Tiffauges aceptó el cautiverio sin resistencia, con la fe robusta y optimista del viajero que se abandona al descanso de un alto en el camino, sabiendo que va a despertarse unas horas más tarde, a la vez que el sol, recuperado de las fatigas de la víspera, fresco y dispuesto para una nueva etapa. Él había dejado caer tras de sí París y Francia, con Rachel, el Ballon y los Ambroise en primer plano y, al fondo, allá en el horizonte, Gournay-en-Bray, Beauvais y el colegio San Cristóbal. Como un montón de ropa sucia, unos zapatos rotos, una piel resquebrajada. Nadie tenía tanta conciencia del destino como él; un destino rectilíneo, imperturbable, inflexible, que disponía para sus propios fines los más grandiosos acontecimientos mundiales. Pero esta conciencia implicaba, igualmente, una lucidez sin la menor indulgencia en lo tocante a lo accidental, lo anecdótico, todas esas menudas fruslerías a las que el común de los mortales se siente tan apegado que deja en ellas parte de su corazón cuando tiene que abandonarlas. Desde su infancia pisoteada, su rebelde adolescencia y su ardiente juventud —largo tiempo disimulada bajo la más mediocre de las apariencias, pero luego descubierta y escarnecida por la chusma—, se alzaba, como un grito, la condena de un orden injusto y criminal. Y el cielo había contestado. La sociedad en la que Tiffauges había sufrido estaba siendo barrida con sus magistrados, generales y prelados, sus códigos, leyes y decretos.

Ahora se dirigía hacia levante. Los habían amontonado, a razón de sesenta hombres por vagón, en un tren asmático, que no dejaba de pararse y hacer maniobras a cada paso. Algunos obstinados, todavía aferrados a sus quimeras, se apretujaban en torno a un sargento de ingenieros, que tenía una brújula, y aprovechaban cualquier curva un poco acentuada de la vía, o incluso la marcha atrás en una estación, para convencerse de que no les llevaban al nordeste, sino tal vez al sur, o al oeste, quién sabe… Tiffauges sabía muy bien, y sin necesidad de brújula, que se dirigían hacia la luz. Ex Oriente Lux. ¿De qué luz se trataba? Lo ignoraba, aunque lo aprendería pacientemente, día tras día, con largos periodos de oscuridad invernal y secretamente fecunda, y revelaciones tan súbitas como deslumbrantes.

Les hicieron bajar en una pequeña ciudad industrial, que se llamaba Schweinfurt. Al principio los metieron en barracones de aislamiento, y al día siguiente los sometieron a las operaciones de desinfección y despioje. Algunos lloraron de humillación al verse obligados a pasear desnudos de patio en barracón, y luego afeitados, embadurnados de jabón negro, duchados y expuestos, en la miseria de su anatomía y durante largas horas, en medio de un prado cercado con alambradas. Tiffauges no tenía nada contra este tratamiento, que a sus ojos cobraba valor de rito purificador. Incluso le divirtió la inesperada superioridad que le concedía la desnudez, pues su estatura y sus músculos destacaban entre las siluetas enclenques y defectuosas de sus compañeros, todo sexo y vello. Tan sólo deseó poder arrojar pronto entre las ortigas el uniforme que le dieron, recién salido de la lavandería, encogido y humeante todavía. El día en que pudiera ponerse otra clase de ropa, más acorde con su verdadera dignidad, sabría —y con él todo el mundo— que habían acabado los tiempos oscuros.

Al segundo día volvieron a emprender viaje, siempre en dirección nordeste. Atravesaron Turingia, Sajorna y Brandeburgo. Por el estrecho tragaluz del vagón vieron pasar el castillo de Wartburg, en Eisenach, las torres del castillo de Gotha, los campos de flores de Erfurt, la residencia de Weimar, las fábricas Zeiss de Jena. En Leipzig pudieron bajar a los muelles y estirar las piernas en una parte de la estación cerrada a tal propósito. La parada duró varias horas. Repartieron la sopa en la sala de espera de tercera clase. Ellos se agruparon por unidades, por provincias o, simplemente, por simpatías. Tiffauges se habría encontrado solo si el chófer Ernest no se hubiese empeñado en quedarse con él. Esta fidelidad no le molestaba, pero le sorprendía, sobre todo porque creía descubrir en Ernest una actitud deferente que no justificaba ninguna diferencia de grado entre ambos. Le hizo hablar. En la vida civil Ernest era ayuda de cámara, una profesión que se había vuelto rara y que tenía, a los ojos de Tiffauges, un oscuro prestigio, por la fría duplicidad y la obsequiosidad calculada necesaria para recorrer la chirriante distancia entre los encumbrados medios donde se ejerce y los hombres de origen modesto que la ejercen. Le perdonó a Ernest su responsabilidad en el sacrificio de las palomas, en el que ya había reconocido, como en casi todos los acontecimientos de su vida, un carácter de fatalidad que lo llenaba de inocencia y lo hacía comprensible. Terminó adoptando a aquel hombre que parecía haberle elegido por amo.

Cuando el tren volvió a arrancar, en mitad de la noche, los guardias cerraron las puertas y los tragaluces de los vagones. Los hombres que no dormían comprendieron por las paradas y las maniobras que de nuevo retrasaban la marcha del tren, que atravesaban Berlín. Luego el convoy cobró una velocidad más regular y un ritmo constante acunó los cuerpos amontonados. Debían de cruzar una llanura inmensa, interminable, que sólo la noche hacía menos vertiginosa.

El alba pareció más precoz y más fresca que de costumbre. Las puertas correderas se abrieron con sordos gruñidos. Hubo órdenes, llamadas. Atontados, los hombres saltaron fuera de los vagones, y se vieron inmediatamente sorprendidos por una brisa leve, fría y cortante. Un barracón bastante grande de tablas ennegrecidas con alquitrán erguía una silueta casi imponente, de tan llano como era el paisaje. Las ráfagas de aire hacían oscilar un letrero rectangular de madera, clavado sobre dos postes, donde se leía, en letras góticas negras sobre fondo blanco: MOORHO. Todo alrededor, hasta donde alcanzaba la vista, había una sucesión de lagunas entre praderas, que se adivinaban prestas a metamorfosearse en ciénagas en cuanto llegara el otoño. De vez en cuando, un grupo de pinos servía de escala y hacía apreciable la inmensidad del horizonte, oculto por innumerables humaredas que corrían a lo largo de los juncos y las altas hierbas. Tiffauges, que, además de París, sólo conocía regiones de viñedos o campos boscosos, se quedó pasmado ante la grandiosidad de aquellas tierras. Como la vista se extendía hasta el infinito por todas partes, galopando entre las brumas, planeando sobre brezos y espejos de agua, experimentó una sensación de libertad que nunca había conocido. Sonrió a su pesar ante aquella paradoja y siguió a una fila de hombres abrumados, que caminaban hacia el norte empujados por los gritos de un Feldwebel.

Descubrieron el campo de repente, a unos cientos de metros de la carretera, mientras que el pueblo de Moorhof continuaba siendo tercamente invisible. Aquello iba a ocurrirles a menudo: en aquellas tierras llanas como la palma de la mano, aparentemente abiertas y sin secretos, las casas, los graneros e, incluso, las torres de observación del campo se volvían invisibles a poco que uno se alejase, como tragadas por el espesor de la tierra y la alfombra vegetal. Era un campo de modestas dimensiones, puesto que sólo comprendía cuatro barracones dobles de madera, alzados sobre cortos pilotes y cubiertos de tela alquitranada, con capacidad para doscientos hombres cada uno. El total de ochocientos hombres, que no se alcanzó hasta unas semanas más tarde gracias a las nuevas llegadas, correspondía a los trabajos a efectuar, pero era desfavorable para los prisioneros al ser demasiado escaso para permitir una organización compleja, riqueza de recursos humanos y la posibilidad de que un solitario se perdiera entre la multitud. Los cuatro barracones estaban rodeados por dos cercos de alambrada, y habían llenado el espacio intermedio de caballos de Frisa. El espacio así delimitado podía cubrir una media hectárea. Cuatro torres de observación jalonaban los ángulos.

Los hombres que entraban en su nuevo dominio sólo veían incomodidad en la ligereza de los barracones, hostilidad en el recinto, y odiosa vigilancia en las torres de observación. Tiffauges sintió que crecía la sensación de libertad y disponibilidad que había sentido al bajar del tren. Todo parecía hecho para que la llanura estuviera constantemente presente entre los hombres del campo. Recordó ciertas granjas grandes de Picardía, donde todas las fachadas daban al interior del patio, y que no ofrecían más que muros ciegos al exterior. Aquí era totalmente al contrario. Las alambradas de espino eran muros transparentes. Las torres parecían invitar a escudriñar el horizonte. Dentro del barracón que le asignaron, eligió la parte de arriba de una litera, alejada de la estufa, pero desde donde, volviendo la cabeza, podía ver a través de un tragaluz todo el este de la llanura. Se dejó caer en seguida en el catre, agotado por los días desordenados y las caóticas noches que acababa de pasar. Por primera vez desde que su arresto en Neuilly le había desarraigado, sintió que había llegado a alguna parte, y que le ofrecían una cierta seguridad. Europa había quedado atrás, allá a lo lejos, hacia poniente, víctima de un merecido castigo. Pero, sobre todo, contaba con la llamada dulce y formidable de aquel lugar virgen; con el suelo gris plata, realzado por el sombrío malva de los brezos y poblado por la silueta esmirriada y solitaria de un abedul; con aquellas arenas y turberas, aquella gran fuga hacia el este que debía de llegar hasta Siberia, y que le arrastraba como un torbellino de pálida luz. Mientras tanto, se enteró por los que le habían precedido en el campo de dónde estaba exactamente Moorhof en el mapa de Prusia oriental. Aquel pueblo de cuatrocientas almas se encontraba a una docena de kilómetros de Insterburg, al oeste, y de Gumbinnen, al este, a orillas de un río, el Angerapp, que en Insterburg se unía al Inster para formar el Pregel.

