Llenando espacios vacíos

Nancy Varian Berberick

El minotauro cayó de rodillas en los agrietados y sucios adoquines del callejón del Pordiosero. El hombre-bestia con cabeza de toro, cuernos tan largos como mi antebrazo, una mata de pelo que le llegaba a los omóplatos y una espesa capa de vello rojizo cubriéndole el cuerpo, espumeaba por la comisura de los labios como un animal.

Había capturado al minotauro dos días antes, en lo que fue el final inesperado de una búsqueda infructuosa de herejes. Había venido hacia mí como una tormenta, saliendo de entre la alta hierba de la sabana, con un cuchillo en cada mano; cargó contra mí rugiendo, con los oscuros ojos encendidos por el gozo de la batalla. A los minotauros no les gustan mucho los humanos ni ninguna otra raza, y les encanta luchar. Pero éste, al parecer, no había tenido en cuenta mi caballo. El rucio se encabritó, agitando los cascos, y el minotauro se desplomó antes de comprender qué lo había golpeado. Estuvo inconsciente el tiempo suficiente para tener oportunidad de atarle muñecas y tobillos con grilletes y cadenas. Estos hombres-toro poseen una fuerza increíble y el único modo de cogerlos prisioneros es inmovilizarlos así.

Nunca me ha gustado llevar herejes vivos a Istar, pero a veces no hay más remedio que hacerlo, como en pleno calor del verano, cuando no te apetece viajar con los cadáveres. Así son las cosas y las estaciones, y así es como estaba trabajando en aquel largo y caluroso verano en el que tenía treinta y cinco años. Hacía quince que estaba metido en el negocio de recompensas. Había pasado buenos y malos momentos, con los bolsillos llenos de oro 1 o, como era más habitual, vacíos. En Istar se me conocía por Doune el Cazador, y era bueno en mi trabajo.

Aquella tarde, el callejón del Pordiosero estaba muy tranquilo y sólo se oían las maldiciones y jadeos del minotauro arrodillado sobre los adoquines. Las ratas corrían por los sucios canales de desagüe. Chamizos tambaleantes y casas grisáceas sin pintar se apiñaban unos contra otros, vacíos y con aspecto solitario. Al anochecer, los alcahuetes y rateros sacaban más beneficio en los aledaños del templo. En la distancia, más allá del callejón, más allá del mercado y de la subasta de esclavos, se alzó un himno, un conjunto de voces elfas, tan dulces y suaves como se sueña que debe de ser un canto celestial. El sagrado coro había iniciado los oficios vespertinos. Mujeres elfas, famosas en todo el mundo por su devoción, alzaban sus espirituales voces en una plegaria a los dioses del Bien. Hoy ensalzaban al recto Paladine y a la amable y compasiva Mishakal.

El minotauro se incorporó con esfuerzo y levantó la oscura y astada cabeza. Escupió en dirección al templo. Yo debería haberlo pateado por ello, pero, como no había nadie cerca que presenciara lo que podría considerarse mi propia omisión herética, dejé en paz al minotauro. Yo no era de los que torturan a los prisioneros. Hacerlo es mal negocio.

Una vez tuve un socio, un Enano de las Montañas. En aquellos tiempos el cargo de herejía no se imputaba a los enanos. Se llamaba Toukere Golpe de Martillo. Llevaba en el negocio de las recompensas más tiempo que yo, recuerdo todos los consejos que me dio.

—Hay una cosa que tienes que saber sobre este negocio, Doune, amigo mío —dijo una vez— No permitas que los sentimientos influyan en la persecución. Algunos creen que eso significa no dejar que se interpongan sentimientos tiernos. Nada de piedad, nada de esa estupidez sensiblera Pero los sentimientos duros son igualmente perjudiciales. Si quieres que los negocios te vayan bien, tendrás que vaciar todos esos espacios donde están tus sentimientos, los tiernos y los duros. La clemencia te cuesta dinero, Doune. Como también atormentar a un hombre pateándolo y golpeándolo cuando, de todas formas, va a morir pronto.

Toukere hizo una pausa para echar un buen trago de cerveza y se limpió la espuma de su negra barba. Aquel día comíamos en el Ciervo Saltarín, una taberna famosa por la calidad de su cerveza. A Toukere le encantaba la buena cerveza, y afirmaba que nadie podía hablar bien o juiciosamente a menos que se hubiera echado unos tragos.

—Un hereje es un hereje, Doune el Cazador, ya sea una mujer llorosa con su bebé en brazos o un feo minotauro cargado de cadenas. Lo único que te tiene que interesar es cuánto vas a cobrar por ellos. Preocuparte por los sentimientos, suyos o tuyos, es una pérdida de tiempo.

Un hereje es un hereje.

El curso de los acontecimientos enseñó a Toukere que esta simple definición jugaba a favor del Príncipe de los Sacerdotes. Poco tiempo después de aquella noche, el regente de Istar dio un nuevo giro a su lógica religiosa. Decidió que, puesto que los enanos adoraban a los dioses de la Neutralidad —Reorx el Forjador, el dios artesano, el más venerado entre ellos—, entonces toda la raza tenía que ser maligna porque no rendían culto a los dioses del Bien. La noticia de que un cazador de recompensas cobraría sesenta piezas de oro por un enano llegó a la oficina del encargado de los pagos. Nunca supe a qué dios veneraba Touk, siquiera si veneraba a alguno, pero la noche en que la noticia se hizo pública, partió llevando consigo más oro del que yo había imaginado que tuviera; nos emborrachó, a mí y a todos los que estábamos en el Ciervo Saltarín hasta el punto de que olvidamos dónde nos encontrábamos —o quiénes éramos— y se escabulló por la puerta trasera.

Abandonó Istar sin mí y sin decirme una palabra de despedida.

»Ah, sí. Robó en un pequeño santuario de Mishakal cuando salía de la ciudad, a fin de disponer de algo de dinero para el viaje; sin duda andaba algo corto después de su estratagema en el Ciervo Saltarín. El clérigo del santuario presentó resistencia, y murió a la mañana siguiente a causa de las heridas sufridas. De este modo, la recompensa por Toukere Golpe de Martillo era mayor que la pagada por cualquier enano medio: cien piezas de oro, sesenta por herejía y cuarenta por asesinato.

Esto ocurrió hace años. Desde entonces, he oído rumores de que alguien en la calzada a Xak Tsaroth había reclamado por fin el pago de la recompensa por Touk. Superé la marcha de mi socio y casi conseguí del todo no echarlo de menos, pero perdí el gusto por la cerveza y me acostumbré a tomar vino. La cerveza no sabía igual después de que Touk se marchara.

Así pues, al final de aquel largo y caluroso día de verano, con la dorada luz del crepúsculo bañando los adoquines del callejón del Pordiosero y el aire vibrante de himnos, no le di una patada al minotauro. Actúe del mismo modo que Toukere y yo solíamos: tiré de la cadena e hice que mi prisionero se pusiera en marcha otra vez.

Lo conduje callejón adelante hasta las amplias avenidas donde los ricos y poderosos vivían. Las altas y hermosas torres de Istar se alzaban relucientes a nuestro alrededor, Llevé al minotauro por una ancha calle flanqueada por árboles, donde los macizos de flores formaban fragantes y exuberantes medianerías, y los colibríes revoloteaban en el aire como joyas vivientes. La calle conducía al templo detrás del sagrado edificio se encontraba la prisión.

La gente que iba a rezar se paraba para vitorear a nuestro paso y, en un exceso de fervor, un joven, vestido con brocados cortados al dictado de la moda para imitar atavíos de caza, recogió un puñado de lo que mi caballo había dejado caer en los adoquines y se lo arrojó al hereje.

Pero después el audaz petimetre no supo qué hacer con la porquería que tenía en las manos. Me estuve riendo todo el camino hasta la prisión, y seguía riéndome cuando entregué el minotauro a los guardias y fui a la oficina del encargado de los pagos para cobrar mi oro. El despacho era un sitio pequeño, un reducido cobertizo de madera adosado a la parte posterior de la prisión, donde el príncipe de los Sacerdotes no pudiese verlo. No le incomodaba que sus clérigos y escribanos pagaran recompensas por los herejes. Pero no quería verlo.

Las paredes de la oficina estaban repletas de los habituales anuncios de que se pagarían recompensas por aquellos que sirvieran a los dioses de la Neutralidad y del Mal; por kenders, elfos y humanos, enanos, ogros y goblins, minotauros o cualquier clérigo que rehusara adorar a los dioses del Bien.

Se había doblado de nuevo la recompensa por Binza, el infame hereje proscrito que declaraba reverenciar a los dioses del Bien, pero que despreciaba la práctica del Príncipe de los Sacerdotes de valerse de la tortura y la ejecución para convencer a la gente de que debía adorar a aquellos sabios y dulces dioses.

