virtud (118 a. C.). La negativa de los enanos de las Khalkist a renunciar a Reorx y jurar obediencia sólo a los dioses del Bien fue vista como un abierto desafío a la autoridad del Príncipe de los Sacerdotes. De la desastrosa campaña resultante se hace, lógicamente, una brevísima mención en las historias humanas que han sobrevivido hasta nuestros días.

Las pocas rutas existentes que atraviesan las cumbres de las altas Khalkist —entre las más notables, los pasos Pilar de Piedra y Oso Blanco— eran las únicas calzadas de superficie que conectaban los sectores oriental y occidental del imperio de Istar. Encolerizados por la insolencia de la proclamación humana, los enanos dieron la espalda a los lucrativos ingresos generados con el peaje por los pasos y cerraron las fronteras de su reino a Istar.

La invasión se inició a finales del verano siguiente (117 a. C.), retrasándose hasta entonces a fin de reducir al máximo las dificultades que presentaba la profunda capa de nieve en esas alturas. Se enviaron dos legiones contra cada uno de los dos pasos principales, un ejército formado por unos cuarenta mil hombres. El abrupto terreno confinaba a cada ala en un estrecho y profundo valle, y aunque ambas fuerzas marchaban a pocas leguas de distancia entre sí, no estaban en condiciones de prestarse apoyo en el caso de que surgieran dificultades.

Los enanos sacaron provecho de esta desventaja, saliendo al paso de las legiones meridionales con unos ocho mil esforzados guerreros. Entretanto, el ala septentrional del ejército istariano avanzaba a paso de tortuga por terreno más escabroso en dirección a la elevada divisoria.

Llevando a cabo el ataque en el sur por medio de una emboscada en el vado de un tumultuoso río, el comandante enano eligió el momento más oportuno para el asalto. (A propósito, los informes indican, aunque no confirman, que el ejército enano estaba dirigido por el propio Gran Thane Rankil en persona). El ejército de las Khalkist aguardó hasta que la mitad de las tropas istarianas hubo cruzado y aniquiló una legión completa y hostigó a la segunda todo el camino de regreso hasta las tierras bajas. Allí se quedaron las restantes fuerzas humanas, con el espíritu combativo quebrantado. Las cumbres se alzaban como dagas dentadas hacia el oeste, arrojando sobre Istar las sombras de un anticipado anochecer. (¡Suplico a Vuestra Excelencia disculpe mi exceso metafórico!).

Para entonces, las legiones septentrionales habían penetrado en el paso del Pilar de Piedra sin haber visto a un solo enano. Entonces, de manera repentina, comenzó el ataque, golpes inesperados desde cubierto. Parece que hubo una simple repetición en la táctica:

Una cuña de fornidos y barbudos enanos armados con hachas o mazos cargaba desde una loma o una barranca y caía sobre la columna humana; después desaparecían antes de que el ejército istariano hubiese agrupado sus fuerzas. Los ataques se repitieron y la posición de las legiones se hizo insostenible. Las tropas humanas tenían que soportar raciones escasas, rigores del mal tiempo y continuos combates de hostigamiento, pero sus generales ordenaron que se mantuvieran firmes.

Tras varias semanas de soportar estas condiciones, durante las cuales todo enano varón adulto capacitado para la lucha formó parte del ejército de las Khalkist, los centuriones al mando de las dos legiones atrapadas comprendieron lo precario de su situación. La comida empezaba a escasear y la amenaza del invierno se anunciaba en los crudos vientos otoñales. Desesperados, los comandantes ordenaron la retirada a Istar.

Los humanos rodearon sus pesadas carretas de provisiones arrastradas por bueyes con un nutrido contingente de guardias y se lanzaron a toda marcha desde los valles altos. Los bueyes encabezaron la carga contra las apretadas formaciones de enanos cuando las fuerzas de las Khalkist decidieron la estrategia de obstruir la retirada del ejército istariano.

Los informes de fuente istariana, Excelencia, confirman la veracidad de esta última táctica al afirmar que la presencia de los bueyes resultaba a menudo efectiva contra los enanos. Parece ser que los encargados de las carretas alimentaban a las bestias con una papilla mezclada con ron antes de las batallas, un efectivo estimulante que tiene fama de convertir en criaturas agresivas a los bueyes, por lo general ecuánimes. Son unos animales muy grandes, por supuesto, y en proporción con los enanos, debieron de parecer elefantes.

A pesar de ello, los rechonchos habitantes de las montañas intentaron detener al ejército istariano, aun cuando Una barricada tras otra caía ante las pesadas bestias de carga a medida que los bueyes desbarataban las agrupaciones de enanos.

Con todo, el Gran Thane Rankil se mantuvo inflexible en su decisión de destruir las dos legiones.

Por fin los humanos fueron acorralados antes de atravesar el último río, un lugar histórico llamado puente Thoradin que he logrado localizar en un mapa anterior al Cataclismo, y que conducía a la seguridad de las planicies de Istar. Aquí aguardaba una compañía de enanos jóvenes, cerrándoles el paso, y de nuevo los bueyes entraron en acción.

En este punto, Excelencia, se hace difícil separar la leyenda de la realidad. Sabemos que el ejército humano se perdió en su totalidad, la mayor derrota militar sufrida por Istar hasta la fecha. En cuanto al curso de la batalla, se sabe muy poco.

No obstante, he descubierto una historia no muy creíble. De acuerdo con una leyenda enana, un joven de esta raza, un tal Horgan Escudero, se valió de cierta gran magia —a la que a menudo se hace referencia como el poder de Reorx— como señuelo para atraer a los bueyes y apartarlos del puente, desviando la funesta carga que habría asegurado la huida de los humanos. Se dice que el tal Horgan vestía una túnica con un bordado de hilos de plata que representaba el símbolo de la Gran Forja de Reorx. De hecho, Excelencia, parece ser que el joven ejecutó un milagro. Se han citado muchas declaraciones de enanos que vieron la llama de Reorx encenderse en el joven Horgan y llevar al desastre al ejército enemigo.

Aquí varían los informes de detalles específicos, pero me han asegurado que los testigos hablaban de rayos de luz plateada que emanaban unas veces del suelo y otras de las nubes. Otros escucharon coros de voces celestiales, cantos que conmovían incluso los corazones de los duros enanos con su pura belleza. ¡Oh, Excelencia, me estremezco al imaginarlo!

