Dejaron el Mercedes oficial en un puesto de guardia y continuaron en un cabriolé de caza tirado por un alazán trakehniano. Así evitaban, en la medida de lo posible, violar la pureza de la naturaleza introduciendo vehículos motorizados en el recinto de Rominten. Había caído la noche cuando se detuvieron en la casa forestal del Oberforstmeister, una villa con porche cubierta de tejas antiguas y con los aguilones rematados por cornamentas de ciervo. Tiffauges tuvo que desenganchar el caballo y llevarlo al establo, tarea nueva para él, que desempeñó lo mejor que supo bajo la mirada crítica de un viejo sirviente que había acudido al oír rodar el vehículo sobre el empedrado del patio. Luego le asignaron una pequeña habitación con el techo abuhardillado y compartió en la cocina la sopa, el tocino, la lombarda y el pan negro del criado y su mujer.
Durante las semanas que siguieron acompañó al Oberforstmeister, a pie y en el carruaje, en sus rondas de inspección por la Reserva. Antes era el hijo de los criados quien asumía las funciones de chófer, cochero y factótum, y Tiffauges sólo debía aquel cambio en su vida a la orden de movilización que acababa de enviar al joven al frente ruso. Al principio los padres le pusieron mala cara pero pronto se cansaron de su hostilidad y Tiffauges comprobó que empezaban a tratarle, poco a poco, como a una especie de hijo adoptivo, con tanta más dulzura cuanto más temían por la vida del otro.
Cuando las grandes puertas se cerraron tras él y se internó por primera vez bajo la bóveda amarilla de las frondas de Rominten, Tiffauges comprendió que acababa de entrar en un anillo mágico de la mano de un mago subalterno aunque reconocido por los espíritus del lugar. El primero que le recibió fue un gran lince, sentado sobre un tocón, que le miró al pasar riendo bajo sus finos bigotes de príncipe asiático y agitando las brochas de pelo claro que remataban sus orejas. Después le escoltaron una pareja de castores, un sacre blanco y un enorme perro gris con ojos oblicuos y lomo huidizo que, según le dijeron, era uno de esos lobos siberianos que transmigran por manadas enteras a través de la llanura polonesa. Pero, era en la flora —ya fuese benéfica o maléfica— donde se manifestaban las relaciones más evidentes con los seres fantásticos. El Oberforstmeister le mostró los grandes champiñones con sombreretes rojos y lunares blancos bajo los cuales duermen los elfos y los trolls; el eléboro negro, que vuelve loco pero que el 24 de diciembre se cubre de rosas de Navidad; las trompetas de la muerte, cuyos pabellones putrescentes, aunque comestibles, anuncian la proximidad de la carroña; la belladona, que seca el sudor y dilata las pupilas; los boletos de satán, hongos de talo tumefacto y carmesí; y, sobre todo, esas pequeñas cavernas cubiertas de raíces y raicillas desgreñadas, que se abren en el flanco de los taludes y señalan la entrada a la morada de uno de esos gnomos, aparentemente canosos y decrépitos pero que hablan con voz de trueno y detienen a cualquier caballo abalanzándose sobre su cabeza.
Tiffauges esperaba del Oberforstmeister una iniciación fantástica. Le haría descender a las grutas donde los enanos arrancan diamantes a las rocas; o bien le llevaría a un castillo oculto bajo las zarzas y las saxífragas donde duerme desnuda en un sarcófago de cristal una hermosa muchacha; o bien le enseñaría a triturar ciertas plantas para destilar filtros de juventud o de amor. Y su alma crédula y pueril se sintió sorprendida —pero no decepcionada— por la revelación que le hizo el señor de aquellos bosques y de sus animales. Pues si bien no le mostró gnomos, ni princesas dormidas, ni reyes milenarios reinando en el tronco hueco de un roble, pronto le llevó ante la presencia del ogro de Rominten.
La administración de las veinticinco mil hectáreas de la Reserva de Rominten ocupaba a varios Forstmeister, cuyas villas se hallaban ocultas entre la maleza del Revier, también bajo su custodia. Pero, las construcciones más notables eran el Jagdhaus[21] de Guillermo II y el Jägerhof[22] de Hermann Göring, en el centro de la Reserva, a dos kilómetros el uno del otro.
El Jagdhaus imperial, transportado y montado pieza a pieza en 1891 por un arquitecto noruego, era un asombroso castillito de madera, erizado de pináculos, horadado por innumerables galerías, uniformemente enjabelgado en rojo oscuro, que tenía algo de pagoda china y de chalet suizo a la vez. Para colmo de extravagancias, se había querido acentuar el sello nórdico prolongando los caballetes del tejado mediante proas de drakkar[23] talladas en forma de cabezas de dragón. Una capilla Saint-Hubert y un ciervo de bronce de tamaño natural, debidos a Richard Friese, pintor y escultor animalista del Kaiser, completaban, junto con las dependencias del mismo estilo, la residencia imperial.
En 1936 el Feldmarschall[24] Hermann Göring, que gobernaba en Rominten bajo el doble título de presidente del gobierno de Prusia y montero mayor del Reich —Reichsjägermeister—, había hecho construir muy cerca de allí su propio pabellón de caza, el Jägerhof, que bajo su apariencia estrictamente rústica derrotaba con sus refinamientos el ingenuo lujo del Jagdhaus imperial. Un cuadrilátero de edificios bajos, cubiertos de juncos, rodeaba un patio interior, mitad corral, mitad claustro. Los aguilones ostentaban el antiguo sello mazovio de la buena fortuna, subrayado por unas cornamentas de diez astas. En el interior, una chimenea monumental de piedras morrénicas polarizaba el espacio de una sala de estar, grande como la nave de una iglesia, iluminada por altas ventanas de pequeños vidrios cuadrados, coloreados y sellados con plomo, con luminarias en forma de corona y un armazón visto que parecía el casco de una enorme nave colocado boca abajo. En torno a este salón se distribuían las alcobas, todas ellas revestidas con maderas diferentes, de modo que se las llamaba la alcoba de fresno, la alcoba de olmo, la alcoba de roble, la alcoba de alerce, etcétera. En aquel marco forestal el montero mayor del Reich había desplegado todo el fasto sin el cual no sabía ser él mismo, y que se encontraba también en Karinhall, su hotel berlinés situado en la Schorfheide, en su chalet de Berchtesgaden y hasta en Asia, su tren blindado personal, verdadero palacio sobre raíles. El interior era un suntuoso amontonamiento de tapicerías, cuadros de maestros, pieles, porcelanas, vajillas, plata, joyas; toda la mescolanza que podría encontrarse en la guarida de un pirata al que la guerra hubiese abierto las puertas de las casas nobles y los museos de Europa. La instalación de Hitler y de su estado mayor en la trinchera de lobos de Rastenburg, a menos de noventa kilómetros, había sido para Göring una ocasión inesperada de conciliar sus deberes hacia el jefe del Tercer Reich y sus placeres como cazador de ciervos y degustador de carne de venado. En Rominten tenía mesa franca, y allí recibía majestuosamente a los altos dignatarios del régimen y a los hombres de Estado aliados, a los que hacía el honor de dejarles abatir un ciervo. Al ciervo lo elegía antes, con ayuda del Oberforstmeister, en función de la importancia del invitado, pero siempre dentro de una categoría sensiblemente inferior a la de las magníficas piezas que guardaba para sí.
Una de las primeras tareas de Tiffauges respondía a las quejas de los labradores, cuyas tierras lindaban con la frontera occidental de Rominten y que manadas de jabalíes, que venían de la reserva, destrozaban antes de la cosecha. Ningún cercado —a no ser un muro de piedra— resiste la cabeza de un viejo macho decidido a abrir paso para su compañía, y los hombres reparaban sin esperanzas las brechas abiertas en las alambradas y empalizadas. Habría sido necesario exterminar a todos los jabalíes de la reserva, solución por la que optaban los forestales, que temían por sus arboledas y sus senderos de grano para las aves. Pero, el montero mayor había decidido otra cosa. Sentía demasiado afecto por aquel animal zafio y valiente, jovial y glotón, que engullía indiferentemente cereales, insectos y carroña, y con cuyas costumbres desordenadas e imprevisibles descansaba de las costumbres pedantes y minuciosas de los venados y corzos, apegados a sus corrientes de agua, sus pastizales y sus lugares de reposo. Y había ordenado que adoptasen la solución contraria, que consistía en hacer del límite oriental de Rominten un lugar tan deleitable para los jabalíes que no salieran de allí. Para ello se le ocurrió alimentarlos con los cadáveres de los caballos destinados al matadero, que eran abatidos en el mismo lugar al que los jabalíes irían a devorarlos.
Esas operaciones de matanza, en las que le obligaron a desempeñar el papel de verdugo, fueron para Tiffauges una prueba cruel aunque, sin duda, cargadas de significado y, por lo tanto, benéficas. Había que ir a recoger al caballo condenado a un pueblo o una cuadra vecinos —Trakehnen sólo estaba a una docena de kilómetros al norte— y dirigirse en una carreta, acompañado del propietario, al lugar del sacrificio. A menudo el pobre penco estaba tan extenuado —y tan mal alimentado, desde el día de la condena— que sólo podía avanzar al paso. Incluso le dieron a Tiffauges una jeringa y un frasco de estimulante para hacer frente, de forma pasajera, a un eventual desfallecimiento del animal.
Procedía a abatirlo con un tiro de fusil cargado con balas del 7, disparando detrás de la oreja, a cincuenta centímetros de distancia. El animal se derrumbaba, fulminado en el acto. A continuación el propietario le quitaba las herraduras, y lo desollaba si el cuero valía la pena. Tiffauges se mareaba de asco al observar aquellas groseras operaciones, que evocaban un gigantesco asesinato perpetrado en un rincón del bosque, sobre todo porque había detectado la honda afinidad que le unía al caballo, animal fórico por excelencia y que confería a aquellas matanzas un rasgo de suicidio. Un día volvió al lugar del crimen y sorprendió a toda una compañía de jabalíes hozando salvajemente en la carroña de un jumento, al que habían abierto y repartido por toda la superficie del claro en que Tiffauges lo había dejado. Pero aquello no fue nada. Tuvo que ser testigo del banquete de un viejo solitario con un cadáver todavía fresco. El jabalí había atacado al caballo por el ano, y no había parado hasta darle a éste las dimensiones de su cabeza a fuerza de envites de hocico y de colmillos. El caballo muerto, desfondado y zarandeado, parecía defenderse con los cuatro cascos en el aire bajo el furioso empuje del solitario. Y Tiffauges, herido, sentía que parte de aquella grotesca indignidad recaía sobre él.
La afluencia de provisiones y un gran trajín de servidores anunciaba la llegada al Jägerhof del montero mayor; mariscal del Reich y general en jefe de la Luftwaffe[25]. Cuando Asia se detenía en la estación de Tollmingkehnen se adelantaba un Mercedes con banderines, y transportaba con la velocidad del rayo a aquel hombre grueso hasta el mágico chalet en cuya monumental chimenea ardía un fuego infernal. Criados con guantes blancos disponían verdaderos bosquecillos de candelabros sobre la larga mesa de monasterio, vestida de fina tela blanca y resplandeciente de vajilla tallada; los mayordomos calentaban el gran lecho de seda y pieles del amo, mientras que en las cocinas sudaba grasa el tradicional jabato relleno, asado a la brasa. El Oberforstmeister era uno de los primeros llamados a la presencia del montero mayor, cuya voz, pastosa a causa de un rastro de acento bávaro, no dejaba de dar órdenes imperiosas en todo el Jägerhof. El anciano, embutido en su mejor uniforme, salía de aquellas entrevistas con el rostro arrebolado y la expresión extraviada, y desahogaba sus preocupaciones con Tiffauges, que le esperaba en el establo con el alazán del cabriolé.
