Estofado de Kender
Nick O’Donohe
Moran adelantó a un espadachín, y colocó la pieza de lado a fin de prevenir una emboscada.
—Tu mercenario corre peligro.
Rakiel frunció los labios.
—Por primera vez en nuestras vidas. —Alargó un brazo esbelto, de delicados músculos, y retiró al mercenario a un callejón.
Los dos hombres jugaban al Draconel, que según se decía había sido inventado por el propio Huma con el propósito de mantener a los caballeros listos para la guerra. La parrilla de juego estaba extendida sobre un mapa de ilk Tsaroth y el bando del dragón movía pequeños grupos de incursión por calles secundarias, por los desagües, y en el interior de carros de mercado. Moran, acostumbrado al juego abierto del que eran partidarios los caballeros solámnicos, estaba intrigado por el estilo subrepticio de Rakiel; intrigado… y un poco escandalizado. Adelantó a un segundo espadachín.
—Preparo una salida por la calle Grimm.
—Tu franqueza te honra. —Rakiel retiró de la calle Grimm a un arquero oculto previamente en ella—. Quizá tanto da si tus caballeros moralmente obligados por el honor dejan de combatir batallas.
En otro tiempo, el cáustico comentario del clérigo habría herido los sentimientos de Moran. Alto y delgado, Moran se despertaba día tras día en un lecho amplio y solitario, sabiendo que había dedicado su vida a prepararse para una batalla que jamás combatiría: una batalla gloriosa a lomos de un dragón, como en la que había luchado el gran Huma. Pero los dragones habían sido expulsados. Istar se ocupaba de traer «la paz» al mundo, y él se había volcado en ejercitar a escuderos novicios con una ferocidad que le había ganado el apodo de Loco Moran.
Ahora, ya cincuentón, Loco Moran era una leyenda, parodiado por su severidad, respetado por su enseñanza. Pocas veces sonreía. Jamás reía.
El lejano ruido de una puerta al abrirse, abajo, distrajo a Rakiel del juego. Se asomó por la ventana de la torre.
—Alguien ha entrado. ¿Más novicios? —Pronunció la palabra con desagrado. Istar empezaba a sentirse ofendida por las apelaciones a la piedad de los Caballeros de Solamnia, como asimismo, quizá, por su riqueza.
Moran se atusó el bigote con gesto pensativo.
—Los chicos están emplazados para mañana, y los he entrevistado a todos y repasado sus referencias. —Reflexionó sobre quién podría ser el que llegaba—. La carne la fruta y otras provisiones fueron entregadas ayer, y el cocinero se ha despedido esta mañana. —Todos los cocineros juiciosos se despedían antes de la temporada de la instrucción de reclutas— Probablemente sea algún voluntario —decidido.
Rakiel resopló con desdén.
—Estás soñando. En estos tiempos, los voluntarios van a los clérigos. Los caballeros sólo consiguen hijos segundos sin fortuna. Y pobres necesitados —añadió con un leve tono de burla—. Gente que cree que el tesoro de los caballeros estará a su disposición cuando firmen su alistamiento.
Moran dio un respingo. Rakiel era un «huésped» de Mansión de la Medida en Xak Tsaroth, cuya misión en preparar un informe para los clérigos sobre la caballería y sus métodos de adiestramiento. O, al menos, eso era lo que decía. De hecho, nunca perdía la menor oportunidad para desacreditar a los caballeros, y mostraba un interés excesivo en el tesoro.
—Estos novicios no son de esa clase —replicó Moran con gesto estirado.
—Tal vez no tengan interés en el oro. ¿Pero qué me dices del primero, de Saliak? Hambriento de poder, te lo garantizo.
—Su padre es un caballero —repuso Moran—, el hijo aprenderá a dirigir. —De hecho, el padre era un hombre empobrecido y amargado, y ello había afectado a Saliak, el hijo. Moran había encontrado al muchacho arrogante, egocéntrico y con una vena de crueldad. Sin la disciplina de la Orden, las aptitudes y el evidente valor del chico nunca llegarían a nada positivo.
—Así que Saliak aprenderá a dirigir —dijo Rakiel con tono incrédulo—. En fin, «no nos conduzcas al mal», como reza el dicho. ¿Y qué me dices de Steyan? Un zoquete grandullón y torpe.
Moran desestimó el comentario con un ademán.
—Yo soy grandullón. Y era torpe. Es un chico tranquilo y un poco sensible. Saldrá adelante.
Steyan se había ganado el afecto de Moran cuando, durante la entrevista, en lugar de preguntar acerca de espadas y armaduras en primer lugar, el muchacho soltó de buenas a primeras:
—¿Es duro ver morir a los amigos? Querría salvarlos.
—A veces no es posible —fue la escueta respuesta de Moran.
El espigado muchacho se había rascado la cabeza mientras musitaba:
—Eso es duro.
Aun así, había aceptado aprender a ser un caballero, como deseaban sus padres. Era el cuarto hijo y, obviamente, no heredaría nada. Tendría que abrirse camino por sí mismo.
Moran sacudió la cabeza y volvió al momento presente.
—¿Qué te parecen Janeel y Dein? Sus padres están bien limados y su linaje es bastante sólido.
—Sus mentes son bastante fáciles de influir —remedó Rakiel, cruzándose de brazos— Veremos si llegan a algo. Al menos tienen más posibilidad que el gordo. Ese no aguantará más de un día.
—El «gordo» tiene también un nombre —dijo Moran enfadado, aunque no logró recordarlo. En la entrevista este chico había mantenido agachada la cabeza casi siempre y había dejado que su hermano mayor llevara la batuta; el hermano no se había dirigido a él por su nombre ninguna vez—. Aquí aprenderá a tener amor propio.
—Sólo si los otros lo dejan. Y éstos son la flor y nata de la juventud que viene a la caballería. Es probable que en un tiempo fuera distinto, ¿pero cómo puedes preocuparte de esos…, esos… desechos? No valen el dinero que cuesta su adiestramiento. ¿De verdad crees que podrás hacer de ellos unos caballeros?
Antes de que Moran tuviera ocasión de contestar, el sonido de unos lejanos pasos, abajo, lo hizo ladear la cabeza.
—Tenía razón. Es un voluntario.
—¿No vas a salir corriendo a su encuentro? —preguntó Rakiel con acritud.
—Si de verdad quiere ser un caballero, subirá la escalera hasta el final. ¿O es que piensas que mis aposentos están en la torre con el propósito de alejarme del polvo y el calor? —Loco Moran empezaba a entrar en su papel. Añadió con satisfacción—: La instrucción se inicia con la subida de esta escalera y nunca cesa. Incluye eso en tu informe.
Las pisadas se detuvieron al otro lado de la puerta y de inmediato se oyeron unos golpes de llamada. «Sin vacilación —pensó Moran—. Bien». Esperó ante la puerta, con la «Máscara» puesta: la expresión facial fiera y el bigote erizado, que dejaba sin el menor vestigio de seguridad a los novicios y que los chicos habían aprendido a conocer y a temer. Moran imaginaba siempre que la Máscara la tenía colgada en la puerta, donde podía cogerla y «ponérsela» sobre su verdadero semblante antes de descender al salón inferior para impartir instrucción teórica y práctica a los reclutas.
Los golpes de llamada cesaron. Siguió un extraño ruido, como si arañaran la madera, y después nada. Moran, con la espada en la mano, abrió la puerta con brusquedad y blandió el acero a la altura del pecho de un hombre joven.
La espada trazó un arco al nivel de los ojos del chico que estaba en la puerta; el muchacho ni siquiera parpadeo.
«Un niño», pensó Moran decepcionado. Entonces se fijó en sus ojos: limpios e inocentes, pero pensativos, que lo miraban desde un rostro en el que se marcaban las primeras (¿prematuras?) arrugas. El cabello le caía revuelto sobre la frente, impidiéndole casi la visión.
Moran lo examinó como un guerrero examina a un nuevo adversario. El chico vestía un jubón de tela basta y unas calzas descoloridas. Sostenía un estropeado morral hecho con piel de oveja y en la otra mano una pieza de latón que a Moran le resultó familiar.
El chico contemplaba con interés al caballero. Moran Tenía una nariz aguileña y un frondoso bigote blanco; ofrecía un aspecto fiero y lejano, salvo en las contadas ocasiones que sonreía.
—Podríais haberme matado —dijo el chico.
»lo dice sin miedo. Ni el menor asomo», pensó Moran.
—Todavía estoy a tiempo. ¿A qué has venido?
Rakiel casi dio un brinco ante el amedrentador retumbo de «la voz», compañera inseparable de la Máscara.
—Quiero llegar a ser un Caballero de Solamnia —respondió el chico.
Rakiel soltó una risita. El alborozo del clérigo se cortó de raíz cuando Moran, con un simple giro de muñeca, lanzo hacia atrás la espada, que se hincó en la pared opuesta con un golpe sordo y vibrante.
El instructor resistió el impulso de comprobar dónde había clavado el arma. «Mientras tengas algo pendiente al frente, da siempre por sentado que lo ha hecho en el lugar preciso», había dicho Talisin, el mentor de Moran. Al caballero le causaba cierta complacencia que su destreza hubiera impresionado a Rakiel tanto como al muchacho.
—¿Nombre?
—Tarli. Hijo de… —vaciló antes de añadir— De Lorena, de la calle de los Sepultureros. Era costurera y hacía mortajas.
Por primera vez en la vida profesional de Moran, la Máscara estuvo a punto de resquebrajarse.
—Lorena ¿Una mujer de piel morena, esbelta, de cabello rojo, más o menos de la mitad de mi talla?
Tarli sacudió la cabeza.
—Las canas se mezclaban con el rojo del cabello cuando la enterraron. De eso hace un año.
Moran sintió como si la Máscara lo estuviera mirando a él; su propia severidad le hacía daño.
—Nos conocíamos. Trabajó para…, para un amigo mío. Tienes la aldaba de mi puerta en la mano —añadió con tono brusco.
—En efecto. —Tarli giró el llamador entre los dedos, como si le sorprendiera verlo allí. Se lo entregó al caballero—. Se soltó.
El chico atisbo bajo el brazo de Moran y contempló con fijeza los libros encuadernados que había en una estantería, sobre la cama.
—¿Las tácticas Brightblade? ¿De Bedal Brightblade? —Tarli se coló por debajo del brazo del caballero y entró en la habitación aunque no lo habían invitado a hacerlo. Cruzó ante el perplejo clérigo y sacó el libro en cuestión—. Manuscrito. —Pasó las hojas hasta llegar a una ilustración en la que se detallaba un complicado movimiento de finta y ataque e intentó ejecutarlo con la mano izquierda—. ¿Lo habéis escrito vos?