Perdonad mis divagaciones. En cualquier caso, con el fracaso de la carga de los bueyes, la defensa del puente se mantuvo firme y el ejército humano encontró su triste destino. Según la leyenda, el río se tiñó de sangre hasta la propia Istar. (¡Un anuncio, si queréis, del gran derramamiento de sangre con que los dioses castigarían a esa perversa ciudad! Indiscutiblemente, Excelencia, fue una señal de lo que acontecería: ¡la creación del mismísimo Mar Sangriento! ¡Cuán espléndida es la voluntad de los dioses, que se nos muestra a través de la ventana de la historia! La historia finaliza con el nuevo apodo de Horgan Embaucabueyes impuesto al joven por el Gran Thane en persona.

Al parecer, técnicamente, Horgan Escudero era demasiado joven para servir en el ejército. Pero, a medida que la guerra se convirtió de manera gradual en una batalla épica, todos los enanos jóvenes que pudieron escaparse de sus hogares se apresuraron a tomar las armas. Al parecer, Horgan fabricó una barba con pelo de cabra que se puso sobre su incipiente vello facial a fin de adoptar una apariencia de madurez. El truco funcionó, y fue admitido en una de las últimas compañías reclutadas para ir a la guerra.

Fue esta compañía de jóvenes enanos, que apenas habían recibido instrucción militar, la que fue destinada al valle del Pilar de Piedra. Esta inexperta unidad se encontró defendiendo la última posición en la ruta de escapada de los humanos. Entonces ocurrió el milagro; los bueyes siguieron al joven hasta la cuneta y la carga del ejército humano fue detenida.

En la ceremonia, parece ser que se le otorgó a Horgan algún puesto oficial, quizás honorario. No lo sé con certeza. En la historia no vuelve a hacerse mención de él.

He incluido esta nota legendaria, Excelencia, para que os sirva de esparcimiento, más que por cualquier otra razón; no puedo atestiguar su veracidad. Sin embargo, siento —y espero que a vos os ocurra otro tanto— que esta historia tiene algo de cierto. En cuanto al resto de mi misión, apenas he hecho progresos. Muchos han oído contar historias acerca de un valeroso correo de las Khalkist, alguien que transportaba textos históricos de los enanos al interior de las montañas en vísperas del Cataclismo, a fin de preservarlos para una época futura. Pero nadie ha podido darme la menor pista sobre la localización de dicho escondrijo.

Como siempre, seguiré esforzándome para sacar a la luz mis cosas de esta oscura fase en la historia de nuestro mundo.

Vuestro más humilde siervo,

Foryth Teel, escriba de Astinus

¡Oh eminente historiador!:

Disculpad por favor mi inexcusable retraso en presentar este informe.

Suplico vuestra indulgencia para relataros mi más reciente descubrimiento, y la luz que arroja sobre la imagen que tenemos de la historia. Os escribo al mortecino fulgor de una vela, desde un valle barrido por el viento, en las altas Khalkist.

No regatearé esfuerzos para comunicar las razones que me trajeron hasta aquí y las nuevas que tengo mientras la sangre siga fluyendo por mis dedos entumecidos por el frío.

No había escrito, Excelencia, porque he estado recorriendo los senderos de la historia durante muchos meses. Viajé por las montañas para investigar el informe que se había filtrado hasta mí desde las más enrevesadas fuentes: un joven mozo de cuadra, que tenía un primo que visitaba las altas regiones, donde oyó las historias relatadas por pastores… etcétera.

Lo esencial del rumor que llegó a mis oídos era la historia de un fabricante de quesos que tenía un hato de vacas lecheras en los valles altos de las Khalkist. Un día, buscando refugio, este humilde lechero topó con una cueva que había permanecido oculta desde los tiempos del Cataclismo y que una reciente avalancha había dejado al descubierto.

En el interior de la cueva encontró un esqueleto y un paquete de pergaminos prietamente enrollados. Llegó a mis manos una tira de la tela que envolvía el paquete. Vuestra Gracia podrá imaginar mi excitación cuando vi que el tinte del dibujo del tejido señalaba su procedencia enana… ¡del pre-Cataclismo!

¿Podría tratarse del mensajero perdido? ¿El que puso a salvo los registros de los enanos, incluso mientras el Cataclismo sembraba muerte y destrucción por todas las tierras de Istar? Esperaba que así fuera, aunque no tenía la certeza.

Sin embargo, aquella evidencia no había podido llegar en un momento mejor. Merced a mi incesante y abnegada dedicación, había hecho un repaso exhaustivo de toda la documentación obtenida de mis fuentes locales, sin ningún resultado. Parecía que la historia de los enanos de las Khalkist, correspondiente a todo un siglo antes del Cataclismo, se perdería en la leyenda; pero ahora…, ¡ahora tengo esperanza! De hecho, la prueba tenía la base suficiente para apartarme de la comodidad de mi estudio, sin la menor protesta por mi parte, y llevar a cabo la afanosa búsqueda de conocimiento para la biblioteca.

Mi viaje a las montañas ha sido arduo en extremo. Ojalá pudieseis ver, Excelencia, los escarpados que se abren a mis pies, las vertiginosas crestas rocosas que se ciernen en lo alto, como aguardando el momento de arrojar una aplastante jabalina pétrea sobre mi pobre cabeza desprotegida. Pero siempre tengo presente mi deber, soportándolo sin quejas, como vos ordenasteis.

Más estoy apartándome del tema. Por fin llegué a un pequeño y remoto pueblo, Saas Grund, todavía varios kilómetros más abajo de la granja del fabricante de quesos. Aquí, no obstante, el honrado lechero se reunió conmigo y me proporcionó uno de los pergaminos que había descubierto. Dicho ejemplar despertó mi deseo por más, de modo que, con enérgica y abnegada resolución, mañana acompañaré a ese hombre a zonas más altas de la montaña, a su vivienda, sin importarme los precipicios que me salgan al paso, ni la profundidad de la capa de nieve. Ni siquiera el gélido aguijonazo del mortal viento me disuadirá, ni hará que añore este fuego agradable… el mismo luego que, aun ahora, alivia con su calor mis huesos y mis cansados músculos y promete reavivar mis pobres y entumecidos dedos. El fuego, y un poco de vino con especias…

Disculpadme. De nuevo me he perdido en divagaciones.