La primera vez que Tiffauges tuvo ocasión de ver al Reichsmarschall fue en pleno corazón del invierno, y a causa de un incidente que regocijó infinitamente al señor de Rominten.
Tiffauges volvía de Goldap en una carreta tirada por dos grandes caballos de labranza con un cargamento de remolacha y maíz destinado a alimentar a los venados. Mientras los caballos jadeaban ruidosamente y hacían resonar sus herraduras, que se aferraban al suelo helado, Tiffauges, arropado en una pelliza de cordero, miraba desfilar lentamente por encima de su cabeza el escarchado almocárabe de las ramas desnudas. Pensaba que aquella larga migración hacia levante, a la que le habían empujado el asunto de Martine y la guerra que ella había provocado, se acompañaba de un peregrinaje al pasado, jalonado contemplativamente por la aparición de Unhold y del hombre de las turberas, y, de un modo más práctico, por el abandono del vehículo de gasolina y luego el de gasógeno en provecho del caballo. Sospechaba, con voluptuosa angustia, que su viaje le llevaría más lejos, a más profundidad, entre tinieblas más venerables, y que tal vez le guiaría finalmente a la noche inmemorial del Rey de los Alisos.
Fue entonces cuando una aparición le afirmó en la convicción de que sus pensamientos tenían el temible poder de hacer surgir seres reales a su imagen y semejanza. Por la derecha, trotando a paso vivo entre los troncos podados de los grandes pinos, se acercaba una manada de animales enormes, negros, peludos como osos y jorobados como bisontes. Tiffauges reconoció a una manada de toros, sin duda, pero de un tipo evidentemente prehistórico, tal y como figuran en las pinturas rupestres del Neolítico; en resumen, se trataba de uros, con sus cuernos cortos como dagas y la cruz rematada por espesas crines. Desgraciadamente, no era el único que los había visto llegar. Olvidando bruscamente su paso somnoliento, los caballos habían emprendido un galope que se convertía rápidamente en carga furiosa. Tras ellos, la carreta saltaba y patinaba a todo lo ancho del camino. Tiffauges dudaba en refrenar a sus animales, cuyo espanto compartía, más aún cuando un segundo grupo de uros amenazaba con cortarle la retirada. Contó una docena de cabezas en el primer grupo y una decena en el segundo, es decir, unas veintidós en total, aunque las más alejadas y menos rápidas pertenecían, visiblemente, a una mayoría de hembras y becerros. Escaparon por los pelos del segundo grupo, que se unió al primero formando una masa impresionante, tumultuosa, que lo aplastaba todo a su paso. Pero, la primera curva fue fatal para el tiro desbocado. La carreta, desequilibrada, rodó algunos metros sobre dos ruedas y luego cayó de costado al salir de la curva, todavía arrastrada por los caballos, mientras Tiffauges rodaba por la nieve. Uno de los animales, liberado por el accidente, se dio a la fuga, arrastrando tras de sí los arneses rotos; el otro, todavía prisionero del tiro, se debatía y coceaba contra la carreta. Tiffauges se apresuró a desatarlo y montó sobre su lomo antes de que huyera a su vez. Cuando volvió la cabeza, vio a la manada de uros sabiamente reunidos en torno a la carreta volcada, atiborrándose de remolachas y maíz.
El padre de los uros de Rominten se encontraba precisamente en el Jägerhof —en el que era un invitado habitual— cuando tuvo lugar el accidente. Se trataba del profesor y doctor Lutz Heck, director del jardín zoológico de Berlín. Era a él a quien se le había ocurrido la idea de intentar recrear, mediante un sabio cruce de razas de toros españoles, camargueses y corsos, mejorado por una selección llevada a cabo durante varias generaciones, al primitivo uro, cuyos últimos representantes se habían extinguido en la Edad Media. Creía haberlo conseguido bastante bien, y había obtenido permiso del montero mayor para soltar en la Reserva de Rominten al Bos Primigenius Redivivus, como había bautizado, con jubilosa pedantería, a su creación.
Desde entonces, la negra y enorme manada sembraba el terror en la reserva. Se contaba la historia de una patrulla ciclista que fue rodeada por un uro y tuvo que buscar refugio en las ramas de los árboles más cercanos. El animal dirigió su rabia contra las bicicletas que cubrían la carretera. Las pateó y luego las ensartó con sus cuernos, marchándose triunfalmente coronado por aquel trofeo de tubos y ruedas enmarañados.
Cuando Göring se enteró del contratiempo de Tififauges, su alegría no tuvo límites y le llamó para oír la historia de sus propios labios. Así que Tififauges se presentó a la noche siguiente en el Jägerhof recién afeitado, vestido de verde y calzando botas negras, gracias a las viejas ropas de un guarda forestal que tenía más o menos su talla. Cenó larga y magníficamente en la cocina en compañía del personal, que le observaba con temeroso respeto, ya que el montero mayor había puesto los ojos en él. Después tuvo que esperar al capricho de los señores, que confabulaban en torno a la monumental chimenea entre cigarros y licores. Y al fin le mandaron llamar.
Aunque fuesen todos de uniforme, los invitados que rodeaban al montero mayor quedaban eclipsados por el ascendiente que a éste le conferían su volumen y la extravagancia de su atuendo. Sus ciento veintisiete kilos desbordaban de un amplio sillón de alta época cuyo respaldo, contorneado y con dibujo de líneas entrecruzadas, formaba una especie de aureola, como una cola de pavo real, en torno a su cabeza y a sus hombros. Vestía una camisa blanca con chorreras y mangas flotantes, cubierta por una especie de casulla de ante malva sobre la que destacaba una pesada cadena de oro, a cuyo extremo se balanceaba una esmeralda del tamaño de un huevo de paloma.
Al francés le habría resultado insoportable esta exhibición si el idioma alemán no hubiera alzado entre los invitados y él una pantalla translúcida, pero no transparente, que amortiguaba la grosería de aquéllos y le permitía a éste dirigirse al segundo hombre del Reich en unos términos y con un tono que éste no habría tolerado viniendo de un alemán.
Tiffauges tuvo que precisar el lugar y la hora del encuentro, el número de uros, la dirección de la cual parecían venir, la reacción de los caballos, su propia actitud —y a cada nuevo detalle, el montero mayor aullaba de risa, dándose palmadas en los muslos—. Después se burlaron de sus gafas, sugiriendo que a través de aquellas lentes de aumento podía haber tomado a algunos conejos por toros gigantes, y Tiffauges descubrió por primera vez una de las manías de los señores del Tercer Reich, ese odio por los hombres con gafas, que para ellos encarnaban la inteligencia, el estudio, la especulación y, en resumen, al judío. Luego el profesor Lutz Heck, padre de Bos Primigenius Redivivus, explicó que, paradójicamente, sus animales serían peligrosos mientras en ellos quedaran huellas de domesticación. Nacidos en cautividad, les harían falta años para temer al hombre y huirle en cuanto le vieran desde lejos. Mientras que actualmente —aunque menos que al principio de su vida salvaje— no comprendían por qué los habían abandonado en un bosque helado y con poca comida, cuando la región estaba llena de fértiles pastizales y ricas granjas. Por otra parte, más de una vez los uros habían echado abajo cercados y forzado puertas de establos y heniles para comerse el forraje, no sin haber montado a su paso a alguna tierna novilla. En su agresividad hacia los hombres, concluyó el profesor Heck, había un despecho y una amargura de niño abandonado, como ilustraba perfectamente el incidente ocurrido al francés.
Pero el rey de los animales de Rominten era el venado, que se cazaba con puestos u ojeadores —únicos tipos de caza que la espesura del bosque permitía— y que era objeto, por parte del montero mayor, de un culto a la vez sacrificial, amoroso y alimenticio. Además, este culto tenía su teología, cuyo elemento esotérico era la identificación e interpretación de las astas mudadas y, sobre todo, la evaluación de los «puntos» que merecían las cornamentas, llevada a cabo por un jurado de monteros oficiales al menos ocho días después de la muerte del venado, cuyas astas se secaban en una habitación caldeada durante todo este tiempo.
El invierno se acercaba a su fin, y lo esencial del trabajo de Tiffauges consistía en buscar, a través de oquedales y monte bajo, los desmogues que mudaban los venados, búsqueda muy importante en aquel periodo del año, ya que los venados más viejos mudan precisamente en febrero y marzo, pero los más jóvenes a veces esperan hasta el umbral del verano para perder las cercetas. La tarea era delicada a causa de los dos o tres días que separan habitualmente la caída de cada una de las cuernas del mismo ciervo, de tal manera que cuando se descubre una hay que emprender largas búsquedas para dar con la otra, sin la cual la primera no vale nada. A pesar del interés y luego de la creciente pasión que ponía en aquella búsqueda, Tiffauges no la habría podido llevar a cabo sin la ayuda de dos grifones especializados que hacían maravillas, traídos de un distrito vecino en ausencia de Göring, uno de cuyos caprichos era aborrecer a los perros y no soportar su presencia. Más sorprendente todavía eran los conocimientos del Oberforstmeister, que identificaba sin vacilar las cuernas que le llevaban. Así contaba la cuarta de Teodoro, la séptima del Sargento y la décima del viejo Poseidón. Las astas de muda iban a parar al panel de su venado, encima de las de los años anteriores, según una disposición piramidal cuya cima coronaría, en la undécima o duodécima serie, la cornamenta completa del animal abatido.
Aquel día la llegada del Reichsmarschall estaba prevista a última hora de la mañana, y una compañía de músicos que tocaban la trompa se había reunido delante del Jägerhof para interpretar la alborada cuando bajase del coche. Tiffauges y el Oberforstmeister habían colocado en una mesa las cuernas recogidas desde la última estancia del montero mayor. Aquellas cornamentas constituían la crónica más rigurosa e íntima de la vida de Rominten, y su descifrado era objeto de apasionadas discusiones entre los forestales y el montero mayor. Ellas permitían, sobre todo, seguir las etapas del desarrollo de tal o cual Hochkapitaler, y determinar con certeza la estación en que habría que abatirlo, puesto que, habiendo alcanzado su apogeo, al año siguiente empezaría fatalmente a «degenerar».
El Mercedes de los banderines entró en la gran avenida que llevaba al Jägerhof y los músicos, en posición de firmes, se llevaron el instrumento a los labios. Entonces saltó del coche un ayuda de campo, que se precipitó hacia el grupo gritando:
—¡Nada de trompas! ¡El león las detesta!
La estupefacción fue general, y todos se preguntaron por un instante si el «león» sería un nuevo sobrenombre que «el Hombre de Hierro» se había atribuido. Pero ¿cómo concebir aquella repentina aversión por su música preferida?
El imponente vehículo se detuvo con agilidad, las cuatro puertas se abrieron al mismo tiempo, y de la parte trasera salió un largo cuerpo de color canela, un león, un verdadero león que el Reichsmarschall, riendo y tropezando, y a quien su uniforme blanco hacía parecer redondo como una bola, llevaba sujeto al extremo de una traílla.
—Buby, Buby, Buby —canturreó mientras atravesaba el patio, arrastrado por el enorme felino, a quien el miedo aplastaba contra el suelo—. Y ambos desaparecieron en el interior de la casa, precedidos por el espantado reflujo de todo el personal.