Tras un descanso reglamentario de veinticuatro horas, los recién llegados comprendieron que con el trabajo que se esperaba de ellos iban a consumar día tras día sus esponsales con aquella tierra negra y empapada de agua. Pues se trataba de una vasta empresa de drenaje de los campos situados a orillas del Angerapp, llevada a cabo con unos medios materiales cuya insuficiencia se veía compensada por una mano de obra abundante y barata. Cada tarde, a las siete, encerraban a los prisioneros en los barracones después de confiscarles los pantalones y los zapatos o, más exactamente, los zuecos de madera que habían repartido entre ellos. Entonces se iniciaba para cada cual el largo viaje imaginario de la noche, animado tan sólo por cinco lámparas de petróleo. Tan grande era el cansancio que a nadie se le ocurría aburrirse. Por la mañana les hacían salir a las seis y les daban un cuarto de Waldtee, una tisana forestal que se componía de una mezcla misteriosa de pino, abedul, aliso y hoja de zarzamora, acompañada por el viático de la jornada, una rebanada de pan y un puñado de patatas hervidas y, por supuesto, frías. Por la tarde les esperaba una sopa aguada, pero caliente.

Se dirigían a pie, en grupos de diez flanqueados por un vigilante alemán, hacia la porción de la red de drenaje que les habían asignado. Trabajaban avenando un sector de unas cinco hectáreas que en su mayor parte dependía de una importante granja a cierta distancia de Moorhof. El drenaje consistía en una red de zanjas de dos metros y medio de profundidad, en cuyo fondo había que poner una especie de conducto formado por series de tres losas, dos verticales y la tercera horizontal, que cubría a manera de techo a las otras dos. Un lecho de ladrillos triturados y tierra blanda cerraba la zanja. Los desaguaderos se dirigían, bajando una pendiente imperceptible, hacia un canal colector que desaguaba, a su vez, en el Angerapp. La gran mayoría de los hombres se dedicaba a abrir las zanjas con ayuda de palas. Cuando la zanja estaba acabada, dos hombres, uno a cada lado, arrastraban por el fondo un raspador para igualar la tierra.

La construcción de los conductos estaba a cargo de obreros alemanes, así como las medidas de nivel y el trazado de los futuros canales.

La forzada promiscuidad del barracón había terminado por agrupar a los dispares individuos que allí dormían en una especie de pequeña comunidad, unida y equilibrada, donde cada cual tenía su sitio. Para muchos, la necesidad de compartirlo todo con unos compañeros de orígenes sociales, geográficos o profesionales totalmente diferentes, había sido una sorpresa, a veces enriquecedora, a veces dolorosa. Al verse arrancados de su tierra, de su medio cotidiano y familiar, algunos se habían sumido en un embotamiento que traducía una peligrosa regresión moral e intelectual. Para otros, al contrario, era una liberación que les permitía desarrollar sus aspiraciones más urgentes. Los había que se encerraban en una rumia silenciosa pero, si bien a menudo era simple mutismo animal, también podía ser un silencio preñado de cálculos y rebeliones. Otros, al contrario, no dejaban de parlotear, poniendo por testigos sucesivamente a cada uno de sus compañeros del hambre de proyectos y empresas que les acuciaba. Un pequeño comerciante en artículos de mercería, Mimile, de Maubeuge, casado demasiado joven con una esposa demasiado sensata, hablaba sin parar de su doble obsesión: las mujeres y el dinero. No le cabía duda de que ambas cosas iban juntas, y si bosquejaba combinaciones comerciales que, al principio limitadas al interior del campo, se extenderían después por toda la región, era con la idea de encontrar una amante alemana que le sirviese de protectora, le diera su nombre y fuera su intermediaria en la compra de bienes, una casa y quizás tierras.

—Todos los hombres de este país han sido movilizados —razonaba incansablemente—. No quedan más que mujeres y bienes. ¡Mujeres, bienes y nosotros! Tenemos que sacar consecuencias prácticas de esta situación forzada.

Pero el más joven del barracón, Phiphi, de Pantin, que cansaba a todo el mundo con sus retruecanos y sus muecas, objetaba que sólo la mujer francesa, la parisina, merecía que pensaran en ella. ¿Cómo era posible sucumbir a los zafios y pesados encantos de las Gretchen con trenzas y medias de lana que habían visto desde que entraron en Alemania?

Mimile se encogía de hombros y ponía por testigo a Sócrates, un profesor agregado de griego, que observaba aquella dispar sociedad de reclusos a través de sus gafas, chupando plácidamente su pipa. Sócrates sólo salía de su reserva para emitir juicios en forma de oráculos que a menudo empezaban siendo verdades de sentido común un poco anodinas para después convertirse —nadie sabía cómo— en desconcertantes paradojas.

—Todo depende de la duración y del resultado de la guerra —dijo un día—. Si nos liberan antes de Navidad, entonces Phiphi tiene razón. Sigamos siendo fieles a nuestro terruño. Pero si, como es lo más probable, una Alemania victoriosa cimenta sus conquistas con los cadáveres de varias generaciones de jóvenes, entonces opongamos las ventajas de una derrota cómoda a los honores de una victoria asesina. Mientras los últimos alemanes capaces vigilan los confines del gran Reich milenario, nosotros fertilizaremos su tierra y a sus mujeres con nuestro sudor y nuestra semilla.

Frases como éstas despertaban un destello de desconfianza y reprobación en los pequeños ojos campesinos de Burgeron, un aparcero de Berry con un lacio bigote, pero hacían relinchar de risa a Víctor, al que llamaban el Loco, que había hecho maravillas durante la «extraña guerra» y, sobre todo, durante la derrota. Asocial y ciclotímico, y con mucho carácter, Víctor se había paseado por todos los asilos psiquiátricos de la île-de-France, con breves periodos de libertad que normalmente habían acabado en extravagancias que justificaban un nuevo internamiento. Estaba libre cuando estalló la guerra, y en seguida se presentó voluntario en infantería. Allí volvió a empezar con sus extravagancias, pero como habían tomado forma de audaces golpes de mano contra las líneas enemigas y actos heroicos durante la catastrófica retirada de su regimiento, Víctor se vio cubierto de menciones y condecoraciones. Sócrates había comentado su caso explicando que, gravemente inadaptado a un mundo apacible y ordenado, se encontraba en su elemento entre los desórdenes de la guerra, sobre todo cuando se convertía en derrota.

A pesar de la mediación de Ernest, solícito con todo el mundo, Tiffauges se mantenía apartado del pequeño grupo de su barracón. Sin embargo, no era totalmente ajeno a sus compañeros, e incluso observaba en unos y otros algo que se le asemejaba. Veía en cada uno de ellos otras tantas soluciones al problema de la cautividad, y todas se parecían más o menos a su propia solución, que todavía no podía definir, aunque tenía la certeza de que era un absoluto en marcha. Los sueños de apropiación carnal y material de Mimile, por ejemplo, encontraban eco en él, y más aún la locura de Víctor, aplastado por el orden social pero nadando como un pez en las aguas turbias y tumultuosas de la guerra.

Sin embargo, a Tiffauges le reprochaban el ardor que ponía en su trabajo. Desfondaba el suelo y cavaba hasta el agua con un vigor que su sola fuerza física no podía explicar. ¿Cómo les podía explicar a sus compañeros que esperaba algo de aquel país —un signo, un presagio, no lo sabía con exactitud— y que excavando así la tierra le parecía apresurar la entrega de un mensaje a él sólo destinado?

Además, le gustaba entrar así, de viva fuerza, en lo más fértil e íntimo de un país que comenzaba a amar. Tuvo esta revelación el día en que, gracias a la amabilidad de uno de los soldados de guardia, pudo cumplir el deseo que sentía desde su llegada al campo: escalar una de las torres de observación. Eran torres de madera de seis metros de alto, rematadas por una plataforma cubierta a la que se accedía mediante una escala. Tiffauges sólo echó una breve ojeada al campo, cuya rigurosa ordenación y nuevos y geométricos edificios contrastaban con las siluetas demasiado humanas y harapientas de los prisioneros que erraban por él. Se volvió hacia la llanura, hacia ese nordeste que parecía la meta de su gran migración, iniciada casi un año antes. La región era tan llana que, a pesar de la mediocre altura del observatorio, su mirada alcanzaba inmensamente lejos. Había una sucesión de campos de centeno maduro, casi blancos, cortados por la línea oscura de un bosque de pinos; lagunas brillantes como placas de acero rodeadas por playas de arena clara; turberas carboníferas donde resplandecían los troncos plateados de los abedules; ciénagas donde se reflejaban las nubes lechosas, rodeadas por el oscuro follaje de un alizar; campos de trigo negro que alternaban con campos de lino blanco. «Un país blanco y negro —pensó Tiffauges—. Una pincelada de gris, pocos colores, una página blanca cubierta de signos negros».