—En efecto. —Moran procuró que su voz no denotara la satisfacción que sentía. Le había costado años de lectura y más años de pruebas técnicas hasta estar seguro de cuál era el estilo de combate utilizado por Bedal Brightblade—. Existen doce copias de este libro, una para cada instructor de escuderos, además del original.
Sin darse cuenta de ello, había dejado de lado la Máscara y «la voz», y las hizo aparecer otra vez de inmediato.
—La esgrima no es lo más importante. Si deseas ser un caballero, están el Código y la Medida, y es todo lo que cuenta. El Código son cuatro palabras, la Medida treinta y siete volúmenes de trescientas páginas cada uno. ¿Cuál de los dos es más importante?
—La Medida —respondió Tarli con seguridad; luego añadió con idéntica firmeza— A menos que sea el Código.
Moran apuntó con el índice al chico.
—Est Sularis oth Mithas. Mi honor es mi vida.
Tarli lo miró sin comprender.
—¿Acaso no lo es de todo el mundo? —preguntó.
Moran lo observó con fijeza un largo rato hasta asegurarse de que no bromeaba. Rakiel los contemplaba a los dos con expresión divertida que no se tomaba el trabajo de disimular.
—Lleva tus cosas al barracón de la planta baja, Tarli —dijo Moran—. Las clases empiezan mañana.
—Sí. —El chico añadió con premura—: Señor. —Hizo una reverencia y chocó con la mesa donde estaba el juego de Draconel; las piezas se tambalearon. En su camino hacia la puerta dio un fuerte golpe a Rakiel con el morral.
—Tarli —llamó Moran.
El muchacho se dio media vuelta con brusquedad y tiró al suelo un candelabro. Al recogerlo, derribó la jarra de agua que había sobre el mueble; el recipiente de cristal se hizo añicos. Moran lo miró con gesto severo.
—El libro.
—¡Oh! Sí. —Tarli se lo devolvió—. Me gustaría leerlo.
Los dos hombres oyeron el ruido del petate dando tumbos tras el chico hasta que llegó abajo.
Rakiel contempló a Moran con una expresión mezcla de perplejidad y desagrado.
—No irás a admitirlo, ¿verdad?
—Él ya lo ha decidido.
El clérigo soltó una risa desagradable.
—¿Tan desesperados estáis los caballeros?
—Para los caballeros, el honor está en primer lugar a hora de hacer una elección, y en segundo la nobleza de la familia. —No siempre había sido así.
—Pero si ni siquiera sabes quién es el padre. —El clérigo Frunció los labios—. Puede que ni siquiera él lo sepa.
—Entonces juzgaré al muchacho por su valía, no por su familia.
—Es intolerable —dijo Rakiel con gesto estirado—. No solo es un chico vulgar, sino también un bastardo, probablemente.
—No tanto como un clérigo al que podría señalar —rezongó con voz baja Moran.
—Y demasiado bajo —siguió machacando Rakiel—. Casi no parece un humano. ¿Se te ha ocurrido que quizá sea un…?
—Lorena era muy baja —dijo el caballero con expresión inocente, mientras miraba a través de la ventana.
Nadie recordaba que hubiese habido un verano más caluroso. Todos los viajeros que tenían sombrillas de cáñamo embreado o lienzo encerado las habían abierto y yacían debajo de ellas. Los demás iban con pasos cansinos hasta las murallas de la ciudad y se tumbaban a la estrecha sombra del mediodía.
Sólo Moran, un delgado caballero de aspecto cansado, cabalgaba bajo el ardiente sol tirando de un carro que transportaba una espada, un escudo y un cadáver. El cuerpo había sido reverentemente envuelto en una manta. Moran lo había mantenido fresco con el agua de su ración de viaje. Pasó ante el obelisco situado a las afueras de la ciudad y echó una ojeada a la última línea de la inscripción:
Que los dioses nos recompensen por la gracia de nuestro hogar.
Volvió la cabeza a otro lado.
Moran cruzó frente al Templo de Mishakal, ya casi terminado. Algunos vagabundos lo contemplaban embobados, más impresionados por la obra de cantería que el polvoriento y solitario Caballero de Solamnia.
Llamó a un desvencijado edificio de madera. La pared trasera de piedra era el muro lateral de la entrada de acceso a la escalera conocida por la «Senda de la Muerte». Una joven acudió a la llamada.
—Busco a Alwin, el sepulturero —dijo Moran.
—Ha muerto —repuso la joven— El negocio es mío ahora. Me llamo Lorena.
Moran la miró y su primer pensamiento fue: «Es una chiquilla». Luego, al fijarse en sus ojos, comprendió enseguida que era una mujer adulta, aunque más baja que la mayoría.
Lorena no alcanzaba a ver por encima de los costados del carro. Trepó por una rueda, echó una ojeada y dio un respingo al descubrir la espada y el escudo.
—¿Quién era? —Parecía una niñita en un espectáculo de marionetas que aguardara anhelante la siguiente sorpresa.
El brillante cabello pelirrojo se extendió sobre sus hombros al inclinarse para observar a Moran, quien quitaba la manta que envolvía al cadáver: Talisin, cuyo bigote negro parecía aún más oscuro en contraste con la pálida piel. La parte trasera del yelmo estaba hendida por la mitad.
—El mejor espadachín desde Brightblade, muerto por un hacha arrojada —contestó Moran deprimido. Se volvió hacia la joven, avergonzada de sentir el ardiente escozor de las lágrimas—. Remienda la túnica y la capa, ponle polainas nuevas… y cuanto sea necesario. Será enterrado con su familia; era un noble y un héroe, y el mejor… —Moran fue incapaz de continuar.
Con una fuerza sorprendente, Lorena arrastró el carro al interior del edificio. Midió el cuerpo rápidamente y calculó el coste de la tela y la mano de obra mientras Moran aguardaba de pie, sumido en un hondo pesar.
—Vuelve dentro de dos días —dijo la muchacha.
El caballero se daba media vuelta para marcharse cuando Lorena lo detuvo poniendo una mano en su brazo.
—Y después visítame a menudo. —El reparó en la franqueza de sus ojos, en lo dulce de su voz—. Necesitarás hablar, y yo… —De pronto, pareció sentirse turbada; se arregló la ropa y se atusó el cabello—. Eres distinto de cuantos conozco. Me encantan los sitios extraños y los hombres extraños.
Mientras se alejaba, la oyó cantar con aquella voz clara y joven: «Devuelve a este hombre al seno de Huma…». El propio Moran había entonado ese canto hacía dos días, con la voz quebrada por el dolor. Para su sorpresa, regresó a visitarla a la semana de celebrarse el funeral.
En la pared del fondo de la clase colgaba un tapiz prestado por los poderes de la ciudad y procedente de la galería de arte permanente, que representaba caballeros moñudos en dragones plateados y dorados, con las lanzas apuntadas hacia unos dragones rojos y sus jinetes. Los dragones, bordados con hilos metálicos, brillaban en la triste y gris estancia de manera perturbadora.
Los novicios estaban excitados. Dos de ellos saltaban sobre los bancos en un simulado combate de esgrima, y casi todos los demás formaban un círculo en torno a la primera pelea del recién iniciado curso entre dos chicos que rodaban por el suelo.
Moran entró en la sala, cargado con dos pectorales. Los chicos se quedaron clavados en el sitio y después se sentaron presurosos. A Tarli le sangraba el labio inferior. Otro novicio, Saliak, tenía los nudillos manchados de sangre.
«Ajá, ya ha empezado», pensó Moran. Se dirigió en silencio a la mesa colocada bajo el tapiz y se puso de cara a los novicios, que ahora estaban callados y sentados en los bajos bancos de madera. Sólo Tarli, que se había puesto aparte de los demás, era tan bajo que los pies no le llegaban al suelo.
Otros dos novicios se sentaban separados del resto: el desmañado chico alto y el gordo. Moran, con su larga experiencia, sabía que los tres serían el blanco de los barracones.
Soltó uno de los pectorales con brusquedad sobre la mesa. El fuerte golpe metálico hizo que todos los chicos dieran un brinco.
—Esta es la armadura de un Caballero de la Espada —dijo con frialdad—. El agujero que veis lo hizo una lanza, durante un combate.
Soltó el segundo pectoral sobre la mesa con idéntica brusquedad.
—Esta la llevaba puesta un novicio en la última semana de instrucción para llegar a ser escudero. El agujero lo hizo también una lanza, durante las prácticas.
»Los agujeros son muy semejantes. También lo eran las heridas…, ambas mortales.
En el silencio que sobrevino, unos cuantos chicos intercambiaron miradas nerviosas.
—¿De verdad puede una lanza atravesar una armadura así? —preguntó Tarli con interés.
Sin pronunciar una palabra, Moran dio la vuelta a los pectorales y mostró los pequeños orificios de salida que habían hecho las puntas de las lanzas. Uno de los novicios tuvo una arcada. Moran recorrió con la mirada el grupo y encontró al chico en cuestión.
—Janeel, ¿tienes algo que decir?
El muchacho carraspeó.
—Señor, si sirve de ayuda para los entrenamientos, mi padre conoce a un verdadero sanador, un clérigo.
—Mientras estéis haciendo la instrucción no habrá pectorales de armaduras ni sanadores. —Dejó pasar unos segundos para que el significado de sus palabras quedara claro—. El mayor favor que puedo hacer a los Caballeros de Solamnia es acabar con cualquiera de vosotros que sea incapaz de defenderse por sus propios medios, antes de que fracaséis en el campo de batalla, donde otros caballeros dependerán de vosotros. Cuando un novicio muere, le doy las gracias a Paladine porque haya ocurrido aquí y no más adelante. —Bajó un poco el tono de voz—. Esa es la razón por la que os daré todas las ocasiones de morir que sea capaz de imaginar, antes incluso de que seáis escuderos. —Se encaminó a la puerta que había al fondo de la sala—. Regresaré. Si alguno de vosotros quiere marcharse, que lo haga ahora. —Clavó los ojos en Saliak, que ya tenía aspecto de cabecilla— No avergoncéis a ninguno para obligarlo a quedarse. Sería casi un asesinato.
Abandonó la habitación y fue a inspeccionar una vez más el equipo de entrenamiento.
Poco tiempo después, volvió a la clase y se dirigió a la mesa. Cuando se dio media vuelta, se encontró con un grupo de novicios asustados pero decididos, que acababan de aprender que el honor podía acarrear la muerte, pero que estaban dispuestos a ser honorables.
Vio vacío el sitio donde Tarli había estado sentado.
Sintió alivio, tanto por el chico como por sí mismo, pero también lo asaltó una inesperada decepción que sólo merced a la Máscara logró disimular.
—Los que habéis decidido quedaros —dijo—, puede que muráis por ello. Unos en los entrenamientos, otros en servido, y algunos en combate… Sí, incluso hoy en día. —Los años transcurridos hacían más llevadero el dolor que le causaba la historia que contaría a continuación—. El primer caballero al que serví como escudero murió en combate. Desde entonces, me juré a mí mismo que prepararía bien a todos los novicios para que tuvieran una vida honorable y una muerte adecuada.