Hubo que buscar febrilmente una habitación para albergar provisionalmente al león, y finalmente transformar el cuarto de baño del propio Göring en casa de fieras, después de haber echado una carretilla de arena en la pila de la ducha para que Buby pudiera hacer sus necesidades en terreno blando, según la costumbre de todos los felinos. Después el Reichsmarschall volvió a salir, se situó frente a los músicos y escuchó, en posición de firmes, el toque de bienvenida que habían ensayado para él durante varias semanas. Luego dio las gracias alzando su bastón azul y oro, y desapareció en sus aposentos para cambiarse de ropa. Una hora más tarde conferenciaba con el Oberforstmeister mientras examinaba los desmogues, de los que dependía el programa de cacerías de verano y otoño.
Por la noche, Tiffauges tuvo ocasión de entrever un espectáculo que se grabó en su memoria con los colores simples y chillones de una estampa de Épinal. Göring, vestido con un bonito kimono de color azul pálido, estaba sentado a la mesa ante medio jabalí y blandía una pierna en el aire, como si fuera la maza de Hércules. El león, sentado a su lado, seguía apasionadamente las evoluciones del pedazo de carne, y lanzaba bocados lentos y sin convicción hacia él cuando se acercaba. Finalmente el montero mayor le hincó los dientes, y durante unos instantes su cara desapareció tras la monstruosa pierna. Luego, con la boca llena, le alargó la carne al león, que le hincó los colmillos a su vez. Y la pierna de jabalí viajó regularmente entre ambos ogros, que se miraban con afecto sin dejar de masticar bocados de carne negra y almizclada.
Atribuir a los invitados, en función de su rango, los venados que podían abatir constituía la peor de las pruebas para el Oberforstmeister, y a menudo provocaba tormentas cuya violencia tenía que soportar. El Feldmarschall von Brauchitsch fue motivo de uno de estos dramas, que tenían su origen en los celos con que el montero mayor consideraba todo lo referente a los ciervos de la reserva. El jefe supremo de la Wehrmacht había salido en plena noche, acompañado por el Forstmeister de un distrito vecino que había trazado el camino de un venado cuyas huellas indicaban a un ejemplar de gran envergadura, muy probablemente Raufbold. El montero mayor salió un poco más tarde con el Oberforstmeister y se dirigió hacia las guaridas de dos Hochkapitaler a quienes sus series de desmogues señalaban como próximas víctimas. Caía la noche cuando entró en el Jägerhof llevando en la parte trasera del coche a un gran venado y a su escudero, otro venado más joven que el anterior, ambos con magníficas cornamentas: la del ciervo más viejo en forma de candelabro, y la del otro menos ramificada, parecida a una mano de tres dedos. Radiante, el montero mayor se retiró a sus aposentos con la intención de prepararse para la cena. Una hora más tarde oyeron entrar el coche de Brauchitsch, que también llegaba con su caza.
La costumbre ordenaba que en tales circunstancias se celebrara un encarne frío, a medianoche, en el patio interior del Jägerhof iluminado por braseros de leña resinosa. Después de haber comido alegremente, los cazadores se reunieron ante los cuerpos de los tres ciervos, colocados, según la costumbre, por orden de tamaño. Apenas los vio el montero mayor, se inclinó sobre el más grande, Raufbold, cuya cabeza, coronada por veintidós puntas, pesaba al menos nueve kilos. Acarició el perlado de los cuernos, los surcos visibles que recorrían las astas. Probó con las yemas de los dedos los afilados extremos de los candiles y de las puntas superiores, cuya marfileña blancura contrastaba con el color pardo quemado de las puntas principales. Cuando se irguió de nuevo, todo el buen humor se había borrado de su cara rubicunda, y un gesto enfurruñado hacía sobresalir su labio inferior.
—Es exactamente el tipo de venado que me gusta abatir —dijo.
Pero los doce músicos que tocaban las trompas se habían colocado en semicírculo y, a una señal del Oberforstmeister, hicieron resonar el toque de muerte. Fue también él quien, con la cabeza descubierta, dio solemne lectura a los nombres de los cazadores y de los ciervos sacrificados. Concluyó con unas palabras de agradecimiento y despedida. Las trompas reanudaron entonces su canto brumoso y rauco para saludar el final de aquella jornada, y Tiffauges, oculto en las sombras del claustro de madera, buscó en su interior los recuerdos que evocaban aquella música salvaje y quejumbrosa. Volvió a verse en el patio de San Cristóbal, a la escucha de un rumor de muerte profundo y desesperado; luego en Neuilly, dentro de su viejo Hotchkiss, tratando de captar cierto grito que había oído por casualidad por primera y única vez, y que le había traspasado como una lanza. En la alborada de aquella noche había armonías que tenían una indiscutible afinidad con él, pero era un parentesco indirecto, lateral y casi artificial. Sin embargo, esa noche tuvo la oscura certeza de que volvería a oír aquel canto de muerte en estado puro, y que no se alzaría de la vieja tierra prusiana para los venados.
—Es exactamente el tipo de ciervo que me gusta abatir —repetía Göring con una amenazadora insistencia.
Y como se encontraba frente a frente con el Oberforstmeister, le agarró por las solapas del chaquetón y le silbó a la cara:
—¡Usted hace que los invitados maten a los ejemplares más bellos, y yo tengo que conformarme con animales de segunda fila!
—¡Pero, señor —balbuceó el Oberforstmeister con un hilo de voz—, el Feldmarschall von Brauchitsch es el jefe supremo de la Wehrmacht!
—¡Imbécil! —le contestó Göring antes de soltarle y volverle la espalda—. ¡Le estoy hablando de venados! Y hay dos clases de venados: ¡los Reichsjägermeisterhirsche[26], que son los míos! ¡Y los demás! ¡Intente aprender a no confundirlos de nuevo!
Uno de los más nobles Reichsjägermeisterhirsche era, sin la menor duda, el Candelabro, cuya crónica, mes tras mes, escribía el Oberforstmeister, y que prometía convertirse en el rey de las manadas de Rominten. Una noche en que Göring, abrigado como un oso, pateaba pesadamente sobre la nieve blanda para descubrir las huellas de lobo que le habían indicado, surgió el Candelabro, como una aparición, entre un enrejado de ramas escarchadas. Sombría estatua de ébano, llevaba sobre el musculoso cuello un bosque de veinticuatro puntas distribuidas tan regularmente como las nervaduras de un cristal de hielo. Era grande y erguido como un árbol, un árbol viviente que respirase, con las orejas alzadas y ojos claros como espejos, y encaraba a los tres hombres. Los carrillos del montero mayor empezaron a temblar.
—¡El mejor lance de mi carrera, la testa más hermosa que he visto en mi vida!
Había cerrado la escopeta, que llevaba quebrada sobre el antebrazo, y la alzó lentamente hacia el hombro. Entonces, con una autoridad que dejó estupefacto a Tiffauges, el Oberforstmeister se interpuso en el camino de aquel deseo febril.
—Señor montero mayor —le dijo en voz lo bastante alta como para hacer que el animal huyese irremediablemente—, el Candelabro es el mejor reproductor de Rominten. Déjele vivir otra temporada. ¡Es el futuro de nuestra reserva!
—¿Pero, se da cuenta del riesgo que correría? —estalló Göring—. ¡Pesa por lo menos ciento ochenta kilos y debe de tener diez kilos de cuerna en la cabeza! Un simple cervato, más rápido y más ardiente, puede destriparlo. ¿Y sabe cómo serán sus cuernas después del desmogue?
—Aún más hermosas, señor mariscal. Aún más nobles, me lo dicen treinta años de guarda forestal. En cuanto a su vida, respondo con la mía. ¡No le pasará nada!
—Déjeme tirarle —insistió Göring, apartándole de un empujón.
Pero, cuando por fin se echó la escopeta al hombro, el Candelabro había desaparecido. Ni un solo ruido, ni un movimiento de ramas traicionaba su huida. El monte alto se lo había tragado, como si fuera su emanación viviente. La cólera del montero mayor habría tenido consecuencias imprevisibles si el Oberforstmeister, previendo la tormenta y conociendo el quite, no se hubiese apresurado antes de que cayera la noche a llevarle a algunos kilómetros de allí, a una cañada poblada de altos helechos y una espesura casi impenetrable de pequeños avellanos. El montero mayor gruñó un poco cuando tuvo que arrastrarse sobre el vientre para atravesar un zarzal erizado de espinas negras en una pendiente que bajaba hacia una especie de circo. Pero se le cortó la respiración cuando un viejo sendero de jabalíes le permitió arrodillarse y examinar con los gemelos el fondo de la hondonada. Eran por lo menos treinta, ocultos, flanco contra flanco, al abrigo del abrupto talud, y su aliento subía como una bruma ligera en el aire helado. Antes del primer tiro, una vieja cierva amachorrada que parecía guiar a la manada dio la alerta. Los tres hombres estaban a favor del viento, y algún ruido debía de haber repercutido en la ladera, pues el animal, engañado, se lanzó derecho hacia ellos. La primera bala, que abatió a un varetón de dos años, no frenó el paso de la avalancha de animales, que veían claramente saltar por encima del cuerpo. El montero mayor se echaba la escopeta a la cara y tiraba; saltaba el casquillo y caía dando vueltas a sus pies. Miraba, apuntaba y volvía a tirar, entre risas y cloqueos felices. Herido en pleno pecho, el venado de diez puntas que seguía a la cierva se encabritó y luego saltó hacia delante antes de derrumbarse frente a toda la manada. Solamente entonces parecieron los animales comprender que les habían cortado la retirada. Se detuvieron con la cabeza erguida y las orejas enhiestas; luego, cuando un nuevo disparo alcanzó a un cervato hirsuto y desgarbado, dieron media vuelta y se abalanzaron hacia el fondo del circo. Se reanudó el tiroteo mientras la manada, con un enloquecido golpeteo de pezuñas, se lanzaba al asalto del talud, helado y escarpado. Un gran venado, vencido por el peso de sus formidables cuernas, volcó de espaldas al tratar de salvar un lugar abrupto y cayó sobre una cierva, rompiéndole el espinazo. Tres jóvenes machos, a quienes el pánico había enfurecido, luchaban salvajemente, ya encabritándose y bailando en el sitio, ya cediendo terreno ante un envite vehemente con furiosos bramidos que se oían a varios kilómetros. Al final, entrelazaron las cuernas tan estrechamente que murieron enredados, sin poder separarse.
Cuando cesó la matanza, once venados y cuatro ciervas amachorradas humeaban bañados en su propia sangre. Era bueno abatir las ciervas que ya no eran aptas para la reproducción, pues al entrar en celo agotaban en vano a los machos. Pero el montero mayor sólo se interesaba por los venados, y era una maravilla verle correr pesadamente de uno a otro, blandiendo su guja de caza. Abría los cálidos muslos de aquellos cuerpos grandes y palpitantes, y hundía allí las dos manos. La derecha cortaba vivamente, la izquierda hurgaba en el escroto hendido y sacaba las criadillas, que parecían huevos de carne viva, de un rosa opalescente. Y es que por lo común se cree que el venado abatido debe emascularse sin tardanza, si no la carne se almizcla y no vale para el consumo.