De repente, el sol empujó el edificio de nubes que ocupaba el cielo e incendió los vapores que subían de los pantanos y las humaredas del pueblo de Moorhof. La ventana de una casa lanzaba destellos con la insistencia de un faro emitiendo en morse. Tiffauges había descubierto por fin aquel pueblo, sus casas bajas techadas con tablillas y agrupadas en torno a una iglesia grande, rechoncha y de muros encalados, cuyo campanario, corto y macizo, parecía contar con una especie de camino de ronda bajo el tejado plano. Detrás del pueblo se adivinaba un bajío, donde la luz se reflejaba y centelleaba a través de las altas hierbas; y muy lejos todavía, en un talud morrénico, un molino de viento holandés erguía su silueta vehemente y en ruinas. Una bandada de garzas atravesó el cielo remando suavemente con las alas, una campana esparció al viento su música incoherente y enlutada. Tiffauges tenía la vivísima sensación de que un lazo de propiedad le unía a aquella tierra. Para empezar —y tal vez por mucho tiempo— era su prisionero, y debía servirla con todo su cuerpo, con todo su corazón. Pero sólo sería un periodo de prueba, un noviazgo, y luego, gracias a una de esas inversiones radicales que articulaban su vida, se convertiría en su dueño.

Puede que toda aquella tierra negra y fértil, que removía día tras día, tuviera algo que ver, pero desde su llegada al campo, y a pesar de la alimentación escasa y mediocre, Tiffauges vivía en una maravillosa beatitud fecal. Cada noche, antes del segundo toque de queda —el definitivo— iba a las letrinas y se quedaba allí todo el tiempo que podía. Éste era, quizás, el mejor momento de la jornada, que le recordaba sus años en Beauvais. Paréntesis de soledad, de calma y recogimiento en el acto defecatorio, llevado a cabo generosamente y sin excesivo esfuerzo, mediante un deslizamiento regular del zurullo en la vaina lubricada de las mucosas.

No obstante, el lugar se prestaba mal al rito meditativo. Era una simple fosa, al borde de la cual corría una estrecha tabla horizontal, sostenida cada dos metros por un palo y que obligaba a los usuarios a una postura incómoda. Tiffauges recordaba las críticas de Néstor respecto a las defecaciones a fondo perdido. Aquí, la limpieza, realizada cada diez días aproximadamente, corregía de forma inesperada y no sin interés ese inconveniente. Se llevaba a cabo mediante pequeñas vagonetas rodantes que un hombre llenaba con ayuda de un cubo fijado en el extremo de una pértiga, una especie de cucharón gigante muy parecido a los que usaban en las cocinas del campo, lo que daba lugar a inagotables chistes. Tiffauges se había fijado en el hecho de que vaciaban las vagonetas en una zanja de desagüe que fecundaba indistintamente toda la llanura. Aunque, por respeto humano, no había querido ofrecerse con más frecuencia de la prudente para la tarea de limpieza, y, más tarde, el asunto de la Latrinenwache[7] le hizo sentirse definitivamente asqueado. En efecto, pronto se comprobó que los prisioneros desdeñaban a veces llegar hasta la fosa, y deteniéndose al azar de la pereza o de la urgencia de la necesidad, jalonaban el camino que llevaba a las letrinas de cagadas traidoras. Así que los alemanes instituyeron un sistema de guardia, formado por un francés relevado cada cuatro horas, que llevaba prendida en el pecho una chapa en la que se leía la infamante palabra Latrinenwache. Se habían acabado la soledad y el recogimiento necesarios para aquel acto fundamental, y Tiffauges pronto usó exclusivamente unas letrinas ambulantes e individuales, colocadas en sus lugares de trabajo.

Su reputación de trabajador empedernido le valió un gran relajamiento de la vigilancia, y no era raro que le dejaran solo durante varias horas al final de una zanja en construcción. Así que tenía todo el tiempo del mundo para elegir el lugar propicio, donde con unos cuantos golpes de laya y la colocación de dos tablillas que siempre llevaba consigo, edificaba el altar sobre el que consumaba su íntima y fecunda unión con la tierra prusiana.

Pero un descubrimiento perturbador iba a dar pronto un nuevo sentido a sus horas de libertad. Poco le faltó, un día en que participaba en unas operaciones de trazado, para caerse en una zanja de desagüe desecada que las altas hierbas ocultaban perfectamente a la vista. El punto de partida de aquella callejuela subterránea tan sólo estaba a un centenar de metros de su cantera. Al día siguiente se metió dentro y echó a andar hacia delante, con la intención de explorarla. El sol era fuerte y caía de plano. Por encima de su cabeza, las gramíneas en flor se unían formando una techumbre ligera y movediza, atravesada por flechas de sol.

Espantó a un faisán hembra, que desde ese momento correteó locamente delante de él por el estrecho camino. Pronto le pareció que subía una pendiente, y por lo tanto debía de dirigirse a un bosquecillo de pinos que limitaba las tierras cultivadas de Moorhof. Caminó durante mucho rato, siempre escoltado por el faisán, al que pronto precedieron dos perdices y una gran liebre rojiza. Luego las gramíneas empezaron a escasear, recorrió algunos metros sin que ninguna vegetación mermase la cinta de cielo azul delimitada por los bordes de la fosa y, finalmente, unas marañas de zarzas y espinos anunciaron un cambio de terreno. De repente, el faisán emprendió ruidosamente el vuelo. A unos metros, una muralla de tierra señalaba el final de la zanja.

Tiffauges se alzó fuera. El bosquecillo de pinos, que se reducía a una cortina de árboles poco gruesa, estaba a su espalda. Se encontraba en el umbral de un bosque de abedules suavemente ondulado, salpicado de matorrales de arraclán. Le parecía haber sido transportado a otro país, a otra tierra; sin duda porque había escapado a la atmósfera del campo, pero también gracias al extraño pasadizo medio subterráneo que le había llevado hasta allí. Caminó por un sendero arenoso que serpenteaba a través de una alfombra de musgo, bajó por una cañada, trepó a un talud, y descubrió lo que buscaba: en un lindero donde los cólquicos ponían una pincelada malva, una cabaña de madera, construida sobre un zócalo de piedra, con la puerta y la ventana cerradas, parecía esperar su llegada desde el principio de los tiempos.

Tiffauges se detuvo en la linde del bosque, emocionado, deslumbrado, y pronunció una palabra que venía de su pasado más lejano y que encerraba promesas de futura felicidad: «¡Canadá!». Sí, estaba en Canadá; aquel bosque de abedules, el claro y la cabaña recreaban Canadá en el corazón de Prusia Oriental. Y oía de nuevo la voz apagada de Néstor que, con la nariz metida en una novela de London o de Curwood, en aquella atmósfera hedionda de los estudios, evocaba los puros desiertos nevados y poblados de árboles que ciernen la bahía de Hudson y los grandes lagos: el Caribú, el Esclavo y el Oso.

Aquel día, Tiffauges se conformó con rodear su casa. Observó que la puerta estaba cerrada con un pestillo bloqueado por un candado de latón que resultaría fácil forzar. Y volvió al túnel de hierbas. Su ausencia de casi tres horas había pasado inadvertida.

Ya habían empezado las primeras y copiosas lluvias de otoño cuando el teniente Teschemacher, que dirigía la administración, se enteró de que Tiffauges era mecánico en un garaje y le ascendió a chófer del Magirus de cinco toneladas del campo. Así empezó a recorrer la región, primero acompañado por un guardia, luego, y cada vez más a menudo, solo o con Ernest, que le relevaba al volante. Generalmente, se trataba de ir a buscar las provisiones para el campo, es decir, cargar en los patios de las granjas sacos de patatas, incluso algunos trozos de tocino o salchichas largas y secas atadas en manojos por gruesas. La lluvia transformaba las carreteras en pantanos, y las rodadas eran tan profundas que a veces había que temer que la parte de abajo del camión tocara la tierra abombada que las separaba. A partir de finales de octubre, los franceses se sorprendieron al ver a los alemanes rastrillando regularmente las carreteras, operación que se repetía antes de los primeros hielos, para que pudieran pasar los trineos. A veces la lluvia era tan densa y regular que había que interrumpir los trabajos de drenaje. Una pesada melancolía se abatía entonces sobre los hombres acuartelados en el campo, inundado en parte. Mientras tanto, Tiffauges avanzaba en su Magirus, con la cara pegada al parabrisas que las escobillas barrían inútilmente y a veces, mientras se balanceaba lentamente en el pesado vehículo, bañado en salpicaduras y vapores, le parecía estar en un barco en medio de un mar desenfrenado.

