3 de enero de 1938. Eres un ogro, me decía a veces Rachel. ¿Un ogro? Es decir, ¿un monstruo fantástico, surgido de la noche de los tiempos? Sí, creo en mi naturaleza fantástica; quiero decir, en esta secreta complicidad que mezcla profundamente mi aventura personal con el curso de las cosas, y le permite inclinarlo a su favor.

También creo que surgí de la noche de los tiempos. Siempre me ha escandalizado la ligereza de los hombres que se preocupan afanosamente por lo que les espera después de la muerte, mientras que les importa un bledo lo que era de ellos antes de nacer. Este lado vale tanto como el otro, sobre todo porque, probablemente, es su clave. Ahora bien, yo ya estaba aquí hace mil años, hace cien mil años. Cuando la tierra todavía no era más que una bola de fuego girando en un cielo de helio, el alma que la hacía arder, que la hacía girar, era la mía. Y, además, la vertiginosa antigüedad de mis orígenes basta para explicar mi poder sobrenatural: hace tanto tiempo que el ser y yo caminamos juntos, somos tan viejos compañeros que, sin demasiado afecto, pero en virtud de una costumbre recíproca tan antigua como el mundo, nos comprendemos y no nos negamos nada.

En cuanto a la monstruosidad…

Para empezar, ¿qué es un monstruo? Ya la etimología nos reserva una sorpresa un tanto pavorosa: monstruo viene de mostrar. Un monstruo es lo que se muestra: con el dedo, en las ferias, etcétera. Y, por lo tanto, cuanto más monstruoso es un ser más hay que mostrarlo. Esto me pone los pelos de punta, puesto que yo sólo puedo vivir en la oscuridad y estoy convencido de que la multitud de mis semejantes sólo me deja vivir gracias a un malentendido, porque me ignora.

Para no ser un monstruo, uno tiene que asemejarse a sus congéneres, ser conforme a la especie o estar hecho a imagen de sus padres. O bien tener una progenie que le convierta en el primer eslabón de una nueva especie. Pues los monstruos no se reproducen. Los terneros de seis patas no pueden vivir. El mulo y el burdégano nacen estériles, como si la naturaleza quisiera cortar de raíz una experiencia que le parece poco razonable. Y en esto vuelvo a ver mi eternidad, que me sirve de padres y progenie a la vez. Viejo como el mundo, inmortal como él, sólo puedo tener un padre y una madre putativos, e hijos adoptados.

Releo estas líneas. Me llamo Abel Tiffauges, tengo un garaje en la plaza de la Porte-des-Ternes, y no estoy loco. Sin embargo, lo que acabo de escribir debe ser considerado con absoluta seriedad. ¿Entonces? Entonces, el futuro tendrá por función esencial demostrar —o, más exactamente, ilustrar— la seriedad de las líneas precedentes.

6 de enero de 1938. Dibujado con neón en el cielo húmedo y negro, el caballo alado de Mobilgas proyecta un reflejo sobre mis manos y se desvanece inmediatamente. Esta palpitación rojiza y el olor a grasa rancia, que lo impregna todo, crean una atmósfera que odio y en la que, no obstante, de modo inconfesable, me complazco. Decir que estoy acostumbrado a ella es decir demasiado poco: me resulta tan familiar como el calor de la cama o el rostro que veo todas las mañanas en el espejo. Pero si, por segunda vez, me siento con una pluma en la mano izquierda delante de esta página en blanco —la tercera de mis Escritos siniestros—, es porque tengo la certeza de encontrarme, como se suele decir, en una encrucijada de mi vida, y porque en parte cuento con este diario para escapar del garaje, de las mediocres preocupaciones que me retienen en él y, en cierto sentido, de mí mismo.

Todo es signo. Pero son necesarios una luz o un grito penetrantes para vencer nuestra miopía o nuestra sordera.

Desde mis años de iniciación en el colegio San Cristóbal, no he dejado de ver jeroglíficos trazados en mi camino ni de oír palabras confusas murmuradas a mi oído, sin entender nada, sin poder sacar de todo ello más que una duda adicional sobre la orientación de mi vida, pero también, es verdad, la prueba reiterada de que el cielo no está vacío. Y las circunstancias más mezquinas hicieron que ayer brotara esa luz, sin que haya iluminado por fin mi camino.

Un incidente banal me priva, por un tiempo, del uso de la mano derecha. Quise, con unas cuantas vueltas de manivela, poner en marcha un motor que las baterías no conseguían arrancar. Uno de los retrocesos de la manivela me pilló desprevenido, aunque por suerte con el brazo y el hombro flojos. Fue la muñeca la que soportó todo el impacto, y estoy seguro de que oí crujir los ligamentos. Poco faltó para que vomitase de dolor, y todavía siento latir un pulso lancinante bajo el grueso vendaje. Incapaz de realizar con una sola mano el menor trabajo en el garaje, subí a refugiarme en el segundo piso, en esta pequeña habitación donde apilo mis libros de cuentas y los periódicos atrasados. Para distraerme empecé a trazar con la mano sana palabras inconexas en una hoja de cuaderno.

¡Y entonces tuve la revelación de que sabía escribir con la mano izquierda! Sí, sin previo ejercicio, sin vacilación ni lentitud, mi mano izquierda traza firmemente caracteres acabados, de un grafismo extraño, ajeno, un poco remilgado, desprovisto de cualquier semejanza con mi escritura habitual, la de mi mano derecha. Volveré sobre este acontecimiento que tanto me trastorna y cuyo origen sospecho, pero antes tengo que anotar las circunstancias que me obligan a coger la pluma por primera vez para vaciar mi corazón y promulgar la verdad.

¿Es necesario recordar esa otra circunstancia, tal vez no menos decisiva, que es mi ruptura con Rachel? Pero entonces voy a tener que contar toda una historia, una historia de amor; mi historia de amor, en una palabra. Ni que decir tiene que me repugna la idea, pero quizás es sólo por falta de costumbre. Para un hombre de naturaleza tan reservada como la mía, desparramar sus vísceras sobre el papel es, al principio, bastante repulsivo, pero la mano me arrastra, y me parece que, habiendo empezado a contar, ya no podré detenerme hasta haber hilvanado todo el ovillo. Y acaso los acontecimientos de mi vida no puedan sucederse de ahora en adelante sin este reflejo verbal que llaman diario…

Perdí a Rachel. Era mi mujer. No mi esposa ante Dios y los hombres, sino la mujer de mi vida, es decir —sin énfasis alguno—, el ser femenino de mi universo personal. La conocí hace unos años como conozco a todo el mundo, como cliente del garaje. Se presentó al volante de un destartalado Peugeot de cuatro plazas, visiblemente halagada por el asombro que suscitaba, más entonces que ahora, una mujer conductora. Conmigo fingió de entrada una familiaridad que, con el pretexto del automóvil que nos unía, pronto se extendió a todo lo demás, de tal manera que no tardé mucho en tenerla en la cama.

Al principio me contuvo su desnudez, que ella llevaba bien, con valentía, ni más ni menos que cualquier otra indumentaria, un vestido de viaje o un traje de noche. La peor de las desgracias para una mujer es, con toda seguridad, no saber que se puede andar desnudo, que no solamente hay un hábito, sino un habitus de la desnudez. Y yo me jacto de reconocer a la primera ojeada, en una cierta sequedad, en una extraña adherencia de la ropa a la piel, a las mujeres marcadas por esta ignorancia.

Bajo su cabecita de perfil aquilino, peinada en un casquete de rizos negros, Rachel tenía un cuerpo poderoso y redondo, cuya feminidad sorprendía por las generosas caderas, las anchas lúnulas de color violeta de los senos, los riñones profundamente hundidos y esa gama de redondeces de impecable firmeza, todas demasiado voluminosas para la mano y que componían un conjunto inexpugnable. En lo moral respondía, sin mucha originalidad, al tipo garçonne, muy de moda desde el éxito de cierta novela. Se había asegurado la independencia ejerciendo el oficio de contable a domicilio, acudía a las casas de los artesanos, los comerciantes o los dueños de pequeñas empresas para poner al día la contabilidad. Era israelita, y tuve la oportunidad de darme cuenta de que toda su clientela era judía, cosa que se explica doblemente por el carácter confidencial de los documentos que tenía que examinar.

Me podría haber repugnado su espíritu cínico, una cierta visión disolvente de las cosas, una forma de prurito cerebral que la hacía vivir con el constante temor al aburrimiento, pero su sentido de la extravagancia, su habilidad para descubrir el lado profundamente absurdo de las personas y las situaciones, una tonificante alegría que sabía hacer brotar de lo más gris de la vida, ejercían una influencia beneficiosa sobre mi naturaleza deliberadamente atrabiliaria.

Mientras escribo estas líneas me obligo a sopesar lo que ella era para mí, y se me hace un nudo en la garganta cuando repito que he perdido a Rachel. Rachel, no sé si nos amamos, pero lo cierto es que nos reímos muchísimo juntos, y eso ya es algo, ¿verdad?

Y además entre risas, y sin la menor maldad, fue como ella estableció las premisas de las que ambos debíamos partir para llegar juntos, por caminos diferentes, a la misma conclusión: nuestra ruptura.

Ella llegaba a veces como arrastrada por una ráfaga de viento, confiaba su cochecito a mi mecánico para una reparación o una limpieza, y aprovechábamos la ocasión para subir a mi cuarto, no sin que ella, tradicionalmente, hiciera una broma obscena que confundía la suerte del automóvil con la de su conductora. Aquel día observó con negligencia, mientras se vestía, que yo hacía el amor «como un canario». Al principio creí que ponía en duda mi destreza, mi habilidad. Ella me sacó del error. Se trababa únicamente de mi precipitación, comparable, según dijo, al expeditivo trompazo que se propinan los pajarillos a guisa de deberes conyugales. Después evocó, soñadora, el recuerdo de uno de sus anteriores amantes, sin duda el mejor que había tenido. Él le había prometido poseerla a la puesta del sol, y no separarse de ella hasta el amanecer. Y mantuvo su palabra, excitándola hasta las primeras luces del alba. «Cierto —añadió ella honradamente— que nos acostamos tarde y que las noches, en esa estación, son cortas».

Esta historia me recordó la de la cabrita de Monsieur Seguin que, imitando a la vieja Renaude, convirtió en una cuestión de honor el luchar toda la noche con el lobo y no dejarse devorar hasta el primer rayo de sol.

—Desde luego —concluyó Rachel—, no estaría mal que creyeses que te devoraré en cuanto te detengas.

E inmediatamente descubrí que, efectivamente, tenía un aire de lobo, con sus pestañas negras, la nariz de aletas respingonas y la boca grande y ávida. Reímos una vez más. La última. Pues yo sabía que su cerebro de contable a domicilio había calculado mi insuficiencia y localizado otra cama adonde ir.

Como un canario… Esta frase, pronunciada hace seis meses, ha hecho una profunda y lenta mella en mí. Sabía, desde hacía tiempo, que una de las formas más frecuentes de fiasco sexual es la ejaculatio precox, es decir, el acto sexual insuficientemente retenido, diferido. La acusación de Rachel llega lejos, pues quiere situarme en el umbral de la impotencia, o mejor dicho, traduce el gran desacuerdo de la pareja humana, la inmensa frustración de las mujeres, incesantemente fecundadas pero jamás saciadas.

—¡Mi placer te importa un bledo!

Me veo obligado a darle la razón. Cuando envolvía a Rachel con todo mi cuerpo para apropiarme de ella, lo que pudiera pasar detrás de sus párpados cerrados o dentro de su cabecita de pastor hebreo era la última de mis preocupaciones.

—Sacias tu hambre de carne fresca y luego vuelves a tu chapistería.

Era verdad. Y también es verdad que el hombre que come su pan no se preocupa de la satisfacción que el pan siente o deja de sentir al ser devorado de esa manera.

—Me rebajas al nivel de un filete de carne.

Tal vez, si adoptamos sin discusión ese «código de lo viril» que es obra de las mujeres y arma de su debilidad. Pero, ante todo, la asimilación del amor y el acto alimenticio no tiene nada de degradante, puesto que también hay un gran número de religiones que recurren a una asimilación semejante, encabezadas por la cristiana con la eucaristía. Pero es la idea de virilidad —noción exclusivamente femenina— la que habría que analizar. Pues la virilidad se mide por la potencia sexual, y la potencia sexual consiste simplemente en diferir el acto sexual durante tanto tiempo como sea posible. Es cuestión de abnegación. Por lo tanto, este término de potencia debe entenderse en su sentido aristotélico, como lo contrario del acto. Potencia sexual es el opuesto absoluto y la negación del acto sexual. Es el acto prometido, nunca cumplido, indefinidamente velado, retenido, suspendido. La mujer es potencia, el hombre es acto. Y, en consecuencia, el hombre es impotente por naturaleza, está naturalmente en desacuerdo con las lentas y vegetativas maduraciones femeninas. A no ser que se someta dócilmente a su magisterio, a su ritmo, afanándose con toda el ansia requerida en arrancar una chispa de gozo a la carne dilatoria que se le ofrece.

—Tú no eres un amante, eres un ogro.

¡Oh tiempos, oh castillos! Al pronunciar esa sencilla frase, Rachel hizo surgir el fantasma de un niño monstruoso, espantosamente precoz, desconcertantemente pueril, cuyo recuerdo se apodera de mí con imperiosa autoridad. Néstor. Siempre presentí que volvería con fuerza a mi vida. A decir verdad nunca la había abandonado, pero desde su muerte había aflojado la cuerda, conformándose con leves signos aquí y allá —a veces hasta divertidos— para que no olvidara. Mi nueva escritura siniestra y la marcha de Rachel me anuncian el próximo restablecimiento de su poder.

10 de enero de 1938. Hace poco estuve observando una de esas fotos de colegio que se hacen en serie durante el mes de junio, antes del reparto de los premios. Entre todas esas caras petrificadas en expresiones patibularias, la más delgada, la más doliente, es la mía. Allí están Champdavoine y Lutigneaux, el uno haciendo muecas bajo la peluca de payaso en forma de alcachofa, el otro, con los ojos cerrados en un rostro astuto, como si meditara alguna jugarreta al amparo de una engañosa siesta. De Néstor ni rastro, a pesar de que, indiscutiblemente, estaba vivo cuando se hizo la fotografía. Pero, en fin, era muy suyo zafarse de aquella pequeña y un tanto ridícula ceremonia, y sobre todo no dejar ninguna huella trivial de su vida antes de desaparecer.

Yo debía de tener unos once años y ya no era novato en San Cristóbal, donde acababa de iniciar el segundo curso. Pero si bien mi amargura ya no era la locura del desarraigo y del errar en lo desconocido, era aún más profunda bajo su forma tranquila, reflexiva y como definitiva. Recuerdo que, en aquel momento, había hecho inventario de mis desdichas y no esperaba un solo resplandor de esperanza en ningún horizonte. Había renunciado a los profesores y al mundo del espíritu en el que se suponía debían iniciarnos. Llegué al punto —pero ¿había desistido alguna vez de esta actitud?— de considerar nulo y radicalmente descalificado a cualquier autor, cualquier personaje histórico, cualquier tema de enseñanza en cuanto los adultos parecían apropiárselos y nos los ofrecían como alimento espiritual. Migaja a migaja, hojeando los diccionarios, sacando lo que podía de las obras de compilación escolar, acechando en una clase de historia o de francés la alusión fugitiva a lo que más me importaba, empecé a forjarme una cultura al margen, un panteón personal donde se daban la mano Alcibíades y Poncio Pilato, Calígula y Adriano, Federico Guillermo I y Barras, Talleyrand y Rasputín. Cierta manera de hablar de un político o de un escritor —condenándole, por supuesto; pero esto no bastaba, hacía falta algo más— me hacía aguzar el oído y sospechar que quizá se tratase de uno de los míos. Inmediatamente emprendía una investigación con todos los medios de que disponía, una especie de proceso de beatificación, a cuyo término se abrían o permanecían cerradas, según el caso, las puertas de mi panteón.

Yo era enclenque y feo, el pelo lacio y negro encuadraba un rostro moreno, que tenía algo de árabe y de gitano, con el cuerpo torpe y huesudo y unos miembros huidizos y sin gracia. Pero, sobre todo, debía de tener algún rasgo fatal que me convertía en blanco de los ataques de los más cobardes, de los golpes de los más débiles. Yo era la inesperada prueba de que ellos también podían dominar y humillar. Apenas sonaba la campana del recreo rodaba por el suelo, y era raro que pudiese levantarme antes de la vuelta a las aulas.

Pelsenaire acababa de llegar al colegio, pero su fuerza física y la sencillez de su personalidad le habían valido desde el primer momento una distinguida posición en la jerarquía de la clase. Buena parte de su prestigio se debía a un cinturón de cuero de una anchura inverosímil —más tarde me enteré de que lo habían cortado de la barriguera de un caballo—, que llevaba sobre la bata negra, y en cuya hebilla de acero había por lo menos tres hebijones. Él tenía la cabeza cuadrada, rematada por un mechón de cabellos rubios, un rostro regular e inexpresivo y ojos claros de mirada franca. Cuando avanzaba entre los grupos, con los pulgares metidos en el cinturón, hacía sonar unos admirables zapatones claveteados que, en las grandes ocasiones, podían arrancar haces de chispas de las losas de granito del patio. Era un ser puro y sin malicia, pero también indefenso contra el mal y, como esos primitivos del Pacífico que sucumben al primer contacto con los gérmenes que los blancos transportan impunemente, contrajo de golpe la maldad, la crueldad y el odio el día en que le desvelé la complejidad de mi corazón.

La moda de los «tatuajes» se había extendido súbitamente por el colegio. Uno de los externos comerciaba con tinta china y plumas despuntadas, que permitían trazar acabados signos en la piel sin arañarla. Pasábamos largas horas «tatuándonos» letras, palabras y dibujos en las palmas de las manos, las muñecas o las rodillas, y siempre se trataba de tonterías y vagos símbolos cuyos modelos encontrábamos entre las pintadas de las paredes y los urinarios.

Desde luego, Pelsenaire no era insensible al encanto de nuestro nuevo pasatiempo, pero estaba evidentemente desprovisto de la imaginación y la destreza que exigía un tatuaje en consonancia con su categoría. Así que se mostró interesado en seguida el día en que le enseñé, como el que no quiere la cosa, una hoja de papel donde había dibujado, lo mejor que podía, un corazón traspasado por una flecha —unas gotas de sangre caían de la herida— rodeado por estas palabras: A toi pour la vie. Acabé de deslumbrarle pretendiendo haber copiado esa maravilla del pecho de un suboficial de la Legión Extranjera, que era amigo mío. Después me ofrecí a hacerle el tatuaje si él quería llevar esas prestigiosas inscripciones en la cara interna del muslo izquierdo, un lugar discreto que podía enseñarse en cualquier momento.

La operación exigió toda la hora de estudio de la tarde. Yo estaba sentado en el suelo, bajo el pupitre de Pelsenaire, y trabajaba con meticuloso afán gracias a la complicidad de los vecinos, que formaban muralla con el cuerpo, los libros y las carpetas contra la indiscreción del vigilante. El trabajo era difícil, ya que el muslo, aplastado contra el banco, se deformaba, y la superficie se volvía convexa. Pelsenaire se mostró muy satisfecho del resultado, aunque un poco sorprendido, no obstante, porque la fórmula que rodeaba el corazón traspasado y sangrante se había convertido en A T pour la vie. Con cara impasible, pretendí que los legionarios utilizaban estas iniciales como abreviaturas, ya fuera por À toi[1], ya para manifestar su rebelión contra Dios, Athée pour la vie[2]; ya, de manera equívoca, para dar a entender lo uno y lo otro a la vez. Pelsenaire, que evidentemente no había entendido nada de mis confusas explicaciones, pareció, de momento, darse por satisfecho.

Pero al día siguiente, por la tarde, me llevó aparte durante el recreo de las seis con una cara que no presagiaba nada bueno. Alguien debía de haberle puesto sobre aviso, pues me echó en cara, de entrada, las enigmáticas iniciales.

—AT —me dijo— son tus iniciales. Abel Tiffauges pour la vie[3]. ¡Borra inmediatamente esa estupidez!

Me había desenmascarado y, jugándome el todo por el todo, hice el gesto con el que soñaba ardientemente desde hacía semanas. Me acerqué a él, apoyé las manos en el famoso cinturón, a la altura de las caderas, y, acercándome cada vez más con una maravillada lentitud, las dejé resbalar por el cuero hasta que se juntaron a su espalda. Entonces apoyé la cabeza en su pecho, sobre el lugar del corazón.

Pelsenaire debía preguntarse lo que ocurría, porque de momento no se movió. Aunque luego alzó lentamente la mano derecha —según el mismo ritmo que yo había adoptado—, que se apoyó de plano en mi rostro, y un empujón brutal, un embate irresistible me apartó de él y me lanzó de espaldas a varios metros de distancia. Después él dio media vuelta y se alejó, mientras hacía saltar haces de chispas con los clavos de los zapatos.

