Día libre
Dan Parkinson
En un lugar de sombras, se movieron otras sombras pequeñas.
La luz del sol se filtraba entre los cascotes desmoronados, donde grandes bloques de granito se apilaban en montones de escombros, recostados unos contra otros allí donde se habían desplomado. La luz brillaba entre grietas y henil i duras e iluminaba el liso y húmedo suelo de un túnel serpenteante, a bastante profundidad bajo la superficie. Aquí, la lluvia de siglos había abierto canales debajo de los escombros, canales que descendían a unos pozos más grandes y cavernosos, bajo los macizos cimientos de un gran templo.
En la luz mortecina, las sombras seguían el sinuoso paso hacia arriba, pequeñas y furtivas sombras que se movían en fila india, en silencio… o casi.
¡Pum! La fila de sombras redujo la velocidad y se acortó a medida que las sombras de atrás convergían con las de delante. La que iba a la cabeza se giró y dijo:
—¡Chist!
—Alguien caer —susurró una voz.
—¡Chist! —repitió la primera sombra, con énfasis.
Entonces reanudaron la marcha. El origen del canal erosionado era una abertura en forma de uve, entre piedras cuadradas; una filtración donde las piedras se habían asentado, separándose unas de otras.
La sombra del frente hizo una pausa, dijo «¡Chist!» otra vez, y desapareció por una grieta. Las otras sombras la siguieron a la oscuridad que había más allá.
Oscuridad, y después una tenue luz en alguna parte, más adelante. Con la luz llegaron los sonidos de voces y los olores de alimentos cocinados. La luz salía a través de una estrecha grieta; la sombra del frente se detuvo otra vez. Las otras se amontonaron detrás y de nuevo hubo sonidos bruscos y contenidos.
¡Pum! Una voz apagada: «¡Auch!».
Otra voz: «¡Ay! ¡Cuidado!».
—¡Chist!
—Alguien chocar con alguien.
—¡Chist!
¡Pum!
—Alguien caer otra vez.
—¡Chist!
Silencio de nuevo, y las pequeñas sombras se arrastraron una tras otra por la grieta y entraron en una gran habitación abovedada, iluminada con lámparas, donde los hornos irradiaban calor, la carne siseaba sobre brasas, las ollas humeaban sobre ardientes lumbres, y la gente trabajaba; gente mucho más grande que las pequeñas figuras furtivas que cruzaban a todo correr un espacio abierto para meterse debajo de una enorme mesa de trinchar.
Una de las personas altas de la cocina miró en derredor.
—¿Qué ha sido eso?
—¿El qué? —preguntó otra.
—¿No has visto algo?
—No. ¿Qué era?
—Nada, supongo. Echa un vistazo a esos panes, ¿quieres?
Una de las personas grandes se dio media vuelta y se inclinó para asomarse a uno de los hornos.
—Unos cuantos minutos más. Yo… ¡Vaya! ¿Adónde ha ido a parar?
—¿El qué?
—Medio pato. —La voz sonaba perpleja, después irritada—. Oh, vamos. Estos patos asados son para la sala de guardia. ¿Quién lo ha cogido?
—Yo no, así que no me mires a mí. No importa. Prepara esa bandeja. Ya sabes cómo se ponen los guardias cuando tienen hambre.
—Está bien, pero espero que nadie se dé cuenta de que sólo hay once patos y medio.
La gente grande iba y venía, y las pequeñas sombras avanzaban de escondrijo en escondrijo a través de la cocina, hasta la puerta entornada de una despensa situada en un rincón poco iluminado.
—¿Cuántos panes metiste al horno? —Preguntó una voz a sus espaldas—. Creo que faltan algunos.
Las pequeñas sombras se movieron por la despensa desplegándose en abanico, investigándolo todo. Aquí y allá desaparecieron pequeños artículos de anaqueles y bancos. Pasada la despensa había un ancho corredor escasamente alumbrado, donde se alineaban túnicas colgadas en perchas y, debajo de ellas, pares de sandalias. Unos cubículos con cortinas jalonaban el corredor. Detrás de las cortinas se oía el ruido de respiraciones acompasadas y alguno que otro ronquido.
—¡Oh! —Susurró una voz—. ¡Bonito!
—¡Chist!
Herramientas e instrumentos yacían sobre bancos de sólidos tablones, en un taller de paredes de piedra. A medida que las sombras pasaban, varios de gestos artículos desaparecieron. En la pared del fondo del taller, pieles curtidas y tratadas estaban enrolladas y atadas. Otras colgaban en la pared, y otras estaban apiladas en montones, junto a unas enormes tinajas cerradas con tapaderas.
Una sombra se detuvo cerca de la piel de un gran alce, recientemente curada.
—Bonita —susurró—. Hacer buen petate de dormir.
—Gañote cogerá para sí «mesmo» —hizo notar otra voz, en un susurro.
—Tras lucha, cogerá —dijo la primera, con determinación.
Las velas iluminaban un espacioso comedor, donde hombres grandes se sentaban a las largas mesas y devoraban la comida y la cerveza a medida que unos sirvientes entraban con bandejas cargadas y salían con ellas vacías.
—Bruñir y pulir, frotar y abrillantar —gruñó una voz profunda—. Estoy harto de tanto limpiar armaduras.
—Órdenes del capitán —rezongó otro— Frotar y pulir todo. Algo importante se está cociendo.
—Está aquí todo el consejo —dijo un tercero—. La novena delegación acaba de llegar. Por el cumpleaños del Príncipe de los Sacerdotes, dicen los clérigos.
Entre filas y más filas de grandes piernas y enormes pies, : las pequeñas sombras se escabulleron una tras otra por debajo de una hilera de mesas. Aquí y allá, cerca del borde de las mesas, desaparecieron algunas porciones de J comida.
¡Pum!
—¡Chist!
—Alguien caer otra vez —explicó un quedo susurro.
Por encima de la mesa, uno de los guardias se giró hacia el que tenía a su lado.
—¿Quién?
—¿Quién, qué?
—¿Quién se ha caído?
—¿Quién hizo qué?
—Olvídalo. Yo… ¡ay! ¡Deja los pies quietos, guasón!
Más allá del comedor, pasada una grieta oculta tras un tapiz, en una espaciosa estancia sombría, se alineaban hileras de catres. Acá y allá había hombres dormidos. En los soportes de madera había colgadas armaduras completas.
Las pequeñas sombras se movieron por el cuarto.
—Aquí no mucho —musitó una voz— Bonito material, pero todo muy grande.
—¡Chist!
—Aquí algo. ¡Eh, bonito y brillante!
Ruido de metal al chocar contra metal.
—¡Chist!
Un rato después, las sombras se habían marchado y regresaban por el mismo camino por el que habían llegado, a Salvo por los ruidos habituales del templo, ahora reinaba el silencio.
A través de los antiguos canales causados por antiguas lluvias, se movieron las sombras: pequeñas y apresuradas sombras cargadas con abultados sacos de malla y brazadas de cosas diversas y objetos de todo tipo. Los canales se ensancharon en cavernas y al frente se divisó el brillo de luces y el sonido amortiguado de voces.
¡Pum!… ¡Cataclán!… ¡Plaf!
La fila se paró.
—¿Ahora qué? —preguntó la sombra que iba a la cabeza.
—Alguien caer.
Las sombras reanudaron la marcha, después se frenaron con brusquedad al escucharse un poderoso rugido en alguna parte…, un rugido como el avance impetuoso de agua desbordada. Un grito, entremezclado con el sonido, que cesó de manera repentina sólo para repetirse como un eco frenético de alguien que chapoteaba y tosía.
Las sombras habían desaparecido en escondrijos. Ahora que el ruido había cesado, salieron de sus escondites y avanzaron con cautela.
—¿Qué ser eso? —susurraron una o más.
—¿Quién sabe? —Llegó la respuesta—. Pero pasar ya. Vamos.
De nuevo se movieron las sombras, apresurándose hacia la luz. Y de nuevo se oyó un chapoteo.
—¡Alto! —ordenó la sombra de delante—. ¿Qué ser esta cosa en suelo?
—No idea. No estar antes.
—Agua, no. ¿Qué ser?
—Oler raro. Pero saber bien. ¿Qué ser?
Ruidos de sorbidos.
—¿Quién sabe? ¡Basta ya de gastar tiempo! ¡Vamos!
Nunca se planeó el Día Libre. Al igual que los acontecimientos más históricos de Este Sitio durante el extenso y nada esplendoroso reinado de Su Vehemencia Gañote III, Gran Bulp por Elección y Señor de Este Sitio y Quizá Muchos Otros, el Día Libre tuvo lugar así, sin más. Se inició de un modo de lo más inocente, con una pregunta planteada por la esposa y consorte del Gran Bulp, la dama Grama. La señora, acompañada por un corrillo de otras féminas gullys, acababa de regresar de una expedición a las Salas de los Altos, en busca de algo; unos decían que era arroz tostado y huesos estofados, que a veces podían escamotearse en las cocinas, cuando los Altos estaban distraídos; otros decían que eran plumas; algunos decían que eran jugosos y estupendos ratones; y la mayoría no recordaba lo que era, simplemente.