En resumen, os escribo esta nota esta noche, mi muy venerado historiador, con la esperanza de que muy pronto recibiréis el resto de mi informe. Incluso en el único pergamino que he leído detenidamente, he descubierto una historia de relevancia para mi trabajo anterior. Pese a ello, he de admitir que os la presento con cierta turbación, ya que parece contradecir un incidente sobre el que informé con anterioridad.

El pergamino que leí es el diario personal de Horgan Embaucabueyes, el joven guerrero sobre el que os conté que había desviado a los bueyes de manera milagrosa en la batalla del puente de Thoradin. Fue escrito años más tarde, en el 92 a. C. para ser exacto, mientras trabajaba al servicio de su Thane.

En su diario, Horgan rememora la historia de aquel día de batalla, cuando fueron derrotadas las fuerzas invasoras humanas. Describe el sólido puente de madera, que sólo después supo que se llamaba el puente de Thoradin. La batalla sostenida veinticinco años atrás había quedado plasmada vívidamente en el lienzo de su cerebro. Todavía podía oír el blanco espumear del agua bajo sus pies. Veía, como si acabase de ocurrir, a los bueyes avanzando hacia él pesadamente, en medio de resoplidos, echando por los negros ollares chorros de vapor.

Y, como ocurre siempre, con los recuerdos llegó la culpabilidad, la persistente sensación de vergüenza que jamás le había dado respiro.

Conocía el relato que la leyenda había creado, por supuesto: el poder de Reorx lo había bendecido en el momento decisivo de la batalla y había dominado la mente de los inmensos bueyes que dirigían la caravana humana, induciéndolos a apartarse del camino y rompiendo de ese modo la carga que sin duda habría abierto una ruta de escape a través del puente. Horgan recordaba incluso las expresiones de asombro y temor en los rostros de sus compañeros de filas cuando presenciaron el «milagro».

Aun así, en su fuero interno, evocaba el ciego terror que se había apoderado de él oprimiéndolo como los sofocantes anillos de una serpiente, amenazando con aplastarle el pecho y esparcir sus entrañas en el río. Su único pensamiento era huir, pero la impresión impidió que sus piernas respondieran ni siquiera a este simple instinto básico. Mientras sus compañeros se dispersaban a su alrededor, aterrados por la proximidad de las bestias, Horgan, aturdido, dio unos pasos vacilantes hasta encontrarse solo, plantado ante la carga de bueyes.

En sus palabras tenemos prueba de una cosa, Excelencia: es cierto que los bueyes inspiraron pánico en las tropas enanas, un terror que parece peculiar de esta raza. Por supuesto, la mayor parte de la Guerra de Istar se había combatido en terreno demasiado agreste para que las bestias jugaran un papel importante, pero en terreno llano estas criaturas inmensas lanzadas a la carga debieron de resultar verdaderamente intimidantes a los enanos.

A Horgan le daba vueltas la cabeza, y aquí, por sus propias palabras, descubrimos otra de las causas de su vergüenza. ¡Al parecer, el joven héroe estaba borracho como una cuba! Antes de la batalla, y en contra de las órdenes, él y otros cuantos de su pelotón habían escamoteado una botella de ron muy fuerte. Horgan afirma que se tragó mucho más de lo que era su ración. De hecho, puntualiza que las manos le temblaban tanto que se derramó encima el brebaje.

ahora se encontraba allí, paralizado por la impresión, gesticulando como un loco…, para algunos, como un iluminado. Por fin, los mensajes de echar a correr lanzados por su cerebro llegaron a las piernas y Horgan dio media vuelta, hacia la cuneta. El puente quedó franco para las carretas de los humanos.

Pero los bueyes hicieron caso omiso de las órdenes de los conductores y, virando bruscamente, se salieron de la calzada. En medio de ensordecedores mugidos, pateando la tierra con sus inmensas pezuñas, y resoplando por la agitación, las bestias corrieron en pos de Horgan siguiendo con determinación al enano hasta la cuneta. A los ojos de los demás enanos, fue como un milagro. Las carretas se quedaron atascadas de inmediato en el barro, obstaculizando la calzada y el puente, de modo que todo el ejército humano fue aplastado. Sólo Horgan Embaucabueyes sabía la verdadera razón.

Los bueyes lo contemplaban fijamente, estólidos, con los ojos vidriosos y un aliento rancio que apestaba… a ron. Recordaréis que a las pobres criaturas se las había alimentado con una buena dosis de ese brebaje. Y ahora, en mitad de la batalla, probablemente cuando empezaban a sentirse sobrias, olisquearon al también embriagado enano ¡y lo siguieron ansiosas, esperando que hubiera más ron!

Ni que decir tiene que ninguno de los otros enanos imaginó lo que pasaba. Horgan era un héroe. Después de la batalla, cuando presumiblemente hasta el último enano apestaba a ron, el Thane destinó a Horgan al cuerpo de élite de los Exploradores del Thane.

Como uno de los exploradores comprometido bajo juramento al Gran Thane Rankil, el trabajo de Horgan era patrullar de manera rutinaria las abruptas cumbres de las Khalkist, que formaban la frontera del reino enano rodeado de enemigos. Los exploradores habían sido elegidos entre los veteranos de la Guerra de Istar que habían probado su valía. Horgan Embaucabueyes trabajó al servicio de su Thane durante veinticinco años, un cuarto de siglo tras la victoriosa guerra. Patrullar a solas a través de las cumbres, combatir con grupos de salteadores humanos e intrusos, era una vida solitaria y aventurera que al parecer agradaba a Horgan.

Por cierto, mi venerado historiador, parece ser que Horgan realizó bien su labor. Hace mención a su rango de capitán y que fue asignado a patrullar las áreas más remotas del reino. Fue uno de los pocos enanos que trabajaban solos.

Sus propias palabras nos revelan el modo en que su servicio cambió en los años precedentes al 92 a. C. Patrullaba por las montañas como siempre, alerta a cualquier incursión humana. Pero en los últimos tiempos había aparecido un nuevo enemigo, uno que representaba una grave amenaza a los exploradores solitarios, aislados en sus puestos fronterizos: los ogros.