(Menudo defensor del Bien es el tal Binza. Podéis preguntar a cualquiera sobre él y os dirá que robó y asesinó a toda una familia de peregrinos que se dirigían a Istar para orar en el Gran Templo. O la otra historia de cómo saquea santuarios de los caminos y mata a los clérigos. Una de las que gozan de más popularidad es la de que entra a hurtadillas en los velatorios y roba los céntimos de plata que cubren los ojos del muerto. En resumen, que Binza no parece ser mucho mejor que el Príncipe de los Sacerdotes).

Todo cazador de recompensas sabía que podría retirarle siendo más rico que un noble elfo si lograra capturar Binza, pero, aunque todos conocíamos cuáles eran sus crímenes, nadie en todo Ansalon sabía dónde se escondía ese sujeto. Ni siquiera se sabía qué aspecto tenía. ¿Era enano, humano o elfo? Había rumores para todos los gustos.

Aquel día me limité a echar una ojeada rápida a la hoja de recompensa por Binza. Hubo un tiempo en que había ansiado darle caza, pero ya no. Y ahora recordaba lo que Toukere solía decir sobre él:

—Cuando piensas en ello, Doune, amigo mío, caes en la cuenta de que nadie sabe en realidad si este terrible hereje, Binza, es algo más que un mal sueño que el Príncipe de los Sacerdotes tiene de tanto en tanto, cuando ha comido demasiado y no hace bien la digestión. Me gusta el oro como a cualquiera. Puede que más, ¿verdad? Pero me dedico a las presas fáciles. No tiene sentido perder el tiempo persiguiendo a un viento de sabana que cambia de dirección constantemente.

Dicho esto, pedía otro pichel de cerveza.

Había un kender en el Ciervo Saltarín. La calificación de herética de su raza no impedía que los kenders acudieran a Istar, a pesar de que no pocos miembros de esa casta de libre-adoradores habían hallado allí su destino. Ah, pero ya conocéis a los kenders: la muerte no les quita mucho el sueño a esos ladronzuelos de dedos ágiles. Este era joven, un tipo de apariencia agradable, como son los de su raza cuando no te martirizan con su incansable cháchara e interminables desatinos. Pelirrojo, delgado, de esbeltos y ágiles dedos de ladrón, vestía los acostumbrados ropajes multicolores kenders: polainas amarillas, camisa azul, chaqueta verde y botas de piel de gamo teñida de color púrpura. Llevaba colgados seis o siete saquillos y mochilas, todos llenos a reventar con objetos absurdos y porquería, seguramente.

Aparte del kender, el tabernero y yo, el establecimiento se encontraba vacío. La gente prudente estaba todavía orando o manteniéndose discretamente fuera de la vista, Había mesas de sobra donde elegir, pero el kender se había sentado a la que estaba junto a la única ventana del Ciervo Saltarín, la que tenía el tablero marcado con muescas de cuchillo, donde Toukere y yo nos sentábamos a repartir la suma de una recompensa y a beber cerveza. Ventura, el tabernero, siempre tenía esa mesa reservada para mí, ya estuviera abarrotado o vacío el local. Ahora se limitó a encogerse de hombros cuando me vio fruncir el entrecejo al encontrar el sitio ocupado.

—Te busca, Doune —dijo.

Había una ganancia de treinta monedas de oro en copete de kender sentado a la mesa. «Ah, qué considerada es la vida, cuando la recompensa viene en busca del cazador», pensé. Manoseé la empuñadura de mi espada, le dije a Ventura que me preparara algo de comer y que lo quería tener listo cuando volviera de llevar al entremetido kender a prisión. Pero Ventura me cogió por la muñeca y apretó con fuerza.

—Quizá deberías comer antes, ¿eh, Doune?

El kender ladeó la cabeza, con los ojos relucientes y sonriendo como si algo le hiciera gracia.

Entonces alguien me dijo —una voz de mujer, tan suave y letal como una hoja de acero al hendir el frío aire nocturno— que nadie iba a llevar kenders a ningún sitio esta noche.

Giré veloz sobre mis talones, con la espada desenfundada a medias, y por poco no me ensarté en la hoja de su arma. La alta espadachina apoyó con suavidad la punta del acero contra mi garganta. El tabernero no alzó la voz ni la mano en mi defensa.

—¿Cuánto te han pagado, Ventura? —pregunté con acritud.

—Sólo lo justo —contestó, sin molestarse siquiera en simular cortedad. No añadió más y lo oí meterse en la cocina.

—Tranquilo —instruyó la espadachina, sonriendo y pronunciando las palabras de manera que parecían una pulla—. Tranquilo, Doune, si es que te gusta vivir.

Me gustaba, y mucho. Bajé la punta de mi espada, pero no la guardia.

Era humana, como yo, pero iba vestida y equipada como un elfo cuya familia está bien situada. Seda y piel de gamo y botas de montar de la mejor calidad. He de decir que tenía un buen tipo, con sus largas piernas, esbelta cintura y curvas en los sitios adecuados; sobre esto último no había mucho que imaginar, ya que el escote de su blusa mostraba algo más que el collar de plata y zafiros que llevaba.

—¿Cómo sabes mi nombre? —pregunté.

—¿Quién no ha oído hablar de Doune el Cazador? —Esbozo una sonrisa tan jactanciosa como la de un malicioso pilluelo—. De donde vengo, eres toda una leyenda.

| La luz del candil se reflejó en los aceros interpuestos entre nosotros, el suyo en alto, el mío inclinado e inútil. Hizo mi gesto al kender.

—Peverell, descárgalo del peso de sus armas —instruyó.

El kender hizo lo que les encanta hacer a los de su raza. Cogió mi daga, encontró un pequeño puñal que siempre llevaba enfundado en mi bota, y me quitó la espada de la mano antes de que me diera cuenta de que hacía movimiento alguno para cogerla. También se apoderó de los avisos de recompensa que había recogido y la paga que había cobrado en la oficina hacía menos de una hora. Sin duda me habría quitado hasta los dientes si su compañera no le hubiese dicho que ya era suficiente.

—Y ahora, Doune el Cazador, siéntate conmigo y con Peverell para tomar un trago y un bocado, ¿eh? —Dijo la espadachina mientras envainaba su espada—·. Podría serte provechoso.

Eché una ojeada al kender, que había regresado a la mesa y repasaba muy contento lo que me había quitado.

—Hasta ahora no lo ha sido —repliqué.

—Supongo que tienes razón. ¡Pev! Devuelve a Doune su bolsa de dinero.

El kender hizo un mohín de protesta, pero vació las monedas de oro sobre la mesa y después me lanzó la bolsa.

—Y el oro —dijo la mujer con firmeza.

El kender ladeó la cabeza, y sus grandes ojos relucieron. Hubo una mirada de entendimiento entre los dos y, cosa sorprendente, Peverell recogió las monedas, se acercó a mí y me las entregó todas. Tomé el oro, lo guardé en la bolsa y lo escondí en el bolsillo más hondo, sin quitarle los ojos de encima mientras volvía trotando a la mesa. Era increíblemente silencioso, para uno de su raza.

—¿Es que le han arrancado la lengua? —pregunté, sonriendo con acritud.

—No. Se la cortaron. El resultado es el mismo —contestó la mujer—. Un cazador de recompensas lo prendió y fue incapaz de soportar su cháchara. Pero no consiguió retenerlo. Es muy difícil retener a un kender. Aunque supongo que tú lo sabes. —El tono de su voz se tornó frío, dejando de lado la pretendida cortesía—. Vayamos al grano, ¿Te interesa saber dónde se esconde el hereje Binza, o te conformas con ese miserable puñado de oro?

Ventura trajo platos llenos a rebosar con cordero, repollo y patatas, un jarro de vino para mí y un gran pichel de cerveza para los otros dos. El viejo Ventura estaba muy satisfecho consigo mismo y actuaba como si yo le debiera un favor.

A través de la ventana, muy alto en el cielo, vi las de lunas, la roja y la plateada, brillando con fuerza. Ventura había atrancado la puerta y encendió solo unos pocos candiles necesarios para ver lo que comíamos. La espadachina me dijo que se llamaba Alycia. Explicó que era hija de un mercenario y que desde la muerte de su padre ella había continuado el negocio familiar alquilando su espada a caravanas de mercaderes que, para llegar a las llanuras de Istar, tenían que atravesar los pasos de montaña por los que rondaban goblins.

Alguien puede pensar que el oficio de mercenario es un modo algo raro de ganarse la vida una mujer que lleva collares de zafiros, pero yo no tenía razón para dudar de que Alycia fuera capaz de hacer lo que afirmaba. Se había puesto a mi espalda con gran rapidez y la fina espada enjoyada no era un objeto extraño en su mano; no obstante, tampoco tenía razón para creer que supiera más que yo o que cualquiera acerca del paradero de Binza.