Algunas cosas —en lo que se refería a los aghars— valía la pena recordarlas, y otras no. Las razones para una acción ya realizada, raramente se calificaban como merecedoras de ser recordadas. Lo que de verdad importaba era la excursión en sí.
Dama Grama y otras se habían internado en las salas hasta donde se habían atrevido: por estercoleros y despensas, habitaciones y talleres, a través de un comedor donde los Altos comían y hablaban acerca del cumpleaños de alguien, y sitios interesantes donde había catres, armarios para efectos personales y cosas diversas tiradas acá y allá.
Las señoras aghars, instintivamente adeptas a escabullirse a través de puertas entornadas y bajo las mesas, a esconderse en las sombras y deslizarse sin ser vistas entre los pies alineados de especies más grandes, habían tenido una expedición bastante provechosa, desde el punto de vista de los enanos gullys. Casi todas regresaron antes de la caída de la noche, aunque se ignoraba si habían vuelto todas ya que, en primer lugar, nadie sabía con certeza cuántas habían salido de expedición; y los tesoros que llevaron a Este Sitio fueron causa de una agitada conmoción durante varios minutos, por lo menos.
Había dos ollas de barro con restos de comida en su interior; un surtido de huesos mordisqueados; una sandalia ornamentada, demasiado grande para el pie de cualquier aghar; dos túnicas de lino blanco, cada una de las cuales proporcionaría maravillosos ropajes para ocho o diez aghars; un barrilete casi medio lleno de la cerveza de los Altos; medio pato asado; un espejo; una pica de infantería tres veces más alta que el propio Gañote III; dos panes; un pesado mazo; una patata; cuatro metros de bramante; un formón; una pieza de armadura (el protector de la entrepierna), que serviría como un estupendo cuenco para sopa; y la piel entera de un alce, con su correspondiente cráneo y cuerna. Este último tesoro complació tanto a Gañote III que pasó a ser de su propiedad… tras un altercado.
Gañote III arrojó a un lado su corona hecha con dientes de rata, se echó la piel del alce por encima, se retorció bajo ella un poco, y después salió con el cráneo sobre la cabeza y la cuerna sobresaliendo por encima de él. El resto de la piel arrastraba un buen trecho a su espalda al caminar.
Jamás en su vida se había sentido tan regio. Caminó en círculo, pavoneándose.
—¡Mirar! ¡Todos mirar! El Gran Bulp imprensio… pres… ¡Buen aspecto! —exclamó.
Fue tan insistente en su ostentosa exhibición que una muchedumbre se reunió a su alrededor, apartando a codazos a dama Grama y a las otras mujeres que, al fin y a la postre, habían sido quienes habían conseguido el tesoro. Entre los reunidos se alzaron murmullos de «Ver Gran Bulp», «Poderoso Gañote» y «¿Quién ser payaso con traje de alce?».
—¡Todos de rodillas! —Ordenó Gañote con actitud regia— ¡Hacer rereven… revercien… inclinar ante Gran Bulp!
Varios súbditos se arrodillaron obedientemente, pero la mayoría había perdido interés y ya se había desperdigado. Algunos de los que estaban a su espalda, arrodillados sobre la larga piel del alce, descubrieron que era una estera muy cómoda. Poco después, dos o tres se habían tumbado y dormían plácidamente.
—Muy bien. —Gañote movió la cabeza arriba y abajo, satisfecho de la atención que recibía con su nuevo y regio atuendo. De pronto—: ¡Ah, oh!
La enorme y pesada cuerna se tambaleó hacia adelante, desequilibrada. El gesto de asentimiento se tornó en una inclinación y después en una profunda reverencia, y, en medio de un estruendoso repicar entremezclado con maldiciones, el Gran Bulp cayó de bruces, completamente enterrado bajo la inmensa piel.
La ocasión fue irresistible para algunos de sus leales súbditos. Reparando en los que ya dormían en la amplia cola, otros se subieron al regio manto y se hicieron un ovillo para echarse una siesta.
Con la piel sobrecargada por el peso de los gullys durmientes, todo cuanto pudo hacer Gañote fue salir gateando por debajo de ella.
Su cólera se apaciguó en parte cuando un fornido y joven aghar llegó corriendo de alguna parte, gritando a pleno pulmón, y se frenó en seco ante él. El joven estaba empapado y pringado de la cabeza a los pies de un líquido de color rojo púrpura.
—¡Gran Bulp! —jadeó el recién llegado, falta de aliento—, ¡Noticias de tu real mina!
—¿Tú, real mina? —Gañote lo miró con los ojos entrecerrados—. ¿Qué real mina?
—Sí, Gran Bulp. Yo, Bufo. Trabajar en real mina.
—Bien. —Gañote reflexionó un momento—. ¿Qué es trabajar? —Se encogió de hombros y se dio media vuelta mientras intentaba recordar qué lo había irritado tanto un instante antes. Miró en derredor sin fijarse por dónde andaba, de manera que se metió en la maraña de una cuerna 1 de alce y se encontró completamente enredado.
Dama Grama corrió hacia él mientras sacudía la cabeza.
—Gran Bulp un buey torpón —rezongó, a la vez que empezaba a desenredar a su señor y esposo del dilema en que se encontraba.
—¡Gran Bulp escuchar! —Insistió el minero manchado, de rojo—. ¡Noticias de mina!
Gañote no estaba de humor para escuchar, pero Grama se volvió hacia el recién llegado.
—¿Qué noticias? —preguntó.
—¿Qué?
—¡Noticias! ¡Noticias de mina! ¿Qué noticias?
—¡Ah! —Bufo puso en orden sus ideas y después se estiró tanto como una persona de un metro veinte de estatura puede estirarse—. Encontrar filón —anunció—. Madre veta. Real surtidor.
—¿Filón? —Gañote estaba interesado ahora—. ¿Qué filón? ¿Lodo? ¿Arcilla? ¿Piedras perc… pric… preciosa? ¿Qué?
—Vino —informo Bufo.
Gañote parpadeó.
—¿Vino?
—Vino —repitió enorgullecido Bufo—, Gran Bulp tener real mina vino, real surtidor.
Grama terminó de desenredar a Su Frenética Majestad de la trampa de la cuerna de alce y después se acercó donde Bufo aguardaba firme y caminó a su alrededor mientras olisqueaba.
—Vino —dijo—, ¿De mina?
—Mina toda llena vino —farfulló de manera atropellada—. «Tenque» ser veta madre.
Grama se quedó pensativa un momento; luego se volvió hacia el Gran Bulp.
—¿Qué hacemos con vino?
—Beberlo —dijo Gañote con tono decidido—. Todos poner embari… embigar… borrachos como cubas.
—Gran tontuna, Gran Bulp —intervino una voz cascada.
Una pequeña figura encorvada, que se apoyaba en el palo de una escoba, salió de las sombras. Era el viejo Giba, Gran Opinante de Este Sitio y Jefe Consejero del Gran Bulp en Asuntos Requeridores de Seria Reflexión.
—Beber madre veta de mina vino no tontuna, Giba —bramó el Gran Bulp—. ¡Idea buena! ¡Yo tenerla!
—Claro —graznó Giba— Beber todo. Y luego, ¿qué? Todos acabar con cabeza hinchada y ningún provecho. En lugar de beberlo, venderlo. Hacernos ricos.
—¿Venderlo a quién?
—A los Altos. Muchos Altos pagar bien por vino. Yo digo hacer negocio. Tener riqueza mejor que tener borrachera.
Grama se sintió totalmente atraída por la idea de hacerse rica. Imágenes de las más exquisitas finezas acudieron a su mente: collares de cuentas, inacabables provisiones de carne de estofado, pares de zapatos iguales, un peine…
—Giba razón, Gañote —dijo—. Ser ricos. Superado en razonamiento y estrategia, el grandioso Gran Bulp se dio media vuelta, rezongando, y empezó a reclamar su piel de alce propinando patadas a diestro y siniestro a los dormidos aghars.
—Tener que celebrar —decidió Grama.
Giba se había marchado y el único que quedaba para discutir con ella sobre tales materias era el trabajador de la mina manchado de vino. Bufo seguía firme en el mismo sitio, sin prestar realmente mucha atención a lo que ocurría porque había visto a la encantadora Bacina, una hermosa jovencita aghar capaz de hacer olvidar a cualquier aghar el asunto que tuviera entre manos.
A pesar de ello, oyó la sentencia de la reina y volvió la vista hacia ella.
—¿el qué? —preguntó.
—¿El qué, qué?
—Celebrar. ¿Celebrar, qué?
