Los últimos combates del año 1944 en Prusia Oriental se desarrollaron en la ciudad de Goldap, a unos cien kilómetros al nordeste de Kaltenborn. Las tropas del Tercer Frente de la Rusia blanca, a las órdenes del general Cherniakovski, la conquistaron casa por casa el 22 de octubre, y el 3 de noviembre fue reconquistada gracias a un contraataque del vigésimo noveno Panzer-korps del general Decker. Hasta la nueva ofensiva soviética, que se desencadenó el 13 de enero de 1945, hubo una tregua que permitió a la población apreciar el peligro que la amenazaba y medir el valor de las palabras tranquilizadoras del gobierno nazi. Considerar la eventualidad de una invasión de Prusia Oriental por el ejército rojo era ser culpable de un acto criminal de derrotismo y traición. Los civiles alemanes no debían considerar en ningún caso la larga procesión de refugiados del este empujados por el avance soviético —primero campesinos rusos blancos, luego lituanos, la población del territorio de Memel y, finalmente, los primeros alemanes de Prusia Oriental— como una advertencia. En las plazas de los pueblos y en los jardines públicos de las ciudades se veían, colgados de una cuerda, ciudadanos culpables de haber hecho preparativos para irse. Así que el ejército rojo sorprendió en pleno aturdimiento a la población civil de las regiones abandonadas por la Wehrmacht. Los soldados soviéticos informaron que, al entrar en las granjas, habían encontrado a todos los animales en el corral o el establo, la chimenea encendida y la sopa hirviendo a fuego lento en la cocina. En las estrechas y escasas carreteras del país, en medio del frío polar de pleno invierno, una salvaje confusión mezclaba a los refugiados de todas las nacionalidades que huían hacia el oeste con los convoyes de la Wehrmacht, que se dirigían al frente o volvían a la retaguardia.
A pesar de que, en gran parte, seguía sintiéndose ajeno a los acontecimientos externos, Tiffauges fue testigo en dos ocasiones de aquel lamentable éxodo. La primera fue poco antes de la Navidad de 1944, en la carretera de Arys a Lyck. Mientras una columna militar proseguía su lento avance hacia Lyck, la caravana de refugiados que caminaba en dirección contraria parecía congelada por el frío. Debía de haber un atasco cerca de Arys, y las carretas parecían disolverse a causa de la inmovilidad, mientras los hombres aprovechaban el alto para comprobar los arneses de los caballos y la colocación de bultos, y los niños jugaban en los taludes y bosquecillos vecinos a la carretera. Tiffauges pasó al trote junto a la caravana en dirección a Arys, y al cabo de kilómetro y medio descubrió, bastante lejos, el origen del atasco, en un lugar donde un grupo de civiles y militares se ajetreaban en torno a dos vehículos enganchados. Un atelaje militar, al derrapar sobre una breve pendiente helada, había chocado con la carreta de un campesino, con tan mala fortuna que el timón de la carreta se había hundido como un venablo en el pecho de uno de los caballos del tiro militar. El animal agonizaba sobre las rodillas, sostenido a la derecha por el caballo del tiro y a la izquierda por el de la carreta, que coceaban y se encabritaban tratando de liberarse.
El espectáculo del éxodo impresionó profundamente a Tiffauges. Le recordó el de los franceses en junio de 1940, que en comparación con aquél parecía el embarque a Citerea, y se repetía la oración de las Sagradas Escrituras: Orad para que vuestra huida no tenga lugar en invierno. La imagen del caballo empalado se le grabó de modo indeleble en la memoria, pues en ella vio un nuevo símbolo —por desgracia indescifrable—, o más bien una figura heráldica desconocida, pero no sin afinidad con el escudo de armas de Kaltenborn. En cambio, lo que vio cuando la columna de refugiados volvió a ponerse en marcha estaba desprovisto de cualquier aura simbólica y sólo respondía al más puro horror: un cadáver humano formaba parte de la helada calzada, una y mil veces aplastado, apisonado, triturado por las cadenas de los tanques, los neumáticos de los camiones, las ruedas de las carretas o, simplemente, el martilleo de las botas, de tal modo que ya no tenía más espesor que una alfombra, una alfombra toscamente cortada en forma de silueta humana, en la que se distinguían vagamente el perfil, un ojo y unos mechones de pelo.
Unos días después, en la carretera de Lötzen a Rhein, tuvo un encuentro que le alteró aún más íntimamente. Desde lejos vio acercarse a todos aquellos prisioneros, con la cabeza envuelta en una bufanda y tocada por una gorra militar, los pies fajados con trapos de lana o periódicos atados con un cordel, y que arrastraban al cabo de una cuerda sus maletas de chapa o de cartón transformadas en trineos por unos pequeños patines de madera. Eran cientos, tal vez mil, y no absortos ni mudos como los demás refugiados, sino charlando, bromeando y balanceando a sus espaldas mochilas repletas de provisiones. Tiffauges supo a qué atenerse en cuanto los vio, mas no por eso le hirió menos profundamente la primera frase en francés que oyó. Abrió la boca para saludarles, para interrogarles, pero una opresión semejante a la vergüenza le hacía un nudo en la garganta. De repente se había acordado, con una sorprendida nostalgia, de Ernest el conductor; de Mimile, el de Maubeuge; de Phiphi, el de Pantin; de Sócrates, y sobre todo de Víctor, el loco. A fin de cuentas, nada le impedía unirse a aquellos hombres que marchaban alegremente hacia Francia, dispuestos a recorrer cerca de dos mil kilómetros de tierras socavadas por la guerra, en pleno invierno, con sus botas de trapo y papel… Miró sus propias botas, sus hermosas botas negras y flexibles de señor de Kaltenborn, que aquella misma mañana había encerado y lustrado con sus propias manos. Los prisioneros habían empezado a desfilar ante él y, tomándole por alemán, bajaban la voz; salvo un hombrecillo moreno que le gritó al pasar:
—¡Fritz kaput! ¡Sovietski partout, überall!
Aquella chanza parisina surgida en aquel fugitivo contacto con los suyos le recordó de golpe a Tiffauges la infranqueable distancia que siempre le había separado —por lento, taciturno y melancólico— del alegre pueblo de sus compañeros. Obligó a Barbazul, que manifestaba su impaciencia resoplando ruidosamente, a dar media vuelta, y continuó su camino hacia Kaltenborn. Pronto olvidó el encuentro, pues se sentía parte de esa Prusia que se derrumbaba a su alrededor, pero hasta su llegada al castillo le obsesionó la imagen del Rey de los Alisos, inmerso en los pantanos y, gracias a una espesa capa de légamo, a salvo de los ataques de los hombres y el tiempo.
E. S. Esta mañana he estado en Gumbinnen. Delante del taller del zapatero hay una cola de mujeres y ancianos con pedazos de neumáticos viejos en las manos. Cuando entran al taller se descalzan y esperan a que el zapatero clave en los destrozados zapatos, a guisa de suela, el pedazo de caucho usado…
A medida que crece mi poder, asisto con angustia y júbilo al simultáneo desmantelamiento de la nación alemana. Han evacuado a los niños pequeños, enviándolos a retaguardia. Los mayores van a convertirse en auxiliares de defensa antiaérea (Flakhelfer), y en consecuencia los colegios cierran uno tras otro. Sólo las oficinas de correos de las capitales de cantón (Kreisorte) funcionan todavía, y enviar una carta o un paquete significa recorrer kilómetros. En los ayuntamientos, un anciano desempeña el papel de alcalde, de teniente de alcalde y de secretario, y ya sólo lleva a cabo las operaciones más indispensables, entre las cuales —junto al reparto de las cartillas de racionamiento y el anuncio a las familias de la muerte de uno de los suyos en el campo de honor— se ha incluido, por exigencia del Gauleiter, la celebración de matrimonios. El gran Reich agonizante desea, sin embargo, asegurarse una descendencia legal. Ya no queda un solo médico en cien kilómetros a la redonda.
A veces oigo quejarse a la gente de que la vida se está volviendo más complicada. La verdad es que se simplifica, pero al ser más sencilla se vuelve más dura, más desapacible. Los circuitos —administrativos, comerciales y demás— de la vida moderna eran otros tantos mecanismos que amortiguaban el rozamiento entre los hombres y las cosas. Pero ahora la población tiene que enfrentarse con la cruda realidad.
Al derrumbarse, este país me emociona cada vez más. Lo veo caer desnudo a mis pies, débil, exhausto, reducido a la más absoluta indigencia. Se diría que al tambalearse descubre sus cimientos, hasta ahora sepultados, y de repente socavados y expuestos a la luz del día. Es como un insecto boca arriba, que agita en el aire las seis patas en torno a un blanco y blando vientre que apunta hacia el cielo, súbitamente privado de la proximidad oscura y protectora del suelo. Uno cree percibir el olor a tierra húmeda y podredumbre viva que impregna el pálido vientre de la nación caída. Aquí yace el gran cuerpo indefenso de Prusia, todavía vivo y palpitante, pero con sus partes más blandas y vulnerables bajo mis botas. Era lo único que faltaba para someter este país y a sus hijos a las exigencias de mi imperiosa ternura.