Durante muchos años, los obtusos humanoides habían evitado las montañas, ya que el odio inherente entre ogros y enanos estaba profundamente enraizado en ambas razas. Los enanos, con una mejor organización y dirigidos por heroicos luchadores, habían expulsado a los ogros en siglos precedentes; pero ahora volvían, acosados por la amenaza mayor que eran los cazadores de recompensas del Príncipe de los Sacerdotes. Aquellos despiados asesinos los perseguían al igual que a los goblins, los minotauros y otras criaturas que habían sido declaradas «malignas» por el dirigente de Istar. Las cabelleras y cráneos de estos desafortunados seres, incluidos mujeres y niños, se llevaban a Istar, donde se pagaba por ellos una jugosa recompensa en nombre de los dioses.

Horgan empezó su diario mientras seguía el rastro de uno de estos ogros. Al parecer, muchos pensamientos bullían en su cabeza desde hacía tiempo, agitados sin duda por los largos períodos de marcha en soledad. El hecho de escribir revela una necesidad de comunicarse, pues relata la historia de estos días con minuciosidad.

Avistó por primera vez al ogro a una distancia de kilómetros, en la orilla opuesta de un lago de alta montaña. En opinión de Horgan, el ogro no lo había visto a él. Sólo gracias a sus diligentes esfuerzos, logró Horgan localizar el rastro de la criatura.

Persiguió a su presa durante tres días, a lo largo de valles y escarpados de las Khalkist. El ogro se abría paso a través de una serie de cañadas sembradas de matorrales, avanzando despacio y con precaución. El explorador enano acortó distancias de manera gradual, a pesar de que durante la persecución no volvió a divisar al ogro. Horgan se preguntó si la criatura no se habría dado cuenta de que alguien la seguía. De ser así, tal vez lo conducía a una trampa. El enano se encogió de hombros, aceptando la amenaza implícita en tal posibilidad, pero sin que flaqueara por ello su propósito.

En cualquier caso, Horgan siempre observaba su entorno como si esperara una emboscada en cualquier momento. Los aguzados ojos del enano examinaban cada parche de terreno duro, cada banco de arroyo o risco cercano, calculando las posibilidades de cobertura, de ataque, de rulas de escape, todo ello sin alterar el ritmo constante de sus firmes pasos.

La senda descendía ondulante desde las altas crestas. El ogro y, unos kilómetros detrás, el enano bordearon las estribaciones de las montañas Khalkist, cerca de los límites Fronterizos, donde los puestos avanzados de Istar hacían valer la arrogancia del Príncipe de los Sacerdotes al pie del reino enano. Aunque alerta a la posible aparición de los humanos, Horgan continuó la persecución acortando la distancia más y más.

En la mañana del cuarto día, Horgan llegó al lugar de acampada más reciente del ogro, donde la ceniza de la hoguera todavía estaba caliente. Su presa, dedujo, le llevaba apenas cuatro horas de ventaja. El rastro de La criatura lo Condujo a lo largo de una vereda poco marcada, que seguía el trazado de un angosto y tortuoso valle. Un arroyo caudaloso serpenteaba remansado o discurría rugiente de manera alternativa junto a Horgan, en la misma dirección que el rastro del ogro.

A veces, las laderas montañosas a derecha e izquierda se encumbraban tan próximas que la cañada más parecía una garganta. La visibilidad al frente era a menudo muy limitada, aunque de vez en cuando el enano podía divisar varios cientos de metros de la senda al girar en un recodo. De tanto en tanto, la ruta cruzaba el arroyo por un burdo pero sólido puente de troncos.

Se acercaba a uno de estos puentes, donde el torrente se precipitaba por un profundo barranco de quince metros, cuando su persecución alcanzó su punto culminante. Tres troncos de pino, largos y rectos, habían sido atados juntos para formar una pasarela sobre la corriente. Horgan notó un hormigueo instintivo y todos sus sentidos se aguzaron al máximo.

El enano atisbo huellas que se desviaban a un lado de la senda, antes del puente. Se volvió para investigar y se asomó entre dos piedras angulosas. El rastro del ogro se dirigía a la estrecha boca de una cueva, a menos de treinta metros de distancia, y desaparecía en su interior.

«Muy astuto», pensó Horgan Embaucabueyes mientras estudiaba el sombrío nicho. La hendidura vertical en la roca alcanzaba una altura de unos tres metros, pero su anchura apenas tenía la mitad. El ogro podía estar al acecho en cualquier parte de la cueva, tal vez armado con una ballesta o una lanza. Cualquiera de estas dos armas utilizadas contra el enano podía poner fin a la pelea aun antes de comenzar.

Entonces, para su sorpresa, Horgan atisbo movimiento en el interior de la hendidura. Una forma oscura se acercó a la entrada. El cuerpo del enano se puso en tensión. Su mano derecha apretó el suave mango del hacha, en tanto que su izquierda iba hacia la espalda para coger el escudo que llevaba colgado.

La corpulenta forma se movió hacia adelante, abandonando el abrigo de las sombras. Al verla, Horgan sintió el antiguo odio racial que latía en lo más hondo de la naturaleza de su raza. Una imperiosa necesidad de atacar al ogro acució al enano con una aterradora intensidad. La: enorme boca del monstruo se abrió; los labios, grueso* ] y grises, se movieron de manera grotesca. Horgan reparó en que la criatura tenía tres grandes dientes que sobresalían en su mandíbula inferior, es decir, que contaba con un colmillo extra.

—Gobasch lucha.

Las palabras, pronunciadas en Común en una voz profunda y gutural, sobresaltaron a Horgan. Había imaginado a su oponente como una bestia estúpida, incapaz de comunicarse o hablar. Miró de hito en hito al ogro, demasiado perplejo para responder.

La criatura avanzó hacia Horgan. El ancho torso del ogro descansaba sobre unas piernas tan gruesas y nudosas como raíces de roble. El rostro, a despecho de los tres afilados colmillos, no era bestial. Los brazos, nervudos, terminaban en dos puños enormes y casi llegaban a las rodillas del ogro. Llevaba un chaleco de piel, sucia y tiesa, y su mano derecha sostenía una espada larga, llena de mellas y abolladuras. Los ojos del ogro eran pequeños, pero llamativamente brillantes, y observaban al enano con una franca expresión evaluativa.

Horgan afirma en su diario que no lo atemorizó la talla de su oponente. (De hecho, Excelencia, es histórico que los ágiles enanos, con su corta estatura, han vencido a los corpulentos ogros en combates cuerpo a cuerpo. Además, hay razón para dudar de que fuera sincero en su diario personal.

Entonces Horgan se sorprendió a sí mismo sintiendo, aunque a regañadientes, respeto por el ogro. Este había salido a descubierto, abandonando el escondrijo donde podía haber preparado una emboscada, para enfrentarse a su enemigo en una liza justa.