—¡Ah! —Dama Grama bizqueó, esforzándose por recordar. Había que celebrar algo, desde luego. Pero se le había olvidado qué era. Como cualquier otro aghar, Grama tenía una gran memoria para las cosas que veía, y a veces, incluso, para las que oía, pero muy escasa para recordar ideas y conceptos. El razonamiento de los de su especie era simple: cualquier cosa vista merecía la pena recordarse, pero, por lo general, poco más era merecedor de ello. Rara vez era necesario recordar ideas. Si uno olvidaba una idea, podía discurrir otra. Y ahora tenía una. Se dio media vuelta y gritó:
—¡Gañote!
A poca distancia, el Gran Bulp apartó de una patada a otro de sus súbditos que dormía sobre la piel de alce, hizo un alto y miró a su alrededor.
—¿Sí, querida?
Fue entonces cuando dama Grama planteó la pregunta que tendría como resultado uno de los episodios más históricos en la leyenda de los aghars de Este Sitio: el Día Libre. La pregunta surgió por el mero recuerdo de algo que había oído en las Salas de los Altos, durante su expedición de avituallamiento con las otras damas de la corte.
—Gañote, ¿cuándo tu cumpleaños?
Fue el acólito Pocilio quien descubrió que la Cuba Nueve se había vaciado de su consagrado contenido; vaciado hasta el espeso poso, que empezaba a secarse y a formar una costra por encima. Al principio, no podía dar crédito a sus ojos. Haciendo el signo de la tríada, cerró la abertura de cata y retrocedió, tembloroso y pálido, recitando letanías en un susurro.
—He sido embrujado —se dijo—. Sólo es una ilusión, La cuba no está vacía. La cuba está llena.
Sin dejar de murmurar, se arrodilló en el suelo de piedra de la gran bodega y adoró a todos los dioses del Bien, esperando mientras sus oraciones calmaban su agitación interna, dejando que la luz de la bondad y la sabiduría le inundara el alma. Todavía tembloroso, pero sintiéndose en cierto modo más seguro, remontó los peldaños de piedra hasta la pasarela y se acercó otra vez a la portilla de cata de la Cuba Nueve. Con las manos algo trémulas, la desatrancó otra vez, musitó una última plegaria, y levantó la tapa.
La cuba estaba vacía. La luz de las velas alumbraba su oscuro interior y las distintas marcas de nivel en su pared interna. Tres metros y medio más abajo, oscuro y apestoso, estaba el reseco poso encostrado, varios centímetros por debajo de la última marca de nivel. El pálido semblante de Pocilio adquirió un tinte ceniciento. La cuba no podía estar vacía. Era imposible. Y, sin embargo, no había vino en su interior.
Soltó la tapa de cata otra vez, la cerró, y recorrió con la mirada la cavernosa bodega. Desde donde se encontraba, sobre la pasarela, las enormes cubas se perdían en las sombras. Nueve en total; sólo la parte superior asomaba sobre la base de piedra horadada en la que reposaban. Cada una de ellas era más grande que la celda donde Pocilio dormía, cuatro pisos más arriba, en el Templo del Príncipe de los Sacerdotes. Las inmensas tinas parecían una hilera de monolitos de madera curada, cuyas paredes eran tan gruesas como la longitud de su pie. Cada una de ellas estaba asentada en una cavidad de roca sólida y, como todo lo demás en este lugar —la mayor construcción de Istar, el centro del mundo—, eran lo mejor de su clase… de cualquier parte.
Los vinos que guardaban habían sido bendecidos por el mismo Príncipe de los Sacerdotes. No en persona, claro, pero sí en espíritu, en severas ceremonias celebradas por clérigos de rango inferior, en nombre de Su Magnificencia. Durante dos siglos y medio los vinos habían sido bendecidos. Desde que el templo había quedado acabado, cada Príncipe de los Sacerdotes había bendecido los vinos de las nueve cubas, cada cosecha.
Simbolizaban los nueve reinos de la Triple Tríada: las tres provincias regidas por Istar, los tres estados aliados de Solamnia, y los estados fronterizos de Taol, Ismin y Gather; los vinos eran parte de los sagrados bienes. Lo mejor de la cosecha, producida en su totalidad por manos humanas y purificadas por la bendición del sol, eran los Vinos que había en las nueve cubas.
Mejor dicho, los vinos que se suponía que debía haber en las cubas, se corrigió Pocilio para sus adentros. Los que, de hecho, estaban en las otras cubas, desde la número uno hasta la número ocho —Pocilio lo había comprobado, como hacía cada mañana—, y que la Cuba Nueve, a saber cómo, no tenía.
Su mente era un confuso hervidero de ideas. ¿Cómo podía estar vacía la Cuba Nueve? Ninguna tina había estado vacía jamás. Estos no eran vinos de mesa. Para tal propósito disponían de vinos elfos. No, estos vinos eran sagrados, utilizados sólo en ocasiones especiales y en cantidades ceremoniales. Y la cantidad consumida se reponía por los mayordomos a intervalos regulares, siempre con las mejores cosechas humanas de cada uno de los nueve reinos.
Fabricadas con maderas duras y selladas las junturas, apoyadas en sólida roca, ninguna cuba había dejado escapar ni una sola gota del precioso líquido. Y no había manera de sacar vino de cualquiera de ellas a no ser por la portilla de cata. Y sólo él tenía las llaves. Pocilio quería llorar.
Despacio, temblándole las piernas, caminó hacia la puerta cerrada de la bodega. Cientos de ideas lo acosaban: explicaciones de lo que había sucedido, disculpas por tan increíble desaparición, súplicas de clemencia… Pero ninguna era razonable.
Sólo podía hacer una cosa. Tenía que informar de la desaparición del vino de la Cuba Nueve, y rezar para que ocurriera lo mejor.
—Hechicería —musitó el segundo mayordomo mientras miraba de hito en hito la cuba vacía—. Maldad y caos. Brujería. Conjuros.
—Cualquier tipo de perversidad —se mostró de acuerdo el primer mayordomo—. Pero… ¿hechicería? ¿Dentro del propio templo? ¿Cómo puede ser? Aquí no hay magos… salvo uno, por supuesto, pero está autorizado por el propio Príncipe de los Sacerdotes. El Ente Oscuro no realizaría tan malévolo conjuro. Todos los demás hechiceros se han marchado… y están confinados en el lejano Wayreth. Istar ha sido purificada de su perniciosa presencia.
—¿Entonces cómo se explica esto? —insistió un clérigo superior, de la sección de mantenimiento—. Una cuba completa de vino, cuatrocientos… eh… ochenta y tres barriles, según el inventario de ayer. Desde luego, no se ha levantado y se ha ido por su propio pie, y no ha habido trasiego de mercancías en los tres niveles inferiores durante la pasada semana, ni siquiera mozos de cuerda.
—¿Ladrones? —sugirió un joven clérigo, que se puso colorado y agachó los ojos cuando cayeron sobre él las miradas incisivas y desaprobadoras. Era por todos bien conocido el hecho de que el Templo del Príncipe de los Sacerdotes era inviolable. En todo Istar, en todo Ansalon, no había edificio más a prueba de robo.
—Sólo los posos —musitó el segundo mayordomo, todavía con la mirada prendida en la cuba vacía. Tanteó con una larga vara medidora. El sonido del golpeteo contra el fondo fue apagado— Aproximadamente un metro de poso reseco. ¿Cómo pudo ocurrir esto, a menos…? —Bajó la voz—. ¿A menos que sea obra de la magia? De la pérfida y pagana magia.
—Hermano Susten, ¿has reparado en que sólo llevas una sandalia? —preguntó una voz curiosa desde debajo de la pasarela.
—No encuentro la otra —replicó con brusquedad el primer mayordomo—. Te ruego que te concentres en el asunto que tenemos entre manos, hermano Relumbre. No es momento de contar sandalias.
—¡Estoy harto de tanta cháchara, cabezas huecas! —Rugió una voz exasperada, lejos, más allá de la puerta de la bodega—. ¡Quiero saber quién se lo ha llevado! ¡Ahora!
Las cabezas se volvieron por la sorpresa. Varios clérigos corrieron presurosos hacia donde había sonado la voz y al poco tiempo regresaron, sacudiendo las cabezas.
—No es nada, Eminencia —dijo uno de ellos al primer mayordomo—. Un capitán de la guardia del templo. Al parecer, también él ha perdido parte de su atuendo.
—¡Esto es el colmo! —Se alzó de nuevo en la distancia la voz irritada—. ¿Quién ha sido el pervertido que ha quitado de mi armadura la pieza protectora de la entrepierna?
—Desaparecido —musitó el segundo mayordomo, con la mirada fija en la vacía Cuba Nueve, como hipnotizado—. Todo ese vino… desaparecido.
—¿Brujería? —repitió con voz áspera el custodio de los pórticos, mirando incrédulo al grupo de clérigos reunidos ante él—. ¿Magia? No seáis ridículos. Esto es el Templo del Príncipe de los Sacerdotes. ¡La hechicería está prohibida aquí, como muy bien sabéis!