Raufeisen desapareció durante ocho días. Regresó una noche al frente de un convoy de camiones de la Wehrmacht, que descargaron en el patio del castillo tres mil Panzerfaust y mil doscientas minas anticarro. Los Panserfaust, pequeños lanzallamas individuales, extremadamente eficaces a pesar de su ligereza y sencillez, habían hecho aparición en el momento oportuno para convertirse en el arma ideal de los francotiradores aislados contra los carros blindados del invasor. Cuando el proyectil de carga hueca explotaba contra el blindaje, proyectaba un chorro de gas en llamas y un núcleo de metal en fusión a una velocidad de varios miles de metros por segundo y una temperatura de varios miles de grados. El metal líquido entraba en el carro a través del agujero hecho en el blindaje, hería o mataba a la tripulación e inflamaba los vapores de grasa y gasolina en suspensión dentro del habitáculo. Pero el Panzerfaust tenía un alcance limitado a ochenta metros, y los instructores insistían en la necesidad de dejar que el blanco se acercase todo lo que permitiera el valor del tirador. Quince metros era la distancia ideal, repetían, pero era también una distancia heroica y locamente temeraria, que exigía una sangre fría rayana en la inconsciencia frente al tanque.
Así que Raufeisen se dedicó, en el curso de unas clases teóricas que se celebraban en una sala del castillo donde habían colocado una pizarra, a familiarizar a los niños con el monstruo blindado.
—El tanque es sordo y medio ciego —afirmaba, recalcando las palabras—. Vosotros lo oís, pero él no oye nada. El ruido del motor impide incluso que los hombres que lo tripulan distingan la índole y el origen de los disparos: armas automáticas, artillería o aviación.
»Ve muy mal. Las mirillas están limitadas por considerables ángulos muertos, que abarcan, sobre todo, el entorno inmediato. Las sacudidas de la marcha hacen que la observación resulte todavía más precaria. De noche tiene que avanzar con la torreta y las ventanillas abiertas.
»El tanque no puede disparar en todas direcciones al mismo tiempo, ni contra su entorno inmediato. A los ángulos muertos se suman los treinta segundos, por lo menos, que tarda la torreta en dar un giro completo, y todo esto debe permitirle a un soldado decidido actuar sin peligro. El ángulo muerto del cañón varía entre siete y veinte metros, y el de las armas automáticas entre cinco y nueve, según el tipo de tanque. Además, al tanque le resulta imposible disparar con precisión mientras se está moviendo. Para dar en el blanco con el cañón tiene que pararse, alertando al tirador».
Luego enumeraba los seis puntos vulnerables del tanque en los que el tirador debe concentrar sus disparos: el tren de rodamiento, el suelo, el sistema de ventilación, el motor, el cuello de la torreta y las mirillas.
A medida que hablaba, los niños veían cobrar vida ante sus ojos a un animal fabuloso, de temible fuerza, pero lento, ruidoso, torpe, miope y sordo, y lo comparaban al animal rojo y negro que estaban acostumbrados a cazar. Aquél era, ciertamente, más peligroso que un ciervo, pero más fácil de acorralar y abatir; en resumen, una especie de jabalí gigante, nada más. Y reían de placer imaginando las cacerías que se avecinaban.
Los ejercicios de tiro con Panzerfaust reales, que tuvieron lugar en el páramo de Eichendorf contra unos blancos formados por muretes de ladrillo que imitaban toscamente la forma de un tanque, los obligaron a enfrentarse a una realidad más dura. La explosión de partida, el chorro de llamas que surgía junto a la nuca del tirador, el zumbido del cohete al rebotar en la nieve cuando no explotaba porque había golpeado el suelo en un ángulo demasiado cerrado, el estampido de llegada, el dardo de fuego que desparramaba los ladrillos de los muretes como si fueran confeti… Los niños comprendieron en seguida que acababan de poner en sus manos un juguete infernal y que una nueva era se iniciaba para ellos. Además, el primer accidente ocurrió a los dos días, y le costó la vida a uno de los Jungmannen, Hellmut von Bibersee.
Según el principio del cañón sin retroceso, la explosión de partida se compone de dos presiones iguales: una hacia delante, que lanza el proyectil, y otra hacia atrás, que debe desaparecer en el aire. El peligro principal para el tirador y sus ayudantes radica en esa lengua de fuego que el cañón vomita por donde no parece haber nada que temer. Si encuentra un obstáculo demasiado cerca, rebota y alcanza mortalmente al tirador. Pero el mayor riesgo es para el ayudante, colocado detrás del tirador, pues la llama es mortal hasta una distancia de tres metros.
Cuando Tiffauges se enteró de que la llama trasera de un Panzerfaust había decapitado limpiamente a Hellmut, cuyos restos descansaban en una camilla en la capilla del castillo, se dirigió inmediatamente allí, donde permaneció solo durante buena parte de la noche.
E. S. Hasta las primeras luces del día no he podido dejar de observar ese cuerpo delgado y como dibujado con tinta china sobre la sábana blanca en la que yacía: una estructura ósea cargada aquí y allá de masas musculares que sobresalían como altos relieves, como bolas de muérdago en las ramas desnudas de un árbol. ¿Basta con esta extraña imagen para dar a entender que ya no había nada humano en aquel despojo decapitado? Al decir nada humano, quiero decir nada que lo vinculase al ajetreo de los adultos. Hellmut von Bibersee ya no era Hellmut, y no venía de ninguna parte. Era la esencia del ser, caída del cielo como un meteorito y destinada a fundirse con la tierra. La muerte daba a su carne una plenitud que nunca había tenido estando viva. Los tendones, los nervios, las vísceras, los vasos, toda esa maquinaria secreta que la irrigaba y la hacía palpitar se había convertido en una masa dura y homogénea que ya no era más que forma y peso. Incluso la caja torácica, alzada como una profunda inspiración, y la suave ondulación de la túnica abdominal excluían por completo cualquier sombra de jadeo. Por supuesto, mis meditaciones empezaron a girar en torno a la noción de peso —de peso muerto— y concluyeron con la idea de acto fórico.
Siempre he sospechado que la cabeza no es más que un pequeño globo lleno de espíritu (spiritus, viento) que levanta el cuerpo, lo sostiene en posición vertical y le quita, a la vez, la mayor parte de su peso. Gracias a la cabeza el cuerpo se espiritualiza, se encarna, se elude. En cambio, decapitado, cae al suelo, súbitamente devuelto a una formidable encarnación dotada de una gravedad inaudita. El fenómeno de los gemelos, que va acompañado por una división del espíritu y un aumento proporcional del peso de la carne, me había proporcionado una versión relativa de este hecho al que la muerte restituye su calidad absoluta. De ahí que a pesar de la inercia de aquel cuerpo fláccido y privado de todos sus recursos, los volúmenes de la carne parecían haber ganado en plenitud.
Alcé en mis brazos la pequeña estatua yacente, mirando la horrible herida que ocupaba el lugar del cuello. De inmediato, a pesar de mi fuerza y de que lo esperaba, me tambaleé bajo la carga. Afirmo solemnemente que aquel cuerpo sin cabeza pesaba tres o cuatro veces más que el cuerpo vivo.
En cuanto al éxtasis fórico, me llevó a un cielo negro, sacudido, cada segundo, por la pulsación de los cañones del Apocalipsis.
E. S. En el corazón de la noche. Todos están ahí, reunidos en el hipnódromo, reducidos a la más completa sumisión. ¿Qué puedo hacer? Enorme y torpe mariposa nocturna, revoloteo pesadamente de uno a otro sin saber cómo dar libre curso a mi deseo, cómo saciar esta quejumbrosa sed que devora también el corazón. La falena nocturna vuela en alas del amor hacia la bombilla eléctrica. Y, al llegar junto a ella, en el colmo de la proximidad a lo que la atrae irresistiblemente, no sabe qué hacer. En efecto, ¿qué puede hacer una mariposa con una bombilla?
En realidad, no dejo de luchar contra una sospecha que me persigue con tanta insistencia que voy a escribirla en esta hoja y en el secreto de esta noche. ¿Acaso velar los restos de Hellmut me ha enamorado para siempre de una carne más grave y marmórea que la que ronca y resopla suavemente en el hipnódromo?
E. S. Una de las peores fatalidades que se ciernen sobre mí —¿o debería decir una de las más luminosas bendiciones que pesan sobre mi cabeza?— es que no puedo formular una pregunta o un deseo sin que, tarde o temprano, el destino se encargue de darle respuesta. Y ésta casi siempre me sorprende por su fuerza, a pesar de que estoy acostumbrado desde hace mucho tiempo a esta clase de golpes.
¿Qué voy a hacer con estos niños que he encerrado y aislado en Kaltenborn? Ahora sé por qué el poder absoluto del tirano siempre acaba por volverle completamente loco. Porque no sabe qué hacer con él. No hay nada más cruel que este desequilibrio entre un poder infinito y un saber limitado. A menos que el destino haga estallar los límites de la imaginación indigente y viole la vacilante voluntad.
Desde ayer conozco el atroz y magnífico uso que puedo dar a mis niños.
