Seis cantos por el Templo de Istar

Michael Williams

De acuerdo con la leyenda, el autor de estos cantos es el desconocido bardo silvanesti Astralas, nacido en la época de la proclamación del Manifiesto de la Virtud. Sobrepasados los cien años de edad cuando inició su viaje, el profeta elfo embarcó rumbo a Istar poco después de entrar en vigor el Edicto del Control del Pensamiento y regresó con una serie de confusas y turbadoras visiones de un inminente desastre. Desapareció en circunstancias misteriosas aproximadamente en el tiempo del Cataclismo; algunos dicen que fue destruido por las sacerdotisas elfas de Istar, en cumplimiento del edicto. Otros afirman que, durante los días de pesadilla y caos que siguieron al Cataclismo, Astralas viajó por los bosques de Ansalon, recitando sin descanso estos cantos. El quinto de estos poemas, la reseña de las propias visiones, aparece en más de cien versiones orales por todo el continente. No obstante, ésta es la única versión manuscrita conocida.

Quivalen Sath

Custodio de los Archivos Poéticos

de Qualinesti

I

Astralas, llamado al canto

Por el dios flautista

Branchala de las hojas,

llamado cuando yo rondaba

por los bosques de Silvanost,

dos mil quinientos años

desde la firma de pergaminos,

desde el descanso de las armas.

Oh, cuando el dios me llamó,

las lunas gemelas cruzaron

sobre la proa de mi barco,

y el océano se tiñó de rojo y plata,

luz envolvente

sobre luz inarticulada

precipitándose de la oscuridad establecida,

esperando mi canción.

Oh, cuando el dios me llamó,

éste fue mi canto,

mi profecía apremiada

por un viento divino.

II

El lenguaje del viento

es único,

pronunciado con el movimiento

de la nube y el agua,

articulado con el susurro de las hojas

en la breve pausa

entre la espera y el recuerdo,

acechante, esquivo como la luz y la promesa.

El lenguaje del viento

es el año que se desvanece

preservado en recuerdos,

anhelando siempre

una estación en que el corazón

pudo haber estado en su salvaje unción.

Y el viento es siempre el latido de tu corazón,

palpitando remoto

como las impasibles estrellas,

y se mueve desde la llegada a la partida,

dejándote sólo una canción:

Oh, ése era el lenguaje el viento

dices, ¿qué significado guarda

para las hojas y el agua?,

Y siempre, ¿qué significa?

Así me encontró la primera vez

en las riberas del Thon-Thalas

en el confín del río,

tras los ministerios

de tintero y tutoría,

tras la malograda herencia de días,

cuando las largas ideas se esconden en madrigueras

y la infancia baila

en las lagunas de la memoria,

perdiendo su entidad en la danza.

Yo recordaba demasiado,

ineficaz para espada y escudo,

para libro de hechizos y luna,

para altar e incienso,

para gramática arcana de las aves

y alambique de las estaciones.

el río diciéndome siempre,

diciéndome:

Ven, Astralas, ven a las aguas;

soy el último hogar, decía,

el refugio de los sueños

y el sueño de la razón.

Entra en la corriente, Astralas.

Te llevaré más allá de tus fracasos.

Entra en la corriente y abre los brazos

mientras saltas al torbellino de su curso,

al movimiento, a la luz en el agua,

al agua misma, extasiado y perdido

mientras el mundo entero se desvanece.

Y el río hablaba siempre así,

siempre la oscura corriente

arrullando al corazón y la mente

en ese curso a la deriva

donde las naciones cambian

tras de ti y se desvanecen,

y piensas que han desaparecido

en la necesidad de los ríos,

en las almenas de los bosques,

de modo que, si regresas

para retomar tu camino,

te pierdes en el laberinto

de hojas y de inevitable corriente,

de proa a popa,

de naciones perdiéndose siempre en la distancia.

Así hablaba el río,

y secretamente yo escuchaba atento,

suspendido en oscuridad,

en la rendición del corazón.

Una barca para la travesía

empecé a fabricar,

pieles desolladas en pozos de cal,

selladas con sebo

y cosidas por la fibra del lino

a medida que la lezna y la aguja

pasan a través y por encima

del flexible esqueleto de madera;

las velas se hincharon

con vientos carnívoros,

y en ignorancia, en sumisión,

la barca bogó sin timón,

botada en corrientes insensibles,

llevada hacia el sur

donde el Courrain esconde

el borde del mundo.

llevado hacia el sur

yací sobre cubierta,

y la barca fue una cuna, el lecho de una novia,

un catafalco gris arrastrado hacia la noche;

fue vino fuerte y pócima,

sueño más allá de la memoria

y más allá de la recuperación,

y, mientras yacía

en el entramado venoso de drizas,

decidí no volver a levantarme.

