Los matices de la fe
Richard A. Knaak
Arryl Tremaine entró en la sala de La Locura de Timón, la posada donde se hospedaba, y de inmediato advirtió que las miradas convergían en él. La ropa que vestía era normal, un sencillo atuendo de viaje, de modo que los que estaban en la sala no podían identificarlo como un Caballero de Solamnia, pero sí podían ver que era forastero. Ello era suficiente para llamar la atención. De no haber tenido la precaución de dejar la armadura en su cuarto, los otros parroquianos no habrían tenido que disimular que miraban a cualquier parte y no a él.
Hizo caso omiso de ellos y se encaminó hacia el posadero, un hombre bullicioso y pesado llamado Brek. Fue el único que lo saludó, seguramente porque sentía cierta afinidad con el joven caballero. El abuelo de Brek había sido el tal Timón cuya locura había dado nombre a la posada, así como, probablemente, indujo a la familia a abandonar Solamnia. Timón había sido un Caballero de la Espada, al igual que lo era Tremaine.
Arryl opinaba que el linaje de Timón había degenerada mucho en sólo dos generaciones.
—buenas tardes, caballero Tremaine —dijo el hombre, con un tono respetuoso. Todos los parroquianos alzaron la vista.
—Maese Brek. —La voz de Arryl sonó queda y un poco cortante—. Le pedí que no se dirigiera a mí por mi título.
No era corriente ver a un Caballero de Solamnia en el reino de Istar, y aún menos en la sagrada ciudad del mismo nombre. Arryl, que procedía de la zona más alejada del suroeste de su país, jamás había llegádo a comprender la razón. Tanto la orden de caballería como el Príncipe de los Sacerdotes, que era el regente de Istar, servían al mismo señor, el dios de la luz y la bondad, Paladine. Compatibles en otro tiempo, parecía que los dos servidores ya no eran capaces de trabajar uno al lado del otro. Corrían rumores de que la iglesia sentía envidia del poder de los caballeros, y los caballeros de la riqueza de la iglesia. Pero un Tremaine nunca se había rebajado tanto como para dar crédito a semejante demagogia. La Casa Tremaine habría conocido tiempos mejores, pero el orgullo de la familia estaba todavía en flor. El joven caballero había llegado a Istar hacía tres días a fin de descubrir la verdad.
—Mis disculpas, maese Tremaine. ¿Habéis decidido tomar vuestra cena aquí? No os hemos visto desde vuestra llegada. Mi esposa y mis hijas temen que su modo de cocinar no sea de vuestro agrado.
Arryl no tenía ganas de hablar sobre comidas ni sobre la familia del posadero, y menos aún sobre las hijas de maese Brek. Al igual que otras muchas mujeres, se sentían atraídas por la apostura del joven caballero, sus rasgos atractivos, aunque fríos, y su figura alta y bien proporcionada. Arryl no las había alentado en lo más mínimo y, de hecho, consideraba sacrilega la idea de mezclar placeres mundanos con el sagrado propósito de su viaje.
—He venido sólo para pedir cierta información antes de retirarme a descansar.
—¿Tan temprano? Apenas ha oscurecido, señor. —Brek pensó que el caballero era un poco raro. Era evidente que el posadero había olvidado los rituales diarios de un Caballero de Solamnia, o su abuelo nunca le había hablado de ellos.
Arryl frunció el entrecejo. Quería respuestas, y no más preguntas referentes a sus hábitos personales.
—Vi que la guardia de la ciudad arrestaba a un hombre; un hombre que no hacía otra cosa que estar en sucarreta vendiendo fruta. Yo mismo le compré mercancía ayer. Los soldados no dieron razón alguna que justificara su arresto, algo impensable en mi país. Lo encadenaron y lo arrastraron…
—Estoy seguro de que había un motivo justo, maese Tremaine —se apresuró a interrumpirlo Brek. De repente, su sonrisa se había vuelto forzada—. ¿Os quedaréis para los Juegos? Se comenta que habrá algo especial esta vez. ¡Algunos dicen que el Príncipe de los Sacerdotes asistirá!
—No soy partidario de los así llamados Juegos. Y ya he visto bastante al Príncipe de los Sacerdotes, gracias.
Por dondequiera que Tremaine fuera en la inmensa urbe, con sus altas torres y sus templos extravagantemente dorados, se encontraba con la benevolente imagen del sagrado monarca sonriéndole. En todos los numerosos estandartes majestuosos, que al principio le recordaron sus días de instrucción en el alcázar de Yingaard, aparecía el perfil estilizado del Príncipe de los Sacerdotes. Bustos iguales al que había colgado en la pared, detrás de maese Brek, invocaban una petrificada bendición sobre el caballero.
Peor eran las estatuas, sobre todo la que representaba al Príncipe de los Sacerdotes sosteniendo en una mano a un sonriente bebé y una retorcida serpiente de muchas cabezas en la otra. El ofidio era la interpretación que el escultor había hecho de la diosa de la oscuridad, Takhisis la eterna rival de Paladine. ¡Arryl lo consideró un ultraje todos sabían que Huma, un Caballero de Solamnia quien había derrotado a la Reina de los Dragones! ¡Era Huma quien había invocado la ayuda de los dioses, de Paladine, no el Príncipe de los Sacerdotes!
En cuanto a Paladine, la deidad en cuyo honor se había erigido Istar, estaba representado también, pero ni mucho menos con la prodigalidad con que lo estaba el cabeza de la iglesia. De hecho, muchos de los tributos a Paladine estaban en la misma altura que los del Príncipe de los Sacerdotes, ¡como si fueran iguales!
—La sagrada Istar parece más interesada por la mayor gloria de su sirviente que por la de quien es su señor —dijo Arryl con severidad.
Brek se puso pálido y miró de reojo a los tres hombres que estaban sentados en un nicho de la sala.
—Si me disculpáis, caballero…, maese Tremaine, tengo que… ayudar a mi esposa.
Maese Brek se marchó antes de que el caballero tuviera tiempo de respirar. Al parecer, la velocidad no era uno de los atributos diluidos en la apatía de dos generaciones.
Arryl se encogió de hombros, dio media vuelta y se encaminó hacia la escalera que conducía a su habitación. Tenía mucho en que pensar. El peregrinaje a la sagrada Istar había sido decepcionante. Tremaine confiaba en que sus oraciones vespertinas le dieran la respuesta que necesitaba.
El caballero no había dado más de una docena de pasos cuando una voz procedente de la mesa del rincón instó con sequedad:
—¿Dispones de un minuto, señor caballero?
Arryl pensó rehusar, pero entonces reparó en las túnicas blancas y plateadas que vestían los tres hombres.
Eran clérigos de la Orden de Paladine. Arryl los saludó con una cortés inclinación de cabeza.
—Buenas tardes, hermanos.
—Que la bendición del Príncipe de los Sacerdotes esté contigo, hermano —respondió el menos corpulento del trío, que se sentaba en el medio. Sus compañeros no dijeron nada y se limitaron a saludar con un breve cabeceo. Resultaba evidente que el que hablaba era su superior—, ¿Me equivoco al suponer que tenemos el honor de dirigirnos a uno de nuestros hermanos solámnicos?
Los dos acólitos, pues no podían ser otra cosa, tenían más apariencia de soldados que de sacerdotes. Claro que la Orden de Paladine contaba con combatientes capacitados, a pesar de que les estaba prohibido el uso de armas blancas. Luchaban con armas que no tenían cuchillas; mazas, por ejemplo, como era el caso de estos dos, que las tenían sobre la mesa. Arryl sospechó que actuaban como guardaespaldas del tercero, lo que hablaba por sí mismo de la autoridad y poder que ejercía.
Tal poder no se reflejaba en su apariencia, ya que el sacerdote era delgado y tenía los hombros un poco encorvados. Su rostro era alargado y estrecho y a Arryl le recordaba el de una rata. Con todo, el hombre era un Hijo Venerable.
—Soy Arryl Tremaine, Caballero de la Espada —respondió con cortesía.
—Tal como había imaginado, un guerrero solámnico. —El clérigo juntó las manos, con los dedos índices apretados entre sí, formando un vértice agudo, como un chapitel. Arryl reparó en que el sacerdote llevaba guantes de piel fina, que hacían juego con sus ropajes clericales. Se preguntó si tendría algún problema con las manos que le obligara a ocultarlas bajo los guantes. El tiempo no era tan frío para necesitar esa protección. El clérigo continuó—: Disculpa que no me haya presentado. Soy el Hijo Venerable Gurim.
Aunque a los ojos de Paladine quizá fuera un pecado, Tremaine no pudo evitar que el semblante del hombre le causara repulsión. El hermano Gurim tenía los ojos como una rata que observa todo. Su nariz era larga y ganchuda. Daba la impresión de que se le hubiera roto y no se hubiese curado bien, lo que era un contrasentido, habida cuenta que Gurim debería haber sido capaz de sanarse a sí mismo. El sacerdote estaba casi calvo y peinaba los ralos cabellos en una pobre imitación de la corona monacal.
Los finos labios de Gurim se estiraban en una sonrisa retorcida, hecho que contribuía a incrementar su semejanza con un roedor.
El caballero cayó en la cuenta de que lo estaba mirando con descortés fijeza. Por fin se acordó de contestar a la presentación del clérigo.
—Es un honor conocerte. Si me perdonas, he de retirarme a mi cuarto para preparar mi oración vespertina.
Gurim asintió con un cabeceo, pero no despidió al caballero.
—Cuán placentero es conocer a uno de nuestros hermanos comprometidos en la lucha contra la Reina Oscura. Cuán reconfortante es saber que la fe no se ha debilitado en todos vosotros, los caballeros.
Arryl estaba furioso, pero cuidó de no alterar el gesto. —Nosotros, los caballeros, somos fieles a los principios establecidos por Paladine. Tenemos menos fe en el Hombre, no en dios.
Gurim inclinó la cabeza y esbozó una desagradable sonrisa.
—¿De veras? —Las manos enguantadas se separaron y el clérigo las puso en la mesa, con las palmas hacia abajo—. No quiero retrasarte más en tu vigilia, señor caballero. Sólo deseaba decirte que es un placer tu visita a Istar. Rezo porque llegue el día en que vuestra Orden ocupe de nuevo el lugar que le corresponde, como el brazo armado de Su Reverencia contra las fuerzas del Mal. Tu presencia me anima a ese respecto.
—Me alegra ser de tu agrado, hermano. —Tremaine hizo una profunda reverencia a fin de que su expresión desdeñosa pasara inadvertida. ¿La hermandad de la caballería el brazo armado del Príncipe de los Sacerdotes? Los Caballeros de Solamnia eran tan firmes en sus creencias como cualquiera en la sagrada Istar. Firmes e independientes… como había establecido Paladine, cuando, junto con los dioses Habbakuk y Kiri-Jolith, se apareció ante Vinas Solamnus, el fundador de la Orden, y le mandó que se separara de su malvado señor, el emperador de Ergoth.