Raufeisen no deja de esforzarse para que Kaltenborn cumpla las órdenes de resistencia a ultranza que ha reiterado el Führer. La muerte de Hellmut no ha afectado los ejercicios de tiro con los Panzerfaust. Igualmente, una centuria de cada dos trabaja por turnos en la colocación de barreras de minas antitanque. Son Tellerminen de disco, relativamente poco peligrosas cuando se manipulan, pues sólo explotan bajo un peso mínimo de cuarenta kilos. En cambio, cada una de ellas pesa quince kilos, y ponen a dura prueba la fuerza y resistencia de los Jungmannen que las transportan desde los camiones hasta los emplazamientos elegidos, los «pasos obligados» en un eventual ataque de los tanques enemigos. Las minas se colocan al tresbolillo a una profundidad de doscientos o trescientos metros, de tal modo que tres minas cierren dos metros de frente.
Yo conduje sin la menor inquietud uno de los camiones militares, que la Wehrmacht nos presta durante unos pocos días más, cargado con quinientas minas pesadas, suficientes para hacer saltar por los aires toda una ciudad. Ya se habían colocado dos cargamentos, y sólo me esperaban unos veinte muchachos. El reglamento ordena que cada hombre transporte una mina —y sólo una— y que avance solo, a una distancia de cuarenta metros como mínimo de los hombres más cercanos. Dirigí el reparto y luego seguí al último Jungmann, tanto por hacer algo como por curiosidad y amistad.
Era Armin, de Ulm, en Wurtemberg. Uno de esos pequeños campesinos suabos, bajos y fornidos, de cabeza redonda y cráneo duro, compensados, a ojos de los S. S. que llevan a cabo la selección, por sus ojos color verde claro y su pelo dorado. En resumen, auverneses rubios, sobre todo si consideramos que los suabos tienen, en el resto de Alemania, fama de avaros, rencorosos, materialistas y sucios. Pero a mí me gustaba Armin por su fuerza, concentrada sobre todo en unas piernas demasiado robustas para el peso del cuerpo y que —a pesar de su aparente torpeza— daban pasos ágiles, casi saltarines, como si les divirtiera la levedad de su carga.
Sin embargo, esta vez Armin de Ulm no andaba con ese paso elástico, pues acarreaba en la mano derecha el pesado y mortal disco, la tortilla de chapa blindada que desequilibraba su figura, la inclinaba a la izquierda, y le hacía extender el brazo libre como contrapeso. Avanzaba con pasos rápidos y cortos, y yo me acerqué a él con la vaga idea de ayudarle a pesar de las instrucciones. Después de recorrer un centenar de metros, Armin se detuvo y se cambió la mina de mano, no sin antes volver a poner en su sitio el trapo enrollado en torno al asa, demasiado delgada y cortante. Reanudó la marcha con pasos aún más apresurados, esta vez extendiendo el brazo derecho. Luego se detuvo de nuevo y, al verme, sonrió y resopló para expresar su cansancio. Por fin adoptó una técnica sin duda más fácil, pero completamente ajena a las normas de colocación y retirada de minas que nos habían enseñado. Sosteniendo la mina con ambas manos por la parte de abajo, se la apoyó en el vientre y caminó con el torso ligeramente echado hacia atrás. Sus dos altos me habían aproximado mucho a él, y ya sólo nos separaba una decena de metros cuando se produjo la explosión.
No oí nada. Vi una luz blanca que brilló de repente en el lugar que ocupaba el niño, e inmediatamente después me envolvió y me arrojó al suelo una furiosa borrasca, una ráfaga de sangre en estado gaseoso. Debí de perder el conocimiento durante algún tiempo, pues recuerdo que me rodearon y me levantaron casi inmediatamente, lo cual es imposible. En la enfermería se sorprendieron muchísimo de encontrarme ileso: de la sangre que me cubría de los pies a la cabeza ni una sola gota era mía. El que me había ensangrentado era Armin, convertido en una nube de glóbulos rojos.
Este salvaje bautismo, justo después de velar a Hellmut, ha hecho de mí otro hombre.
Un enorme sol rojo se alzó de repente ante mi rostro. Y este sol era un niño.
Un huracán bermejo me arrojó al polvo, como Saúl en el camino de Damasco, fulminado por la luz. Y este huracán era un chiquillo.
Un ciclón escarlata me aplastó la cara contra la tierra, como la majestad de la gracia clava en el suelo al joven levita. Y este ciclón era un muchachito de Kaltenborn.
Un manto púrpura pesó sobre mis hombros de un modo intolerable, atestiguando mi dignidad de Rey de los Alisos. Y este manto era Armin, el suabo.
E. S. A pesar de sentirme fresco y recuperado, me he quedado mucho tiempo, sin un motivo confesable, entre las calmantes manos de Frau Netta. Pensándolo bien, me sorprende no haberme aventurado antes en esta parte de los sótanos, convertida en enfermería, donde el olor dulzón y agresivo del éter me produce extraños arrebatos. La carne abierta y herida es más carne que la carne intacta, y tiene su propia indumentaria, los apósitos, que son pautas de descifrado más elocuentes que la ropa corriente. Esta atmósfera, mezcla de angustia y de éxtasis, me ha recordado de pronto la enfermería de San Cristóbal, donde tuve que pasar unos días después de que Pelsenaire me obligara a lavarle la rodilla herida, con la boca.
Gracias a Dios, ahora soy lo bastante fuerte y lúcido como para soportar que salgan a la luz todos los detalles de aquel episodio desgraciado, pero de tanto alcance. Me han hecho falta todos estos años para poder arrancarle la verdad a la parte más pudorosa y reservada de mí mismo. Pero seamos justos y no caigamos en un anacronismo: cuando la fiebre y las convulsiones me derribaron a los pies de Pelsenaire no se me ocurrió, evidentemente, analizar lo que estaba pasando. Vivía los acontecimientos de mi vida con demasiada inmediatez como para intentar glosarlos. Y a fin de cuentas, si lo hubiese hecho, el exceso de problemas que me abrumaban habría sido una explicación suficiente para mi agotamiento nervioso. Pero luego disfruté de un descanso bastante largo en la enfermería —unos quince días, tal vez—, durante el cual tendría que haber abierto los ojos, si el oscuro temor a saber demasiado sobre mí mismo no los hubiera mantenido obstinadamente cerrados.
Por lo tanto, ahora y sólo ahora me siento capaz de escribir la verdad sobre aquella crisis, y lo hago con el mínimo de palabras que puedo emplear: lo que pudo conmigo en el momento en que mis labios rozaron los labios de la herida de Pelsenaire no fue sino un exceso de alegría, una alegría de una violencia insoportable, una quemadura más cruel y profunda que todas las que sufría antes y he sufrido después, pero una quemadura de placer. Era completamente imposible que mi organismo virgen, y todavía encerrado en su propia ternura, soportase una llamarada semejante.
En cuanto a los días en la enfermería que siguieron, no fueron, en suma, más que la repetición mitigada, diluida y como enternecida de aquella intolerable prueba. El olor dulzón y equívoco del éter que lo impregnaba todo, hasta los alimentos, me hacía vivir en un estado de leve embriaguez, dichoso e inquieto a la vez. Pero lo que más animó e iluminó aquellas horas febriles fue la atracción que los vendajes ejercían sobre mí, y la ávida curiosidad con que observaba la sucesiva retirada de la venda, el algodón y la gasa para descubrir, en mitad de la piel blancuzca y marcada, el rostro de la herida. Un rectángulo de tafetán sujeto por una cruz de esparadrapo me emocionaba más que los encajes más sugestivos. En cuanto a la herida en sí, su dibujo, su profundidad e, incluso, las etapas de cicatrización eran un alimento mucho más rico e inesperado para mi deseo que la simple desnudez de un cuerpo por apetitoso que fuera. Diferentes costras jalonaban estas etapas, que o bien arrancaba abriendo una nueva herida de la que brotaba sangre, o bien se desprendía por sí misma, revelando un trozo de epidermis recién nacida, rosa y translúcida. Y los desinfectantes le daban a la herida un aire de provocadora sofisticación. Sobre los regueros lechosos de agua oxigenada, la tintura de yodo dibujaba, como alheña, un maquillaje fantástico. Pero nada igualaba el rojo chillón de un producto nuevo que algunos creían ineficaz por indoloro: el mercurocromo. Sin duda, algunas heridas tenían la rectitud sobria y vigorosa de las bocas reales de labios finos, pero era la excepción. La mayoría eran risueñas, hacían muecas y estaban pintarrajeadas como morros de ramera.