Desde entonces, descubiertos los encantos de la esclavitud, me colmó de humillaciones y malos tratos, que acepté con una sumisión de imbécil. Le cedía de buena gana la mitad de mis raciones en el comedor, ya que no tenía el menor apetito, y me prestaba incluso, con disimulada felicidad, a quitar el barro de sus maravillosas botas y a darles betún, pues siempre me ha gustado el tacto del calzado.

Pero estas exigencias, al fin y al cabo razonables, no le bastaban; su alma corrompida necesitaba satisfacciones más ásperas. Y así decidió que yo comería hierba todos los días. En cuanto empezaba el recreo de mediodía, me empujaba hacia el césped reseco que rodeaba la estatua de nuestro santo patrón y, a horcajadas sobre mí, sacando el mentón en un reflejo de brutalidad, me metía en la boca puñados de grama, que yo masticaba concienzudamente para no ahogarme. Un círculo de curiosos asistía a la operación, y recuerdo, no sin una punzada de odio e indignación, que ni uno de aquellos vigilantes —tan dispuestos, sin embargo, a pillarme en falta y a castigarme— intervino para poner fin a la escena.

Mi servidumbre sólo acabó al alcanzar su paroxismo. Era a principios de otoño, tras días y noches de lluvia, que habían transformado el patio de recreo en un cenagal. Los guijarros y la escoria desaparecían bajo una capa de barro y de hojas muertas engañosamente blanda. La humedad que bañaba nuestra miseria de huérfanos, siempre con frío, mal alimentados y nunca limpios, hacía que la ropa se nos pegara al cuerpo, y terminaba por convertirla en una membrana natural, en un caparazón del que resultaba espantoso desprenderse, ya fuera al desnudarse por la noche o en cualquier otro momento, a causa de un retraimiento interno, que ponía la piel de gallina, agarrotaba los músculos y encogía el sexo. Aquel día nuestros juegos habían cobrado una violencia desacostumbrada, casi desesperada, como si para responder a la perfidia y dureza de nuestra condición hubiéramos querido afirmarnos como guerreros o fieras. Los puños se estrellaban en las caras con un ruido sordo, las zancadillas terminaban en caídas parabólicas en el fango, los contendientes, trabados entre sí, rodaban por el suelo jadeando. Había pocos gritos, ningún insulto; el que caía, sólo rara vez dejaba de coger barro a manos llenas y lanzarlo contra su adversario para que él también se pusiera perdido. Yo me ocultaba entre los pilares del patio, tratando de evitar todos los encuentros —y eran muchos— que podían resultarme fatales. Por una vez, no pensé que debía temer a Pelsenaire, pues en aquella grandiosa pelea le traería sin cuidado un adversario tan enclenque. Así pues, al esquivar una pelota lanzada como una bala de cañón, tropecé de repente con él sin excesivo pánico. Debía de haber sufrido una extraña caída, sobre una sola rodilla, porque una de sus piernas estaba manchada hasta media altura y el resto seguía casi intacto. Cuando intenté escabullirme, me agarró del brazo y adelantó la rodilla: «¡Límpiame!», ordenó. Me agaché en seguida a sus pies y puse manos a la obra con ayuda de un pañuelo dudosamente limpio. Pelsenaire se impacientó.

—¿Es que no tienes otra cosa? ¡Entonces con la lengua!

El muslo, la rodilla y la parte superior de la pantorrilla estaban uniformemente esculpidas en un limo negro y brillante que habría sido impecable sin la herida central, confusa y púrpura, que se abría debajo de la rótula. De ella rezumaba un hilillo bermejo que, al mezclarse con el barro, primero se volvía ocre y luego de un color pardo cada vez más oscuro. Pasé la lengua en torno a la herida, rodeándola de una aureola gris. Escupí varias veces tierra y restos de escoria. La herida, que aún sangraba, desplegaba ante mis ojos su caprichosa geografía, con la pulpa hinchada, las crestas blanquecinas de piel escoriada y los bordes enrollados hacia dentro. Pasé la lengua por encima una primera vez, no con la delicadeza suficiente, sin embargo, para evitar un estremecimiento que contrajo el rodete del músculo redondeado que cubre la rótula. Lamí por segunda vez, más lentamente. Finalmente, posé los labios sobre los labios de la herida, y allí permanecieron durante un tiempo que no pude calcular.

No sabría decir con exactitud lo que pasó después. Creo que sufrí unos temblores, o tal vez convulsiones, y tuvieron que llevarme a la enfermería. Me parece que estuve enfermo varios días. Los recuerdos de este episodio de mi vida en San Cristóbal son bastante confusos. En cambio, de lo que sí estoy seguro es de que mis profesores creyeron conveniente advertir a mi padre de aquella indisposición y que alegaron, con una ironía cuya enormidad no llegaron a entender, una indigestión por culpa de un exceso de golosinas.

13 de enero de 1938. Yo le decía a Rachel: «Hay dos clases de mujeres. La mujer-objeto, que se puede manejar, manipular y abarcar con la mirada, y que es el adorno de una vida masculina. Y la mujer-paisaje. A ésta el hombre la visita, se adentra en ella y corre el peligro de perderse. La primera es vertical, horizontal la segunda. La primera es voluble, caprichosa, reivindicativa, coqueta. La otra es taciturna, obstinada, posesiva, memoriosa, soñadora».

Ella me escuchaba con el ceño fruncido, buscando en mis palabras alguna descortesía. Entonces, para hacerla reír, yo fingía reanudar mi argumento con otras palabras: «Hay dos clases de mujeres —repetía—. Las que tienen la pelvis parisina y las que tienen la pelvis mediterránea», e indicaba con las manos una pequeña y una gran anchura. Ella sonreía, sin dejar de preguntarse con un resto de inquietud si no la clasificaba en el género ancho; al que, por otra parte, y sin la menor sombra de duda, pertenecía.

Pues esa chiquilla despabilada era, indiscutiblemente, una mujer-paisaje, una pelvis mediterránea (además, su familia es originaria de Salónica). Tenía un cuerpo amplio, acogedor, maternal. Me guardé de decírselo por miedo a irritarla —pues para ella la palabra siempre es caricia o agresión, nunca espejo de la verdad—, y silenciaba más aún las reflexiones que me venían a la cabeza al poner la mano, por ejemplo, sobre el hueso de su cadera, muy desarrollado, en forma de promontorio y que dominaba todo el resto del paisaje. Entre los macizos de los muslos, el vientre huidizo era una cañada friolenta y surcada por la ansiedad… Yo me interrogaba sobre esta noción misteriosa: el sexo de la mujer. Ciertamente, ese vientre decapitado no puede aspirar al título, a no ser en virtud de la tosca simetría que presentan el cuerpo de la mujer y el del hombre. El sexo de la mujer. Sin duda estaríamos más acertados al buscarlo a la altura del pecho, que sostiene triunfalmente su doble cuerno de la abundancia…

La Biblia arroja una extraña luz sobre esta cuestión. Cuando uno lee el principio del Génesis, observa una flagrante contradicción, que desfigura ese texto venerable. «Dios creó al hombre a su imagen, lo creó a imagen de Dios, los creó varón y hembra. Y Dios los bendijo, y les dijo: Sed fecundos, creced, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla…». Este repentino paso del singular al plural es propiamente ininteligible, tanto más cuanto que la creación de la mujer a partir de una costilla de Adán no aparece sino mucho más tarde, en el capítulo segundo del Génesis. Al contrario, si se mantiene el singular en la frase citada se aclara todo: «Dios creó al hombre a su imagen, es decir, varón y hembra a la vez. Le dijo: Crece, multiplícate», etcétera. Más tarde, comprueba que la soledad que implica el hermafroditismo no es buena. Sume a Adán en el sueño y le retira no una costilla, sino el «costado», el flanco, es decir, las partes sexuales femeninas, de las que hace un ser independiente.

Desde ese momento entendemos por qué la mujer no tiene partes sexuales propiamente dichas, ya que ella misma es parte sexual; parte sexual del hombre demasiado molesta para llevarla encima de un modo permanente, y que éste, por lo tanto, cede durante la mayor parte del tiempo y recupera cuando la necesita. Por otra parte, es propio del hombre —por oposición al animal— el poder hacerse en cualquier momento con un instrumento, una herramienta, un arma que necesita pero de la que puede desprenderse después, a diferencia del cangrejo, que está condenado a transportar siempre sus pinzas consigo. Y así como la mano es el órgano de enlace que permite al hombre empuñar, según sus necesidades, un martillo, una espada o una pluma, su sexo es el órgano de enlace de las partes sexuales más que parte sexual en sí mismo.

Si ésta es la verdad, hay que juzgar severamente la pretensión del matrimonio, que es unir lo más estrecha e indisolublemente posible lo que fue desunido. ¡No reunáis lo que Dios ha separado! ¡Vana súplica! No se puede escapar a la fascinación, más o menos consciente, del Adán arcaico, pertrechado con todo su aparato reproductivo, viviendo acostado, quizás incapaz de andar, sin duda incapaz de trabajar, perpetua presa de arrebatos amorosos de inaudita perfección —poseedor y poseído en una misma exaltación—, para no hablar —¡aunque quién sabe!— de los periodos en que se encontraba preñado de sí mismo. ¡Cuál no sería la dotación del fabuloso antepasado, que transportaba a la mujer y por añadidura al niño, cargado y sobrecargado como esas muñecas que encajan unas dentro de otras!

La imagen puede parecer risible. Pero a mí —tan lúcido, no obstante, ante la aberración conyugal— me conmueve, despierta dentro de mí no sé qué nostalgia atávica de una vida sobrehumana, situada por su misma plenitud más allá de las vicisitudes del tiempo y el envejecimiento. Pues si en el Génesis hay una caída del hombre, no es en el episodio de la manzana —que, al contrario, señala una promoción, el acceso al conocimiento del bien y del mal—, sino en esa dislocación que quiebra en tres al Adán original, hace caer a la mujer del hombre, y luego al niño, creando de golpe a esos tres desgraciados: el niño, eterno huérfano; la mujer, abandonada y atemorizada, siempre en busca de un protector; y el hombre, ligero, alerta, pero como un rey a quien han despojado de todos sus atributos para someterlo a trabajos serviles.

Remontar la pendiente, restablecer al Adán original; el matrimonio no tiene otro sentido. Pero ¿es que sólo contamos con esta irrisoria solución?

16 de enero de 1938. Cuando me fui de San Cristóbal, hacía cuatro años que el alma del viejo edificio lo había abandonado, y sólo las sombras de niños y curas habitaban aquel universo escolar, religioso y carcelario a la vez. Néstor murió asfixiado en el sótano del colegio; murió para los demás, pero para mí está más vivo que nunca.

Néstor era el hijo único del portero del establecimiento. Quienquiera que haya conocido este tipo de institución comprenderá en seguida el poder que esta circunstancia le confería. Al vivir a la vez en su casa y en el colegio, acumulaba las ventajas de los externos y los internos. Su padre le encargaba a menudo pequeñas tareas domésticas, de modo que se movía a su antojo por todos los edificios, tenía las llaves de todas las puertas, y era libre de ir «a la ciudad» fuera de las horas de clase o estudio.

Todo esto no habría sido nada si no se hubiera tratado precisamente de Néstor. Con la distancia de los años, me hago preguntas sobre él que no se me ocurrían cuando era su amigo. Criatura monstruosa, genial, fantástica, ¿era un adulto enano, cuyo desarrollo se había detenido en la niñez, o era, al contrario, un niño gigante, como sugería su silueta? No sabría decirlo. Las frases que mi memoria reconstruye —más o menos fielmente, quizás— revelarían una pasmosa precocidad si se demostrara que Néstor tenía la edad de sus condiscípulos. Pero nada menos cierto, y no excluyo que, por el contrario, fuera un retrasado, estancado para siempre en la infancia, nacido en el colegio y condenado a quedarse en él.

En medio de estas incertidumbres se impone una palabra que no voy a seguir reteniendo en la pluma: intemporal. He hablado de eternidad con respecto a mí mismo. No es nada sorprendente, por lo tanto, que Néstor —del cual procedo indiscutiblemente— escapara, como yo mismo, a la medida del tiempo…

Era muy gordo, obeso a decir verdad, lo que confería a todos sus gestos, e incluso a su manera de andar, una majestuosa lentitud, haciéndole temible, por su envergadura, en las peleas. No toleraba el calor, durante los peores días de frío apenas se abrigaba, y no dejaba de sudar el resto del año. Hablaba lentamente, como abrumado por una inteligencia y una memoria anormales, con una compunción doctoral, estudiada, forzada, sin sombra de naturalidad, alzaba de buena gana el índice cuando pronunciaba una sentencia que nosotros conveníamos en considerar admirable, sin entender una sola palabra. Al principio creí que sólo se expresaba mediante citas entresacadas de sus lecturas; luego entré en su órbita y comprendí mi error. Nadie discutía su autoridad sobre todos los alumnos, e incluso los profesores parecían temerle y le concedían privilegios que me parecieron exorbitantes al principio, cuando no sabía quién era.

Cierto que la primera manifestación de esta situación privilegiada que presencié me pareció irresistiblemente graciosa, porque todavía no era sensible a la temible aura que rodeaba todo cuanto le concernía. En cada clase había una caja pintada de negro, colocada al pie de la silla del profesor, que servía de papelera. Cuando un alumno quería ir al servicio, pedía permiso levantando dos dedos en forma de V. A una señal afirmativa del vigilante, o del profesor, se dirigía a la caja, hurgaba rápidamente en ella y salía con un puñado de papeles en la mano.

Al principio no me di cuenta de que Néstor prescindía de la convenida señal en V, ya que ocupaba un sitio al fondo de la clase. Pero en seguida me inspiró respeto la despreocupación con que se acercó a la caja y la escena que siguió. Empezó a examinar los pedazos de papel que había en la superficie con una atención de maníaco; después, aparentemente poco satisfecho con la oferta, hurgó ruidosamente en la caja para sacar bolas o fragmentos más antiguos, que repasó durante mucho tiempo, llegando hasta a leer, según parecía, lo que había escrito en ellos. Esta maniobra atraía irresistiblemente la atención de todos los alumnos, y el mismo profesor proseguía su clase de geografía con una voz lenta, mecánica, sembrada de silencios cada vez más largos. Tendría que haberme sorprendido el mutismo angustiado que pesaba sobre toda la clase, mientras que una monstruosa barahúnda habría saludado a cualquier otro alumno que se entregase a la misma maniobra. Pero, repito, yo era novato en San Cristóbal, y lloraba de risa, agarrado al pupitre, hasta que al final mi vecino empezó a darme codazos en las costillas con una furia que no comprendí, como tampoco entendí el comentario que murmuró entre dientes luego, cuando Néstor eligió un cuaderno de apuntes lleno de tachones: «Lo que le importa —dijo— no es el papel en sí mismo, sino lo que hay escrito en él, y quién lo ha escrito». Esta frase —y muchas otras, que trataré de recordar— circunscribe el misterio de Néstor, sin aclararlo.

Tenía un apetito fuera de lo corriente, y yo era testigo de ello cada día, pues, si bien por la noche cenaba con su familia, a mediodía almorzaba en el comedor. Cada mesa tenía ocho cubiertos y estaba a cargo de un «jefe de mesa», que debía velar por la justa distribución de las partes. A causa de una de esas paradojas, que sólo dejaron de sorprenderme al cabo de varios meses de iniciación, Néstor no era jefe de mesa. Pero esto le servía para aprovecharse mejor de la situación, pues el alumno que desempeñaba estas funciones —así como el resto de los comensales, por otra parte— no solamente le dejaba servirse una buena cuarta parte de cada plato sin pestañear, sino que le rodeaba de ofrendas alimenticias, como a un dios antiguo.

Néstor comía deprisa, seria, laboriosamente, se interrumpía tan sólo para secarse el sudor que le corría por la frente hasta las gafas. Tenía algo de Sileno con sus mofletes, su redonda barriga y su amplia grupa; la trilogía ingestión-digestión-defecación marcaba el ritmo de su vida, y un respeto general rodeaba estas tres operaciones. Pero ésta era solamente la cara visible de Néstor. Su lado oculto, que yo fui el único en sospechar, eran los signos, el descifrado de los signos. Ésta era su principal ocupación en la vida, junto con el absoluto despotismo que hacía gravitar sobre todo San Cristóbal.

Los signos, el descifrado de los signos… ¿De qué signos se trataba? ¿Qué revelaba su descifrado? Si pudiera contestar a esta pregunta, toda mi vida cambiaría, y no solamente mi vida sino —me atrevo a escribirlo seguro de que nadie leerá nunca estas líneas— el curso mismo de la historia. No cabe duda de que Néstor sólo dio unos pasos en este sentido, pero mi única ambición, precisamente, es seguir sus huellas, y tal vez avanzar un poco más que él, gracias al tiempo, un poco más largo, que me ha sido concedido, y también a la inspiración que emana de su sombra.

20 de enero de 1938. El yo viscoso. Me dan una buena noticia, una noticia magnífica, que me hace saltar de alegría. Poco después la desmienten. No queda nada de ella, absolutamente nada. Y, sin embargo, ¡sí! Gracias a un extraño fenómeno de remanencia, la alegría que me había invadido, al retirarse, ha dejado tras de sí una capa de felicidad, igual que el mar, en su reflujo, deja límpidos charcos donde se refleja el cielo. Hay alguien en mí que todavía no ha comprendido que la buena noticia era falsa, y que sigue absurdamente contento.

Cuando Rachel me abandonó, me lo tomé a la ligera. Además, aún considero esta ruptura sin gravedad, e incluso benéfica desde cierto punto de vista, porque estoy convencido de que abre la puerta a grandes cambios, a grandes cosas. Pero hay otro yo, el yo viscoso. Éste, al principio, no entendió la ruptura en lo más mínimo. Lo cierto es que nunca entiende nada de buenas a primeras. Es un yo torpe, rencoroso, humoral, siempre bañado en lágrimas y semen, pesadamente aferrado a sus hábitos, a su pasado. Le hicieron falta semanas para comprender que Rachel no volvería. Ahora lo entiende. Y llora. En el fondo de mí mismo, como una herida, llevo a este ser ingenuo y tierno, un poco sordo, un poco miope, que se deja engañar tan fácilmente y tarda tanto en reaccionar ante la desgracia. Es él, con toda seguridad, quien me hace buscar, por los helados pasillos del colegio San Cristóbal, la huella de un pequeño e inconsolable fantasma, anonadado por la hostilidad de todos y más aún por la amistad de uno solo. ¡Como si yo pudiera, veinte años después, cargar su desdicha a mis espaldas de hombre y hacerle reír, reír!

25 de enero de 1938. El colegio San Cristóbal, en Beauvais, ocupa los antiguos edificios de la abadía cisterciense del mismo nombre, fundada en 1152 y suprimida en 1785. De la Edad Media sólo quedan las bóvedas de la iglesia abacial, ahora restaurada, y la parte principal del colegio se encuentra en el inmenso edificio abacial, construido por Jean Aubert en el siglo XVIII. Estos detalles tienen su importancia, pues la atmósfera de rigor y austeridad a la que estábamos sometidos debía algo, sin duda, a los orígenes y a la historia de aquellos muros. En ninguna parte era tan evidente aquella atmósfera como en el claustro, cuya mediocre arquitectura sólo se remontaba al siglo XVII, y que por las mañanas, antes de que llegaran los externos, y por las tardes, cuando ya se habían ido, servía de lugar de recreo para los pensionistas. Sólo teníamos derecho a las galerías, y únicamente nos estaba permitido admirar desde la balaustrada el jardincillo que aquéllas rodeaban, cuidadosamente conservado por Néstor padre, donde crecían sicómoros que en verano difundían una luz glauca, y cuyo centro estaba adornado por un desportillado pilón en el que crecía un macizo de helechos. Los altos muros que se elevaban todo alrededor hacían más pesada, y casi irrespirable, la tristeza que emanaba de aquel lugar.

Así pues, en ausencia de los externos, que eran nuestro lazo viviente con el exterior, nos encontrábamos dos veces al día en aquella verde prisión que, entre nosotros, llamábamos el acuario. Los juegos ruidosos y las carreras estaban proscritos, y por otra parte, el espíritu del lugar habría bastado para sofocar cualquier veleidad, pero no por ello perdíamos la facultad de ir y venir, y de hablar entre nosotros, de tal modo que el acuario —más aún que la capilla, el comedor o los dormitorios— constituía el lugar de reunión normal del internado, el punto de concentración de aquellos ciento cincuenta niños sometidos a una vida colegial retirada y recluida. Néstor rara vez aparecía por allí, al igual que, como ya he mencionado, no se reunía con nosotros por las noches en el comedor. Sin embargo, no estaba ausente —nada más lejos—, y sus dos hombres de confianza, Champdavoine y Lutigneaux, se encargaban de transmitir sus mensajes y sus órdenes. Generalmente, se trataba de una especie de tráfico de influencias, debido en parte al sistema bastante sutil de castigos y exenciones que estaba en vigor en San Cristóbal, y en parte al poder oculto que Néstor ejercía en este importante terreno.