La Orden había existido desde mucho antes de que hubiera un Príncipe de los Sacerdotes.
Tremaine se encaminó hacia la escalera. Gurim trazó un símbolo en el aire.
—Ve en paz, señor caballero. Que la bendición del Príncipe de los Sacerdotes esté contigo.
Arryl echó una ojeada atrás.
—Y que Paladine te guarde, hermano.
La sonrisa de rata de Gurim no abandonó la mente de Arryl durante todo el camino escaleras arriba y hasta donde estaba situado su cuarto. Sólo cuando inició sus oraciones vespertinas la imagen empezó a perder consistencia, y únicamente cuando estuvo recogido en lo más hondo de su ser, el desagradable semblante del hermano Gurim se borró por completo.
Desgraciadamente, el recuerdo del hombre no desapareció.
Al final del quinto día de estancia en la sagrada Istar, Arryl Tremaine había visto más que suficiente. Dudaba de la santidad de la ciudad y sus líderes. Istar no era el bastión del Bien que había imaginado durante su infancia. No era la ciudad de los milagros. Algunas zonas de la urbe eran hermosas, cierto, pero otras eran feas, abarrotadas de infortunados que vivían rodeados de miseria y suciedad. Sin embargo, la mayoría de los ciudadanos de Istar actuaba como si estos barrios no existieran, como si creyeran que podían librarse de ellos con sólo desearlo.
Aquel día, Arryl le dijo a Brek que abandonaría Istar a la mañana siguiente.
Por la noche, Arryl se dirigía a la posada, que estaba ya a la vista, cuando oyó un grito sofocado y un gruñido. Guerrero experimentado en combate, el joven caballero identificó el sonido como la exclamación de alguien a quien han golpeado o apuñalado. Procedía de un callejón que había a su derecha.
Siendo ésta la sagrada Istar, la ley prohibía a los hombres llevar armas, a menos que fueran parte del clero o de la guardia de la ciudad. Se permitía llevar dagas, ya que a nadie le gustaba ir por la ciudad por completo desarmado, pero tenían que estar enfundadas en la vaina y atadas con las correas de seguridad.
Arryl se esforzó por soltar la lazada que sujetaba su daga mientras corría presuroso hacia el callejón. Pero quienquiera que lo hubiese anudado había hecho un buen trabajo, y el joven se dio por vencido, decidiendo confiar en sus otras habilidades de luchador.
Solinari brillaba con fuerza. A la luz de la luna, Arryl divisó a tres hombres que luchaban entre sí. Mejor dicho, dos golpeaban a un tercero. Los dos atacantes llevaban espadas a sus costados.
—¡Apartaos y rendíos! —gritó el caballero, cuando los tuvo casi a su alcance.
Los dos hombres soltaron al tercero, que yacía inmóvil en el suelo. Uno de los atacantes desenvainó un cuchillo. El otro sacó una espada corta. En las sombras, Arryl no distinguía los rasgos de ninguno de los dos, pero supuso la clase de hombres que eran: matones que confiaban en la fuerza bruta y en la rapidez de acción, sin que la destreza jugara un papel importante.
El primero arremetió con su arma y después lanzó un golpe con su carnoso puño. Tremaine dejó que la daga |pasara de largo y desvió el puñetazo con un golpe de su mano; al mismo tiempo, propinó una patada.
La dura puntera de la bota alcanzó al hombre justo debajo de la rótula. Con un chillido de dolor, el atacante cayó al suelo, aferrándose la rodilla con la mano libre.
La punta de una espada rozó el antebrazo de Arryl. En lugar de retroceder, como habría hecho la mayoría de la gente, Tremaine saltó hacia adelante mientras el segundo asaltante completaba su movimiento de arremetida. El hombre vio lo que pasaba, pero, cuando quiso reaccionar y cambiar la dirección de la espada, Arryl ya lo había cogido por la cintura.
Los dos combatientes chocaron contra la pared del callejón. El atacante quedó atrapado entre el muro y el caballero, soltó un gruñido, dejó caer la espada e intentó recobrar el resuello, pues se había quedado sin respiración con la fuerza del empellón.
Tremaine no le dio cuartel. Con el puño izquierdo le propinó un fuerte golpe en el estómago.
Doblado en dos, el segundo hombre se desplomó.
Arryl oyó un movimiento cerca de él y lanzó una patada de lado. El primer atacante, a punto de saltar sobre él, salió lanzado contra la pared opuesta.
Después de aquello, cesó toda resistencia.
Sin que apenas se hubiera alterado el ritmo de su respiración, el caballero miró en derredor, buscando a la víctima. No le sorprendió ver que había desaparecido. El desgraciado se había escabullido a la primera oportunidad que se le presentó. Arryl no podía culparlo. Eran pocos los que igualaban el coraje y la destreza de un Caballero de Solamnia.
Arryl se preguntaba qué hacer con aquellos dos, cuando un grupo de soldados armados, pertenecientes sin duda a la guardia de la ciudad, apareció por el final del callejón.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó un hombre, adelantándose al grupo. A diferencia de los otros, vestía la túnica clerical.
—Estos hombres estaban golpeando a otro. Les ordené que se rindieran, pero prefirieron atacarme.
Los soldados entraron en el callejón. Entre varios levantaron a los aturdidos atacantes y se los llevaron casi a rastras. Entretanto, el clérigo ordenó que trajeran una antorcha para inspeccionar mejor la escena. Tras observar el callejón y las armas que habían dejado caer los adversarios de Tremaine, el clérigo volvió su atención al caballero. Vista a la titilante luz de la antorcha, la pálida y demacrada faz del sacerdote lo hacía parecer un cadáver muerto hacía una semana.
—¿Por qué no llamaste a la guardia?
—No habrían llegado a tiempo. La vida de un hombre estaba en peligro.
—Eso es lo que tú dices. —La voz del clérigo sonaba escéptica.
Arryl se encolerizó un poco al ver que alguien ponía en tela de juicio su palabra, pero se recordó que el sacerdote ignoraba que fuera un Caballero de Solamnia.
—¿Es tuya la espada? —El clérigo señaló el arma tirada en el suelo.
—No voy armado. La espada y la daga son de ellos.
—¿Derrotaste a dos hombres sin arma alguna? —El clérigo estaba sinceramente impresionado. Tremaine se encogió de hombros.
—Soy un Caballero de Solamnia, de la Orden de la Espada. He sido entrenado para combatir con o sin armas. Los dos que me atacaron apenas representaban una amenaza. En manos de novatos, las espadas y las dagas son por lo general más peligrosas para ellos mismos que para los demás.
Los guardias se miraron e intercambiaron comentarios en voz baja. El clérigo les ordenó que se callaran. Arryl reparó en la raya plateada que cruzaba el torso del hombre, igual a la que había visto en la túnica del hermano Gurim y de otros cuantos clérigos desde su llegada. Se preguntó fugazmente qué significado tendría, pero el clérigo atrajo de nuevo su atención.
—¿Cómo te llamas, solámnico?
—Soy Arryl Tremaine.
Bien, Arryl Tremaine, quiero que nos acompañes.
—Discúlpame, hermano, pero me gustaría regresar a mis aposentos. He descuidado el cumplimiento de las oraciones vespertinas.
—Tu dedicación es encomiable, pero esto es asunto de la justicia. Las leyes de Su Reverencia y del gran Paladine han sido quebrantadas. Sin duda comprendes que esto es mucho más importante que dejar de rezar un día, ¿verdad?
Arryl vaciló un momento; luego asintió con un cabeceo. El clérigo tenía razón. Se había transgredido la ley y él era testigo. Sin duda querían que testificara contra aquellos dos.
—Vamos pues, señor caballero —dijo el sacerdote con voz placentera—. Camina a mi lado. No es corriente tener entre nosotros a uno de nuestros hermanos solámnicos.
«No es de extrañar», pensó Arryl para sus adentros. Cuando se marchara de Istar a la mañana siguiente, nunca regresaría.
Los guardias de la ciudad se colocaron de improviso a su alrededor y lo empujaron con brusquedad. Furioso por su comportamiento descarado, el caballero se llevó la mano a la espada, pero entonces recordó que no sólo él no era el prisionero, sino también que su arma estaba en el cuarto de la posada.
Para su sorpresa, los guardias lo condujeron al Templo de Paladine.
—¿Por qué estamos aquí? —Preguntó Tremaine—. Imaginaba que a los criminales se los llevaba al cuartel general de la guardia de la ciudad.
El demacrado clérigo, que todavía no se había presentado, dirigió una mirada a Arryl con la que dio a entender que sólo a un forastero se le ocurriría hacer tal pregunta.
—La guardia de la ciudad es el brazo armado de la justicia. Determinar y velar por la ley es asunto de la Orden de Paladine.
A pesar del derecho que asistía a tal afirmación, el caballero abrigaba sus dudas.
—No me has explicado la razón de haberme traído aquí. ¿He de actuar como testigo?
—Eso habrán de decidirlo los inquisidores.
¿Inquisidores? A Tremaine no le gustaba el cariz que estaba tomando el asunto.
El templo era tan espléndido como todo lo demás en Istar. Inmensas columnas de mármol se encumbraban en el aire. Intrincados frisos en los que se representaban tanto la historia de Istar como la gloria de Paladine decoraban las paredes. Esculturas y otros objetos valiosos se alineaban en los vestíbulos. El templo se había construido mucho tiempo antes de que el actual Príncipe de los Sacerdotes asumiera el poder. Las reformas introducidas desde ese momento eran llamativas y parecían estar fuera de lugar. Sus banderas y bustos estaban por doquier, pero en este lugar la verdadera grandeza de Paladine superaba la de su servidor, como era de justicia.
Unas altas puertas dobles de plata, pura plata, conducían a la cámara donde los inquisidores impartían justicia. Tremaine y los otros esperaron varios minutos y el caballero empezó a impacientarse. De improviso, las puertas se abrieron de par en par. Dos corpulentos acólitos, armados con sendas mazas de aspecto contundente, se situaron a ambos lados de la entrada, guardándola. Uno de ellos hizo un gesto con la cabeza al guía de Arryl.
—Entra.
Los guardias empujaron al caballero, ¡como si él fuera el prisionero! Les dirigió una mirada colérica.
La estancia estaba alumbrada sólo por unas cuantas antorchas, pero aun así la claridad era suficiente para que Arryl observara el entorno. Era sorprendente el contraste existente entre esta cámara y el resto del templo. Daba la impresión de que los constructores se hubiesen olvidado de la estancia una vez que las paredes estuvieron levantadas. Para que no cupiera duda alguna, las familiares banderas y bustos del Príncipe de los Sacerdotes estaban presentes, pero poco más. Él único mobiliario consistía en una mesa y tres sillas, situadas sobre un estrado.
Las puertas se cerraron a sus espaldas.