E. S. Los cuatrocientos niños, con el torso y las piernas desnudos, estaban reunidos esta mañana en apretada formación sobre la explanada. Acababan de hacer los ejercicios de gimnasia, y a pesar del frío sólo llevaban el pantalón de deporte negro. Raufeisen, que tenía que estar a las once en la Kommandantur de Johannisburg, llevaba casco, uniforme, botas y monóculo, y paseaba nerviosamente con su bastón debajo del brazo. ¡Ah, pronto adiviné, al verlo con aquel ridículo caparazón de abejorro delante de toda aquella inocencia indefensa, el despreciable sentimiento que le invadía el alma! Dio una breve orden y las filas cayeron al suelo como fichas de dominó, y ya no hubo más que una inmensa alfombra de cuerpos tendidos con la regularidad de las hozadas de trigo o de hierba tras el paso del segador. Entonces avanzó en medio de los cuerpos; no entre los cuerpos, sino sobre ellos. Se atrevió a pisar con sus botas aquella alfombra humana, aplastando al azar una mano, unas nalgas, una nuca. Incluso llegó a detenerse en medio de aquel campo de niños segados y encendió un cigarro, mientras separaba las piernas y apretaba el bastón bajo el brazo…
Con un instinto diabólico has encontrado la fórmula exacta del acto antifórico por excelencia, ¡y por eso, Stefan de Kiel, te anuncia una muerte cruel e inminente!
Venían de Reval y de Pernau, en Estonia, de Riga y de Libau, en Letonia, de Memel y de Kowno, en Lituania, y llamaban la atención menos que los demás refugiados porque viajaban sobre todo de noche, con una escolta de S. S. que hacía el vacío a su alrededor. Una vieja campesina que los vio pasar al claro de luna en un silencio fantasmal dijo que los muertos de los cementerios del este se habían levantado de sus tumbas y huían ante el enemigo, que violaba sepulturas. Otros testigos confirmaron que tenían el cráneo rapado y que sus rostros semejaban calaveras, pero añadían que flotaban como maniquíes de palos articulados dentro de unos pijamas a rayas, y que a veces iban encadenados entre sí. Cuando uno de ellos caía de agotamiento, el vigilante más cercano lo remataba de un balazo en la nuca, y éstos eran los vestigios que dejaba tras de sí aquel secreto éxodo.
Tiffauges nunca se encontró con una de estas columnas procedentes de las fábricas de la muerte, de las minas y de las canteras, los guetos o los campos de concentración del este, que había que evacuar urgentemente antes de que llegara el ejército rojo. Sin embargo, un día que tuvo que ir al norte, a Angerburg, detuvo a Barbazul al descubrir un cuerpo oculto en la cantera bajo una vieja capa de pastor. Era el cadáver de un ser sin sexo y sin edad, imposible de identificar salvo por un número tatuado en la muñeca izquierda y una J amarilla destacándose sobre una rojiza estrella de David cosida en el lado izquierdo de la capa. Volvió a montar a caballo pero se detuvo de nuevo dos kilómetros más lejos ante un bulto de tela de saco apoyado en un mojón. Esta vez se trataba de un niño, tocado con un gorro formado por tres piezas de fieltro cosidas entre sí. Respiraba, vivía todavía. Tiffauges le sacudió suavemente, deseoso de que contestara a sus preguntas. En vano. Estaba sumido en un sopor que parecía cercano a la muerte. Cuando Tiffauges le cogió en brazos, se le encogió el corazón al encontrarlo tan increíblemente ligero, como si no hubiese nada en el bulto de tosca tela, del que sobresalía la cabeza. Reemprendió, al paso, el camino de Kaltenborn. La ciudadela estaba todavía a una buena veintena de kilómetros; llegaría, tal y como deseaba, antes del amanecer.
En efecto, una hora más tarde la clara noche hiperbórea le rodeó con sus centelleos y misterios. Barbazul avanzaba con un paso tranquilo y regular, y el hielo del camino estallaba en forma de estrellas bajo el apacible martilleo de sus herraduras. Ya no era la tumultuosa galopada que llevaba a Tiffauges de vuelta a Kaltenborn tras una fructífera cacería, con una presa rubia y fresca entre las manos. No se sentía arrebatado por la embriaguez fórica habitual, que le arrancaba rugidos y risas extraviadas. Sobre su cabeza, el gran bestiario sideral giraba lentamente en el circo del cielo, en torno a la estrella polar. La Osa Mayor y su Carro, la Jirafa y el Lince, el Carnero y el Delfín, el Águila y el Toro se mezclaban con criaturas sagradas y fantásticas: el Unicornio y la Virgen, Pegaso y los Gemelos. Tiffauges caminaba con una lentitud solemne, sintiendo confusamente que, al llevar a cabo su primera astroforia, inauguraba una era absolutamente nueva. Bajo su enorme capa, el niño Portador de la Estrella movía a veces los labios, pronunciando palabras en un idioma desconocido.
La mayor parte de los armazones que formaban las techumbres del castillo sólo estaban cubiertos por tejas sueltas, que dejaban pasar a toda una población de aves nocturnas. Sin embargo, en el rincón de un granero había un pequeño desván cerrado, punto de convergencia de las tuberías de calefacción y de desagüe, donde era posible, con ayuda de una estufa de petróleo adicional, mantener un calor de invernadero. Allí fue donde Tiffauges instaló a su protegido, sobre una cama de campaña que cogió al azar entre el material acumulado en los trasteros. Luego bajó a las cocinas y subió de nuevo con un tazón de papilla de sémola con leche, que se esforzó vanamente en hacerle tragar.
Desde entonces, su vida se repartía entre sus ocupaciones habituales dentro y fuera de la ciudadela, y aquella celda acolchada y exageradamente caliente donde intentaba afanosamente devolverle la vida al cuerpo estragado de Efraim. Imposible atribuirle una edad a aquel niño, que podía tener tanto ocho como quince años, y cuya debilidad física contrastaba con su precocidad mental. Tiffauges había encontrado en la enfermería un jabón de pelitre, con el que lavaba suavemente el cráneo de Efraim, cubierto por un gorro nauseabundo de pelos, liendres y costras aglutinados. Pero lo que más le preocupaba era la disentería, con aquellos cólicos torturadores que retorcían el cuerpo esquelético y le obligaban a hacer deposiciones blanquecinas estriadas de sangre en el plato que Tiffauges le deslizaba debajo. Luego pedía agua, mucha, incansablemente, y cuando Tiffauges no estaba, él solo se arrastraba hasta el grueso grifo de cobre del granero, rodeado por las mangueras, hachas, lanzas y cubos del equipo contra incendios. Luego caía en un sueño interrumpido por pesadillas y luchas contra invisibles adversarios. Tiffauges había instalado en su habitación una pequeña cocina que le permitía preparar, sin llamar la atención, la sopa de carne y las papillas de legumbres con que alimentaba al enfermo. Tuvo que esperar dos días para que el niño empezara a hablarle. Se expresaba en un yiddish entremezclado con palabras hebreas, lituanas y polacas, del que Tiffauges sólo comprendía los elementos de origen alemán. Pero para entenderse disponían de tiempo indefinido y de una paciencia inagotable, y cuando el niño volvía hacia él su delgado rostro salpicado de herpes y devorado por sus grandes ojos negros, Tiffauges le escuchaba con toda su alma, con todo su ser, pues veía materializarse un universo que reflejaba el suyo con una fidelidad aterradora, pero que invertía todos sus signos.
Descubría que bajo aquella Alemania exaltada y polarizada por la guerra, la red de campos de concentración formaba un mundo subterráneo sin relación —salvo accidental— con el mundo superficial de los vivos. En toda la Europa ocupada por la Wehrmacht —pero sobre todo en Alemania, Austria y Polonia— cerca de un millar de pueblos, aldeas y lugares formaban un mapa geográfico infernal que subtendía el país y que tenía sus centros privilegiados, sus capitales, pero también sus subprefecturas, sus nudos de comunicación, sus centros de selección. Schirmeck, Natzviller, Dachau, Neuengamme, Bergen-Belsen, Buchenwald, Oranienburg, Theresienstadt, Mauthausen, Stutthof, Lödz, Ravensbrück… Estos nombres cobraban en labios de Efraim el valor de puntos de referencia familiares en aquella tierra de sombras, la única que él conocía. Pero ninguna brillaba con tan oscuro resplandor como Oswiecim, a treinta kilómetros al sudoeste de Katowice, en Polonia, que los alemanes llamaban Auschwitz. Era el Anus Mundi, la gran metrópoli de la abyección, el sufrimiento y la muerte, hacia la cual convergían los trenes de víctimas desde todos los puntos de Europa. Efraim había llegado tan joven que creía haber nacido allí, y parecía casi orgulloso de haber crecido en aquel abismo que, a ojos de los habitantes de los campos de concentración, estaba adornado con un fúnebre prestigio. Detenidos por los Servicios Especiales en julio de 1941, poco después de la invasión de Estonia por la Wehrmacht, sus padres y él habían sido enviados directamente a Auschwitz. De su llegada en vagones de carga no recordaba con claridad más que los globos cautivos que formaban una ristra de salchichas en el cielo sombrío. Los S. S. dirigían las evoluciones del inmenso rebaño a golpes de gruesos bastones. Luego vino la ducha, el afeitado, la desinfección, y les ordenaron, con gran alegría de los niños, que hurgaran entre un montón de andrajos dispares para volver a vestirse.
—Jugábamos a ponernos ropa de mujer, y algunos corrían cojeando porque no llevaban más que dos zapatos derechos o dos izquierdos. ¡Parecía que era Pourim[54]!