—Con todo el respeto, Eminencia —dijo el primer mayordomo, apoyándose de manera alternativa en el pie calzado con sandalia y el descalzo—, pero hemos estudiado en profundidad este asunto y no hemos llegado a otra conclusión.
El custodio de los pórticos los observó fijamente, en silencio; después extendió sus ondeantes vestiduras y tomó asiento tras su escritorio. Suspiró.
—Muy bien, hagamos otro repaso. Primero: aun en el caso de que la magia se hubiese introducido de algún modo en el templo (¿y qué mago se atrevería a hacer tal cosa?), ¿qué propósito tendría el dejar vacía una cuba de vino consagrado?
—Por maldad, el evidente propósito de todo lo perverso.
—Segundo: Su Radiante Gracia, el Príncipe de los Sacerdotes en persona, supervisó la evacuación de la Torre de la Alta Hechicería de Istar. Se sacó hasta el último artefacto mágico, y todos los hechiceros de cualquier grado fueron expulsados, no sólo de Istar, sino también de los nueve reinos. La torre está vacía, y los sellos permanecen intactos.
—El Mal tiene sus caminos —dijo alguien.
—Y está el… Ente Oscuro —susurró otro, que de inmediato agachó la cabeza, abochornado, deseando no haber abierto la boca.
—Tercero —continuó el custodio de los pórticos con actitud severa, simulando no haber oído el último comentario—, es del todo imposible que ese vino haya desaparecido… —Enmudeció, frunció el entrecejo y parpadeó.
—… por medio alguno, aparte de la magia —finalizó 11 frase el primer mayordomo con voz queda, procurando adoptar una actitud pía en lugar de triunfante.
—¿Brujería? —susurró el maestro de pergaminos mientras sacudía la cabeza. El movimiento hizo que se agitara su blanco cabello, fino como hilos de seda. Aquí, en la sombras de su sanctasanctórum, donde muy pocas personas lo veían, salvo el custodio de los pórticos y, por supuesto, el Príncipe de los Sacerdotes, parecía un hombre muy anciano, por completo distinto de la dignificada y reverente presencia que tomaba asiento al pie del trono, cuando el Príncipe de los Sacerdotes concedía audiencia en el santuario de luz.
El maestro de pergaminos sacudió de nuevo la cabeza, muy débil y triste en apariencia, a menos que se lo mirara a los ojos.
—Después de todos estos años… el Mal aún nos desafía en Istar.
—No hay otra explicación, Excelencia —dijo el custodio de los pórticos con actitud comprensiva.
Durante más estaciones de las que ningún hombre había vivido, el maestro de pergaminos, el máximo representante —después del propio Príncipe de los Sacerdotes— de todo lo que era bueno y santo, había echado sobre sus débiles hombros la carga de salvaguardar la virtud en un mundo demasiado propenso a caer en la perversión. Ahora parecía vencido, próximo a llorar… hasta que alzó la vista.
—El Mal —susurró el anciano—. Después de todo lo que hemos hecho, todavía yergue su vil cabeza. ¿Sabes, hermano Sopin, que mi ilustre predecesor, mi venerado padre, murió de tristeza al comprender que ni sus agotadores afanes como consejero de Su Radiante Gracia habían logrado acabar para siempre con el Mal? Sí, claro que lo sabes. En verdad creyó que se había conseguido, primero con la proclamación del Manifiesto de la Virtud y posteriormente al sancionar el exterminio de las razas perversas en todo el mundo. Durante un tiempo creyó que había tenido éxito, al igual que el tercer Príncipe de los Sacerdotes y sus consejeros creyeron haber acabado con el Mal de una vez por todas el día en que este templo se consagró a todos los dioses… del Bien, se entiende —añadió.
El maestro de pergaminos alzó sus llorosos ojos —esa impresión daban a primera vista— para mirar a su visitante.
—Hubo un tiempo en que incluso creyó en el acierto del primer Príncipe de los Sacerdotes de que, vinculando la fuerza de Solamnia con la guía espiritual de Istar, las fuerzas del Mal podrían ser expulsadas del mundo.
—Es lamentable —dijo el custodio con actitud afligida.
—Sí. Lamentable. Lo he dicho con anterioridad, buen Sopin. El Mal es una abominación. El Mal es una afrenta a la propia existencia de los dioses y de los hombres. Y, no obstante, ¿cómo eliminarlo de manera definitiva, para siempre? Su pregunta no esperaba respuesta. Sin duda, ya la tenía.
—¿Cómo, Hijo Venerable? —Ahora sabemos, y el Príncipe de los Sacerdotes tiene que saberlo también, que el Mal no puede ser derrotado unificando estados y construyendo templos. Ni tampoco expulsando a los partidarios del caos; ni siquiera eliminando los actos malignos y las razas perversas… aunque esto último no se ha llevado a cabo por completo todavía, según tengo entendido.
—Estas cosas llevan su tiempo, Excelencia. Incluso las razas más viles se resisten a la exterminación. En cuanto a los hombres que practican el Mal, cuando creen que no serán descubiertos…
—Tiempo —masculló el maestro de pergaminos con voz seca y rasposa como arena—. Apenas queda tiempo, Sopin. Este asunto de la desaparición del vino, esta arrogante demostración de hechicería, aquí mismo, en el lugar más sagrado de todo el mundo… ¿No lo entiendes, Sopin? ¿No ves lo que significa?
—Eh… Bueno, puede ser…
—Es un desafío, Sopin. Peor aún: es una burla. El Mal está cobrando fuerza en el mundo, ¡porque todavía no lo hemos destruido en su origen! —Los ojos llorosos ardieron al mirar al custodio, que vio en ellos el fuego del fanatismo.
—¡Hijo Venerable! ¿Te refieres a…?
—Sí, Sopin. Ya se ha discutido antes. Es el momento de arrancar el Mal de raíz. De las propias mentes de los hombres. El custodio palideció.
—Hijo Venerable, ya sabes que estoy de acuerdo contigo, ¿pero es el momento propicio para una política tan drástica? La gente está…
—Son niños a los que hemos de guiar por el sendero de la verdad, hermano Sopin, al arbitrio de Su Radiante Gracia, el Príncipe de los Sacerdotes. —El maestro de pergaminos se arrebujó en sus ropajes, tembloroso. Últimamente tenía frío muy a menudo—. El Gran Consejo de los Hijos Venerables, hermano Sopin… Creo que ahora están todos presentes en Istar, ¿no? Han presentado sus respetos a Su Radiante Gracia.
—Están presentes, Excelencia. Cada uno de los nueve reinos ha enviado una delegación para la festividad de mañana, y todos los miembros del consejo están aquí. Aunque se me ha informado hoy que uno de los clérigos mayores está enfermo. Nadie ha sido capaz de sanarlo. Quizá mañana, a la hora de la celebración, se encuentre mejor.
—Con la gracia de los dioses del Bien —se mostró de acuerdo con el maestro de pergaminos. Después miró de nuevo a su ayudante— ¿Enfermo? ¿Cuál de ellos?
El custodio rebulló inquieto.
—Eh… Es el hermano Sinius, Hijo Venerable. El clérigo mayor de Taol.
El maestro de pergaminos lo miró de hito en hito.
—¿Taol? ¿El noveno reino? ¿De dónde procedía el vino desaparecido?
—El mismo.
—¡Los dioses del Bien nos asistan! Ahí tienes la perfidia del Mal, Sopin. Nos engatusa actuando con sutileza hasta convencernos de que todas sus maquinaciones son sutiles. Entonces, cuando nos tiene embaucados, ataca… dilecto y contundente. A través del sagrado vino nos ataca directamente a nosotros. Nadie puede sanarlo, ¿eh? He de hablar de esto con Su Radiante Gracia, Sopin. El consejo de la luz de mañana tiene un asunto que discutir.
—Pero es el cumpleaños del Príncipe de los Sacerdotes, Hijo Venerable. ¿Es conveniente tratar este tema?
—El consejo se halla presente, hermano custodio, y también lo está el Mal. Déjame ahora, hermano. He de preparar una petición. Sugeriré un edicto; el mismo que he sometido a consideración muchas veces con anterioridad. Pero Su Radiante Gracia tendrá que tomarlo en cuenta. Después, habrá de ser sancionado por el Gran Consejo los Hijos Venerables.
—Sí, Excelencia. —Sopin sintió un escalofrío en la espalda. ¿El Príncipe de los Sacerdotes solicitar la sanción del consejo? Sólo cabía una explicación para semejante línea de conducta. El maestro de pergaminos tenía en mente proponer la apertura del Pergamino de los Antepasados.
Era un objeto custodiado por el clero desde la instauración de la iglesia, un objeto que había atemorizado de tal modo al primer Príncipe de los Sacerdotes que éste había ordenado sellarlo con un conjuro. Podía abrirse, pero sólo mediante diversos y secretos encantamientos, recitados al unísono por todos los miembros del Gran Consejo de Hijos Venerables.