Tres figuras encapuchadas entraron por una puerta lateral en la que el caballero no había reparado a causa de la mortecina luz. La túnica que vestían era idéntica a las del hermano Gurim y el clérigo que estaba a su lado, con la banda plateada cruzándoles el pecho. Tremaine dedujo ahora el significado de aquel símbolo. Estos clérigos actuaban como guardianes de la justicia en la ciudad del Príncipe los Sacerdotes.
Las capuchas ocultaban los rasgos de los recién llegados, que lomaron asiento en las sillas, de cara al grupo que esperaba. El que estaba en el centro juntó las manos.
—¿Es éste el involucrado en la pelea, hermano Efram? —preguntó.
El acompañante de Arryl salió de la fila de guardias y se situó tres pasos por delante. El caballero intentó seguirlo, pero los soldados formaron un cerrado círculo a su alrededor. Arryl frunció el entrecejo, pero se detuvo, suponiendo que se trataba de alguna clase de protocolo.
El hermano Efram hizo una respetuosa reverencia.
—Éste es —respondió.
El portavoz del triunvirato hizo una seña a alguien que estaba al otro lado de la puerta lateral. Arryl se quedó petrificado al ver que los dos hombres a los que había vapuleado entraban sin escolta. ¡Era a él al que tenían bajo vigilancia!
—¿Es éste el hombre? —les preguntó la figura central.
Asintieron con un cabeceo.
—Podéis marcharos.
Los dos abandonaron la estancia. Los clérigos encapuchados volvieron su atención a Arryl, que estaba cada vez más furioso. Tuvo que recordarse a sí mismo que se encontraba en un templo de Paladine.
—¿Eres Arryl Tremaine, Caballero de Solamnia? —preguntó el clérigo.
—¡Sí, lo soy! —respondió con orgullo.
—Conoces la ley escrita, ¿no es así, señor caballero? —dijo el clérigo del centro, juntando las manos otra vez.
—En efecto. ¿Qué…?
—Entonces, te das cuenta de que la has infringido.
—¿Que yo…? —Arryl se puso tenso. No podía dar crédito a sus oídos—. ¡Soy inocente de cualquier delito! ¿Qué quieres decir con que he infringido la ley?
—Arryl Tremaine —intervino otro de los inquisidores—. Se te acusa de impedir que dos miembros de la guardia de la ciudad cumplieran con su deber. Además, asaltaste y heriste a ambos soldados.
—¡Esto es absurdo! —Replicó Tremaine— ¡Estaban golpeando a un hombre desarmado hasta dejarlo inconsciente! Cuando intervine no se identificaron. ¡Y me atacaron! ¡Me limité a defenderme!
—¿Dónde está ese tercer hombre? —preguntó el mismo clérigo.
—Yo… —Tremaine no tenía respuesta. Su único testigo había desaparecido durante la pelea— ¿Cómo iba a saber que estos hombres eran guardias? ¡Soy inocente! ¡Esto es una locura!
—Ninguno de nosotros está libre de pecado —anunció el clérigo del centro. El tercer inquisidor, que todavía no había hablado, movió la cabeza en señal de asentimiento. El portavoz continuó—: Y tú más que nadie, Caballero de Solamnia, deberías saber que el desconocimiento de la ley no es una excusa válida. Piensa el caos que surgiría si permitiéramos algo así.
Fue como si el mundo dejara de existir para Arryl Tremaine. Lo único que existía eran los tres hombres y su increíble acusación. ¿Qué pasaba allí?
Comprendiendo que atravesaba un momento de desconcierto y debilidad, aprovecharon la ocasión para prenderlo. Dos guardias lo agarraron por los brazos y se los sujetaron a la espalda; le pusieron grilletes en las muñecas, los lobillos y la garganta. Arryl era demasiado orgulloso para presentar resistencia. Contra tantos, habría sido inútil. En menos de un minuto, el caballero estaba encadenado.
—Arryl Tremaine —dijo el inquisidor—, has sido encontrado culpable de crímenes contra las leyes establecidas por el Príncipe de los Sacerdotes de Istar y por el mismo Paladine. Oponerse a esas leyes es oponerse a tu propia fe.
Arryl no dijo nada, aturdido e intentando comprender qué estaba sucediendo.
Por consiguiente, se te sentencia a los Juegos, donde entrenarás y lucharás por alcanzar la libertad… si Paladine te juzga merecedor de la salvación.
¿Los Juegos? Como todo lo demás, incluso la sentencia de Arryl rayaba en lo absurdo, lo inconcebible. Los Juegos eran la propia muerte, unos combates sangrientos, carentes de sentido, que iban contra las leyes de Paladine, recogidas en el Código y la Medida.
—Encerradlo en una celda esta noche y ocupaos de que se lo lleve a la arena mañana a primera hora —ordenó el Inquisidor. El hermano Efram hizo una inclinación de cabeza. Luego, el inquisidor se dirigió a Arryl—. Que el Príncipe de los Sacerdotes vele por tu alma, señor caballero.
Los tres clérigos encapuchados se pusieron de pie. Arryl sacudió de encima las manos de los guardias y se dirigió a la salida mientras lanzaba una mirada funesta a los inquisidores. Su mente registró un rasgo relativo al tercer clérigo, que no había hablado. Arryl intento detenerse para mirar con más detenimiento, pero, a empellones los guardias lo obligaron a reanudar la marcha hacia las puertas.
A pesar de todo, Tremaine estaba seguro de que el tercer inquisidor, y sólo él, llevaba un par de guantes finos y elegantes.
Arryl Tremaine estaba de pie ante los altos muros del estadio contemplándolo con desagrado y desprecio. Hasta su peregrinaje de incógnito a Istar, había considerado los Juegos como una aberración, el punto negro de la sagrada urbe cuya existencia estaba dispuesta a admitir. Ni que decir tiene que jamás se había imaginado a sí mismo en su interior, condenado a luchar por un crimen que no había cometido. Ahora era uno más entre un grupo de hombres hoscos subidos a una carreta que se había detenido frente a la monstruosa construcción de piedra.
El estadio parecía lo bastante espacioso para acoger a todos los ciudadanos de Istar. Desde donde se encontraba, podía ver un trozo de la arena, donde los hombres se mataban unos a otros para divertir a las masas.
En Istar el lugar sagrado por excelencia.
—¡Vamos, bajad, bajad! —ordenó un horrendo enano lleno de cicatrices, que al parecer era el encargado del estadio—. Me llamo Arack. Y este es Raag.
El tal Raag era un ogro. De piel amarillenta y más alto que el espigado Tremaine, tenía un rostro verrugoso que Arryl dudaba que ni siquiera la consabida madre fuera capaz de amar. El ogro era la cosa más monstruosa con que se había topado el guerrero solámnico.
El caballero, con su actitud orgullosa y su alta talla erguida, sobresalía en comparación con la otra media docena de cabizbajos prisioneros, de aspecto rustico y desaliñado La mayoría tenía la expresión vil del criminal reincidente. Sólo dos despertaron el interés de Arryl. Un muchacho vestido con ropas de parches de colores, que evidentemente no tenía ni idea de lo que iba a ser de él, y un semielfo cuyo semblante era el del hombre que sabe que está condenado. Tras estudiar al resto durante el corto y frío trayecto desde su celda hasta este lugar, Arryl dedujo que la mayoría no sobreviviría el tiempo suficiente para ganarse la libertad.
El caballero echó un vistazo en derredor y puso mala cara al ver que el exterior del estadio estaba adornado con el semblante benevolente del Príncipe de los Sacerdotes. De inmediato, acudió a su mente el recuerdo del hermano Gurim.
El hermano Gurim. El clérigo con cara de rata era el responsable de que hubiese sido sentenciado a este lugar; de eso no le cabía la menor duda a Arryl. Una noche en el frío calabozo de la prisión había sido lo bastante larga para que el guerrero solámnico pusiera en tela de juicio la ley y la autoridad por la que había sido juzgado. Había algo raro. Era demasiada coincidencia que el mismo hombre que había hablado con él el día anterior y que le había oído hacer unos comentarios sobre Istar que —Arryl tenía que admitirlo— habían sido imprudentes, fuera uno de los inquisidores de su repentino y demencial juicio.
Máscaras de mármol jalonaban los muros del estadio, y cada rostro contemplaba con esculpida ternura a los hilos espirituales del monarca cuando entraban al recinto los días de los Juegos. A través del portón abierto, Arryl vio los rostros que adornaban la parte interior del estadio. Probablemente el semblante de cada monarca que subía al poder reemplazaba al de su predecesor. Al caballero no le sorprendió comprobar que era escaso el tributo rendido a Paladine.
Una vez más, Tremaine se preguntó si Istar, baluarte por excelencia de Paladine, había olvidado a quién debía rendir culto en realidad.
—¡Tú, el de ahí! —El enano se acercó a él. Para ser un habitante de las colinas, Arack era un tipo sorprendentemente magro, como un pequeño gato. Conocedor de la fortaleza de los de su raza, Arryl se preguntó si lograría vencer al enano en un combate. Uno no se ganaba autoridad en un estadio sin proezas que le respaldaran—, ¿Quién eres tú?
—Soy Arryl Tremaine.
—El caballero. —El enano lo examinó, deteniéndose a cierta distancia para mirar el largo y bien cuidado bigotesolámnico—. Estás en buena forma. El último de los tuyos que vi parecía más un mercader que un luchador. Redondo como un barril.
Raag se echó a reír. Arryl guardó silencio, adivinando que la intención del enano era provocarlo para que luchara.
—Según tengo entendido, vapuleaste a un par de guardias de la ciudad —continuó Arack.
—Hice lo que creía que era correcto. No sabía que fueran guardias —replicó Arryl con severidad. El enano resopló desdeñoso.
—Sí, eso es lo que dicen todos. —Arack se volvió a los demás prisioneros y señaló a Tremaine—. ¿Veis a este hombre? Luchó contra los guardias de la ciudad y derrotó a los dos… ¡y sin otras armas que sus propias manos!
Se produjo un sutil movimiento de separación alrededor del caballero, como si alguien que se hubiese enfrentado a la guardia estuviera mancillado.
—¿Qué arma manejas mejor? —preguntó el enano, volviendo a lo que le interesaba. Sus ojos chispeaban con algún plan. Arryl tuvo la inquietante sensación de que ese plan tenía que ver con él.
—La espada.
—Especifica. ¿Qué tipo de espada?
—Espada ancha. Y la corta. —Tremaine decidió no decirle nada más.
Arack reflexionó con actitud pensativa mientras se rascaba la mejilla.
—Bien. Entonces irás al grupo de Nelk.
—No lucharé. No formaré parte de este ritual bárbaro. ¡Este sitio, estos Juegos, son una afrenta!
—¡Irás al grupo de Nelk, sea lo que sea lo que termines haciendo!