—A menos que quieras rendirte a la legítima autoridad de Rankil, Gran Thane de las Khalkist, no tendrás más remedio que luchar conmigo —le dijo el enano, tras unos momentos de mutua valoración, El ogro resopló con desdén.

—Gobasch no rinde… ¡Gobasch mata!

A despecho de su baladronada, el ogro no avanzó. Alzó la espada, y Horgan vio que la longitud del arma sobrepasaba con creces su propia talla. La hoja era de bronce, repleta de muescas y abolladuras. Gobasch sostuvo la espada en posición horizontal, dispuesto a frenar cualquier acometida, pero no a atacar.

Horgan vaciló. Recuerda que sintió pena por aquel ser sin hogar que estaba ante él, obligado a refugiarse en esas tierras por el acoso de los mismos humanos que perseguían a los enanos. En ese momento, Horgan se avergonzó de tal sentimiento.

Durante varios segundos, las dos criaturas, enemigos mortales por raza y atavismo, permanecieron inmóviles. Horgan percibía que el ogro deseaba más escapar que luchar. Él mismo estaba extrañamente reacio a combatir, aunque no comprendía por qué.

Entonces, como un fogonazo, le vino a la mente el recuerdo de su cobardía en el puente de Thoradin. La sangre se le agolpó en las mejillas por la vergüenza y la rabia. Aferró con firmeza el hacha, la levantó y adelantó un paso, con el escudo colocado ante el pecho.

Gobasch enarboló su enorme espada.

De repente, de mutuo acuerdo aunque no se cruzó palabra entre ellos, los dos contrincantes se detuvieron. Un sonido nuevo había roto su concentración.

—¡Caballos! —gruñó Horgan, al identificar el inconfundible trapaleo de cascos sobre roca.

—¡Hombres! —gruñó a su vez Gobasch, en un tono más alto que el enano, pero aun así contenido.

No sin irritación, Horgan reparó en que la observación del ogro era más sutil que la suya; los humanos, no sus monturas, eran lo importante.

El enano se apartó del ogro con precaución, decidido a investigar la nueva intrusión sin dejar una brecha en sus defensas que pudiera aprovechar su oponente. Pero Gobasch buscó otra vez el refugio de su oscura cueva, desapareciendo por la sombría hendidura. Horgan creyó atisbar aquellos dos pequeños y brillantes ojos reluciendo en su dirección y en la del valle.

De inmediato, el enano se dio media vuelta, se agazapo y escudriñó la senda que discurría más abajo. Un instante después los divisaba: tres humanos a caballo que remontaban el valle al paso. Llevaban yelmos plateados y petos, y el que iba a la cabeza lucía una llamativa capa roja. Del yelmo colgaba una pluma a juego. Los dos que cabalgaban detrás vestían unas ondeantes capas cortas de color verde y no llevaban insignia de rango en sus cascos.

Horgan echó otro vistazo a la cueva. En su interior todo era quietud. Audazmente, enarboló su hacha y escudo y salió al camino. Llegó al inicio del burdo puente antes de que los jinetes, en la otra orilla del arroyo, lo divisaran.

—¡Alto! —ordenó el humano de la capa roja, a la par que alzaba la mano. Sus dos compañeros tiraron de las riendas y observaron a Horgan con desconfianza. La túnica del enano, adornada con el símbolo del mazo del Gran Thane, lo señalaba claramente como un oficial y, al parecer, esto no era del agrado de los humanos.

Fue el hombre alto, el que había dado la orden de detenerse, quien habló primero. Horgan lo identificó como un centurión de Istar por la espada corta de empuñadura dorada que, por el momento, seguía enfundada en la vaina.

—Saludos, enano —dijo el centurión, articulando la palabra de un modo que parecía un insulto, al menos, a los oídos de Horgan. El hombre gritaba para hacerse oír sobre el estruendo del torrente que corría por la garganta, quince metros más abajo, y entre ellos.

Horgan estudió al humano en silencio. Montaba un caballo grande, un bayo que cabrioleaba y pateaba el suelo, .imitado, al parecer, por la demora.

—Habéis cruzado la frontera de nuestro reino —gritó su vez Horgan Embaucabueyes con tono seco—. Esta es la tierra del Gran Thane Rankil de las Khalkist, y vosotros sois intrusos. ¡En su nombre, os ordeno que partáis! —Manoseó el hacha con fácil soltura, sólo para demostrarles que no lo asustaba respaldar sus palabras con U acción.

—¡No podemos partir! —replicó el humano con voz alta y el tono firme todavía. Horgan supuso que el tipo lo estaba pasando mal intentando parecer persuasivo cuando tenía que gritar a fin de hacerse oír— ¡Nuestra misión es santa!

Horgan parpadeó, momentáneamente perplejo por la respuesta, pero enseguida se impuso la cólera.

—¡Nada de Istar puede ser santo! —replicó con desprecio.

—¡Hay oro por medio! —añadió el oficial, aunque su rostro se había encendido por la furia. Los otros dos jinetes desmontaron con tranquila indiferencia y se quedaron ]junto a los caballos mientras hablaban en voz baja. Horgan se concentró en el centurión.

—¡Arrogancia istariana! —espetó con acritud el enano, cuya voz rebosaba desprecio.

—¡Mide tus palabras, enano! —replicó el oficial con tono j admonitorio—. ¡El poder la Suma Bondad no puede tomarse a mofa!

—¡Dad media vuelta y volved al valle, así no tendréis que oír palabras ofensivas a vuestros oídos… o a los de vuestro precioso monarca sacerdote!

—El Príncipe de los Sacerdotes ha ofrecido una recompensa por acabar con las razas malignas. Hoy, a primera hora, hemos divisado a un ogro moviéndose por esta senda. ¡Nuestra obligación es matarlo y llevar su cabeza al alto trono de Istar!

La mente de Horgan era un hervidero de ideas. ¡Istar! Recordaba muy bien a las legiones marchando hacia el corazón de las Khalkist un cuarto de siglo antes… ¡y con una misión tan falaz como la de ahora! Entonces la excusa de Istar para agredir a su raza había sido la insistencia de los enanos de adorar a Reorx, su deidad tradicional en todo Ansalon.