Y Efraim no podía contener una risita de chicharra al evocar aquella llegada burlesca. Luego le separaron de sus padres, a quienes nunca volvió a ver, y le destinaron a los barracones donde vivían los niños de menos de dieciséis años, y donde había incluso algunos bebés. Un anciano profesor iba a darles clase, y nunca olvidaría el tema de unos deberes que le pusieron una vez: «¿Qué os pasaría si cesara la atracción universal? Respuesta: Todos saldríamos volando hacia la luna». ¡Efraim no podía evitar morirse de risa ante semejante idea! A menudo, los S. S. eran amables con ellos. Los niños podían llevar el pelo largo. Les dieron una mesa de ping-pong, e incluso un fardo de ropa procedente de Canadá.
Cuando Efraim pronunció por primera vez la palabra Canadá, Tiffauges comprendió que acababa de promulgarse la gran inversión maligna. Canadá era una región de sus sueños personales, era el refugio de su infancia nestoriana y de sus primeros meses de cautiverio en Prusia. Exigió detalles.
—¿Canadá? —contestó Efraim, asombrado ante tanta ignorancia—. Era el tesoro de Auschwitz. Ya sabes, los detenidos llevaban lo más valioso que les quedaba, piedras finas, piezas de oro, joyas, relojes. Cuando los gaseaban, guardaban sus trajes y todo lo que encontraban en los bolsillos y los dobladillos en un barracón especial que se llamaba, precisamente, Canadá.
Tiffauges no podía resignarse sin discusión, a aquella horrible metamorfosis de lo más secreto y maravilloso que poseía.
—¿Pero, por qué, por qué llamabais Canadá a ese barracón?
—¡Ah, porque para nosotros Canadá es la riqueza, la felicidad, la libertad! Entiéndelo, a mí me han dicho siempre: «Si quieres ser feliz, emigra a Canadá. Tu tío-abuelo Jehuda tiene una fábrica de ropa en Toronto. Es rico, tiene muchos hijos». Yo soñaba con ir también a Canadá. Y lo encontré en Oswiecim.
—¿Y qué más había en Canadá?
—Unas habitaciones llenas de ropa, otras en las que sólo había gafas, anteojos e, incluso, monóculos. Ah, y también una barraca llena de pelo. Pelo de mujer, que debía tener por lo menos veinte centímetros de largo para poder ser utilizado. Para poder reconocer a las mujeres que se escaparan, a pesar de su pelo largo, les afeitaban una delgada raya en medio de la cabeza. Se llevaban vagones enteros de pelo. Parece que con él hacían forros para las botas de los soldados alemanes en Rusia.
Tiffauges no pudo oír aquello sin verse arrastrando un saco de pelo con una mano y ofreciéndole con la otra una pierna de cabrito a Frau Dorn, y recordó el espanto de la mujer, que huyó retrocediendo y negando con la cabeza, con las manos, con todo el cuerpo. Debía de haber oído hablar del pelo de Auschwitz, y creyó que querían ponerla a trabajar en aquella vasta y fúnebre empresa.
Luego, Efraim contó el suplicio que suponía que pasaran lista, cosa que podía durar hasta seis horas, durante las cuales los detenidos tenían que estar de pie e inmóviles fuera cual fuese la temperatura. Y Tiffauges reconoció también la inversión diabólica de su rito de agotamiento total, que llevaba a cabo en el amoroso recuento de todos los niños. El papel de los dobermans de los campos, entrenados para perseguir y destrozar a los prisioneros, no le pareció más que una pincelada casi frívola, destinada a perfeccionar la monstruosa analogía, aquella contrasemblanza que era su infierno personal. Por el contrario, la revelación de las cámaras de gas camufladas en forma de duchas acabó de desesperarle.
—Al final —continuaba Efraim— formamos un Rollkommando de veinticuatro niños, gracias a una carreta de tiro. ¡Los caballos éramos nosotros! Arrastrábamos el vehículo por todo el campo, y galopábamos de verdad por las grandes avenidas. Yo era el que siempre corría delante y dirigía la carreta empujando el timón hacia la derecha o la izquierda. Llevábamos sábanas, mantas, leña. Y como circulábamos por todo el campo, podíamos verlo todo. Asistí a las selecciones. Una vez le di colorete a una mujer para que se lo pusiera en las mejillas y no pareciese tan enferma. Un día de invierno, un kapo nos permitió entrar en las cámaras de gas para calentarnos. Eran duchas falsas. Obligaban a los condenados a desnudarse, recomendándoles que se fijaran bien en dónde dejaban la ropa para poder encontrarla después. Incluso repartían toallas. Luego amontonaban la mayor cantidad de hombres y mujeres que podían en la sala. Al final, los kapos empujaban con los hombros para poder cerrar las puertas, y arrojaban dentro a los niños por encima de las cabezas de los adultos. Las alcachofas de las duchas eran falsas. Tenían puntos, pero no agujeros de verdad. Cuando abrían las puertas después del gaseado, se veía que los más fuertes habían pisoteado a los demás para escapar de los vapores mortales que subían del suelo. Era un montón que llegaba hasta el techo, con los niños y las mujeres debajo, y en lo alto los hombres más fuertes.
A pesar de las facilidades que le otorgaban su edad y su Rollkommando, Efraim no había visto, por supuesto, todo lo que pasaba en la inmensa metrópoli de la muerte. Pero tenía oídos para oír, y los rumores se propagaban rápidamente por el campo. Efraim conocía la existencia del barrio B, donde el Dr. Mengele se dedicaba a sus experiencias médicas con los detenidos. Mengele —le contó a Tiffauges— se interesaba apasionadamente por los gemelos, y vigilaba la llegada de nuevos trenes para quedarse con las parejas de hermanos. Poder hacer la autopsia comparada de dos gemelos muertos simultáneamente era de interés capital, y estaba claro que el azar, por sí solo, no ofrece prácticamente nunca una ocasión semejante. Así que la mano del Dr. Mengele sustituía al azar. También se hablaba en Auschwitz de experimentos de muerte en el vacío, practicados con los detenidos, para aprender a poner remedio a las consecuencias fisiológicas de la descompresión accidental de los aviones que volaran a gran altitud. Encerraban al cobaya humano bajo una campana en cuyo interior se podía hacer el vacío instantáneamente. Por la ventanilla del aparato se veía cómo salía la sangre de la nariz y las orejas de la víctima, que hundía las uñas en la piel de la frente y, con un movimiento lento e irresistible, despojaba la cara de toda su máscara de carne.
Lleno de horror, Tiffauges veía alzarse implacablemente, a través de las largas confesiones de Efraim, una Ciudad Infernal que correspondía, piedra por piedra, a la Ciudad Fórica con la que había soñado en Kaltenborn. Canadá, el pelo tejido, las listas, los perros doberman, las investigaciones sobre los gemelos y la densidad atmosférica, y, sobre todo, por encima de todo, las falsas duchas; todas sus invenciones, todos sus descubrimientos se reflejaban en el horrible espejo, invertidos y llevados a una infernal incandescencia. Todavía le quedaba por saber que los dos pueblos con los que las S. S. se encarnizaban, y cuya extinción perseguían, eran el judío y el gitano. De modo que volvía a encontrar, llevado al paroxismo, aquel odio milenario de las razas sedentarias contra las razas nómadas. Judíos y gitanos, pueblos errantes, hijos de Abel, esos hermanos de los que su corazón y su alma se sentían solidarios, caían en masa en Auschwitz bajo los golpes de un Caín con botas y casco, científicamente organizado. La deducción tiffaugiana de los campos de la muerte había acabado.
Aunque Auschwitz fue el fin de trayecto para la mayoría de los detenidos que franquearon el portón, que ostentaba la divisa terriblemente irónica El trabajo hace libre (Arbeit macht frei), era también para algunos una plataforma giratoria desde la cual les enviaban a otros campos, o a canteras y fábricas, según el capricho de una administración que quería, de manera simultánea y contradictoria, hacerlos desaparecer y sacarles el máximo de provecho. En la primavera de 1944, Efraim partió en un pequeño tren hacia su Lituania natal para acabar en el campo de Kaunas. Por poco tiempo, sin embargo, porque en el mes de agosto, el acercamiento de las tropas soviéticas provocó la evacuación del campo y un nuevo éxodo hacia el suroeste, esta vez a pie. El patético grupo erró de campo provisional en campo provisional y acabó atravesando la provincia de Angerburg, donde Tiffauges había recogido a Efraim.