Y el día de mi muerte

fue el de mi embarque.

III

Hay algo

en el navegar sin timón,

abandonando la esperanza

como la cáscara inútil del deseo,

arquitecturas de barca y cuerpo

que se funden con el agua

y el viento que aligera de cargas.

En el sur, las velas hinchadas con palabras,

y la barca alzó el vuelo

sobre el rechazo de las aguas.

El viento habló quedo

bajo el latir de las velas:

Ven, Astralas, cabalga hasta la profecía;

soy el aliento de un dios,

decía el viento,

la fuente de los sueños

y el sutil entramado del razonamiento.

Astralas, abre tus brazos;

Pasaré entre tus dedos

como luz descompuesta,

como una visión del entrecejo de un rey enojado.

Apresúrate hacia Istar, con sus cúpulas y templos,

donde la luz del sol se refleja

en bronce y plata,

ni cristal y pulido hierro.

Allí tendrás e interpretarás

diez revelaciones,

en aquella ciudad opulenta

donde la verdad sin dolor

gobierna la medida de un palmo,

reluce como la luz de la luna

sobre aguas inmutables.

Pero tú, Astralas,

marcado por tu terrible viaje,

no puedes hacer tregua con el viento y el agua

en el palpito de tus venas,

pues están en ti para siempre.

A mi partida,

los árboles lloraron sangre

que tiñó la blancura

de abedules y nogales,

y relució oscura sobre el arce y el roble,

sangre que caía

como hojas en miles de países,

más amenazadora que un augurio,

brotada de heridas proféticas,

a medida que navegaba a través de la desembocadura

del antiguo Thon-Thalas,

como una plegaria derramada en el océano infinito.

En el intrincado y complejo torbellino de presagios,

de extensas profecías,

llega un momento en que te encuentras

en presencia de oráculos,

pero lo que predicen

son espejos y humo.

Cuando llegué al Courrain

me encontraba en cubierta,

trasladado el desaliento

al país de la fe,

y, poco a poco, la costa tomó forma

y un nombre,

mientras que el bosque se reducía a Silvanost,

verde sobre agua sobre verde.

Al cabo de mucho, a babor,

aparecieron los fuegos señalizadores de Balifor,

el maltratado país de los kenders,

de jupaks y flautas

y tesoros saqueados.

El humo de la línea costera se mezclaba en el aire

con las nubes de las montañas

resolviéndose en martillo y arpa,

en constelaciones veladas,

mientras las playas de Balifor

suspiraban por la marcha de los dioses.

Al norte y al oeste, a lo largo de la costa,

abrazadas por el viento perfumado de pinos,

por infusión de cicuta,

las amplias llanuras trepaban

hacia el verde montañoso,

y por doquier, bosque y océano,

océano y bosque entrelazados

con la bruma del remoto oeste

en deteriorados horizontes,

hasta que la fantasía del viajero

imagina que Silvanost se alza de nuevo

en sueños de recuperación,

pero, en lugar de ello,

es la Istar dominada por el clero,

frecuentada por el sacrificio,

donde la libertad es incienso,

el humo que se alza al cielo

destruido en sus propias ceremonias.

Allí, en los mares que se bifurcan,

en cálidas aguas dañinas y septentrionales,

el viento me llevó hacia el oeste

bordeando una tierra desolada.

IV

Ahora el mar es un país

llano y cruel,

hirviendo con lumbres inconstantes.

El aire salino

sofoca las luces costeras,

pero el mástil, los remos desarmados,

arden con el Fuego de Santelmo,

y una verde incandescencia

tiñe las aguas;

y a menudo, de noche,

la línea costera es oscura

en contraste con el luminoso arrecife,

con el fénix de Habbakuk,

bajo en el borroso oeste,

y el viento y el agua

son prestados y recónditos como la luz.

Y en esas mismas noches,

en la superficie del agua,

la tiniebla inexplicable

se embarca de estribor a babor

como un sueño de lo más hondo de la memoria,

como si del océano

emergiera una nueva isla

revelada por la distancia

y las extrañas voces de las ballenas.

La brújula se agita

y se hunde en aguas vertiginosas,

y al despertar el alba

fraccionada en remolinos de espuma,

con el impenetrable jade

del océano a tus pies,

despides a la noche, la rechazas,

y ésa es la razón por la que este canto

vuelve a ti en silencio,

en pleno mediodía, cuando el mar congregado

va cambiando más allá del pensamiento y la memoria,

por encima de las corrientes eternas.