Los chicos lo miraban atentos, y dejó que la idea penetrara en sus mentes. Por primera vez, estos muchachos empezaban a entender cómo podría ser su muerte. También, por primera vez en sus vidas, experimentaban el coraje de hombres adultos.
Observó sus rostros y se sintió aliviado por la marcha de Tarli; el chico tenía una inocencia que los entrenamientos habrían destruido…
Un terrible rugido sonó directamente debajo de Saliak, que soltó un agudo chillido de sobresalto, se incorporó de un brinco y salvó a trompicones la segunda y tercera filas de bancos para correr en busca de la salida. Casi todos los demás se levantaron también de un salto, pero enseguida volvieron a sus asientos, con expresión abochornada.
Saliak casi llegó a la puerta antes de volverse a mirar. Con una sonrisa inocente, Tarli salió gateando de debajo del banco delantero y se sentó en el sitio de Saliak. Este regresó casi a hurtadillas y se puso al lado de Tarli.
—Lo siento, señor —dijo Tarli a Moran, sonriendo y con los ojos relucientes.
La Máscara permaneció inalterable, como si no hubiese pasado nada, pero a Moran no le pasaron inadvertidas las duras miradas de los abochornados novicios ni el profundo odio reflejado en el rostro del humillado Saliak.
«Ah, Tarli, Tarli —pensó Moran, sintiendo una inesperada oleada de afecto exasperado—. Yo no habría podido trazarte un camino más riguroso del que tú acabas de marcarte».
Cuando terminó la clase, Rakiel salió de detrás del tapiz de dragones, desde donde había estado observando.
—¿Qué opinión te merecen? —preguntó.
—La de siempre —respondió escueto Moran—. Demasiada ambición, demasiada energía y muy poco seso.
Rakiel soltó una risita.
—¿Y conseguirás que utilicen la cabeza?
—El miedo lo hará.
Moran miró por la ventana y vio que Saliak lanzaba un golpe malintencionado a la nuca de Tarli. El chico lo oyó venir —cómo, Moran no alcanzó a imaginarlo— y lo eludió agachándose. Saliak se tambaleó por el impulso. Tarli se echó a un lado, y el otro se fue de bruces al suelo. Sin levantarse, Saliak arrojó una piedra y alcanzó a Tarli en el hombro. Moran dio la espalda a la ventana.
—Esta tarde haremos las primeras prácticas con la lanza. Eso asustaría a cualquiera. En adelante, pensarán muy bien lo que hacen antes de actuar.
—¿Incluso el tal Tarli? —Rakiel sacudió la cabeza—. Admítelo, no sirve para estar aquí. Es dos palmos más bajo que cualquiera de los otros, y ya se ha hecho enemigos. —Hizo un gesto de desagrado—. Lo que es peor, gasta bromas como un kender. Francamente, dudo que una simple clase práctica de lanza lo haga reflexionar.
—¿«Una simple clase práctica de lanza»? Si es eso lo que piensas, tal vez deberías intentarlo tú.
Rakiel echó un vistazo al tapiz; sus ojos se detuvieron ni las puntas de las lanzas.
—En otro momento. ¿Continuamos esta noche con la partida de Draconel?
Moran señaló con la cabeza el nicho oculto tras el tapiz.
—Estaré observando a los chicos durante un rato. ¿Qué tal después de la cena? Será un placer.
—Y, cosa rara, aquí ***
Lo que era cierto. Por lo menos, Rakiel era alguien con quien hablar. Al clérigo no le pasó inadvertido lo chocante de la frase.
—¿Un placer? De verdad, Moran, debes de estar muy falto de compañía.
Solo por primera vez en su vida, pasó con ella la mayor parte del verano. Al principio, le habló de los lugares que había visitado, y después sobre Talisin y cuán doloroso había sido verlo morir en una escaramuza sin importancia con un puñado de goblins.
Por último, le confió su mayor secreto: que ya no estaba seguro de qué significaba ser un caballero, y que no sabía al abrigar dudas sobre la Medida, había o no violado el Código.
Lorena se había reído, como hacía a menudo, y le había dicho que era demasiado serio. El intentó, como muchas otras veces, revolverle el cabello, y ella, como siempre, se agachó eludiendo su mano.
Todas las mañanas durante aquel verano, Moran se despertaba irritado. Por las noches, la irritación se tornaba pación, como ocurre a veces, haciendo que los hombres maduros se sientan jóvenes de nuevo. Permaneció tumbado, despierto durante horas, la noche en que Lorena dio un brinco y saltó a sus brazos (él la cogió en el aire, como hacía siempre), le besó la punta de la nariz y le dijo: «Espero que tu sentido del honor no sea tan maleable como tiernas son tus caricias».
«¿Lo es? —se había preguntado— ¿Deseo continuar siendo un caballero y vivir para una guerra que nunca habrá, o haría mejor dedicando mi vida a Lorena?».
De eso hacía dieciocho años, poco antes de que naciera Tarli.
Con la brisa de la tarde, las monturas de madera colgadas de las cuerdas y poleas se mecían en medio de crujidos. Los ojos de los escuderos fueron de las monturas a las perchas de escudos y lanzas con puntas metálicas, y observaron con desconfianza las manchas marrones de óxido de aspecto sospechoso que se marcaban en las piedras del patio. Los adoquines se habían fregado bien, pero las manchas parecían haber impregnado profundamente la piedra.
Moran se sentía orgulloso de aquellas manchas; había empleado muchas horas la pasada semana pintándolas y dándoles un aspecto antiguo.
—Bien.
Todas las cabezas se volvieron hacia él. Estaba parado debajo del arco de la puerta, con una lanza de tres metros y medio metida bajo el brazo con la facilidad de quien sujeta una fusta.
Saludó con la lanza, eludiendo el ápice del arco por escasos centímetros. Tocó su hombro derecho con la lanza, después el izquierdo, y a continuación la hizo girar dos veces para terminar poniéndola de nuevo bajo el brazo; todo ello sin rozar el arco.
Tarli aplaudió. Su aplauso perdió fuerza y por último cesó ante las frías miradas de sus compañeros.
—La lanza es el arma tradicional del caballero —anunció Moran en voz alta—. Huma consagró una de ellas, llamada la Gracia de Huma, a Paladine. Un solo caballero, con una sola lanza, derrotó a cuarenta y dos enemigos en el sitio de Tarsis. —Miró con desdén al grupo—. Permitid me que también os mencione que tal vez, sólo tal vez; vuestra lanza os mantenga vivos mientras sois escudero*, Posteriormente practicaréis con lanzas de infantería. Por el momento… —De repente, movió el arma de manera que la punta casi rozó la nariz de Saliak; acto seguido se la cambió a la mano izquierda de manera que por poco no ensartó a Tarli. Saliak se encogió. Tarli, para complacencia de Moran, ni siquiera pestañeó—. Tú y tú, elegid lanzas y montad.
—¿En los barriles? —preguntó Tarli excitado. Observó ion fijeza las monturas de madera, cuyas riendas pasaban por unas ranuras y se unían a las cuerdas de las poleas.
—No son barriles, piltrafa de redrojo —siseó Saliak.
—Tampoco son caballos —replicó Tarli, encogiéndose los hombros—. ¿Qué se supone que son?
—¿Y qué más da? —dijo Saliak mientras sacaba una lanza de la percha. La alzó con un movimiento brusco y después la bajó, en un torpe saludo. Era fuerte y de brazos largos, de manera que, a despecho de su inexperiencia, controlaba bien el arma.
Tarli alzó otra lanza y se tambaleó hacia atrás al perder el equilibrio por el peso.
—Es demasiado larga —protestó, ganándose con ello las Metiloflosas risas de sus compañeros de clase.
Moran lo miró con solemnidad.
—Crece para que esté a tu medida —dijo.
Saliak prorrumpió en carcajadas.
Con la lanza sujeta torpemente por el centro, Tarli se dirigió a su montura, que estaba señalada con impactos de lanza. Debajo de la silla, a ambos lados, sobresalían dos tablas gruesas y cortas. El chico las examinó.
—Si fueran más grandes, pensaría que son alas. —Se volvió a mirar a Moran, con el rostro iluminado—. Se supone que la montura es un dragón, ¿verdad? Nos entrenáis luchar a lomos de dragones, como el tapiz que hay en la clase.
»Buena conjetura», pensó Moran. Puede que en otros tiempos aquello fuera cierto, pero en la actualidad esta clase de reconstrucción se mantenía en honor a Huma y con el propósito de hacer que los escuderos principiantes se sintieran torpes y así bajarles los humos.
Sin Embargo, no hizo ningún comentario en voz alta humó a entregar las cuerdas a los colaboradores, los chicos se encargarían de mover los barriles en el aire.
—Colaboradores, cuando dé la señal, izad las monturas. Jinetes, montad, coged las riendas y los escudos, y sujetad vuestras lanzas.
Los dos combatientes subieron a sus monturas. Saliak se sentaba con fácil comodidad, con las rodillas dobladas, en la postura inconfundible de quien posee corcel y ha cabalgado. Tarli sólo alcanzaba los estribos incorporándose a medias.
Ajustaron las lanzas en el soporte giratorio de la silla, de manera que la mayor parte del peso del arma quedaba en la parte delantera. Tarli logró mantener la lanza levantada apoyando casi todo su peso en el extremo del mango. Viró la punta con movimientos torpes.
Saliak balanceó la suya hacia los lados, arriba, abajo y en círculo. Luego, sonrió a Tarli.
—Despídete.
Moran aguardó un instante antes de dar la señal.
—¿Sí? ¿Quieres decir algo? —preguntó a Steyan.
El muchacho, que parecía no haber pegado ojo hacía noches, lanzó una mirada especulativa a Saliak.
—No, nada —farfulló por último. Algunos novicios parecieron sentirse aliviados.
Moran se volvió hacia los jinetes y bajó la mano que tenía levantada.
—¡Ahora!
Los chicos tiraron de las cuerdas, y las monturas se mecieron en el aire.
Tarli estuvo a punto de dejar caer la lanza cuando el barril dio un brusco tirón hacia arriba; sus colaboradores habían tirado demasiado fuerte, posiblemente de manera intencionada. Logró recuperar el equilibrio, pero la lanza se salió del soporte y el muchacho se vio obligado a soportar todo su peso. La punta descendió a un nivel que no representaba amenaza para nadie, salvo sus propios colaboradores.
«Buen comienzo —pensó Moran—. Más vale que cometa errores aquí, donde tiene posibilidad de sobrevivir».
En la primera pasada de los jinetes, Saliak lanceó el escudo de Tarli y lo tiró al suelo. Sus compañeros de clase vitorearon.