Las autoridades nazis se esforzaron en retrasar todo lo posible la medida que en Prusia Oriental iba a revestir un funesto carácter simbólico: el traslado a Alemania Occidental de las cenizas del mariscal von Hindenburg, que reposaban en el mausoleo de Tannenberg en medio de los estandartes de los regimientos prusianos que habían estado a sus órdenes. El traslado se llevó a cabo en enero de 1945, en el mismo momento en que, tras una tregua de dos meses y medio, los soviéticos iniciaban una amplia ofensiva contra las líneas alemanas. El 13 de enero, cuando una ola de frío hizo inaccesibles para los blindados los lagos y las ciénagas, dos brigadas de artillería pesada, respaldadas por ciento cincuenta baterías de artillería ligera, arrollaron las defensas alemanas entre Gumbinnen y Ebenrode, abriendo paso a trece divisiones de infantería. El bosque de Rominten fue sitiado e incendiados los pabellones de caza. Cuando la gente vio que por los campos nevados y los lagos helados galopaban libremente manadas de caballos con los ojos enloquecidos y las crines al viento, caballos que llevaban en el anca derecha una marca en forma de cuerna de alce estilizada, toda la región comprendió que los establos imperiales de Trakehnen habían dejado de existir. El 27, los soviéticos llegaron a las puertas de Königsberg, y algunas unidades de ingenieros alemanes volaron los bunkers y las instalaciones de la Wolfsschanze de Hitler en Rastenburg. Se contaba que, en Varzin, la vieja baronesa von Bismarck, nuera del canciller de hierro, se había negado obstinadamente a abandonar el castillo y las tierras que el rey había entregado en 1866 al vencedor de Sadowa. Se quedó sola con un viejo sirviente, después de exigirle a su gente que le cavase una tumba antes de huir; y allí esperaba, enflaquecida e intrépida, con sus trenzas de pelo blanco y sus impertinentes, la marea roja a la que sabía que no iba a sobrevivir.
Sin embargo, el avance soviético se desarrollaba a base de penetraciones explotadas al máximo y que a veces cubrían cientos de kilómetros, en lugar de seguir una línea continua que barriese todo el país. En la retaguardia de los vencedores permanecían innumerables islotes de resistencia que deberían subsistir mientras Hitler mantuviese sus consignas de resistencia a ultranza, y se negase a cualquier capitulación. Así fue como el grupo del ejército del norte, estacionado en Letonia y aislado de Prusia Oriental desde principios de octubre de 1944, aprovisionado por mar gracias al puerto de Libau, resistió hasta el armisticio. La misma fortaleza de Konisberg no se rindió hasta el 10 de abril, y en el momento de la capitulación general de la Wehrmacht, el 8 de mayo, aún subsistían muchas zonas importantes en la península de Hela y en la costa oriental de Dantzig.
El papel de las napolas durante aquellos días de apocalipsis había sido decidido por su jefe, el S. S. Obergruppenführer Heissmeyer, que había escrito en una circular del 2 de octubre de 1944 que, en caso de que el enemigo llegase hasta ellas, las napolas, casi todas aisladas en campo raso, no debían contar con la protección del ejército, y que en consecuencia debían tomarse todas las medidas posibles para convertirlas en nidos de resistencia autónomos[55]. Nada parecía más natural en un momento en que el comandante de Königsberg acababa de enviar al frente a una unidad de niños, estorbados por el tamaño de los cascos que les tapaban los ojos a cada disparo, y para los que tuvieron que sustituir el alcohol y los cigarrillos distribuidos antes de los ataques por bombones y chocolate[56].
En la noche del 22 al 23 de enero, un gran resplandor cubrió el horizonte visible desde la terraza oriental de Kaltenborn. Estaba ardiendo la ciudad de Lyck. A continuación, una desbandada de tropas desfiló durante dos días y dos noches bajo las murallas de Kaltenborn. Viejos carros M-2 del principio de la guerra remolcaban cuatro o cinco camiones atestados de heridos, que buscaban ayuda en sus motores jadeantes y derrapaban dando tumbos en los carriles helados. Según la inexorable progresión del deterioro, se sucedían sidecars B. M. W., que habían hecho la campaña de Francia, autocares sin carrocería, trecks entoldados cuyos caballos, peludos como osos, sacudían la cabeza a cada paso exhalando un doble chorro de vapor, y finalmente soldados de infantería aislados que arrastraban sus impedimentas en cochecitos de niño. Raufeisen creyó adecuado acuartelar a los Jungmarinen en la ciudadela para ahorrarles el espectáculo del naufragio de la Wehrmacht.
Luego llegaron el vacío y el silencio. Finalmente, el 1 de febrero, las informaciones permitieron registrar en el mapa el nuevo trazado del frente, según una línea que iba de Kulm a Dantzig, pasando por Graudenz, Marienwerder y Marienburg, situadas a doscientos kilómetros al oeste de Kaltenborn. Estaba claro que la ciudadela se había quedado aislada de la retaguardia en una zona donde los combates, provisionalmente, habían cesado.
Tiffauges sólo prestaba una atención distraída a aquellas peripecias. Pasaba la mayor parte de su tiempo con Efraim, que había recobrado un poco de vida, una pequeña llama de vida curiosamente saltarina, a veces incluso alegre. Un día le montó sobre sus hombros y ambos dieron un paseo por los desvanes del castillo: un decorado inmenso, caótico, extrañamente iluminado por ojos de buey, ante los cuales se detenía para que el niño viera las vastas extensiones de bosques, lagos y marismas que rodeaban Kaltenborn. A Efraim le gustó aquel paseo, y luego, cada vez que veía a Tiffauges, le pedía que le llevara a hombros.
—Caballo de Israel, llévame —le decía—, enséñame los árboles, tengo que vigilar el deshielo que anunciará la noche del 15 de Nissan.
El juego entrañaba sus riesgos, y Tiffauges no se ocultaba los peligros que corría el niño portador de la estrella en medio de aquella manada de depredadores rubios. Pero el infierno que Efraim había atravesado hacía palidecer las amenazas que continuaban pesando sobre él.
Sin embargo, una tarde en que el Caballo de Israel trotaba hasta el ala norte del castillo, tropezó de frente con el S. S. mann Rinderknecht, que había subido a meter algunos colchones en el trastero. Hubo un segundo de vacilación por ambas partes; luego, sin preocuparse de poner a Efraim en el suelo, Tiffauges agarró al S. S. por las solapas de la chaqueta de uniforme, lo levantó, lo empujó contra la pared y le atenazó el pecho en el torno de cáñamo hasta que le crujieron las costillas. El S. S. se debatía cada vez con menos fuerza, y su rostro alterado se estaba poniendo azul cuando Efraim lanzó un grito agudo y empezó a golpear con los puños la cabeza de su montura y a patear sus hombros con todas sus fuerzas. Tiffauges, ciego de miedo y de cólera, le habría dejado hacer, pero el niño forcejeó hasta que cayó de espaldas y rodó por el suelo, donde se acurrucó mientras se le escapaban pequeños sollozos nerviosos. Esta vez, Tiffauges soltó a su presa, que permaneció apoyada en la pared resoplando como una foca, y se arrodilló junto al niño.
—¡Behemoth, no lo mates! —repetía entre lágrimas—. ¡Los soldados de Israel vendrán a liberar al pueblo de Israel, pero tú no mates, no mates! ¡Te juro que él no dirá nada!
Tiffauges lo llevó al desván sin preocuparse más del S. S.: puede que Efraim tuviera razón pero no por eso disminuía el riesgo. Era la primera vez que el niño le imponía su voluntad al francés en un asunto importante. Tiffauges no dudaba de que, en adelante, cedería cada vez más ante su protegido. Y se resignaba, sintiendo que la fuerza del destino poseía al niño aún más que a sí mismo. Sin embargo, quiso saber quién era Behemoth, y por qué el niño le había dado aquel nombre. Se lo preguntó al día siguiente.
—Es por tu fuerza, Caballo de Israel —le contestó—. Un día el Eterno le habló a Job del señor de la tempestad, y le dijo:
Mira a Behemoth, a quien como a ti he creado:
Se alimenta de hierba como los bueyes.
Mira, su fuerza está en el lomo,
Y su vigor en los músculos de los flancos.
Yergue la cola como un cedro;
Los nervios de sus ancas forman un sólido haz.
Sus huesos son tubos de bronce,
Sus costillas son barras de hierro.
Es la obra maestra del Eterno;
Su creador le ha provisto de una espada.
Las montañas producen forraje para él,
Luchan en torno a él todos los animales de los campos Se acuesta bajo los lotos,
En el secreto de las cañas y las ciénagas.
Los lotos le ofrecen su sombra,
Le rodean los sauces del torrente…
Efraim había salmodiado estos versículos del Libro de Job con el tono monótono de los recitadores talmúdicos. Concluyó el recitado con su risa de trasgo.
Tiffauges —que había recordado, inmediatamente, la imagen del Rey de los Alisos acostado en el secreto de las cañas y las ciénagas— admiraba su certeza en el triunfo final de su dios, y se acercaba a él como a un hogar ardiente, para compartir la irradiación de su profética fe. Un día faltó el agua, pues las compuertas del estanque colector del distrito habían sido destruidas por las bombas. Después volvió a brotar en hilillos de los grifos, pero teñida de rojo y dejando una estela de óxido en los fregaderos y lavabos. Efraim no se sorprendió. La primera plaga de Egipto, ¿no fue que las aguas de todo el país se convirtieron en sangre? Los tiempos están maduros, repetía, y se acerca la liberación.