—Bien —dijo, tragándose otro pedazo de cordero con el apetito de un cargador de muelles—. No es mucho lo que puedo decirte para convencerte de que sé dónde se esconde Binza… salvo que un amigo mío lo rastreó hasta su guarida hace menos de dos semanas.

—¿Y ese amigo tuyo no lo capturó o lo mató?

Se echó a reír y el kender aplaudió divertido, con sus ojos castaños relucientes de regocijo.

—Mi amigo no es tan estúpido como para ir solo tras un hombre que se supone que ha hecho todo eso de lo que se acusa a Binza. —Sonrió con astucia—. Si fuera una presa tan fácil, no cabe duda de que a estas alturas ya lo habría atrapado algún cazador de recompensas, ¿no? Pev y yo nos íbamos a encontrar aquí con ese amigo para ir iras Binza los tres. Pero nuestro amigo… no está libre.

Resoplé con desdén.

—¿No está libre para hacerse rico?

—Ha sido encarcelado. —Alycia dejó la jarra de cerveza en la mesa, en una absoluta actitud de negociante. Hizo una seña a Ventura, que se apresuró a rellenar el pichel—. El tabernero dice que conoces bien la prisión… al haber contribuido en gran parte a llenarla durante estos años. Ayúdame a libertar a mi amigo y podrás acompañarnos.

—¿Quieres que organice una fuga de la prisión? Lo siento. Mi trabajo es meterlos en la cárcel, no sacarlos.

—Exactamente. Ésa es la razón que te hace perfecto para el trabajo. Lo habrás llevado a cabo antes de que nadie se haya dado cuenta de lo que pasa.

Me quedé pensativo y ella, impaciente, se inclinó sobre j la mesa, con los ojos azules relucientes.

—Una cuarta parte, Doune. Ayúdame a sacar a mi amigo de la prisión y nos pondremos en camino para obtener una recompensa tan grande que nunca se vaciará el escondrijo donde escondas ese tesoro. En fin, la mujer no exageraba mucho en cuanto a la cuantía de la recompensa, y yo siempre estaba a la caza del oro. Pero también era prudente.

—Supongamos que organizo la fuga de la cárcel. ¿Qué I impedirá que tú y tus amigos os libréis de mí y vayáis solos tras la recompensa?

Los ojos de Alycia se tornaron fríos y penetrantes. Desenvainó su espada y yo llevé mi mano hacia donde debería haber estado la mía. Sin embargo, no hizo ningún gesto amenazador y se limitó de dejar la enjoyada arma sobre la mesa, entre los dos.

—Esta es la espada de mi padre —dijo, pasando por alto mi gesto—. Jamás he hecho un juramento sobre ella que no tuviera intención de cumplir. Le creí. Quizá fuera su tono de voz, quedo y vibrante con un fiero orgullo. O quizá fue su mirada, firme y recta, como la luz reflejada en el cortante filo del acero. Por el rabillo del ojo vi a Peverell que seguía con el dedo una de las viejas cuentas que Toukere y yo habíamos hecho sobre el tablero de roble.

«Cuando quiero, soy honrado, Doune, amigo mío. Y, cuando un hombre reparte las ganancias con su socio, más* le vale ser honrado o se merecerá que lo maten».

Mientras pronunciaba estas palabras, Toukere tenía la misma mirada que Alycia tenía ahora. Yo siempre juzgaba a un hombre por esa clase de mirada, su ausencia o presencia. O a una mujer. Supongo que también me lié de ello en esta ocasión.

—¿Quién es este socio tuyo? —pregunté—. ¿Un amante? Alycia sacudió la cabeza y los rizos de su cabello, corlo y oscuro, brincaron.

—Dinn es un amigo. A veces se comporta como un tonto impulsivo, pero le tengo un gran aprecio. Procede de unas tierras donde sólo tienen una palabra tanto para la lealtad como para el honor. Enemigos difíciles, estas gentes; y buenos amigos. Mi padre se ganó su amistad, y Dinn dice que yo la he heredado. —Bajó el tono de voz—. Por el alma y la espada de mi padre juro que actuaré honradamente contigo, Doune.

Era un juramento muy serio. Yo no sabía de ninguno que igualara el suyo.

Me preguntó si tenía padre; le dije que debía de haberlo tenido en algún momento. ¿Y madre? Muerta, respondí. Ni hermana ni esposa, aventuró. Contesté que suponía bien, y que ninguna de las mujeres que conocía tenía la clase de alma por la que me mereciera la pena jurar por ella. Alycia me miró con una burlona expresión de exagerada compasión.

—Bueno, tampoco espero que ellas hagan un juramento por mi alma —rezongué.

El kender silbó una nota creciente, como una pregunta, para atraer la atención de Alycia. Cuando lo consiguió, se golpeó los puños y después enlazó las manos. Alycia se encogió de hombros, como quien ha llegado hasta el fondo de un cofre y no espera encontrar más que polvo.

—Supongo que la gente que tiene tu trabajo no cuenta con muchos amigos —me dijo.

—No muchos —respondí con un tono sin inflexiones—. Y el único que tuve murió hace mucho tiempo.

—¿Era un buen amigo?

Un buen compañero, un socio honrado, y alguien que huyó de Istar de manera que hubiera suficientes testigos que atestiguaran que yo no tenía nada que ver en ello.

—Sí —repuse con voz queda—. Era un buen amigo.

Se quedó pensativa; sus ojos azules ya no tenían un brillo burlón, sino que eran serios y dulces.

—Júralo por la memoria de tu amigo, Doune el Cazador. Jura que actuarás honradamente conmigo. —Sus ojos se ocultaron tras el oscuro velo de las pestañas. En sus labios bailó fugaz una sonrisa secreta—. Será suficiente.

Era cuanto necesitaba escuchar. Coloqué mi mano sobre la suya y presté juramento en memoria de mi amigo.

Fue una suerte el que esperara a que hubiese jurado para decirme que su socio era el minotauro al que había llevado a prisión hacía unas horas. Una suerte para ella, pero no tanto para Peverell. El pequeño kender mudo rió con tantas ganas que cayó de la silla y se dio un buen batacazo. Y tampoco lo fue para mí. Había pasado dos días en compañía del minotauro y sospechaba que no iba a sentirse muy inclinado a aceptarme como socio en la caza de Binza. Pero ya me había comprometido bajo juramento, y por la memoria de Touk.

Además, había que tener en cuenta todo ese montón de oro.

Peverell estaba impaciente por forzar la cerradura de cada puerta de la prisión. Cuando le dije que no entraríamos de ese modo, me demostró lo ofendido que se sentía por semejante desaire a sus habilidades rateras. Podría ser mudo, pero había perfeccionado hasta la categoría de arte la ejecución de gestos obscenos e insultantes. Alycia lo tranquilizó, y a partir de ese momento el trabajo de la noche no pasó de ser una rutina: conseguir armas para el minotauro, monturas para Alycia y para mí (no tenía sentido obtener caballos para Peverell ni para Dinn; Alycia afirmó que ninguno de los dos cabalgaría aunque les pagaran por ello), y después sobornar al guardia adecuado y comprar al clérigo indicado. Las sumas de los dos sobornos fueron abultadas: las noventa piezas de oro que me había ganado por el minotauro y bastante más. Alycia tuvo que desprenderse de su hermoso collar de zafiros.

—Lo considero como una inversión —dijo. Señaló con el pulgar mi bolsa vacía y sonrió con frialdad—. Deberías hacer lo mismo.

Lo hice. Una cuarta parte de la recompensa por Binza haría parecer el oro pagado por los sobornos como la calderilla del plato de un pordiosero.

Tenía razón sobre Dinn. Habría renunciado alegremente a toda esperanza de libertad con tal de tener la menor ocasión de matarme. Pero Alycia consiguió dominarlo, y fue todo un espectáculo verla codo con codo con aquel bruto, hostigándolo con siseantes susurros, como una vieja verdulera encolerizada.

—Usa la cabeza, Dinn —dijo. E insistió, varias veces, en que recordara el motivo por el que estaban aquí. Exigió, también varias veces, que cumpliera lo que había prometido.

El kender, olvidada ya su rabieta, se acercó al alto y pelirrojo minotauro y gesticuló de manera aparatosa.-Dinn soltó un gruñido, sacudió la astada cabeza y pidió malhumorado a Alycia que tradujera.

—Dice lo que ya sabes muy bien, Dinn. Te necesitamos.

Aquello hizo que el minotauro condescendiera.

—Eh… bien —gruñó, mirándome de hito en hito—. Entonces, pongámonos en marcha.

—Gracias, amigo mío. —Alycia palmeó el áspero hombro de Dinn y se puso de puntillas para besarle el feo hocico, lo que le hizo lanzar unos suaves gruñidos y carraspeos.