Tarli echó un vistazo al escudo caído y luego, apartándose el pelo de la frente, miró de hito en hito al exultante Saliak. La expresión de Tarli era excitada y desconcierto, pero sin el menor atisbo de temor.
Saliak tiró de las riendas, y sus colaboradores lo arrastraron hacia atrás y lo lanzaron directamente contra Tarli.
El jinete viró su lanza lateralmente. Tarli se agachó sobre la silla, evitando el golpe.
Ya fuera de manera intencionada o accidental, Saliak sesgó las riendas de su oponente. Los colaboradores de Tarli, sin que se lo indicara señal alguna, tiraron alocadamente.
El muchacho se tambaleó de lado a lado, intentando no acabar aplastado contra los muros del patio. Volvió la mirada hacia Moran; los ojos del chico pedían ayuda o consejo.
El instructor observó la escena en silencio.
Saliak tiró hacia atrás de las riendas, y su montura coleó inmóvil; contempló el vuelo de Tarli. Tras secarse las palmas en las polainas, Saliak aferró la lanza con firmeza. Sus colaboradores tiraron despacio hacia atrás, preparándose para lanzarlo en arco hacia adelante.
Tarli contempló frustrado la lanza que apenas conseguía sostener. De improviso, se puso las riendas entre los dientes y, colocando la lanza en cruz, como una barra de equilibrio, la golpeó contra el pomo de la silla. El arma se partió en dos.
Los presentes dieron un respingo. Tarli arrojó al suelo la mitad delantera, ató con rapidez las riendas rotas en torno al mango y empezó a girar el trozo de astil por la correa de cuero, sobre su cabeza. El palo roto zumbó como si fuera algo vivo. La montura de Tarli se balanceaba alocadamente. Saliak arremetió contra él, apuntando su lanza directamente al pecho desprotegido de su oponente.
Tarli se inclinó de lado, al tiempo que golpeaba con su lanza rota la de Saliak. Ésta se quebró, y los fragmentos rebotaron contra el escudo de Saliak y lo golpearon en la frente.
Aturdido, el chico soltó las riendas. Tarli movió su pequeño cuerpo al centro de la silla e hizo girar el mango de la lanza con mayor rapidez.
Las dos monturas, fuera de control, pasaron una al lado de la otra. Tarli consiguió propinar otros cuatro golpes a Saliak antes de que éste cayera en brazos de sus colaboradores.
Tarli desmontó con facilidad, descolgándose por un estribo a fin de acortar la distancia de caída. Corrió hacia donde Saliak estaba sentado, frotándose los ojos con gesto aturdido. Tarli se inclinó sobre él y le dio unas palmaditas en la espalda.
—Vamos, no llores.
Moran había visto a un hombre mirar a otro del mismo modo que Saliak miró a Tarli. Fue en una taberna del puerto de Tarsis. En la lucha que siguió salieron a relucir unos garfios; el recuerdo todavía le revolvía el estómago a Moran.
Saliak se incorporó, no sin dificultad, y se dio media vuelta. Tarli se encogió de hombros y fue a reunirse con los demás, pero los otros chicos lo eludieron y se acercaron a Saliak. Incluso el muchacho alto y delgado, así como el gordo, rehuyeron a Tarli, sin duda por miedo a las represalias de sus condiscípulos. Moran los observó con gesto impasible.
—Las prácticas se han terminado hasta que las monturas estén reparadas. —La expresión de los chicos fue más de alivio que de desencanto—. Volved a vuestros barracones.
Tarli se quedó atrás para recoger la improvisada arma que había hecho con las riendas y la lanza rota. Levantó la vista al advertir que el caballero estaba de pie junto a él.
—Me he hecho un enemigo —dijo el muchacho. Moran asintió con un cabeceo.
—¿Sólo uno?
Una sonrisa asomó fugaz al rostro cansado de Tarli.
—Saliak es el chico más popular de Xak Tsaroth. Quizá del mundo entero. Su familia patrocina su propio festival en otoño. Su padre y su abuelo fueron caballeros. —Pareció que el desánimo se apoderaba de Tarli por un instante— Me pregunto qué se sentirá al tener un padre tan importante que todo el mundo te respeta aun cuando no hayas hecho nada para merecerlo.
Dicho esto, abandonó el patio mientras balanceaba por la correa el fragmento de lanza. Moran lo siguió con la vista, sintiendo un profundo dolor en su interior.
Paseaban por el mercado al atardecer, Lorena tirándole de la mano. Más que amantes, parecían padre e hija. De vez en cuando, un soplo de brisa barría el mercado y ella se atusaba el hermoso cabello cuidadosamente, casi con remilgo, colocándolo bien sobre las orejas. A Moran le encantaba observarla.
Disfrutaba explicándole cosas sobre las diversas mercancías del mercado. «Ese artilugio es creación de los gnomos del Monte Noimporta… Probablemente esté prohibida su venta y no cabe duda que es peligroso. Ese tipo de hacha, los enanos la usan en el norte para cortar leña. Las hojas duran la vida de un enano, por no mencionar las nuestras. Esa hamaca está hecha por los tejedores de Tarsis. Talisin y yo fuimos allí una vez, cuando yo era joven…». Enmudeció.
Lorena posó la mano en su brazo. «Lo sigues echando de menos».
«Él lo fue todo para mí cuando era un muchacho. Me llevaba a todas partes, y la gente se portaba bien conmigo por el sólo hecho de que estaba con él. Aprendí del él todo lo que sé».
«Fue como un padre para ti. Todos necesitamos a alguien así». Lo miró con expresión crítica. «Tú serías un padre manívilloso».
El bajó la vista hacia la joven, nervioso. «¿Por qué dices eso?».
Lorena se echó a reír y se colgó de su brazo como si fuera una cría. «Porque sé que te preocupa. No te gustan las bromas, ¿verdad? Algún día, “caballero” conseguiré que te rías otra vez».
Aquella noche, ya tarde, Moran salió al patio, acosado por la melancolía. Había cenado con Rakiel y después estuvo espiando a los novicios desde uno de los nichos de observación existentes en la Mansión de la Medida.
El caballero esperaba novatadas y abusos, pero los novicios de este año parecían más crueles que los de cursos anteriores. Hasta cierto punto, Tarli tenía la culpa. O, mejor dicho, se corrigió Moran, la presencia de Tarli. Los novatos siempre atacaban a los que eran diferentes, y Tarli lo era tanto…
Como si al pensar en él hubiese invocado al muchacho, Tarlí apareció por una ventana de los barracones.
—Buenas noches, señor. Por cierto, os he hecho un favor.
—¿Un favor? —El instructor ya estaba aprendiendo a mirar con desconfianza las iniciativas del chico.
Tarli asintió con un cabeceo. Debía de estar de puntillas para que lo viera desde abajo.
—He hecho más de esas lanzas cortas, como la que utilicé hoy.
—¿De veras? Eh, un momento. ¿Cómo las has hecho?
—Con las otras lanzas. Ya os dije que eran demasiado largas. Las partí en tres, casi todas… Algunas por la mitad, para los chicos más grandes.
—¿Has roto las lanzas? —Moran estaba boquiabierto. «¡Huma nos asista!»—. ¿Todas?
Tarli rebulló intranquilo.
—Bueno, eso creo. Además de las de las perchas, encontré las del armario del almacén, que estaba lleno con lanzas, las de colores. ¿Es que hay más?
¡Dulce nombre de Paladine!
—¿Las de colores…? ¿Te refieres a las rojas, plateadas y doradas? ¿Las de gala, que utilizan los caballeros en los desfiles? —Moran sacudió la cabeza, negándose a creerlo—. ¡Pero si estaban bajo llave!
—Bah, no me deis las gracias —dijo Tarli, haciendo un ademán como restando importancia al favor que había hecho— No era una buena cerradura. Resultó fácil. Buenas noches, señor. —Saltó y desapareció de la ventana. Debía de haber estado subido a una banqueta.
Dominado por el pánico, Moran salió disparado hacia la armería. Pasó largas horas revisando las lanzas y con firmando que no había forma de re ensamblarlas.
El tesoro cubriría el gasto de reemplazar el lote, pero el papeleo que le esperaba iba a ser un trabajo duro, un arduo reto en sí mismo.
Por último, Moran aceptó agradecido la oferta de Rakiel de redactar la petición de fondos. La ayuda del clérigo compensó casi, aunque no del todo, su zahiriente son risa en la que se leía: «te lo advertí».
—El robo con allanamiento podría ser una profesión alternativa en el futuro del muchacho. Dime, ¿de verdad puede el tesoro permitirse malgastar dinero en entrenar a un bastardo y un vándalo?
—El tesoro puede permitirse reponer la mansión entera —replicó con sequedad Moran.
—¿De veras? ¿Sólo con los fondos que ponen a tu disposición? —Rakiel arqueó la ceja en un gesto de incredulidad—. En fin, esperemos que Tarli no tenga unos proyectos tan ambiciosos.
—¿Cómo dices que lo llaman? —preguntó Rakiel, mientras movía un espía en el tablero de juego. Moran masticó un bollo del desayuno antes de contestar.
—Estofado kender. Afirman que no es humano. —Movió un soldado de infantería, lanceando al espía de manera accidental—. Colgaron su petate en alto, fuera de su alcance, y lo llamaron animal y lo encadenaron. Se supone que yo no tengo que saberlo.
Rakiel miró con fijeza al caballero, conmocionado. Moran untó mantequilla en otro bollo.
—Oh, y el chico alto, Steyan, es Monte Noimporta. Anteanoche, aserraron parcialmente las patas de su cama; cuando la cama se rompió, lo obligaron a levantarse para arreglarla. Maglion, el gordo, es Panza gully. Hacen que se coma las sobras de la mesa y fingen que es medio gully y que le están haciendo un favor.
—¿No vas a impedírselo?
—¿Por qué? —Moran parecía sorprendido—. Me paso el día entero entrenándolos hasta casi matarlos; después los mastico y los escupo. Se sienten frustrados todo el tiempo. Se desquitan los unos con los otros por la noche. —Señaló a Rakiel con el cuchillo de la mantequilla—. Entonces, una noche, alguno de ellos empezará a pensar en la Medida. A pensar de verdad. Sentirá miedo, pero se enfrentará a los otros y dirá: «Esto no está bien. No deberíamos hacerlo». Al día siguiente, todos vivirán el Código.
Iba expresión de Rakiel denotaba que no estaba convencido.
—Ocurre todos los años —aseguró Moran.
—Y, entretanto, los dejas que se torturen unos a otros. Incluso cuando la toman con tu propio…
—¿Mi propio qué? —El cuchillo de mantequilla seguía siendo un cuchillo de mantequilla, pero de repente la hoja pareció brillar más con la luz de la ventana.