A los ojos del arrogante Príncipe de los Sacerdotes, Reorx, un dios neutral, no era mejor que cualquier deidad de Mal. ¿Cuántos humanos habían perecido a causa de tal soberbia? Horgan lo ignoraba. (Nosotros, sin embargo, lo sabemos, Vuestra Gracia; el número rondaba entre los treinta y dos mil y treinta y cuatro mil hombres).

La sangre se agolpó en las mejillas del enano al comprender el alcance de esta nueva arrogancia del Príncipe de los Sacerdotes. ¡El emperador mundial en ciernes osaba enviar grupos de sus agentes a territorio enano en cumplimiento de sus edictos!

—¡Cualquier enemigo que se encuentre aquí es víctima por derecho del Gran Thane Rankil, ya se trate de humanos, ogros o cualquier otro intruso! —gritó Horgan.

—¡Pagarás caro tu atrevimiento, renacuajo! —bramó el oficial humano. En un movimiento grácil, su mano de envainó la larga espada de reluciente acero. El enorme bayo irguió la cabeza con ansiedad.

De inmediato, Horgan echó un vistazo a los otros dos humanos, que habían estado charlando ociosamente juntos a sus caballos. Este gesto instintivo le salvó la vida, pues, con sorprendente rapidez, uno de ellos apartó su capa verde y alzó un arma, una ballesta.

El explorador retrocedió un paso, asentando con firmeza los pies sobre la resbaladiza superficie del puente de troncos. Horgan se agachó, al tiempo que levantaba el escudo para protegerse la cara. El dardo de la pequeña ballesta se hincó en la defensiva superficie metálica con tal fuerza que tiró de espaldas al enano. Golpeó con fuerza los troncos al caer y logró mantener a duras penas el equilibrio al borde del puente.

El corazón se le subió a la garganta mientras se balanceaba, a punto de desplomarse al vacío. Bajo él vio correr el agua helada entre los afilados cantos de una barrera de granito. Un instante después se había recuperado y se agazapaba sobre el puente.

Frenético, el ballestero encajó otro dardo en la acanaladura del arma y empezó a girar la manivela para tensar el fuerte muelle. El centurión, todavía montado, observaba a Horgan con los ojos desorbitados y los labios retorcidos en una mueca fanática. A pesar de todo, tenía todavía el suficiente dominio para contener a su caballo.

Por un vertiginoso instante, escribe Horgan, el miedo lo dejó paralizado. Otro puente acudió a su memoria, veinticinco años atrás. También allí sus ojos se habían quedado prendidos en los humeantes ollares de una bestia enorme subyugada al servicio de los humanos. La de ahora era distinta, como lo era el puente, pero, con una súbita y deslumbrante claridad, comprendió que los humanos eran iguales. (Este punto, Excelencia, parece que se abrió paso en la mente de Horgan con la radiante nitidez del no naciente. De hecho, continúa hablando sobre ello. He resumido páginas enteras en el párrafo anterior).

Quizá fuera este nuevo enfoque, o quizá simplemente la experiencia de los años al servicio del Thane, lo que imbuyo en él la voluntad para actuar.

—¡Por Reorx y Thoradin! —gritó, mientras corría puente adelante, directamente hacia los humanos. Los refuerzos metálicos de sus botas hicieron saltar astillas de los troncos, y lo propulsaron a una velocidad que evidentemente sorprendió a los istarianos.

—¡Detenedlo! —Chilló el centurión, en cuya voz se advertía una mezcla de alarma y estupor—. ¡Disparad!

El ballestero bajó el arma, apuntando con dificultad al pecho de Horgan. Por fortuna para él, el blanco aumentaba de tamaño a cada segundo que pasaba. Desgraciadamente, de nuevo según la perspectiva del ballestero, el blanco no actuaba de un modo previsible.

Al final del puente, Horgan se zambulló de cabeza al suelo y, haciéndose una bola, rodó hacia adelante. Oyó el vibrante chasquido de la ballesta y la maldición lanzada por el humano cuando el proyectil pasó inofensivamente sobre el bulto compacto que era el cuerpo del enano.

Dando un salto en el aire, Horgan se puso de pie con el escudo y el hacha dispuestos para el combate.

—¡Ja! —gritó, mirando al bayo que resoplaba sin cesar. El animal reculó tembloroso, apartándose de la extraña figura.

—¡Pagano! ¡Paladine te maldiga por tu insolencia! —aulló el centurión mientras se esforzaba por controlar al caballo, que cabrioleaba con agitación.

—¡Largaos! ¡Volved a Istar! —chilló Horgan, que pasó como un vendaval junto al oficial y se abalanzó sobre los dos caballos que el tercer hombre sujetaba por las riendas.

Las pobres bestias contemplaron aterradas al enfurecido enano. Un instante después, dieron media vuelta y salieron al galope senda abajo. Los dos subalternos vacilaron un momento, pero luego echaron a correr tras los animales, poco inclinados a quedarse sin monturas y tener que atravesar territorio hostil a pie.

—¡El fuego, que es la recompensa del Mal, será tu justo final! —El oficial lanzó su maldición mientras azuzaba su caballo para que girara hacia el enano. Pero Horgan fue más rápido, y de nuevo se situó a la entrada del angosto puente.

Furioso, el centurión condujo a su corcel hasta el mismo borde de la garganta y lanzó una malévola estocada a Horgan. El enano se agachó y la hoja de acero silbó sobre su cabeza. Propinando hachazos salvajes, Horgan hundió su arma en la pierna del jinete.

El hombre lanzó un aullido de dolor y pánico, al tiempo que se esforzaba por mantener el equilibrio. El caballo se apartó de un salto del borde de la garganta. El oficial herido cayó al suelo y aterrizó con brusquedad al mismo filo del precipicio.

—¡No eres mejor que ese ogro! —siseó el humano. Sus dedos agarraron y arrancaron un puñado de hierba mientras resbalaba hacia su muerte—. ¡Los dioses maldigan a todos los que obstaculizáis la justicia del Príncipe de los Sacerdotes!

Horgan contempló cómo el humano resbalaba por el borde del precipicio, con los puñados de hierba arrancados de raíz entre sus dedos crispados y los pies pataleando al vacío. El centurión se retorció en el aire; su semblante era una máscara de puro terror. Después, con la roja capa ondeando a su alrededor, el hombre se estrelló contra las rocas del lecho del arroyo. El color de la prenda se confundió con el de la sangre, que fluyó veloz corriente abajo.