No le quité ojo de encima, a pesar de la actitud general de contento y amistad. Yo había sido el que lo había avergonzado arrastrándolo encadenado hasta Istar. Por lo general, a los minotauros les gusta borrar un recuerdo vergonzoso matando a cualquiera que lo sepa.

La sabana es un lugar desapacible; caluroso, seco y sin señales de terreno. Ésta es la tierra de los clanes nómadas y en ella no existen fronteras que cruzar, nada que te advierta que te encuentras en territorio de un clan, ya que los nómadas no tienen territorios individuales. Siempre en movimiento, sin instalarse en ninguna parte, los trenzas largas consideran toda la sabana de su propiedad. No dan un buen recibimiento a los visitantes: una punta de flecha de pedernal, o la pétrea cabeza de una lanza.

Avanzamos con precaución, Alycia y yo cabalgando, Dinn caminando a grandes zancadas por delante: un alto y astado corredor veloz dirigiéndose invariablemente hacia el oeste, a las brumosas montañas azuladas. A veces Peverell trotaba a su lado, invisible a no ser por la hierba dita que apartaba a su paso, el leve rastro de un kender pequeño y mudo. Pero más a menudo iba junto a Alycia. Como a todos los de su raza, le encantaba hablar y ella era más paciente con su lenguaje silencioso… y por supuesto lo comprendía mucho mejor que el minotauro.

Yo estaba acostumbrado a cabalgar a solas desde que Toukere y yo nos habíamos separado; y también estaba acostumbrado al silencio. Pero pronto descubrí que me gustaba el sonido de la voz de Alycia: quedo por el peligro, vibrante cuando el asunto le interesaba, dulce cuando pensaba en voz alta. Alycia pensaba mucho en voz alta, sobre política, historia y dioses.

—Te diré algo, Doune el Cazador —comenzó un cegador mediodía en que la sabana se ondulaba bajo la caricia de un viento ardiente—. Siempre he oído decir que los dioses están a favor del equilibrio; bondadosos, neutrales o malignos ponen su peso en la balanza contra el caos. Creo que es la política la que hace herejes, no las ideas equivocadas. Lo que, si se da crédito a lo que se comenta, es lo que piensa ese proscrito, Binza. —Me miró de reojo y repitió—: Si se da crédito a lo que se comenta.

Parecía saber mucho sobre Binza y se me ocurrió si no habría concebido alguna idea romántica por el proscrito. Se lo pregunté en tono de chanza. Peverell, que trotaba a nuestro lado, alzó la vista hacia mí, gesticuló con rapidez y se echó a reír en silencio.

—¿Qué ha dicho? —pregunté.

—Desatinos propios de kender —respondió ella con gesto estirado—. No me siento atraída por Binza. Una buena cazadora debe conocer a su presa, lo que piensa, cómo se defenderá, dónde se esconde, en qué es vulnerable. —Sonrió, como si le hiciera gracia algo que había pensado—. ¿No estás de acuerdo, Doune el Cazador?

Respondí que era un cazador de recompensas, no de jabalíes.

—Oh, claro. —Se rió, de nuevo con sorna—. Y uno muy bueno, que no pierde tiempo en pensar sobre los herejes que apresa, ¿cierto?

—No tendría sentido hacerlo. Lo único que cuenta es la promesa del oro, pagadero a la entrega. —Le dediqué una sonrisa desganada—. Gracias a la política.

Peverell gesticuló otra vez. Su rostro era un claro interrogante; en esta ocasión, Alycia tradujo.

—Quiere saber si consideras personas a los herejes.

Sacudí la cabeza.

—Son ganancias.

El kender hizo más gestos, y Alycia me dirigió una larga mirada; sus ojos eran graves y pensativos, como si me estuviera sopesando en una balanza.

—Estás tan hueco que el aullido del viento levantaría ecos en tu interior, ¿no es así, Doune el Cazador?

—¿Es eso lo que ha dicho?

—No. Lo digo yo. ¿Cómo has llegado a estar tan vacío?

—Gajes del oficio. —Incómodo, varié el rumbo de la conversación—, ¿Por qué te preocupa cómo me siento? No veo que tú muestres mucha compasión por Binza.

Ella apartó la mirada hacia la dorada y ondulante sabana.

—Mis sentimientos por Binza son… personales —respondió—. No soy cazadora de recompensas profesional.

—Vaya, vaya. ¿Qué hizo, robar los céntimos que cubrían los ojos del cadáver de tu padre?

La joven se encogió, y yo lamenté haber dicho aquello. Pero mi palo de ciego había tocado una llaga. Una que dolía.

—Vamos, Alycia —dije, sorprendiéndome a mí mismo por la dulzura con que había hablado—. No te preocupes por mí ni por mis sentimientos. Al fin y al cabo, no tienen mucho que ver contigo, ¿eh?

El conocido brillo zahiriente volvió a sus ojos.

—No mucho —respondió, echándose a reír.

Me pareció que su risa era forzada.

Esa fue la clase de conversación que mantuvimos durante los largos y calurosos días por la sabana. A veces se mofaba de mí, como había hecho en el Ciervo Saltarín; a veces estaba seria, y eso me gustaba más. Pronto empecé a desear que el kender se quedara con Dinn. Comenzaba a gustarme la compañía de Alycia, su cercanía, su voz, incluso sus pensativos silencios.

Esos silencios eran prometedores. Por la noche, mientras dormíamos, separados por una hoguera y ella arrebujada en toscas mantas, esas posibilidades se convertían en sueños en los que el minotauro y el kender no tenían Cabida. Pero el kender pasaba cada vez más tiempo con nosotros, de manera que estábamos juntos los tres —Alycia, Peverell y yo— cuando, al final del tercer día de viaje, mientras el sol se hundía en un rojo crepúsculo frente a nosotros, Dinn divisó a la mujer y al niño nómadas.

Mi caballo cabrioleó inquieto, apartándose de los cuernos del minotauro. Dinn esbozó una mueca al percatarse del detalle y ladeó la cabeza de manera que una de las astas se acercó peligrosamente al flanco del animal… y a mi pierna.

Señaló a la alta hierba, donde se abría en dirección opuesta al viento.

—Dos trenzas-largas —dijo a Alycia.

La mujer nómada corría veloz, a pesar de que iba encorvada al cargar con el peso del niño que se aferraba a su espalda. La cabeza del crío botaba fláccidamente al ritmo de las amplias y rápidas zancadas de la mujer. Una de las piernas del niño, de piel tostada por el sol, estaba manchada de sangre. La dirección que llevaba la mujer la haría cruzar nuestro camino.

Respondiendo al hábito desarrollado durante quince años, alargué la mano hacia el rollo de cuerda que colgaba de mi silla de montar. Un buen lanzamiento y los tendría, a ella y al niño, atrapados, derribados y atados.

—¿Cuánto darán por esos dos, Doune el Cazador? —preguntó Alycia al advertir mi gesto.

Le dije que ochenta monedas de oro, cuarenta por cada uno. La mujer no valía más que el niño. Alycia sonrió con frialdad.

—Tu parte en la recompensa por Binza supondría cien veces eso. ¿Estás conmigo, Doune el Cazador?

No le respondí. Estaba observando a la mujer que corría. Aunque el viento tapaba nuestras palabras susurrantes, y nuestras monturas no hacían ruido, algo —el silencio de los pájaros, tal vez— debió de ponerla sobre aviso. Echó una breve ojeada por encima del hombro y tropezó, sobresaltada al vernos. Sus ojos eran grandes y oscuros, como agujeros vacíos en una máscara de terror. La visión me hizo estremecer, encogiendo mi corazón como si yo mismo sintiera aquel miedo desesperado.

La mujer reaccionó enseguida, se aupó más al niño sobre la espalda y corrió más deprisa.

Aparté la mano de la cuerda. Alycia me miraba. Su expresión no era evaluativa, ni zahiriente. Más bien, sonreía del modo en que uno lo hace cuando conoce a alguien y piensa que le gusta lo que ve. Peverell nos miró alternativamente a uno y a otro, y después gesticuló algo. Sus manos se movían tan rápidas que el significado de sus gestos escapaba a mi comprensión, pero Alycia lo entendió. Una expresión ceñuda reemplazó su sonrisa mientras le decía que dejara de decir insensateces.

Dicen que la luna roja, Lunitari, es hija de Gilean, el dios que es el guardián de todo el conocimiento que poseen las deidades. Solinari, el satélite plateado, es hijo de Paladine, y vigila toda la magia que se ejecuta en el mundo. Esa noche, mientras los demás descansaban y yo rondaba impaciente, desvelado, observé cómo estas dos lunas —o, si lo preferís, hijos de dioses— salían. La primera fue Lunitari. Cuando escudriñé hacia el este, a través de las llanuras, creí divisar las altas torres de Istar perfiladas contra el rojizo disco, oscuras como un irregular mordisco arrancado del borde de la luna. Después se alzó Solinari, un poco al norte de Istar, eludiendo los afilados dientes de la urbe del Príncipe de los Sacerdotes.