—Nada. —Rakiel sonrió con nerviosismo—. No sé en qué estaría pensando.
Como ocurría con cualquier asunto informal de los caballeros, las clases se impartían en el lenguaje conocido como Común Culto. Sólo la parte inicial era en la antigua lengua. Moran se situó en la primera fila de bancos mientras los novicios decían: «Est Sularis oth Mithas» y tomaban asiento.
El instructor estaba entre Tarli y Saliak, que habían acabado por sentarse juntos durante el curso. Ninguno de los chicos quería parecer cobarde por cambiarse y separarse del otro. Además, Saliak disfrutaba dando codazos y golpes a Tarli cuando creía que Moran no estaba mirando.
En lugar de ir a la mesa, el caballero se sentó en el banco y se volvió hacia Saliak una vez recitado el Código.
—¿Por qué pronuncias esas palabras?
—Porque vos nos lo ordenáis —contestó Saliak, nervioso.
Alguien soltó una risita.
—¿Y por qué lo ordeno?
—Porque el Código es importante —contestó Tarli.
Moran se volvió hacia el chico exhibiendo toda la dureza de la Máscara.
—¿Qué lo hace ser importante?
Antes de que Tarli tuviera tiempo de responder, Moran giró con brusquedad la cabeza hacia la segunda fila.
—Tú, Maglion. ¿Qué hace importante al Código?
Maglion se puso rojo como la grana.
—Su sig… significado…
—No. —Moran se incorporó y caminó hacia el frente con pasos deliberadamente lentos. Luego dijo en voz baja—: El Código no significa nada. El Código es todo. De día o de noche, despiertos o dormidos, el honor es vuestra vida.
»Cuando eso se entiende, actuar mal resulta tan imposible como levantarse de entre los muertos. —Miró fríamente a Maglion—, ¿Lo comprendes?
—Sí. —Pero la expresión del chico era desdichada.
—Sí, lo comprendes —se mostró de acuerdo Moran—. Quizá no te gusta.
El muchacho se puso aún más colorado.
—Bueno, quiero decir, que… si un caballero ha sido insultado… digamos, tratado injustamente de manera repetida… —puso todo su empeño en no mirar a Saliak— ¿entonces se supone que ese caballero debe enfrentarse a la persona que lo maltrata? ¿Un duelo? Quiero decir, por venganza.
—Por honor. Nunca por venganza.
—Sí, de todas formas, te enfrentas a él, ¿cuál es la diferencia?
Moran se echó hacia adelante, con las manos apoyadas en la mesa.
—Supón que alguien te atormenta durante meses y tú lo desafías y exiges que se disculpe. Si no lo hace, puedes luchar con él. Pero si te ofrece una sincera disculpa, no tienes más remedio que aceptarla y no luchar. Esa es la diferencia.
Steyan masculló algo entre dientes.
—¿Es eso un problema? —preguntó Moran con voz sosegada.
El muchacho se rascó la cabeza, miró a uno y otro lado en busca de ayuda, y por último dijo:
—Es duro.
—Lo es. —De manera deliberada, Moran se despojó de la Máscara y habló como un simple ser humano—. El honor, cuando forma parte de tu vida, aunque no sea fácil o no puedas eludirlo de ningún modo, sabe mejor que la comida o la bebida. Cuando no lo quieres, te corroe, día y noche.
—¿Qué pasa cuando una clase de honor entra en conflicto con otra? —preguntó Tarli, que mostraba una actitud solemne poco habitual en él.
Moran no respondió enseguida. Cuando habló, lo hizo despacio y midiendo las palabras.
—Aprende esto, y apréndelo bien. Sólo hay una clase de honor. Nunca creas que una situación en conflicto con el código y la Medida significa que hay conflicto entre dos honores.
Relajó la tensión. Sólo él sabía qué crisis de fe originaba en un hombre esta clase de preguntas.
—No obstante, surgen conflictos entre distintas clases de deberes —agregó.
A finales de verano, Lorena dijo con actitud traviesa: «¿Eres un hombre de costumbres domésticas al que le gusta la familia?».
«Ya sabes que sí». Moran le había enseñado el panteón familiar y le había relatado la mayor parte de la historia de sus antepasados.
Ella le dio unos golpecitos con el dedo en las costillas, juguetona. «Lo que quiero decir es que si serías bueno con un niño, sin que importara quién es o cómo es».
«Por supuesto que sí».
Lorena agitó los brazos, riéndose de él; pero también había lágrimas en sus ojos. «Me refiero a cuidarlo y educarlo, y atender sus necesidades. ¿Prometes que lo harías, aun cuando ese niño se interpusiera entre ti y cualquier cosa que desearas hacer?». Sus risas cesaron. «Por favor…».
Moran dijo sin la menor vacilación: «Haría eso y mucho más. Fuera lo que fuera a lo que tuviera que renunciar». La alzó en sus brazos con facilidad y la besó repetidamente. Le prometió que siempre, por amor a ella, «cuidaría y educaría» niños.
Ahora, al mirar atrás, comprendió que su promesa lo había convertido en el mejor maestro que jamás tuvo la caballería.
Moran estrechó los ojos al salir al patio.
—Demasiada luz, ¿no os parece? —preguntó con tono despreocupado. Durante los meses pasados, los novicios habían aprendido a temer aquellas preguntas superficiales. El caballero miró con sorpresa a su alrededor—. ¿No? Ah, claro. Sois jóvenes. No lo notáis. Pero no os preocupéis. Yo me ocuparé de que no os duelan los ojos de tanto guiñarlos.
Tendió a cada muchacho una venda y les dijo que se las pusieran unos a otros. No sin recelo, le dio a Saliak la de Tarli. El chico mayor la ató a la cabeza del pequeño y sólo le faltó plantar el pie en su espalda para apretar más el nudo. Tarli soltó una corta exclamación de sorpresa, al tiempo que se llevaba las manos a la cabeza.
—¿Algo va mal? —preguntó Moran.
—En realidad, no. —Por fin, Tarli comentó vacilante— Está muy prieto y me hace daño.
—Considera el dolor como un inconveniente más. Quizá tengas que luchar algún día sintiendo dolor. —Posó una mano sobre el hombro del chico, principalmente para que no se moviera—. Ahora, véndale a Saliak los ojos.
Saliak dio un respingo. No había pensado en eso. Tarli, con la piel fruncida bajo la ceñida venda, esbozó una mueca maliciosa. Saliak no dijo nada cuando Tarli apretó con todas sus ganas, pero Moran vio que el chico mayor hacía un gesto de dolor.
Moran entregó a cada uno de los chicos, vendados y tanteantes, una daga. Maglion dio un grito al pincharse un dedo con la punta; los demás pegaron un brinco al oírlo. Moran los condujo uno tras otro hasta uno de los muros, dejándolos de espaldas contra la pared.
—Y ahora —dijo con voz calmosa—, todo cuanto tenéis que hacer es cruzar el patio sin que los otros os apuñalen. Muy sencillo, a mi entender.
Lo era. Si se utilizaba el oído y se recordaba que las armas defensivas son tan importantes como las ofensivas, la tarea no encerraba mayor dificultad. Los novicios empezaron a cruzar el patio con precaución, arrastrando los pies.
No era tan peligroso como parecía; la mayoría de los chicos tenían miedo de lanzar cuchilladas, convencidos de que al hacerlo se arriesgaban a que el filo de otra daga les cortara la mano.
Moran se movía entre ellos, frenando con una espada torta la esporádica arremetida de algún novicio, y más frecuentemente tocando la espalda de un chico para recordarle que estaba desprotegido.
Ya fuera por un sexto sentido poco común o por imprudencia —Moran no supo determinar cuál de los dos—, Tarli llegó hasta la mitad del patio dando saltos antes de que los demás hubiesen avanzado un paso. Solo en el centro, ladeó la cabeza escuchando con atención y eludiendo a cada novicio que se le acercaba dando un paso de lado, en tanto que los demás caminaban de puntillas rehuyendo al resto mientras arremetían contra nada y esquivaban también nada.
Tarli alcanzó el muro opuesto en un tiempo récord y se quedó quieto, atento. Moran sintió una oleada de orgullo.
—Eh, kender —llamó con voz queda Saliak, cerca del centro del patio—. Pequeño Estofado kender, acércate, chico. —Chasqueó la lengua—. Tengo algo para ti. —Se apartó del punto donde estaba un momento antes, y que había hecho un blanco fácil con su propia voz.
Tarli sonrió y caminó de vuelta al centro del patio. Fue detrás de Saliak repitiendo, paso por paso, todos sus movimientos.
—Aquí, kender —llamó el chico mayor, con voz dulce— No tengas miedo, pequeñín. ¿No quieres mi sorpresa?
Tarli se humedeció con saliva una uña y después la puso contra la nuca de Saliak.
—Depende. ¿Qué es? —preguntó con tono coloquial.
Saliak se quedó petrificado al sentir el roce de lo que creía era la fría punta de una daga. Al oír la voz de Tarli, Faron se deslizó furtivo en su dirección, con la daga adelantada. Tarli retrocedió un paso, y Saliak se apartó casi de un brinco.
Faron lanzó una veloz cuchillada, lo bastante baja para partir en dos el corazón de Tarli. Éste, con la cabeza todavía ladeada, había captado el roce de una tela. Se giró y golpeó a Faron en la muñeca con la empuñadura de su j daga. El otro chico dio un grito y tiró el arma, que Tarli se apresuró a recoger.
Faron se puso a gatas para buscar la daga. Tarli estaba detrás de él y gritó:
—¡Janeel!
Janeel arremetió contra él, tropezó con Faron, y también perdió su arma. Tarli se situó entre los dos y empezó a vocear:
—¡Paladine me asista! ¡Steyan! ¡Cualquiera de vosotros! ¡Que alguien me ayude! Me tienen sujetos los brazos.
Varios chicos avanzaron hacia lo que creían una presa fácil.
Después de que los dos o tres primeros tropezaran y cayeran en un montón, los demás corrieron inevitablemente la misma suerte.
De manera gradual, los gruñidos y los rezongos del derrotado montón de piernas y brazos acabaron en nada, Aparte de Tarli, sólo Saliak seguía de pie, fintando con resolución de un lado a otro del vacío patio.
—¿Dein? —Llamó Saliak, al tiempo que se hacía a un lado—. ¿Faron?
Dein y Faron, medio enterrados en el montón de cuerpos, se maldecían uno al otro y también a Tarli.
Saliak había enrollado su camisa en torno al brazo, a guisa de escudo improvisado, y tanteaba con la daga para encontrar a alguien.
—¿Janeel? —Su voz sonaba asustada—. Respondedme alguno.
Entonces hizo algo que impresionó a Moran. Saliak corrió hacia un extremo del patio, con los brazos extendidos. Cuando tocó el muro, dio media vuelta y echó a correr hacia el lado opuesto.