Los pueblos de los alrededores empezaron a serle familiares, y sus nombres, que olían a landa, bosque o pantano —Angermoor, Florhof, Preussenwald, Hasenrode, Vierhufen, Grünheide[8]—, cantaron pronto en su cabeza un estribillo ilustrado por los letreros de las posadas, floraciones pomposas y doradas, sobrecargadas de curvas y arabescos, cada una de las cuales celebraba un animal tótem: Cordero Dorado, Trucha, Corzo, Buey de Oro o Salmón. A veces se entretenía en las salas llenas de humo, inclinaba la cabeza sin comprender, cuando un cliente, reconociendo a un prisionero francés, la tomaba bruscamente con él; y empezaba a aficionarse a los pequeños y ocres cigarrillos con boquilla de paja que le ofrecían. Tuvo ocasión de ir hacia el este y llegar hasta Gumbinnen, un pueblo grande y todavía campesino, atravesado por un río, el Pissa, cuyo nombre era objeto de constantes bromas. Cada miércoles, junto al ayuntamiento, cuyos aguilones estaban tallados en forma de grandes peldaños, había una célebre feria de caballos que abastecía los grandes establos imperiales de Trakehnen, situados a unos quince kilómetros. Un poco más al sur empezaba la Rominter Heide, una inmensa reserva de monte alto y lagos, llena de toda clase de caza, paraíso de los ciervos más hermosos de Europa. Mezclado cada vez más a menudo con los civiles, Tiffauges descubría Alemania, intentaba hablar alemán y se internaba poco a poco en un mundo nuevo cuya riqueza sospechaba, aunque todavía no poseyera la clave para llegar a ella.

Con la estación fría, los efectivos del campo habían disminuido mucho, y el Arbeitseinsatz[9] enviaba hombres aislados o pequeños grupos para formar comandos lejanos que sólo conservaban un lazo administrativo con la dirección. Los más numerosos hacían trabajos de leñadores en los bosques de los alrededores, pero muchos se habían repartido según sus gustos o cualificaciones profesionales, trabajando en talleres de artesanos, serrerías o granjas de cría.

En cuanto podía, Tiffauges iba a Canadá. Estaba convencido de que, diezmados los guardas forestales a causa de la movilización general, corría pocos riesgos de que alguien fuera a molestarle a la cabaña. Así que había forzado la puerta y arreglado lo mejor que pudo la única habitación. Encendía un gran fuego en la chimenea, ofrecía un sacrificio en el altar defecatorio que había construido bajo un saledizo, detrás de la casa, y pasaba horas absorto en soñadoras meditaciones bendecidas por aquel lujo inaudito: la soledad. Al principio, su única ocupación consistía en recoger leña y apilarla, de cara al invierno, bajo el declive del tejado. Para perfeccionar la imagen de una vida de trampero, había colocado algunos lazos para conejos en los entresijos de un helechal cercano. Primero creyó que no servían de nada, pero luego comprendió, gracias a algunos vestigios ensangrentados, que un zorro o un gato montes levantaba las piezas antes que él.

Un día en que le sorprendió la lluvia, se entretuvo mucho más de lo que aconsejaba la prudencia, acunado por los crujidos del fuego y el rumor del agua en las tablas del techo. Se quedó dormido. Cuando despertó ya había caído la noche, y la lluvia hacía oír su continuo murmullo. La hora del toque de queda había pasado. ¿Le habrían dado por evadido? Decidió ponerse en manos del destino y pasar la noche en su casa. Volvería al campo al amanecer. Llenó la chimenea hasta el dintel y se hizo una cama de campaña con el júbilo de un colegial que hace novillos. La alegría le tuvo despierto mucho tiempo, mirando el hogar iluminado, teatrillo incandescente donde se desarrollaban los fastos de una ópera sin música, llena de sordas conspiraciones que estallaban en cataclismos luminosos. No se sorprendió mucho cuando volvió al campo a la mañana siguiente y comprobó que su ausencia había pasado desapercibida entre las idas y venidas de los comandos. Era una nueva etapa en la extraña evolución liberadora que se estaba desarrollando en el seno de su cautiverio.

No ocurría lo mismo con sus compañeros, a quienes la estación fría estaba acabando de desmoralizar. Los gemidos de las aves migratorias que atravesaban aquel cielo de un color desleído, el ininterrumpido sollozo del helado cierzo en los barracones, aquella tierra fúnebre donde todo les era hostil, y sobre todo el invierno, que encorvaba sus espaldas y se llevaba sus últimas esperanzas de liberación, todo conspiraba para desesperar a aquel puñado de gente corriente, a quienes una incomprensible borrasca había arrancado del feliz curso de su vida cotidiana. Sólo Sócrates, que había organizado una serie de conferencias sobre historia de la literatura, y Mimile, que se ponía misterioso cuando le gastaban bromas sobre su relación con la mujer del carpintero con el que trabajaba todos los días, llevaban un eco de vida al barracón. Una noche, Phiphi perdió de tal manera la compostura que sus compañeros no dejaron de darle la lata hasta que confesó que había encontrado un poco de vino. Se defendió con una jerga formada por algunos nombres propios, los nombres de las calles y tabernas de Pantin y palabras tudescas —grotescamente afrancesadas— que se le habían ido quedando en la cabeza desde el principio de su cautividad.

—Por lo menos, a ti te sienta bien el invierno prusiano —le dijo Mimile—. ¡Da gusto verte!

Al día siguiente le encontraron muerto, colgado del cinturón en un poste del recinto. Este suicidio desencadenó el pánico en el campo. De pronto pareció evidente que nadie saldría de allí vivo o en su sano juicio, que la enfermedad, la desesperación o la locura elegirían a sus víctimas en el curso de los próximos meses. Además, los barracones —¡estaba muy claro!— sólo se habían previsto para un año, ¡y no sería la liberación lo que los vaciara!

Se tramaban proyectos de evasión. Víctor tenía cada día una nueva idea para abandonar clandestinamente el campo, y hablaba de ella con todo el mundo, incluidos los centinelas. Unos hacían acopio de leña, y otros trataban de conseguir marcos intercambiando pastillas de jabón con los guardianes o los pocos civiles que encontraban. Muchos dibujaban mapas. Un día, Ernest le confió a Tiffauges el plan que él y otro prisionero habían trazado: utilizar el Magirus y un Ausweis[10] en un intento de fuga. Con un poco de suerte llegarían a Polonia, donde había menos vigilancia y la población, en principio, estaría dispuesta a ayudarles. Tiffauges se contentó con encogerse de hombros. Luego tuvo que enfrentarse a las insinuaciones de Mimile, que veía en los desplazamientos del camión una ocasión inesperada para crear una red comercial fuera del campo. Los maravillosos porcentajes que el hombre le ofreció a Tiffauges no hicieron vacilar su indiferencia, aunque sintió una punzada de angustia al ver ensancharse el abismo que le separaba de sus compañeros.

Una mañana descubrieron la desaparición del Magirus con Ernest y Bertet, un contable de Grenoble que pertenecía al barracón de al lado. Al día siguiente encontraron el camión, sin gasolina, a ciento cincuenta kilómetros al sur. Las sanciones cayeron sobre todo el campo, y disiparon la leve mejora en el trato que había coincidido, unas semanas antes, con el apretón de manos de Montoire. Se hicieron apuestas sobre las probabilidades de éxito de los dos fugitivos. Esta primera evasión tenía un valor ejemplar. Si salía bien, alimentaría incluso las esperanzas de los que nunca tendrían valor para imitarla.

Llevaron a Ernest de vuelta al campo cuatro días más tarde, cubierto de fango, andrajoso y desfigurado por los golpes. Caminaba junto a una camilla en la que yacía el cuerpo de Bertet. Después de abandonar el camión, los dos fugitivos se habían visto obligados a huir de las carreteras frecuentadas por la Feldgendarmerie[11] y aventurarse en las landas. Se perdieron en las ciénagas, donde Bertet murió ahogado. Finalmente, Ernest se presentó voluntariamente en la Kommandantur[12] de un pueblo. Lo metieron durante una semana en el calabozo —para dar ejemplo— y luego lo enviaron a la penitenciaría militar de Graudenz.

Sobrevino una tregua en los aguaceros y tempestades de otoño, y Tiffauges pudo volver a recorrer el túnel de hierbas, impracticable durante la época de lluvias. Desde entonces se permitió regularmente una noche «canadiense»; cada una de ellas era una fiesta de soledad y ensoñaciones alimentadas por todos los ruidos secretos del bosque: los susurros de una dama blanca que salía de caza, el temblor de una liebre en celo, el tamborileo de las patas de un conejo que daba la alerta al ver al zorro e, incluso, en ocasiones, el bramido lejano y triste de una manada. Por fin había logrado atrapar algunos lebratos en las trampas. Los desollaba y asaba sobre el fuego con la alegría infantil de estar llevando una verdadera vida de trampero del Gran Norte. Las pieles extendidas sobre unos pequeños marcos hechos con ramas se secaban contra la campana de la chimenea, desprendiendo un olor a animal y a corteza de tocino rancio.

Una noche lo despertaron unos roces contra las paredes de la casa. Parecía que alguien andaba apoyándose en las tablas y contra la puerta. Con más miedo del que quería confesarse, Tiffauges se volvió de cara a la pared y se durmió de nuevo. Durante los días siguientes reflexionó sobre aquella visita nocturna. Era fatal que, tarde o temprano, descubrieran su presencia en Canadá. El humo que salía de la chimenea de la casita señalaba su presencia a toda la vecindad. Pero ¿cómo iba a renunciar a encender fuego? Se reprochó su cobardía. Si tenía otra visita, más valía hacerle frente e intentar negociar con el intruso, en lugar de arriesgarse a que le denunciara.