Yo conocía de sobra la gama de castigos de San Cristóbal, ya que no dejaba de recorrerla de punta a cabo. Estaba el «pelotón», larga fila de alumnos condenados a dar vueltas en silencio por el patio durante un cuarto de hora, media hora, una hora o más; el «secuestro», que prohibía al castigado dirigir la palabra a quienquiera que fuese, a no ser para contestar a una pregunta de un profesor o de un vigilante; el erectum, que le obligaba a comer solo en el refectorio, en una pequeña mesa, y de pie. Yo habría soportado mil veces cualquiera de estas inútiles vejaciones con tal de no oír nunca, unida a mi apellido, la horrible fórmula que para mí anunciaba la angustia y la humillación: «¡Tiffauges ad colaphum!», pues entonces había que salir de la clase, subir dos pisos y recorrer un pasillo desierto para empujar finalmente la puerta de la antecámara del prefecto de disciplina. Una vez allí, teníamos que arrodillarnos en su reclinatorio, curiosamente colocado en el centro de la habitación, frente a la puerta del despacho, y hacer sonar una campanilla que estaba en el suelo, al alcance de la mano. Un reclinatorio, la posición de rodillas, una campanilla que tintinea agudamente; ahora no puedo evitar el ver en aquel rito punitivo una satánica parodia de la Elevación. ¡Ni que decir tiene que no íbamos ad colaphum para llevar a cabo un acto de adoración! Una vez se tocaba la campanilla, la espera podía durar desde unos segundos a una hora, y constituía el refinamiento más insoportable del castigo. Al fin, tarde o temprano, la puerta del despacho se abría de golpe y en medio de furiosos crujidos de tela de sotana aparecía el prefecto, con la orden de libertad en la mano izquierda. Se abalanzaba sobre el reclinatorio, le propinaba al culpable una tanda de bofetadas, le ponía en la mano la prueba de que había purgado su falta y desaparecía, todo en un mismo movimiento.

Un sistema de exenciones permitía librarse de estos diversos castigos según un baremo calculado con una sutileza propia de la casuística. Las exenciones eran pequeños rectángulos de cartón blanco, azul, rosa o verde —según su valor— que recompensaban las mejores notas o los primeros puestos en redacción. De este modo sabíamos que, en opinión de los buenos padres, seis horas de pelotón valían lo mismo que un día de secuestro, dos días de erectum o un colaphus, y se anulaban mediante un primer puesto en redacción, dos segundos puestos, tres terceros puestos o cuatro notas por encima de 16. A menudo, el alumno castigado prefería sufrir y guardar sus exenciones, pues éstas también permitían comprar una «salida corta» (el domingo por la tarde) o una «salida larga» (todo el domingo).

No obstante, el sistema era casi siempre teórico y parecía afectado de parálisis, pues, a despecho del espíritu de la comunión de los santos y de la reversibilidad de los méritos, los buenos padres habían decidido que las exenciones fueran obligatoriamente personales —el número del beneficiario figuraba en el rectángulo de cartón—, y sólo pudiesen aprovecharlas los que las habían merecido. Ahora bien, los que recibían más —los buenos alumnos, los estudiosos, los predilectos de profesores y vigilantes— eran precisamente los que menos las necesitaban, pues una extraña protección parecía apartar de sus cabezas pelotón, secuestro, erectum y colaphus. Hacía falta todo el talento de Néstor para remediar esta imperfección.

2 de febrero de 1938. No he dejado de atarme y desatarme una goma elástica en el dedo durante todo el día. Mañana voy a verme obligado a luchar para librarme de esta falsa y extraña presencia, bastante parecida, aunque más irritante y menos simbólica, a la de un anillo de matrimonio. Esa goma era como una pequeña mano aferrada a la mía, que se crispaba y me pellizcaba débilmente cuando trataba de librarme de ella.

8 de febrero de 1938. A veces hay que llegar al final de la noche para que un resplandor de esperanza atraviese, por fin, el oscuro cielo. Fue el colaphus lo que me reveló por primera vez la asombrosa protección de que iba a disfrutar, y que aún se extiende sobre mí.

En el rincón de la clase donde estaba agazapado se produjo cierto tumulto, y ahora ya no sabría decir hasta qué punto tomé parte en él. Sin embargo, la horrible sentencia cayó sobre mi cabeza desde lo alto del estrado: «¡Tiffauges ad colaphum!», y el estremecimiento de sádica alegría, que acompañaba siempre a este tipo de castigo, recorrió los bancos. Me levanté como en una pesadilla y me dirigí hacia la puerta a través del impuro silencio formado por cuarenta respiraciones contenidas. Estábamos en diciembre, en el umbral de un invierno que parecía definitivo; los problemas con Pelsenaire, que parecía no verme desde que yo había salido de la enfermería, me habían dejado malparado. Un húmedo crepúsculo inundaba el patio donde, pasado el oscuro enrejado de los castaños, se veía el desierto campo de recreo a la izquierda y, al fondo, el urinario, que se erguía sin discreción, como el humeante altar de la chiquillería. Le di una vaga patada a una pelota abandonada junto a la acera del patio. Las batas negras, colgadas de perchas resquebrajadas, se asemejaban en la oscuridad a una familia de murciélagos. La negativa a existir crecía dentro de mí como un clamor silencioso. Era un grito secreto, un alarido ahogado, que brotaba de mi corazón y se confundía con la vibración de las cosas inmóviles. Una impetuosa fuerza nos arrastraba —a ellas y a mí— hacia la nada, nos precipitaba hacia la muerte con un furioso empujón que me hacía arquear la espalda. Me senté con los pies en la reguera. Me abracé las rodillas. Por lo menos, la soledad nunca me arrebataba a aquellos dos muñecos gemelos de cráneo cuadrado, calvo y abollado… que eran yo mismo. Pasé los labios por una costra oscura, que emergía en medio de la red de losanges de la piel, grasienta en algunos sitios, polvorienta y seca en los demás. Reconocí con alivio el olor a sílice pulido que me era familiar. Comprendí que acababa de chocar bastante bruscamente con el final de la noche, tan bruscamente que cuando subí la escalera del suplicio todavía estaba aturdido. La antecámara del prefecto de disciplina estaba sumida en la penumbra. Me abstuve de encender la luz. Desde el reclinatorio sólo se veía claramente, en la pared blanca, un cuadro de violento colorido, un Cristo ultrajado, coronado de espinas y abofeteado por un soldadote. Yo era todavía tan ajeno a la lectura de los signos —la gran ocupación de mi vida— que no pensé en la comparación que se imponía. Ahora sé que un rostro humano, por mezquino que sea, se convierte cuando lo abofetean en el rostro de Jesús.

Una campanilla resonó a lo lejos. Crujió el suelo. Un rayo de luz se filtraba, amenazador, por debajo de la puerta del prefecto. Yo guardaba silencio en el reclinatorio, conteniendo el aliento. Pasaban los minutos sin que pudiera decidirme a tocar la campanilla ad colaphum. Pero ¿dónde estaba la campanilla? Tanteé a oscuras por el suelo. Pronto rocé con los dedos el mango de madera torneada que remataba la falda de cobre del pequeño, pesado y traicionero objeto. Lo alcé lentamente hacia mí con la misma precaución que si se tratase de una serpiente dormida. Me sentí más tranquilo cuando cerré la mano sobre el badajo. Era de plomo, de superficie batida, lisa como la carne, con una muesca en la parte superior y otra en la inferior, que traicionaban largos años de servicios. Pensaba en los innumerables colaphi que la campanilla había hecho llover sobre caras infantiles, cuando de pronto se me escapó de las manos, rebotó en el brazo almohadillado del reclinatorio y rodó por el suelo con un fragor de trueno. La puerta del despacho se abrió inmediatamente y la luz inundó la habitación. Petrificado, cerré los ojos en espera del golpe.

Pero no hubo golpe. Al contrario, fue una caricia, algo suave y sedoso que me rozó la mejilla con un susurro. Finalmente, me atreví a mirar. Allí estaba Champdavoine, que reía burlón y se contorsionaba como de costumbre, y me tendía el pedazo de papel con el que acababa de acariciarme la mejilla. Luego retrocedió, esbozó una chusca reverencia y desapareció tras la entreabierta puerta del despacho. En seguida volvió a asomar la cabeza para hacer una última mueca, y la puerta se cerró.

Miré el papel que acababa de darme: era una orden de libertad, debidamente firmada por el prefecto.

Al volver a clase, la cabeza me zumbaba más que si hubiera sufrido un doble colaphus. Naturalmente, no había entendido nada, y estaba lejos de sospechar que acababa de asistir a la formación de una primera grieta en el monolítico bloque del destino que me aplastaba. Desde ese día memorable podría haber dejado de considerarlo como un encadenamiento inexorable y a priori hostil, y reconocer —como más tarde me vi obligado a hacer— que podía mantener cierta complicidad con mi pequeña historia personal; en resumen, que podía haber un poco de Tiffauges en el curso de las cosas.

El asunto del colaphus no era más que un signo precursor. Aún hubo que esperar mucho tiempo para que ocurriera el acontecimiento que iba a cambiar radicalmente mi posición en San Cristóbal e inaugurar una nueva era en mi vida.

El Domingo de Ramos arrastraban a los internos a una tradicional «excursión al campo», amenizada por una merienda que debía señalar el fin del trimestre de invierno. Yo aborrecía cualquier obligación de salir de los muros de San Cristóbal, donde aquella miseria mía podía, al menos, enroscarse sobre sí misma en una apariencia de calor, pero aquella caminata me parecía la más odiosa de todas. En efecto, en tal ocasión nos dividíamos en dos grupos. Los que tenían bicicleta formaban —como los caballeros en los ejércitos de antaño— una élite envidiada, destinada a una meta más lejana, bajo la dirección de un joven clérigo montado en un velomotor. Yo formaba parte de la oscura infantería, que, con sus pesadas botas, cubriría kilómetros hostigada por una jauría de vigilantes malhumorados.

Iba a sonar el silbato, que daba la señal de partida, cuando ocurrió algo que causó sensación en todo el colegio. Apareció Lutigneaux empujando una bicicleta resplandeciente, la bicicleta de Néstor. Era de marca Alcyon, de color granate fileteado de amarillo y blanco, con un manillar de carreras de acero cromado, un bonito retrovisor a la izquierda y un gran timbre con dos notas a la derecha, neumáticos de semibalón con los lados de color blanco, y en la parte trasera, un portaequipajes sobre el que había más espejos; para terminar, estaba equipada con un cambio de tres velocidades, cosa poco vista en aquellos tiempos.

Todos esperábamos ver a Lutigneaux incorporarse al grupo de los ciclistas; mas no fue así. Atravesó todo el patio, haciendo saltar la bicicleta sobre el empedrado como si fuera un caballo piafante, y se dirigió hacia mí, perdido entre la infantería. Me entregó la bicicleta con estas sencillas palabras:

—De parte de Néstor, para el paseo.

Mi sorpresa no fue menor que la de todo el colegio, que, no obstante, me atribuyó inmediatamente una capacidad de disimulo poco común, pues parecía evidente que una larga e íntima amistad debía de haber precedido y preparado un favor tan exorbitante. Tal vez la escena parezca anodina, y sin duda habría pasado desapercibida para un testigo ajeno a la vida profunda de San Cristóbal. Yo, cerca de un cuarto de siglo más tarde, no puedo evocar aquel momento sin volver a estremecerme de alegría y orgullo.

Néstor pareció ignorarme durante toda la semana que siguió. Por lo demás, yo conocía lo bastante el ritual como para saber que no debía darle las gracias. Pero el sábado siguiente, Lutigneaux fue a buscarme durante el recreo de las cinco, cuando ya se habían ido los externos, para decirme que me cambiaba de sitio y ayudarme a trasladar mis cosas.

Ni que decir tiene que los sitios de los alumnos eran competencia soberana del prefecto de disciplina, que se esforzaba en contrariar los deseos de los niños lo mejor que podía, ya fuera separando a los amigos, ya imponiendo las primeras filas a los estudiantes más desastrosos y a los soñadores, que sólo aspiraban a vivir felices y desapercibidos al fondo de la clase. Sólo Néstor podía alterar impunemente este orden, y sustituir la voluntad del prefecto por la suya propia. Él ocupaba el rincón más alejado de la clase, a la izquierda, cerca de una ventana. Para poder vigilar constantemente el patio, había llegado a levantar su pupitre con pequeñas cuñas de madera, e incluso a cambiar uno de los pequeños vidrios opacos que había en todas las ventanas de las clases por un cristal corriente. Desde entonces, gracias a un decreto que sólo podía proceder de él, me senté en ese mismo rincón, a su lado, y además a su derecha. Tras la hazaña de la bicicleta, aquel traslado no sorprendió a nadie; aún más, todo el mundo lo esperaba, tanto los alumnos como los profesores y los vigilantes.

Desde entonces viví en San Cristóbal rodeado de una protección tan discreta como eficaz. No había semana en que no encontrase alguna golosina en mi casillero; la lluvia de castigos pareció apartarse de mi cabeza; los mayores que me maltrataban aparecían al día siguiente misteriosamente heridos. Mas todo esto era poca cosa comparado con la irradiación de Néstor, a la que estaba expuesto durante todas las horas de clase y de estudio. Su formidable envergadura parecía inclinar la habitación hacia aquel rincón, al fondo a la izquierda, donde todo se amontonaba. Ciertamente, aquél era para mí el hogar de toda la clase; mucho más, en todo caso, que el estrado donde se sucedían unos irrisorios y efímeros oradores.

12 de febrero de 1938. Una clienta viene a verme acompañada por una chiquilla de cinco o seis años. Cuando nos despedimos regaña a la niña por tenderme la mano izquierda. Me doy cuenta de pronto de que la mayoría de los niños de menos de siete años —¡la edad de la razón!— nos invitan espontáneamente a estrecharles la mano izquierda. ¡Sancta simplicitas! En su inocencia, saben que la mano derecha está manchada por los contactos más repugnantes, que a diario se desliza en la mano de los asesinos, de los sacerdotes, de los policías y de los poderosos como una puta en el lecho de los ricos, mientras que la siniestra, la oscura, la olvidada, permanece en la sombra, como una vestal, reservada únicamente para las manos fraternas. No olvidar la lección. De ahora en adelante tender siempre la mano izquierda a los niños menores de siete años.

16 de febrero de 1938. Néstor no paraba de escribir y dibujar. Lo que siento es no haber tenido, ni conservado, uno cualquiera de sus cuadernos. Todo lo que él me decía me parecía maravilloso aunque apenas entendiera nada, de modo que, al cabo de casi veinte años, me veo reducido a interpretar y expresar con palabras que, con toda certeza, no son las suyas, las frases que mi memoria se digna recordar. Cierto que el periodo —bastante breve, a fin de cuentas— que pasé junto a él se grabó tan profundamente en mí, y las tribulaciones que padecí después tienen tanto que ver con él, que apenas se puede distinguir, en mi carácter, lo que le corresponde propiamente a él y lo que hay que imputarme a mí solo.

En cualquier caso, si necesitara la prueba irrefutable de que soy el legatario de Néstor, me bastaría mirar la mano que corre sobre el papel, la mano izquierda que traza las sucesivas letras de este escrito «siniestro». Pues esta mano estuvo mucho tiempo en la de Néstor; él incubó en su mano grande y pesada mi puño débil, este huevecillo huesudo y translúcido que se abandonaba a la cálida presión sin saber de qué energías se cargaba. Toda la fuerza de Néstor, todo su espíritu dominante y disolvente pasaron a esta mano, de donde proceden, día tras día, estos escritos siniestros que son, por lo tanto, nuestra obra común. Y el huevecillo se ha roto. Se ha convertido en esta mano siniestra de dedos velludos y rectangulares, de palma ancha como una meseta, probablemente hecha más para manejar la perforadora que la pluma.

Néstor escribía y dibujaba con la mano izquierda, mientras que con la derecha apretaba mi mano izquierda. Tal vez siempre había sido zurdo. Prefiero suponer, con orgullo, que se obligó a escribir con la mano izquierda sólo por mí, con el único fin de poder cogerme la mano sin dejar de escribir. Lo cierto es que nunca me sentí tan cerca de él como aquel memorable día —hace unos meses— en que comprobé, con un estremecimiento religioso, que sabía escribir con la mano izquierda, que mi mano izquierda, libre sobre el papel, sin pruebas, sin aprendizajes, sin vacilaciones, lo cubría de una escritura nueva que no se parecía a la otra, la de la mano derecha, mi escritura diestra.

Poseo, por lo tanto, dos escrituras, una diestra, amable, social, comercial, que refleja el personaje enmascarado que finjo ser a ojos de la sociedad, y la otra siniestra, deformada por todas las torpezas del genio, llena de destellos y de gritos, habitada, en una palabra, por el espíritu de Néstor.

18 de febrero de 1938. Cada vez que me confían un coche y veo, pegado al tablero de mandos, el medallón de San Cristóbal, pienso en el colegio de Beauvais, y admiro una de esas constantes que aparecen a todo lo largo de mi existencia. Algunas son fortuitas y casi ridículas. Ésta es fundamental. El colegio San Cristóbal, Néstor, luego este oficio de garajista que vuelve a colocarme bajo el patronazgo del gigante Portador de Cristo… Y hay más. Esta tez aceitunada y el pelo lacio y negro vienen de mi madre, que parecía una gitana. Nunca he sentido la curiosidad de hurgar en sus orígenes familiares —bastante llena de premoniciones está ya mi vida—, pero no me sorprendería encontrar carromatos y caballos en la familia.

Es como el nombre de Abel que creí fortuito hasta el día en que acerté a leer los versículos de la Biblia que narran el primer asesinato de la historia humana. Abel era pastor, Caín, labrador. Pastor, es decir, nómada; labrador, es decir, sedentario. La querella de Abel y Caín prosigue generación tras generación, desde el principio de los tiempos hasta nuestros días, como la atávica oposición entre nómadas y sedentarios, o más exactamente, como la encarnizada persecución de que son víctimas los nómadas por parte de los sedentarios. Y este odio no se ha extinguido; lejos de ello, se encuentra en las normas, infames y humillantes, a las que están sometidos los gitanos —los tratan como si tuvieran antecedentes penales— y que pregonan a la entrada de los pueblos los carteles de «Prohibido acampar».

Cierto que Caín fue maldito y que su castigo, como su odio hacia Abel, se perpetúa también de generación en generación. Ahora, le dijo el Eterno, serás maldito en la tierra que abrió la boca para recibir la sangre de tu hermano. Cuando la cultives ya no te dará sus frutos, y andarás por ella errante y fugitivo. Ahí tenemos a Caín, condenado a la que para él era la peor de las penas: debe convertirse en nómada como lo era Abel. Acoge el veredicto con palabras de rebeldía, y además no obedece. Se retira lejos del rostro del Eterno, y allí construye una ciudad, la primera ciudad, a la que llama Enoc.

Pues bien, yo afirmo que esa maldición de los agricultores —siempre insensibles con sus hermanos nómadas— sigue en vigor en nuestros días. Puesto que la tierra ya no los alimenta, los destripaterrones se ven obligados a hacer el equipaje y marcharse. Vagan a miles de una región a otra… y ya se sabía en el siglo pasado que, al hacer de un cierto sedentarismo una de las condiciones para ejercer el voto, se excluía del cuerpo electoral a una importante masa fluctuante, y en principio malpensante, por su mismo desarraigo. Después, esta masa se estableció en las ciudades y formó la población proletaria de los grandes núcleos industriales.

Y verdad es que yo, oculto entre los hombres sentados, falso sedentario, falso bienpensante, no me muevo, pero cuido y reparo el instrumento por excelencia de la migración, el automóvil. Y tengo paciencia porque sé que llegará un día en que el cielo, cansado de los crímenes de los sedentarios, hará caer una lluvia de fuego sobre sus cabezas.

Entonces, como Caín, serán arrojados en confuso montón a los caminos, y huirán enloquecidos de sus ciudades malditas y de la tierra que se niega a alimentarlos. Y yo, Abel, el único sonriente y saciado, desplegaré las grandes alas que escondo bajo el mono de garajista, golpearé con el pie los cráneos entenebrecidos, y alzaré el vuelo hacia las estrellas.