Tiffauges recibió como merecía esta explicación tan claramente incongruente, sobre todo en un terreno, la montería, donde todo es cifra y rito inmemorial. Una vez más, mientras observaba el enorme y blanco trasero que Göring, inclinado sobre el regio animal que iba a deshonrar, levantaba hacia el cielo, se preguntaba cuál sería la clave del ciervo y el secreto de su lugar, en apariencia desmesurado, en el bestiario de Prusia Oriental. Como si quisiera contestar de inmediato aquella muda pregunta, el mariscal se enderezó e hizo señas a sus compañeros para que se reuniesen con él. El animal que yacía a sus pies era un varetón aberrante, cuyas cuernas presentaban una asimetría de penosa fealdad. Mientras que la cuerna derecha era la de un ciervo con astas de seis puntas, tres de ellas agrupadas en lo alto en forma de tridente formando una palma de hermoso desarrollo, la izquierda, atrofiada, delgada y con tendencia a desmenuzarse, era la de un varetón de dos años, una sola vara recta que terminaba en un esbozo de horquilla. Arrodillándose de nuevo junto al gran cuerpo de color amarillo, Göring hacía notar a uno de sus invitados que a las cuernas asimétricas les correspondía un estado defectuoso de las criadillas: el animal tenía un testículo normal, el otro estaba atrofiado. Sin embargo, era el derecho el que se escurría entre los dedos y formaba bajo la piel del escroto un abultamiento apenas visible. El Oberforstmeister, que se había quedado aparte con Tiffauges, le explicó a éste que una herida cualquiera —plomo de escopeta, alambre de espino, cornada— o la malformación congénita de un testículo se traducía fatalmente en la endeblez o rareza de la cuerna del lado opuesto. Así pues, y en resumen, no sólo las cuernas del venado eran simplemente la libre y triunfal floración de los testículos sino que, obedeciendo a la inversión que por tradición acompaña a los símbolos intensamente cargados de significado, la imagen exaltada que los primeros daban de los segundos les era devuelta, como reflejada en un espejo.
Que las cuernas tuviesen literalmente una esencia fálica, otorgaba a la caza y al arte de la montería un sentido de inquietante profundidad. Acosar al venado, matarlo, emascularlo, comer su carne, robarle las cuernas para vanagloriarse de ellas como de un trofeo, tal era la gesta en cinco cantos del ogro de Rominten, sacrificador oficial del Ángel Falóforo. Y había un sexto canto, aún más importante, que Tiffauges descubriría unos meses más tarde.
El Oberforstmeister se lo había dado a entender a Tiffauges en un momento de exasperación: Göring no era un gran entendido en montería. En Alemania habría sido fácil encontrar un centenar largo de cazadores o de guardabosques que dominasen el arte y poseyeran el instinto de la caza en un grado indiscutiblemente superior. No obstante, la justicia le obligaba a una concesión de importancia. Había un terreno nada despreciable en el que el Reichsmarschall manifestaba una ciencia y talento incomparables, y era la lectura de la muestra de las piezas. Tratándose de descifrar todos los mensajes inscritos en las heces de los animales, el montero mayor daba pruebas de una penetración y una experiencia tales que cualquiera tenía derecho a preguntarse dónde y cuándo podía haberlas adquirido, y si no provendrían, simplemente, del mismísimo fondo de su naturaleza de ogro.
Tiffauges tuvo ocasión de ver cómo el amo de Rominten ejercía esta vocación cropológica; sobre todo, una mañana de primavera en que no había nada que cobrar sin infringir toscamente la deontología de la caza, aunque el estado del terreno permitía una lectura especialmente clara de la muestra. Göring, que no pedía otra cosa que desplegar su sabiduría, pronto se interesó únicamente por las señales que los animales dejaban al pie de los árboles, en el monte bajo y en las corrientes más frecuentadas.
Explicó que los hechíos del ciervo tienen un solo aguijón, y están más esparcidos, mientras que los de las ciervas tienen dos aguijones y son viscosos, muy negros y desiguales. Duros y secos en invierno, la hierba fresca y los brotes jóvenes de la primavera los ablandan hasta darles aspecto de boñigas flojas y aplastadas. Luego el verano los aprieta, los transforma en cilindros dorados con una de las bases cóncava y la otra convexa. En septiembre, los elementos sueltos se reúnen formando ristras. Cuando las ciervas paren, los hechíos salen a menudo ensangrentados. Finalmente, hay que saber que la muestra de la noche, preparada por la larga rumia de la jornada, es más dura y más seca que la de la mañana. El Reichsmarschall no dejaba de comprobar entre el pulgar y el índice la consistencia de sus hallazgos, e incluso se los acercaba a la nariz para apreciar de cuándo eran, pues el olor se vuelve agrio con el tiempo.
Pero, los reclamos de los corzos —que moldeaban un solo aguijón en invierno, y en verano los aglomeraban en racimos como los borregos—; la muestra de los jabalíes —en forma de quilla en invierno, de bosta inconsistente en verano—; las guaridas de las liebres —secas y puntiagudas, sueltas y negruzcas en el macho, gruesas y relucientes esferas en la hembra—; los espejuelos de las chochas —discos de un blanco marfileño con un punto de color verde oliva en el centro—; los fiemos de los faisanes, acumulados bajo los lugares en que se posan; los del urogallo, dejados sobre las cepas de los abetos; e, incluso, las modestas cagarrutas de los conejos, le parecían igualmente interesantes y dignos de comentario.
Tiffauges no podía dejar de pensar en Néstor y en sus glosadas sesiones nocturnas de defecación al ver a aquel hombre gordo, cuyas condecoraciones no paraban de entrechocar ruidosamente, correr de árbol en árbol y de matorral en matorral, con exclamaciones de contento, como un niño que busca huevos de chocolate en el jardín en la mañana de Pascua. Y aunque hacía mucho que se había acostumbrado a los ajustes que el destino hacía en su vida, se admiró de que los azares de la guerra y de la cautividad le hubiesen convertido en servidor y secreto alumno del segundo hombre del Reich, experto en falología y coprología.
El verano trajo consigo a un invitado fuera de serie, un civil bajito, nervioso y elocuente cuya enorme nariz servía de soporte a unas gafas de gruesos cristales. Era el profesor Otto Essig, cuya reciente tesis de doctorado sobre La mecánica simbólica a través de la historia de la antigua y la nueva Alemania, leída en la Universidad de Göttingen, había llamado la atención de Alfred Rosenberg. El filósofo oficial del régimen consiguió aquella invitación para su protegido, a la que Göring, que no podía soportar a los intelectuales, consintió no sin repugnancia. Tiffauges sólo pudo ver al invitado una vez durante su breve estancia en Rominten —y además no entendía la mitad de lo que decía, pues hablaba deprisa y de forma erudita—, y lo lamentó, pues aquel personaje divertido y de una torpeza incesante y sin límites parecía no abordar más que temas de gran interés para el francés.
Una noche le oyó discutir sobre las diferentes fórmulas para medir las astas de los ciervos —fórmula Nadler, de Praga, alemana, de Madrid—, que él aplicaba a las cornamentas que le sometían, cuyos méritos respectivos comparaba con una asombrosa agilidad mental. Tiffauges observó que la fórmula Nadler, la más sencilla y clásica, consta de catorce calificaciones, atribuidas sucesivamente a:
- la longitud media de ambas cuernas (coeficiente 0, 5)
- la longitud media de las dos luchaderas (coeficiente 0, 25)
- la media de la circunferencia de las dos rosetas (coeficiente 1)
- la circunferencia de la cuerna derecha en la base (coeficiente 1)
- la circunferencia de la cuerna derecha en la punta (coeficiente 1)
- la circunferencia de la cuerna izquierda en la base (coeficiente 1)
- la circunferencia de la cuerna izquierda en la punta (coeficiente 1)
- el número de puntas (coeficiente 1)
- el peso de las cuernas (coeficiente 2)
- la envergadura de las cuernas (de 0 a 3 puntos)
- el color de las cuernas (de 0 a 2 puntos)
- la belleza del perlado (de 0 a 2 puntos)
- la belleza de los candiles (de 0 a 10 puntos)
- el estado de las puntas (de 0 a 2 puntos)
La fórmula de Praga hace intervenir, además, la longitud media de las dos palmas y la belleza de las contraluchaderas (de 0 a 2 puntos). En cuanto a la fórmula alemana, no tiene en cuenta esta última calificación, pero añade al total una nota de conjunto de 0 a 3.
En adelante, conociendo el sentido falofórico de las astas de ciervo, Tiffauges se maravillaba de aquella aritmética que aportaba precisión y sutileza a un dominio tan secreto. Los cazadores, habiendo sacado del bolsillo de sus chalecos una cinta métrica de la que no parecían separarse nunca, intercambiaban desmogues y cornamentas arrojándose cifras a la cara, y recordaban las fantásticas medidas de tal o cual venado famoso, que había causado sensación durante la exposición internacional anual de Budapest, por ejemplo. Candelero, que totalizaba doscientos diez puntos Nadler, u Osiris, al que con sus doscientos cuarenta y tres puntos Nadler sólo le aventajaba, y por poco —además, sobre bases discutibles—, un ciervo abatido en Eslavonia, de doscientos cuarenta y ocho con cincuenta y cinco puntos, la testa más imponente que montero alguno recordase haber visto jamás.
El profesor Essig aprovechó un silencio, durante el cual todos trataron de recuperar el aliento, para esbozar una filosofía de la cuerna de ciervo. En primer lugar, subrayó que en las tres fórmulas de medida intervenían elementos de apreciación puramente cualitativos, referentes, sobre todo, al color, la belleza del perlado o la de los candiles, y, en la fórmula de Praga, la belleza de las palmas (y no su longitud). Es, afirmaba, la parte del ser irreductible a cifras, la realidad concreta que ninguna medida puede aprehender. Por otra parte, dijo, y desde el punto de vista de los propios animales, comprobamos que el significado de las cuernas va más allá de su uso como armas de combate. Efectivamente, la cornamenta de un Hochkapitaler, considerada desde un punto de vista meramente práctico, ha de condenarse por molesta y penosa. Pero, si bien su peso y volumen hacen de ella en la práctica un arma poco eficaz, no es menos cierto que resulta rarísimo ver a un viejo venado de gran envergadura atacado por un varetón. El peligro suele venir más bien de los corzos, pues los jóvenes machos de un año no retroceden aún ante la masa de un gran ciervo, y sus pitones pueden infligirle heridas irreparables. Con los varetones ocurre todo lo contrario, y aquí abordamos la función esencial de las cornamentas más nobles: se diría que inspiran una especie de respeto a los varetones. Así, lo que le hacen perder al viejo venado en eficacia ofensiva, se lo devuelven, centuplicado, en proyección espiritual. E, inclinándose en dirección a Göring, esbozó un paralelismo entre las cuernas de un venado y el bastón de un mariscal, una mediocre arma de combate, pero que hace a su poseedor físicamente intocable por la dignidad que le confiere. Por lo tanto, concluyó, mientras que la virilidad genital, vergonzosamente oculta en la oquedad más baja y remota del cuerpo, atrae al animal hacia la tierra, la cornamenta, su expresión sublimada y erguida hacia el cielo, le rodea de un resplandor que impone respeto, incluso al ciego ardor de los más jóvenes.