Fue sólo cuestión de suerte el que en ambas ocasiones pasara de largo junto al montón de chicos. Se quedó quieto y empezó a gritar:
—¿Estáis todos bien? Por el ruido parece que os estéis quejando. ¿Necesitáis ayuda?
«El peor de todos se está convirtiendo en un caballero», pensó Moran con satisfacción. Para entonces, Saliak estaba asustado de verdad.
—¡Respondedme! —Brincó hacia un lado, como si algo invisible hubiese saltado sobre él—. ¡Señor, decidme que están bien!
Aunque guardó silencio, Moran estaba conmovido.
Tarli se acercó de puntillas a Saliak.
—¡Tararí-tatí-tatí! —gritó, al tiempo que le daba repetidos golpes en las costillas con el dedo.
Saliak chilló y acuchilló el aire con movimientos enloquecidos. Tarli retrocedió de un salto y se echó a reír. Los otros, al oír el jaleo, se esforzaron por levantarse en medio de gruñidos y maldiciones.
Taciturno, Moran vio que el ejercicio estaba resultando un desastre.
Muy bien, quitaos las vendas.
Los que podían, ayudaron a los que no podían. Se quedaron boquiabiertos con lo que vieron: a sí mismos, desuñados, en el centro del patio, y Tarli, todavía con los ojos vendados, de pie sobre un montón de dagas. Su actitud denotaba una gran seguridad en sí mismo.
así todos los chicos tenían contusiones, y sólo alguno que otro corte superficial. Moran llegó a la conclusión de que el ejercicio podía considerarse un éxito. Saliak tiraba de la venda con todas sus fuerzas.
—No puedo quitármela —dijo, irritado.
Varios chicos intentaron desanudar la venda, pero sólo consiguieron apretar más los nudos. Por fin, Janeel le pidió a Tarli una daga.
Tarli se encogió de hombros y se la lanzó, con un movimiento fácil y ligero, sin necesidad de mirar, y después cortó su propia venda; recogió su morral y el trozo de palo atado a la correa, de los que nunca se apartaba, y se encaminó al comedor, solo, haciendo girar el palo y escuchando el zumbido que hacía.
Saliak se frotó las marcas enrojecidas que tenía en la cabeza y lanzó una mirada feroz al muchacho que se alejaba.
—Mataré a esa pequeña alimaña. Lo mataré. Lo mataré.
—Saliak —llamó con frialdad Moran, que se encontraba detrás de él. El chico giró sobre sus talones, enrojeciendo j hasta la raíz del cabello.
—¿Señor?
—Te daré un consejo: no lo intentes mientras estés con los ojos vendados. Podrías herirte a ti mismo.
Steyan soltó una carcajada. Saliak le lanzó una mirada asesina.
«Pagará por esa risa», pensó con tristeza Moran. Rakiel contempló a los chicos salir del patio renqueando.
—Tarli tiene un oído extraordinario… para ser un humano —comentó el clérigo.
—Es una cualidad corriente en los humanos —replicó Moran con irritación—. Yo mismo… —Enmudeció sin terminar la frase.
—¿Ibas a decir algo sobre tu sentido del oído? —lo zahirió Rakiel.
—Que es muy aguzado. —Clavó la mirada en el clérigo, como retándolo a que dijera algo más.
Rakiel sonrió, se encogió de hombros y se alejó.
Tan pronto como estuvo a solas, Moran empezó a recoger y a contar las dagas. El resultado fue desastroso. Faltaban varias. Recuperó unas cuantas en la inspección que hizo en los barracones (y en el morral de Tarli). El chico fue muy impreciso sobre lo que había ocurrido con el resto.
El registro efectuado en la mansión no tuvo resultados positivos.
Moran pasó la tarde ocupado con más papeleo, asistido por un sarcástico y escéptico Rakiel. La partida de Draconel al final de la jornada, en la que Moran perdió siete soldados de infantería a manos de los escuadrones suicidas de Rakiel, no contribuyó a mejorar el humor del caballero.
—¿Más gastos? —preguntó Rakiel una semana más tarde.
Moran gruñó. Esta vez era para reemplazar las ollas y sartenes que Tarli había utilizado como «armaduras» para una batalla nocturna en los barracones.
—¿Es que nadie te pide cuentas cuando gastas más de normal? —preguntó el clérigo.
—No. —Moran apretó los dientes; después, más calmado, agregó—: Los caballeros confiamos unos en otros. Relleno los impresos, firmo y sello documentos, y soy depositario del oro y la plata guardados en la tesorería, el cuarto que está abajo, cerca de los barracones de los novicios, y… ¡Oh, por Paladine! —Era la primera vez en veinte años que Moran juraba en voz alta.
Rakiel se quedó sorprendido al ver que un hombre mayor pudiera correr tan deprisa.
Cuando el clérigo llegó a la tesorería, resoplando y jadeando por el esfuerzo, Moran estaba de pie ante la puerta abierta y contemplaba con fijeza las estanterías cargadas con bolsas de oro, monedas, cofrecillos, cuencos y cálices. Los huecos vacíos saltaban a la vista. Moran echó una ojeada al pasillo y después se volvió hacia el clérigo.
—Toma. —Le entregó una llave a Rakiel—. Haz un inventario y luego cierra a cal y… Echa la llave. —El clérigo mintió con gesto aturdido—. Después quédate sentado contra la puerta hasta que haya regresado.
Moran esperaba que el registro le llevara mucho tiempo, pero fue muy breve. Encontró los objetos que faltaban colocados sobre el alféizar de piedra de una de las ventanas de los barracones:
Un cáliz de oro con gemas incrustadas y el pie tallado i unió una garra de grifo que aferraba una base semiesférica de plata.
Un cofre de mármol con incrustaciones de ónix, cuya asa superior tenía la forma de un dragón rojo lanzándose sobre un caballero y su corcel. Los ojos del dragón eran rubíes; el escudo del caballero era una esmeralda tallada.
Una bandeja, adornada con perlas, azabache y diamantes, que representaba la Tumba de Huma a la luz de la luna. La bandeja estaba apuntalada de manera que el reflejo de la luz en los diamantes se proyectaba en el techo.
—¿A que son preciosos? —Tarli estaba sentado en la cama del rincón. Faltaban las patas del mueble; tal vez había cambiado de sitio con Steyan. El chico se encontraba solo en la habitación, tallando con gesto tranquilo el palo atado a la correa. Moran señaló los objetos colocados en la ventana.
—¿Son…? ¿Tú…?
—¿Que si los he puesto ahí? Sí. Los tomé prestados. —Sin soltar el palo, Tarli se acercó a la ventana—. A la habitación le hacía falta un toque alegre, y estas cosas estaban arrinconadas en unas estanterías oscuras, ¿podéis creerlo? Pensé que servirían como recordatorio de nuestra instrucción a algunos de nosotros —concluyó con actitud sosegada.
—¿Son éstas todas las cosas que has… cogido prestadas?
—No podía transportar más. —Tarli echó una mirada crítica a la austera y triste estancia— Quizá regrese a buscar más…
—¡No! —exclamó Moran; luego, más calmado, añadió—: No vuelvas a entrar en el almacén. No vuelvas a sacar cosas de allí. No hagas nada relacionado con el almacén, a menos que tengas un permiso mío por escrito para ello.
—Muy bien, señor. —Tarli parecía desconcertado.
—Ahora me llevaré estas cosas a su sitio. —Moran recogió el cáliz, el cofre y la bandeja.
—¿Por qué? Guardados en ese cuarto oscuro no hacen servicio alguno a nadie.
—Los caballeros prefieren que estos objetos estén guardados bajo llave para impedir su robo —dijo con delicadeza Moran.
—¡No! —Tarli estaba conmocionado— ¿Ladrones? ¿Aquí? —Una idea monstruosa se abrió paso en su mente—. ¿Entre los novicios?
—Se han dado casos —respondió el caballero, con sequedad.
Rakiel había terminado de hacer el inventario cuando Moran regresó. El clérigo añadió los últimos tres objetos.
—¿Quieres ver la lista?
Moran sacudió la cabeza. Se sentó con pesadez en un arcón de roble cuya oxidada cerradura, según advirtió con alivio, estaba cerrada e intacta.
—Está todo. Siento haberte dado tanto trabajo.
—No tiene importancia. —Rakiel dobló la lista y la guardó en sus vestiduras—. Presumo que fue Tarli quien las robó. ¿Has notado que…?
Moran lo interrumpió.
—Ve al sótano y tráeme un puñado de espigones y un martillo. Voy a clausurar esta puerta.
Rakiel no se movió; miraba al caballero con actitud sombría.
—¿Has notado que los novicios no se equivocan al decir que parece un kender? —Dijo con determinación—. No tiene las orejas puntiagudas, claro —se apresuró a añadir—, ni tampoco lleva recogido el pelo en un copete. Es algo más alto, pero sus costumbres, su imprudencia, su…
Moran miró ceñudo al clérigo.
—Lorena era humana. Muy baja, y un poco rara, pero humana. Vete.
Rakiel se marchó. El caballero, sentado en el arcón, a solas en el cuarto, encorvó los hombros y cerró los ojos, demasiado cansado incluso para evocar a Lorena.
Moran ordenaba los manuscritos. El curso casi había finalizado.
La partida de Draconel había terminado también; la noche anterior, las fuerzas de Rakiel, diezmadas tras meses de tácticas brutales, se habían retirado en desbandada. Moran mató y capturó tantas piezas como la compasión y la logística permitían, y después aceptó la hosca felicitación de Rakiel; de buena gana, bajó las escaleras para comprobar cómo iban las cosas en los barracones.
Retrospectivamente, Moran deseó haberse quedado con Rakiel.
Oculto en el nicho, vigiló a los muchachos. Esta iba a ser la última noche que pasaban allí. A la mañana siguiente, los novicios recibirían la túnica de escuderos y se les daría los nombres de los caballeros a los que habrían de servir.
Los chicos habían conseguido bajo cuerda pasteles y cerveza, si bien Moran estaba enterado; sin embargo, no parecían sentirse muy inclinados a comer y beber. Ya no era divertido romper las reglas.
Por desgracia, ninguno de ellos había perdido la costumbre de intimidar a sus tres víctimas.
—Panza gully puede celebrarlo por nosotros —dijo Janeel con fingida cordialidad.
Dein y Faron habían atado los brazos de Maglion a la cama. El chico apenas ofrecía ya resistencia y empujaba a los otros de manera mecánica. Sólo sus ojos denotaban furia y dolor.
Steyan, con las piernas dobladas contra la espada y metido en un arcón abierto, observaba la escena torciendo la cabeza en una postura forzada, ya que tenía el cuello doblado y la barbilla pegada contra el pecho para caber en el interior del baúl; en el exterior del mueble había una etiqueta que decía: «Artilugio gnomo para reducir tamaño».