25 de febrero de 1938. Un día Néstor sacó de su pupitre una cajita cuadrada de cartón y me la acercó a la oreja. Oí un zumbido aflautado y modulado, como el ruido de un avión volando a gran altura. Los ojos entrecerrados de mi amigo me observaban con ironía a través de los cristales de sus gafas, gruesos como lupas. Colocó la caja sobre la mesa. Aquélla se alzó de inmediato sobre uno de sus ángulos e, inclinándose, empezó a bailar con una gracia majestuosa por su misma lentitud. El zumbido se acentuaba y se hacía más grave cuanto más se inclinaba la caja en sus evoluciones. Al final cayó sobre uno de los lados y, después de dar algunas vueltas sobre sí misma, dejó de moverse. Me acerqué, con curiosidad, para leer el texto que veía impreso en la caja: Inventado en 1852 por el célebre físico francés Léon Foucault para demostrar la rotación de la tierra… En ese momento Néstor cogió la caja y la abrió, explicándome gravemente: «Es un giroscopio, la llave del absoluto». El objeto estaba formado por dos anillos concéntricos de acero, soldados en planos perpendiculares. Un disco de cobre rojo bastante pesado se inscribía en uno de los anillos, atravesado por un eje cuyos afilados extremos se insertaban en dos agujeros, diametralmente opuestos, del otro anillo, de tal manera que éste pudiese girar con el disco. Néstor pasó por un orificio en el eje el cabo de un cordel que enrolló en aquél. Después tiró violentamente del otro extremo del cordel, que se desenrolló con un chasquido. El disco empezó a zumbar. Néstor hizo caer entonces de la caja un pequeño soporte de hierro colado, que representaba la torre Eiffel, y colocó el giroscopio en equilibrio sobre la punta. En seguida dio comienzo la graciosa danza. El pequeño aparato, de formas tan simples, rigurosas y geométricas, giraba en torno a su punto fijo, describiendo una órbita cada vez más amplia, y la pomposa lentitud de las revoluciones contrastaba con la furiosa velocidad del disco que giraba en su interior, como esos pájaros moscas que parecen volar con tanta mayor lentitud, e incluso quedarse inmóviles durante más largo rato, cuanto más rápido es el temblor que agita sus alitas.

La torre Eiffel, al girar sobre la madera del pupitre, hacía un ruido sordo que pronto llamó la atención de los alumnos y del vigilante. Cosa que a Néstor le traía sin cuidado. Apoyado en un codo, vuelto a medias hacia mí, estaba absorto en la contemplación del giroscopio, que proseguía su danza. «Un juguete cósmico —murmuraba—, la imagen reducida y perfectamente fiel de la gravitación terrestre… Porque, ¿sabes, Abel mío? Este movimiento que sigues con los ojos… ¡no existe! ¡Sois tú, San Cristóbal, Francia entera los que bailáis! El giroscopio tiene el don de escapar al movimiento terrestre, y por eso parece que gira. En realidad somos nosotros los que giramos en torno a él. Toma, apriétalo en la mano». Levantó la punta del soporte y me lo tendió. Cerré la mano sobre aquel pequeño mecanismo animado. En seguida sentí en la palma, en la muñeca e, incluso, en el brazo un formidable impulso, una irresistible fuerza de torsión.

—¡Parece un sapo!

—El sapo eres tú, pequeño Fauges —me dijo Néstor—. Te aferras a un punto fijo, pero la tierra quiere girar, y tú no se lo vas a impedir. Lo que sientes en la mano es la inmovilidad del giroscopio contrariada por la rotación de la Tierra que te arrastra. Devuélvemelo. Es mi punto de apoyo cuando las cosas se ponen muy mal. Es mi absoluto de bolsillo…

28 de febrero de 1938. ¿Es por efecto de este regreso a la infancia al que me dedico desde hace meses? Pues me obsesiona la absurda melopea que la vieja María me cantaba acunándome en los días de lluvia, y que hacía que mi alma, transida de pena, se acurrucase en el fondo de su gruta más oscura:

Cuando lo pienso

Se me dilata el corazón

Como una esponja

Sumergida

En una sima

Llena de azufre

Donde se sufren tormentos tan

Tan grandes, tan grandes

Que cuando lo pienso

Se me dilata el corazón…

2 de marzo de 1938. Néstor había desarrollado el hábito de hablar sin mover los labios, sin duda más por afición al disimulo que por necesidad, pues la inmunidad de que gozaba con los profesores y vigilantes le autorizaba a otras muchas libertades. A veces, sus ojos llenos de malicia me miraban durante mucho rato, y pronunciaba palabras cuya oscuridad me sumía en un vértigo feliz.

—Un día se irán todos —decía, por ejemplo—. Pero tú seguirás a mi lado, aun cuando yo haya desaparecido. No eres guapo, ni inteligente, aunque me perteneces como ningún alumno de San Cristóbal me ha pertenecido nunca. Al final conseguirás que yo sobre, y estará muy bien así.

O bien, cogiéndome por los hombros:

—He plantado todas mis semillas en este pequeño cuerpo. Tendrás que buscar un clima favorable para que florezcan. En unas germinaciones y granazones que te asustarán reconocerás que tu vida ha tenido éxito.

Ahora entiendo perfectamente la predicción que formuló un día, mientras me sujetaba el mentón y me obligaba a abrir la boca.

—Estos dientecillos pronto crecerán —dijo—. Mi Abel tendrá unos colmillos formidables, y los chasquidos de sus mandíbulas resonarán en todos los oídos como una temible amenaza.

Tal vez más adelante, a la luz de los acontecimientos que se avecinan, llegue a saber lo que quería decir cuando afirmaba:

—A fuerza de golpear una y otra vez la misma puerta, siempre acaba por abrirse. O bien se entreabre una puerta contigua, que uno no había visto, y entonces es aún más hermoso.

Y también:

—Habría que unir mediante un solo trazo alfa y omega.

Siempre le vi leer el mismo libro, se sabía de memoria páginas enteras, que recitaba de improviso, sin mover los labios, cuando una clase se volvía demasiado aburrida. Era La trampa de oro, de James Oliver Curwood. Néstor se inclinaba hacia mí con aire misterioso, y murmuraba a mi oído, como un secreto embriagador: Si echamos una piragua al lago Athabasca, y si, por el río de la Paz, navegando hacia el norte, llegamos al gran lago del Esclavo, y luego descendemos la corriente del río Mackenzie, y subimos hacia el Círculo Ártico… El héroe de la historia era Bram, un coloso salvaje, una mezcla de inglés, indio y esquimal, que recorría solo los terribles desiertos helados con un séquito de lobos. Para Bram, aullar con los lobos no era una figura retórica: De repente echó hacia atrás la gruesa cabeza, y de su garganta y de su pecho brotó hacia el cielo un clamor cavernoso —recitaba Néstor—. Primero fue el rugido de un trueno, pero acabó en un gemido quejumbroso y agudo que debió de recorrer varios kilómetros por el llano desnudo. Era la llamada del amo a su jauría; la del hombre animal a sus hermanos… A este grito salvaje contestan los bramidos del viento del norte, y también, a veces, la música de los cielos, esa extraña y fantástica armonía que la aurora boreal deja oír en el aire para anunciar su llegada. Unas veces era un silbido estridente; otras, un murmullo más bien dulce bastante parecido al ronroneo de un gato; y también, en ocasiones, algo como el metálico zumbido de una abeja.

El grito de Bram, los aullidos de los lobos y del viento y la música metálica de la aurora boreal eran la irrupción en la vida confinada, reclusa y condenada a todas las promiscuidades que llevábamos en San Cristóbal, de un mundo virgen e inhumano, blanco y puro como la nada. Para mí, aquella llamada se confundía con el clamor silencioso que oí una tarde de diciembre, sentado en la acera del patio, cuando iba —o creía ir— ad colaphum. Pero con sus relatos él la enriquecía, la ampliaba, la dotaba de una áspera seducción. Mi amigo me hablaba con exaltación de la ventisca que bramaba entre los oscuros abetos, de correr sobre abismos glaucos para atravesar un lago helado, del monótono zip, zip, zip de las raquetas de nieve, de manadas de lobos que emprendían una cacería infernal en la noche helada, y también de la cabaña de troncos, vencida y medio hundida bajo las nevadas, donde el trampero se refugia por la noche y enciende un gran fuego para calentarse la piel y el corazón.

Han pasado los años, pero en realidad no he conseguido librarme todavía de esa atmósfera, llena de miasmas y olor a humedad, donde agonizaba mi infancia. Canadá es aún, para mí, ése más allá que anula las irrisorias miserias que me aprisionan. ¿Me atreveré a escribir que no he renunciado? ¡Un día, Abel mío, ya verás un día!

6 de marzo de 1938. En la prefectura de policía, para renovar los papeles del coche. Colas de espera taciturnas y resignadas ante ventanillas donde ladran mujeres malhumoradas y feas. Uno sueña con un tirano bueno, que aboliese de un plumazo el estado civil, el carnet de identidad, el pasaporte, las cartillas de todas clases, los archivos judiciales y, en suma, toda esa pesadilla de papel cuya utilidad —suponiendo que exista— no guarda relación con el trabajo y las vejaciones que cuesta.

No obstante, es cierto que rara vez una institución subsiste sin el consentimiento e, incluso, la voluntad positiva de la mayoría. Por ejemplo, la pena de muerte no es una sangrienta supervivencia de los tiempos bárbaros; todas las encuestas de opinión pública demuestran que la mayoría de la gente continúa ciegamente apegada a ella. En cuanto al papeleo administrativo, tiene que responder a una exigencia de la mayoría o, mejor, a un miedo elemental: miedo a ser un animal. Pues vivir sin papeles es vivir como un animal. Los apátridas, los hijos bastardos o naturales sufren por una situación que sólo es real sobre el papel. Estas reflexiones me han inspirado un breve apólogo.

Érase una vez un hombre que había tenido un tropiezo con la policía. Terminado el asunto, queda un expediente, que puede resurgir en la primera ocasión. Por lo tanto, nuestro hombre decide destruirlo, y con tal fin se introduce en los locales del Quai des Orfevres. Naturalmente, no tiene ni tiempo, ni medios para destruir su expediente. Así que tiene que suprimir todo el «sumario», cosa que lleva a cabo incendiando los locales con ayuda de un bidón de gasolina.

Esta primera hazaña, coronada por el éxito, y su convicción de que los papeles son un mal absoluto del que conviene librar a la humanidad, le empujan a perseverar en este camino. Convierte su fortuna en bidones de gasolina y emprende la metódica ronda de las prefecturas, alcaldías, comisarías, etcétera, incendiando todos los expedientes, todos los registros, todos los archivos; y como trabaja solo, no pueden atraparle.

Ahora bien, un día observa un fenómeno extraordinario: en los barrios donde ha llevado a cabo su trabajo, la gente camina encorvada, de sus bocas se escapan sonidos inarticulados; en resumen, se están metamorfoseando en animales. Y él comprende que, al querer liberar a la humanidad, la rebaja a un nivel animal, porque el alma humana es de papel.

8 de marzo de 1938. Por la noche, en el refectorio, podíamos hablar libremente. A pesar de que sólo éramos ciento cincuenta, el ruido crecía progresivamente y proprio motu según una ley constante, puesto que cada cual se veía obligado a alzar cada vez más la voz para hacerse oír. Cuando el estruendo había alcanzado su cenit, formaba una especie de edificio sonoro, que llenaba con toda exactitud la gran habitación y que un vigilante destruía con un único toque de silbato. El silencio que seguía tenía algo de vertiginoso. Luego, un murmullo corría de mesa en mesa, un tenedor chocaba contra un plato, estallaba la risa, la red de ruidos y sonidos tejía otra vez su tela, y el ciclo volvía a empezar.

A mediodía, los mediopensionistas se unían a los internos: éramos cerca de doscientos cincuenta, y el silencio era obligatorio. Las horas de pelotón llovían sobre los charlatanes, reforzadas, en caso de reincidencia, por el erectum. De pie ante un pupitre colocado en una tarima, un alumno leía en voz alta páginas edificantes, generalmente sacadas de una vida de santo. Para hacerse oír en aquella enorme sala, en medio de los ruidos de vajilla y de las conversaciones ahogadas, había que gritar el texto recto tono, es decir, con una sola nota, sin ninguna entonación; extraña salmodia, que suprimía implacablemente cualquier matiz —interrogativo, irónico, conminatorio o divertido— y confería a cada frase un tono uniformemente patético, quejumbroso, de una agresiva vehemencia.

La función de recitator era altamente apreciada entre los alumnos, y recompensaba a los más sobresalientes en la medida en que eran capaces de cumplirla. Pues, para un niño no era sencillo declamar durante cuarenta y cinco minutos, sin pausas ni desmayos, un texto que no se había escrito para un trato tan poco civilizado. Así pues, el recitator del momento se veía rodeado de un cierto prestigio, al que se sumaban las ventajas de la comida, que tomaba solo y antes que los demás, y que tradicionalmente era más delicada y copiosa que de costumbre.

Desde luego, yo no había hecho nada para ser recitator, y una mañana, con gran estupor e incluso con temblores, me enteré de que desde ese mismo mediodía iba a sustituir al titular del momento, indigno de semejante honor después de un colaphus que, para sorpresa general, acababa de serle infligido. Al mismo tiempo, me dieron el texto que tenía que leer: era la vida de San Cristóbal, sacada de la Leyenda dorada, de Jacques de Vorágine.

No me cabía duda de que Néstor era la causa de aquel honor excesivo. Ahora, sabiendo lo que sé y después de releer las páginas que entonces tuve que declamar frente a todo el colegio reunido, reconozco su firma en la filigrana del asombroso texto. Pero ¿me bastará toda la vida para dilucidar la relación profunda que une la leyenda de San Cristóbal y el destino de Néstor, ese destino del que soy depositario y ejecutor?

Cristóbal, cuenta Jacques de Vorágine, era cananeo. Tenía un aspecto terrible y una estatura gigantesca. Quería ser útil, pero sólo al servicio del príncipe más grande del mundo. Así pues, se presentó ante un rey muy poderoso, del que se decía que en grandeza no tenía igual. Este rey, al verlo, le acogió con bondad e hizo que se quedara en su corte. Sin embargo, Cristóbal le sorprendió un día haciendo el signo de la cruz, después de que alguien invocase al diablo en su presencia. Cuando Cristóbal le preguntó la razón de su gesto, le contestó: «Este signo es el arma que empuño cuando oigo nombrar al diablo, por temor a que adquiera poder sobre mí y me haga daño». Cristóbal comprendió entonces que el príncipe a quien servía no era ni el más grande ni el más poderoso, puesto que temía al diablo. Por lo tanto, se despidió del primero y fue en busca del segundo. Ahora bien, mientras caminaba por un desierto, vio una gran multitud de soldados. Uno de ellos, de aspecto feroz y terrible, se acercó a él y le preguntó a dónde iba. Cristóbal le contestó: «Busco al señor diablo para que sea mi amo». El soldado le dijo: «Soy el que estás buscando». Cristóbal se alegró mucho, se comprometió a servirle para siempre y le reconoció como señor. Caminaban juntos, y encontraron una cruz, que se alzaba al borde del camino. El diablo se espantó de inmediato, se dio a la fuga y, abandonando el camino, condujo a Cristóbal a través de un terreno escabroso. Luego le llevó de nuevo al camino. Cristóbal, maravillado al ver lo sucedido, le preguntó por qué se había asustado tanto. «Un hombre llamado Cristo —le contestó el diablo— fue clavado en una cruz; en cuanto veo la imagen de la cruz, un gran temor me invade y huyo espantado». Cristóbal le dijo: «Entonces he trabajado en vano y todavía no he encontrado al príncipe más grande del mundo. Adiós, te dejo para buscar a ese Cristo que es más grande y poderoso que tú».

Durante mucho tiempo buscó a alguien que le diera noticias de Cristo. Al fin encontró a un ermitaño, que le predicó a Jesucristo y le instruyó en la fe. El ermitaño le dijo a Cristóbal: «El rey a quien deseas servir reclama esta sumisión: tendrás que ayunar a menudo». Cristóbal le contestó: «Soy un gigante y tengo un hambre imperiosa. Que me pida otra cosa porque ayunar me resulta absolutamente imposible». El ermitaño le dijo: «¿Conoces un río donde muchos caminantes corren peligro de perder la vida?». «Sí», dijo Cristóbal. Y continuó el ermitaño: «Como eres tan alto y robusto, podrías quedarte junto a ese río y pasar de un lado a otro a cuantos lleguen allí, y así harías algo que agradaría al rey Jesucristo a quien deseas servir». Cristóbal dijo: «Sí, puedo desempeñar ese oficio, y prometo que lo haré muy bien».

Así pues, se dirigió al río en cuestión y construyó una pequeña cabaña en la ribera. En lugar de cayado, llevaba en la mano una pértiga, con la que se mantenía de pie entre las aguas, y transportaba sin descanso a todos los viajeros. Habían pasado muchos días cuando, una vez que descansaba en su casita, oyó la voz de un niño que le llamaba diciendo: «Cristóbal, ven y llévame a la otra orilla». Cristóbal se levantó en seguida y no encontró a nadie. Al volver a su casa oyó la misma voz que le llamaba. Otra vez corrió afuera, mas no encontró a nadie. La voz le llamó por tercera vez; salió y encontró a la orilla del río a un niño, que le rogó que le llevara. Cristóbal sentó al niño en sus hombros, cogió la pértiga y entró en el río para atravesarlo. Y el agua del río empezó a crecer poco a poco, y el niño pesaba como una masa de plomo; él avanzaba y el agua seguía subiendo, y el niño le aplastaba con un peso cada vez más intolerable, de forma que Cristóbal se hallaba en grandes apuros y temía perecer…

Se salvó con un terrible esfuerzo. Cuando llegó a la otra orilla, depositó al niño en la ribera y le dijo: «Me has expuesto a un gran peligro. Pesabas tanto que, de haber tenido que sostener el mundo sobre mis hombros, no sé si el peso habría sido mayor». El niño le contestó: «No te sorprendas, Cristóbal, no solamente has sostenido el mundo entero sino que has llevado a hombros a quien creó ese mundo; pues yo soy Cristo, tu rey, al que acabas de prestar servicio; y para probarte que digo la verdad, cuando vuelvas a cruzar el río, hunde tu pértiga en la tierra, delante de tu casa, y por la mañana habrá florecido y dado fruto». E, inmediatamente, desapareció. Al llegar, Cristóbal plantó su pértiga en la tierra y cuando se levantó por la mañana vio que de ella habían brotado hojas y dátiles, como de una palmera…

No poco orgulloso estaba yo de haber salmodiado toda esta historia sin vacilar ni una sola vez, y cuando me senté junto a Néstor en el estudio de las dos de la tarde, esperaba sus felicitaciones. Él estaba absorto en uno de esos dibujos recargados de colores y florituras que a veces le tenían horas y horas con la cara casi pegada a la hoja de papel. Cuando se enderezó, vi que había dibujado un San Cristóbal. Pero, sobre sus hombros, el gigante llevaba todos los edificios del colegio, a cuyas ventanas se asomaba una multitud de alumnos. Néstor se pasó el pañuelo por la frente con un gesto familiar y murmuró: «Cristóbal, que iba en busca del señor absoluto, lo encontró en la persona de un niño. Pero lo que habría que saber es la relación exacta que existe entre el peso del niño sobre sus hombros y la floración de la pértiga».

Entonces, inclinándome, vi que había prestado sus rasgos al rostro del gigante portador de Cristo.

11 de marzo de 1938. Esta especie de diario-libro de recuerdos, que escribo con la mano izquierda desde hace más de dos meses, tiene el extraño poder de situar los hechos y gestos que narra —mis gestos y hechos— en una perspectiva que los ilumina y les otorga una nueva dimensión. Por ejemplo, veo mi nombre bajo una luz distinta desde la nota del 18 de febrero. Lo mismo ocurre con las pequeñas costumbres íntimas, vagamente vergonzosas, aparentemente insostenibles por lo absurdas: me creo capaz de redimirlas al dedicarles unas líneas en este cuaderno.

Por ejemplo, el bramido que, sin duda, habría vuelto a lanzar esta mañana si la muñeca derecha no me doliese terriblemente cuando le pido algún esfuerzo. Es una mímica de desesperación y a la vez una especie de rito para superar la desesperación. Me tumbo boca abajo en el suelo, con los pies vueltos hacia fuera, y me apoyo en ambas manos con los brazos en tensión, el busto erguido y la cabeza echada hacia atrás, mirando el techo. Y entonces bramo. Es como un eructo profundo y prolongado, que parece venir de las entrañas y que hace vibrar el cuello durante mucho rato. Con él exhalo todo el hastío de vivir y toda la angustia de morir.

Esta mañana, a falta de bramido, he inventado un nuevo rito, que llamaré el champú de retrete o de caca, todavía no lo sé. Tengo que decir que la imposibilidad de seguir viviendo pesaba bastante sobre mis huesos al amanecer, cuando trataba de arrancarlos de las sábanas. Y eso no era nada todavía: como todos los días —pero más amarga que de costumbre— he sufrido la decepción del espejo. Pues nunca he podido renunciar a la secreta esperanza de que, al abrigo de la noche, un rostro de carne nueva sustituyese mi máscara habitual. Por ejemplo, una mañana sería el rostro ingenuo y grave de un cabrito el que me observara con sus largos ojos de almendra verde desde el azogue estrellado del espejo. Y me divertiría al contemplar las móviles y expresivas orejas, cuya vivacidad compensaría el insólito endurecimiento de la cara.