El pequeño profesor también había puesto un gran ardor en su exposición, y no parecía notar la frialdad con que había sido recibida. Todavía no conocía el odio que en aquella sociedad despertaba cualquier manera de pensar y hablar que se apartase de lo vulgar. Se habló del peso de los animales, y especialmente de la relación existente entre el peso de un animal vivo y su peso neto, o de matanza, es decir, de los pedazos vendidos en la carnicería. Essig tenía sus propias ideas sobre el tema, y se apresuró a exponer una fórmula que había elaborado. Para conocer el peso neto partiendo del peso vivo bastaba, dijo, con tomar los cuatro séptimos del peso vivo, sumarle la mitad de este mismo peso y dividir esta suma entre dos. El cociente era el peso neto. Göring pidió que le repitiese la fórmula; luego sacó una pluma de oro e hizo un rápido cálculo en una caja de cigarrillos.
—Por lo tanto, señor profesor —concluyó—, yo, que en vivo peso ciento veintisiete kilos, en la carnicería pesaría, todo lo más, sesenta y ocho. ¡No sé si considerarlo humillante o alentador!
Y se echó a reír de manera bonachona, dándose palmadas en los muslos. Los invitados le imitaron pero en sus risas había una pizca de escándalo y de reprobación dirigida contra el pequeño profesor. Éste se dio cuenta, y quiso hacerle frente con su mejor elocuencia. Se hablaba de alces, y creyó adecuado contar una anécdota ocurrida en Suecia, donde el rey Gustavo V seguía presidiendo anualmente la gran cacería de alces, a pesar de sus ochenta y dos años. A los invitados se les advertía discretamente que, como su majestad estaba mal de la vista, era prudente, en caso de que uno se encontrase cerca de él durante la cacería, gritar en cuanto le viera: «¡No soy un alce!». Y eso fue lo que hizo un insigne invitado al final de la cacería, pero se horrorizó cuando vio que el viejo monarca se echaba la escopeta al hombro de inmediato y disparaba en su dirección. Levemente herido, fue transportado en una camilla, y después del toque de muerte tuvo la oportunidad de hablar con el rey sobre lo sucedido. Éste le pidió disculpas. «Pero, sire —se asombró el herido—, cuando vi a Su Majestad grité “No soy el alce!”. ¡Y me pareció que fue al oírme cuando su majestad disparó en mi dirección!». El rey reflexionó un momento. Después le explicó: «Verá, amigo mío, tiene que perdonarme. Ya no tengo el oído muy fino. Sí, le oí gritar. Pero, entendí: “Soy el alce”. ¡Y, naturalmente, disparé!».
La torpeza era catastrófica. Göring profesaba el culto a la memoria de su primera esposa, la sueca Karin, muerta en 1931 y enterrada bajo la suntuosa mansión de Karinhall que, a fin de cuentas, no era sino un mausoleo. Desde entonces, todo lo concerniente a Suecia era sagrado, y la anécdota del pequeño profesor, burlándose de Gustavo V, fue recibida con un silencio consternado. El montero mayor se levantó y se dirigió a sus habitaciones sin dirigirle la palabra a Essig. No iba a verle de nuevo, pues tenía una reunión al día siguiente en Rastenburg, y cuando se puso en camino ya hacía dos horas que el profesor estaba en el monte bajo de Erbershagen, en el límite oriental de la reserva, con un Forstmeister cuya obligación era hacerle abatir un venado: el más viejo, el más enfermo, el varetón más aberrante de todo Rominten, siguiendo las recomendaciones de Göring.
Nunca llegaron a aclararse del todo las circunstancias de un incidente que, aquella mañana, provocó el mismo efecto que un temblor de tierra en la pequeña colonia forestal. El «varetón aberrante» destinado al pequeño profesor, al que el Forstmeister había seguido la víspera, acudió al lugar de la cita, adonde los dos hombres llegaron en un vehículo de caza, cuando el alba apenas había empezado a tornar color de rosa las copas de los abetos. El animal se presentó, con una conmovedora buena voluntad, al borde de un pequeño claro, justo a tiro de los cazadores, encaramados a apenas treinta metros en un mirador construido en la linde de los árboles. El Forstmeister, bastante orgulloso de sí mismo y aliviado al ver que su misión iba a acabar tan deprisa y con tanta fortuna, hizo una seña indicándole a su «cliente» que podía disparar. El profesor se echó la escopeta al hombro y apuntó durante tanto tiempo que el Forstmeister empezó a temer que el animal desapareciera entre los árboles. Al fin partió el disparo. El ciervo cayó violentamente, como empujado hacia el suelo, pero se volvió a levantar con una vivacidad que excluía cualquier herida grave. En efecto, ambos hombres pudieron comprobar que la descarga de perdigones tan sólo había logrado pulverizar la única vara —por lo demás defectuosa y cenceña que poseía el animal—. Desmogado, sin más dignidad que un asno enjuto, y por añadidura medio molido todavía por el golpe, el varetón seguía en el mismo sitio, atontado, con la cabeza vuelta en dirección al mirador.
—¡Rápido, señor profesor, tire antes de que se escape! —suplicaba el Forstmeister, muerto de vergüenza por su cliente.
Entonces empezó un tiroteo ininterrumpido, que revolucionó a todo el distrito. Volaban nubes de tierra mezclada con hojas muertas, las ramas quebradas se venían abajo, los troncos exhibían súbitas heridas. Sólo el varetón-mulo parecía escapar a la metralla. Trotó entre los primeros arbustos del lindero, y ya hacía unos segundos que había desaparecido cuando aún continuaba la descarga. El Forstmeister se había levantado y se sacudía para entrar en calor.
—Con todo este ruido —dijo lúgubremente— se acabó por esta mañana. Tenemos que volver con las manos vacías. Hoy nos hemos ganado el Rubbeljack —añadió, sonriendo esforzadamente para tratar de ocultar su mal humor.
Se trataba de una novatada de cazadores muy apreciada en Prusia Oriental, que consistía en obligar a la víctima a beber, en el cañón de una escopeta —que no se había limpiado—, una mezcla de schnaps y de pimienta blanca vertida por la culata con ayuda de un embudo.
El Forstmeister pateaba con impaciencia sobre la hierba mojada esperando al profesor, que seguía, inexplicablemente, en lo alto del mirador. Se contentó con encogerse de hombros cuando le oyó gritar: «¡Veo otra vez al ciervo! ¡Allí, en la tala de las hayas! ¡Está a quinientos metros por lo menos! ¡Voy a tirar con bala!».
Sonó un último disparo. Luego un silencio, y de nuevo la voz del profesor, que había cambiado la escopeta por unos gemelos.
—Venga a ver, Forstmeister, creo que le he dado.
Era un disparate pero el Forstmeister suspiró y se reunió amablemente con su invitado en el mirador. Efectivamente, con los gemelos se distinguía el cuerpo de un animal tendido en el camino que se abría hasta el horizonte a través de un hayedo. La distancia era enorme y tendría que haber puesto al animal fuera del alcance del mejor tirador. Sin embargo, había una mancha, más oscura, a decir verdad, que la piel amarilla del venado sobre el que el profesor había vaciado su cartuchera.
Llegaron a pie hasta el bosque de hayas. El ciervo parecía dormir, con la cabeza tranquilamente posada sobre las patas delanteras, y la cornamenta magníficamente erguida, como un bosquecillo de marfil oscuro. El cuerpo, poderoso y recogido, parecía esculpido en ébano. Aún estaba tibio. La bala le había alcanzado en los encuentros.
El Forstmeister se sintió desfallecer. Con la primera ojeada había reconocido al Candelabro, el Hochkapitaler número uno de Rominten, que todos los guardabosques tenían la imperativa misión de rodear de cuidados y protección. ¡Y aquel imbécil de Essig que, olvidando toda dignidad, remedaba en torno a los venerables despojos una danza india sin dejar de ulular! Sin embargo, la consigna era formal: los invitados del montero mayor eran sagrados para todo el personal de la reserva. Fuera cual fuese su demérito, Essig no debía sospechar la gravedad de su crimen. Así que le festejaron cuando regresó, exultante de orgullo, al Jägerhof: una fiesta de sonrisas crispadas y de gritos ahogados de ¡Weidmannsheil[27]!; ni un mar de champaña consiguió hacer desaparecer el nudo que había en todas las gargantas.
—Verá —repetía él a todo el que se acercaba—, los perdigones no están hechos para mí. ¡Soy un tirador de balas!
Y lamentaba que el montero mayor estuviese ausente y no pudiera alegrarse con él. Göring volvía a la noche siguiente, sin duda ya tarde, pero todo el mundo le juró al profesor que no le esperaban antes de una semana. Durante toda la noche trabajaron para prepararle su trofeo, y le despidieron a la mañana siguente, dejándole un poco sorprendido, en realidad, por tantas prisas, pero radiante, rodeando de amorosas precauciones las cuernas más pesadas y armoniosas —alcanzaban doscientos cuarenta puntos Nadler— de la crónica de Rominten.
Göring no llegó hasta la madrugada. A la mañana siguiente, a las diez, estaba sentado a la mesa delante de un desayuno en el que la liebre en conserva, el encurtido de oca salvaje, el jabato marinado y la empanada de corzo formaban un armonioso equilibrio con el salmón ahumado, el arenque del Báltico y la trucha en gelatina, cuando el Oberforstmeister se presentó en uniforme de gala, con una expresión de pesadumbre virilmente controlada en el rostro. El espectáculo de aquel hombre grueso, envuelto en una bata de brocado, con los piececillos arqueados dentro de unas zapatillas de nutria, pavoneándose en medio de aquella algarabía de vituallas, le hizo perder por un momento la compostura.
—Esta mañana me he enterado de una buena noticia —atacó inmediatamente Göring—. El pequeño profesor se fue ayer. Bonita despedida. ¿Mató algún venado?
—Sí, señor montero mayor.
—¿Un varetón aberrante, un mulo sin fuerzas, una cabra vieja y enferma, como yo ordené?
—No, señor montero mayor. El profesor Otto Essig, de la Universidad de Göttingen, mató al Candelabro.
El ruido de los platos y vasos, barridos junto con el mantel y los cubiertos al caer y hacerse añicos sobre las losas, hizo acudir al maestresala. Göring, con los ojos cerrados, había extendido ante sí, como un ciego, las manos enguantadas, sobrecargadas de esclavas y sortijas.
—¡Joachim —murmuró con un hilo de voz— rápido, la crátera!
El maestresala desapareció a toda prisa, y regresó con una gran copa de ónice que dejó delante del Reichsmarschall. Estaba llena de piedras finas y preciosas, y Göring metió las manos dentro con avidez. Luego, sin abrir los ojos, manoseó despacio la mezcla de granates, ópalos, aguamarinas, turmalinas, jade y ámbar; le habían convencido de que estas piedras tenían el poder de descargar la electricidad acumulada en el cuerpo, calmar los nervios y devolver la serenidad. Presa continua de sus tentaciones de morfinómano, se había encariñado con este remedio para su angustia, que tenía la ventaja de ser inofensivo y casaba con su amor al lujo.
—Que me traigan la cornamenta —ordenó.
—El profesor se la llevó ayer. No quiso separarse de ella —balbució el Oberforstmeister.
Göring abrió los ojos, y le observó con un resplandor de astucia en la mirada.
—Hizo usted bien. Más les vale a todos que no la vea. ¡El Candelabro! ¡El rey de las manadas de Rominten! ¡Pero, cómo ha podido ese deshecho humano! —estalló.
El Oberforstmeister tuvo que contar la increíble cacería del profesor Essig, el tiroteo contra el viejo ciervo vergonzosamente desmogado, el desaliento del Forstmeister, y aquella última bala, disparada al tuntún, a una distancia desmesurada, y la inexplicable presencia del Candelabro en el distrito oriental de la reserva. Semejante cúmulo de circunstancias, todas improbables, se parecía tanto a un decreto del destino que Göring calló, abrumado y sordamente inquieto, como si de pronto se hubiese enfrentado al misterio de las cosas.