A finales del mes de marzo el frío cedió bruscamente. Una tempestad de viento y lluvia barrió todo el país, arrastrando un revoltijo de bandadas de estorninos, chorlitos reales y avefrías; levantando furiosas olas en las aguas de los lagos deshelados; inundando las calles de los pueblos situados en los bajíos. Luego el viento amainó, y se vieron pasar a gran altura las formaciones en V de las ocas salvajes. Los niños que atendían la batería de defensa antiaérea no pudieron contenerse y abrieron fuego sobre aquellos blancos vivientes que atravesaban su campo de tiro. Cuando un obús explotaba en mitad de un vuelo cerrado, el conjunto de las aves se desintegraba en una nube de plumas que los tiradores saludaban dando gritos.
Raufeisen se felicitó por aquel deshielo precoz que retrasaría sin remedio un posible ataque soviético. Aquella misma noche, en la calma restablecida de una oscuridad llena de brotes y olores, se oyeron por primera vez, a lo lejos, los ruidos precisos, secos y terroríficos de los tanques rusos. Si hubieran tenido la menor duda, la habría disipado la llegada de un joven campesino que montaba a pelo un pequeño alazán de Trakehnen, con los pies desnudos extrañamente calzados en las espuelas. Venía de Arys, una ciudad grande a unos quince kilómetros, casi completamente evacuada, donde se había quedado junto con algunos viejos y los animales. Los soviéticos estaban allí desde hacía tres horas, y debían de ir pisándole los talones. Inmediatamente, Raufeisen hizo ocupar todos los emplazamientos de combate que había previsto, y a los cuales había destinado, por grupos y columnas, a los Jungmannen.
La espera habría sido larga si la musiquilla insistente de los tanques hubiera dado alguna tregua a la imaginación. Finalmente, en la penumbra del crepúsculo, aparecieron en la explanada dos carros, que avanzaron con todas las luces apagadas hacia las murallas. Eran T-34, esos paquidermos fabricados por los campesinos siberianos, increíblemente rústicos, con las placas de blindaje mal ajustadas y llenas de huecos grandes como el pulgar, las orugas anchas como alfombras deslizantes y todos los contornos bajos y huidizos pero insensibles al frío y al barro, y que rodaban pesadamente desde los confines de Asia aplastando a su paso los Panzerdivisionen de Hitler.
Se detuvieron, encendieron los faros y barrieron la muralla, que parecía ciega. Los seguía uno de esos vehículos anfibios de origen americano, muy apreciados en aquellas regiones de lagos y marismas. De este último bajó un oficial que se situó delante de los tanques, de tal manera que su silueta se destacaba claramente contra los haces de los faros. Tenía un megáfono en la mano. Era el teniente Nicolás Dimitriev, veterano de Stalingrado, condecorado en el frente de Minsk, legendario entre los soldados y compañeros por su temeridad y su suerte. Se acercó a la boca el altavoz eléctrico y lanzó algunas palabras en alemán con el acento cantarín de los ucranianos.
—¡No estoy armado! Sabemos que aquí sólo hay niños. ¡Rendíos! No os haremos ningún daño. Abrid las puertas…
Su frase fue interrumpida por una ráfaga de metralleta procedente de una de las torres. El megáfono rodó por la nieve y el teniente Dimitriev se llevó las manos al pecho. Pero los faros de los carros se apagaron y nadie le vio caer. Los resplandores de un nutrido fuego de cohetes, que convergía sobre los carros, traspasaron de nuevo la oscuridad. Los motores Diesel aullaron, y los dos monstruos iniciaron un precipitado movimiento de retirada. Pero uno de ellos se había quedado sin orugas, dio un bandazo y embistió al otro carro con un ruido de yunque. Ambos se inmovilizaron, como dos toros enfrentados, bajo una lluvia de proyectiles que los despojaba de todas sus piezas en relieve. Un torrente de humo negro escapaba de sus costados. Hubo una media hora de calma, y luego el estruendo de una pieza del 155 que disparaba directamente sobre la muralla desgarró la atmósfera; estruendo prolongado por la música cristalina de todas las ventanas de los edificios volando en añicos. Un instante después se oía el gruñido, más lejano, de la batería de Flak que debía de enfilar la carretera de Schlangenfliess, sin duda atestada de columnas soviéticas.
No entraba en los planes de Raufeisen defender las murallas a ultranza. Había previsto evacuarlas tras la primera intervención, y concentrar los disparos en la entrada o la brecha por la que intentaran pasar los carros soviéticos. Pero en sus cálculos faltaba un elemento esencial: la evaluación de la potencia de fuego del adversario. Le sorprendió la importancia de la artillería que atacó las viejas murallas. En lugar de abrir una brecha limitada, fácil de encuadrar, se dedicó a un desmantelamiento en regla de la ciudadela, haciendo que bloques enteros de muralla se vinieran abajo sobre los edificios construidos al pie. Una hora más tarde dos ametralladoras pesadas y cuadruplicadas, montadas sobre camiones con plataforma, tomaban posiciones al abrigo de los hangares y disparaban contra todas las aberturas de la fachada del castillo, mientras que las secciones de obuses —mediocres blancos para los Panzerfaust— se dispersaban en torno a los edificios. Las posiciones de defensa iban a ser insostenibles. A los sitiados no les quedaba más remedio que intentar reunirse con los tiradores dispersos fuera del recinto con la misión de hostigar a los blindados y a la artillería del enemigo a partir de puntos variables e imprevisibles.
Tiffauges acababa de trocar su hermosa ropa de señor de Kaltenborn por sus viejos andrajos de prisionero francés, marcados con las enormes letras K. G., cuando los primeros obuses de mortero empezaron a llover sobre el tejado. Se apresuró a subir a los desvanes, espoleado por la visión fugitiva, al pasar por delante de una habitación de ángulo cuya puerta habían derribado, de los cuerpos de tres Jungmannen yaciendo en confuso montón sobre la cureña de un F. M. apuntado hacia el negro rectángulo de la ventana. En uno de los graneros, una pila de colchones desprendía una humareda húmeda y sofocante que se arrastraba por el suelo, a pesar de las grandes brechas de cielo estrellado abiertas en el techo. Tiffauges se precipitó a la habitación de Efraim.
El niño judío estaba sentado ante la pequeña y desequilibrada mesa, que había cubierto con un rectángulo de tela blanca. Sobre ella había dispuesto una rebanada de pan, un hueso de cordero, hierbas y un vaso de agua manchada de vino.
—¡Efraim, tenemos que irnos! —gritó Tiffauges al entrar—. ¡Los soviéticos están destruyendo el castillo!
—¿En qué se diferencia esta noche del 15 de Nissan de todas las demás noches? —le preguntó Efraim gravemente.
—¡Ven, no hay un minuto que perder!
—Behemoth, obra maestra del Eterno, contéstame: «Esta noche salimos de Egipto». ¿En qué se diferencia esta noche de todas las demás noches?
—Esta noche salimos de Egipto —contestó Tiffauges, subyugado.
Pero un temblor de tierra sacudió el suelo bajo sus pies, y una lluvia de cascotes cayó del techo.
—¡Ven conmigo, Efraim, tenemos que irnos!
—Sí, nos vamos —dijo el niño, apartando la mesa—. Los soldados del Eterno asestan golpes mortales a los más importantes de entre los egipcios, pero protegerán nuestra huida. Mas si no quieres sentarte conmigo a la mesa del Seder, déjame al menos recitar los primeros versículos de la Haggada.
Se recogió, y empezó a mover los labios. Hubo algunas explosiones de granadas, a las que sucedió un silencio aún más angustioso que los disparos de los cañones. Tiffauges se impacientó.
—Termina el Haggada en mis hombros. ¡Vamos, sube al caballo de Israel! —ordenó, arrodillándose junto al niño.
Cuando salió del desván, agachándose para que Efraim, montado sobre sus hombros, pudiera atravesar la puerta, las metralletas crepitaban por todas partes; pero la artillería seguía en silencio, lo cual parecía indicar que habían asaltado el castillo. Tiffauges tuvo que dar media vuelta, pues el ala izquierda de los desvanes no era más que un brasero. Había que bajar por la escalera central y arriesgarse en dirección al cuerpo principal de los edificios, de donde venía el ruido de los combates. A cada paso, Tiffauges tropezaba con Jungmannen muertos, unos intactos y como dormidos, aislados o en grupos —y él pensaba, con el corazón desgarrado, en el hipnódromo—; otros mutilados, despedazados, irreconocibles. Ordenes gritadas en ruso y disparos de revólver le obligaron a subir un piso. Había una puerta abierta: la del despacho del Kommandeur. Se precipitó a él. La enorme ventana que dominaba la terraza de las espadas estaba abierta de par en par, como una brecha, al fondo de la habitación. Tiffauges se apoyó contra un tapiz para recobrar el aliento. Y fue entonces cuando oyó el grito. Tiffauges lo reconoció en el acto, y supo que por primera vez lo oía en su más absoluta pureza. Aquella larga queja gutural y modulada, llena de armonías, algunas de un extraño júbilo, otras exhalando el dolor más intolerable, no había dejado de resonar desde su doliente infancia en los pasillos de San Cristóbal hasta el corazón del bosque de Rominten, donde anunciaba la muerte de los grandes ciervos. Pero esos ecos más o menos lejanos no habían sido más que una serie de aproximaciones titubeantes al canto trascendente que acababa de alzarse con insoportable claridad desde la terraza de las espadas. Sabía que oía, por primera vez en su estado original, el clamor suspendido entre la vida y la muerte, que era el sonido fundamental de su destino. Y una vez más —como el día de su encuentro con los prisioneros franceses que se retiraban, pero con una fuerza de persuasión incomparable— fue el rostro sosegado y desencarnado del Rey de los Alisos, sepultado en su mortaja de turba, lo que le vino a la cabeza, como un último recurso, un último retiro.