(Advertid, Excelencia, si disculpáis este aparte, que, una vez más, concurre la imagen de sangre fluyendo hacia Istar. Un anuncio del Mar Sangriento, interpretado por la mano de un enano aventurero, nueve décadas antes del Cataclismo. ¡Oh, poesía y precognición!).

Horgan cruzó el puente con pasos cansinos. Recordaba al ogro por el que se había iniciado esta pelea con una vacía sensación de lejanía.

Aquí, en su diario, Horgan Embaucabueyes deja constancia de que había llegado a un punto decisivo en su vida.

Estaba asqueado y lleno de odio hacia los humanos y su arrogante señor. Pensando en el ogro, el enano encontró difícil sentir la misma clase de antagonismo, a despecho del odio racial que tan unido iba a su propio ser. Se preguntó si el humano, con su último aliento, no habría dicho una verdad sin darse cuenta. ¿De verdad eran los enanos mejores que los ogros? ¿No tenían mucho más en común con los ogros, en ciertos aspectos, que con sus vecinos de Istar, supuestamente civilizados?

Regresó al claro y encontró a Gobasch de pie ante la boca de la cueva y mirándolo con una expresión de desconcierto.

—¿Por qué luchas por mí? —preguntó el ogro.

Horgan frunció el entrecejo. Sí, ¿por qué? ¿Para de ese modo tener el honor, el placer de matarlo él? Tenía que haber una razón mejor, se dijo a sí mismo.

—¡A ningún humano se le ha permitido entrar en estas* montañas desde hace veinticinco años! —resopló con enojo. El ogro estaba ante él, con la enorme espada cruzada frente al pecho en un gesto defensivo y la barbilla levantada con determinación. Gobasch contempló de hito en hito al enano, cuyos ojos estaban prendidos en los tres colmillos del ogro.

—¿Y a nosotros? ¿Desde cuándo? —gruñó Gobasch. Mientras se debatía aún con la pregunta, Horgan supo la respuesta. Si cumplía con su obligación ahora, no sería mejor, a su modo de entender, que los cazadores de recompensas humanos a los que acababa de enfrentarse.

—Muévete —le dijo a Gobasch— ¡Lárgate de aquí! —Señaló el valle, la ruta del ogro antes de que Horgan lo alcanzara. Allí, entre las estribaciones, se extendía terreno agreste… y, más allá, las llanuras de Istar.

El ogro parpadeó, desconfiado.

—¡Muévete, por Reorx! ¡Antes de que cambie de parecer! —gritó Horgan Embaucabueyes.

Parpadeando todavía, Gobasch miró con cautela sobre su hombro. Y siguió haciéndolo todo el tiempo mientras descendía por la senda, hasta perderse de vista.

En este punto, Horgan deja de lado su diario. No volvió a coger pluma y papel hasta pasado un año y sólo fue para registrar brevemente los sucesos de este intervalo, Siendo un enano honrado, Horgan Embaucabueyes informó del incidente a su Thane. Las palabras finales del diario resultan difíciles de leer, pero indican que su gesto generoso con el ogro le costó su puesto en los exploradores y el destierro de la corte del Gran Thane.

No obstante, mientras leía sus palabras, escritas en el año posterior a su destierro, no encuentro en ellas señal de arrepentimiento, ni deseo de cambiar la decisión tomada con Gobasch, El Ogro. En todo caso, las palabras rebosan de orgullo.

Este es el primer rollo de pergaminos que encontró el quesero. Y me lleva a creer, Excelencia, que las historial del Último Mensajero son ciertas. En alguna parte, en las cumbres que se alzan sobre mí, se encuentra la tumba de este héroe que puso a salvo la historia de los enanos de las Khalkist. Salgo en busca de este tesoro, una oportunidad que cualquier historiador aprovecharía… aunque, me atrevo a aventurar, no con tanto estoicismo como yo.

Con la llegada del alba, maestro, me pondré en camino hacia los helados terraplenes que han enmarcado mi límite visual durante estos pasados meses. Os enviaré noticias tan pronto como me sea posible, aunque dudo que exista un servicio para despachar mensajes a donde me dirijo. Hasta mi siguiente comunicación, os saluda,

vuestro devoto servidor Foryth Teel, escriba de Astinus

Mi muy honorable maestro:

Sólo puedo rogar a los dioses del Bien y la Neutralidad para que esta misiva recorra de vuelta el camino por el que he viajado recientemente. Mi propia supervivencia la entiendo como prueba de la divina providencia… y, en caso de que esta nota llegue a vuestras manos, proclamaré la benévola intervención del propio Gilean.

Por supuesto, Vuestra Gracia, sigo adelante, como siempre, sin proferir quejas; pero —¡por los dioses, Excelencia!— ¡qué cumbres surgen sobre mí y por debajo de mí! ¡Las atronadoras avalanchas vomitan su mortal peso en mi camino una docena de veces al día! Y ello, junto con una ruta peligrosa por la presencia de monstruosos osos, unas bestias cuyas fauces podrían arrancar los miembros o la cabeza de un hombre sin esfuerzo aparente…

Disculpadme, señor. No estoy muy bien de los nervios. A decir verdad, no vimos osos. Con todo, conocer su presencia, estad seguro, me ha impedido conciliar el sueño Hubiera una hora seguida.

He llegado al refugio del quesero y ante mí se extienden los pergaminos de los enanos de las Khalkist. No bien mis manos se desentumezcan lo suficiente para desenrollar los papeles, procederé a su lectura. (Por la mañana, espero, saldrá el sol y con su tibio calor puede que logre salvar algunos de mis dedos).

Entretanto, espero el regreso de este humilde lechero que se ha aventurado en la noche. Prometió traerme algo interesante. Pero, hasta su vuelta, los pergaminos que me rodean ocuparán mi atención, tarea a la que ahora me dedicaré.

Excelencia, horas de lectura me permiten presentar un resumen de los restantes pergaminos. Posteriores esfuerzos tuvieron el provechoso resultado de datos, todos ellos relativos a la historia de los enanos de las Khalkist, pero, ¡ay de mí!, apenas nada referente a la década inmediatamente anterior al Cataclismo. El misterio de su desaparición persiste.