La sabiduría encerrada en el Pergamino de los Antepasados era tan poderosa que el primer Príncipe de los Sacerdotes la había considerado demasiado temible para dejarla en manos de hombre alguno, ni siquiera en las propias ni en las de sus sucesores. Se decía que el Pergamino de los Antepasados contenía el secreto de la lectura de las mentes. Con su poder, uno podía penetrar y juzgar —posiblemente hasta controlar— las mentes de otros.
Jamás en la historia de Istar se había abierto este pergamino. Jamás el consejo había accedido a ello, a pesar de habérselo propuesto muchas veces. Entre los nueve miembros siempre había algunos —sobre todo los de la Orden Solámnica— que argumentaban que restringir el libre albedrío era una abominación. Y por lo general siempre había otros —casi siempre los elfos— que temían que los propios dioses no toleraran algo semejante. Alegaban que podría destruirse el equilibrio en el que se basaba el universo.
Ciertamente los dioses neutrales se sentirían ultrajados, ya que el libre albedrío era sagrado para ellos. Incluso los dioses del Bien y la luz, murmuraban algunos, podrían considerar la práctica del control de mentes como un acto de arrogancia.
El custodio de los pórticos sintió un nuevo escalofrío al reparar en que el maestro de pergaminos lo miraba con fijeza. En aquellos ojos no había rastro alguno de vejez ni debilidad, ni vacilación en su propósito. Los viejos ojos ardían con un fanatismo tan cegador como el fuego y tan frío como el hielo.
—Los dioses del Bien cuentan con nosotros, Sopin —dijo el anciano—. Confían en nosotros y nos han facultado para ejercer su autoridad. No podemos decepcionarlos otra vez. La raíz del Mal se encuentra en las mentes de los hombres. Y es de ahí de donde debemos extirparlo.
El Gran Bulp Gañote III, cabecilla de todos los aghars de Este Sitio y Quizá Muchos Otros, se quedó perplejo ante la pregunta de dama Grama. No tenía ni la más remota idea de cuándo era su cumpleaños; tampoco estaba muy seguro de saber qué era un cumpleaños. Además, tenía cosas mucho más importantes en las que pensar… si es que conseguía recordarlas.
Una de ellas, por supuesto, era la mina de vino. Gañote no estaba muy seguro, pero sospechaba que el vino no era un producto habitual de minería. Claro que el mundo estaba lleno de misterios y por lo general era mejor no planteárselos.
Ni siquiera sabía bien dónde estaba la mina. El clan bulp siempre tenía alguna mina en funcionamiento (normalmente cerca del vertedero de la ciudad) por si acaso se encontraba algo de utilidad, pero la localización de la mina cambiaba tan a menudo como lo hacía la localización de Este Sitio.
Este Sitio era movible, circunstancia muy conveniente para los propósitos de los gullys. Años de abuso y malos tratos por parte de otras razas habían despertado ciertos instintos en los aghars, y uno de ellos era no permanecer en un lugar el tiempo suficiente para que su presencia fuera descubierta. Esta semana, Este Sitio estaba aquí. Hacía una o dos semanas, Este Sitio había estado en otra parte. Y dentro de una o dos semanas, Este Sitio podría encontrarse en cualquier otro lugar. Este Sitio estaba donde quiera que el Gran Bulp dijera que estaba Este Sitio.
Gañote no recordaba con exactitud por qué su clan había abandonado el Este Sitio anterior —las decisiones pasadas, basadas en circunstancias pasadas, no merecían la pena de ser recordadas—, pero se sentía orgulloso de la elección del actual Este Sitio: una caverna natural de un sustrato de piedra caliza, cuya entrada estaba oculta por los inmensos montones de escombros dejados por los Altos que habían construido las gigantescas estructuras que se encumbraban en la superficie. Este Sitio se extendía muy por debajo del Gran Templo de Istar y estaba conectado a las despensas de la inmensa construcción por antiguos canales ocasionados por la erosión.
Era un buen sitio para Este Sitio, y el hecho de haberlo descubierto por casualidad —varios gullys habían caído en él, literalmente— carecía de importancia. Para Gañote era otra evidencia más de su ingenio como Gran Bulp, junto con otro par de aptitudes, tales como… Bueno, fueran cuales fueran, sabía que tenía varias.
Probablemente el único rasgo de ingenio que el cabecilla de los aghars de Este Sitio había demostrado fue proclamarse a sí mismo Gañote III, en lugar de simplemente Gañote. Esa enumeración tenía la virtud de causar en sus súbditos una confusión muy deseable, un logro que todos los líderes de todas las naciones envidiarían. Entre los aghars eran muy pocos los que podían contar hasta dos, y ninguno llegaba tan lejos como para contar hasta tres. Por consiguiente, siempre surgía un cierto temor reverente cuando se referían a su señor como Gañote III.
En virtud de su nombre, nunca estaban seguros de quién, —o qué— era. Ello, por sí solo, eliminaba cualquier posibilidad de rivalidad para el puesto.
La decisión de ser Gañote III había sido una inspiración. Ahora, muchos años más tarde, el Gran Bulp sintió que le llegaba una nueva inspiración. No sabía qué era, pero los síntomas no eran los propios de una indigestión y tenían algo que ver con lo que había sentido al ponerse la piel de alce con su enorme cuerna. El fantástico atuendo lo hacía sentirse como el Gran Bulp del Porvenir. Así pues, cuando su amada consorte (¿cómo se llamaba?) sugirió una fiesta en honor de su cumpleaños, Gañote aceptó de buena gana y pronto olvidó todo el asunto. Estaba mucho más interesado en ir de un lado a otro, pavoneándose con su piel de alce y sintiéndose importante, que en planear ceremonias.
Grama, por otro lado, no tenía tales preocupaciones.
—¡Giba! —Llamó al Gran Opinante—. ¡Celebrar cumpleaños de Gran Bulp!
—Vale —dijo el anciano, que empezó a dar cabezadas y a roncar.
—¡Giba! —Exigió la dama—. ¡Atender!
El viejo se despertó con gesto enojado.
—¿Atender, qué?
—¡Cumpleaños de Gran Bulp! ¡Celebrar!
—¿Por qué?
Aquella pregunta dejó perpleja un instante a dama Grama, pero enseguida respondió:
—Por decirlo Gran Bulp.
—Bueno. —Giba suspiró—. ¿Cuándo cumpleaños de Gran Bulp?
—Mañana —decidió Grama. Aparte de hoy y ayer, fue el único día que se le ocurrió. Y de lo que no cabía la menor duda era que Gañote no había nacido ayer ni hoy—. Hacer planes.
—¿Qué planes?
—¿Quién sabe? Preguntar Gran Bulp.
La conversación fue interrumpida por un estruendo acompañado de una avalancha de juramentos. El grandioso Gran Bulp, que intentaba colocar la cuerna del alce sobre su cabeza, se había caído patas arriba.
El Gran Opinante se acercó a su soberano y le dio unos golpecitos con la punta del mango de escoba.
—Gran Bulp, ¿qué querer hacer mañana?
—Nada —gruñó Gañote mientras se ponía de pie—. Largo «daquí».
El Gran Opinante volvió junto a dama Grama con esta respuesta.
—Gran Bulp decir para fiesta, todos largo «daquí», hacer nada.
Aquello no era exactamente lo que Grama tenía en mente, pero para entonces ya estaba muy ocupada con otras cosas.
Algunas de las señoras de la corte se estaban peleando por el nuevo cuenco de sopa y para dama Grama resultaba evidente que deberían tener más de un cuenco. Un servido completo de mesa sería lo indicado.
Giba frunció el entrecejo y repitió la orden del Gran Bulp.
—Para fiesta, todos largo «daquí», hacer nada, Grama miró a su alrededor, —¿No trabajo? ¿Nada?
—Nada.
—Entonces, día libre. —Asintió con la cabeza—. Decir a todo el mundo mañana ser Día Libre.
Bufo, el minero, fue uno de los primeros en oír la noticia y ayudó a propagarla.
—Mañana Día Libre —dijo a cuantos encontró—. Ordenes de Gran Bulp.
—¿Qué ser Día Libre? —Le preguntó alguien—. ¿Qué tener que hacer en Día Libre?
—Sí, ¿qué hacer nosotros Día Libre? —preguntó otro. Bufo no sabía la respuesta. No había oídlos detalles. Por su parte, no obstante, tenía intención de ir a trabajar.
Entre los objetos saqueados por las señoras había encontrado un martillo y un escoplo. Bufo sería un enano gully, pero era un enano. El manejo de herramientas estaba muy arraigado en su espíritu sencillo. Estaba impaciente por comprobar lo que sería capaz de hacer con un martillo y un escoplo en la mina de vino.
Así fue como en un día determinado por el destino tuvo lugar la celebración de dos cumpleaños: uno arriba, en el Templo del Príncipe de los Sacerdotes en la ciudad de Istar, sede del poder clerical y centro del mundo por proclamación, y otro abajo.