Pero siempre soy yo, más amarillo, más tenebroso aún que de ordinario, con los ojos profundamente hundidos en las órbitas, las gruesas cejas negras como el carbón, la frente estrecha, abombada, sin inspiración, y esas dos grandes arrugas que me surcan las mejillas y parecen haber sido excavadas por un riachuelo de lágrimas corrosivas e inagotables. Había dormido mal, el pelo de esta áspera barbilla me raspaba dolorosamente la palma de la mano, un sarro verdoso me ensuciaba los dientes. ¡No, realmente era demasiado de una sola vez! Grité: «¡Qué cara! ¡Pero qué cara! ¡Venga, al retrete!», mientras me apretaba el cuello con ambas manos y hacía un gesto como para desenroscarme la cabeza. Y luego, llevado por la ira, fui de verdad al retrete. Me arrodillé delante de la taza como para vomitar, metí dentro la cabeza entera, mientras que con la mano levantada buscaba a tientas la cadena. La cisterna se abrió con el estruendo de una catarata, y una ducha fría y dura como la cuchilla de una guillotina cayó sobre mi nuca. Después me levanté, chorreante, calmado y un poco confuso. ¡Y me ha sentado bien! Me sorprendería no volver a hacerlo.

14 de marzo de 1938. El gran recreo, el de las cuatro, estaba en su apogeo. Un clamor unánime subía del patio donde se arremolinaban centenares de niños embutidos en sus batas negras con trencillas rojas. Sentado en la repisa de una ventana en la que estaba apoyado Néstor, yo observaba un juego nuevo, de una brutalidad fascinante. Los chicos más delgados se subían a hombros de los más fuertes, y las parejas así formadas —jinetes y monturas— se hacían frente sin más objetivo que desmontarse entre sí. Los brazos extendidos de los jinetes eran lanzas que apuntaban a la cara del adversario, y que un momento después se transformaban en arpones, enganchaban al jinete por el cuello y lo tumbaban de lado o hacia atrás. Había caídas brutales sobre la grava, pero a veces el jinete, derribado de espaldas, apretaba entre las rodillas el cuello de su caballo y luchaba con la cabeza a ras de suelo, agarrando con ambas manos las piernas de las monturas contrarias.

Al principio, Néstor abarcaba todo el patio con la mirada, disfrutaba de la superioridad que le proporcionaba, frente a la pelea, aquella inmovilidad contemplativa. Pronunció unas palabras que, según su costumbre, no iban dirigidas a nadie: «Un patio de recreo es un espacio cerrado que da juego suficiente como para permitir los juegos. Este juego es la página en blanco donde los juegos se inscriben como tantos otros signos todavía por descifrar. Aunque la densidad de la atmósfera es inversamente proporcional al espacio que la encierra. Habría que ver lo que pasaría si los muros empezaran a acercarse unos a otros. Entonces, la escritura se volvería más apretada. ¿Pero, sería más legible? Al final asistiríamos a fenómenos de condensación. ¿Qué condensación? Quizás en el acuario y, mejor aún, en los dormitorios encontraríamos una respuesta».

En ese momento, un grupo de jinetes, inextricablemente trabados, se tambaleó junto con sus monturas y se desmoronó en el duro suelo. Néstor se estremeció de entusiasmo. «Venga, Abel —dijo—, ¡vamos a enseñarles quiénes somos!». Después se colocó detrás de mí, deslizó su enorme cabeza entre mis muslos delgados y me levantó como a una pluma. Me agarró por las muñecas y tiró de los brazos para que me afirmara en sus hombros, de modo que ninguno de los dos tenía las manos libres. Eso no le preocupaba, pues para vencer contaba solamente con su envergadura. Y lo cierto es que atravesó el campo de batalla derribándolo todo a su paso, como un toro furioso. Dio media vuelta y volvió a la carga, pero ya había pasado el efecto sorpresa y los jinetes que quedaban le hicieron frente valientemente. El choque fue terrible. Las gafas de Néstor volaron hechas añicos. «¡Ya no veo nada! —dijo soltándome las manos—, ¡guíame!». Le cogí de las orejas e intenté dirigirle tirando del lado hacia el que quería que fuera, como hace el bocado de un caballo. Mas él pronto adoptó otra táctica. Para librarse de los jinetes que le acosaban, empezó a dar vueltas sobre sí mismo a una velocidad asombrosa dada su corpulencia. Por mi parte, yo agarraba cuanto pasaba al alcance de mis manos y arrastraba conmigo a los asaltantes, que rodaban como bolos por el suelo. Pronto fuimos los únicos que seguían en pie, en medio de los vencidos que se separaban a duras penas en el suelo. Nos rodeaba un círculo de admiradores. Un niño pequeño se adelantó y me entregó respetuosamente las gafas rotas de Néstor, que había recogido.

Néstor se arrodilló para que yo bajara, con un gesto que me recordó furtivamente el que hace el elefante para que descienda su guía. Después se quedó inmóvil un momento, con una sonrisa vaga y soñadora y una expresión de felicidad que yo nunca había visto en su cara, olvidado incluso de su costumbre de pasarse el pañuelo por la frente, que chorreaba de sudor. Ciego todavía, apoyó la mano en mi hombro sin pensar en volver a ponerse las gafas. Volvimos al rincón de la ventana del que habíamos partido sin que aquella expresión de éxtasis un poco estúpida abandonara su rostro. Estuvo mucho tiempo callado, hasta que al fin dijo: «No sabía, pequeño Fauges, que llevar a un niño a hombros fuera algo tan hermoso».

14 de marzo de 1938. Uno de mis pequeños consuelos es sacar brillo a los zapatos. Bajo el armario tengo una cajita llena de cepillos de diferentes durezas, trapos de pura lana y, sobre todo, cajas de betún de distintos colores, del negro carbón al blanco incoloro, pasando por toda la gama de los rojizos. Me gusta cambiar de un día para otro el color de un par de zapatos, tratándolos con cremas de tonos sabiamente dosificados. Por la noche les quito el polvo y les doy betún, y a la mañana siguiente los cepillo y los froto con una gamuza. Así es como hay que hacerlo. Aunque lo que más me gusta es palpar un zapato y meter la mano dentro. Tengo unas manos enormes, unas garras de estrangulador, unas palas de pocero, que sufren al ponerse en ridículo cuando se posan sobre un mantel blanco o una hoja de papel, y tienen que manipular una cucharilla de plata o un lápiz que a cada momento corren el peligro de romperse entre sus dedos como una cerilla. Pero con los zapatos todo es diferente.

Hace unas semanas vi encima de un cubo de basura un par de botas agrietadas, rajadas, quemadas por el sudor y, por añadidura, humilladas porque antes de tirarlas les habían quitado los cordones, de modo que bostezaban con la lengüeta fuera y abiertos de par en par los ojetes vacíos. Mis manos las recogieron amistosamente, mis pulgares curvados doblaron las suelas —caricia ruda pero afectuosa—, hundí los dedos en la intimidad del empeine. Los pobres zapatones parecieron revivir bajo un tacto tan comprensivo, y se me encogió el corazón al dejarlos de nuevo sobre el montón de inmundicias.

En un cajón de la mesa de trabajo tengo una cajita de limpiabotas. Crema incolora, un cepillo duro para quitar el barro, un cepillo suave para sacar brillo y un trapo de lana.

Cuando un cliente se pone pesado y me harta, no lo dudo. Ante sus ojos estupefactos, saco mis herramientas y empiezo a limpiarme metódicamente los zapatos. Si es necesario, me los quito y los pongo encima de la mesa. La gran ventaja de la crema incolora es que no hace falta —en realidad no se debe usar— un cepillo para extenderla. ¡Qué placer untarse los dedos de esa materia blancuzca, translúcida, con fuerte olor a trementina, y frotarla lentamente sobre el cuero, alimentar con ella todos sus poros, rellenar las cicatrices! Mis visitantes no deberían ofenderse por esta libertad. Me devuelve el buen humor, la paciencia, la indulgencia.

Mis manos aman los zapatos. Lo cierto es que no se consuelan de no ser pies, como esas muchachas demasiado grandes que durante toda su vida lamentan no haber nacido chicos.

16 de marzo de 1938. Derrumbado en su rincón, Néstor aprisiona mi mano izquierda en su mano derecha, y me observa sonriente a través de sus gafas, aún más monstruosas a causa de las tiritas de esparadrapo que unen toscamente los pedazos.

—¿Conoces al barón de los Adrets?

Por supuesto que no; ¿cómo iba yo a conocer al barón de los Adrets? Por otra parte, Néstor no espera una respuesta.

—Te voy a contar su historia —me dice sin mover los labios—. Se llamaba François de Beaumont y poseía un castillo en el Delfinado, en La Frette. Era en el siglo XVI, cuando las guerras santas ensangrentaban el reino y permitían que las naturalezas fuertes alcanzaran impunemente su plenitud.

»Un día, yendo de caza, Adrets y sus oficiales acosan a un oso al que un precipicio corta la retirada. Acorralado, el animal carga contra uno de los hombres, que dispara, hiere al oso y pronto rueda con él por la nieve. El barón ha visto la escena. Se abalanza a socorrer a su hombre. Pero de pronto se detiene, paralizado por una inefable voluptuosidad. Se ha dado cuenta de que el hombre y el oso, en su abrazo, resbalan lentamente hacia el abismo, y los contempla inmóvil, hipnotizado por esa caída a cámara lenta. Luego la oscura masa desaparece en el vacío, y sólo una estela gris hiere la blancura del suelo, mientras que Adrets jadea de felicidad.

»Unas horas más tarde reaparece el oficial, ensangrentado y herido, aunque a salvo, ya que el oso ha amortiguado su caída. Se asombra respetuosamente ante el barón de la poca diligencia de éste en socorrerle. Y el barón, sonriendo con expresión soñadora como ante un exquisito recuerdo, le contesta con esta frase misteriosa y cargada de amenaza: “No sabía que un hombre que cae fuera algo tan hermoso”.

»Desde entonces, da curso libre a su nueva pasión. Aprovechando los desórdenes de las guerras religiosas, hace prisioneros a los católicos en tierras protestantes y viceversa, y les obliga a caer. Inventa una refinada ceremonia de caída: ordena a los prisioneros que bailen con los ojos vendados al son de una viola en lo alto de una torre sin parapeto. Y el barón, sofocado de voluptuosidad, los contempla acercarse al vacío, alejarse de él, volverse a acercar; y, de repente, uno de ellos pierde pie y cae dando alaridos para empalarse en unas lanzas clavadas en el suelo, al pie de la torre…».

Nunca he sentido la curiosidad de comprobar la exactitud histórica del relato de Néstor. Y además, ¿qué importa? Hay una verdad humana —iba a escribir nestoriana— que supera infinitamente la verdad de los hechos. Después de haberme contado minuciosamente la tenebrosa vida del barón de los Adrets, Néstor no añadió ningún comentario. Mas ahora no puedo abstenerme de relacionar con ese relato un comentario que hizo más tarde y que yo no entendí en aquel momento. Había dicho: «Sin duda no hay nada más emocionante en la vida de un hombre que el descubrimiento fortuito de la perversión a la que está destinado». También recuerdo que él sentía predilección por un término que entonces me parecía erudito: euforia. «Adrets —decía— descubrió la euforia cadente». Y pasaba mucho tiempo pensando en este extraño ensamblaje de palabras; tal vez buscaba otras fórmulas, otras claves de voluptuosidades desconocidas.

20 de marzo de 1938. La prensa de esta mañana da la cifra de 2783 personas desaparecidas sin dejar rastro en Francia durante el año pasado. No hay duda de que en un gran número de casos se trata de fugas y evasiones deliberadas para escapar de una familia o de una esposa odiosa. Pero el resto son crímenes perfectos que han conseguido destruir totalmente el «cuerpo del delito» mediante el fuego, la tierra o el agua. Si a esto añadimos que los asesinatos más logrados son los que se hacen pasar por muertes naturales, tenemos una vaga visión de la aterradora sociedad en la que vivimos. Y no cabe duda de que, en la inmensa mayoría de los casos, el crimen da resultado, el asesinato tiene éxito. Todos los días estrechamos manos que han estrangulado o vertido arsénico. Los asuntos de los que se ocupa la justicia son ya fracasos por definición, puesto que no han sabido pasar desapercibidos. Aunque su ínfimo número —una docena al año— traiciona su carácter puramente simbólico, alusivo, justo lo que hace falta para hacer creer que nos amoldamos a un principio, el del respeto a la vida.

En realidad, nuestra sociedad tiene la justicia que merece. La que corresponde al culto de los asesinos, que florece, literalmente, en cada esquina: en las placas azules donde están expuestos a la admiración pública los nombres de los hombres de guerra más ilustres, es decir, los asesinos profesionales más sanguinarios de nuestra historia.

22 de marzo de 1938. Aunque habían reconstruido la iglesia abacial en ruinas, las misas y oraciones nos reunían en una capilla reciente, diseñada y decorada en estilo modernista con tendencias bizantinas. Los días normales nos llevaban dos veces —oración de la mañana, oración de la noche—, pero los domingos y festivos teníamos que ir en siete ocasiones: oración de la mañana, misa de comunión, misa solemne, vísperas, completas, bendición y oración de la noche. Es decir, que en cierto modo allí cada cual estaba como en su casa, acostumbrado a su banco, su casillero y todas las referencias visuales que le ofrecía su sitio. Allí todo estaba tan organizado y jerarquizado como en clase, aunque de manera diferente. Primero estaban los miembros del coro, bastante envidiados a causa de los ensayos, que a veces les requerían en mitad de una clase y que podían encubrir ciertas faltas. Pero su situación durante los oficios —en la tribuna, bajo el gran rosetón de estilo seudoflamígero, agrupados en torno al armonio sobre el que se afanaba el padre Pigeard— ofrecía, a fin de cuentas, más incomodidad que libertad, a no ser por la ventaja de observar a todo el colegio desde un punto de vista elevado y, sobre todo, de espaldas. Fue Néstor quien me llamó la atención sobre este último hecho; se preguntaba si no debía conseguir, con cualquier excusa, un puesto de observación en aquella galería, proyecto del que en seguida pareció desinteresarse. A propósito del coro: lamento no acordarme de las palabras que dijo cierto día en mi presencia, al comparar la unanimidad ordenada y casi arquitectónica de los cantores con la unanimidad salvaje y dionisíaca que se da en un patio de recreo.

La cohorte de los monaguillos dio pie a que me escandalizara un poco —en el sentido más espiritual de la palabra— y a que Néstor se burlara de mí, despabilándome de un modo que buena falta me hacía, Me parecía natural que, en una institución religiosa, el insigne honor de ayudar al oficiante del santo sacrificio de la misa se reservara a la flor y nata del colegio, a los primeros premios de aplicación y conducta, parangones de virtud y semillas de santidad. Sin embargo, pronto me di cuenta de que este criterio, si bien desempeñaba un papel nada despreciable en la elección de los llamados a inmaculados amaneceres, no deja de estar subordinado a consideraciones de orden completamente diferente, puesto que no concernía a la belleza del alma. La vergonzosa e inconfesable verdad que los buenos padres no habrían reconocido más que empalados o en la parrilla, es que no se podía ser monaguillo si uno era feo. Y no se trataba de una grosera elección con el mero objetivo de separar a los empollones con cara de gorila, sino de un delicado cálculo, disponiendo sobre las gradas del altar a rubios y morenos, delgados y robustos, al angelote mofletudo y rubicundo y el rostro huesudo de Mater Dolorosa, la inocencia felizmente animal y la pureza mortificada.

Néstor había barrido mis escrúpulos. Entre todo lo que me dijo aquel día y en otras ocasiones me acuerdo, principalmente, de que reprochaba a los buenos padres —que, no obstante, eran pastores profesionales de muchachos— el ignorar que un niño sólo es hermoso si está poseído, y que sólo esta poseído si alguien le sirve. Cristóbal lleva y transporta al Niño Jesús sobre sus hombros. En eso radica todo el esplendor del Niño. Le llevan de viva fuerza, y le sostienen humilde y penosamente sobre las rugientes aguas. Y toda la gloria de Cristóbal es ser bestia de carga y custodia. En la travesía del río hay algo de rapto y de dura faena. Cierto que yo doy a sus palabras más fuerza y claridad de las que podían contener, obedeciendo a mi vocación fundamental. Pero creo recordar que a Néstor le habría gustado encontrar esta ambigüedad en los monaguillos, y ver arrodillarse a un prelado ante su pequeño turiferario.

Fue en aquella capilla bizantina donde el destino había de asestar su primer golpe, ofreciéndonos así el ensayo general de lo que iba a ser, aquel año, la tragedia de San Cristóbal.

Yo ocupaba, como de costumbre, el penúltimo sitio de un banco. Néstor estaba sentado a mi izquierda, junto al pasillo lateral, que en aquel lugar era más estrecho a causa de un confesionario. La novedad era mi vecino de la derecha, Benoît Clément, un joven parisino a quien su familia había «enchironado» en Beauvais, desesperando de sacarle adelante en la capital. Este tal Clément había adquirido un prestigio fácil a ojos de los pequeños paletos que éramos, a fuerza de exhibir uno tras otro objetos violentos o poéticos —un revólver de tambor, una brújula, una navaja de muelle, un ludión, una pelota de golf—, y, pensándolo bien, me pregunto si no le habría dado a Néstor el giroscopio, su «juguete absoluto», como él lo llamaba. En cualquier caso, no había duda de que entre los dos chicos se había forjado una especie de complicidad —si no de amistad— en la que Clément se apoyaba para mostrar una familiaridad con Néstor que me hacía daño; por celos y, a la vez, porque me parecía una degradante concesión por parte de mi amigo. A menudo se los veía juntos discutiendo tratos, trueques y cambios… y yo me veía obligado a decirme que Néstor tenía que explotar a fondo todos los recursos del recién llegado, y le pondría en el modesto lugar que le correspondía en cuanto no tuviera nada más que esperar de él.

Por lo demás, la presencia de Clément a mi derecha no era ajena a aquel tejemaneje, pues apenas había empezado la misa cuando mis dos vecinos entraron en negociaciones por encima de mi cabeza, preocupándose de mí tanto como si no hubiera existido. Por supuesto, yo no me perdía una palabra, sobre todo porque el asunto no era nuevo y se debatía en mi presencia desde hacía varios días. El objeto era una granada de mano de la guerra del 14 transformada en encendedor. Creo recordar que el precio de diez exenciones en blanco que pedía Clément le parecía excesivo a Néstor, que exigía, al menos, una demostración de su buen funcionamiento. «Sé lo que pasa luego —me dijo tras una discusión—, los encendedores no funcionan nunca». Sólo que una demostración exigía una cierta cantidad de gasolina, y eso sólo Néstor lo podía conseguir.

Así estaban las cosas aquel domingo por la mañana, y en el ofertorio los acuerdos estaban lo bastante maduros como para que yo le diese a Clément, de parte de Néstor, una botellita de gasolina. Clément se dispuso en el acto a llenar su granada, cuyo interior había rellenado de algodón, operación delicada y constantemente interrumpida por las idas y venidas de un seminarista de guardia en el pasillo central. Néstor vigilaba atentamente todas las fases de una operación que comprometía su responsabilidad, y sin duda habría prevenido el accidente si el padre superior del colegio, subiendo entonces al púlpito, no hubiese pronunciado un sermón que, por extraordinario, pareció interesarle hasta el punto de olvidar a Clément, su granada de mano y su frasco de gasolina. Acabo de encontrar esas primeras palabras del sermón del padre superior, no sin dificultad, en los Ensayos de Montaigne, de donde las había sacado. Se trata de una anécdota referente al conquistador portugués del siglo XV Alfonso de Albuquerque. «Albuquerque —recitó con fervor el predicador—, hallándose en el mar y en grave peligro, cargó a hombros a un niño, con el único fin de que su inocencia le sirviese de garante y recomendación ante el favor divino para ponerse a salvo».

Tras este exordio, el buen padre pasó sin dificultad a hablar de nuestro santo patrón, de su maravillosa aventura como portador de Cristo, y de su recompensa, aquella pértiga llena de hojas y frutos. «Nada nos permite suponer —añadió— que Albuquerque se acordara de la historia de San Cristóbal y que, en un momento de extremo peligro, quisiera imitarla, aunque Cristóbal fuese, como todo el mundo sabe, el protector de los viajeros y de los navegantes. No, lo más probable y a la vez más emocionante es que el conquistador y el santo hallaran su destino en la misma fuente; que, por separado, llevasen a cabo el mismo gesto: ¡ponerse bajo la protección del niño a quien al mismo tiempo protegían, salvarse salvando, asumir un peso, cargar a hombros un peso de luz, un fardo de inocencia!».

—Estás recitando —murmuró Néstor en ese momento—. ¡Has escrito todo eso con pelos y señales y te lo has aprendido de memoria! ¡Un galimatías digno de figurar en mi colección!

El buen padre nos asociaba entonces a la aventura de Cristóbal-Albuquerque.

—Puesto que aquí estáis todos bajo el signo de Cristóbal, tenéis que saber, de ahora en adelante y durante toda vuestra vida, cómo atravesar el mal envueltos en un manto de inocencia. Ya os llaméis Pierre, Paul o Jacques, recordad siempre que también os llamáis Portador del Niño: Pierre Portador del Niño, Paul Portador del Niño, Jacques Portador del Niño. Y entonces, lastrados por esa sagrada carga, atravesaréis ríos y tempestades, así como las llamas del pecado.