Qué tonta fantasía, ¿no? Bueno, tenía un montón de ideas rondándome la cabeza, demasiadas para dormir, y evocaba una y otra vez lo que había sentido cuando Alycia me sonrió después de dejar marchar a los nómadas.

Eso era una fantasía aún más tonta. ¿Por qué iba a importarme la opinión que tuviera de mí? Sí, tenía unas largas piernas y era encantadora. Sus ojos azules, cuando no miraban burlones, sugerían posibilidades, inspiraban sueños. Su cuerpo era curvilíneo, y sin duda cálido y blando, en los lugares justos; pero también lo eran los de otras muchas mujeres, y yo lo sabía bien. La única diferencia entre Alycia y ellas era que manejaba bien una espada, tenía una conversación agradable… y me conducía hacia una cuarta parte de una abultada y estupenda recompensa.

A veces me miraba de una forma que me hacía desear ser lo que parecía esperar que fuera.

¿Vacío? Puede que en algún momento. Quizá todavía lo estuviera. Pero cuando Alycia me miraba con sus dulces ojos, algo esperanzados y gravemente pensativos, me hacía pensar que tal vez ella sería capaz de llenar algunos de esos espacios vacíos en mi interior.

Sacudí la cabeza con fuerza, como si intentara librarme de tal insensatez. Era una insensatez, me dije. ¿Acaso una mujer no es tan buena como cualquier otra para una noche fría?

Estaba mirando la luna plateada cuando pensaba eso, así 1 que supongo que podría decirse que rezaba por algo, quizá por recibir una respuesta o entender por qué me importaba lo que pensaba Alycia de mí.

Por supuesto, Solinari no tenía mucho que decir sobre el tema. Los hijos de los dioses tienen asuntos propios de 1 los que ocuparse.

Cuando las lunas hubieron sobrepasado ya el cénit, terminé mi ronda, pasé despacio junto al dormido minotauro y me senté con Peverell frente a la hoguera. El kender me miró de reojo y después gesticuló algo a Alycia. Cuando le pregunté qué había dicho, ella tardó un poco en contestar. Me dio la impresión de que no pensaba cómo traducirlo, sino si debía hacerlo. Por fin ella repitió los gestos del kender, despacio, como cuando uno pronuncia lentamente cada palabra a alguien que no oye bien. El gesto era alzar ambas manos como para rodear algo con ellas y luego un movimiento brusco hacia abajo.

—El ocaso del sol —deduje.

—Correcto.

Levantó cuatro dedos y supuse que esto, unido al gesto anterior, significaba el paso de cuatro días.

—Correcto de nuevo. —Sus ojos azules brillaron mientras realizaba el gesto de «puños juntos-apretón de manos» que ya sabía que significaba «amigo»—. Éste lo conoces.

¿Y este otro?

Repitió el último gesto de Peverell: golpear con el puño derecho la palma de la mano izquierda colocada horizontalmente. Entonces imitó la expresión del kender: ojos y boca abiertos por la sorpresa.

—¿Qué crees que significa eso, Doune el Cazador?

—No tengo ni idea.

Sus labios esbozaron una sonrisa secreta.

—Es el punto clave de todo lo que Pev ha dicho. Dejare que pienses en ello.

Pasé la noche escuchando el viento que descendía susurrante desde el cielo estrellado, dando vueltas y más vueltas a los gestos de Peverell. Pensé que, tal vez, el gesto de Peverell de dar con el puño en la palma significaba una emboscada. Si era así, quizás Alycia y él preveían la sorpresa de Binza al encontrarse por fin atrapado. Y todo ello al cabo de cuatro días. Pero en esta interpretación no encajaba el gesto de amistad.

Por último, antes de quedarme dormido, recordé la extraña sonrisa de Alycia.

También recordé que ésa no era la primera ocasión en que la había visto sonreír así. La primera vez fue en el Ciervo Saltarín, justo después de buscar un motivo por el que pudiera prestar juramento. Juramento que quizá nunca habría hecho si hubiese sabido que era Dinn a quien tenía que sacar de la prisión.

La sospecha se abrió paso en mi interior, fría y reptante como una serpiente.

Tal vez, me dije, había otra manera de interpretar los gestos de Peverell y la secreta sonrisa de Alycia. Puede que se estuvieran riendo de la sorpresa que me llevaría cuando descubriera que su juramento sobre la espada de su padre no tenía mayor significado que el medio para alcanzar un fin: la escapada del minotauro de la cárcel, la captura del hereje Binza, y una recompensa dividida en tres partes en lugar de cuatro.

Cuatro días. Amistad. Un gesto violento y demoledor. Sorpresa.

¿Y las miradas evaluativas de Alycia, sus ojos dulces, su sorprendida complacencia cuando dejé marchar a los nómadas? ¿Qué significaban? Un señuelo, tal vez. En la saltana, mejor son cuatro personas que tres… hasta que los tres llegaran a donde querían.

Era el momento de largarse. El momento de romper Compromisos y marcharse.

Me quedé. Por el oro, me dije a mí mismo. Lo que no admití, y entonces ni siquiera sabía, era que había sido Un necio que había llegado demasiado lejos en mis tontas fantasías para volverme atrás.

Alycia se mostró reservada a partir de esa noche. Encerrada en un taciturno mutismo, hablaba con Dinn sólo cuando no tenía más remedio, y a mí apenas me dirigió la palabra. Algo rondaba su cabeza, y, si hablaba de ello con alguien, era con Peverell…, que parecía saber, e incluso compartir, lo que la inquietaba.

Conversaban en aquel grácil y silencioso lenguaje de los gestos, y por consiguiente yo no tenía ni idea de por qué se mostraba tan repentina y crecientemente distante.

Dejamos atrás la sabana tres días después del encuentro con la mujer y el niño nómadas. Acampamos esa noche en un cañón cerrado, una larga hendedura de piedra flanqueada por altas paredes, donde no era necesario montar guardia. El único camino de entrada al cañón era perfectamente visible desde el campamento.

No habíamos hecho más que encender el fuego cuando Alycia miró en derredor y descubrió que el kender no estaba.

—Dinn, ¿adónde ha ido? —preguntó.

El minotauro repitió el gesto de golpear la palma abierta con el puño.

—¡Maldita sea! Le dije que… —Me miró de reojo y no terminó la frase— ¿Estás seguro, Dinn?

El minotauro se encogió de hombros antes de responder.

—Nunca estoy seguro de lo que intenta decir, pero es lo que me pareció entender.

Esa respuesta no le gustó a Alycia. Tampoco le gustó que yo le preguntara qué significaba ese gesto.

—Significa que el kender va a tener un buen problema cuando vuelva a ponerle los ojos encima —contestó furiosa.

No añadió una palabra más.

Mientras comíamos, la luna roja alumbró las altas paredes del cañón, derramando luz sobre la piedra y convirtiendo las sombras en un encaje púrpura. Alycia, que había mostrado tener muy buen apetito en el Ciervo Saltarín. Picoteó sólo su comida, con gesto ausente. Cuando se cansó de eso, enrolló una burda manta de lana a guisa de almohada y se tumbó delante del fuego.

Yació en silencio, contemplando la estrecha franja de cielo estrellado que asomaba entre las paredes del cañón, El titilante fulgor de la hoguera teñía sus pálidas mejilla de un color rosa fuerte y hacía que su oscuro cabello brillara, pero yo sólo la miré por el rabillo del ojo. Dinn estaba sentado en las sombras de la noche, afilando sus dagas. Trabajaba con movimientos seguros e iguales y a veces saltaban chispas de la piedra y el acero. Cuando esto ocurría, el minotauro levantaba la vista hacia mí, con sus oscuros ojos relucientes y sus largos y amarillentos dientes asomando tras lo que parecía una sonrisa.

—Doune —dijo Alycia al cabo de un rato—, estamos cerca de la guarida de Binza. Mañana jugáremos a algo completamente diferente.

Aparté la vista de Dinn; no me gustaba cómo sonaba aquello.

—¿Qué quieres decir?

Ella me miró; sus ojos no eran dulces ni pensativos, ni incisivos ni burlones. Sonreía. Y su expresión era indescifrable.

—¿Puedo confiar en ti, Doune?

Respondí con sinceridad, aunque no sabía adónde quena ir a parar con su pregunta. Y, no. No recordé mis propias dudas. Las que me habían acosado durante los tres últimos días.

—Juré que sería honrado contigo, Alycia.

—Por la memoria de tu viejo amigo.