Pasaron varias semanas y todo estaba en calma. El otoño se prolongaba y se habría dicho que el tiempo dudaba antes de entrar en el invierno. Sin embargo, una noche los pesados pasos y los roces en torno a la casa volvieron a despertar a Tiffauges. Se levantó y se apostó detrás de la puerta. Fuera se había hecho de nuevo el silencio. Y de pronto lo quebró un estertor que heló a Tiffauges hasta la médula. Luego empezaron a rascar la puerta. Tiffauges la abrió bruscamente, y retrocedió, inseguro, ante el monstruo que estaba en el umbral. El animal tenía algo de caballo, búfalo y ciervo a la vez. Dio un paso adelante y se detuvo, pues sus enormes cuernos, terminados en paletas dentadas, tropezaron con los montantes de la puerta. Entonces, levantando la cabeza, acercó a Tiffauges su enorme y redondo hocico, donde se agitaba delicadamente la abertura triangular del labio superior, como en la trompa de un elefante. Tiffauges había oído hablar de las manadas de alces que todavía poblaban el norte de Prusia Oriental, pero estaba estupefacto ante la enorme masa de pelo, músculo y cuerno que amenazaba con invadir la cabaña. La petición de aquel labio tendido hacia él era tan elocuente que cogió un mendrugo de pan que había encima de la mesa y se lo ofreció al alce. El animal lo olfateó, ruidosamente y lo engulló. Después, la mandíbula inferior pareció desencajarse, desplazándose hacia un lado, y dio comienzo una lenta y concienzuda masticación. El alce debió de sentirse satisfecho con aquella ofrenda, pues retrocedió y desapareció en la noche; una silueta torpe y pesada, cuya soledad y falta de gracia encogían el corazón.

Así pues, la fauna de Prusia Oriental acababa de enviarle a Tiffauges su primer representante: un animal casi fabuloso, que parecía salir de los grandes bosques hercinianos de la prehistoria. Tiffauges se quedó despierto hasta el amanecer, pues aquella visita le había recordado la extraña convicción que siempre había tenido de poseer orígenes inmemoriales, una raíz en alguna parte que se hundía en lo más profundo de la noche de los tiempos.

Desde entonces, cada vez que entraba en el túnel de hierbas para ir a Canadá, llevaba algunos trozos de nabo. Un día que el animal se presentó en la cabaña más tarde que de costumbre, tuvo tiempo para observarlo a la luz del alba. Era imponente y digno de lástima a la vez, con aquella cruz protuberante de dos metros de alto, el corto cuello dominado por la enorme cabeza de orejas de asno y una cornamenta pesada y tosca. Cuando empezó a pacer entre los matorrales de arándanos, tuvo que abrir de un modo ridículo las patas delanteras, por culpa de aquel cuello demasiado corto. Luego, con la boca torcida por la masticación, volvió a alzar su enorme cabeza. Entonces, Tiffauges se dio cuenta de que dos nubes blancas cubrían sus ojillos. El alce de Canadá era ciego. Y Tiffauges comprendió el comportamiento pedigüeño, el paso torpe, la lentitud sonámbula del animal; y, a causa de su propia y terrible miopía, se sintió más cerca del tenebroso gigante.

Una mañana despertó en medio de un frío desacostumbrado. Por la blanca ventana entraba una luz de insólita crudeza. Tuvo ciertas dificultades para abrir la puerta, que parecía obstruida por algún obstáculo. Y retrocedió, deslumbrado. Las tinieblas negras y mojadas de la víspera se habían metamorfoseado en un paisaje de nieve y hielo que lanzaba destellos al sol en un silencio de guata. La alegría que le invadió no se debía tan sólo al inagotable y maravillado asombro que aquella blanca magia suscitaba siempre en su pueril corazón. Tenía la certeza de que un cambio tan notorio de la tierra prusiana tenía que anunciar una nueva etapa y revelaciones decisivas. Y en cuanto dio los primeros pasos, hundiéndose profundamente en la nieve, encontró la confirmación de esta idea —una confirmación ínfima, sí, pero significativa— en las huellas de pájaros, roedores y pequeños carniceros que entrecruzaban su delicada taquigrafía en la gran página blanca que se desplegaba a sus pies.

Volvió a conducir el Magirus, con cadenas en los neumáticos, y avanzó entre crujidos y patinazos por un paisaje con todos sus rasgos acentuados por el invierno. La simplicidad llegaba hasta la elipse, los negros acuchillaban, como dibujados con tinta china, la gran llanura inmaculada, las casas se mezclaban con la masa de guata de la que apenas sobresalían, y la misma gente, con botas y capuchón, se confundía entre sí.

Un día que recogió y llevó a su casa a un labrador que pateaba entre los montones de nieve del borde de la carretera, le invitaron a comer algo en la granja. Era la primera vez que entraba en una vivienda alemana, y la incomodidad que sintió —una sensación de ahogo y a la vez de haber forzado la entrada a un espacio privado— le hizo medir hasta qué grado de salvajismo le habían empujado la guerra, el cautiverio y, más todavía, sin duda, su inclinación natural. Un lobo o un oso extraviados en un dormitorio habrían experimentado, con toda seguridad, la misma angustia.

Le hicieron sentarse junto a la chimenea. Un coqueto encaje de papel rosa y una desbandada de recuerdos animaban su enorme campana. Tiffauges observó una foto de boda, una cruz de hierro sobre un lecho de terciopelo granate, un ramillete de lavanda seca, pastelillos adornados con cintas y una corona de adviento hecha con ramas de pino que sostenía cuatro candelas. Le dieron tocino, que olía al hollín viejo del fuego de turba; anguila ahumada, queso fundido relleno de granos de anís, Pumpernickel —pan de centeno puro, negro y compacto con una torta de asfalto— y un vaso de Pillkaller, un alcohol de grano, fuerte como la resina. Para agradar a su huésped, el buen hombre repasó sus recuerdos de la ocupación en Douai, en 1914, y concluyó maldiciendo la fatalidad de la guerra. Luego, los fusiles alineados en un armero encristalado le dieron ocasión para evocar con voz exaltada las grandes cacerías en los bosque de Johannisburg y Rominten, poblados por fabulosos animales de diez cuernos, y en Elchwald, al norte, donde a la orilla de los estanques sobre los que se abatían los cisnes negros se veían pasar lentamente manadas de alces, torpes y hieráticos.

El alcohol acentuaba en Tiffauges esa visión a distancia, especulativa y desapegada, que él llamaba para sus adentros su «ojo fatídico» y que era la más apropiada para leer las líneas del destino. Estaba sentado junto a una ventana doble formada por pequeños cristales, entre cuyos bastidores trepaban unas miserables varillas. Uno de los cristalillos enmarcaba exactamente la parte baja del pueblo de Wildhorst, sus casas encaladas hasta las ventanas del primer piso y luego enyesadas hasta el techo, la encantadora iglesia con su campanario de madera, una curva del camino en la que se veía a una anciana empujando a un niño en un pequeño trineo, una chiquilla que espantaba con un junquillo a un grupo de ocas indignadas y un trineo de madera de pino tirado por dos caballos. Y todo esto, encerrado en un cuadrado de treinta centímetros de lado, era tan nítido, estaba tan bien dibujado, colocado en un lugar tan conveniente, que a Tiffauges le parecía haber estado viendo todas las cosas con una imprecisión que un enfoque más riguroso acababa de corregir por primera vez.

Así llegó la respuesta a la pregunta que se hacía desde que había cruzado el Rin. Ahora sabía lo que había ido a buscar tan lejos, en el nordeste: bajo la fría y penetrante luz hiperbórea, todos los símbolos brillaban con un resplandor inigualable. Al contrario que Francia, tierra oceánica, envuelta en brumas, de líneas borradas por infinitos fundidos, la Alemania continental, más dura y rudimentaria, era el país del perfil recalcado, simplificado, estilizado, que se leía y recordaba con facilidad. En Francia todo se perdía en impresiones, gestos vagos, cielos nublados, infinitos de ternura. El francés sentía horror por las funciones, los uniformes, los lugares estrechamente definidos en un organismo o una jerarquía. El cartero francés se empeñaba en recordar siempre, gracias a un cierto desaliño, que además era padre de familia, votante y jugador de petanca. Mientras que el cartero alemán, envarado en su lustroso uniforme, coincidía sin fisuras con su personaje. Y lo mismo ocurría con el ama de casa alemana, el colegial alemán, el deshollinador alemán y el hombre de negocios alemán: la primera era más ama de casa, y los otros más colegial, más deshollinador y más hombre de negocios que sus homólogos franceses. Y mientras que el mal camino francés llevaba a la miseria de los tonos descoloridos, los cuerpos invertebrados, las dudosas relajaciones —la promiscuidad, la suciedad, la cobardía—, Alemania siempre estaba bajo la amenaza de convertirse en un teatro de muecas y caricaturas, como demostraba su ejército: una bonita colección de fichas para el juego de la masacre, desde el Feldwebel con su frente de buey hasta el oficial encorsetado y con monóculo. Pero para Tiffauges, en cuyo cielo, tachonado de alegorías, no dejaban de resonar voces indistintas y gritos enigmáticos, Alemania se revelaba como una tierra prometida, como el país de las esencias puras. Lo veía a través de las historias del granjero y tal como lo circunscribía el cristalillo de la ventana: con sus pueblos barnizados como juguetes, llenos de insignias totémicas, inscritos en un paisaje blanco y negro; con sus bosques escalonados como tubos de órgano; sus hombres y mujeres abrillantando sin descanso los atributos de sus funciones y, sobre todo, con aquella fauna emblemática —caballos de Trakehnen, ciervos de Rominten, alces de Elchwald, bandadas de aves migratorias que cubrían la llanura con sus alas y llamadas—, una fauna heráldica que se encontraba en todos los escudos de armas de todos los Junker[13] prusianos.