Fue en ese momento cuando un reguero de llamas corrió bajo los bancos y se alzó en medio de la nave como una cortina en movimiento. Clément no se había dado cuenta de que, al llenar la granada, había derramado parte del contenido de la botella sobre las losas. Y al accionar la piedra del encendedor debía de haber dejado caer la granada llena de gasolina, que ardía como una antorcha. Todos los asistentes se levantaron en desorden, mientras que los seminaristas, creyendo ver una aparición, caían de rodillas. El pánico barrió a todo el mundo hacia la puerta, que pronto se volvió infranqueable. Clément me puso en las manos la botella vacía para luchar más cómodamente con la granada, que lanzaba chorros de gasolina inflamada al rodar bajo los bancos. Yo me volví hacia Néstor: había desaparecido de un modo inexplicable. Al final se elevó la voz tonante del predicador, ordenándonos que conserváramos la calma y volviésemos a nuestros sitios. En efecto, hubo más miedo que daños. Las llamas habían sido tan efímeras como vivas, y los estragos se limitaron a algunos misales chamuscados. Quedaban los culpables. El índice acusador del orador amenazó nuestro rincón. Clément y Tiffauges, en «secuestro» hasta nueva orden, debían salir del banco y arrodillarse en el pasillo central. Y nos expusimos a las miradas de todos en medio de un murmullo de horror, pues teníamos en las manos las armas del crimen, Clément su granada, yo el frasco que había causado todo el jaleo. Después, para dejar bien claro que el incidente había terminado, el padre superior entonó el credo a pleno pulmón, seguido por un coro vacilante y escaso al principio, y luego cada vez más numeroso.

En el momento de la comunión vi moverse las cortinas del confesionario, y una sombra fácilmente reconocible se deslizó entre ellas para mezclarse con los grupos que, rodeándonos a Clément y a mí, se dirigían hacia la verja del coro. Néstor me rozó al pasar hacia el altar, con los brazos cruzados y el triple mentón hundido en el pecho, aislado en su recogimiento.

25 de marzo de 1938. Cada noche trataba de reservarme, robándoselas al sueño, unas horas de ensoñación y reflexión, único paréntesis de soledad que me concedía aquella vida comunitaria donde el tumulto de los recreos y del refectorio no cesaba más que para dejar paso a la solapada agitación del estudio y la capilla. No estaba prohibido levantarse para ir a los aseos, así que podía permitirme algún paseo nocturno cuando el corazón me lo pedía. Me servía de esta facultad con moderación por miedo a darme de narices con el sonámbulo del dormitorio; pues cada dormitorio tenía el suyo, como cada castillo escocés, su fantasma.

El incidente de la granada y una amenaza de consejo de disciplina, agravados por el aislamiento del secuestro, no me dejaban dormir aquella noche. Me levanté y caminé por los pasillos que formaban las hileras de camas. Creí haber encontrado al fantasma del dormitorio cuando oí un apagado rumor de pasos, mientras que una enorme sombra se acercaba lentamente, inspeccionaba a los durmientes, inclinándose sobre éste o aquél, y proseguía luego su caprichoso avance. No tuve que observarla durante mucho tiempo para reconocer a Néstor, vestido con un grueso chándal de algodón que hacía su silueta aún más voluminosa. Sin duda, él también me había reconocido, pues mi aparición, evidentemente inesperada, no alteró en lo más mínimo sus maniobras. Tampoco pareció fijarse mucho más en mí cuando llegué a su lado, salvo, quizás, porque hizo a media voz unas observaciones que tal vez quería compartir conmigo, aunque él siempre hablaba de buena gana consigo mismo.

—Aquí —decía— la concentración es extrema. El juego se ha reducido lo más posible. El movimiento se ha petrificado en actitudes que ciertamente varían, pero con infinita lentitud. No importa, se trata de otras tantas figuras que habría que leer. Debe de haber un signo absoluto alfa-omega. ¿Mas, dónde encontrarlo? Y, además, el sueño es una falsa victoria. Todos están ahí, claro, desnudos e inconscientes. Pero en realidad se me escapa toda una parte de cada uno. Están ahí, aunque al mismo tiempo están ausentes. Lo prueba su mirada apagada. Sin embargo, esos cuerpos húmedos y abandonados, ¿no son la condensación ideal?

Las azuladas lamparillas de noche arrojaban una luz mortecina sobre las camitas alineadas como tumbas al claro de luna, y la respiración de algunos niños silbaba como el cierzo entre los cipreses. La atmósfera era densa y viciada como la de un establo, pues los campesinos picardos y normandos que nos gobernaban temían las corrientes de aire como si fueran la fuente de todos los males. Caminamos despacio hacia los retretes, y Néstor, para mi gran sorpresa, me arrastró consigo al interior. Echó el cerrojo de la puerta y abrió la ventana de par en par. Los tejados y campanarios de la ciudad se destacaban, como dibujados con tinta china, sobre el cielo fosforescente. El carillón de San Esteban dio quejumbrosamente las tres. En contraste con el olor a humedad del dormitorio que habíamos dejado, el aire puro de la noche parecía helado. Néstor hizo una profunda inspiración.

—La condensación —dijo— está llena de misterios inquietantes porque es vida, pero también la pureza tiene algo de bueno. Pureza es igual a nada. Ejerce sobre nosotros una seducción irresistible porque todos somos hijos de la nada.

Luego se volvió hacia mí con una repentina exaltación, y gritó:

—¿No es admirable que esta pobre puerta de pino, sujeta por un cerrojo barato, separe al ser de la nada?

El asiento de madera oscura estaba curiosamente encaramado a una especie de podio de dos escalones, un verdadero y pomposo «trono» que se alzaba al fondo de la habitación. Néstor me dio la espalda y ascendió lentamente aquellos peldaños, como si cumpliera un acto ritual. Llegado al pie de su trono, se desabrochó los pantalones, que cayeron como acordeones sobre sus pies. Inspeccionó el interior de la taza, descolgó una escobilla de paja de arroz colgada en una especie de garita de hierro blanco y empezó a limpiar el retrete, accionando varias veces la palanca que soltaba el chorro de agua. Yo sólo veía sus nalgas exorbitadas por el esfuerzo. Lo que me pasmaba no era tanto su enormidad —que correspondía a lo que yo esperaba— como su expresión, en cierto modo moral. ¿Cómo explicarlo? Había una gran ingenuidad en aquella doble media luna deformada por anillos de grasa venidos de todas partes; mejor aún, había algo que a primera vista parecía completamente ajeno al personaje de Néstor: bondad. Hasta entonces me había sentido abrumado por el prestigio y el poder de Néstor, había sido sensible a su protección, me habían conmovido las atenciones que me prodigaba. Al ver sus nalgas empecé a quererle por primera vez, porque me revelaban lo que en él había de desarmado, de torpe y vulnerable.

Se enderezó y dio media vuelta. La parte superior del chándal le llegaba hasta el ombligo. Por debajo, el vientre prominente y los muslos formaban tres masas de carne blanca y jabonosa que ahogaban un sexo minúsculo, hundido en sus confines. Se sentó en el trono y en el acto se asemejó a un sabio hindú, a un buda meditativo y benévolo. Reanudó el interrumpido monólogo.

—No tengo nada contra los retretes turcos del patio —dijo—, responden exactamente a la defecación cotidiana de las masas, que tal vez no son profanas, sino laicas. ¿Ves la diferencia? La posición en cuclillas que imponen muestra, por su incomodidad, la virtud de la humildad. Es una manera de arrodillarse al revés, con las rodillas apuntando hacia el cielo. Lo que se inclina hacia el suelo es omega, que parece buscar el contacto directo con la tierra, como si ella pudiera facilitar el acto al atraer, por una especie de magnetismo, lo que dentro del cuerpo más se le parece.

Levantó un dedo.

—Mejor dicho: lo que dentro del cuerpo es una imagen exaltada de la tierra, una tierra formada por gérmenes vivos e incubada durante mucho tiempo en la oquedad de nuestro calor animal. El estiércol no es sino una tierra a la que la animalidad ha prestado el dinamismo que le es propio. Pero el retrete turco, por su propio sentido, administra sin tardanza a la tierra mineral esta tierra animal que damos a luz. Sólo conoce la materia. Ahora bien, las almas refinadas encuentran una satisfacción especial en la contemplación de las formas que edifica omega, que a veces sabe ser escultor e incluso arquitecto. Placer real que implica el trono, con la calma y la lentitud nocturnas que normalmente lo rodean.

Hubo un largo silencio. Una ráfaga de viento entró violentamente por la ventana e hizo vacilar la pantalla de chapa esmaltada de la lámpara, a la vez que nos trajo el jadeo lejano de un tren. Luego volvió el silencio, hasta que alguien que quería entrar sacudió violentamente la puerta desde el exterior. Yo estaba aterrorizado y miraba desesperadamente a Néstor, que permanecía tan quieto como una roca. Mucho rato después se movió por fin, se levantó y metió la nariz en la taza.

—Esta noche —comentó— omega ha estado de un humor medieval. Mira, pequeño Fauges, hay torreones y torres angulares cercados por unas murallas de doble espesor. ¡Medieval y hasta feudal, desde luego! La semana pasada íbamos por el gótico flamígero —concluyó pensativo, mientras rechazaba el rollo de papel higiénico que yo le ofrecía.

—No, ya ves, sería una pena no celebrar esta noche como merece. Me he traído un papel raro, cubierto por los signos de una inteligencia superior, que reservaba para una ocasión excepcional. En realidad no pensaba usarlo tan pronto, pero está claro que no encontraré mejor ocasión que esta noche.

Buscó en el bolsillo trasero del pantalón y sacó tres hojas que desplegó ante mis ojos. Leí, espantado, las primeras líneas: «Albuquerque, hallándose en el mar y en grave peligro, cargó a hombros a un niño, con el único fin de que su inocencia le sirviese de garante y recomendación ante el favor divino para ponerse a salvo». ¡Era el sermón del padre superior, redactado por su propia mano! Las grandes manazas de Néstor se cerraron sobre el manuscrito y lo estrujaron concienzudamente para suavizarlo. Luego me lo dio y, con las manos apoyadas en el asiento del trono, esperó a que yo desempeñase mi función.

Néstor no iba a dejarme ir tan pronto. Me arrastró por un dédalo de escaleras de servicio y pasillos que yo recorría por primera vez. Llegados a la planta baja, se detuvo delante de un pequeño armario empotrado en la pared y lo abrió, dejando ver una multitud de llaves colgadas en varias hileras de ganchos. Descolgó tres sin vacilar y me arrastró de nuevo, esta vez hacia el sótano. Allí no había lámparas de noche. Reinaba la más negra oscuridad. Hasta que mi compañero, con una audacia que me sofocó, encendió la luz al fondo de una de las cocinas. Luego abrió una de las pesadas puertas de la nevera y dispuso sobre una mesa un surtido de patés, una pierna de cordero, un buen trozo de gruyere y un tarro de mermelada de albaricoque. Me hizo un gesto de invitación y, sin preocuparse más de mí, empezó a devorar todo aquello sin pan ni bebida.

Yo tenía miedo y frío, aquellos alimentos me asqueaban y me atenazaba el temor al castigo que se cernía sobre mí. Pero la presencia de Néstor confería a todas las cosas un aire de magia de una fuerza irresistible. No creo que los niños tengan un sentido estético muy desarrollado. Opino que haríamos extraños descubrimientos si se nos ocurriera preguntarles lo que entienden por bello y por feo. Pues la mayoría son sensibles al prestigio de la fuerza, y más aún al de una fuerza secreta, mágica, la que sabe pesar sobre los puntos débiles de la gris realidad para hacer ceder cada uno de sus ángulos y obligarla a entregar los tesoros que esconde. Néstor tenía ese don en altísimo grado, y ejercía sobre mí un hechizo tan poderoso que ni siquiera me atreví a preguntarle sobre su conducta en la capilla y las consecuencias que tendría para mí el asunto de la granada.

Cuando por fin volví a la cama, la noche era todavía de ébano pero ya cantaba la diana en el patio del cuartel vecino. Sabía que aún me quedaba una hora antes del horror sin nombre de los timbres y las luces, que desgarrarían brutalmente mis dulces tinieblas a las seis y media.

Comprendía que Néstor no podía haberme ayudado realmente de haber estado implicado, con Clément y conmigo, en el asunto de la granada. Al quedarse al margen, conservaba toda su libertad de movimientos y de intervención. No obstante, su repentina desaparición en el momento en que la gasolina se inflamó y su posterior silencio habían destruido la sensación de seguridad con la que yo vivía desde que él me había tomado bajo su protección. Y, además, ¿cómo olvidar que yo había desempeñado un papel prácticamente nulo en todo aquel asunto, que sólo era cosa suya y de Clément, y que yo pagaba por ellos? No cabe duda de que nuestro encuentro nocturno y el espectáculo de su fuerza y su soberanía me habían reconfortado un poco. Mas sentí que todo se derrumbaba en mi interior cuando, aquella misma mañana, el prefecto de disciplina me notificó que el consejo de profesores se reuniría al día siguiente, y que se pronunciaría sobre nuestro caso después de hacernos comparecer por separado. El aislamiento en que el secuestro me confinaba acabó de desesperarme, perdí por completo la cabeza y, lleno de pánico, cedí a un impulso de fuga.

Las fugas de los internos eran inconcebibles para los buenos padres, y la vigilancia de la salida en el momento en que se iban los externos era casi inexistente. Me deslicé fuera sin grandes dificultades y, rodeando la iglesia de San Esteban, atravesé la calle Malherbe y eché a correr por la calle de la Tapisserie en dirección a la estación. No conocía nada más en Beauvais. Tuve suerte, pues el último tren para Dieppe salía dos minutos más tarde. No me cogerían. Compré un billete para Gournay y me arrellané en un compartimento de tercera, convencido de que todos los viajeros leían en mi cara la doble indignidad de secuestrado y fugitivo. El tren paraba en todas partes, retrocedía constantemente, y necesitó más de una hora para cubrir los treinta kilómetros que separan Beauvais de Gournay.

Durante todo ese tiempo me pregunté con angustia lo que iba a decirle a mi padre para explicar mi llegada. Pero no tuve que pasar por eso. Una llamada telefónica desde San Cristóbal le puso sobre aviso, y me esperaba en la estación. Por una vez fue bienvenida la inalterable indiferencia que siempre había mostrado hacia mí. Me rozó maquinalmente las mejillas con el bigote y después me explicó que si hubiera otro tren a Beauvais volvería esa misma noche, aunque si tomaba el de las siete y cuarto a la mañana siguiente llegaría a tiempo para mi consejo de disciplina. Todo esto con frialdad, sin sombra de cólera o de impaciencia. Al llegar a la casa me tranquilizó bastante el olor familiar del taller, pero la vivienda del primer piso reflejaba con tanta fuerza los hábitos de un solitario que envejece —una mezcla de esmero maniático y sórdida negligencia— que me sentí tan extraño como en San Cristóbal, a pesar de haber nacido y crecido allí. La noche fue terrible, llena de pesadillas y de largas horas de insomnio. Una imagen me obsesionaba insistentemente, la de las llamas que de pronto se alzaban a mi alrededor en la capilla. Llamas infernales, sí, pero también llamas liberadoras, pues si San Cristóbal ardía, si el mundo entero ardía, también desaparecerían mis problemas.

Había conseguido dormirme, ya al alba, cuando mi padre vino a sacudirme, y mi idea fija —San Cristóbal en llamas— sólo esperaba mi despertar para apoderarse nuevamente de mí. Encontraba en ella una morosa satisfacción, y consideraba sin temor mi propia desaparición en la catástrofe. En cuanto a la improbabilidad del incendio, se veía curiosamente compensada en mi mente por la sencilla consideración de que no había otra solución para salir del apuro.

Mi padre me había advertido que un seminarista me esperaría en la estación de Beauvais. No había nadie. Esto era un buen augurio puesto que, al menos por un rato, las cosas se habían desviado de su curso previsto. Rehice sin prisas el trayecto de la víspera, al acecho de algún signo en el rostro de los transeúntes.

La calle del colegio estaba atestada de gente que no dejaba de murmurar y a la que los bomberos hacían retroceder mientras desenrollaban las mangueras sobre la calzada.

Habían traído el coche rojo con su escalera por precaución, aunque no había servido de nada porque, según me dijeron, el siniestro se había declarado en los sótanos. En efecto, vi acres nubes de humo negro salir perezosamente por los respiraderos de la calefacción. Los cristales de las aulas situadas justo encima estaban rotos, y dentro podía verse un indescriptible desorden de bancos, pupitres y pizarras medio calcinados. El agua que los bomberos vertían copiosamente terminaba de conferirle a aquel Cafarnaún un aspecto de total desolación. La gente señalaba, sobre todo, una especie de cráter carbonizado, que se abría en el suelo, al otro extremo del lugar donde se hallaba la tarima. Aquél era el lugar por donde el fuego, después de incubarse durante largo rato en el sótano, había hecho erupción como un volcán. Afortunadamente, el incendio se había declarado muy temprano —a las seis y cuarto, precisó alguien—, a una hora en que las aulas estaban vacías. Se decía que no había víctimas.

Sin embargo, el portal se abrió de repente y una ambulancia se abrió paso entre la muchedumbre. Cuando pasó junto a mí, reconocí la cara despavorida e hinchada de la madre de Néstor, sentada en el interior.

Me deslicé en el patio del colegio antes de que las puertas se cerraran. Todos los internos estaban allí, reunidos en pequeños grupos, inmóviles, hablando a media voz. Les habían pedido a los externos que volvieran a sus casas si podían. Nadie me prestó atención; ese día tuve la primera experiencia de la increíble ceguera de los demás ante el signo fatídico que me distingue entre todos. ¡Así que era posible ignorar la relación evidente, notoria, que unía aquel incendio y mi destino personal! ¡Aquellos hombres estúpidos que se disponían a aplastarme por un pecadillo —del que, además, era inocente— no reconocerían nunca, aunque yo les gritara la verdad a la cara, el papel que yo desempeñaba en el castigo que acababa de caer sobre San Cristóbal!

Busqué a Néstor. ¿Por qué estaba su madre en la ambulancia? Lo que me dijeron entonces me dejó anonadado. Aquella mañana, a eso de las cinco, el padre de Néstor le había pedido a su hijo que bajara al sótano a cargar la caldera en su lugar. No era la primera vez que Néstor se encargaba de esta tarea. Nunca se ha sabido lo que pasó exactamente. Una hora más tarde, las llamas alcanzaban las aulas. Los primeros bomberos que pudieron penetrar en el cuarto de la caldera sacaron de allí el cadáver de Néstor, asfixiado.

28 de marzo de 1938. Esta mañana, extraño sobresalto con la sensación de que es hora de levantarme. El despertador señala las dos menos cuarto, pero está parado. Me levanto para coger de la mesa el reloj de pulsera. También está parado, y las agujas señalan las dos y diez. Así que tuve que llamar a información horaria para enterarme de que eran las siete.

En la calle, niebla intensa. Había dejado al borde de la acera mi viejo Hotchkiss para poder ir a ver a un cliente de Meaux antes de abrir el garaje. Cuando trato de arrancar, no se mueve nada: los acumuladores están mudos, vacíos, sin duda a causa de la niebla. Sin embargo, el reloj del cuadro de mandos, alimentado por la batería, está parado, y señala las dos y cuarto.

Este tipo de coincidencias en cadena me impresionaría si no estuviera tan acostumbrado al fenómeno. Mi vida está llena de coincidencias inexplicables que he decidido considerar como otras tantas llamadas al orden. No pasa nada, es el destino que vela para que yo no olvide su presencia, invisible pero inexorable.

Una vez, el verano pasado, estaba durmiendo con la ventana abierta de par en par. Al despertarme encendí la radio para que la música acunase los primeros minutos de la jornada. Y la música se eleva chispeante, viva, fresca, endiablada. Después me distrae un gran jaleo que estalla en el tejado, sobre mi cabeza. Unos pájaros, sin duda de respetable tamaño, pelean y se insultan apasionadamente. El ruido aumenta, y adivino a los adversarios enzarzados que resbalan sobre el tejado inclinado. Finalmente, un bulto de plumas erizadas rebota en la repisa de la ventana y cae dentro de la habitación. Dos urracas aterrorizadas se separan y con un impulso común reemprenden el camino de la libertad a través de la ventana. En ese mismo momento se apagan los últimos acordes de la música y la locutora anuncia: «Acaban de escuchar ustedes la obertura de La urraca ladrona, de Rossini». Yo sonrío bajo las sábanas. Y murmuro: «¡Buenos días, Néstor!».

A veces se trata de una respuesta —generalmente irónica— a una petición indiscreta que se me ha escapado. Porque, a fin de cuentas, rodeado como estoy de signos y relámpagos, no hay duda de que tengo derecho a un poco de suerte, ¿no?

Hace seis meses, apurado por unos vencimientos, compré un décimo entero de lotería nacional recitando esta corta oración: «Néstor, por una vez…». ¡Oh, no puedo decir que no me oyera! Incluso me contestó. Dejándome con un palmo de narices. Mi número era el B 953716. El número con el que su propietario ganó un millón fue el B 617359. Mi número al revés. Para que aprendiera a querer sacar un provecho trivial de mi relación privilegiada con el motor del universo. Primero me enfadé; luego me eché a reír.