Aquello ponía fin a la discusión, en cuanto a Arack se refería. Se alejó del caballero y se detuvo ante el semielfo, que observaba de reojo al solámnico.
Arryl comprendía que seguir discutiendo ahora sería una pérdida de tiempo. Guardó silencio y enfocó su mente en otros asuntos. Se preguntó qué pensaría maese Brek al ver que no regresaba. Se le ocurrió que quizás el posadero sabía exactamente lo que le había pasado y que tal vez tenía algo que ver en ello.
La pelea… cerca de la posada… No, Arryl no podía creer que alguien fuera capaz de hacer algo tan monstruoso, ni siquiera el hermano Gurim.
«¡Mi armadura!» Arryl estaba horrorizado de que hubiesen pasado tantas horas sin acordarse de la armadura transmitida desde su abuelo.
—¡Maestro Arack! —llamó. El enano le echó una ojeada por encima del hombro.
—¿Qué quieres, señor caballero? —preguntó con sorna.
—¡Mi armadura! ¿Qué ha sido de ella?
—La guardia te la devolverá, si se decide que la lleves en la arena. ¡Y ahora, vuelve a tu sitio!
Entonces, la guardia tenía sus pertenencias. Arryl estaba muy preocupado por la armadura. Los que lo habían visto entrar en Istar vistiendo una armadura completa, tal vez creyeron que era un caballero elegante y rico, pero la verdad era que, aun cuando la Casa Tremaine no estaba en la pobreza, había aprendido a ser frugal, como muchos de los de su clase. Arryl había tenido suerte de que la armadura de su abuelo le hubiese servido llevando a cabo muy pocos arreglos, y también de que llevara el símbolo de la Orden a la que el joven Tremaine había aspirado a pertenecer siempre. En las familias solámnicas se tenía por costumbre guardar una armadura, mientras estuviera en buen uso, hasta que llegara el momento en que otro miembro de la casa pudiera utilizarla por ser de su talla.
Naturalmente, cuando no encajaba, entonces había que encargar una nueva. Algunos caballeros lo preferían, pero Arryl consideraba un honor vestir la que había pertenecido a un honorable antepasado.
Ahora no podía hacer nada al respecto, salvo confiar en que ningún miembro de la guardia encaprichara con ella.
El rostro malicioso de Raag apareció frente a él. El aliento unció del ogro golpeó a Arryl como una bofetada.
—¡Caballero! —Raag esbozó una mueca que dejó al descubierto unos dientes afilados y amarillentos—. Tú venir.
—Llévate también a estos dos —dijo Arack, señalando con el pulgar al semielfo y al muchacho de aspecto desconcertado, que vestía unas ropas amplias y de abigarrados colores que eran habituales en los campesinos de los pueblos del lejano suroeste de Istar. Arryl recordó haber oído que los habitantes de aquella zona tenían unas costumbres muy relajadas en cuanto al culto de los dioses. Incluso se comentaba que veneraban a los dioses de la Neutralidad, a despecho de los esfuerzos del Príncipe de los Sacerdotes por erradicar dicha práctica. El caballero se preguntó qué clase de crimen habría merecido que un simple muchacho, quien no debía de sobrepasar los catorce años, fuera condenado al estadio, y cómo esperaban que un chico torpe y desgarbado tomara parte en los Juegos.
En esta época, los Juegos consistían en combates de verdad y en combates de torneo, con más abundancia de los primeros que de los segundos. La diferencia entre los dos era que los combates «de verdad» significaban por lo general «muerte de verdad» también. Los torneos se celebraban entre gladiadores de extraordinaria destreza, que eran demasiado valiosos para malgastar sus vidas, y la lucha terminaba generalmente cuando uno de los combatientes era desarmado. Ninguno de los prisioneros estaba destinado a formar parte de dichos torneos. Los Juegos en los que Arryl y sus compañeros tenían que participar serían muy, muy reales.
Raag los condujo al interior del estadio y a la arena. El ruido del entrechocar de las armas era casi ensordecedor. Un grupo de luchadores, obviamente gladiadores veteranos, formaban un círculo y animaban con sus gritos a dos combatientes. Los ruidos de la batalla provocaron una sensación excitante en Arryl. Estiró el cuello para atisbar algo. Resultaba evidente por la frecuencia de los golpes que eran dos oponentes que no sólo luchaban con velocidad, sino con destreza.
A despecho del ruido, alguien advirtió la proximidad de Raag. Al parecer, convenía reparar en su presencia antes de convertirse en un obstáculo temporal en su camino.
Los gladiadores abrieron un paso para el ogro que se acercaba. Arryl hizo un rápido examen de los hombres: todos luchadores endurecidos, pero carentes de la gracia y elegancia de un caballero. De no existir el estadio, muchos de ellos habrían acabado como mercenarios o salteadores de caminos. Probablemente más de uno habría sido una o las dos cosas durante el transcurso de su vida.
Raag, brusco como siempre, se volvió hacia Arryl y señaló al combatiente de la izquierda.
—Nelk. Arack dice que luches con Nelk.
Arryl estaba pasmado. Nelk era un elfo.
Un elfo manco. Arryl se preguntó qué clase de elfo haría de la muerte su profesión, y dedujo que debía de ser un elfo oscuro, uno de los desterrados de la sociedad elfa.
Tremaine lo estudió con atención. No parecía diferente de los pocos elfos que el caballero había visto, salvo por una mueca sarcástica de la boca que le afeaba los rasgos elegantes y delicados, como si Nelk —ése no podía ser su verdadero nombre— hubiese visto demasiado mundo y no lo hubiese encontrado de su agrado. Pero manejaba una maza con la habilidad de un maestro solámnico, destreza, por otro lado, necesaria, ya que al elfo le faltaba el antebrazo derecho y por lo tanto no podía utilizar escudo. Su gracia y agilidad innatas también lo ayudaban a compensar su minusvalía física.
El adversario de Nelk era un humano, un hombre delgado de cabello castaño que no sólo tenía apariencia de serpiente, sino que también se movía como tal. Luchaba con espada y Arryl, que sintió una inmediata antipatía por el serpentino individuo, tuvo que admitir de mala gana que era muy diestro en su manejo.
Era un duelo extraño, maza contra espada. Ambos hombres estaban al día en su práctica y resultaba evidente que eran maestros. Observar a los dos expertos luchadores en acción hizo que Arryl olvidara sus preocupaciones. Aunque Nelk tenía sólo un brazo, la maza que manejaba media casi noventa centímetros. Se movía con una rapidez que pocos humanos podían igualar. Su adversario, más pesado, compensaba la carencia de la agilidad elfa utilizando espada y escudo como muy pocos caballeros sabrían hacerlo.
Idas armas chocaban de manera constante, sin darse un respiro. Cada vez que parecía que uno de los combatientes iba a romper las defensas del otro, un contraataque volvía a nivelar las fuerzas.
Entonces, Arryl vio que el humano cometía un error. Al extender demasiado el brazo izquierdo, dejó el costado desprotegido. Era un error leve, pero un maestro como Nelk debería ser capaz de sacar provecho de ello con facilidad.
Sin embargo, Nelk hizo caso omiso. La brecha en la defensa del humano desapareció de inmediato. De nuevo, ambos estuvieron en igualdad.
—¡Detente, Sylverlin! —El elfo retrocedió, sin bajar la guardia.
Su serpentino oponente hizo otro tanto. Los dos hombres se hicieron un saludo y después esbozaron una torva sonrisa. La respiración de Nelk era normal, sin el menor asomo de alteración; su adversario humano parecía estar sólo un poco agitado por el extenuante ejercicio. Arryl aplaudió para sus adentros la destreza de ambos contrincantes.
El elfo se volvió y miró a los recién llegados. El resto de los gladiadores se dispersó mientras Nelk se acercaba para inspeccionar el pequeño grupo que Raag le traía.
—¿Y éstos? —preguntó.
—Orden de Arack —fue todo cuanto comentó el ogro.
—Míos, entonces. —El elfo examinó al trío de prisioneros. Pareció encontrar divertido al chico, y miró con desdén al semielfo. La mayoría de los elfos, incluso los elfos oscuros, consideran a los mestizos como seres inferiores a cualquiera de las dos razas que los ha engrendado. Nelk se detuvo al llegar frente a Arryl—. Veo que eres guerrero.
—Solámnico —indicó Raag.
—Ah. El caballero —dijo Sylverlin, que se acercaba a ellos.
Los dos instructores contemplaron con interés a Tremaine. Éste adoptó una postura más erguida.
—No lucharé en vuestros Juegos —anunció.
—¿Ah, no? —Nelk se encogió de hombros— Lo veremos. Arack te ha puesto bajo mi mando y eso es lo único que cuenta.
—¿Eres demasiado importante para nosotros? —siseó Sylverlin. Incluso su voz era de serpiente.
—Arack espera —gruñó Raag.
Satisfecho de que Nelk tuviera ahora a su cargo a los tres prisioneros, el ogro giró sobre sus talones y se marchó sin decir una palabra más. Nelk lo observó mientras se alejaba, como si evaluara cada uno de sus movimientos.
—Todavía te derrotaría, mi buen amigo —comentó Sylverlin con tono indiferente—. Cuando llega el momento, la cabeza le funciona con rapidez, por no mencionar que su piel es tan dura como un pectoral.
—Conozco muy bien cuáles son mis limitaciones y las suyas, Sylverlin. Más vale que te preocupes por las tuyas. Si hubiésemos estado luchando a muerte, te habría aplastado las costillas después de tu última estratagema.
—¿Te refieres a la brecha que dejé? No era un error, mi buen amigo. —El hombre hizo una burlona reverencia a Arryl y después se marchó en dirección contraria a la tomada por Raag.
—Sabía que no era un error —comentó el elfo con una sonrisa torcida, y en tono lo bastante alto para que lo escuchara el caballero—. ¿Por qué si no iba a pasarlo por alto? —Los ojos rasgados del Nelk se volvieron hacia Arryl—. En cuanto a ti, humano, lucharás. Y lucharás por la sencilla razón de que si no lo haces, morirás. Tú… y otros por tu causa. —Su mirada fue, como por casualidad, al semielfo y al muchacho—. Pero ahora, deberías comer algo, creo. Hoy vas a necesitar de toda tu fuerza. Eso tenlo por seguro. Ve con ellos.
Señaló a varios gladiadores que lanzaban miradas maliciosas a los recién llegados y hacían comentarios groseros sobre «últimas comidas». Arryl se puso tenso y su mano buscó una espada que no pendía a su costado. Nelk se echó a reír y se alejó sin prisa.
El semielfo se acercó a Arryl.
—Nos matarán aquí mismo si causas problemas ahora —Susurró—. ¡Es mejor conservar la vida y esperar una ocasión mejor, humano!