No dije nada; estaba pensando en el gesto de Peverell del puño golpeando la palma de la mano, y que se había repetido esta noche. ¿Emboscada a Binza, o traición a mí? No lo sabía, y esperaba ver adonde llevaba la pregunta de Alycia.

Dinn puso a un lado sus dagas y también aguardó vigilante. Pero no vigilaba a Alycia, sino a mí.

—Doune —siguió ella—, dijiste también que la caza de recompensas no es más que un negocio. ¿Podemos confiar en que estarás de nuestro lado, ocurra lo que ocurra mañana?

Solté una risa desabrida.

—A menos que el tal Binza disponga de un ejército. Entonces puedes estar segura de que haré lo que cualquier persona con sentido común haría: echar a correr. Vivir para cazar otro día, ¿no? Has elegido un momento raro para hablar sobre esto.

—No tan raro —dijo, encogiéndose de hombros—. Dime, Doune el Cazador, ¿qué harías si…?

Un penetrante silbido, una combinación de notas lo bastante agudas para que el vello de la nuca se me erizara, rompió el silencio de la noche.

—Goblins —gruñó Dinn, mientras recogía sus dagas.

Escudriñé las oscuras alturas y sólo vi sombras y el reluciente ojo funesto de la luna roja. Esperé atento otro silbido de Peverell, pero sólo oí el fantasmagórico eco del viento nocturno atrapado en el cañón. Entonces, la oscuridad tomó solidez en la forma de goblins alineados en lo alto de las paredes, negras siluetas recortadas contra el cielo iluminado por la luna. Conté una docena. Aunque la distancia podía engañar a la vista en los detalles, supe que hasta el último de ellos era más alto que yo y más musculoso incluso que el minotauro.

Quizá penséis que nada de esto importaba mucho, que podíamos huir al abrigo de las sombras y la oscuridad, dirigirnos a la entrada del cañón y arriesgarnos a correr y escondernos hasta que los perdiéramos en la noche y las montañas. No era posible.

Un corpulento goblin avanzó hasta el borde del precipicio. Sostenía algo en alto, como un clérigo oscuro que ofreciese un sacrificio. Alycia maldijo en voz baja. El goblin sostenía al kender sobre su cabeza, utilizando al mudo Peverell como rehén y escudo.

Peverell se retorcía furioso entre las manos del goblin, como si todo su afán fuera hacer perder el equilibrio a su apresador para que se precipitara al vacío y a una muerte segura. Se debatía con tanta furia que comprendí que ni siquiera se le pasaría por la cabeza que él también se estrellaría, hasta que se encontrara cayendo en el aire. No obstante, su constitución era muy liviana y no tenía ni la décima parte de fuerza que el goblin. Sus afanes sólo sirvieron para fastidiar al goblin.

Alycia hizo un gesto a Dinn, señalando la entrada del cañón. Una mirada bastó para que surgiera entre ellos un entendimiento mutuo sin necesidad de palabras, como todo formara parte de un plan expuesto y discutido. Fuera lo que fuera, al minotauro no le gustaba, pero Alycia alzó la mano y acarició su peludo hombro rojizo.

—No te preocupes, amigo mío. Estaré bien. Y ahora, vete. Vete.

Dinn obedeció, como hacía siempre, pero al resplandor de la hoguera vi que sus ojos relucían con todo el brillo feroz del animal y tan rojos como Lunitari, suspendida en el cielo sobre las negras paredes del cañón. Una terrible advertencia, aquella mirada; y dirigida a mí.

—No te preocupes —dije, con un tono sarcástico—. También yo estaré bien, Dinn.

Hizo un alarde de control y se limitó a amagar una arremetida cuando pasó a mi lado… y si hoy todavía tengo los dos ojos es porque me mantuve inmóvil como una piedra cuando uno de sus cuernos me pasó rozando la cara. Alycia sonrió con gesto frío, ausente.

—No deberías pincharlo de ese modo, Doune. Puede llegar el momento en que yo no esté presente para contenerlo.

—Puede llegar el momento en que yo celebre tal circunstancia.

Ella no dijo nada, sin duda porque sabía reconocer una bravata cuando la oía. Miré por encima del hombro hada la boca del cañón, una bostezante negrura con plateadas estrellas colgadas en lo alto. Me volví hacia Alycia, y vi que me estaba estudiando.

—¿Es aquí donde un cazador de recompensas rompe los compromisos y echa a correr, Doune el Cazador?

Resoplé con desdén.

—¿Acaso puedo?

—Ve e inténtalo —dijo con una voz carente de inflexiones. Señaló a los goblins con la reluciente punta de su espada. Habían encontrado una estrecha senda que descendía serpenteante por las negras paredes del cañón. Avanzaban despacio, obligados a mantenerse detrás del que todavía se escudaba tras Peverell. Pero su marcha era constante, y vi que mi primer cálculo había sido erróneo. Eran más de una docena; por lo menos, el doble de esa cifra.

—Aquí no hay ganancias para ti, Doune el Cazador.

|Ninguna, desde luego.

En ese momento, el satélite plateado, el hijo de Paladine que aparecía después de Lunitari como siempre, asomo por encima de las pedregosas paredes del cañón, A su luz vi el perfil de Alycia, blanco como el mármol, su atención estaba volcada en el kender atrapado en las garras del goblin.

La corpulenta criatura arrojó al kender al suelo y se echó a reír al verlo golpearse contra la piedra y caer rodando el resto del trecho hasta el suelo del cañón. Peverell quedó tendido en el mismo sitio en que había caído, en un penoso enredo de brazos y piernas. Cuando miré a Alycia, vi un fino hilillo de plata en su mejilla, como lágrimas de luz de luna.

—¿Estás conmigo, Doune el Cazador? ¿O me abandonarás a mi suerte?

Ahora no me estaba sopesando, ni zahiriéndome. Realmente no sabía cuál sería mi respuesta. A la luz del sabio hijo de Paladine, vi en sus ojos la certeza de que, conmigo o sin mí, probablemente no saldría con vida de este cañón. Y vi que deseaba creer que yo no la abandonaría.

Sería un necio si me quedaba, pero eso no era nada nuevo en mí. Había sido un idiota durante los tres últimos días, al no largarme cuando no estaba seguro de que pudiese confiar en ella. ¿Por qué me había quedado?

Fue un instante inestimable, uno de esos espacios intemporales del alma en que comprendes que ha pasado algo que te ha cambiado. Tales momentos tienen su inopinado y súbito lado absurdo que te hace reír, aunque sea en silencio. Una vez había preguntado a la luna plateada por qué me importaba lo que Alycia pensaba de mí. Un poco tardía en la respuesta había sido Solinari, pero ahora me respondió, suavemente, como un susurro al oído:

«Qué momento más condenadamente inoportuno para descubrir que te has enamorado…».

Puede que Alycia oyera mi risa interna, pues por un fugaz instante me sonrió, como si estuviera de acuerdo, alcé mi espada, sintiéndome confortado por su fiable equilibrio.

—Juré compórtame honradamente contigo, Alycia. A mi entender, eso significa permanecer ahora a tu lado, cuando los goblins entraron en el cañón estábamos pegados uno al otro, espalda contra espalda.

Luchar de noche es mal asunto, todo sombras y acero reluciendo a la luz de la luna, todo sudor frío y el corazón brincándote en el pecho. Cuando las fuerzas están equilibradas, resulta difícil distinguir al compañero del enemigo, pero eso era algo por lo que no teníamos que preocuparnos. Las fuerzas no estaban equilibradas. Sólo éramos Alycia y yo, sin dejar por un momento que quedara entre los dos ni siquiera el hueco del ancho de una espada.

Manejaba su arma como si ejecutara una danza, blandiendo el acero de manera que su silbido resonaba en el cañón. Cualquier goblin que se acercara demasiado perdía, como mínimo, un miembro. Uno perdió la cabeza. Todo eso estaba bien y resultaba muy espectacular, pero a mí me gustaba el habitual y fiable estilo de fintar y arremeter. Había atravesado a los dos primeros goblins que me atacaron y me disponía a hacer lo mismo con el tercero, cuando oí el rugido de Dinn en alguna parte próxima a la entrada del cañón. No podía volverme para ver qué lo había hecho bramar de ese modo, pero noté que Alycia soltaba una exclamación ahogada, un suave siseo que se sumó al silbido de su espada.

El goblin que había ocupado el lugar del que había matado antes, hizo una finta de lado y arremetió por debajo de mi guardia. Me cogió por la garganta, y logró lo que ninguno de sus compinches había conseguido: separarme de Alycia al arrojarme con fuerza contra el pedregoso suelo. La oí maldecir, vi el cielo cuajado de estrellas, y sentí las garras del goblin abriéndome surcos en la cara.