4 de abril de 1938. El Völkischer Beobachter, órgano oficial del partido gubernamental alemán, lanza el eslogan «Primero cañones, después mantequilla». Es, en su forma más mezquina, la expresión de la gran inversión maligna que impera en todas partes. Cañones antes que mantequilla quiere decir, hablando claro, con palabras corrientes: ¡antes la muerte que la vida, antes el odio que el amor!

6 de abril de 1938. Renault lanza una gama de vehículos a gasógeno. Camiones de mil a cinco mil kilos y autobuses de dieciocho a treinta y una plazas que arrancan directamente luego de cinco o seis minutos de combustión. Un sistema patentado asegura la producción de gas durante los descensos prolongados y permite enérgicas aceleraciones. El aparato está provisto de un simple filtro, sin tejido, que no corre peligro de atascarse ni de desgarrarse.

Es muy característico de nuestra época que el progreso vaya en sentido contrario. Hace solamente unos años, la aparición de automóviles que funcionasen con madera habría provocado risas. Pronto nos presentarán como último grito de la técnica un motor que consuma exclusivamente heno, y terminaremos descubriendo maravillados el coche de caballos.

8 de abril de 1938. Me quedé en San Cristóbal hasta los dieciséis años. Mi conducta era irreprochable, mis notas desastrosas. Me había puesto la máscara de inocencia, que desde entonces no me he quitado nunca, pero que la ruptura con Rachel, el descubrimiento de la escritura siniestra y algunos otros signos hacen vacilar de un modo extraño. Estaba decidido a hacerme olvidar por una sociedad de la que sólo esperaba males. Sin embargo, mi alma nunca ha sabido ocultarse. Vomitaba todo lo que mis profesores trataban de hacerle engullir en materia de cultura. Terminados mis estudios secundarios, yo ignoraba soberbiamente a Corneille y a Racine, aunque recitaba en secreto a Lautréamont y Rimbaud; de Napoleón no sabía nada más que su derrota en Waterloo —y me indignaba que los ingleses no hubiesen ahorcado al perjuro—, pero lo sabía todo sobre los rosacruces, Cagliostro y Rasputín y, si bien escrutaba todos los signos que aparecían a mi alrededor, había rechazado todas las ciencias, cualesquiera que fuesen. Cuando acabé la secundaria, estaba claro que no podría pasar el examen de reválida. Los buenos padres me clasificaron, sin lamentarlo, entre los colegiales que son expulsados cada año de esta clase de instituciones, con el único fin de mejorar la media de éxito en los exámenes. Así que volví a Gournay-en-Bray, donde mi padre empezó a enseñarme el oficio de mecánico. La presencia de este hombre taciturno y frío siempre ha tenido la virtud de embrollarme las ideas y las manos. Conviene añadir que, si bien yo era un pobre aprendiz, él no valía mucho más como maestro, puesto que siempre había trabajado solo y le repugnaba abrir la boca para dar una explicación. Por otra parte, muy pronto me fui con la competencia, al único taller de reparación de automóviles que había en Gournay. El servicio militar me brindó la oportunidad de «subir» a París y descubrir a un tío mío, propietario de un garaje cerca del Ballon des Ternes. Me recibió con un celo en el que se mezclaba la intención de contrariar a mi padre, a quien no había visto desde que la liquidación de la herencia de mi abuelo les había enfrentado. Después del servicio militar me convertí en su más asiduo compañero, y a su muerte, cinco años más tarde, me legó el garaje de Ballon. El azar quiso, de este modo, que ejerciera un oficio análogo al de mi padre pero a un nivel más elevado, como si hubiese ambicionado subir algunos peldaños sociales sin traicionar la tradición familiar. ¡Ridícula apariencia! En realidad desempeño mis funciones —al igual que fui soldado, que he tenido mujeres y que pago mis impuestos— como un cuerpo sin vida, sonámbulo, soñando a todas horas con un despertar, una ruptura que me libere y me permita por fin ser yo mismo. Y ya no basta con decir que sueño con esta ruptura. Lo he dicho antes, la máscara se agrieta sobre mi rostro. Y sobre todo está esa mano izquierda, primera manifestación del nuevo Tiffauges, que escribe desde hace ahora tres meses cosas nuevas, sirviéndose de palabras que, con toda seguridad, mi escritura diestra no habría encontrado. Se huele la primavera en el aire. La primavera, el deshielo, la catástrofe…

11 de abril de 1938. El 99,06% de los electores austríacos se pronunciaron ayer a favor de la integración de su país en Alemania. Esta casi unánime y precipitada carrera hacia el abismo no es efecto de una fuerza exterior que acabe con todas las resistencias. No, el mal está arraigado en cada cual, y la multitud, ante la alternativa vida-muerte, grita «¡la muerte, la muerte!», al igual que los judíos respondían a Poncio Pilato «¡Barrabás, Barrabás!».

13 de abril de 1938. Fui pequeño y enclenque hasta los doce años. Luego empecé a crecer desmesuradamente, casi sin aumentar de peso, de tal manera que mi delgadez, al principio simplemente fea y luego ridícula, pronto se volvió alarmante. A los veinte años medía un metro noventa y uno y pesaba setenta y ocho kilos. Debo añadir que una miopía galopante me obligaba a usar gafas de cristales cada vez más gruesos, que ya parecían pisapapeles cuando me presenté a la revisión militar. En un acto de crueldad, sin duda involuntario, el alguacil que dirigía las operaciones me obligó a quitármelas antes de empujarme, ciego y desnudo, al «salón de honor» de la alcaldía. Mi aparición provocó risas despectivas entre los notables de Gournay, sentados en fila detrás de la mesa. Lo que más les divertía es que mi sexo y mi altura no estaban nada proporcionados: tenía un sexo de niño impúber. El médico local pronunció una palabra erudita, que hizo arreciar la hilaridad general porque todo el mundo vio en ella una obscenidad especialmente escabrosa: microgenitomorfo. Mi caso fue largamente debatido. Faltó poco para que me diesen por inútil, y al final me mandaron a transmisiones, cuerpo poco exigente con la forma física de los reclutas.

Una vez más me habían juzgado estúpidamente, pues apenas acabé, mal que bien, el servicio, y tal como Néstor había profetizado, los dientes me empezaron a crecer; quiero decir que un apetito poco corriente empezó a atenazarme diariamente el estómago.

Al principio, siempre me daba hambre entre comidas.

Bruscamente, en mitad del trabajo en el taller o en la oficina, una sensación de vacío me surcaba el vientre, me temblaban con desamparo las manos y las rodillas, el sudor me empapaba las sienes y la saliva me llenaba la boca. Tenía que comer de inmediato, cualquier cosa, sin la menor dilación. Los primeros ataques de este tipo hicieron que me precipitara a la panadería más cercana, cuyo propietario me veía, perplejo, atiborrarme de bollos y croissants. Más tarde, al llegar el invierno, vi unas cestas de ostras, que olían a algas, expuestas en la puerta de una taberna. Era una innovación justificada por el vino blanco y seco que acompañaba los mariscos, y que después se ha generalizado. Hice que me abrieran dos docenas de portuguesas del número cero y que me sirvieran un vaso de pouilly-fuissé. La voluptuosa glotonería con que hinqué el diente en la mucosidad glauca, salada, yodada y fresca como el rocío de las olas de aquellos cuerpecillos, que, mudos y amorfos, se abandonan a la posesión oral en cuanto los separan de su vivienda de nácar, fue una de las revelaciones de mi vocación de ogro. Comprendí que obedecería tanto mejor a mis aspiraciones alimenticias cuanto más me aproximara al ideal de lo absolutamente crudo. Di un gran paso adelante el día en que me enteré de que las sardinas frescas, que habitualmente se comen fritas o asadas, pueden también consumirse crudas y frías por poco que en las cocinas tengan la paciencia de raspar las escamas, pues la piel es difícil de quitar. Aunque mi descubrimiento más importante en este terreno fue el del «bistec tártaro», carne de caballo picada, que se come cruda con una yema de huevo y un fuerte aliño compuesto de sal, pimienta, vinagre, ajo, cebolla, chalote y alcaparras. Pero también había progresos que hacer en la satisfacción de una pasión tan rara. A fuerza de discusiones con los camareros del único restaurante de Neuilly donde servían ese plato cínico y brutal, conseguí que suprimieran, una tras otra, todas las especias y condimentos que no cumplen más función que velar la franca desnudez de la carne. Y como también tenía algo que decir en lo tocante a la cantidad, pronto me encargué personalmente de pasar por la picadora de carne los filetes de solomillo que compraba en una carnicería caballar. Así comprendí la atracción que siempre han ejercido sobre mí esos ganchos y tablas de carnicero que exponen a las miradas del público la salvaje y colosal desnudez de los animales desollados, los pedazos de carne fresca, los hígados viscosos y metálicos, los pulmones rosáceos y esponjosos, la intimidad bermeja que revelan las enormes patas de las becerras obscenamente abiertas, y sobre todo el olor a grasa fría y sangre cuajada que flota en torno a la matanza.

El aspecto de mi alma que de este modo descubrí no me preocupa en absoluto. Cuando digo: «Me gusta la carne, me gusta la sangre», podría utilizar el verbo amar, y sería lo único importante. Soy todo amor. Me gusta comer carne porque amo a los animales. Incluso creo que podría degollar con mis propias manos, y comerme con afectuoso apetito, a un animal criado por mí y que hubiera compartido mi vida. Incluso me lo comería con un apetito más consciente y profundo que el que me inspira una carne anónima, impersonal. Eso es lo que intenté hacerle comprender inútilmente a la boba de la señorita Toupie, que es vegetariana porque los mataderos le horrorizan. ¿Cómo es que no entiende que, si todo el mundo fuera como ella, la mayoría de los animales domésticos desaparecerían de nuestros paisajes, cosa que sería bien triste? Desaparecerían como lo hace el caballo, a medida que el automóvil lo libera de su esclavitud.

En cualquier caso, otra afición mía, la de la leche, atestiguaría —si hiciese falta— la calidad de mi corazón. Mi paladar, al que la carne sin cocinar ni aliñar devuelve su delicadeza original, y que sabe descubrir mundos de matices tras la aparente insipidez de las carnes crudas, encontró una buena manera de ejercitarse en la leche, que muy pronto se convirtió en mi única bebida. ¡En París hay que ir bastante lejos para encontrar una lechería donde no estropeen la leche con las infames prácticas de pasteurización y homogenización! ¡En realidad habría que ir a la granja, a la vaca, a la fuente misma de este líquido sinónimo de vida, de ternura, de infancia, contra el que se encarnizan los higienistas, puritanos, autoridades y demás gilipollas! Yo quiero una leche en la que floten el olor a establo, algún pelo y una brizna de paja, señales de autenticidad.

Mis dos kilos de carne cruda y mis cinco litros de leche diarios no han dejado de modificar mi silueta, así como las relaciones con mi cuerpo. Ahora bien, aunque siento una gran aversión por mi rostro, vivo en buena armonía con mi cuerpo. Mi peso ronda los ciento diez kilos, pero sigo teniendo unas piernas proporcionalmente largas y enjutas. Y es que toda mi fuerza se ha amontonado en estas caderas anchas y esta espalda abultada. Mis músculos dorsales forman, en torno a los omóplatos, una doble alforja que parece pesar de un modo abrumador. En mis posturas y andares habituales siempre parezco encorvado bajo el peso de la espina dorsal. En realidad, cuando hace falta, levanto como una pluma la parte delantera o trasera de un Rosengart o de un Simca V.

Rachel, que me observaba con lupa, conocía todas mis particularidades físicas —incluido en primer lugar, por supuesto, mi microgenitomorfismo— y nunca dejaba pasar una ocasión para burlarse de ellas. «En el fondo —me decía—, tienes una anatomía de mozo de cuerda, incluso de bestia de carga. ¿Qué te parece un gran percherón? O más bien un mulo, ya que dicen que los mulos son estériles».

Le encantaba darme la lata a propósito de una depresión que tengo en mitad del pecho y que los sabihondos de la facultad llaman «embudo del esternón». Un día, ya harto, terminé por contarle un cuento, que ella escuchó con los ojos desorbitados de admiración.

—Es mi ángel guardián —empecé—. Yo quería hacer algo prohibido. Él pretendía impedírmelo. Nos peleamos. Intenté abofetearle. Me contestó con un puñetazo en el pecho. Un puñetazo de ángel. Un puño más duro y pesado que el mármol. Un puño de bronce. Caí de espaldas, medio asfixiado. Si el golpe hubiera sido puramente material, me habría matado. Mas era un golpe angélico envuelto en las plumas blancas del espíritu, como un guante de boxeo de plumón espiritual. Conseguí levantarme. Pero se me quedó esta marca, esta depresión en el pecho, a cuyos lados sobresalen, como pelotas duras y nudosas, como senos áridos y desesperados, los músculos pectorales. Y además, a veces me cuesta trabajo respirar; me parece que el puño de mármol gravita aún sobre mi pecho con todo su peso. Para mis adentros, llamo a esta angustia respiratoria opresión angélica, o angélica para abreviar.

—¿Estás seguro de que fue tu ángel guardián? —insistió ella con una seriedad que me sorprendió.

—A veces tengo mis dudas —contesté—, y me pregunto si no se trataba del ángel guardián de otra persona que quería abusar de mí. Quizás el tuyo… O el de un compañero que tuve en el internado y que murió.

—Bueno —dijo ella—, ¿y qué era aquello prohibido que el ángel quería impedir que hicieras?

Que yo sepa, la angélica es la única enfermedad que tengo. Aunque, ¿se trata de una enfermedad? Los médicos que he consultado me han examinado sin encontrar nada anormal, perdiéndose en conjeturas descabelladas. Cuando le pregunté a uno de ellos si no habría alguna relación entre la opresión y el embudo del esternón, lo negó rotundamente.

—Tal vez no una relación de causa a efecto —precisé—, pero ¿qué diría usted de una relación de símbolo a cosa simbolizada?

Sea como fuere, le debo a la angélica el haber otorgado a mi vida respiratoria un significado fundamental. Gracias a ella mis pulmones han pasado de la noche glandular a la penumbra visceral, e incluso, en los casos extremos, a la plena luz de la conciencia. Estos casos extremos son la gran angustia disneica que me hace luchar en el suelo contra un abrazo invisible y mortal, pero también la profunda y bienaventurada aspiración que sume directamente en mis pulmones la raíz bifurcada del cielo entero y lleno de vuelos de golondrinas y acordes de arpa.

14 de abril de 1938. ¿Es necesario precisar a quién le debo esta fuerza temible e inútil acumulada en mis hombros y riñones? Es, evidentemente, la herencia de Néstor. Si tuviese la menor duda sobre ello, esta terrible miopía que me legó también, como para autentificar la herencia, bastaría para convencerme. Es su fuerza la que me hincha los músculos, al igual que su espíritu guía mi mano siniestra. Es él también quien detenta el secreto de la oscura complicidad que une mi destino y el curso general de las cosas, esa complicidad que se manifestó por primera vez en el incendio del colegio San Cristóbal, y que después hace que la recuerde mediante apariciones casi siempre triviales. Son advertencias que despiertan el secreto más íntimo y oscuro de mi vida, en espera de la Gran Tribulación que lo hará salir a la luz.

15 de abril de 1938. Ayer por la mañana, misa de Jueves Santo en Notre-Dame. Cada vez que entro en una iglesia y asisto a una misa lo hago con sentimientos encontrados. Pues, a despecho de todos sus errores, Lutero tenía razón al denunciar la presencia de Satán en el trono de San Pedro. Toda la jerarquía está a sueldo del Maligno y lleva descaradamente su librea ante los ojos del mundo. Hay que estar ciego de superstición para no reconocer en el despliegue de los fastos eclesiásticos la grotesca pompa de Satán: esas mitras en forma de bonete de asno, esas cruces como puntos de interrogación, símbolos de escepticismo y de ignorancia, esos cardenales emperifollados en sus púrpuras como la Prostituta Escarlata del Apocalipsis, y todo el boato romano, el espantamoscas y la sedia gestatoria que culmina en la basílica de San Pedro con el monstruoso baldaquino del caballero Bernini, cuyas cuatro patas y vientre de mamut cubren el altar como si fuera a cagarse en él.

Sin embargo, nada puede secar el débil manantial que fluye tímidamente bajo ese montón de inmundicias, pues si bien Satán se ha apoderado de la herencia del Nuevo Testamento, toda luz viene de Cristo, a quien sus sacerdotes están obligados a invocar, aun escarneciendo sus enseñanzas. Así que no es raro que un rayo de luz se filtre a través de todo ese bosque de mentiras y crímenes, y en espera de este improbable resplandor, frecuento de vez en cuando alguna ceremonia religiosa.

La misa se celebraba a la sombra fúnebre del Viernes Santo, y ganaba en recogimiento lo que perdía en esplendor. Después del Gloria las campanas sonaron por última vez hasta el Sábado Santo. Luego vino la oración, que el organista acompañó con variaciones sobre el tema de una coral de Bach.

Que me perdone el buen Dios, pero cada vez que su instrumento de música oficial, el órgano, deja oír su voz solemne y dorada, vuelvo a verme sobre los caballos de madera de la feria de Gournay-en-Bray. El tiovivo desgrana su cantinela solemne y enlutada. Los muslos desnudos de los niños se aprietan contra los flancos barnizados de sus monturas medio encabritadas que amenazan al cielo con los belfos abiertos y los ojos enloquecidos. El pueril escuadrón planea a un metro del suelo, en alas de esa fanfarria que surge, tempestuosa, del órgano de feria, una verdadera fábrica de música con sus válvulas, cilindros y tamboriles, su bosque de tubos y, marcando el compás con un gesto seco y preciso, una furia de pechos exorbitantes y miradas alucinadas. El recuerdo, que espiritualiza todo lo perdido, ha transformado esta galopada en una coral contrapuntística, y bajo una luz de vidriera por la que ascienden las volutas de incienso veo dar vueltas y vueltas a los niños de los años muertos…

Estaba tan absorto en esta ensoñación que me sorprendió el Evangelio y el Mandatum que le sigue. Doce monaguillos, sentados en las sillas del coro, sacaron poco a poco, de entre los pliegues del alba, sus piececillos blancos, cuya desnudez contrasta de un modo conmovedor con la pompa solemne. Monseñor Verdier se arrodilla sucesivamente delante de cada uno de ellos. Derrama unas gotas de un aguamanil de plata sobre un pie descalzo, lo enjuga con un paño y después, desdeñando su dignidad y su gordura, se inclina hasta el suelo para besarlo. Finalmente, para dar las gracias al muchacho, le entrega un panecillo y una moneda, igual que el guerrero germano, tras la noche de bodas, le ofrece la Morgengabe a su joven esposa. Los niños reaccionan de distintas maneras ante este homenaje. Uno lanza miradas despavoridas a su alrededor, otro baja los ojos con aire de recogimiento, pero mi favorito, que tiene cara de ángel, aprieta los labios para contener sus locas ganas de echarse a reír.

La imagen de ese anciano cargado de oro y de púrpura, encorvándose hasta el suelo para posar los labios sobre el pie descalzo de un niño, se me ha grabado para siempre en el corazón. Sean cuales fueren las infamias que la Iglesia despliegue ante mis ojos, no olvidaré la respuesta que tan profunda y noblemente dio ayer por la mañana a la pregunta que hace veinte años, la víspera de su muerte, formulaba Néstor.

20 de abril de 1938. ¿La felicidad? En ella hay comodidad, organización, una acabada estabilidad que me resulta completamente ajena. Ser desgraciado es sentir que los cimientos de la felicidad se tambalean bajo los golpes de la suerte. En este sentido puedo estar tranquilo. Estoy al abrigo de la desgracia, pues no tengo cimientos. Yo soy hombre de tristezas y alegrías. Alternativa totalmente opuesta a la alternativa desgracia-felicidad. Vivo desnudo y solitario, sin familia, sin amigos, ejerzo para sobrevivir un oficio tan por debajo de mí que lo llevo a cabo sin pensar en él más que en la respiración o en la digestión. Mi clima moral cotidiano es una tristeza color de ébano, opaca y tenebrosa. Pero esta oscuridad se ve a menudo traspasada por alegrías fulgurantes, inesperadas e inmerecidas, que se extinguen de inmediato aunque no sin dejarme en los ojos un baile de lucecitas doradas.

6 de mayo de 1938. Esta mañana aparecen en la primera página de todos los periódicos las fotografías del nuevo gabinete de ministros. ¡Asombrosa y patibularia galería! La bajeza, la abyección y la estupidez se encarnan de distintas maneras en estos veintidós rostros, que ya hemos tenido ocasión de admirar otras veinte veces en otras «combinaciones». Además, la mayoría formaban parte del gabinete precedente.