Todo esto le ofrecía el destino, como antes le había ofrecido el incendio de San Cristóbal, aquella extraña guerra y la derrota. Pero desde el paso del Rin, las ofrendas fatídicas ya no revestían la forma de violentas cuchilladas en las obras vivas de un orden execrado, sino que eran completas y positivas. Ya las palomas de Alsacia habían sido un anticipo —modesto y casi irrisorio, aunque su recuerdo seguía siendo dulce— de la suerte a la que estaba destinado. Canadá había establecido que la tierra que le esperaba, por nueva y virgen que fuese, no dejaba de conservar la memoria secreta y profunda de su infancia. Y ahora tenía ante sí la revelación de que toda Prusia Oriental era una constelación de alegorías, y de que tenía derecho a deslizarse en cada una de ellas, no solamente como una llave en la cerradura, sino como una llama en una lamparilla. Pues Tiffauges no sólo tenía vocación de descifrador de esencias, sino cambien de exaltador, para llevar todas sus virtudes hasta la incandescencia. Sometería aquella tierra a una interpretación tiffaugiana, y al mismo tiempo la elevaría a una potencia superior, nunca antes alcanzada.

Los días empezaron a alargarse pero el frío estrechó su abrazo. A menos que alimentara constantemente un fuego infernal en la chimenea de la casa forestal, las noches canadienses eran una prueba bastante dura, y Tiffauges las espaciaba, apreciando su tónica pureza tras la húmeda promiscuidad de los barracones. Una mañana en que las estrellas, deshilachadas a causa del hielo, brillaban todavía en el cielo negro, le despertó un golpe en la puerta. Medio dormido aún, se levantó refunfuñando y fue a buscar unas rodajas de nabo que había dejado en la repisa de la chimenea. Sabía que era inútil hacer oídos sordos a los embates del alce, que insistía incansable en cuanto sentía una presencia dentro de la casa. Tuvo que luchar un momento con la puerta, bloqueada por el hielo, hasta que cedió de repente, se abrió de par en par y descubrió la alta silueta de un hombre con botas y uniforme. Hubo un instante de mutuo estupor; luego el desconocido entró de forma autoritaria, cerró la puerta tras de sí y se dirigió resueltamente hacia la chimenea. Cogió un haz de leña seca de la leñera, lo arrojó al fuego y se volvió hacia Tiffauges.

—¿Qué está haciendo usted aquí? —le preguntó.

Tiffauges se había dado cuenta a la primera ojeada de que no se trataba de un oficial de la Wehrmacht[14]. En primer lugar por su edad —no andaría lejos de los sesenta años—, y luego por el uniforme verde oscuro con un escudo de cuerno de ciervo en la solapa y el fusil de caza de triple cañón; todo indicaba más bien a uno de aquellos funcionarios de ríos y bosques —Förster, Revierfoster, Forstmeister, Landforstmeister, etcétera—. Que, reducidos en número por la movilización, se esforzaban en proteger y cuidar aquel paraíso animal que la caza furtiva y la guerra amenazaban con devastar.

Se había quitado la gorra de esquiador con orejeras, y como Tiffauges tardaba en contestar, insistió.

—¿Prisionero evadido?

Entonces el francés le tendió las manos abiertas, enseñándole los trozos de nabo.

—¡Alimento a los alces ciegos! —dijo.

El desconocido no pareció muy sorprendido por aquella justificación, y Tiffauges continuó.

—Estoy en el campo de prisioneros de Moorhof. Voy a volver en seguida. Zapador colombófilo Abel Tiffauges, del 18° regimiento de ingenieros de Nancy, hecho prisionero el 17 de junio en los bosques de Zincourt.

—¿Colombófilo? —contestó el hombre de verde con un matiz de interés—. Era el arma más noble; después de la caballería, desde luego. ¡Pobres palomas!

Se sentó en el rincón junto a la chimenea y empujó con un tronco el haz de leña, que se había inflamado bruscamente y estaba a punto de caer fuera del hogar. Tiffauges, a causa del idioma, no podía distinguir una posible ironía en aquel elogio nostálgico de la colombofilia. Decidió no ver en ello más que un lazo de simpatía con el desconocido.

—Según lo que dice, conoce a Unhold —continuó el guarda forestal; y ante la cara de incomprensión de Tiffauges, se explicó—: Es el nombre de un alce ciego que, sin duda, teme la sociedad de sus semejantes, donde los demás machos pronto le atravesarían de una cornada. En los bosques donde inverna todo el mundo le conoce, pues mendiga la comida a todo el que pasa. Desgraciadamente, en cuanto se anuncia la primavera, emigra unos kilómetros hacia el sur y se expone a los riesgos de una región donde nadie le conoce todavía. Un día u otro me lo abatirán —concluyó sombríamente—. Sobre todo porque no es un animal de trato fácil, tal vez lo haya notado. Unhold. ¿Lo entiende? Quiere decir bruto, grosero, pero también hechicero, diablo. ¡Porque da miedo con esos ojos blancos y su brutal insistencia!

—Ahí está —dijo Tiffauges.

En efecto, al crepitar del fuego se había sumado un roce característico contra el muro de la casa, y luego contra la puerta. El guarda forestal, a pesar de que había visto muchas veces a Unhold, se quedó sorprendido ante la masa negra y peluda que obstruyó el umbral cuando Tiffauges abrió. El francés tendió hacia el tembloroso hocico algunas rodajas de nabo en las manos unidas en forma de cuenco. El alce, circunspecto, las eligió una por una con sus pequeños y apretados labios, tan precisos como el pulgar y el índice. Luego, ambos se hablaron. Tiffauges le rascó entre las dos largas orejas, sorprendentemente vivaces y expresivas, explicándole a Unhold que era hermoso y dulce, fuerte y sin malicia, y que el mundo era pérfido y malvado. Unhold contestó con un modulado bramido, tan profundo que se habría creído la risa de un ventrílocuo gigante; y las orejas, que vibraban y azotaban el aire, demostraban sin equívoco posible alegría y confianza. Luego el alce retrocedió y Tiffauges fue tras él, como para escoltarlo hasta el umbral de sus dominios, y ambos hombres oyeron, cada vez más débil, el clip-clap característico de los pasos del gran animal boreal mientras se alejaba. Cuando Tiffauges volvió al interior de la cabaña, el oficial, de espaldas al fuego, le observó un momento en silencio.

—Usted es un prisionero francés. Tal vez no se haya evadido, pero al menos ha quebrantado el reglamento del campo —dijo por fin—. Ha entrado con efracción en un refugio forestal que está bajo mi responsabilidad. A juzgar por esas pieles que se están secando sobre mi cabeza, ha estado cazando furtivamente. Eso sería suficiente para enviarle a Graudenz. Aunque creo que ha sabido ganarse la amistad de ese malas pulgas de Unhold. Y además ¿un colombófilo en una fortaleza penitenciaria? No, no puede ser… —se levantó—. Vuelva al campo de Moorhof. Quizás volvamos a vernos. Yo soy el Oberforstmeister[15] de la Rominter Heide[16].

Se puso el gorro, bajó las orejeras, se abotonó el chaquetón y salió. Antes de alejarse se detuvo de nuevo y se volvió hacia Tiffauges.

—¡Con este frío, no abuse del nabo! Voy a ordenar que suban al henil de la casa algunas balas de heno y un saco de avena. Quizás eso haga que Unhold no se vaya más al sur todavía.

Para Tiffauges la primavera estuvo marcada por un incidente que en el campo olvidaron al día siguiente, pero que modificó la imagen que él se hacía de sí mismo y de su destino en Prusia Oriental.

El azafrán empezaba a asomar en las últimas capas de nieve, y todas las noches se oían las risueñas llamadas de las ocas que se reunían en las lagunas del Haff[17] de Curlande en espera de que los vientos de primavera las empujasen hacia el norte. Hacía algunas semanas que Tiffauges había tenido que cambiar su fiel Magirus por un viejo Opel a gasógeno, pues en adelante los vehículos de gasolina se reservaban para las tropas combatientes. Que esta medida anunciase una próxima iniciativa militar de Hitler, como decían los rumores, a Tiffauges le importaba muy poco, y él no veía en aquel cambio más que otro lazo con el bosque prusiano, cuya madera proporcionaba ahora la energía para sus recorridos. Presentía igualmente, en aquella medida indiscutiblemente restrictiva y retrógrada, un primer paso en el desmantelamiento y la regresión de Alemania, que pondría a aquel país vencedor y orgulloso a su nivel, a su alcance y —quién sabe, puede que un día— a su merced.