De mala gana, Tremaine se contuvo y empezó a caminar. Las palabras del semielfo tenían sentido, pero se preguntó cuándo se presentaría esa ocasión mejor. Escapar parecía imposible. El estadio estaba bien protegido; había arqueros y centinelas apostados por todas partes.
El semielfo dio un respingo que hizo a Arryl alzar la vista.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—¡El inquisidor mayor se encuentra en las gradas con los maestros del estadio! —Musitó su compañero—. ¡Ruega que no seamos nosotros la causa por la que está aquí! ¡En tal caso, nuestras posibilidades de sobrevivir pasarán de ser escasas a nulas!
Siguiendo la dirección de los ojos del otro prisionero, el caballero divisó a un hombre que había estado presenciando el combate entre Nelk y Sylverlin desde las gradas.
¡El hermano Gurim!
Arryl tropezó y estuvo a punto de irse de bruces. Su mirada se quedó prendida en los ojos de rata del clérigo. Ahora estaba seguro. Había entrado en una pesadilla instigada por el sacerdote de manos enguantadas.
¿Realmente era esto en lo que se había convertido Istar?
Sylverlin condujo a Arryl a la arena después de comer y le entregó una espada. El caballero la tiró a los pies del hombre. Sylverlin le ordenó que la recogiera. Arryl le dijo lo mismo que le había dicho al elfo antes:
—No lucharé.
Tremaine esperaba que lo golpearan o lo torturaran. Sylverlin apretó los puños, como si lo regocijara tal idea.
—Déjalo en paz —ordenó Nelk. Hizo que Arryl se apartara a un lado y llevó al semielfo y al muchacho a un variopinto grupo de desdichados.
Sylverlin frunció el entrecejo, evidentemente decepcionado; no obstante, obedeció a Nelk, aunque le lanzó una mirada enconada que el elfo pasó por alto. La espada quedó tirada a los pies del caballero, como si se tratara de alguna clase de reto. Arryl se cruzó de brazos y permaneció inmóvil el resto de la tarde.
Al final de la jornada, pensó otra vez que lo castigarían. Nelk le ordenó ponerse en la fila con los otros. Eso fue todo. Ni la menor mención de castigo. Sylverlin se unió a Nelk; los dos parecían estar tan ligadas como dos ramas del mismo árbol. Marcharon juntos, como si ahora fueran los mejores amigos.
Durante la cena, el semielfo se sentó al lado de Arryl. Nadie más se puso cerca de ellos. Los otros hombres, tanto los gladiadores veteranos como los recién llegados, no estaban dispuestos a sentarse junto al guerrero solámnico que había luchado con la guardia de la ciudad ni con el semielfo cuyo crimen era el hecho de existir. El único que parecía tener ganas de unirse a ellos era el muchacho campesino, que también estaba solo. Dirigió a ambos una sonrisa nerviosa y tímida, esperando, sin duda, a que lo invitaran a reunirse con ellos. Tremaine iba a hacerle una seña, pero su compañero sacudió la cabeza.
—Me gustaría hablar contigo a solas. Me llamo Balsar Hermano del Sol —dijo el semielfo en voz baja. Era de tez atezada y su herencia mestiza le daba exotismo a sus rasgos. Un suave vello facial testimoniaba que su mitad humana tenía cierta predominancia—. ¿Cuál es tu nombre?
Tremaine vaciló. Aunque Solamnia se había creado basándose en los principios de justicia e igualdad, los mestizos como Balsar Hermano del Sol no eran bien aceptados por la sociedad. Tal vez su propia situación desesperada hizo más tolerante al caballero.
—Soy Arryl Tremaine.
—Al parecer, los dos somos unos proscritos. —Balsar señaló los bancos vacíos a su alrededor—. No pareces la clase de persona que venga a parar aquí. Eres un Caballero de Solamnia, ¿verdad?
—Caballero de la Orden de la Espada.
—Lo suponía. —Balsar echó una ojeada furtiva en derredor, como si temiera que hubiese alguien espiando su conversación—. No tienes que contármelo si no quieres, pero me gustaría saber la razón por la que estás aquí.
—No he cometido ningún delito. Salí en ayuda de un hombre al que estaban dando una paliza. No sabía que esos matones que lo golpeaban fueran de la guardia de la ciudad.
El semielfo esbozó una sonrisa amarga.
—Aquí, eso es delito suficiente, dependiendo de las circunstancias. Cuéntamelo.
Arryl relató lo ocurrido sin omitir nada. Después de veinticuatro horas sin que nadie quisiera escuchar su versión, le resultaba grato encontrar un oyente comprensible. Balsar Hermano del Sol escuchó y a medida que avanzaba el relato su expresión fue tornándose sombría y amargada.
—Qué suerte tengo. Siempre me alió con quienes despiertan la ira de los poderosos. —El semielfo probó su cena e hizo una mueca de asco, pero se lo tragó a pesar de todo. La comida del estadio estaba concebida con el propósito de mantener en forma a los hombres para la lucha; el sabor no era un punto primordial—. Has hecho que los inquisidores se fijen en ti. Peor aún, has despertado la ira del hermano Gurim.
—¿Pero qué le he hecho a ese hombre?
—¿Que qué le has hecho? Puede ser un sinnúmero de cosas. —Balsar hurgó las gachas con el dedo. Cuando lo sacó de la pasta, el agujero que había hecho no se llenó— Lo peor del estadio no es la posibilidad de morir en la arena, sino la comida.
Arryl no sonrió por el comentario. El semielfo se encogió de hombros.
—Hay algo que tienes que entender, Tremaine. En Istar, la iglesia es la ley. Y, entre los clérigos, los inquisidores son la justicia, los que definen los preceptos del Príncipe de los Sacerdotes y cómo afectan a los ciudadanos.
—Ojalá estuvieran tan interesados en los preceptos de Paladine como lo están por los del Príncipe de los Sacerdotes —dijo Arryl con severidad.
Balsar abrió los ojos de par en par y luego movió la cabeza en un gesto de entendimiento.
—Vosotros, los caballeros, sois muy firmes en vuestra fe. Por no mencionar que no andáis remisos a la hora de expresarlo en voz alta. Te has explayado a ese respecto durante los últimos días, ¿verdad?
—¿Y qué, si ha sido así? Estoy en mi derecho…
—En Solamnia, estarías en tu derecho, pero no aquí… —Balsar sacudió la cabeza—. Istar es otro cantar. Un Caballero de Solamnia, uno de los legendarios guerreros de la justicia y el bien, entra en la ciudad santa y descubre que no es tan santa. No me extraña que hayas incurrido en la cólera del hermano Gurim. Para él, eres una amenaza para el orden.
—¿Por expresar mi opinión? —Arryl reparó en que había levantado la voz. Miró alrededor, pero todos los demás ponían un gran empeño en disimular que no lo habían oído—. Soy sólo un hombre. ¿Qué amenaza podría representar?
El semielfo gruñó y empezó a comer las gachas otra vez.
—Has venido a un lugar visitado por muy pocos de los tuyos —susurró—. Y, de inmediato, has empezado a poner en tela de juicio la actuación del clero. Desde hace mucho tiempo, los que rigen Istar ven en las Ordenes Solámnicas a unos rivales que envidian el poder y la riqueza de la iglesia.
Tremaine recordó lo que el hermano Gurim había dicho en la posada: «Rezo porque llegue el día en que vuestra Orden ocupe de nuevo el lugar que le corresponde, como el brazo armado de Su Reverencia…».
—El hermano Gurim puede incluso sospechar que esto es un complot de vuestra hermandad para socavar la autoridad de Su Reverencia. Ello es suficiente por sí solo para ordenar tu ejecución —añadió el semielfo.
Era una idea tan absurda que Arryl no pudo tomarla en serio. Decidió que había llegado el momento de dar otro derrotero a la conversación.
—¿Y tú, Balsar Hermano del Sol? ¿Qué mal has hecho para ser sentenciado a los Juegos?
Tremaine imaginaba un delito común, como un robo, pero el semielfo se encogió de hombros y dijo:
—Soy mestizo.
—Pero eso no es un crimen.
—Bienvenido a Istar, señor caballero. —El semielfo puso de nuevo su atención en las nada apetitosas gachas.
Amaneció otro día. Arryl rehusó coger la espada que Sylverlin le tendía. El gladiador le lanzó pullas, se mofó de él, lo insultó, pero el caballero no se dio por aludido.
Nelk observaba en silencio.
Sylverlin empujó a Tremaine un par de veces, pero sin hacerle daño. El caballero se preguntó qué tramaba Nelk.
Habría sido muy sencillo ejecutarlo, pero al parecer alguien deseaba algo más. Alguien quería que luchara en la arena. Arryl creyó entenderlo. Si cedía, para el inquisidor sería una victoria tan grande como si lo hubiese derrotado y le hubiese dado muerte en combate. Significaría que Gurim había quebrantado la voluntad del caballero, y podría afirmar que era débil.
Arryl estaba decidido a no doblegarse al arbitrio del inquisidor mayor.
Por último, Nelk mandó a Sylverlin que entrenara a otros gladiadores en el manejo de la espada. El hombre de aspecto de serpiente les enseñó cómo simular que golpeaban a un adversario. Ninguno de los gladiadores veteranos quería morir o matar a uno de sus compañeros de manera accidental durante un torneo. Los prisioneros, por supuesto, no tenían opción. Su única esperanza era sobrevivir el tiempo suficiente para ganarse la libertad o recibir la oferta de ocupar un puesto en los combates de torneo.
—Esta actitud no te beneficia en nada, solámnico —dijo Nelk, echando una ojeada a la espada.
—No lucharé. Ejecútame si quieres, pero no actuaré en contra del Código y la Medida combatiendo para divertir a otros.
El elfo se echó a reír.
—¿Te enseñaron a ser tan arrogante en la Orden, o es algo innato en ti? —Arryl rehusó responder. El elfo se acercó más a él y bajó la voz—. ¡Lucharás en los Juegos, caballero! ¡Óyeme bien! Confiaba en que no me obligaras a llegar a esto, pero quiero que sepas que…
—¡Nelk! —Llamó Sylverlin—. ¡Espectadores!
Señaló hacia la derecha con la punta de la espada. El hermano Gurim se encontraba otra vez en las gradas. La capucha ocultaba sus desagradables rasgos, pero Arryl lo j reconoció por los guantes. El clérigo llamó con un ademán a Nelk.
El elfo manco lanzó una mirada larga e intensa al caballero.
—¡Puede que hayas echado a perder tu última oportunidad, estúpido humano! —susurró.
Nelk y Sylverlin fueron a hablar con el hermano Gurim. Apenas se habían alejado cuando Balsar Hermano del Sol y el muchacho, cargados con armamento suficiente para equipar a una legión, se reunieron con el caballero. | El chico esbozó una tímida sonrisa, y Tremaine lo saludó con una leve inclinación de cabeza.
—¿Qué quería de ti el Maldito? —preguntó Balsar.
—¿El Maldito? —repitió Arryl con el entrecejo fruncido.