El clérigo mayor de Taol había estado «indispuesto» a causa de un perdonable exceso con los caldos elfos, a los que había recurrido para contrarrestar los efectos del largo y arduo viaje a Istar. Pero cuando se hizo público que la piadosa festividad del día siguiente estaría precedida de una reunión del gran consejo, su salud mejoró de manera considerable. Uno no enviaba notas de disculpas cuando el Príncipe de los Sacerdotes convocaba el gran conseja De esta suerte, los Hijos Venerables Supremos en su totalidad, los nueve clérigos mayores de los nueve reinos, estaban presentes en la sala de audiencias cuando los paneles de reluciente piedra se retiraron hacia atrás para inundar la cámara con la gloriosa luz, una luz que parecía emanar del trono que quedó expuesto y de la persona sentada en él.
Ninguno de ellos recordaría después qué aspecto tenía exactamente el Príncipe de los Sacerdotes. Nadie lo recordaba. Sólo permanecía la persistente sensación de inmensa bondad, flotando sobre oleadas de luz.
En toda la inmensa sala había sólo un rincón donde las sombras se agazapaban, un nicho entre las grandiosas tallas florales que se alzaban desde el suelo. Si alguien reparaba en ello —eran pocos los que lo hacían cuando estaban en presencia de Su Radiante Gracia—, le parecía sólo una ligera anomalía de la grandiosa obra arquitectónica, una grieta accidental donde se borraba la luz. Pero para Sopin, que vivía a diario en el sagrado recinto del templo, el rincón era un lugar de terror. Echó una mirada de soslayo hacia allí y creyó atisbar un movimiento entre las sombras. No podía asegurarlo, pero al parecer el Ente Oscuro se hallaba presente.
Sopin se estremeció y apartó los ojos, dejando que sus desasosegados pensamientos se diluyeran en la luz resplandeciente que irradiaba del trono del Príncipe de los Sacerdotes.
Tuvieron lugar los rezos y los rituales, el pródigo cumplimiento de la debida unción a todos y cada uno de los buenos dioses del universo, y después comenzó la sesión.
—Hijos Venerables. —La voz que salió de la fuente de luz era cálida y reconfortante como la propia luz, tan reverberante como los rayos del sol—. Nuestro amado hermano, el maestro de pergaminos, ha solicitado audiencia, como es su derecho. Propone un edicto, uno que ya se ha sometido a consideración con anterioridad, y que requiere vuestra sanción.
Sopin se arrellanó cómodamente en su cubículo, preparado para un largo y conocido debate. Ya lo había oído lodo antes, y lo volvería a oír ahora, y se preguntó si el resultado no sería otra vez el mismo.
No obstante, nunca había visto al maestro de pergaminos tan determinado, y no pudo evitar pensar que tal vez el propio Mal había provocado su desaparición definitiva.
El tiempo lo diría.
Bufo había estado a punto de renunciar a reanimar la tiente de vino, que había dejado de manar al cabo de una hora. Una gran parte de la caverna de Este Sitio estaba inundada de vino, cuya profundidad llegaba a la cintura pero la veta había dejado de manar. Cuando por fin se las arregló para ensanchar la veta lo bastante para meterse a través de ella —lo había desconcertado un poco que el principio del túnel fuera de piedra y el final de madera— encontró más adelante una masa de pulpa pegajosa y maloliente. Su escoplo y su martillo apenas surtían efecto en la masa y, de hecho, estuvo en un tris de perderlos.
Casi había llegado a la conclusión de que el manantial no era más que una bolsa con un agujero detrás, cuando el sonido de un chapoteo a su espalda le llamó la atención y regresó por el túnel para ver qué pasaba. Al otro lado del estanque de vino, dama Grama y un abultado séquito de mujeres aghars habían botado una improvisada balsa y se impulsaban con pértigas hacia las oscuras grietas que conducían a las Salas de los Altos. Muchas llevaban sacos vacíos y trozos de redes.
Bufo las saludó con la mano desde la boca de la mina. Algunas respondieron al saludo.
—¿Por qué tú aquí en Día Libre, Fufo? —preguntó a voces dama Grama.
—Bufo —la corrigió.
—Vale, Bufo. ¿Por qué?
—Ni idea —admitió—. Alguien ponerme ese nombre, supongo. ¿Adónde ir señoras?
—Necesitar más cuencos —contestó ella—. Dama Regaña recordar dónde haber. Sitio donde guardias Altos meter trajes de metal.
—Pasar buen día —deseó Bufo, al tiempo que agitaba otra vez la mano.
—Día Libre.
—¿Qué?
—Se supone que Fufo decir: «Pasar buen Día Libre». Hoy Día Libre, ¿recuerdas?
—Oh. —Bufo saludó otra vez con la mano. La balsa lo había sobrepasado y se acercaba a la pared donde empezaban las grietas. No teniendo nada mejor que hacer, Bufo regresó al túnel, aspiró hondo y se lanzó de cabeza a la pringosa masa. Se le había ocurrido que en alguna parte más allá, tal vez hubiera más madera o roca, algo que pudiera cortar con su escoplo.
Gañote III estaba de malhumor. Recorrió con la mirada la sombría caverna principal y sólo vio unos cuantos súbditos desperdigados acá y allá, que no le prestaban la menor atención. Al parecer, todo el mundo había decidido tomar el día libre. Nadie discutía, nadie corría de un lado a otro chocando con los demás, y, lo peor de todo, nadie le hacía el menor caso. Estaba malhumorado y disgustado, pero no sabía bien qué hacer al respecto.
—Esta inbusborni… insurnobi… in… Esto no tener gracia —rezongó, y a nadie pareció importarle.
Ni siquiera el viejo Giba le sirvió de ayuda. El Gran Opinante se limitó a encogerse de hombros mientras decía:
—Hoy Día Libre, Gran Bulp. Nadie tener que hacer nada en Día Libre. Ni siquiera soportar a Gran Bulp. Yo, tampoco. —Y, sin más, se había dado media vuelta y se había marchado.
Durante un rato, el Gran Bulp paseó de un lado a otro, echando chispas. Cuando no atrajo la atención de nadie con su actitud, recogió la piel de alce, se la echó encima, con la cuerna bien enderezada sobre la cabeza, y tomó asiento, muy enfurruñado.
Como era habitual cada vez que Gañote III se enfurruñaba, le entró sueño. Cerró los párpados y bostezó. La enorme cuerna se tambaleó y después se inclinó hacia adelante; no cayó gracias a que el soberano estaba sentado sobre la piel. Por la mente de Gañote pasaron vagas imágenes de estofados calientes, lagartijas frías, cerveza robada y un tranquilizador ambiente de confusión.
Parecía que Gañote III estaba a solas en la caverna de liste Sitio. Parecía que la gruta se había vuelto más oscura, y que no había nadie excepto él. O quizás hubiera alguien más, pero él no podía ver quién era.
«Así que ésta es la explicación —dijo una voz suave. Gañote no recordaba qué era lo que necesitaba una explicación—. Pobre Gran Bulp, que nadie lo respeta», añadió la voz.
«Cierto», intentó decir Gañote, pero hablar era un esfuerzo que no merecía la pena.
«Necesita hacer algo especial para ganarse ese respeto —prosiguió la voz, arrullándolo, entretejiendo la lenta trama de su sueño—. Algo grande y glorioso. Algo extraordinario».
«Claro —pensó decir— Eso nada nuevo. Gran Bulp glorioso todo el tiempo».
«Pero esta vez tiene que ser especial —ronroneó la voz—. I Necesita hacer algo especial».
«¿Cómo qué?», consideró preguntar el Gran Bulp.
«Trasladarse», sugirió la voz.
«No apetece —debió haber respondido Gañote—. Acabar de sentar aquí».
«No. Un cambio grande —insistió la voz—. Una migración, Gran Bulp, una grandiosa, fabulosa migración. Conduce a tu gente al Sitio Prometido».
«¿Qué Sitio Prometido?».
«Lejos —susurró la voz—. Muy, muy lejos. Un largo viaje, El Gran Bulp. El destino… El Gran Bulp del Destino. ¿Cómo te llamas?».
«Gran… Gañote III…».
«Gañote III, el Gran Bulp que condujo a su pueblo al Sitio Prometido… a su destino, Gran Bulp. Tu destino».
«Distino —musitó Gañote, y quizás añadió—: El Gran Bulp… El Gran Bulp del Disti… Densi… Desatino».
«Destino».
«Eso. Destino. ¿Dónde ese Sitio Prometido?».
«Al oeste, Gran Bulp. —La voz se alejó, apagándose en la distancia—. Lejos, muy lejos, al oeste de aquí. Muy lejos».
Pareció que la voz continuaba, pero ya no hablaba con Gañote. Hablaba para sí mismo.
«Así comienza el torrente más impetuoso —dijo—. Con una simple gota de lluvia».
«¿Goteo?», se preguntó el Gran Bulp.
«Goteo, sí», ratificó la voz.