He desenterrado unos cuantos detalles de interés, en su mayoría extraídos de las historias de la cultura popular enana. Me he esforzado, como siempre, para entresacar de estas leyendas los hechos más concluyentes:

El valiente mensajero que dio su vida para transportar a un lugar seguro estos pergaminos, salvó extensos documentos financieros. Es evidente que el Thane gravó con fuertes impuestos a los enanos durante el período del 60 a. C. al 10 a. C. A partir de ese momento los registros contributivos terminan. ¿Se gastó este enorme tesoro? ¿Para qué? ¿Está oculto en alguna parte? ¿Lo destruyó el Cataclismo? ¿O se lo llevaron los enanos de las Khalkist cuando se marcharon… a donde quiera que se marcharan?

Un documento enano está fechado con posterioridad al 10 a. C., lo que es inusual no sólo por la fecha, sino porque, una vez más, nos encontramos con nuestro amigo, Horgan Embaucabueyes… aunque sólo de modo circunstancial. El documento en sí mismo es la historia de una batalla sostenida en el paso del Pilar de Piedra, alrededor del año 7 a. C. Es el último contacto conocido, en los registros humanos, con los enanos de las Khalkist.

Parece evidente, conforme a Istar, que la invasión de las montañas en el año 7 a. C. ordenada por el Príncipe de los Sacerdotes tuvo mucho más éxito que el intento llevado a cabo ciento diez años antes. Aun así, los relatos istarianos referentes a grandes victorias y justa masacre de los «paganos enanos» son, en el mejor de los casos, grotescas exageraciones.

Para empezar, los datos probados indican que esta guerra fue una contienda con pocas batallas. De hecho, sólo he encontrado evidencia de una sola escaramuza de cierta importancia. Ocurrió en la calzada del paso del Pilar de Piedra y se aclama en las crónicas istarianas como la mayor victoria del Príncipe de los Sacerdotes: una «derrota completa» de los defensores.

No obstante, hay una nota sobre esta batalla en uno de los pergaminos y es interesante contrastar la versión enana con la de los humanos. Desde el punto de vista de los enanos, el combate se contempla como una operación de resistencia de éxito moderado. Se defendió una cañada de la calzada durante un día y después se abandonó, como ocurrió con muchas otras posiciones enanas en esta guerra.

De hecho, da la impresión de que los enanos combatían con el único propósito de ganar tiempo para realizar una retirada definitiva a una posición remota e inaccesible a cualquier asalto. Por último, se replegaron tan lejos que los humanos no lograron encontrarlos.

En su arrogancia, el Príncipe de los Sacerdotes declaró «ganada» la guerra, y sus enemigos «destruidos». Sin embargo, lo que parece que ocurrió en realidad es que los enanos se limitaron a dejar las montañas en poder de los humanos y desaparecieron. Su ruta de escapada y destino siguen siendo unos de los mayores misterios del mundo.

Disculpadme, Vuestra Gracia; estoy divagando. Hay dos Únicos puntos asociados con la batalla del Pilar de Piedra sobre cuya veracidad tengo la suficiente certeza como para reseñarlos.

El primero, es la curiosa referencia que se hace de Horgan Embaucabueyes, quien de nuevo interpreta un papel importante en el escenario de la historia. Fue el general al mando del ejército enano que hizo frente a Istar. (Me he adelantado en el relato, Vuestra Gracia. Un nuevo Thane Rankilsen, había subido al trono. El destierro de Embaucabueyes finalizó en el 12 a. C. El venerable guerrero había sido readmitido en la sociedad. Poco después, tomó el mando del ejército combatiente).

El segundo, es una historia que no tiene fácil explicación, pero la mención que de ella se hace es suficiente para merecer que se la incluya aquí. A medida que la batalla perdía intensidad, las fuerzas humanas —en una rara iniciativa— intentaron cercar al ejército enano. Los informes indican que su táctica casi tuvo éxito, a no ser por la repentina intervención de refuerzos. Una inesperada brigada salió de las montañas para apoyar a los enanos, rompió la acción envolvente de los humanos y permitió que el ejército enano escapara.

Lo curioso es la identidad de esta brigada de rescate, pues sabed que todas las fuentes de información son firmes en su insistencia en que el ejército de las Khalkist fue salvado por una brigada de ogros. De dónde vinieron o adonde fueron son preguntas que tentarán a futuros historiadores. Lo que sé es esto: los ogros lucharon como aliados de los enanos contra Istar y después, al igual que ellos, desaparecieron.

¿Inverosímil? Desde luego. Pero parece ser un hecho cierto.

He de preguntarme, como sé que vos mismo, Excelencia, debéis de preguntaros: ¿pudo ser la devolución de un favor, una vida por otra?

Gobasch y Horgan se encuentran de nuevo en el campo de batalla, con los cuerpos destrozados del ejército humano desperdigados a su alrededor como hierbajos pisoteados.

—Estoy de nuevo en tus tierras, enano —dice el ogro esbozando una mueca torcida que deja a la vista sus tres colmillos.

Horgan alza la mirada hacia la bestia mientras su ejército escapa, metiéndose en cuevas y túneles, dándole la espalda a un sol que la mayoría de ellos no volverá a col templar en toda su vida.

—Gracias por venir —responde Horgan con voz queda.

Los dos se estrechan las manos desmañadamente. Él se hunde en el horizonte proyectando las sombras de montañas sobre el campamento humano en el valle. Multitudes de hogueras parpadean en la oscuridad y comienza el ebrio jolgorio. Para los humanos, era una «victoria».

—Ahora son vuestras montañas —añade el enano, mi tras se da media vuelta para reunirse con los suyos—. Cuidadlas bien.

—Haremos todo lo posible —contesta Gobasch.

Oigo un ruido en la puerta, Vuestra Gracia. Es mi anfitrión, que regresa con un misterioso paquete. Me trae… ¡el cráneo del solitario mensajero que trajo los secretos de los enanos hasta estos remotos picachos antes del Cataclismo! Mi corazón de historiador se conmueve por el bravo héroe, que entregó la vida para que sus escritos pudieran leerse en edades futuras.

¿Quién fue esta alma valerosa? ¿Por qué se aventuró a solas para salvar el relato de la historia?

Imaginaos mi conmoción, Excelencia, cuando el quesero me muestra la blanquecina calavera, los restos de este valiente personaje, pues el cráneo pertenece… ¡a un ogro! En la mandíbula inferior, y fácilmente reconocibles, sobresalen tres amarillentos colmillos.

Como siempre, Excelencia, busco la verdad en vuestro nombre.

Vuestro humilde y devoto servidor Foryth Teel, escriba de Astinus.