—No sabes lo que «Nelk» significa en elfo, ¿verdad? No importa. ¿Te amenazó con una paliza?
—No, en absoluto, pero creo que va a pasar algo muy pronto.
—Y tú no harás nada por impedirlo. —El semielfo sacudió la cabeza—. Aceptarás su castigo… o el hacha, si deciden que no merece la pena gastar tiempo contigo. Atiende mis palabras, Tremaine. El hermano Gurim te ha dejado vivir este tiempo por alguna razón. Tiene fama de jugar con sus víctimas.
—¿De verdad es tan malvado? —preguntó el chico con timidez. Era la primera vez que Arryl lo oía hablar—, ¡Pero si es un clérigo!
—Sí, ¿y qué? —instó con rabia Balsar Hermano del Sol.
—No lo asustes sin necesidad —advirtió el caballero.
—¡Tú, mestizo! —Uno de los gladiadores de confianza de Sylverlin golpeó a Balsar en la cabeza—. ¡A los guardias no les gustan las conversaciones en voz baja! Vamos, muévete. ¡Arack contará todas esas armas antes de dejarte salir del almacén!
Balsar Hermano del Sol se tambaleó por el golpe, hizo una mueca y echó a andar, con su joven compañero esforzándose para no quedarse atrás. Tremaine reflexionó acerca de la advertencia del semielfo, pero continuó inmóvil. Podía y debía resistir, fuera cual fuera el castigo que Nelk, o más probablemente Sylverlin, decidiera infligirle.
Arryl miró con fijeza al clérigo, en un intento de lograr fuerza de voluntad que los ojos del hombre se encontraran con los suyos. No obstante, Gurim no volvió la vista hacia él ni una sola vez. El inquisidor sabía que el caballero lo estaba observando y hacía caso omiso de manera deliberada. Arryl sintió crecer su cólera. El clérigo lo estaba incitando, y su estrategia estaba dando resultado.
La conversación entre los gladiadores y el clérigo fue breve, lo que podía ser tanto bueno como malo. Nelk y Sylverlin volvieron a la arena. El hermano Gurim, acompañado por los dos corpulentos acólitos que parecían su sombra, abandonó el estadio. El semblante de Nelk tenía mía estudiada expresión de indiferencia. Sylverlin lanzó a Arryl una sonrisa serpentina.
Nelk no volvió a dirigir la palabra al caballero ese día. Nadie habló con Tremaine ni le pidió que cogiera la espada Era evidente que se había tomado una decisión, y los instructores se limitaban a esperar a que llegara el momento oportuno para llevarla a cabo.
Aquella noche, Arryl Tremaine se puso en paz con Paladine. No esperaba llegar vivo al final del día siguiente.
Arryl estaba convencido de la suerte que le aguardaba cuando se formaron los grupos. El semielfo, el chico y la mayor parte de los gladiadores veteranos fueron enviados al extremo opuesto de la arena a fin de iniciar una serie de combates de prácticas. Nelk, Arryl y un grupo mucho más reducido pero seleccionado, permanecieron en el mismo lugar donde el caballero había estado el día anterior. Nelk aleccionaba al grupo en el modo de utilizar la maza contra una espada. Parecía preocupado. Tremaine dedujo que algo mucho más importante que la instrucción ocupaba la mente del elfo.
Nelk no le prestó atención a Arryl, salvo para decirle dónde debía quedarse. Desde su posición, el caballero podía ver con claridad el palco reservado para las contadas ocasiones en que el Príncipe de los Sacerdotes acudía a los Juegos, pero Balsar le había dicho que otros clérigos de alto rango lo ocupaban con frecuencia.
Por consiguiente, no se sorprendió demasiado cuando el hermano Gurim y sus dos acólitos entraron en el palco un par de horas después de iniciarse los entrenamientos.
El inquisidor mayor se sentó en el centro del reservado y contempló las prácticas con expresión de aburrimiento. Llevaba retirada la capucha y, tal como el día anterior, parecía no prestar la menor atención a Arryl. El clérigo observaba con atención al grupo de Sylverlin.
Nelk ordenó a uno de sus subordinados que lo reemplazara. Sus ojos fueron veloces hacia el hermano Gurim y después a Arryl. El elfo manco, con la maza todavía empuñada, caminó despacio hacia el caballero.
—Traté de advertirte —dijo Nelk en voz baja—. Él sabía desde el principio que no serviría de nada amenazarte con la muerte, pero disfruta con sus propios juegos casi tanto como con los de la arena.
—¿Qué quieres decir? —inquirió Tremaine con brusquedad, seguro de que se trataba de una estratagema.
—De un modo u otro, conseguirá que hagas lo que quiere, sin que importe cuántas vidas cueste. —Su mirada fue hacia Sylverlin.
Arryl lo entendió y el miedo le atenazó el corazón. Observó al numeroso grupo situado al otro extremo de la arena. Los gladiadores se apiñaban en torno a un cuerpo tendido en el suelo.
—A veces, algunos no logran llegar a los Juegos —dijo Nelk.
«¡El chico!», fue el primer pensamiento de Arryl.
—¡Bendito sea Paladine! —El caballero intentó echar a correr, pero el elfo le puso la zancadilla.
Cuando Arryl trató de incorporarse, Nelk apoyó contra su garganta el extremo ganchudo y dentado de su maza.
—Ya es demasiado tarde, señor caballero. Lo era incluso cuando empecé a hablar. —Nelk retrocedió un paso y permitió que Arryl se levantara. Varios gladiadores del grupo de Sylverlin se dirigían hacia ellos, llevando una forma inerme.
—Se ha producido otro accidente de prácticas —gritó Sylverlin con voz jovial.
La víctima no era, en contra de los temores de Arryl, el muchacho.
—Balsar Hermano del Sol —musitó el caballero. Una lona desgastada y sucia cubría en parte el cuerpo del semielfo, pero la sangre ya empezaba a empaparla. Arryl dedujo que Balsar había muerto de manera instantánea.
—¿Qué ocurrió? —preguntó Nelk.
¿Qué es lo que ocurre siempre? —Replicó el gladiador que iba a la cabeza, un hombretón grande como un oso, con el rostro y los brazos llenos de cicatrices—. ¡Se arrojó prácticamente sobre la espada! ¡Se le advirtió del peligro de moverse así, pero no hizo caso! El maestro Sylverlin no pudo evitar traspasarlo de parte a parte —añadió el gigantón, por si acaso.
¡Sylverlin!
Como por casualidad, la punta de la maza de Nelk se posó sobre el hombro de Arryl. El caballero captó la indirecta y observó con impotente furia cómo los gladiadores sacaban el cadáver de la arena. Los ojos de Tremaine fueron hacia el asiento del inquisidor mayor. Por primera vez, el hermano Gurim le devolvió la mirada.
—Los accidentes pueden ocurrir en cualquier momento —comentó Nelk con tono despreocupado—. Sobre todo a los que no están acostumbrados al manejo de armas. Por ejemplo, ese chico…
Tremaine se volvió hacia el elfo bruscamente.
—¡No harías tal atrocidad!
—El sí —contestó Nelk, mientras señalaba al hermano Gurim—, ¿Serás capaz de cruzarte de brazos mientras otros mueren por tu obstinación?
El Código y la Medida de los caballeros decía lo contrario. Permitir que otros murieran en su lugar sería equivalente a un comportamiento cobarde.
—El chico puede salvarse —dijo Nelk con suavidad—. Es a ti a quien quiere el hermano Gurim, no a él.
Sí, para demostrar que un clérigo podía hacer que un Caballero de Solamnia cediera a sus principios. Para hacer que un caballero se doblegara a la voluntad del clérigo. El semblante del hermano Gurim era impasible, pero no sus ojos. El inquisidor ordenaría la muerte del muchacho si Arryl rechazaba sus exigencias. Arryl se volvió hacia Nelk.
—¿Qué le ocurrirá al chico? —preguntó.
—Se descubrirá que ha habido un error. Debería haber sido enviado a trabajar limpiando los suelos del templo durante un mes a fin de cumplir su sentencia. Estas equivocaciones ocurren a veces. —Nelk se encogió de hombros—. Hay ocasiones en que tales fallos se rectifican, y otras no.
«¡La sagrada Istar!», pensó Arryl con amargura. No tenía opción. El Código y la Medida exigían que protegiera a los inocentes de cualquier daño.
—Acepto, siempre y cuando tú personalmente me garantices la vida del muchacho.
—Empeño mi palabra en ello. Tú no has tratado con las excentricidades del inquisidor como lo he hecho yo, Estará satisfecho de perdonar la vida del chico, aunque sólo sea para demostrar lo benévolo que es.
Cosa extraña, en los ojos del elfo se advertía alivio, noto el caballero. Nelk levantó la maza de su hombro y, dándole media vuelta, apoyó la punta en la tierra.
Aquel gesto era una señal, la señal de la derrota de Arryl.
En el momento en que la maza tocó el suelo, el inquisidor se incorporó y abandonó el estadio. No se demoró, no lanzó una última ojeada. El hermano Gurim había visto a su adversario doblar la rodilla y eso era todo cuanto quería. Por ahora. El elfo manco sonrió.
—Recoge tu espada y únete a nosotros. Quiero ver qué puedes hacer con un arma.
Tremaine se agachó y aferró la espada que le habían ofrecido día tras día. «Sí, veréis lo que soy capaz de hacer con un arma», juró para sus adentros. Se había visto obligado a tomar esta decisión, pero, ahora que lo había hecho, no tenía intención de retroceder. Los gladiadores comprobarían qué significaba enfrentarse a un verdadero caballero.
El hermano Gurim vería lo que significaba en realidad ser un Caballero de Solamnia.
Nelk se aseguró de que Arryl estuviera presente cuantío la guardia de la ciudad se llevó al muchacho del estadio Le llevó un buen rato a uno de los guardias explicar a encolerizado Arack que se había cometido una equivocación. Evidentemente, al enano no le gustaban los errores. Descargó su furia en el desdichado comandante de los soldados con unas palabras tan demoledoras como sus puños. Tremaine comprendió que la ira de Arack era verdadera. Ello contribuyó a convencer al caballero de que el chico recibiría sin duda un castigo más leve.
—Te di mi palabra —dijo Nelk.
Fue ese mismo día, poco después del traslado del muchacho, cuando el maestro instructor de espada lanzó su reto al caballero. Observó el combate de entrenamiento el elfo y Arryl con avidez y envidia. No los interrumpió, sino que aguardó paciente a pocos pasos. Por fin Nelk hizo un alto.
—¿Qué quieres, Sylverlin?
La punta la espada del serpentino humano señaló al caballero.
—A él. Necesito comprobar si estará listo para los Juegos. —Arryl adelantó un paso, todavía acalorado por la muerte del semielfo, Nelk se apresuró a interponerse entre los ***.
—Lo estará. Yo me ocupo de ello.