Una vez que hubieron cruzado el estanque de vino, no estaba muy lejos el sitio donde dama Regaña recordaba haber encontrado la pieza de armadura de los Altos que servía para usar como un precioso cuenco de sopa. Con dama Grama al mando y dama Regaña como gula, las señoras aghars recorrieron con precaución el camino a través de los viejos canales hasta el vertedero inferior; a través de despensas y almacenes hasta un agujero donde una piedra resquebrajada se apoyaba en un lecho de arcilla erosionada. El agujero se abría a un hueco por el que se gateaba detrás de un ornamentado armario, situado en una habitación enorme donde unos cien catres o más se alineaban a lo largo de las paredes. Había mesas y bancos detrás, colocados en ordenadas filas, y en el despejado espacio central se alzaba un bosque de percheros donde colgaban armaduras completas.
Docenas de catres estaban ocupados con humanos dormidos, y en el perchero cercano a cada uno de ellos relucía la correspondiente armadura.
Grama se asomó por detrás del armario, escuchó con atención el coro de ronquidos, y después hizo una seña con la cabeza a sus compañeras. Se llevó un dedo a los labios.
—¡Chist!
Silenciosa, metódica y eficientemente, las señoras aghars se deslizaron de perchero en perchero recogiendo las bruñidas piezas metálicas que protegen la entrepierna.
Bufo estuvo a punto de asfixiarse en pulpa antes de topar con materia sólida en la mina de vino. La masa se agitaba y flotaba a su alrededor a medida que el aghar se abría camino a través de ella. Pese a que amenazaba con ahogarlo, Bufo continuó y, al cabo de un tiempo, chocó contra algo sólido. Una pared de madera.
—A justo tiempo —musitó, tanteando la superficie con las manos. Era igual que la otra madera por la que había brotado el surtidor. Empezó a trabajar con el martillo y el escoplo.
Más allá encontró piedra sólida, y se preguntó fugazmente si no habría ido en círculo y estaría abriendo un | túnel de salida junto al túnel de entrada. Estuvo tentado de olvidar todo el asunto y ponerse a cazar ratas o algo; A punto ya de renunciar, tuvo una revelación.
—Hoy Día Libre —se dijo—. Día Libre significar no hacer nada… ni siquiera rendirse.
Fortalecido con este pensamiento, Bufo reanudó sus esfuerzos con más brío, arrancando esquirlas de piedra en medio de la densa y maloliente oscuridad. Detrás de la | piedra encontró más madera.
—Dar un golpe más —masculló—. Entonces ir a cazar ratas.
Fantaseó con la idea de que, si se ganaba renombre como minero de vino, cabía la posibilidad de que la encantadora Bacina accediera a ir a cazar ratas con él.
Por lo menos la madera era más fácil de cortar con el escoplo que la piedra. Era una madera vieja, curada, y disfrutó trabajándola mientras cavaba el túnel, centímetro a centímetro. De manera gradual, el sonido de su martillo cambió, tornándose más bajo, más vibrante con cada golpe y la intuición le erizó los pelos de la barba.
—Quizá tener algo ahí —susurró—. Sonar como posible veta.
El martillo golpeó y el escoplo cortó; de repente, la madera que tenía delante se abultó y se resquebrajó. Bufo sólo tuvo tiempo de aspirar una bocanada de aire antes de que la rugiente oleada lo rodeara y arrastrara dando tumbos de vuelta por el túnel de madera, piedra, madera, la pastosa masa de pulpa maloliente, de nuevo madera, piedra, para lanzarlo por fin al exterior, a las espumeantes y agitadas olas del estanque de vino, en la caverna.
Subió a la superficie, cogió aire y contempló la entrada de la mina de vino, a varios metros de distancia. Un vacío torrente de oscuro caldo brotaba por el agujero, rugiendo y espumeando a medida que desaguaba en el estanque, cuyo nivel aumentaba más y más.
—¡Guau! —exclamó boquiabierto—. ¡Todo un otro surtidor!
Sin soltar el martillo y el escoplo, Bufo se meció y giro como un corcho en la arremolinada superficie púrpura, intentando mantenerse a flote. Se golpeó la cabeza con algo sólido y al mirar se encontró con la balsa de las señoras aghars, que transportaban sacos y redes cargado*
—¿Tú caer? —le preguntó una de ellas.
—Estanque ahora un montón más grande que antes —Comentó otra.
Dama Grama se arrodilló en la balsa y cogió un poco de vino en un cuenco metálico. Lo olisqueó, dio un sorbo, lo degustó, y después asintió con la cabeza.
—Bueno —decretó—. ¿Qué opinar ser esto?
—Vino —contestó una de las señoras.
—¿Vino, eh? Muy bueno.
Dama Grama se inclinó para mirar al minero que se sostenía a flote a duras penas.
—Fufo…
—Bufo —la corrigió, a la vez que escupía espuma—. ¿Ver tierra firme en alguna parte?
Ella miró en derredor.
—Claro. Agarra gabarra.
Bufo se sujetó a la balsa. Las señoras empujaron con las pértigas hacia la lejana orilla. Una multitud de curiosos aghars se había reunido en el bancal, algunos para ver qué traían las expedicionarias y otros, que ya se encontraban allí, para probar el vino.
Mientras las señoras vadeaban hacia la orilla con su bolín, dama Grama recordó al minero que traían a rastras.
—Sacar a Fufo —ordenó, señalándolo.
—Bufo —balbuceó el minero. Medio ahogado y más ebrio a cada minuto que pasaba, apenas lograba mantener la cabeza por encima del vino. Unas manos pequeñas y fuertes lo cogieron por las orejas y tiraron de él hasta que fue capaz de encaramarse a la balsa; luego lo ayudaron mientras gateaba hasta alcanzar la seguridad de tierra firme.
Allí se quedó despatarrado y, al alzar la vista, se encontró con unos ojos brillantes y preocupados. Era Bacina.
—¿Bufo bien? —preguntó la chica.
—Bien. —Eructó—, pero lleno con vino. Encontrar nuevo surtidor.
Varios gullys jóvenes observaban la atención que la hermosa Bacina prestaba al embriagado minero.
—Tener algo entre manos ése —dijo uno de ellos.
—Tener a Bacina —se mostró de acuerdo otro—. ¿Tú saber algo de minas? ¿O vino? ¿O trabajo?
—¿Y qué tener que saber? —opinó un tercero, encogiéndose de hombros— Sólo cavar, sin parar. Algo saldrá.
Tras lanzar una última ojeada al postrado Bufo que disfrutaba del favor y total atención de Bacina, los otros jóvenes aghars salieron disparados en busca de herramientas. Al ser ése el Día Libre y no teniendo nada mejor que hacer, habían decidido dedicarse a la minería.
El acólito Pocilio creía que el día anterior había sido malo, pero el siguiente resultó ser peor. Entre sus tareas matinales estaba la de inspeccionar las ocho cubas restantes, ya que la novena habla sido sellada el día anterior por el primer mayordomo. Pero un molesto y persistente cosquilleo intuitivo hizo que el nerviosismo se apoderara de él a medida que recorría la pasarela.
No podía ocurrir de nuevo, ¿verdad? Otra vez, no.
De algún modo, supo, aun antes de abrir la portilla de cata de la Cuba Ocho, lo que iba a encontrar: nada.
La Cuba Ocho estaba vacía.
Fue un pálido y tembloroso mensajero el que corrió todo el camino desde el pabellón del primer mayordomo en los sótanos del templo hasta los vastos salones superiores de reluciente piedra, para entregar el mensaje sellado al capitán de la guardia, en las puertas del gran salón de consejos. El mensajero sabía el contenido de la nota. Los pisos inferiores eran un hervidero de chismes, y todo el mundo, desde el personal de mantenimiento hasta los cocineros y mayordomos, estaba muy preocupado.
El mensajero se encontraba casi demasiado desasosegado para reparar en la extraña apariencia del capitán de la guardia…, sólo casi. Mientras regresaba a los pisos inferiores, se preguntó por qué un soldado tan magníficamente equipado llevaría una pieza de armadura que no encajaba con el resto. Desde el bruñido yelmo a los lustrosos refuerzos, desde la fina y engrasada malla a la bien repujada vaina, desde los relucientes guanteletes al brillante peto, cada pieza de su armadura casaba a la perfección con el resto… con una notable excepción.
La pieza en cuestión parecía que fuera prestada.
En la inmensa cámara, el mensaje sellado pasó del secretario de la entrada al secretario de sacristía, y luego fue llevado en silencio al secretario de tenencia, quien se la entregó al ayudante del custodio de los pórticos. Un momento después, el propio custodio se incorporó, se inclinó ante el trono y, acercándose a él, se arrodilló al pie del p pedestal. Bajó la vista y levantó el abierto mensaje hacia la luz.
—Informa de esta noticia —dijo la Voz Radiante.
Tristemente, el custodio de los pórticos se volvió hacia el Gran Consejo de Hijos Venerables. Sosteniendo el mensaje con el brazo extendido, leyó el breve contenido en voz alta.