Tarli estaba encadenado y amordazado. Delante de él había un hueso mordisqueado y un letrero:
¡CUIDADO! ¡KENDER PELIGROSO! ¡MUERDE!
El muchacho observaba a los otros con tranquila indiferencia.
—No podemos permitir que pases sed. —Janeel vació una jarra entera de cerveza en la boca de Maglion; por la nariz del grueso muchacho salió espuma, mientras se atragantaba y tosía.
»Y ahora… —Janeel balanceó un pastel delante de Maglion, como si fuera un mago—. ¡Un dulce de nuez! Está hecho con miel de verdad. ¿No lo quieres? Quizá debería dárselo a Estofado kender. —Sostuvo el pastel frente a la nariz de Tarli—. ¡Pobre Estofado kender! Tiene que mendigar para que lo inviten. —Se giró y aplastó el dulce en el rostro de Maglion—. Panza gully se lleva el premio. Agarró al muchacho gordo por el pelo para obligarlo a abrir la boca y le metió todo el pastel a la fuerza. Una única lágrima de frustración y cólera resbaló por la mejilla de Maglion.
—Espera. —La voz sonó molesta y avergonzada. Para sorpresa de Moran, era Saliak quien había hablado—. Esto está mal. Yo estaba equivocado.
Limpió a Maglion la cara con su propia toalla y después le desató los brazos. El muchacho gordo le cogió la prenda y acabó de limpiarse sin decir una palabra.
—Pensé que era divertido. —Saliak se agachó y desanudó las correas atadas a las rodillas y codos de Steyan—. Creía que eran raros, distintos de nosotros, y que hacerles esto era sólo… una broma.
Steyan salió tambaleante del arcón y cayó. Saliak le frotó los brazos y las piernas para que se reanimara el riego sanguíneo.
—Era lo que pensábamos todos, ¿no? —Saliak miró en derredor con ansiedad—. Todos nos reíamos. —Sus ojos fueron a donde estaba Tarli; enrojeció y miró a otro lado. Cuando Steyan consiguió moverse en medio de gruñidos, Saliak se dirigió hacia Tarli—. Nunca pensé seriamente en el Código. —Soltó la cadena. Mientras le quitaba la mordaza, agregó—: Y la Medida la consideraba… bueno, una tontería de la disciplina en clase. No te culparía si quisieras golpearme.
—Me parece justo —dijo Tarli, que acto seguido le dio una patada en la ingle.
Los otros dieron un respingo de sorpresa, un gesto de dolor compartido. La expresión de Maglion y Steyan era como cuando un rayo de sol se abre paso tras un aguacero de primavera.
—¿Es éste el modo en que lucha un caballero? —preguntó Saliak jadeante, cuando fue capaz de incorporarse. Tarli se encogió de hombros.
—¿Prefieres luchar cara a cara?
—En este momento preferiría no luchar. —El rostro de Saliak tenía un tinte verdoso.
—Pero insultaste mi honor. Repetidamente. Y ahora lo sabes.
Saliak parpadeó varias veces; al parecer, tenía problemas para enfocar los ojos.
—La Medida dice que si elijo no luchar y me he disculpado, entonces tienes que aceptar mis disculpas.
—En efecto. —Tarli asintió con un cabeceo. Luego añadió con un tono tan indiferente que heló la sangre a Moran—: Pero mi propio código está por encima de la Medida. ¿Cara a cara?
Saliak aceptó moviendo la cabeza arriba y abajo, gruñendo por el esfuerzo.
—Bien. —Tarli levantó la cabeza de Saliak.
Con el chico más alto de rodillas, los dos muchachos estaban a la misma altura. Tarli se cogió ambas manos y las estrelló contra el mentón de Saliak, que cayó de espaldas.
—Esto puede doler un poco…
Tras darle otros cuantos puñetazos, Tarli lo apuntaló con el bastón de la correa y comenzó a propinarle una paliza sistemática. Moran, que contemplaba acongojado la escena, tuvo que admitir que Tarli no sabría mucho sobre la compasión o la Medida, pero sus conocimientos de anatomía eran extraordinarios.
Por último, tambaleándose bajo el peso, Tarli llevó al derrotado Saliak a la cama. Steyan y Maglion estrecharon la mano de Tarli. Luego, para gran alivio de Moran, los dos muchachos vistieron y vendaron a Saliak. Parecía que, por fin, todos hablan comprendido lo que para un caballero significaba la Medida. Todos, menos Tarli.
Moran detestaba hacer aquello.
Podía ver el sonriente rostro de Lorena, inquisitivo y totalmente confiado. Durante todo aquel verano, se había comportado como si creyera que nadie le haría daño, y él había intentado con todas sus fuerzas no ser jamás quien la hiriese.
Después de desayunar, Rakiel, mostrándose ostentosamente compasivo y haciendo gala de una exagerada afectación, bajo las escaleras y mandó a Tarli que subiera.
Moran sostuvo una última pugna consigo mismo. «Lo mejor que podría esperar, es que pasaran muchos años antes de que el chico fracasara. Y entonces vendría el juicio, y el veredicto, y las rosas negras de culpabilidad sobre la mesa», se dijo.
Tomó asiento, mientras ensayaba lo que iba a decir. A pesar de los muchos años que llevaba viendo la marcha de los escuderos, Moran seguía detestando las despedidas; sobre todo, las inesperadas.
Al final del verano, Lorena fue a buscarlo. «Me marcho. No preguntes adonde, ni me sigas».
Él se opuso, pero la joven se mantuvo firme en su decisión. «Tú tienes tus obligaciones. Tu honor es tu vida, ¿recuerdas? Mantón tu honor en mi nombre. Acuérdate de lo que me prometiste».
Lo besó. El intentó retenerla, pero la muchacha se escabulló entre sus brazos y se marchó… de Xak Tsaroth y de su vida. Llevaba consigo un morral que Moran no sabía que tuviera. Dolido, la contempló mientras se alejaba y cómo se atusaba el pelo sobre las orejas cuando el aire arremolinado de los cruces de calles se lo revolvía. No miró atrás una sola vez.
Moran se volcó en sus estudios. Años más tarde, cuando se enteró que Lorena había regresado, no fue a visitarla.
Tarli llamó a la puerta. Por una vez, Moran no se puso la Máscara y dejó la misma expresión apacible y fatigada que había visto reflejada momentos antes en el espejo.
—Adelante.
Tarli llevaba consigo su morral y el palo con la correa. Miró al caballero con gesto inquisitivo.
—Nunca os había visto sentado en vuestro escritorio, ¿Es ahí donde escribisteis Las tácticas Brightblade?
—Sí. —Moran señaló la otra silla con un ademán—. Siéntate. —Sin más dilaciones, comenzó—: Tarli, he observado tus progresos durante las pasadas semanas. Has hecho maravillas, a despecho de tu talla pequeña. —El muchacho movió arriba y abajo la cabeza con actitud ufana—. En todas las situaciones, y sé que en algunas sesiones de entrenamiento te has enfrentado a un verdadero peligro, has demostrado una ausencia total de temor.
—Por supuesto. —Tarli parecía desconcertado.
—A la mayor parte de tus condiscípulos les ha parecido mucho más duro. Después de casi dos décadas de instruir novicios, probablemente seas el muchacho más arrojado a quien he entrenado.
El rostro de Tarli se iluminó con una sonrisa. Moran no correspondió al gesto.
—No obstante —prosiguió—, ese coraje lo has demostrado… en fin, de manera muy peculiar. En lugar de utilizar armas, las rompías o… las tomabas prestadas. En lugar de aceptar la enseñanza como se impartía, la moldeabas a tu gusto. No sería exagerado afirmar que incluso variaste el modo de entrenamiento de todos los demás.
—Hice cuanto estuvo en mi mano en su favor. —Tarli estaba muy tieso en la silla; parecía no comprender qué estaba ocurriendo.
—También hubo cierto problema de…, de propiedad privada. —Moran intentó dar un rodeo al asunto—. Parece que no reconozcas la propiedad de otros como algo prohibido, que no está a tu disposición.
Tarli frunció el entrecejo, con gesto de fastidio.
—Si la gente le pusiera etiquetas a las cosas…
—No puede etiquetarse todo. Y entre unas cosas y otras… —Moran agitó la mano—. Lanzas, dagas, libros diversos, vituallas… Éste ha sido el curso más costoso que recuerdo.
—He oído comentar a la gente que el coste de la vida ha subido en toda la ciudad —dijo Tarli mientras se rascaba la cabeza.
—Por último, en privado, has tenido que soportar ciertas… injurias por parte de otros chicos —continuó Moran con cortedad—. La mayoría de las veces, lo has llevado con paciencia.
—Entonces, lo sabíais. —Tarli tenía los ojos abiertos de par en par.
Moran asintió.
—Es preciso que esté enterado de cómo responderíais cada uno de vosotros ante diversas circunstancias. Ser un caballero significa aprender a actuar como tal. —Con los ojos prendidos en Tarli, finalizó—: No sólo durante los entrenamientos o en combate, sino en todo momento.
Aguardó.
—Entonces sabéis también lo de anoche —dijo por fin el chico, sin mostrarse turbado.
—En efecto. —Moran carraspeó—. Luchaste en abierta oposición a la Medida. Lo que dijiste, más que lo que hiciste, pone de manifiesto que no crees en ella. —El caballero suspiró—. Créeme, Tarli, lo siento más de lo que puedes imaginar. Pero tú no estás hecho para ser un caballero. Tienes tu propio estilo de hacer las cosas, tu propio punto de vista sobre los derechos de otros, y tu propio código de honor; y nunca se acomodarán para convertirte en un caballero. —Con la conciencia tranquila pero sintiéndose desgraciado, se volvió hacia Tarli.
—Tenéis toda la razón, señor. La caballería no encaja conmigo. —El chico lo dijo como si la culpa fuera de la Orden. Moran lo miró con atención.
—¿No te importa?
—Ya no. —Tarli frunció el entrecejo—. Me habría importado cuando empecé. ¿Sabíais que le prometí a mi madre hacerme caballero? —Moran sacudió la cabeza, en parte para despejar la confusión—. Me dijo que sería bueno para mí y para la caballería. —Tarli suspiró hondo—. A veces, durante estas semanas pasadas, me he preguntado si no lo diría en broma.
«Posiblemente», pensó Moran mientras sonreía con tristeza. Sí, era más que posible.
—En fin, es hora de marcharse. —Tarli se incorporó, pero no se movió del sitio—. Por cierto, tengo otro nombre, señor.
—Es de suponer. —Moran se puso tenso.
—No lo utilizo puesto que mi padre y mi madre no estaban casados. —Miró a Moran con sus ojos sinceros e inocentes.