—¿Tú? —Sylverlin frunció el entrecejo—. Te equivocas, amigo Nelk. Este pertenece a mi grupo.
—Eres tú quien se equivoca, amigo Sylverlin.
El humano miró de soslayo al cauteloso caballero.
—Qué pena —dijo, mientras se encogía de hombros—. Confiaba en que nuestras espadas se cruzaran. No tendré esa suerte. Habrás muerto antes de que se me presente la ocasión.
Arryl iba replicar, pero Nelk fue más rápido. Hizo girar su maza y apartó a un lado el arma del espadachín.
—No desees el mal para otros, Sylverlin. Los dioses tienen la costumbre de volver esos deseos en contra de quien los formula.
El serpentino guerrero se echó a reír, hizo una burlona reverencia al caballero y se alejó sin pronunciar otra palabra. Arryl apenas podía reprimir el deseo de cargar contra él.
—Te tiene entre ceja y ceja. Esto lo cambia todo —masculló el elfo.
Tremaine estudió los rasgos de Nelk, y tuvo un mal presagio al reparar en la expresión sombría de su compañero.
—¿A qué te refieres?
—Sylverlin nunca ha demostrado interés por aquellos a los que elijo para luchar conmigo. Pero tú, caballero, eres algo especial para él. Odia y siempre ha odiado a los tuyos. Mató muy deprisa al último caballero. Algunos comentan que es uno de los vuestros, expulsado de la Orden. ¿Quién sabe? El único hombre con quien ansia combatir más que contigo, soy yo, y eso le está prohibido. Sylverlin nunca discute las órdenes del hermano Gurim.
Arryl estaba sorprendido.
—¿Voy a luchar contigo en la arena?
—¡Tienes que luchar conmigo, humano! —Nelk hizo una pausa y después añadió en un susurro—: No podía salvar al semielfo, pero quizás esté en mi mano salvarte a ti, Caballero de Solamnia.
Al principio, Arryl pensó que no había oído bien. Nelk hizo un gesto con la cabeza apenas perceptible.
—Puedo salvarte de la arena, Arryl Tremaine, al igual que he salvado a otros. No sería el primero.
Tremaine había soportado suficientes traiciones. Se apartó del elfo.
—¡No caeré en más trampas tendidas por el hermano Gurim! Entrégame a Sylverlin. ¡Al menos, él no pretende ser distinto de cómo es en realidad! ¡Tiene una deuda pendiente conmigo por la muerte de Balsar Hermano del Sol!
—¡No es ninguna trampa! ¡He salvado a otros y, si hubiese estado en mi mano, habría salvado incluso al mestizo! ¡Escúchame bien, pues dudo que tengamos mucho tiempo más para hablar! Hay un modo de que escapes de la arena y de Istar. ¡Pero para que tenga éxito has de confiar plenamente en mí!
—¿Por qué habría de hacerlo? —dijo Arryl con sorna.
Nelk tiró la maza y agarró la espada del caballero por el cortante filo de la hoja.
—¿Estás loco? —Arryl apartó con premura el arma, pero la sangre manaba ya de la herida abierta en la palma del elfo.
—Observa —instó Nelk. Cerró los ojos y musito algo. Arryl sintió una vibración en el aire.
¡La herida del elfo empezó a curarse! Despacio al principio y después con incrementada rapidez, el profundo corte se cerró. Se formó una costra a lo largo de la herida, la cual también desapareció un segundo después. En un visto y no visto, todo cuanto quedo del corte fue una fina cicatriz; aun así, Nelk no había terminado todavía. Incluso la cicatriz se desvaneció, y la sangre que le manchaba la palma fue la única evidencia de la herida que se había infligido a sí mismo. Nelk se limpió la mano en la camisa.
—¡Eres un clérigo de Mishakal! —susurró Arryl, boquiabierto.
—Sirvo a la diosa, sí.
—Pero… el brazo que te falta…
—Decidí no curarme a fin de ocultar el hecho de que la diosa favorece todavía a aquellos que le son devotos. Si hicieras que el hermano Gurim se autolesionase para comprobar si es capaz de sanarse, descubrirías que el inquisidor carece de la fe necesaria, o quizá sea su dios quien no tenía fe en él. —El elfo contempló con fijeza a su compañero—. ¿Me harás caso ahora? ¿Creerás en mí?
Tremaine bajó la espada.
—Si creyera que mi sentencia es justa, no te prestaría oídos. Pero en Istar no hay justicia. —Sacudió la cabeza—. Muy poca fe, aparte de la tuya. ¿Qué tengo que hacer?
—Sylverlin está ansioso por luchar contigo, pero he conseguido que se me conceda el derecho a enfrentarme a ti en la arena. Cuando empiece el combate abierto, debemos asegurarnos de que Sylverlin no se interpone entre nosotros. La lucha tiene que ser entre mi maza y tu espada. —Nelk sacudió la cabeza—. Hasta ahora, siempre he confiado en mí destreza, sin descubrir mis planes a aquellos a los que rescaté, por temor a que sintieran miedo y acabaran por traicionarme tanto a mí como a ellos mismos. Pero la situación con Sylverlin, y también tu valía como guerrero, han hecho necesario este cambio. Ahora me encuentro con que soy yo quien debe confiar en ti, caballero.
—¿Y qué pasa con Sylverlin? ¡No puede quedar sin castigo por lo que hizo!
—Deja al maestro de espada a mi cuidado. Se acerca el momento en que se producirá un choque entre él y yo. Puede llamarme amigo, pero no existe el menor afecto entre nosotros. Tal vez desees ahora su muerte, caballero, pero ten la seguridad de que tengo mayores y más importantes razones que tú para vengarme de él. Lo que debe importarnos más en este momento es asegurarnos de que sólo nosotros dos, y nadie más, nos enfrentamos en los Juegos. No debemos permitir que nadie se interponga entre ambos.
Arryl no estaba todavía conforme con dejar a Sylverlin en manos del elfo, pero Nelk era un clérigo…, un verdadero clérigo.
—Acataré tu decisión, pero dime: ¿por qué te arriesgas en este lugar? ¿Por qué lo haces?
El elfo reflexionó antes de responder al caballero.
—Porque hay que mantener el equilibrio… E Istar amenaza con incurrir en el error de inclinar la balanza demasiado hacia un lado.
—Está bien. Explícame tu plan. ¿Qué ocurrirá cuando nos enfrentemos en combate?
Nelk dio unos golpecitos en el pecho del caballero con el extremo de su maza.
—En ese momento, mientras la multitud y el hermano Gurim presencian la lucha, te mataré, señor caballero.
¡Qué ansiedad de contemplar sangre!
El día de los Juegos llegó pronto, aunque no tan pronto como Arryl hubiese deseado. El caballero se encontraba entre las filas de gladiadores que aguardaban impacientes; sus ojos recorrieron el estadio abarrotado. Istar parecía estar hoy especialmente ansiosa de ver correr sangre. Tremaine había oído rumores de que él era la atracción principal. Se había corrido la voz de que había un Caballero de Solamnia entre los combatientes. A pesar de que su armadura seguía en poder de la guardia de la ciudad, no le cabía la menor duda de que la mayor parte de la muchedumbre lo había identificado entre los demás.
Frente a él se hallaban Nelk… y Sylverlin.
El palco del Príncipe de los Sacerdotes estaba abarrotado, pero, como era habitual, el sagrado monarca no se encontraba presente. El reservado acogía a un grupo de hombres ataviados con idénticas túnicas blancas y plateadas. Sentado en el centro, estaba el único que llevaba guantes: el hermano Gurim. Arryl no distinguía bien sus rasgos, pero supuso que el inquisidor mayor estaba sonriente. Para Gurim, todo marchaba a la perfección. Ese día marcaría un nuevo triunfo.
Arryl deseó arrastrar al falso clérigo a la arena y gritarle la verdad.
La parte del torneo ya había terminado. Sólo restaba el ilusivo combate final. Un combate sin normas en el que un hombre sólo podía confiar en sobrevivir hasta el límite de tiempo. Arryl oyó a algunos prisioneros maquinando desesperadamente para quedarse detrás, lejos del resto de los combatientes. Sus planes se vinieron abajo cuando Arack les informó que la irresolución no salvaría la vida a ninguno de los presentes. Los arqueros, situados en lo alto de las gradas, tenían orden de disparar contra cualquier gladiador que rehuyera la batalla. Los prisioneros tenían que luchar. Mientras lo hicieran, tenían una oportunidad. Arack puso énfasis en esto último, y los prisioneros se mostraron más esperanzados.
Arryl podría haberles dicho la verdad. Estaban condenados. La mayoría eran inexpertos luchadores, a pesar de los días de entrenamiento. Habían aprendido lo suficiente para tirar tajos y cuchilladas, pero los luchadores expertos eran pocos y estaban muy distanciados entre sí. Los maestros de los Juegos no querían que sus gladiadores escogidos murieran.
Arryl sabía lo que ocurriría, pues Nelk lo había puesto al corriente. Los luchadores expertos estaban identificados por los veteranos. Dos, incluso tres, combatirían con ellos, en tanto que el resto caería sobre los otros prisioneros. Daría la impresión de ser una lucha nivelada, pero la experiencia y la brutal destreza de los gladiadores cambiarían las tornas a su favor casi de inmediato. La multitud aclamaría, ya que la mayoría de sus favoritos vencería y nadie pensaría en los muertos, que, al fin y a la postre, eran criminales convictos.
Sylverlin sonreía expectante. Nelk miraba a Tremaine con una expresión casi indiferente. Iba armado con una maza de cadena de aspecto siniestro que le daba un alcance que casi duplicaba el de su otra arma. Tremaine estaba algo desconcertado por el cambio e intentó no pensar en lo que podría hacerle un golpe accidental. Para defenderse contaba con un escudo oxidado, su espada y su destreza.
Los cuernos emitieron su toque a muerto. Los gladiadores cargaron contra sus oponentes preestablecidos. Todos evitaron al caballero, enterados de que le estaba reservado a Nelk. Todos, salvo Sylverlin, que echó a correr en pos del elfo. Tremaine lanzó un grito de advertencia.
Nelk giró sobre sus talones. Sylverlin pasó a su lado como una centella, con la espada enarbolada.
—¡Eres mío, caballero! —siseó Sylverlin.
Tremaine hizo un movimiento en su dirección.
Nelk corrió hacia ellos, como si planeara unirse a Sylverlin en la lucha contra Arryl. La bola cubierta de pinchos de la maza del elfo se balanceó atrás y adelante, como un horrendo péndulo, y arañó la pierna de Sylverlin.
El maestro de espada aulló de dolor y cayó hecho un ovillo al suelo, ahora ensangrentado, de la arena.
—La diosa ha bendecido mi maza —dijo Nelk, sonriendo a Arryl, al tiempo que arremetía contra él y trazaba un arco mortífero con el arma.