Desde finales del verano de 1942 ya no se habló en Rominten más que de la gran cacería que proyectaba Erich Koch, el Gauleiter de Prusia Oriental, a través de los tres distritos de los lagos mazovios que el montero mayor le había concedido a título de coto privado. Se trataba de una cacería de liebres de gran envergadura, puesto que estaban previstos tres mil ojeadores, quinientos de ellos a caballo. Todo el estado mayor de Rastenburg y las personalidades locales iban a tomar parte en la fiesta, que terminaría con la coronación de un rey de la caza.
Una noche, el Oberforstmeister volvió de Trakehnen llevando atado a su carreta inglesa un gigantesco y musculoso caballo castrado, de pelo abundante y culón como una mujer.
—Es para usted —le explicó a Tiffauges—. Hace tiempo que quería verle sobre la silla. La gran cacería del Gauleiter es una buena ocasión. ¡Pero, hay que ver lo que me ha costado encontrar un animal para su peso! Es un media sangre de cuatro años, engordado gracias a una aportación de las Árdenas, pero la testuz acarnerada y el pelaje de ébano tornasolado recuerdan sus orígenes árabes, a pesar de su tamaño. Debe de pesar sus buenos quinientos cuarenta y cuatro kilos, y mide por lo menos un metro ochenta desde la cruz. En el fondo, es el caballo carrocero de los buenos tiempos. No corre el riesgo de salir volando, podría llevar a tres como usted. Lo he probado. No esquiva los obstáculos y no teme ni a los ríos ni a los zarzales. Es un poco duro de boca, pero al galope es un carro de combate.
Tiffauges tomó posesión de su caballo con una emoción en la que se entremezclaban los impulsos de su corazón solitario y el presentimiento de las grandes cosas que llevarían a cabo juntos. Desde entonces, cada mañana iba a casa del viejo Pressmar, a un kilómetro de distancia. Pressmar era un antiguo cazador mayor imperial, cuyas propiedades comprendían unas caballerizas bastante grandes, una fragua y un picadero cubierto. Allí había instalado a su enorme caballo. Bajo la dirección de Pressmar, contento de ejercer la vocación pedagógica propia de todo jinete, aprendía a cuidar y montar a su animal. La alegría que sentía junto a aquel corpachón ingenuo y cálido que estregaba, almohazaba y cepillaba, le recordó al principio a las palomas del Rin y las horas de delicada felicidad que había pasado en el palomar. Pronto comprendió que esta reminiscencia era superficial, y radicaba en un malentendido. En realidad, al frotar y lustrar el pelaje de su montura, se repetía la modesta satisfacción que le proporcionaba dar crema a los zapatos y las botas, pero elevada a una potencia incomparable. Pues, si bien las palomas del Rin habían sido sus conquistas y luego sus seres más queridos, al cuidar a su caballo se limpiaba, en el fondo, a sí mismo. Y para él fue una revelación aquella reconciliación consigo mismo, aquel gusto por su propio cuerpo, aquella ternura aún vaga por un hombre llamado Abel Tiffauges, que venía a través del gigante castrado de Trakehnen. Una mañana en que un rayo de sol, que caía a contraluz, bañaba al caballo, se dio cuenta de que su pelaje, negro como el azabache, presentaba reflejos azulados en forma de aureolas concéntricas. Así que aquel caballito árabe tenía una especie de barba azul, y el nombre que convenía darle se impuso por sí mismo.
Al principio, las lecciones de equitación de Pressmar fueron tan sencillas como terribles. El caballo estaba ensillado pero no llevaba estribos. Tiffauges tenía que subir a la silla con un impulso de la cintura, y entonces empezaba en el picadero una sesión de trotecillo corto, única capaz, a condición de prolongarse lo suficiente, de asegurarle al novato un correcto equilibrio, según afirmaba el cazador mayor, pero de la que el jinete salía lleno de agujetas, molido y con el perineo en carne viva.
Durante las primeras lecciones, Pressmar no dejaba de observar a su alumno con cara de reprobación, y los raros comentarios que hacía estaban desprovistos de amabilidad. El jinete se inclinaba hacia delante, contraído, con los pies hacia atrás. ¡Se iba a caer, y le estaría bien empleado! Tenía que sentarse echado hacia atrás, con las nalgas apretadas y los pies hacia delante, y corregir esta postura encorvando la espalda y los hombros. Aunque aquel áspero trato no le desanimaba, Tiffauges no dejaba de considerar a Pressmar un temible crustáceo, aislado para siempre jamás en un universo angosto y moribundo cuyos recursos, para colmo, era incapaz de explotar. Cambió de opinión el día en que, encerrado con él en el cuarto de los arreos, le oyó exponer la verdad del caballo, y vio a aquel superviviente de otra época volverse repentinamente inteligente, animarse, encontrar palabras adecuadas y llenas de color para expresarse. Sentado en un alto taburete, con los delgados muslos cruzados, una bota golpeando el aire y el monóculo encajado en el ojo, el cazador mayor de Guillermo II empezó afirmando que, ya que el caballo y el jinete eran seres vivos, ninguna lógica o método podía sustituir la secreta simpatía que debe unirlos, y que supone en el jinete esta virtud cardinal: el tacto ecuestre.
Luego, tras un silencio destinado a darles a estas dos palabras todo su valor, continuó exponiendo ciertas consideraciones sobre la doma, que Tiffauges escuchó apasionadamente, puesto que trataban sobre el peso del jinete y su repercusión sobre el equilibrio del caballo, y tenían, claro está, un evidente alcance fórico.
—La doma —empezó Pressmar— es una empresa incomparablemente más bella y sutil de lo que se suele creer. En esencia, la doma consiste en restituirle al animal su paso y equilibrio naturales, comprometidos por el peso del jinete.
»Compare la dinámica del caballo y la del ciervo, por ejemplo. Verá que toda la fuerza del ciervo está en las paletas y el cuello. Por el contrario, toda la fuerza del caballo está en la grupa. Y las paletas del caballo son finas y sin relieve, mientras que la grupa del ciervo es enjuta y huidiza. Además, el arma del caballo es la coz, que parte de la grupa, mientras que la del ciervo es la embestida con las luchaderas, que parten del cuello. Al desplazarse, el ciervo tira de sí desde su parte anterior. Es una tracción delantera. Sin embargo, el caballo es una grupa con órganos delanteros que la completan.
»Ahora bien, ¿qué ocurre cuando un jinete sube a su montura? Observe su posición: se sienta mucho más cerca de las paletas del caballo que de la grupa. De hecho, los dos tercios de su peso recaen sobre las paletas del caballo, que precisamente son, como ya he dicho, débiles y ligeras. Con esta sobrecarga las paletas se contraen, y esa rigidez alcanza el cuello, la cabeza y la boca, esa boca cuya suavidad, flexibilidad y sensibilidad constituyen el valor del caballo de silla. El jinete tiene entre las manos a un animal desequilibrado y contraído, que sólo obedece toscamente a sus ayudas.
»Aquí interviene la doma. Consiste en hacer que el caballo traslade progresivamente el peso del jinete sobre la grupa, con el fin de aliviar las paletas. Y, para lograrlo, hacer que se asiente cada vez más sobre sus miembros posteriores, que los coloque lo más adelantados que pueda; en resumen, y para emplear una comparación de la que no hay que abusar, que tome ejemplo del canguro, cuyo peso reposa totalmente sobre los miembros inferiores, mientras que las patas delanteras quedan libres. Mediante diversos ejercicios, la doma se esfuerza en hacer que el caballo olvide el peso parasitario del jinete, y en devolverle la naturalidad llevando el artificio a su punto de perfección. Así se justifica una anomalía instaurando una nueva organización en la que la anomalía encuentra el lugar que le corresponde.
»La equitación, que es el arte de regir las fuerzas musculares del caballo, consiste principalmente en asegurarse el dominio de su grupa, donde todas esas fuerzas confluyen. Las ancas deben separarse bajo la más ligera presión del talón, las masas glúteas deben tener esa suave flexibilidad que les proporciona la diligencia de la que depende todo el resto».
Y el cazador mayor, de pie, con el busto echado hacia atrás, la torva mirada dirigida hacia su propia grupa —¡tan huesuda y desdibujada!— y las piernas arqueadas apretando los flancos de un caballo imaginario, daba vueltas por la habitación azotando el aire con la fusta.
Los venteos y ojeos que Tiffauges emprendía con Barbazul ilustraban las observaciones de Pressmar, por abstractas y sutiles que fueran, sobre la oposición del ciervo y el caballo. En ausencia de perros —que seguían proscritos por orden de Göring— parecía incluso que el caballo, habiendo entendido a la larga lo que se esperaba de él, olfateaba los caminos y descubría las huellas de los ciervos con un ardor de sabueso, como si la fatalidad quisiera que estas dos naturalezas antagonistas luchasen entre sí.
Una tarde se entretuvo mirando cómo ondulaban las relucientes grupas, de establo en establo, en la dorada oscuridad de las caballerizas, donde flotaba el olor dulzón de las aguas de estiércol, y vio alzarse la cola de Barbazul, ligeramente de través y hasta la raíz, descubriendo el ano pequeño, saliente, duro, herméticamente cerrado y arrugado en el centro, como una bolsa cerrada con cordones. Y entonces, con la rapidez de un botón de rosa filmado en acelerado, la bolsa se abrió y se dio la vuelta como un guante, desplegando una corola rosada y húmeda de cuyo centro surgieron frescas pelotas de estiércol, admirablemente moldeadas y barnizadas, que rodaron una a una por la paja, sin romperse. A Tiffauges semejante grado de perfección en el acto defecatorio le pareció la suprema justificación de las teorías de Pressmar. Todo el caballo está en la grupa, era cierto, y ésta hace de aquél un Genio de la Defecación, el Ángel Anal, y la clave de la esencia de Omega.
Se explicaba, al mismo tiempo, la fascinación ancestral que el caballo ejerce en el hombre, y el respeto que infunde la pareja formada por el jinete y su montura. A la grupa gigantesca y generosa del caballo el jinete superpone, con una terca insistencia, su grupa pequeña, estéril y fofa. Espera vagamente que, por una suerte de contagio, parte del resplandor del Ángel Anal bendiga sus propias deyecciones. Pero su esperanza se ve frustrada: siguen siendo irregulares, caprichosas, a veces áridas, a veces incontinentes y limosas, mas siempre nauseabundas. Sólo una completa identificación entre la parte trasera del caballo y la del hombre le permitiría a éste apropiarse de los órganos que aseguran la defecación equina. Es el sentido del Centauro, que nos muestra al hombre carnalmente fundido con el Ángel Anal; la grupa del jinete y la del animal son una sola, que moldea con júbilo sus perfumadas manzanas de oro.
Y resultaba evidente el sentido del papel primordial del caballo en la cacería del ciervo. Era el Ángel Anal persiguiendo al Ángel Falóforo, el acoso y muerte de Alfa a manos de Omega. Y Tiffauges se maravillaba al encontrar una vez más la asombrosa inversión que, en este juego mortal, hacía del animal huidizo y culón un principio agresivo y exterminador, y del rey de los bosques, con su virilidad desarrollada frontalmente, una presa forzada que en vano imploraba clemencia.