La Cuba Ocho de los vinos sagrados, la cosecha de la provincia fronteriza de Ismin, estaba vacía, tan vacía como la cuba de Taol, descubierta el día anterior.
—El Mal nos ataca —dijo el maestro de pergaminos cuando Sopin hubo terminado de leer—. Un escarnio muy sutil y, sin embargo, un abierto desafío. Oh, Radiante Gracia… Oh, Hijos Venerables…, debemos responder a esta provocación.
Más allá, en alguna parte, donde las sombras engullían la luz, una voz susurró:
—El destino.
Pocas horas después, al menos una docena de mineros de vino en ciernes trabajaban en la mina real, y más aghars iban hacia allí para sumarse a la tarea. Los que llegaron primero se encontraron con un extenso lago de vino en la caverna que había debajo de la mina, pero de la propia mina manaba un escaso hilillo. Armados con diversas herramientas de excavación, se introdujeron en fila por la ruta de Bufo y pasaron a través de un largo túnel de roca y un corto túnel de madera, y desde un hundido túnel de lodo reseco a otro túnel de madera, el cual conducía de nuevo a otro de roca, y después a otro de madera, y posteriormente a una maloliente masa de pulpa húmeda. Allí, se filtraba de lo alto una luz mortecina y las voces agitadas de los Altos, confusas y amortiguadas por la masa de pulpa.
En silencio, los aghars esperaron hasta que la luz y las Voces se apagaron. Oyeron el distante y sordo golpe de una pesada portilla al cerrarse.
Cuando todo estuvo en silencio, el que iba a la cabeza dijo:
—Vamos. Quizá más bolsas de vino. A buscarlas.
Vadearon trabajosamente, en fila, el espacio de residuos, por encima de los cuales asomaban sólo sus cabezas y las velas, y se pusieron a trabajar en la pared de madera del fondo. Tras perforar un tramo, encontraron piedra, y después otra vez madera.
Las cavernas de Este Sitio retumbaron con la rugiente oleada de vino que fluyó y espumeó a través de dos cubas vacías arrastrando a su paso una docena de gullys, y desembocó por el conducto de la mina al cada vez más profundo lago. Los gritos y chapoteos de los mineros resonaron a medida que se zambullían en la agitada superficie del lago de vino. Cuando por fin cesó la conmoción y Los ebrios gullys fueron pescados por sus compatriotas, varias docenas de aghars cogieron herramientas y se dirigieron a la mina. Se organizó una competición para ver cuánto vino podía extraerse y quién sacaba más.
Además, fue un modo interesante de pasar el Día Libre, tan bueno como cualquier otro, ya que, de todas formas, nadie sabía bien qué era eso de Día Libre.
Para cuando la gloriosa claridad de la grandiosa sala empezó a suavizarse y a tomar los tonos pastel de la tarde, un visitante podría haber pensado que el Templo del Príncipe de los Sacerdotes, la obra arquitectónica más asombrosa del mundo entero, se encontraba en estado de sitio, en los pisos altos, clérigos de semblantes pálidos y funcionarios de rostros cenicientos corrían de un lado a otro llevando mensajes, haciendo una pausa para rezar una ferviente plegaria, y reuniéndose en corrillos para cuchichear entre ellos. En los pisos inferiores la rutina diaria había saltado en pedazos. Mayordomos y escribanos iban y venían de las bodegas. Se había dado orden de hacer un inventario general de emergencia, una revisión de cada uno de los artefactos, pertrechos, víveres y mercaderías.
Por si fuera poco, la mitad de una compañía de guardias del templo se había negado a abandonar el cuartel en el cambio de turno.
A lo largo de la tarde, los últimos resistentes entre los miembros del Gran Consejo de Hijos Venerables cedieron. No había una explicación razonable para lo que estaba ocurriendo en el templo, pero las cosas empeoraban por momentos.
Ese día no se tomaría una decisión referente a desatar el poder del Pergamino de los Antepasados. Ni tampoco se decidiría al siguiente, ni puede que la otra semana tampoco. Pero el fervor fanático del maestro de pergaminos estaba influyendo en los Hijos Venerables, respaldado por el ambiente caótico que reinaba en el templo.
Era sólo cuestión de tiempo el que el propio Príncipe de los Sacerdotes en persona admitiera que el definitivo poder del Pergamino de los Antepasados era necesario en la batalla contra el Mal. Gracias al maestro de pergaminos, cuando se solicitara el poder, el consejo lo sancionaría.
—El destino —repitió la voz susurrante en el rincón de sombras.
Pero, en toda la sala, sólo el custodio de los pórticos lo oyó. Aunque la intuición le dijo que aquello tenía un significado, la razón no fue capaz de definirlo.
—Goteo. —El Ente Oscuro en las sombras se echó a reír.
Más allá del templo, muy a lo lejos, en el cielo del reino de Istar, retumbó el trueno.
En la mortecina luz del atardecer que se filtraba hasta la caverna, Gañote III, Gran Bulp por Elección y Señor de Este Sitio y Quizá Muchos Otros, contempló a sus súbditos agrupados a su alrededor. No era tanto su presencia lo que los había reunido como el hecho de que esa parte de Éste Sitio era el único terreno elevado que quedaba en Este Sitio, e incluso allí el vino les llegaba a los tobillos.
Con la cuerna de alce encumbrándose sobre él y sobre lodos los demás, el Gran Bulp masculló todos y cada uno tic los juramentos que conocía… es decir, dos o tres.
—¡Esto amonina… abobina… no bueno! —Rugió, levantando ecos en la caverna—. ¡Demasiado vino! ¡Vino sobre todas partes!
—Tener que haber comerciado con él cuando aún estar a tiempo, Gran Bulp —replicó el viejo Giba—. «Pobablemente» ahora demasiado tarde.
—Este sitio piojoso sitio para Este Sitio —resopló el Gran Bulp—. Anhabi… Inhabli… no bueno para vivir.
Casi todo el clan había estado contemplando el espectáculo del vino subiendo de nivel a lo largo del día, pero para Gañote III había sido una desagradable sorpresa. Tras enfurruñarse parte de la mañana, había pasado el resto del día durmiendo y a nadie se le había ocurrido despertarlo.
sólo se despertó cuando, al darse media vuelta, se metió en vino hasta más arriba de la nariz.
Ahora tomó una decisión.
—Hora de partir —anunció—. Todos liar petate. Irnos.
Nadie se movió. Algunos se limitaron a mirarlo, otros ni siquiera le habían escuchado.
—¿Qué pasar a vosotros? —rugió—. ¡Gran Bulp decir que hacer mochilas! ¡Así que hacer mochilas!
—No tener que hacer —dijo alguien con desdén—. No tener que hacer nada. Hoy Día Libre.
—¿Quién dice?
—Ordenes de Gran Bulp —explicó otro.
—Feliz cumpleaños, Gran Bulp —añadió otro, mientras se limpiaba los pies manchados de vino en la cola de la piel de alce de su señor.
—¿Quizá Gran Bulp querer un poco estofado? —Sugirió dama Grama—. Haber muy bonito juego de cuencos…
—¡Basta! —Chilló Gañote—. ¡Día Libre acabar! ¡Terminar! ¡No más Día Libre! ¡Hacer petates!
Restablecido el statu quo, todos se dispersaron obedientemente para cumplir lo ordenado. Por doquier en Este Sitio, enanos gullys corrían de un lado a otro, chapoteando sobre diversas profundidades de vino, chocando unos con otros, recogiendo cosas y haciendo equipajes para partir. Cuando el Gran Bulp decía que este sitio ya no era Este Sitio, era el momento de dirigirse a otro sitio.
—¿Adónde ir esta vez, Gran Bulp? —Preguntó dama Grama mientras apilaba piezas protectoras de entrepierna—, ¿Lado opuesto ciudad, tal vez? ¿Mejor vecindario?
Al no recibir respuesta, volvió la vista hacia él. Gañote estaba de pie, muy tieso, con la mirada fija en la nada y la cuerna de alce enhiesta sobre su cabeza.
—¡Gran Bulp! —llamó Grama.
—Goteo —susurró él, con expresión desconcertada.
—¿Qué? —Grama lo miró de hito en hito.
—Dist… des… destino —musitó—. Gran Bulp del Destino. ¡Vaya! ¿Qué te parece?
—¡Gran Bulp! —Grama lo azuzó con la punta de un palo, Él se volvió.
—¿Sí, querida?
—¿Adónde ir nosotros?
—Oeste —contestó, con los ojos relucientes—. Gran minga… minga… gran movida. Muy lejos.
Algo en su interior le decía que, como el presente día, nada volvería a ser igual en todo el mundo. La rueda del destino había empezado a girar y nada podría detenerla ahora. Ignoraba como sabía aquello, pero estaba seguro. Sin palabras o conceptos para expresarlo, Gañote III tenía el presentimiento de que una nueva etapa en la historia del mundo entero acababa de empezar.
—Destino —dijo, para quienquiera que quisiera escucharlo.