El goblin sabía cómo utilizar las rodillas. En un visto y no visto, me dejó sin aliento al hincar una de ellas en mi estómago y casi sin sentido al clavarme la otra en la entrepierna. Giré de costado, doblado por el dolor. El goblin me clavó los colmillos en el músculo entre el cuello y el hombro, y mordió como si quisiera abrirse camino a bocados hasta el corazón.

Una daga me pasó silbando por encima de la cabeza y el frío acero me arañó la mejilla. El goblin se desplomó sobre mí, con el arma atravesándole la garganta. No me detuve a felicitarme por la buena suerte que había tenido.

Me abalancé a trompicones para recoger mi espada y vi a Alycia rodeada por tres goblins grandes como peñascos, de piel gris, garras y largos colmillos goteantes de saliva. Su espada centelleó, vibrando al cortar el aire. Corrí junto a ella. Renqueante y todavía medio encogido por el dolor, no sabía qué podía hacer para ayudarla. Aun así corrí a su lado. Su fina blusa de seda estaba manchada de sangre, y la luz de la luna plateada me descubrió que no era la negra sangre de los goblins. Era roja como los pétalos de una rosa, y era de ella. Alycia me recibió con un grito de júbilo. Descabecé a un goblin con un seco golpe de mi espada, aparté el cadáver de una patada y, una vez más, Alycia y yo estuvimos espalda contra espalda. Los goblins se abalanzaron sobre nosotros en medio de aullidos, como pesadillas que han cobrado vida. Nos superaban mucho en número y combatimos con el único propósito de matar a cuantos nos fuera posible antes de caer nosotros.

Muy próximo, escuché un ensordecedor silbido, penetrante, agudo y apremiante. ¿Peverell? No. Imposible. Alguien gritó: «¡Binza!» como si fuera un grito de guerra, una llamada a las armas.

Alcé la vista mientras pensaba: «¿Dónde?». Y acto seguido: «Como si no tuviéramos ya suficientes problemas», Pagué caro aquel momento de distracción. Caí bajo el peso de dos goblins, y Alycia pateó y golpeó con la espada a mis atacantes al tiempo que chillaba «¡A mí! ¡A mí!», como si diera el punto de reagrupación a un ejército.

La noche estalló; parecía que las lunas y todas las incontables estrellas habían reventado para llover rojo y rociar plata sobre mí. En la tormenta de luz, las sombras saltaron hasta triplicar su altura. El semblante de Alycia brillaba blanco como la nieve, su espada como hielo reluciente. Un confuso tropel de gritos y chillidos llenó la enloquecida noche, como si de verdad hubiera acudido un ejército.

Demasiado tarde para mí, empero, cubierto de cuchi liadas y sangrando…

Peverell —contusionado, arañado y sonriente— se dejó caer de rodillas a mi lado mientras gesticulaba como un loco, pero no entendí lo que decía. La luz, las carreras la lluvia roja y plateada empezaron a apagarse y después se desvanecieron por completo, llevándose consigo sensación y sonido.

Volví en mí en otro lugar, una sólida cabaña tan luminosa, brillante y limpia que, a no ser por mis heridas y debilidad que contradecían la idea, podría haber creído que el cañón era sólo producto de una pesadilla. Lo primero que vi fue a Peverell, que parloteaba con una anciana en su estilo silencioso, revoloteando y agitando las manos. Después de un rato, la anciana, cuyo rostro arrugado semejaba una manzana de invierno, lo ahuyentó como quien espanta a una gallina molesta que se ha metido en la casa. Me pregunté, de un modo vago, de qué habrían estado hablando, pero el sueño se adueñó de mí otra vez.

Dormí largo y tendido, con cortos intervalos entre sueño y sueño. Una tarde me desperté para encontrar a Dinn de pie a mi lado.

—Están saldadas nuestras cuentas, humano —dijo—. La cuidaste cuando yo no pude hacerlo. Ellos tienen razón: servirás, Doune el Cazador, si es que vives. —Dijo esto último refunfuñando, al tiempo que sacudía la astada cabeza con gesto sombrío.

Dinn no era el único que dudaba que me sobrepusiera a mis heridas. Tampoco yo las tenía todas conmigo, pero Alycia no estaba dispuesta a admitirlo. Siempre se encontraba cerca, y una mañana, al despertarme, la vi de pie en el vano de la puerta, mirando hacia afuera. Llevaba un vendaje en el brazo izquierdo, por encima del codo. Vestía una túnica azul claro de un tejido ligero, con el repulgo rozándole los morenos tobillos.

No sé por qué lo recordé en ese momento, mientras la veía como una flor que el viento hubiese traído hasta la puerta, pero en mi memoria oí otra vez gritar a alguien: «¡binza!», y a ella: «¡A mí! ¡A mí!».

—¿Eres Binza? —le pregunté.

Se volvió hacia mí, con sus azules ojos seriamente pensativos. Estaba sopesando un riesgo.

Sí —dijo por último—. Como verás, Doune el Cazador, Dinn sabe dónde se esconde ese terrible hereje, Binza.

—¿Pero por qué…?

Ella sacudió la cabeza, posó un dedo en mis labios y después me besó en la frente. Para comprobar si tenía fiebre|, dijo.

Más tarde, ese mismo día, desperté y Alycia no estaba en la cabaña, pero no me encontraba a solas. Tenía una visita. Se hallaba sentado en una silla arrimada a la cama, con una jarra de cerveza en la mano. Sus ojos, oscuros y un poco moteados de azul, estaban algo desenfocados, como si sus pensamientos estuvieran muy lejos.

Al mirarlo con más detenimiento, vi que lo que había tomado por un reflejo de luz en su negra barba, era en realidad el plateado del paso del tiempo. Había envejecido, lo que no era de sorprender. Habían pasado siete años desde la última vez que lo había visto. Al reparar en que estaba despierto, se giró y entonces descubrí que le faltaba una pierna. En su lugar, atada al muñón que antes había sido la rodilla, llevaba una pata de palo.

Aunque moverme me hacía daño, levanté mi mano izquierda, con la palma hacia arriba, y la golpeé con mi puño derecho. Ahora sabía el significado del extraño gesto de Peverell: un martillo golpeando el yunque.

Cuatro días. Sorpresa. Amigo.

Toukere Golpe de Martillo.

—Touk —dije, aunque con voz ronca por el esfuerzo de que sonara calmada—. ¿Dónde estoy?

—Ah, bueno, eso es toda una historia. —Levantó la jarra, bebió y me la ofreció.

—No, ya no bebo cerveza.

Touk esbozó una leve sonrisa, como si mirara atrás por un largo camino que lleva a un viejo recuerdo.

—Supongo que te hartaste la noche que partí de Istar ¿eh? Bien, entonces, escúchame con atención, Doune el Cazador. Tengo mucho que contarte acerca de mí y del Valle.

Me dijo que había dos magos viviendo en el Valle. Ellos habían sido los que hicieron que lloviera luz roja y plateada sobre el cañón. Esbozó una mueca maliciosa mientras comentaba que los magos habían hecho un buen trabajo al dar un susto de muerte a los lerdos goblins con su jueguecito de luces. Me contó que había cinco clérigos, y algunos declaraban su alineación con los dioses. Bien por sus blancos ropajes. Otros vestían el rojo de la Neutralidad. Según Toukere, había sido uno de los clérigos de túnica roja el que había sanado lo peor de mis heridas.

—Y hay bastante gente, jóvenes y viejos, abuelas y madres y niños, para llenar una pequeña villa —continuó— A algunos los viste en el cañón, que no está muy lejos de aquí. Buenos luchadores, cuando tienen que serlo, pero más que nada son granjeros.

—Pero esto no es una villa, Touk, ¿verdad?

Admitió que no lo era, exactamente. El Valle era una cañada honda, flanqueada por las altas laderas de dos picos montañosos. La gente que vivía allí cazaba en las tierras altas, criaba vacas, gallinas y cerdos, tenía una buena lorja y un paso amplio para vadear el río. El padre de Binza había descubierto el lugar.

—Alycia…, Binza… me dijo que su padre era un mercenario.

Touk se encogió de hombros.

—Lo fue, durante un tiempo, pero era un buen pensador y llegó a la conclusión de que esa costumbre que tiene el Príncipe de los Sacerdotes de matar en nombre de la virtud es un extraño hábito. Una vez que la idea se apoderó de él, ya no lo abandonó. Se opuso a las persecuciones del Príncipe de los Sacerdotes con todo cuanto tenía: cuerpo y alma. Hizo algo más que hablar. Creó este asentamiento.

Has llamado Alycia a su hija, pero es un nombre para sus viajes —continuó Toukere—. Nosotros la llamamos Binza. Pues así es como la llamó su padre: Binza del Valle.

—Touk me explicó que los que vivían en el Valle eran libres de reverenciar a los dioses que quisieran. Muchos de ellos habían llegado por oscuros caminos, perseguidos por cazadores de recompensas y empujados por la desesperación a territorio goblin. Dijo que hasta el último de ellos humanos, enanos, elfos, un kender y un minotauro— le debían la vida a Binza, la hereje que, como su padre, no creía que el tormento y la ejecución fueran los medios idóneos para honrar a los dioses del Bien.