—¿Has oído? —dijo—. Creo que alguien está agonizando en la terraza. ¿Ves algo?
Inclinándose, Efraim podía ver el parapeto de la terraza, y dijo lo que veía en la oscuridad estrellada que las explosiones hacían palpitar constantemente. Las tres espadas, sí, pero parecían sostener unas formas oscuras y densas, como si se hubieran convertido en las astas de tres estandartes de pesado brocado y grandes pliegues negros.
Tiffauges reemprendió el camino hacia la escalinata principal. Estaba a punto de llegar al descansillo del primer piso cuando unas detonaciones, que sonaron muy cerca, le obligaron a acurrucarse en un rincón. Unos soldados soviéticos —los primeros que veía— empujaban ante sí a un hombre que se tambaleaba, caía y volvía a levantarse bajo una lluvia de patadas. Un empujón lo acercó al rincón, y Tiffauges vio, alzada por un momento hacia él, una cara tumefacta con un ojo convertido en líquido sangriento y vidrioso que corría por la mejilla. Reconoció a Raufeisen. El S. S. cayó una vez más, e intentó levantarse aferrándose con ambas manos al pasamanos de la escalera. Estaba arrodillado cuando un soldado le apretó el cañón del revólver contra la nuca. Hubo una detonación sorda, y la cabeza de Raufeisen, violentamente proyectada hacia delante, rebotó contra el parapeto de la barandilla. Luego, el cuerpo sin vida resbaló por los escalones. Entonces Tiffauges aferró las delgadas rodillas de Efraim y, tirando de ellas, hundió más profundamente la nuca entre sus muslos, como para asegurarles una mejor protección. Mientras tanto, una frase procedente de su infancia resonaba en su cabeza: … con el único fin de que, al unir su suerte a la del niño, la inocencia de éste le sirviese de garante y recomendación ante el favor divino para ponerle a salvo.
La escalera se había vuelto infranqueable. Había que volver a subir, tal vez llegar a la capilla y esconderse en la terraza. Tiffauges apenas reflexionaba. Se movía impulsado por la urgencia del momento. Una parte del techo de la capilla se había derrumbado, pero la puerta de la terraza seguía abierta de par en par. Tiffauges se precipitó hacia ella. Dio algunos pasos y se quedó inmóvil ante lo que vio.
Una inmaculada alfombra de nieve, que el deshielo no había mermado, cubría las losas de la terraza. La balaustrada aparecía igualmente blanca, salvo al pie de las tres espadas, donde estaba profusamente manchada de rojo, como si hubieran echado un manto de púrpura sobre cada una de ellas. Allí estaban los tres, Haïo, Haro y Lothar, los dos gemelos pelirrojos flanqueando, como fieles compañeros, al niño de los cabellos blancos; todos traspasados de arriba abajo, con los ojos abiertos de par en par sobre la nada. La punta de las espadas había abierto una herida distinta en cada cual. Salía por encima del omóplato derecho de Haïo, de manera que, atravesado de costado, el niño parecía levantar una rodilla e inclinar la cabeza hacia el otro lado, como para recuperar el equilibrio perdido. Un hilillo de sangre coagulada que temblaba bajo la brisa nocturna unía al parapeto uno de los dedos de su pie, petrificado en una contracción tetánica. Haro inclinaba la cabeza hacia la derecha; podría creerse que hacia Lothar, pero era por el efecto de la hoja que emergía en el lado izquierdo de su garganta y subía hasta la oreja. Tenía los puños apretados, las rodillas ligeramente flexionadas: la actitud de un saltador en pleno impulso, elevándose hacia el cielo. Lothar tenía la cabeza echada hacia atrás. Abría la boca y apretaba los dientes sobre la punta de la espada que los separaba. Estaba empalado en posición vertical, con las piernas juntas y los brazos pegados al cuerpo, como la perfecta vaina de la hoja venerable que lo traspasaba. Las estrellas se habían apagado, y el pueril Gólgota se alzaba bajo un cielo negro.
—Argent con tres pajes de gul erguidos en palo en el jefe de sable —murmuró Tiffauges.
Una explosión que hizo temblar la terraza pulverizó la capilla, y una lluvia de piedras y tejas ametralló a Tiffauges y a Efraim.
—Efraim —dijo Tiffauges—, he perdido mis gafas. Ya no veo casi nada. ¡Guíame!
—¡No es nada, Caballo de Israel, te cogeré de las orejas y te guiaré!
Una ristra de balas trazadoras se desgranó como lágrimas de fuego sobre los árboles.
—Efraim, veo un puño cerrado en el cielo negro. Se aprieta, y brotan gotas de sangre.
—¡Vámonos, Behemoth, creo que te estás volviendo meschugge!
—Efraim, ¿acaso no dicen los libros santos que su cabeza y sus cabellos eran blancos como la nieve, sus ojos una llama de fuego, sus pies semejantes al bronce al rojo vivo en una fragua, y que una espada de dos filos salía de su boca?
—¡Behemoth, si no das media vuelta te arranco las orejas!
Tiffauges obedeció dócilmente, y desde entonces ya no fue más que un niño pequeño entre los pies y las manos del Portador de la Estrella. No habían caminado ni diez metros cuando fueron detenidos por un grupo de soldados soviéticos que les apuntaban con sus metralletas. Y fue la voz de falsete de Efraim gritando ¡Voina pranif! ¡Franzouski prani! lo que les hizo retroceder y abrir paso al Portador del Niño.
Los combates habían cesado en el castillo, donde tan sólo el ala derecha, con la torre del atlante, estaba aparentemente intacta. Pero algunos destacamentos soviéticos debían de dedicarse a reducir uno por uno a los comandos de Jungmannen dispersos por los bosques y las landas, y de vez en cuando se oían disparos. Tiffauges caminó a lo largo de los edificios incendiados, se deslizó pegado a las rejas de la perrera donde los once dobermans ametrallados componían el último cuadro de caza de Kaltenborn, y emprendió el camino de Schlangenfliess, orientándose vagamente hacia el oeste salvador. Como un náufrago en pleno océano que nada instintivamente, sin esperanzas de salvación, hacía todos los gestos que podían ponerle a salvo, sin creer ni por un momento que pudiese escapar. Atravesó Schlangenfliess, iluminada a plena luz por las casas que ardían como antorchas, elevando muy alto, hacia el cielo, columnas de humo llenas de chispas encendidas. Luego la oscuridad volvió a cerrarse sobre él. Siguió avanzando durante unos minutos, ciego, por partida doble, cuando Efraim le tiró bruscamente de ambas orejas.
—¡Para, Behemoth! ¡Escucha!
Se detuvo. Escuchó. En el silencio nocturno, el ruido múltiple y argentino de los tanques de una columna de carros de combate llegaba hasta ellos con amenazadora claridad. Una bengala roja se elevó apenas a un kilómetro de donde estaban, y trazó silbando una curva en la oscuridad. Y, casi en seguida, los primeros obuses silbaron y estallaron sobre la carretera. La batería de Flak todavía no había sido destruida, y respondía a la señal de los tiradores.
—Tenemos que dejar la carretera —decidió Efraim—. Ve hacia la derecha, por la landa. Rodearemos la columna de carros.
Sin discutir, Tiffauges se dirigió hacia el talud que estaba a la derecha, se hundió en los fangosos montones de nieve que lo bordeaban, y sintió bajo sus pies el suelo blando y traidor del brezal. Un arbusto le arañó la cara y desde ese momento avanzó con los brazos extendidos, como un ciego. Así anduvo durante mucho tiempo, hasta que el bombardeo de la carretera ya no fue, para él, más que un vago y tormentoso rumor. Poco a poco el suelo se volvió esponjoso bajo sus pies, y a cada paso tenía que hacer un esfuerzo para escapar de la succión. Luego, sus manos encontraron las ramas y los troncos de un bosquecillo, y reconoció el aliso negro de los pantanos. Quiso detenerse, dar media vuelta, pero una fuerza irresistible le empujaba en los hombros. Y a medida que sus pies se hundían más y más en la landa empapada de agua, sentía al niño —empero tan delgado, tan diáfano— pesar sobre él como una masa de plomo. Avanzaba, y el limo seguía subiendo a lo largo de sus piernas, y la carga que le aplastaba se agravaba a cada paso. Ahora tenía que hacer un esfuerzo sobrehumano para vencer la pegajosa resistencia que le trituraba el vientre y el pecho, pero continuaba, sabiendo que todo estaba bien así. Cuando alzó por última vez la cabeza hacia Efraim, no vio más que una estrella de oro de seis puntas, que giraba lentamente en el cielo negro.