Y ahora los vientos del norte,

alzándose fieros, ecuatoriales,

el viento de orate,

los alisios de la profecía,

me conducen a la bahía.

Karthay aparece por estribor,

la ciudad de los puertos

donde la torre del hechicero

aguarda la erosión de las montañas,

mientras los vientos del norte

arrancan mi barca del abrazo de las aguas.

Nos precipitamos en la bahía de Istar

como un imprevisto cometa,

como algo horrendo aproximándose

a las laberínticas calles en ruinas,

al borde del puerto

donde el viento pasó sobre mí,

encalmando la barca

al pie de los gigantescos muelles,

donde el viento pasó sobre mí,

agarrando la telaraña del reino

mientras soplaba a su antojo,

y nadie supo decir

de dónde vino o adonde fue,

y se zambulló por los callejones,

saltó por encima de las torres,

y arrasó la casa

del último Príncipe de los Sacerdotes.

Los augures lo interpretaron

como otra señal inmutable

que añadir a las lágrimas de sangre

de los alisos y los vallenwoods,

las constantes erupciones

de hogueras y forjas,

a la huida de los dioses

y al retorno de éstos.

Y el anuncio de mi llegada

fue una señal de advertencia.

Diez revelaciones, oh, Istar, yacen dormidas

en la gran cúpula de cristal

del Templo de tu Príncipe de los Sacerdotes,

donde los muros se apartan de la plomada,

donde los cimientos pasan

de corindón a cuarzo,

de piedra caliza a arcilla,

hasta los sueños tambaleantes de su basamento.

Diez revelaciones yacen dormidas,

y mi canto las ha despertado.

Pues mis palabras son el viento arrasador,

la sangre de los árboles

y el fuego de las playas;

los dioses caminan en mi canto,

donde diez revelaciones despertaron

en las manos de mi canción;

las ofrecí, relucientes, fraccionadas,

y los dioses irrumpieron en mis manos.

V

Istar, tu ejército en Balifor

es un guantelete que aprieta

una herencia de azogue.

Tus sacerdotes en Qualinost

son deslumbramiento de cristal

fraccionado en terciopelo rojo.

Tu mano ligera en Hylo

roba el aliento de la cuna:

hielo en el guante.

En Silvanost, los blancos muslos de las mujeres

vadean a través de las aguas turbias

del Thon-Thalas.

Tu brazo armado en Solamnia

se enreda en filamentos,

en el callejón de la araña.

Tus hijos de Thoradin

relegan al sueño del olvido

linajes de tierra verde y sol.

Los fragmentos del rememorado Ergoth

recogidos en una vasija rota.

en la dispersión que llaman los doce rincones del planeta.

Asoma entre los labios de Thorbardin

la hilera de dientes

de túmulos sin nombre.

Tus dedos en Sancrist

manosean con torpeza la intrincada empuñadura

de una espada prestada.

Pero, Istar, el último canto es tuyo,

el canto en el centro de las canciones:

un hueso blanquecino sobre el altar.

VI

Y la última generación de Istar,

generación pura,

nacida de piedras relucientes

arrancadas de la corona

del bonete de un charlatán,

cuya bondad es ritual

estricto, matemático,

desnudo de los elementos

en el fuego del alma,

y en la tierra del cuerpo,

en el agua de la sangre

en la circunferencia del aire.

Has pasado a través de tu templo

hasta el momento indemne,

pero ahora toda Istar

está ensartada en nuestras palabras,

en nuestro propio entendimiento,

mientras tú pasas de la noche

a tener conciencia de la noche,

que el odio es el sosiego de los filósofos;

que su costo es eterno;

que le arrastra a través de meteoros,

a través de la paralización invernal,

a través de la rosa marchita,

a través de las aguas del tiburón,

a través de la negra compresión de los océanos,

a través de la roca,

a través del magma,

a ti misma, a un absceso de nada

que reconocerás como nada,

que sabrás que se repite una y otra vez,

con las mismas reglas.

Así habla el viento,

en un lenguaje único,

pronunciado con el movimiento

de la nube y el agua,

articulado con el susurro de las hojas,

en la breve pausa

entre la espera y el recuerdo,

acechante, esquivo como la luz y la promesa.

Así habla el viento

en el largo año preservado

en el recuerdo del corazón,

y siempre anhelante

de otro bendito año

en que el corazón

haya estado en su salvaje unción.

Y el viento es siempre el latido de tu corazón,

palpitando remoto

como las impasibles estrellas,

y se mueve desde la llegada a la partida,

dejando sólo una canción:

Oh, ése era el lenguaje del viento,

dices ¿qué significado guarda

para las hojas y el agua?

y siempre es lo que significa.