—Nos llevamos bien, Doune el Cazador. Con ello quiero decir que no nos matamos unos a otros por cosas importantes, y nos sentimos libres para pelearnos por cosas pequeñas.

¿Nos?

Apuró la cerveza y golpeó su pata de palo con la jarra la. Dio un leve respingo de dolor al hacerlo y entonces me fijé en que la madera estaba muy nueva. La amputación era tan reciente que aún no había tenido tiempo de acostumbrarse a ella.

—Estamos muy cerca del territorio goblin —dijo—. Eso es bueno y malo. Bueno, porque mantiene alejados a los espías del Príncipe de los Sacerdotes y a visitantes fortuitos. Malo, porque tenemos que patrullar nuestras fronteras contra esos despiadados goblins. Soy… —Se interrumpió y pasó la mano por la pata de palo—. Era el jefe que capitaneaba las patrullas. Pero eso se acabó.

—¿Qué ocurrió, Touk?

—Lo que es evidente. —Se encogió de hombros—. Perdí la pierna por un golpe de hacha goblin, y pasó demasiado tiempo antes de que me pudiera atender un clérigo para que fuera posible sanarla. Pero no he venido para hablar de mí, Doune. Estoy aquí para hablar sobre ti.

Esto era increíble. Yo, al menos, no lo entendía. Ahí estaba sentado mi antiguo socio, cuyos consejos había recordado y seguido incluso durante todos aquellos años en los que lo creí muerto, el viejo amigo por cuya memoria había prestado juramento… y de repente me había puesto furioso. Furioso y desconcertado porque no se hubiese tomado la molestia de hacerme saber que no estaba muerto.

—¿Qué quieres hablar sobre mí? —Dije con acritud— Vaya, pues me encuentro estupendamente, Touk. Con cuchilladas, costillas rotas, medio devorado por goblins, y sintiendo el resto de mi cuerpo como si me hubiese pasado por encima una carreta. Pero, por lo demás, estoy bien ¿Y a ti, qué tal te han ido las cosas?

—Escúchame, Doune el Cazador. Escúchame.

—¿Que yo te escuche? No, Touk Golpe de Martillo, tú vas a escucharme…

—¡Atiéndeme! —Sus oscuros ojos moteados de azul ardían, como habían hecho tan a menudo cuando, como decíamos nosotros, me daba un ataque de tozudez—. Fui yo quien le pidió a Binza que te trajera aquí. Y era un gran riesgo. Te conocía bien siete años atrás, Doune el Cazador, pero no sabía si habías cambiado o no desde entonces. Aun así, convencí a Binza para correr ese riesgo. Eh supongo que podría decirse que le hice chantaje diciéndole que me lo debía por lo de mi pierna.

—¿Por qué, Touk?

Se mordió la comisura del labio, como era su costumbre cuando reflexionaba. Después habló de manera atropellada, como hacía siempre cuando intentaba dominar una emoción.

—Nunca te olvidé, Doune el Cazador, y esperaba…, esperaba que fueras el mismo hombre que recordaba. Habría ido yo mismo en tu busca, pero ya ves que no podía. Necesitamos a alguien fiable, alguien con recursos, perspicaz. Alguien que… —Sacudió la cabeza, y enfocó el asunto por otro lado—. Los que viven aquí son granjeros en su mayor parte, no guerreros. El minotauro quería encargarse del trabajo. Lo único que desea es matar goblins a la menor oportunidad que se le presenta. En fin, ya sabes cómo son los minotauros. Impetuosos, violentos; cualidades que no los hacen recomendables para dirigir hombres. Te diré una cosa. No le hizo mucha gracia servir de cebo en este juego.

—¿Cebo? ¿Para quién? ¿Para mí?

—Bueno, yo llevaba muerto siete años, ¿no? A manos de un cazador de recompensas en Xak Tsaroth. —Sus labios se curvaron con una mueca maliciosa, un gesto muy familiar—. Supongo que no habrías creído a alguien que se hubiera presentado ante ti diciendo que tu viejo amigo Touk Golpe de Martillo quería tener una charla contigo.

Tuve que darle la razón.

—Por lo tanto —continuó—, utilizamos a Dinn como señuelo. Un estupendo minotauro adulto merodeando por la zona que tú frecuentas, listo para echarle el guante… ¿Cuánto vale en la actualidad, noventa piezas de oro? —Suspiré, y él me dirigió una mirada penetrante— No soy muy bueno para dar explicaciones claras, ¿verdad?

—No. No lo eres.

Se oyó un ruido suave, el susurro de unos pies descalzos en la estera de juncos que cubría el suelo. Alycia estaba en la puerta, tan deslumbrante como un zafiro bajo | la dorada luz del crepúsculo. Se acercó hasta quedarse de pie junto a Touk.

—Deja que lo intente yo —dijo—. Doune, necesitamos un nuevo capitán para nuestras patrullas fronterizas. —Posó la mano en el hombro de Touk—. Y nos has sido altamente recomendado para el puesto.

—¿Por qué vino en mi busca el mismo…, la misma Binza en persona?

Ella se echó a reír, y sus ojos azules relucieron.

—Te dije cuando nos conocimos que eras toda una leyenda en el lugar de donde venía. Touk insistió en que eras el hombre que necesitábamos, pero me gusta comprobar qué clase de gente es la que viene a vivir aquí. No era mucho el peligro que corría yendo a Istar. Están demasiado preocupados en tejer leyendas sobre el terrible Binza para saber realmente quién soy. Por lo tanto, ¿quién mejor para decidir si eras merecedor de nuestra confianza?

—¿Y si hubieses decidido que no lo era?

—No habría sido difícil perdernos en los cañones. —Sonrió y unos hoyuelos se marcaron en sus mejillas—. Son muy sinuosos y abruptos. No te habría costado trabajo creer que Dinn se había desorientado.

Alcé la vista al techo, intentado definir con claridad todo aquello.

¿No era cierto lo del asesinato del grupo de peregrinos?, pregunté. Me respondió que no. ¿Ni lo de santuarios desvalijados y clérigos masacrados? En absoluto, dijo. ¿Ni céntimos de plata robados de los ojos de hombres muertos? Se estremeció.

—Es el rumor que más detesto de todos. No. Tengo mis ideas sobre lo que es correcto, y creo que tienen amordazado al mundo allá fuera. Eso es todo.

Asentí en silencio.

—Entonces supongo que no habrá recompensas.

—Ninguna. Sólo un trabajo, Doune el Cazador, defendiendo a gente buena y manteniéndola a salvo. Un hogar con un viejo amigo. —Apartó la mirada, ocultos los ojo tras el espeso velo de sus pestañas—. Y algunas amistades nuevas. ¿Estás con nosotros, Doune el Cazador?

Los ojos de Touk fueron de Alycia a mí, con una ceja arqueada.

—Vaya, vaya —murmuró—. Así estamos, ¿eh? Pensé que el kender se lo estaba inventando.

—Oh, cállate, Touk —dijo ella, con las mejillas encendidas, aunque sin poner mucho énfasis en sus palabras.

Touk rompió a reír y se palmeó la rodilla, la ilesa.

—¿Entonces, qué, Doune el Cazador? ¿Estás con nosotros? —preguntó.

Una vez, Alycia me había prometido una recompensa tan grande que ninguno de los escondrijos que conociera donde guardarla quedaría vacío. Yo había pensado en oro, y ella se refería a un hogar, un lugar seguro y un viejo amigo. Ahora, al observar que sus blancas mejillas se tenían de rosa, comprendí que me estaba ofreciendo algo más.

Le dije a Touk que había hecho un solemne juramento de comportarme honradamente con Alycia y que, a mi entender, dicho juramento era extensivo para Binza.

Más tarde, cuando el cielo estaba cuajado de estrellas y la luz de Solinari brillaba a través de la ventana, Alycia, la terrible proscrita, Binza del Valle, rozó con sus labios mi frente de un modo que supe que no estaba comprobando si tenía fiebre.

—Hubo un tiempo en que pensé que sería imposible llenar esos espacios vacíos que había en ti —susurró—. Creí que Touk se equivocaba, que no eras el hombre indicado para nosotros. Pero, cuando te vi mirando a la mujer nómada mientras escapaba, cuando vi lo que sentías por ella, lo que de verdad sentías, de manera que querías apartar la vista pero no podías…

Sonrió, como lo hizo entonces, como si me estuviera viendo por primera vez y le gustara lo que veía.

—Bienvenido a casa, Doune el Cazador.

Me besó de nuevo, y sentí que sus labios se ensanchaban con una sonrisa, como una promesa.