En el mes de septiembre la gran ofensiva que prometía sitiar y tomar Stalingrado obligó a Erich Koch a posponer su cacería. Después, las heladas precoces pusieron punto final a un otoño demasiado suave, y con las primeras nieves todo el mundo pensó que la vida, una vez más, iba a adormecerse en el sopor de la calma invernal. Entonces se fijó la fecha de la cacería para primeros de diciembre y se reanudaron los preparativos. Sin embargo, hubo que interrumpirlos de nuevo, pues Göring, principal invitado a la fiesta, fue enviado por aquellos días a Italia para tratar de infundir un nuevo ardor al vacilante aliado. Finalmente, la gran cacería de liebres del Gauleiter Erich Koch tuvo lugar el 30 de enero.
El 25, Tiffauges se puso en camino con los primeros contingentes de los quinientos ojeadores a caballo. El lugar de reunión era el pueblo de Arys, a unos cien kilómetros al sur, en medio de los lagos mazovios. Llegaron en tres días. Les habían provisto de cupones de alojamiento en las casas que tenían establos para los caballos. Tiffauges, con ropa y calzado nuevo, saboreó las circunstancias que le permitían requisar una habitación en una casa civil, como en un país conquistado. ¿Seguía el alemán siendo vencedor, era aún prisionero el francés? Lo dudaba cuando hacía resonar sus botas por las aceras donde se veían largas filas de amas de casa, arropadas en trapos informes, haciendo cola delante de unas tiendas con los escaparates vacíos. A la mesa le servían con respeto, y él charlaba rodeando sus orígenes de misterios que su acento galés y sus indiscutibles relaciones con el Hombre de Hierro volvían impenetrables.
Pero la verdadera fuente de la nueva fuerza y de la juventud conquistadora que ardían en él era Barbazul, aquel hermano gigante que sentía palpitar entre los muslos y que le alzaba por encima de la tierra y de los hombres. A veces, en el curso del largo viaje a caballo hasta Mazovia, para aliviar su espalda, se echaba hacia atrás sobre la grupa del caballo y miraba el cielo puro y pálido balancearse sobre su rostro, sintiendo bajo los omóplatos el oleaje musculoso de las ancas en movimiento. O, por el contrario, se inclinaba hacia adelante, rodeaba con los brazos el cuello de Barbazul, y apretaba la mejilla contra las relucientes y tornasoladas crines. Una vez, cuando cruzaba la plaza de un pueblo en día de mercado, el caballo se detuvo repentinamente en lo más denso de la multitud. Tiffauges sintió que el espinazo, arqueándose, lo levantaba, y oyó una catarata que se precipitaba sobre el pavimento. Salpicados por las aguas de estiércol, la gente se apartó precipitadamente entre risas o gruñidos, y el francés, impasible, envuelto en los vapores dulzones que subían del suelo, tuvo la embriagadora sensación de que era él —y sólo él— quien se aliviaba de aquella manera tan soberbia, delante de los villanos de su reino.
El papel que le asignaron en el desarrollo de la cacería fue menos glorioso. Los ojeadores a pie peinaban el monte bajo y el terreno accidentado. Lógicamente, a los jinetes les habían confiado la llanura y los barbechos. El terreno batido cubría cerca de cuatrocientas hectáreas y abarcaba varios lagos. No se trataba de un cercado —no se usaban redes de caza, ni banderolas, ni mallas—, sino de un «anillo para liebres»; ojeadores y cazadores salían de dos en dos cada tres minutos, uno hacia la derecha y otro hacia la izquierda, para reunirse en un mismo punto por dos caminos distintos. Así, los hombres formaban un inmenso semicírculo cuyos extremos se iban aproximando hasta que, finalmente, cerraban un anillo cada vez más pequeño. A una señal dada, los cazadores —demasiado cerca unos de otros— dejaron de disparar al interior del círculo, y ya sólo dispararon al exterior.
De todas las matanzas a las que Tiffauges había asistido, aquélla fue la más cruel y monótona. Las liebres salían como flechas pero perdían el impulso al cruzarse con otros animales que huían en dirección contraria. Desconcertadas, correteaban en desorden, y la belleza de su carrera natural, con sus gamas de saltos y quiebros, se ahogaba en un pánico aumentado por el tiroteo. La última imagen que Tiffauges se llevó de aquel día fue la de una inmensa alfombra de pieles dorada y blanca, formada por los cuerpos amontonados de mil doscientas liebres cobradas. Solo en medio de aquel tierno cementerio, Göring —elegido rey de la cacería, con doscientas liebres en su haber— posó ante su fotógrafo oficial, sacando el vientre y alzando en la mano derecha el bastón de mariscal.
Al día siguiente por la mañana, toda la prensa alemana, orlada de negro, anunciaba la capitulación en Stalingrado del mariscal von Paulus con veinticuatro generales y los cien mil supervivientes del cuarto ejército.
Provisto de su hoja de ruta, que le dejaba una cierta libertad para volver a Rominten, Tiffauges evitó el camino directo por Lyck y Treuburg y se internó en el norte a través de Mazovia, la región más austera y cargada de historia de toda Prusia Oriental. Parecía que sobre aquella landa desolada, surcada por terrenos pantanosos donde vegetaban negros bosquecillos de alisos, levantada aquí y allá por erráticos bloques de piedra bajo los cuales los sudavios —los últimos eslavos que lucharon contra la penetración alemana— enterraban a sus muertos, seguía pesando la maldición de las luchas que la colmaron de sangre durante mil años. Desde la última resistencia del viejo Stardo contra los caballeros teutones hasta las victorias de Hindenburg sobre los soldados de Rennenkampf, pasando por la batalla de Tannenberg, en la que Jagellon aplastó a los «Mantos Blancos» y a los «Portadores de Espada», aquella tierra no era más que un inmenso osario erizado de fortificaciones en ruinas y de estandartes despedazados por la metralla.
Cruzando la estrecha lengua de tierra que separa el lago de Spirding y el lago de Tirklo, continuó su viaje hasta el pueblo de Drosselwalde. Le empujaba un presentimiento grave y dichoso, que le aseguraba una meta desconocida pero de decisiva importancia para él, que le esperaba al final del trayecto. Desde los sucesos de Stalingrado, el sordo jadeo de la enorme máquina de la historia volvía a sacudir las profundidades del suelo. Tiffauges sentía que le llevaban de la mano, que le dirigían, que le daban órdenes, y él obedecía con un sombrío contento. Atravesó una aldea de nombre magnífico y extraño —Schlangenfliess, Vellón de Serpiente—, y entonces ocurrió el encuentro.
Sobre un cerro de cascotes morrénicos que parecía gigantesco en aquella región de llanos, Kaltenborn alzaba su silueta maciza y tabular. Como venía de Schlangenfliess, Tiffauges sólo veía la cara sur de la fortaleza, la que coronaba el promontorio rodeado de abruptos precipicios. La muralla seguía el perfil del cerro y acababa, como la proa de una nave, en una enorme torre, una alta construcción de piedras enmohecidas rematada por matacanes, que ofrecía al vacío la arista de un pilar de refuerzo. Detrás veía la muralla, flanqueada a intervalos regulares por pesados contrafuertes y torres voladizas, y un revoltijo de campaniles, atalayas, chimeneas, aguilones, terrazas, veletas y cumbreras, al que una gran profusión de estandartes y oriflamas prestaba un aspecto alegre y triunfal. Tiffauges tuvo la amarga y exaltadora certeza de que, tras aquellos altos muros, se apiñaba y escondía una vida organizada tanto más intensa por su misma reclusión.
Llevó su caballo hasta el camino que subía serpenteando hacia el castillo. Desde lo alto pudo ver la fachada norte, precedida por una vasta explanada formando vertiente para el deshielo, donde un anciano con gorra de visera barría la nieve. Las estrechas troneras que horadaban regularmente la muralla no bastaban para romper la hosca monotonía, ni lo hacían las dos torres redondas de techos puntiagudos y obtusos que aplastaban con su masa la angosta entrada, defendida por trabucos. Era una ciudadela dura, sin gracia, de tonos rojizos y negros; un arma de guerra concebida y construida por hombres indiferentes a la alegría y a la belleza. En contraste con aquel acceso brutal y triste, el interior confirmaba ese vigor juvenil y alegre que Tiffauges había sentido palpitar detrás de las viejas murallas. Techos de tejas barnizadas en tonos multicolores se inclinaban sobre terrazas donde relucían armas modernas; grupos de estandartes rojos con la cruz gamada ondeaban al viento del norte, que de vez en cuando llevaba a los oídos de Tiffauges el clamor de una trompeta o el eco de una canción.
El francés cambió unas palabras con el barrendero y luego le pidió que vigilara bien a Barbazul, al que ató a un árbol; y ya que no podía entrar, echó a andar al pie de las murallas con la intención de llegar al menos hasta el contrafuerte de la torre más grande, la que había visto desde abajo. No era un paseo fácil, pues, si bien un estrecho sendero serpenteaba a lo largo de la muralla, los salientes de roca o de obra lo cortaban a menudo, y había que bajar por el flanco de la montaña, rodear el obstáculo y volver a subir. No podía precisar lo que quería, salvo que esperaba una aprobación, una confirmación, una sanción, algo, en fin, semejante a la rúbrica del destino, al punzón que autentificase la vocación tiffaugiana de Kaltenborn. Encontró lo que buscaba en la mismísima base del contrafuerte de la gran torre, pero para llegar hasta allí tuvo que atravesar una espesura de zarzas, saúcos, viburnos y saxífragas, aún más impenetrable a causa de las lianas de hiedra que colgaban de la pared de piedra. Y todavía no era suficiente. Cuando llegó al pie de la arista viva del contrafuerte, tuvo que quitar a manos llenas la nieve blanda que se había acumulado. Pero, poco a poco, la respuesta de Kaltenborn surgió ante sus ojos: en aquel lugar había una especie de nicho excavado en el contrafuerte, y la obra voladiza se apoyaba sobre los hombros de un atlante de bronce. Retorcido y crispado bajo aquel peso agobiante, el oscuro coloso estaba en cuclillas, con las rodillas a la altura del mentón, la nuca doblada en ángulo recto y los brazos alzados y empotrados en la piedra. La factura era mediocre y se resentía del pomposo academicismo del último Kaiser alemán. No había duda de que aquella figura, que parecía sostener la enorme torre y, con ella, el resto de la fortaleza, había sido añadida recientemente. Pero el hecho de que estuviera sepultada bajo la vegetación y la nieve y de que Tiffauges la hubiese exhumado era prueba suficiente, para el francés, de que el titán había sido incrustado en el flanco de Kaltenborn tan sólo en su honor.
Volvió a Schlangenfliess y se sentó en una mesa de la posada del pueblo, que ostentaba la insignia de Las Tres Espadas, donde completó, con una jarra de cerveza delante y gracias al posadero, lo que quería saber sobre el castillo y su propietario.