Ya que tras el invierno los barracones necesitaban algunas reparaciones, le enviaron bastante lejos hacia el norte, a buscar un cargamento de tablas en los grandes aserraderos del Elchwald. Allí volvió a encontrar, sin esfuerzo, el paisaje y la atmósfera de los que Unhold era la más pura encamación: un suelo más arenoso y movedizo, si cabe, que todos los que había visto desde su llegada a Prusia Oriental; la disolución general de la tierra en el cielo y del cielo en horizontes descoloridos; terrenos por lo general tan inconsistentes que hay que equipar a los caballos con unos cascos de madera de enormes suelas; carros de ruedas anchas como rodillos compresores —los Puffraeder—; y barcas y chalanas en cada granja para hacer frente a las inundaciones de primavera y otoño.

Más arriba todavía estaba la línea de las dunas, incansablemente modeladas y remodeladas por el viento, que los prusianos se esforzaban en inmovilizar sembrando carrizo entre ellas, y sobre cuyas cimas se veía pasar a veces la silueta gigantesca y arcaica de una manada de alces. Después estaba el Haff de Curlande, una laguna sin profundidad, de más de dieciséis kilómetros cuadrados, que los aluviones del Memel, el Deime, el Russ y el Gilge iban rellenando lentamente. Este gran lago salado de aguas moribundas sólo estaba separado del Báltico por la Nehrung, una delgada lengua arenosa de noventa y ocho kilómetros de largo y una anchura que variaba de cuatro kilómetros a menos de quinientos metros. Tiffauges no iba a pisar nunca aquellos confines extremos del país hiperbóreo. Pero no dejaba de soñar con ellos, y sobre todo con un pueblo de alado nombre, Rossitten, situado en el centro de la Nehrung, y habitado exclusivamente por ornitólogos que pasaban su vida observando y protegiendo las inmensas bandadas de aves migratorias que, dos veces al año, los sobrevolaban y se dejaban caer sobre ellos como enormes redes de plumas vivientes.

El regreso de esta incursión en los límites septentrionales de su reino estuvo sembrado de incidentes. El motor de gasógeno amenazaba a cada instante con estropearse bajo el cargamento de tablas, que se alzaba por encima de la cabina del camión. Mas, al final, fue la carretera la que acabó con la jadeante obstinación de Tiffauges. A la salida de un bosquecillo la encontró cubierta por un espejo de agua superficial sobre el que se lanzó alegremente, desplegando a ambos lados del vehículo dos grandes alas líquidas que inundaban la landa ennegrecida por el invierno. Pero de pronto tuvo la impresión de que la dirección no respondía y, obedeciendo a un reflejo de miedo, pisó el freno. El camión patinó una veintena de metros y se detuvo atravesado en la carretera. Cuando Tiffauges volvió a arrancar, las ruedas resbalaban en el barro y se hundían un poco más a cada esfuerzo del motor. Fue a pie hasta Gross-Skaisgirren, el siguiente pueblo, y pidió ayuda en la alcaldía enseñando su hoja de ruta. Caía la noche cuando regresó al camión, acompañado por un obrero agrícola que llevaba dos caballos. Pero los animales resbalaban en aquel fango líquido, y uno de ellos llegó a caer de rodillas, a riesgo de romperse una pata. Habrían hecho falta cuerdas para que los caballos tiraran del camión desde terreno seco. Tiffauges tuvo que ponerse a disposición del comisario, que le obligó a dormir en un incómodo reducto. A la mañana siguiente sacaron el camión del sitio donde se había atascado, pero el motor no quiso ponerse en marcha. Tiffauges tuvo que pasar otra noche en el reducto de la policía y a la mañana siguiente continuó el camino hacia Moorhof, adonde llegó con cuarenta y ocho horas de retraso.

El teniente Teschemacher le recibió con alivio.

—Ayer encontraron un cadáver en las turberas de Walkenau —le dijo—. Tenía miedo de que fueras tú, sobre todo porque la descripción que me dieron por teléfono corresponde bastante bien a tus señas. Lo sorprendente es que nadie ha denunciado ninguna desaparición, ni en el campo ni en los pueblos de la vecindad.

Tiffauges estaba demasiado atento a los signos y encuentros como para pasar por alto el incidente. Le dijeron que el cadáver no identificado se hallaba en la escuela de Walkenau, vacía a causa de las vacaciones de Pascua. Aquello estaba a dos kilómetros del campo. Y allí se dirigió a la primera ocasión.

—Observen la delicadeza de las manos y los pies, la finura del rostro, este perfil de ave de presa a pesar de la anchura de la frente, este aspecto de aristócrata que, además, casa con la riqueza de la clámide, que se diría tejida con hilos de oro, y los objetos con que rodearon al muerto, sin duda para que se sirviese de ellos en el más allá.

La llegada de Tiffauges interrumpió la exposición que el profesor Keil, del instituto de antropología y arqueología de Königsberg, estaba haciendo en el aula, delante de media docena de personas, entre ellas el alcalde de Walkenau, un hombrecillo con gafas que debía de ser el maestro —era él quien había avisado al instituto de Königsberg—, el pastor y algunas personalidades locales. Ante ellos, tendido sobre una mesa, un cadáver medio desnudo, color de turba, con pliegues en la piel, que le asemejaban a un maniquí de cuero, terminaba de darle al cuadro el aspecto de una lección de anatomía. Una delgada venda cruzaba el rostro, demacrado y espiritualizado, cubriéndole los ojos, tan apretada que parecía incrustada en el nacimiento de la nariz y en la nuca. Había una estrella de seis puntas de metal dorado prendida en la venda, entre los ojos.

Del discurso del profesor, Tiffauges retuvo que se trataba de uno de aquellos hombres de las turberas, que exhumaban periódicamente en Dinamarca y Alemania del norte, y cuyo estado de conservación, gracias a la acidez del medio, es tan asombroso que los pueblerinos creen en un accidente o un crimen recientes. Sin embargo, son antiguos germanos, cuya inmersión ritual en los bajíos turberas se remonta al siglo I de nuestra era, o tal vez al siglo anterior. Desgraciadamente, se sabe muy poco sobre estos pueblos primitivos, y siempre nos vemos obligados a remitirnos a las Costumbres de los germanos de Tácito, obra de segunda mano y muy poco fiable, según subrayó Keil. Después observó que la piel estaba en tan buen estado, a pesar de sus dos mil años de edad, que la policía del pueblo no había dejado de tomar las huellas digitales del muerto para intentar identificarle. Mejor aún, él mismo había procedido a la autopsia. Podía probar por el examen de los pulmones que el hombre había muerto ahogado; y además no presentaba ninguna herida, ni huellas de violencia alguna. Y a continuación el profesor, con una sonrisa triunfante, se hizo el misterioso y miró al muerto de antes de nuestra era con expresión cómplice, como si compartiese con él un secreto infinitamente exquisito e imposible de adivinar. Luego, tras un silencio calculado, continuó solemnemente, haciendo de cada palabra un sortilegio.

—Señoras y señores (no había señoras entre los asistentes), he procedido personalmente al examen del estómago, del intestino grueso y del intestino delgado de nuestro gran antepasado. Estas vísceras, aunque algo aplastadas, estaban intactas, y todavía encerraban su contenido. Así que he podido reconstruir científicamente —y recalcó cada sílaba de esta palabra— la última comida del hombre de Walkenau, que éste tomó —estoy en condiciones de probarlo— entre doce y veinticuatro horas antes de su muerte. Esta comida consistía en una papilla compuesta esencialmente de una variedad de centinodia, vulgarmente llamada pimienta de agua, mezclada en diversas proporciones con umbelíferas, paciencias, enredaderas y margaritas. Sinceramente, no creo que este caldo vegetal constituyera la dieta corriente de los antiguos germanos, que eran cazadores y pescadores. Creo, más bien, que se trata de una colación ritual, una especie de comunión compartida con algunos fieles antes del sacrificio supremo.

«En cuanto a la época a la que se remonta la muerte, es imposible, desde luego, definirla con precisión. Pero la moneda de oro hallada junto al cuerpo nos permite situarlo en el siglo I de nuestra era, puesto que lleva la efigie de Tiberio. Y aquí nos encontramos con el aspecto más emocionante de nuestro descubrimiento. Es lícito suponer que esta última comida de un hombre ciertamente importante, sin duda un rey, tomada antes de una muerte horrible pero libremente elegida, tuviera lugar al mismo tiempo —¡el mismo año y, quién sabe, quizás el mismo día y a la misma hora!— que la Última Cena, esa postrera comida pascual que reunió a Jesús y a sus discípulos antes de la Pasión. Así, en el mismo momento en que la religión judeocristiana nacía en Oriente Próximo, quizás un rito análogo fundaba aquí mismo una religión paralela, estrictamente nórdica e, incluso, germánica».

Se interrumpió, como ahogado por la emoción y la importancia de sus propias palabras. Después siguió con un tono menos solemne:

—Me permitiré añadir que nuestro antepasado ha sido exhumado cerca de aquí, en un bosquecillo de alisos, de la variedad negra que puebla las ciénagas. Y no puedo dejar de pensar en Goethe, el mayor poeta en lengua alemana, y en su obra más ilustre y a la vez más misteriosa, la balada del Rey de los Alisos. Es un canto en nuestros oídos alemanes, acuna nuestros corazones alemanes y es, ciertamente, la quintaesencia del alma alemana. Por lo tanto, les propongo —y lo propondré a la Academia de Ciencias de Berlín— que este hombre entre en los anales de la investigación arqueológica con el nombre de Rey de los Alisos.