—El nombre de tu madre es suficientemente digno —dijo el caballero con severidad. Desde aquel verano, Lorena había adquirido en la mente de Moran la categoría de una mujer espiritual, alguien cuyo amor era demasiado elevado y puro para el caballero.
—Puedo utilizar el otro nombre por derecho. —La voz de Tarli no sonaba amarga o irónica; se limitaba a exponer un hecho—, ¿Lo sabíais?
—Di por sentado que tú lo ignorabas. Ello no es un insulto a tu madre —se apresuró a añadir—. Era una mujer maravillosa. La conocía muy bien, ¿sabes?
—Sí, estaba enterado.
Moran se humedeció los labios, que de repente se le habían quedado muy secos.
—Por supuesto, tienes derecho a utilizar el nombre de tu padre. Creo… —Hizo una pausa y ciñó los brazos contra el pecho—. Creo que estaría orgulloso.
—¿Lo estás? —preguntó Tarli con voz queda.
La sencilla franqueza de la pregunta dejó estupefacto a Moran. Tarli tuvo que repetirla. Por fin, el caballero balbuceó:
—Yo, eh… Ella nunca me lo dijo…
—Bueno, mi madre me lo contó. Y siempre decía la verdad. —Tarli asumió una actitud tolerante, como quien disculpa la equivocación de otro—. Me dijo que probablemente no te gustaría que tomara tu nombre. Que tal vez te hiciera sentirte incómodo, al dedicarte a instruir chicos. Le parecía absurdo, pero creyó que tú lo preferirías así.
—Fue buena conmigo cuando más lo necesitaba. Siempre lo fue, salvo cuando se marchó. —Hizo una pregunta a la que había estado dando vueltas dieciocho años—. ¿Sabía que me habría casado con ella si se hubiese quedado?
Tarli parecía desconcertado.
—¿Es que nunca te lo dijo? Lo sabía, pero pensaba que no funcionaría. Erais muy distintos. Pero creo que te amaba —añadió con serenidad.
—También yo lo creo. —Brevemente y con pesadumbre, Moran pensó en las exigencias de la caballería, en el escándalo que se consideraba en la Orden un asunto de bastardía, y en el hecho de que los conflictos del deber pueden ser tan dolorosos como los conflictos de honor—. Tienes mi permiso. Si lo deseas, utiliza mi nombre.
—Gracias. —Tarli sonrió—. Pero creo que seguiré utilizando el mío, además del patronímico formal, ahora que soy adulto.
—¿Y qué nombre es ése? —preguntó Moran, divertido ante este repentino adulto de dieciocho años.
—Tarli Semikender —contestó el muchacho con tranquila seguridad. Moran abrió la boca lentamente, sin salir de su asombro.
—¿Semi… kender? —repitió con un hilo de voz.
—Eso es. —Tarli jugueteó con el fragmento de lanza atado a la correa.
Las palabras de Lorena acudieron a la mente de Moran: «¿Sin que importara quién es el niño, o cómo es?». Y su risa. «Me encantan los sitios extraños y los hombres extraños». El repetido gesto de atusarse el cabello sobre las orejas.
—¿Semikender?
—Bueno, supongo que también podría utilizar «Cabello de Fuego». Es un nombre respetado entre su gente, ¿sabes? Al principio no quise usarlo, pues podría parecer un encumbramiento social.
A Moran le daba vueltas la cabeza.
—¿Semikender? —repitió. ¿Cómo podía haber sido tan estúpido? ¿O era que no quería admitirlo?
—Así es. —La mirada de Tarli se tornó reflexiva, lejana—. Mi madre dejó a los suyos y vino aquí. A todos los kenders les gusta vagabundear. Por eso se marchó también de aquí… en parte.
Tarli paseó por la habitación, cargado con su morral, observando con gesto ausente las cosas. Más tarde, el perturbado Moran descubriría que habían desaparecido una botella de vino, un cuchillo de mesa y una copia de Las tácticas Brightblade.
—Será mejor que me ponga en camino.
Tarli no había dado dos pasos cuando se detuvo y rebuscó en su morral, que parecía estar lleno a reventar.
—¿Te importaría devolverle esto a tu amigo clérigo?
—¿Te los dio él? —preguntó el caballero, mientras cogía los rollos de pergamino que el chico le tendía.
—Bueno, no exactamente. —Tarli esbozó una mueca traviesa—, Una noche no tenía nada para leer, y su cuarto no estaba cerrado con llave… más o menos. —Su rostro se animó—. Lo relativo al tesoro de los caballeros es muy interesante.
Moran desenrolló el primer pergamino (el sello ya estaba roto) y leyó:
Al reverendo Hijo Venerable Astinus, en Istar.
Saludos y las bendiciones de los Únicos Dioses Verdaderos tic su servidor y vuestro hermano Rakiel. Que vos y ellos intercedáis por él.
Escrito cuando la luna Solinari está en fase menguante del mes en que la luna Lunitari se sitúa en ascendente en Li Reina de la Oscuridad.
Hasta el momento, todo marcha bien. He descubierto la cuantía de los bienes de los caballeros aquí, en Xak Tsaroth, y pienso que es excesiva para una fuerza defensiva de entrenamiento en tiempos de paz. Mi recomendación es que la iglesia haría mejor uso de ella.
He tenido acceso una vez al tesoro, y adjunto una lista detallada de su contenido. No sé con seguridad cómo se realiza el transporte del dinero y los metales preciosos desde la tesorería y dónde lo almacenan los caballeros, pero espero descubrirlo pronto.
El viejo que instruye a estos palurdos es un necio…
Moran cerró los ojos; recordó a Rakiel haciendo preguntas, Rakiel rellenando formularios, Rakiel ofreciéndose a tramitar las solicitudes para las lanzas.
—También tengo esto. Lo guardé por el mapa. Los mapas me encantan. Pero no creo que vuelva alguna vez aquí —dijo Tarli.
El «mapa» era el plano de la primera planta de la Mansión de la Medida, con el almacén marcado en rojo. Al final del pergamino había dibujada una plantilla exacta de la llave de la tesorería.
—Lo mataré —musitó Moran, pero no acababa de pronunciar las palabras cuando ya se había echado atrás. No había honor alguno en que el mejor instructor solámnico matara a un clérigo que temblaba de pies a cabeza cuando el caballero manejaba un cuchillo de untar mantequilla.
Moran dio la vuelta al pergamino con gesto pensativo. Si pudiera dar satisfacción de algún modo a su honor y refrenar el impulso de matar a Rakiel, esta página, por sí sola, enviada a la Orden de la Rosa, humillaría a los clérigos y probablemente dejaría a los caballeros en Xak Tsaroth libres de la influencia de la iglesia durante los años venideros.
—Gracias por enseñarme esto —dijo Moran.
Tarli sonrió y miró afectuoso al caballero.
—Tío Moran, has sido muy bueno conmigo.
—¿Tío Moran? Puedes llamarme «padre».
El chico asintió en silencio, casi con timidez.
—Me gustaría. Casi has sido un guía espiritual para mí, ¿sabes?
Moran, sosteniendo todavía el plano de la tesorería hecho por Rakiel, tuvo una idea descabellada.
—Todavía puedo ser tu guía —dijo lentamente—. Dime, Tarli, ¿hacia dónde te diriges?
El muchacho frunció el entrecejo, pensativo.
—No tengo ni idea —dijo por último—. Tal vez vaya a reunirme de nuevo con la familia de mi madre. Ya he vivido con ellos, y son agradables. —Frunció aún más el entrecejo, y Moran creyó estar viéndose a sí mismo en aquel gesto—. Pero a veces pienso que debería hacer algo con mi futuro, buscar una profesión.
Moran respiró hondo. Cuando habló, lo hizo midiendo las palabras.
—¿Has tomado en consideración ingresar en el clero?
Por su expresión en blanco, era evidente que Tarli nunca se lo había planteado. La expresión perpleja se tornó en otra maravillada.
—¿Sabes? Creo que tienes razón —dijo muy excitado—. Son perfectos. Lo pasaré estupendamente. Cuanto más conozco a los clérigos, más me parece que mi código se parece al suyo mucho más que al de los caballeros. —Alzó la vista bruscamente hacia Moran—. Sin intención de ofender.
—Oh, no me ofendo. —El caballero contuvo una sonrisa.
—Dime, ¿aceptan los clérigos a gente corriente…, gente como yo?
«¡Ah, Tarli, no hay gente como tú!», pensó Moran con afecto. Su mano se cerró con fuerza en torno a la misiva de Rakiel. Resultaba duro no matar a un hombre por una deuda de honor, pero quizá fuera mejor actuar así.
—Redactaré una recomendación. Los clérigos me deben un gran favor. Serás admitido, sin necesidad de más trámites. —Se imaginó a Tarli en una clase de clérigos en ciernes. Esto era mejor que matar a Rakiel en un combate desigual.
—Gracias. —Tarli estaba sinceramente sorprendido y complacido—. Madre dijo siempre que te portarías bien conmigo.
—¿Y qué harás como clérigo?
Los ojos de Tarli asumieron una expresión remota y soñadora.
—Iré con el pueblo de mi madre. Algo me dice que necesitarán clérigos en el futuro. —Hizo girar el palo que llevaba a un costado—. Y perfeccionaré esta arma que he inventado para ellos. Es estupenda en la lucha para gente bajita. He de encontrarle un nombre. —Giró la vara sobre su cabeza— ¿A que hace un sonido precioso? ¡Juup! —imitó con gesto alegre—. ¡Juup!
Moran garabateó una breve nota.
—Entrega esto a los clérigos y espera. Voy a enviar… unas cartas a los Caballeros de la Rosa. —Tras una breve pugna moral con su conciencia, agregó—: Espero que la iglesia te abra muchas puertas.
—Y, si no lo hace, las abriré yo mismo. —Tarli guardó la nota en su morral, que en esos momentos estaba que reventaba. Luego, dijo rápidamente—: Adiós, padre.
Los brazos de Moran recordaron lo que dieciocho años no habían podido borrar. Se cerraron en torno al muchacho y lo apretaron con fuerza. Tarli besó al caballero en la mejilla. Ni siquiera la Máscara habría evitado que las lágrimas humedecieran los ojos del hombre.
Tarli se bajó al suelo y, en un gesto sorprendentemente parecido al de Lorena, se arregló el cabello sobre las orejas. No tenía que hacerlo, ya que, a pesar de ser muy agudas, eran exactamente iguales a las de su padre. Caminó hacia la puerta y de repente se volvió.
—Quizá pueda enseñar a los clérigos tanto como he enseñado a los caballeros.
Y, sin más, se marchó.
Moran se asomó a la ventana y estalló en carcajadas por primera vez después de muchos años cuando vio a Tarli alejarse a la grupa del caballo de Rakiel.
—Quizá lo hagas, Tarli. ¡Sé que lo harás!