Las grandes familias del este de Prusia se enorgullecían de descender de los caballeros teutones que habían recibido de manos del emperador Federico II y del papa Gregorio IX aquella lejana provincia pagana para que la convirtiesen. La empresa genealógica a la que cada familia Junker se consagraba piadosamente tropezaba con el hecho de que los caballeros teutones eran monjes y, sometidos por tanto al voto de castidad, no podían, lógicamente, tener descendencia. Pero las ambiciones de los condes de Kaltenborn iban todavía más lejos, puesto que pretendían remontarse hasta los caballeros Portadores de Espada, conquistadores más antiguos y audaces que los teutones. Miembros de una comunidad religiosa fundada en 1197 por Albert d’Apeldom, que pertenecía a la Universidad de Bremen, los Portadores de Espada se convirtieron en una orden militar por voluntad de Albert de Buxhöwden, obispo de Riga, que les dio por emblema dos espadas de paño rojo en el lado izquierdo de su hábito blanco. Treinta años antes de la llegada de los teutones a Prusia, los caballeros del Cristo de las Dos Espadas de Livonia —tal era su nombre completo— conquistaron Livonia, Curlandia y Estonia. Pero, debilitados por una lucha sin tregua contra los lituanos y los rusos, delegaron en los teutones para pedir la fusión. Ésta fue ratificada por el papa en 1236, y consagrada en Viterbo en presencia del Gran Maestre teutón, Hermann von Salza. A pesar de que seguían siendo una orden militar autónoma y conservaban un Landmeister en Livonia, los Portadores de Espada unieron desde entonces su destino al de los teutones, aunque continuaron siendo conscientes, de modo secreto pero vigilante, de unos orígenes aún más venerables y gloriosos que los de estos últimos. Los escudos de armas del castillo de Kaltenborn recordaban, por su clásica sencillez, esta historia de las dos órdenes hermanas. Los condes von Kaltenborn llevaban, en efecto, argent con tres espadas de gul erguidas en palo en el jefe de sable. Las tres espadas rojas sobre fondo blanco recordaban las dos espadas de los Portadores de Espada, a las que se unía la espada de los Teutones. La banda negra que cruzaba la parte alta del blasón sumaba al blanco y al rojo el tercer color de la bandera prusiana. En cuanto a las tres espadas —además de servir como enseña de la casa, como observó con orgullo el posadero—, las volvería a encontrar, más grandes que las de tamaño natural, selladas y con la punta hacia el cielo, en el parapeto de la terraza más grande del castillo, la que coronaba la torre del Atlante y miraba a levante.
El mismo castillo —uno de los más orgullosos de toda Prusia Oriental— parecía a principios de siglo condenado a la demolición, a pesar de los esfuerzos de los condes, que persistían en habitarlo y rellenaban lo mejor que podían las brechas que el tiempo abría en los costados del viejo navío. La salvación llegó gracias a Guillermo II, que sentía un gran afecto por esta región de caza mayor. El Kaiser, que había ordenado en 1900 la restauración del castillo del Alto Königsburg, cerca de Selestat, como un desafío al enemigo hereditario occidental, juzgó que otra fortaleza digna de su reino debía constituir el límite oriental de su imperio, frente al invasor eslavo. Los arqueólogos consideraban los trabajos de restauración, que acabaron poco antes de la guerra del 14, tan excesivos como los que habían convertido el Alto Königsburg en una maqueta gigante, nueva y flamante, aunque la arquitectura teutona sufre menos por culpa de las fantasías de los restauradores modernos, ya que los caballeros errantes que la crearon combinaron en ella sus recuerdos de viaje y sus sueños místicos, y no es raro ver coexistir en el mismo edificio elementos sarracenos, venecianos y alemanes.
La nueva fortaleza de Kaltenborn llamó la atención de un jefe S. A., Joachim Haupt, que desde 1933 se había dedicado a la creación de escuelas paramilitares, concebidas según el modelo de la célebre academia militar imperial de Plön, de donde saldría la élite del futuro Tercer Reich. Las «Napola» (Nationalpolitische Erziebungsanstalten[28]), instaladas generalmente en castillos o monasterios requisados, se multiplicaron año tras año, a pesar de la desgracia que «la noche de los cuchillos largos» del 30 de junio de 1934 supuso para Haupt y de la suspensión de las S. A. Un alto dignatario S. S., el Obergruppenführer[29] August Heissmeyer, reanudó y continuó la obra de Haupt, confirmando la influencia de los hombres de Himmler en las cuarenta napolas existentes. La napola de Kaltenborn estaba, teóricamente, bajo el mando del general conde von Kaltenborn, último representante de su estirpe y cuyos aposentos ocupaban un ala del castillo. En realidad, se trataba de un anciano que, apegado a la tradición prusiana, se mostraba poco receptivo a las seducciones del nuevo orden creado por el Tercer Reich —insistía en dudar que pudiese venir algo bueno para Prusia de Baviera y Austria—, y cuyas preocupaciones, orientadas hacia las investigaciones históricas y heráldicas, se apartaban de la dirección efectiva de la escuela. Por lo demás, si bien al general le habían concedido el título de Kommandeur de la napola por deferencia con su pasado y para que se alojase en su propio castillo, toda la autoridad, prácticamente, recaía en el Sturmbannführer S. S[30]. Stefan Raufeisen, que hacía gravitar sobre los treinta instructores militares, los cincuenta hombres y suboficiales y los cuatrocientos niños de Kaltenborn una rígida disciplina.
De regreso a Rominten, Tiffauges habló en presencia del Oberforstmeister, incidentalmente, de la fortaleza de Kaltenborn, que tan profundamente le había impresionado. Así se enteró de que el general conde von Kaltenborn se encontraba presente en la gran cacería del Gauleiter Koch, pero no pudo encontrarlo en sus recuerdos, a pesar de todos los detalles que el Oberforstmeister le dio sobre él. Aquello le afectó como una desgracia, y desde entonces, aunque llevaba a cabo concienzudamente las tareas que le incumbían, su mente y su corazón estaban en otra parte, flotando sobre Mazovia en torno a aquellas altas murallas tras las que se desbordaba y cantaba la vida prisionera.
Una primavera precoz de embriagadora dulzura impregnaba todas las cosas cuando en abril se dirigió, como cada mes, al ayuntamiento de Goldap, para renovar su Ausweis. Se sentía bueno y débil, como la hierba joven constelada de margaritas, como la tibia brisa que acariciaba los amentos de los abedules y los avellanos y hacía volar un polvo seminal color de azafrán desde las ramas de los abetos. Estuvo a punto de llorar de ternura al ver a un gorrión que dejaba caer unos excrementos secos en el polvo cálido de la carretera, y a dos pequeños colegiales dándose empujones entre risas, haciendo entrechocar las carteras que llevaban a la espalda como conchas de caracol. Los gorjeos que llenaban el cielo parecían encontrar eco en el severo edificio de la alcaldía, insólitamente animado aquella mañana. Al entrar, las perchas de bronce del guardarropa atraían la mirada por el despliegue de capellinas, esclavinas, toquillas y manoplas de vivos colores que colgaban de ellas, subrayado, desde el suelo, por una desbandada de zuecos, chanclos y botas de números infantiles, como si todas las Caperucitas Rojas de los bosques de Prusia Oriental celebrasen un congreso en la alcaldía. Tiffauges subió la amplia escalinata que llevaba a la sala de bodas, llevado por un olor de una exquisita frescura primaveral, mezcla de pimienta y semen. Se detuvo ante la pomposa puerta de roble tallado: era allí. Oía algo parecido a los gorjeos de una pajarera, y los tiernos efluvios le envolvían con insistencia. Hizo girar el pesado picaporte de cobre y entró.
Lo que vio le hizo tambalearse de sorpresa, y le obligó a apoyarse en el marco de la puerta: todo un bullicio de niñas completamente desnudas animaba el oscuro roble que recubría las paredes de la inmensa sala. Algunas eran flacas como gatos desollados, otras rosadas y rollizas como cochinillos; las había altas y granadas, rechonchas y redondas como angelotes; y los cabellos, trenzados en coletas, enrollados sobre las sienes, o libres y flotantes sobre los frágiles omóplatos, eran la única vestimenta de aquellos cuerpecillos impúberes y lisos como pastillas de jabón. Su llegada había pasado desapercibida y él cerró suavemente la puerta tras de sí para restituir a la atmósfera la densidad que sólo un total y hermético encierro le aseguraba. Entrecerró los ojos y llenó ávidamente sus pulmones de aquel exquisito aroma, que había husmeado desde las primeras horas de la mañana pero que aquí captaba en su pureza original; y a su pesar, sus grandes manos se tendieron hacia adelante, abiertas, como para coger, para recoger todos aquellos víveres tibios y alocados, el último don de Prusia Oriental.
—Usted no tiene nada que hacer aquí. ¡Salga inmediatamente!
Embutida en una inmaculada blusa de enfermera, una diosa Germania de rostro severo y regular le fusilaba con la mirada. Él retrocedió, abrió la puerta y esbozó, a disgusto, un movimiento de retirada.
—Pero, bueno, ¿quién le ha invitado a entrar?
—El olor —balbuceó él—. No sabía que la piel de las niñas olía a lirio de los valles…
El funcionario que selló su Ausweis le explicó aquella maravillosa reunión. Cada año, el 19 de abril, todos los niños y niñas de diez años pasaban una revisión antes de incorporarse a las Juventudes Hitlerianas.
—Los niños —añadió— están al otro lado de la plaza, en el teatro municipal.
—¿Pero, por qué el 19 de abril? —insistió Tiffauges.
El buen hombre le miró con incredulidad.
—¿No sabe que el 20 es el cumpleaños de nuestro Führer? ¡Cada año la nación alemana le ofrece, como un regalo de cumpleaños, una generación de niños! —concluyó con exaltación, levantando el índice hacia el gran retrato policromado de Adolf Hitler, que fruncía el ceño sobre su cabeza.
Cuando Tiffauges reemprendió el camino de Rominten, el montero mayor, con sus cacerías y sus cornamentas, sus festines de carne de venado y su ciencia coprológica y falológica, se había degradado a sus ojos hasta el rango de pequeño ogro folclórico y ficticio, escapado de algún cuento de abuela. Lo había eclipsado el otro, el ogro de Rastenburg, que exigía de sus súbditos, por su cumpleaños, aquel don exhaustivo de quinientas mil niñas y quinientos mil niños de diez años, vestidos para el sacrificio, es decir, completamente desnudos, para amasar con ellos su carne de cañón.
Desde Stalingrado y el discurso de Goebbels en el Sportpalast, invitando a toda la población a entablar fanáticamente una guerra total, la atmósfera de Rominten era más densa. Las nuevas llamadas a filas habían dejado huecos. Cada vez se pensaba menos en los placeres de la caza y de la mesa, y más en aquella gran batalla que enrojecía el cielo del este, y de la que ya no estaban seguros de permanecer apartados. Los bombardeos aéreos empezaban a preocupar, y como el tren blindado ofrecía mejor protección que el pabellón de caza, desprovisto de refugio antiaéreo, Göring espaciaba sus visitas a la Reserva.
Un día el Oherforstmeister le comunicó a Tiffauges que tenían que reducir el personal al estricto mínimo, y que se veía obligado a volverle a poner a disposición del Arbeitseinsatz de su Stammlager en Moorhof. Sin embargo, si quería formular un deseo, la proximidad del segundo hombre del Reich podría, sin duda, ayudarle a cumplirlo. Entonces Tiffauges recordó la cacería de enero, a la que había sido invitado el general von Kaltenborn, y su corta visita a la fortaleza en el camino de regreso, y preguntó si no podrían destinarle a la napola como chófer o palafrenero. El Oherforstmeister se quedó sorprendido al oír a su factótum, siempre tan taciturno y dócil, expresar un deseo tan preciso.
—Teniendo en cuenta las últimas requisas —dijo— me sorprendería que la dirección de la napola no aproveche esta ocasión de adquirir un trabajador recomendado por el mariscal del Reich, ¡y que además no puede ser movilizado! Voy a arreglarlo por teléfono.
Quince días más tarde Tiffauges tenía su hoja de ruta para Kaltenborn, y dejaba Rominten acompañado de Barbazul, también destinado a la napola.