Y a continuación el profesor recitó:

¿Quién cabalga tan tarde en

la noche y el viento?

Es el padre con su hijo[18]

En ese momento fue interrumpido por un obrero agrícola, que entró como una tempestad, se precipitó hacia él y le habló en voz baja.

—Señores —dijo entonces Keil—, me dicen que acaban de exhumar un segundo cuerpo en la misma turbera. Les sugiero que vayamos allí inmediatamente para recibir a este nuevo mensajero de la noche de los tiempos.

Habían tomado la precaución de extraer todo el terrón de turba en el que el cuerpo —sin duda acurrucado— se hallaba aprisionado. Sólo asomaba la cabeza —o más exactamente, el perfil derecho—, como incrustada en la masa fangosa y sin más espesor que la efigie de una medalla. Su color se distinguía tan poco de la turba que parecía simplemente modelado en bajorrelieve en el mismo terrón. Era una carita demacrada, pueril y triste, con un gorro formado por tres piezas de tela groseramente cosidas, que le daba un aspecto de prisionero, incluso de presidiario. Los trabajadores habían esperado la llegada del profesor para atacar el bloque de barro con las palas. Primero separaron toda la cabeza y después los hombros, que parecían cubiertos por una especie de capa de piel de oveja. Toda la ropa emergió rápidamente, pero parecía vacía. Cuando depositaron los restos del «nuevo mensajero de la noche de los tiempos» sobre la hierba y pudieron desplegar su esclavina de pastor, fue para confirmar que, en efecto, el cuerpo se había descompuesto por completo; sólo la cabeza, misteriosamente, había atravesado los milenios.

—Así pues —concluyó Keil— nunca sabremos si se trata de un hombre, una mujer o un niño. A juzgar por los resultados de excavaciones análogas, me inclino por la hipótesis de una mujer. No era raro que un personaje de importancia descendiese al reino de las sombras acompañado de su esposa, ya que, como ustedes saben, los antiguos germanos eran estrictamente monógamos. Será un enigma más en torno al Rey de los Alisos. Como esa venda que le cubre los ojos y su estrella de oro: imposible descifrar su significado con nuestros conocimientos actuales. Pero cuanto más avanzamos en el tiempo, más cerca de nosotros se halla el pasado. Paradójicamente, hoy en día sabemos infinitamente más que hace cien años sobre la Antigüedad. Tal vez pronto nuevas luces iluminen los ritos de los antiguos germanos. Sin embargo, lo más sagrado que hay en la eternidad de turba del Rey de los Alisos estará siempre envuelto en una parte de misterio.

Antes de volver a Moorhof, Tiffauges observó cuidadosamente la cabecita de presidiario, flaca y morosa, que el sol acariciaba por primera vez después de tantos siglos de tinieblas y fango. Parecía querer grabar aquellos rasgos en la memoria para poder reconocerlos si algún día volvía a encontrarlos.

En otoño de 1940, los habitantes de la pequeña ciudad de Rastenburg se llevaron una sorpresa: en adelante quedaba prohibido el acceso al bosque de Görlitz, donde tradicionalmente se celebraban los bailes populares, los concursos de tiro, las ferias y también, sencillamente, los paseos familiares del domingo por la tarde. El café Karlshof, donde la gente se reunía para beber, había sido requisado y desprovisto de personal, y ahora albergaba a una sección de las S. S. Luego vieron llegar a los equipos de la organización Todt, las empresas de construcción Wayss und Freitag y Dykerhof und Widmann, e, incluso, los camiones del arbolista y paisajista Seidenspinner, de Stuttgart. Ensancharon las carreteras, construyeron un aeródromo en las cercanías, y cerraron al tráfico civil la vía férrea Rastenburg-Angerburg. La prensa explicó oficialmente que se preveía la implantación de una vasta filial de las Chemische Werke Askania en el antiguo dominio de Görlitz, pero la explicación estaba muy por debajo del lujo y el número de instalaciones. A pesar del misterio que rodeaba la «nueva ciudad», como la gente la llamaba, se hablaba de un cerco de alambre de espino de tres metros de ancho y un metro cincuenta de alto, y luego de una zona de cincuenta metros de fondo plagada de minas, a lo largo de la cual los guardias patrullaban noche y día. Baterías de cañones antiaéreos y artillería pesada erizaban los alrededores de otros dos perímetros de defensa, en cuyo interior sólo penetraban los visitantes tras pasar una serie de controles. La «ciudad» se componía, además de una docena de residencias individuales, de un centro de transmisiones ultramoderno, un parque móvil, una sauna, un edificio que albergaba las calderas, un cine, salas de reunión y conferencias, un kasino para los oficiales y, sobre todo, al norte, un bunker subterráneo, lujosamente acondicionado bajo ocho metros de hormigón, al que se bajaba mediante un ascensor.

El 22 de junio de 1941, el mismo día en que la operación Barbarroja convertía el territorio soviético en un infierno, Hitler se instalaba en su nueva «trinchera de lobos» (Wolfsschanze) con Bormann, su estado mayor y sus principales colaboradores. En seguida se establecieron en los alrededores las cabezas visibles del régimen; Himmler en el Hegwald de Grossgarten, Ribbentrop en Steinort, Lammers, el jefe de la cancillería, en Rosengarten, y Goring, encantado por aquella oportunidad inesperada, en su pabellón de caza de Rominten.

Aquel día, doscientas veinte divisiones alemanas, respaldadas por tres mil doscientos aviones y diez mil carros, se abalanzaron sobre la frontera rusa. El ejército finlandés los respaldaba en el norte, y los ejércitos húngaro y rumano, en el sur. Desde entonces la tierra de Prusia oriental no dejó de temblar bajo las orugas de los carros blindados, ni su cielo dejó de vibrar al paso de las escuadrillas de bombarderos. Era como un tropismo situado muy lejos, al este, que atraía poderosamente hacia sí un gigantesco maelström[19] de hombres y armas, caballos y vehículos. Un estremecimiento de esperanza recorrió los campos de prisioneros. Era la señal de que algo ocurría, y de que acaso fuera a cambiar su suerte. Para Tiffauges, al contrario, aquella peripecia completamente ajena coincidió con un periodo de espera y maduración tras los descubrimientos y revelaciones que habían marcado el invierno y la primavera. Los desplazamientos que llevaba a cabo en el Opel de gasógeno y que le hacían descubrir día tras día Alemania y a los alemanes —y aprender alemán— alternaban con estancias en el campo, amenizadas por visitas a Canadá. Unhold había desaparecido con las primeras brisas primaverales, sin duda para proseguir aquella misteriosa migración hacia el sur de la que había hablado el Oberforstmeister de Rominten, una vez acabado el tiempo que debía pasar en Canadá y cumplida su misión con Tiffauges. A fin de cuentas, el mensaje inmemorial de Unhold no había hecho más que anunciar otro, mucho más emocionante: el del Rey de los Alisos y su pequeño presidiario, como Tiffauges lo llamaba para sus adentros.

El 3 de octubre, en un discurso en el Palacio de los Deportes de Berlín, Hitler anunció al mundo el inicio de la operación Tifón, que haría caer Moscú y destruiría definitivamente al Ejército Rojo. Y otra vez una gran marea de hombres y material recorrió el país; unos hombres cada vez más jóvenes y un material cada vez más perfeccionado, arrojados en confuso montón a la inmensa hoguera de la batalla. Cuando las primeras aves migratorias empezaron a pasar, lamentándose, contra las nubes grises, Tiffauges pensó, con un nudo en la garganta, en toda aquella juventud segada en flor, y le pareció que eran las almas de los muertos las que huían por el cielo, solas y asustadas del misterio del más allá, llorando aquella tierra familiar y maternal que habían tenido tan poco tiempo para amar.

Los primeros hielos ya habían blanqueado la superficie de las ciénagas cuando fue llamado al despacho del director de mano de obra del campo, el Arbeitseinsatz. Allí le esperaba un hombre alto, con el pelo blanco, que llevaba un uniforme verde oscuro adornado por un escudo con astas de ciervo. Tiffauges reconoció al Oberforstmeister que seis meses antes le había sorprendido en Canadá.

—Necesito a alguien en Rominten que sepa reparar un vehículo y que pueda ayudarme en todo —le dijo—. He pensado en usted. La dirección de su campo ya ha preparado la hoja de ruta. Pero quiero dejar claro que no me hace falta un esclavo. Sólo le llevaré si da su consentimiento.

Una hora más tarde Tiffauges se había despedido rápidamente de sus compañeros y del teniente Teschemacher, y se sentaba al lado del Oberforstmeister en un pesado Mercedes de gasolina.

Recorrieron unos cincuenta kilómetros en dirección sudeste a través de unos campos petrificados por la guerra y un invierno precoz. Aún era de día cuando llegaron a la empalizada que defendía la Reserva de Rominten, interrumpida por un portón de troncos sobre el cual se leía en letras góticas: Naturschutzgebiet Rominter Heide[20].