El elfo manco se movía con más rapidez de lo que había imaginado el solámnico y lo golpeó con una precisión letal. Si no hubiera sido por la confianza que tenía en él, Arryl habría sospechado que Nelk trataba de matarlo de verdad.
Tremaine alzó su espada y arremetió, manteniendo a raya al otro, como habían planeado. Nelk hizo un gesto con la cabeza y, aprovechando que estaba de espaldas a la muchedumbre, le guiñó un ojo al caballero. Los dos giraron uno en torno al otro, amagando golpes, pero, en opinión de los espectadores, eran demasiado expertos para caer en semejantes artimañas. La multitud vitoreó.
De repente, como salido de la nada, Sylverlin apareció en escena. Se encaminó hacia Nelk con la espada enarbolada, dispuesto a ensartar al elfo por la espalda.
No había tiempo para advertir a Nelk, y en cualquier caso tampoco lo oiría. El caballero arremetió hacia adelante. Nelk reaccionó a su ataque apartándose hacia un lado, sin haberse percatado todavía del verdadero peligro. El golpe de Sylverlin alcanzó al elfo en el hombro, pero el movimiento de Nelk dejó al gladiador humano a descubierto ante Tremaine.
El acero del caballero se hundió hasta la empuñadura en el estómago de Sylverlin. Arryl sacó la espada de un lirón. El gladiador se desplomó despacio al suelo.
Arryl sintió un ruido metálico a sus espaldas. Con un Resto maquinal, empezó a volverse, luchando contra el impulso de retroceder. Éste era el plan de Nelk.
Una gruesa cadena se enrolló en torno a su cuello. Arryl Simulo debatirse para librarse del cerco, y entonces cayó en la cuenta de que Nelk no fingía, que intentaba matarlo de verdad.
La multitud había cesado de gritar y contenía el alíento, excitada.
—¡Sylverlin era para mí! —gritó el elfo en voz alta, y apreto aún más la cadena.
«De nuevo mi confianza ha sido traicionada… y esta vez será fatal», pensó Tremaine.
Intentó levantar la espada y alcanzar con ella al elfo, pero carecía de las fuerzas necesarias. El arma escapó de sus dedos inertes. Trató de hablar, de maldecir a Nelk, de suplicar. De sus labios sólo salió un patético sonido ahogado. El moribundo caballero vio la figura blanca y plateada del inquisidor mayor incorporarse por la excitación.
La cadena aplastó la tráquea de Arryl. El dolor fue espantoso. Luchó por respirar, pero se ahogó en su propia sangre. Se le doblaron las piernas, y habría caído al suelo si la cruel cadena no lo hubiera sujetado de pie. Vio las gradas y después el cielo; se desplomó. Un fuego abrasador le quemó los ojos, los pulmones, el cerebro. Cuando las llamas se apagaron, todo fue oscuridad.
—Confía en mí —susurró una voz… y se echó a reír.
Cuando Arryl despertó, comprendió dos cosas.
La primera, que, a despecho de saber que había expirado, no estaba muerto.
La segunda, que estaba tendido boca arriba en un campo que debía de hallarse lejos del estadio, ya que no oía los gritos de la muchedumbre ni veía los altos muros del recinto.
Mareado y confuso, se llevó la mano a la garganta con un gesto maquinal al tiempo que se sentaba. Estaba bien, ileso, sin el menor rastro de heridas. Como había ocurrido con la mano del elfo…
Al mirar en derredor, Arryl vio a Nelk encaramado a lomos de un caballo negro. Sujetaba las riendas del corcel del propio caballero. La armadura, la apreciada armadura de su abuelo, relucía con la luz del sol, empaquetada con cuidado y atada con correas a un caballo de carga.
—La experiencia de la muerte debe de haber sido peor para ti que para los otros que hice volver a la vida. Llegué a dudar de que consiguieras despertar.
¡Volver a la vida! El caballero se puso de pie y miró con gesto ceñudo al divertido elfo.
—¿Qué quieres decir con «volver a la vida»? ¡Me mataste!
—Sí. Y después te traje de vuelta. Es uno de mis poderes como clérigo verdadero.
—¡No eres un clérigo de Mishakal! —El caballero recordó sus últimos pensamientos—. ¡Me dijiste que eras servidor de la diosa!
—¡Ah! Nunca me preguntaste de qué diosa —dijo Nelk con astucia.
Arryl se llevó la mano a la espada y al punto descubrió que el arma no pendía de su costado. Nelk alzó la espada y la funda.
—Fuiste tú quien decidió que era seguidor de la diosa del Bien, no yo. No soy clérigo de Mishakal, cierto. Soy servidor de Kinthalas, a quien vosotros llamáis Sargonnas.
¡Sargonnas! El consorte de la Reina de la Oscuridad, Takhisis.
—¿Por qué me trajiste de vuelta a la vida? —Inquirió Tremaine con desconfianza—. ¿Por qué? ¿Con qué propósito?
Nelk consideró el asunto.
—Lo que te conté en el estadio es verdad, caballero. Existe un equilibrio que hay que mantener, aunque he de admitir que a Su Oscura Majestad le gustaría que se inclinara a su favor. Hago cuanto está en mi mano por ayudar a aquellos que creo que contribuirán a la causa. Todos cuantos he rescatado están en deuda con mi Señora, aunque no se den cuenta de ello.
—¿Y esperas que te lo agradezca? —preguntó con sequedad Arryl.
—Yo no espero nada. Encuentro divertida la idea de que un Caballero de Solamnia, encarcelado y condenado por la Orden de Paladine, le deba la vida a un servidor de la eterna adversaria de su dios.
Tremaine no podía negar lo que decía el elfo, pero no estaba dispuesto a que Sargonnas ni Takhisis poseyeran el alma de un caballero. Antes moriría… otra vez.
—¡No soy tu esclavo, elfo oscuro! Dame mi espada y lucharemos. Esta vez, limpiamente.
—Te devolveré la espada, señor caballero; y el resto de tus pertenencias, que tuve que ingeniármelas para conseguir. En cuanto al combate, tal vez sea ése el destino que el futuro nos guarda, pero no en este momento. No lucharé contigo. Y no creo que me ataques sin haber un desafío.
Nelk arrojó la espada al caballero. Tremaine recogió el *** enfundada, pero no la desenvainó.
—Por si le sirve de alivio a tu conciencia, te diré que ínula te ata ni te obliga a mí. Puedes seguir tu camino, libre de nuevo, pero quizá con un poco más de comprensión del mundo. —Nelk sonrió—. Tienes mi palabra.
—¿Y ahora, qué pasa? ¿Dónde estoy? —preguntó Arryl con gesto severo.
Lo que más deseaba en ese momento era regresar al alcázar de la Orden y recapacitar. Había habido un tiempo en que el mundo era blanco y negro, pero ahora se había tornado confuso, con demasiados matices grises.
—Nos encontramos a una jornada de cabalgada al noroeste de Istar, en un lugar seguro, aunque no deberíamos retrasar mucho la partida. Tú tienes que ponerte en camino y yo he de regresar…
—¿Regresar a Istar? ¿A los Juegos?
—Por supuesto. Me dieron permiso para llevar el cadáver de Sylverlin a sus familiares —dijo Nelk con gesto sombrío—. Eran unos chacales. Disfrutaron al ver su despojos. Me hiciste ese favor, caballero. Sylverlin había descubierto mi secreto y me amenazó con descubrirme. Ahora está muerto y mi secreto a salvo… durante un tiempo. Sólo tú sabes que soy un clérigo, y dudo que estés dispuesto a informar al hermano Gurim, ¿verdad?
Tremaine guardó silencio. Nelk asintió con un cabeceo.
—Lo suponía. Puede que Gurim o Arack o cualquier otro descubran que he estado salvando vidas, pero, hasta entonces, seguiré sirviendo a la diosa. Habrá otros como tú. Los inquisidores son unas personas muy ocupadas. —El elfo sonrió, y el gesto le dio una apariencia muy semejante a la de Sylverlin—. Si te encuentras lo bastante fuerte para cabalgar, te recomiendo que te pongas en marcha. Más vale no correr riesgos innecesarios.
—Rehúso darte las gracias.
—He hecho lo que debía. —Nelk aguardó a que Tremaine hubiera montado antes de añadir—: Te recomendaría que no te pusieras tu armadura hasta que te encuentres lejos de Istar.
—Comprendo…
Nelk cogió con firmeza las riendas de su caballo.
—Que la bendición de Kinthalas y Chis lev sea contigo.
El solámnico alzó la vista al oír pronunciar el segundo nombre. Chislev era una deidad neutral que sentía predilección por la raza elfa. Era la encarnación de la naturaleza, de la vida en los bosques. Los ojos del Nelk se encontraron con los del caballero.
—Sí, no negaré que mi propia sangre, por muy oscura que sea, puede ser en parte responsable de este deseo de mantener el equilibrio de la vida.
El clérigo hizo que su caballo volviera grupas y se dispuso a marchar. No obstante, Arryl sentía la necesidad de aferrarse a algo sólido, algo que explicara lo inexplicable.
—Aguarda, Nelk. Necesito saber… Balsar me dijo… Nelk no es tu nombre, ¿verdad?
—No, señor caballero. —La voz del elfo dejó entrever un tono amargo. Detuvo a su caballo—. Ese me lo impusieron cuando fui desterrado. No tiene una traducción exacta, pero en esencia significa «impío, carente de fe». Para mi pueblo, ese nombre fue el peor castigo que pudieron infligirme.
—¿Cómo pudieron…?
—Según sus creencias, siempre fui un traidor de la tradición. Aun cuando adoraba a los dioses, no lo hacía del modo que los elfos consideran apropiado. En ese aspecto, mi gente se parece más a los clérigos de Istar de lo que está dispuesto a admitir. —El elfo alzó la mano en un gesto de despedida… y de bendición—. Que tus propias creencias se mantengan firmes, Caballero de la Espada. Pero ojalá que no te hagan ciego a la verdad.
Arryl Tremaine permaneció inmóvil en el mismo sitio hasta que Nelk desapareció tras una colina cercana. El caballero todavía no sabía a qué atenerse con el elfo, que era y no era todo cuanto Arryl había esperado de un servidor de la Reina de la Oscuridad.
Para su sorpresa, llegó a la conclusión de que, en medio de tanta corrupción y locura que había visto en la ciudad sagrada, su fe seguía firme… y ello gracias a un elfo oscuro. Todavía no alcanzaba a comprender cómo. Y quizá nunca lo entendería. Pero Nelk tenía razón. De ahora en adelante, Arryl defendería sus creencias y lucharía contra la injusticia… donde quiera que la encontrara.
—Que Paladine también te guarde, Nelk —dijo, mientras montaba en su caballo—. Tenías razón. Volveremos a encontrarnos.
Pues tenía la intención de regresar, algún día, a Istar. La sagrada Istar.