Hay que pensar en una «Constitución siniestra», cuyo preámbulo incluiría las seis proposiciones siguientes:

  1. La santidad es obra del individuo solitario y sin poder temporal.
  2. Al contrario, el poder político responde íntegramente a Mammón. Los que lo ejercen cargan con toda la iniquidad del cuerpo social, todos los crímenes que cada día se cometen en su nombre. Por eso, el mayor criminal de una nación es el que ocupa la posición más elevada en la jerarquía política, el presidente de la república, y tras él los ministros, y tras ellos todos los dignatarios del cuerpo social, magistrados, generales, prelados, todos servidores de Mammón, todos símbolos vivientes del magma fangoso que llamamos Orden establecido, todos cubiertos de sangre de la cabeza a los pies.
  3. Los órganos responden a estas aterradoras funciones con un perfecto ajuste. Para atender el más abyecto de los oficios, una selección inversa se encarga de elegir cuidadosamente a unos equipos que constituyen el sublimado de basura más concentrado que la nación puede ofrecer. Queda bien sentado que de un consejo de ministros, de un cónclave o de una cumbre internacional se desprende un olor de carroña que espanta incluso a los buitres más hastiados. A un nivel más modesto, un consejo de administración, un estado mayor o la reunión de cualquier cuerpo constituido son otras tantas pandillas de indecentes que un hombre medianamente honrado no frecuentaría jamás.
  4. Desde el momento en que un hombre hace la ley, queda fuera de ella y escapa a su protección. Por eso, la vida de un hombre que ejerce un poder cualquiera tiene menos valor que la de una cucaracha o una ladilla. La inmunidad parlamentaria debe ser objeto de una inversión benigna mediante la cual cada ciudadano tenga derecho a disparar, sin permiso de caza, contra cualquier hombre político que se ponga a tiro. Cada asesinato político es una obra de salubridad moral, y hace sonreír de felicidad a la Santa Virgen y a los ángeles del Paraíso.
  5. Convendría añadir a la Constitución de 1875 un artículo según el cual todos los miembros de un gobierno derrocado sean pasados por las armas sin recurso ni dilación. Es inconcebible que unos hombres a los que la nación acaba de retirar su confianza puedan no solamente volver impunes a sus casas, sino proseguir sus carreras políticas aureolados por su fraudulento fracaso. Esta disposición tendría la triple ventaja de enjugar la sanies más cadavérica de la nación, evitar el regreso de las mismas caras en sucesivos gobiernos y aportar a la vida política lo que más le falta: seriedad.
  6. Todo hombre debe saber que al vestir voluntariamente un uniforme, cualquiera que sea, se designa a sí mismo como criatura de Mammón y se expone a la venganza de la gente honrada. La ley debe contar entre los animales hediondos que se pueden cazar en cualquier estación del año a policías, sacerdotes, guardas de jardines e, incluso, académicos.

13 de mayo de 1938. La inversión benigna. Consiste en restablecer el sentido de los valores que la inversión maligna haya alterado. Satán, amo del mundo, ayudado por sus cohortes de gobernantes, magistrados, prelados, generales y policías, pone un espejo ante la cara de Dios. Y gracias a él la derecha se vuelve izquierda, la izquierda se vuelve derecha, llamamos mal al bien y bien al mal. Su dominio en las ciudades se manifiesta, entre otros signos, por las innumerables avenidas, calles y plazas dedicadas a militares de carrera, es decir, a asesinos profesionales, todos los cuales murieron en sus camas, porque no hay nada satánico sin un toque grotesco, que es como la firma del Príncipe de las Tinieblas. Incluso el horrible nombre de Bugeaud, uno de los más abominables carniceros del siglo pasado, deshonra las calles en varias ciudades de Francia. La guerra, mal absoluto, es objeto fatal de un culto satánico. Es la misa negra celebrada por Mammón a la luz del día, y los ídolos embadurnados de sangre ante los cuales se obliga a la multitud burlada a arrodillarse se llaman Patria, Sacrificio, Heroísmo, Honor. El lugar privilegiado de este culto es el Hotel des Invalides, que alza sobre París su gran burbuja de oro hinchada por las emanaciones de la Carroña Imperial y de los asesinos secundarios que allí se pudren. Incluso la estúpida masacre del 14 tiene sus ritos, su altar humeante bajo el Arco de Triunfo, sus turiferarios y hasta sus poetas, como Maurice Barres y Charles Péguy, que pusieron todo su talento e influencia al servicio de la histeria colectiva de 1914, y que merecen ser elevados a la dignidad de Grandes Descuartizadores de la Juventud —junto con otros muchos —por supuesto.

Este culto al mal, el sufrimiento y la muerte, va lógicamente acompañado por el odio implacable a la vida. El amor —predicado en abstracto— es perseguido encarnizadamente en cuanto cobra una forma concreta, en cuanto cobra cuerpo y se llama sexualidad o erotismo. Toda la canalla bienpensante, laica y eclesiástica, persigue con rabia diabólica a esta fuente de alegría y de creación, este bien supremo, esta razón de ser de todo lo que respira.

P. S. Una de las inversiones malignas más clásicas y mortíferas dio lugar a la idea de pureza.

La pureza es la inversión maligna de la inocencia. La inocencia es amor al ser, aceptación sonriente de los alimentos celestes y terrestres, ignorancia de la alternativa infernal pureza-impureza. De esta santidad espontánea y original, Satán hizo un remedo semejante a sí mismo y que es su perfecto contrario: la pureza. La pureza es horror a la vida, odio al hombre, mórbida pasión por la nada. Un cuerpo químicamente puro ha sufrido un tratamiento bárbaro para llegar a ese estado, absolutamente contra natura. El hombre dominado por el demonio de la pureza siembra la ruina y la muerte a su alrededor. Purificación religiosa, depuración política, salvaguarda de la pureza de la raza: muchas son las variaciones sobre este tema atroz, pero todas desembocan de manera monótona en innumerables crímenes, cuyo instrumento privilegiado es el fuego, símbolo de la pureza y del infierno.

20 de mayo de 1938. Voy a casa de Karl F., que posee un extraño aparato americano gracias al cual se pueden registrar en bandas magnéticas —y después reproducir— todos los ruidos recogidos por un micrófono al que un cable muy largo confiere cierta movilidad. Me invita a escuchar toda clase de gritos de animales, y sobre todo bramidos de ciervos en celo, que tendrían un admirable poder de evocación si no viese en ellos la alusión a uno de mis pequeños ritos íntimos. Me cuenta que una vez hizo que un profesor de ornitología del Museo escuchase unas grabaciones de cantos de pájaros, y el buen hombre sólo pudo identificar con certeza las imitaciones que había realizado un silbador de music-hall. En cuanto a los cantos auténticos, captados con mucho esfuerzo en plena naturaleza, los encontró confusos pero característicos y, sobre todo, completamente fallidos.

Karl F. estaba lejos de sospechar la impresión que me haría una última grabación que guardaba para el final. Se trataba, simplemente, del creciente rumor de una muchedumbre impaciente, descontenta, furiosa y, al final, rabiosa. ¿Era posible que aquel monstruo de mil cabezas, que gritaba de rabia dispuesto a matar, que elevaba hacia el cielo un clamor de odio al que se sumaba el claro tintineo de los primeros cristales rotos por las piedras, no estuviera bajo las ventanas de F.? Y, sobre todo, ¿era posible que aquella ola de execración no rompiera solamente sobre mí? Un sudor de angustia me paralizaba, y debía de estar pálido como un muerto. F. terminó por darse cuenta. Me preguntó si me sentía mal, y después, hasta el final de mi visita, que acorté tanto como pude, me observó con cierta perplejidad.

¿Cómo le iba a explicar que sólo sobrevivo gracias a un malentendido que hace que la gente no vea en mí más que a un oscuro garajista de la Porte des Ternes, pero que si alguien sospechara la tenebrosa fuerza de que soy portador, me lincharían de inmediato? A mí mismo me cuesta trabajo ocultar el secreto de mi destino: cierto día de mi infancia me tocó una varita mágica que metamorfosea a los seres de carne y hueso en estatuas de mármol. Y desde entonces voy por el mundo mitad carne, mitad piedra, es decir, con un corazón, una mano derecha y una sonrisa afables, mas también con algo duro, despiadado y helado contra lo cual se estrella todo lo humano. Es una forma de consagración en la que medio consentí ser el novicio, mejor dicho, fui apasionadamente sumiso y reiteré mi adhesión cada vez que un signo se manifestaba.

3 de octubre de 1938. Hace cuatro meses que dejé este cuaderno, y no pensaba volver a abrirlo a no ser que ocurriera un acontecimiento extraordinario. Lo que ha pasado hoy tiene un alcance tal que debo contarlo aquí, y con la mayor exactitud posible.

Me levanté en torno a las seis de la mañana, completamente hundido. Pensé en bramar, luego en darme un champú C, pero el hastío de vivir me quitaba hasta las fuerzas necesarias para recurrir a estos remedios desesperados. Lo más temible de estos estados de depresión es la lucidez —al menos aparente— que los acompaña y los refuerza. La única e irresistible respuesta auténtica para el sinsentido de la vida es la desesperación. Cualquier otra actitud —pasada o futura— parece responder a la embriaguez. La vida sólo es tolerable en estado de embriaguez. Embriaguez alcohólica, amorosa, religiosa. Criatura de la nada, el hombre sólo puede enfrentarse a la inconcebible tribulación acaecida —estos pocos años de existencia— borracho como una cuba.

Me negué a afeitarme. Me puse el mono de trabajo y bajé al garaje sin pasar siquiera por la cocina para hacerme un café. Tenía que oponer una coraza de robot sin fallos humanos a la formidable hostilidad de todas las cosas. Aquella mañana iba a ser el dueño del garaje de Ballon, ni más, ni menos. El pobre Ben Ahmed fue el primero en darse cuenta. Este analfabeto posee un verdadero talento para todo lo mecánico, pero procede «por olfato», sin método ni precisión. Tenía que rectificar las válvulas de una Georges Irat —cuyo motor es, simplemente, el Citroen II CV ligero—; las había metido en la máquina especial y acababa de afilar los asientos. No se decidía a verificar el ajuste, trazando en el chaflán unas rayas de lápiz negro, siguiendo los radios de la cabeza con espacios de dos o tres milímetros entre ellas. No cabe duda de que lo que le desconcierta es el lápiz. Le aparté del coche con un rugido, y yo mismo puse manos a la obra. Luego, Jeannot se ganó un rapapolvo por llegar tarde. Le envié en seguida a la mesa del taller con una docena de cámaras de aire para que reparara las válvulas. Después me encerré en la cabina acristalada que me sirve de despacho con una pila de facturas por hacer. A las siete y media, Gaillac dejó su 402 B para que comprobáramos el encendido, y luego el cartero trajo el correo. El día empezaba a trompicones.

Eran las nueve menos cuarto. Hablaba con la señorita Toupie de su Rosengart cuando Ben Ahmed, que había terminado con la Georges Irat, puso en marcha el motor. Yo escuchaba con un oído a la señorita Toupie, y con el otro auscultaba a distancia el motor de la Georges Irat, que parecía funcionar a las mil maravillas. Los insistentes acelerones de Ben Ahmed empezaban a irritarme. Aquel motor ronroneaba como un gato grande, ¿por qué acelerarlo brutalmente? Se habría dicho que Ben Ahmed disfrutaba con el ruido y con el gas del tubo de escape, que llenaba todo el garaje. Por fin hubo un silencio. La señorita Toupie me hablaba de la institución religiosa Santo Domingo, donde enseña filosofía. Yo la interrogaba con curiosidad no fingida, pues me siguen atrayendo los internados, y me pregunto cómo será la vida en uno de chicas. En ese momento, la Georges Irat armó tal estrépito que ahogó nuestras voces. Luego, en mitad del furioso crescendo, oí claramente un chasquido metálico muy seco. También lo oyó Ben Ahmed, que dejó de acelerar inmediatamente. Desde donde estaba vi entonces a Jeannot llevarse la mano a la sien, inclinarse sobre la mesa, arrodillarse y después caer de espaldas al suelo. Comprendí inmediatamente que debía de haberse roto un aspa del ventilador, alcanzándole con una fuerza terrible. Llegué a su lado de un salto y levanté en mis brazos su cuerpo delgado y sin conocimiento.

Fue entonces cuando algo intolerable y desgarradoramente dulce se abatió sobre mí. Una fulminante bendición caída del cielo me dejó anonadado. No podía dejar de mirar fijamente aquel cuerpo que sostenía en mis brazos, con aquella máscara huesuda y ensangrentada bajo los mechones de pelo castaño a un lado, y al otro aquellas rodillas delgadas, apretadas, y las pesadas botas que se balanceaban torpemente en el aire. Ben Ahmed me miraba con estupefacción. Yo no me movía. Podría haberme quedado así hasta el fin de los tiempos. El garaje del Ballon, con sus vigas llenas de telarañas y sus ventanas engrasadas, había desaparecido. Los nueve coros de los ángeles me envolvían en su gloria invisible y radiante. El aire estaba lleno de incienso y de acordes de arpa. Un río de dulzura fluía majestuosamente por mis venas. Ben Ahmed acabó por intervenir.

—¡Mira! —me dijo, señalando una mancha oscura que se extendía por el suelo de tierra batida—. ¡Está sangrando!

Inmediatamente después de estas palabras, un largo silencio estremecido de felicidad volvió a caer sobre nosotros.

—¡Nunca hubiera creído que llevar un niño en brazos fuese algo tan hermoso! —conseguí articular por fin.

Y esta simple frase despertó un largo y profundo eco en mi memoria.

Fue la señorita Toupie quien rompió el hechizo. Me arrastró, autoritaria, hacia su Rosengart, en cuyo asiento trasero, mal que bien, me instalé con mi carga, Y nos dirigimos a la clínica de Neuilly.

Jeannot no tenía nada grave. Un corte grande en el cuero cabelludo y traumatismo craneal. No hay rastros de fractura. Lo llevé, todavía medio atontado, a casa de su madre, que estuvo a punto de desmayarse al ver el enorme vendaje en forma de turbante. El más malherido de los dos soy yo, y todavía le estoy dando vueltas al deslumbrante descubrimiento al que me empujó este accidente.

6 de octubre de 1938. La primera palabra que me viene a la pluma es, en apariencia, trivial y débil, pero resulta de gran ayuda: la euforia. Sí, fue una forma de euforia lo que me invadió de los pies a la cabeza cuando alcé en mis brazos el cuerpo inanimado de Jeannot. De los pies a la cabeza, y digo bien; pues a diferencia de la voluptuosidad corriente, estrecha y obscenamente localizada, la oleada de beatitud de la que hablo me envolvió por completo, irrigando los estratos más profundos y las extremidades más lejanas. No era un cosquilleo jocoso y limitado, sino una hilaridad unánime de todo mi ser. Y aquí tengo que volver a mis meditaciones bíblicas, al Adán arcaico de antes de la Caída, portador de la mujer y del niño, perpetuamente preso de un trance erótico —poseedor-poseído—, de quien nuestros amores ordinarios no son sino pálida sombra. ¿Podría ser que mi vocación sobrehumana me hiciese acceder, en ciertas condiciones, al éxtasis del gran antepasado andrógino?

Pero tengo que esforzarme en abandonar las especulaciones y acercarme a lo concreto. Estrictamente, el dato más objetivo de mi experiencia de ayer es el peso de Jeannot, un peso que puede definirse en kilos con tanta precisión como se quiera. Yo cargué con ese peso y, entonces… ¡Euforia!

Sensación de bienestar, dice sencilla y llanamente el diccionario, pero la etimología es más instructiva. Eu evoca la idea de bien, de felicidad, de alegría tranquila y equilibrada. Y foria se deriva de φορεω, llevar. El eufórico es aquel que se lleva, feliz, a sí mismo. Pero aún sería más literal si dijéramos que, simplemente, lleva feliz. Y llegados ahí, un rayo de luz ilumina súbitamente mi pasado, mi presente y quién sabe si también mi futuro. Pues esta idea fundamental de llevar, de foria, se halla también en el nombre mismo de Cristóbal, el gigante portador de Cristo, al igual que la ilustraba la leyenda de Albuquerque o que se reencarna en esos automóviles a los que dedico, rezongando, lo mejor de mí mismo, pero que con toda su trivialidad también son el instrumento portador del hombre, antropóforos, fóricos por excelencia.

Tengo que dejar de escribir. Estas revelaciones sucesivas me ciegan. Aunque quiero anotar una última reflexión. La causa de la euforia del 3 de octubre fue el peso de un niño sumado al mío. Jeannot no está gordo pero debe de pesar cerca de cuarenta kilos, que se sumaron a los ciento diez kilos que yo peso. Sin embargo, no es una sensación de levedad, de aligeramiento, de alegría alada, lo que mejor define mi «éxtasis fórico», sino una forma de levitación provocada por un peso aumentado. ¡Asombrosa paradoja! La palabra inversión me viene en seguida a la pluma. En cierto modo, ha habido un cambio de signo: lo más se ha vuelto menos, y viceversa. Inversión benigna, benéfica, divina…

20 de octubre de 1938. Esta noche, insomnio. Como el cielo era suave y luminoso, recorrí las calles al azar, al volante de mi viejo Hotchkiss. Los Campos Elíseos, la plaza de la Concordia, los muelles. Pronto tuve que detenerme a causa de las caravanas de carretas y camiones que obstruyen los alrededores de Les Halles. Aparco el coche, continúo a pie y en seguida me pierdo en medio de un diluvio de frutas y hortalizas que forman una huerta monumental en el corazón de París, una huerta con sus olores violentos y dulzones y sus colores crudos, exaltados por la luz metálica de las lámparas de acetileno. Al principio recuerda el banquete de Gargantúa, pero poco a poco esa misma abundancia ridiculiza cualquier idea de consumo, disuade de la gula. Rodeo pirámides de coliflores, montañas de colinabos, evito por los pelos una avalancha de puerros que una camioneta aparcada de través descarga sobre la acera.

No hay que pensar que la enorme cantidad de estas cosas las envilece. Al contrario, las exalta al volverlas inútiles, destruye de antemano cualquier idea de utilización. Por lo tanto, lo que se despliega a mis pies son esencias, esencia de la manzana, del guisante, de la zanahoria…

Salvo una encantadora pescadera de agua dulce, fresca y salpicada de escamas centelleantes como una ondina, las mujeres son toscas y vocingleras. Pero los mozos de cuerda, los «forzudos» de la ciudad, atraen toda mi atención a causa de la afinidad que descubro entre ellos y yo. Sus anchas espaldas, sus enormes manos, esa manera de andar dando pasos pequeños y rápidos que adoptan cuando llevan a cuestas medio buey o un barril de arenques; todo eso, desde cierto punto de vista, soy yo, desde luego. Pero aquí se trata de una foria trivializada, degradada a una utilidad mercantil y subalterna. Y, sin duda, ésta es la razón de que se diga los forzudos de Les Halles, en lugar de los foros de Les Halles. El forzudo es la forma vulgar del foro. Y me imagino de inmediato a un verdadero foro de Les Halles, enorme y generoso, llevando triunfalmente sobre sus formidables hombros un cuerno de la abundancia que derrama a sus pies un inagotable tesoro de flores, frutos y piedras preciosas.

28 de octubre de 1938. Me doy cuenta, al hojear un diccionario, de que Atlas no llevaba a sus espaldas el mundo o la tierra, como generalmente lo representan, sino el cielo. A fin de cuentas Atlas es, geográficamente, una montaña, y si bien asimilar una montaña a un pilar del cielo tiene sentido, aplicar esa imagen a la tierra resulta absurdo. Notable ejemplo de inversión maligna infligido a uno de los más gloriosos héroes fóricos. Sostenía sobre sus hombros las estrellas y la luna, las constelaciones y la Vía Láctea, las nebulosas, los cometas, los soles en fusión. Y su cabeza, bañada por los espacios siderales, se confundía con los astros. Así que lo cambiaron todo: en lugar del infinito azul y oro, que le coronaba y bendecía a la vez, le hicieron cargar con el globo terráqueo, opaca bola de barro que le dobla el cuello y le impide la visión. Y ya tenemos al héroe envilecido, caído: el foro se ha convertido en forzudo, los amores ponderados se han vuelto onerosos. Aunque cuanto más lo pienso, más me parece que Atlas uranóforo, astróforo, es el héroe mitológico hacia el cual debería tender mi vida, para encontrar en él, finalmente, su desenlace y su apoteosis. Sea cual sea mi carga en el futuro, sea cual fuere el fardo valioso y sagrado que lleve a la espalda y me bendiga, mi fin triunfal será, si Dios lo quiere, caminar por la tierra con una estrella más radiante y dorada que la de los reyes magos sobre los hombros…

30 de octubre de 1938. Hervé ha venido esta mañana a recoger su nuevo cabriolet deportivo Renault Viva. La pingüe comisión de la venta moderaba un poco mi aversión por esta clase de coches de película. Muy excitado con su nuevo coche, Hervé estaba más risueño que nunca, seguro de sí mismo, de su éxito social y de sus virtudes, que, por supuesto, para él son una y la misma cosa. Acaba de cumplir treinta y seis años y me explica que es la edad más completa, la más equilibrada, la cima de una curva que se eleva desde el nacimiento y después desciende hacia la muerte.

En realidad, a mí me parece que en los diez años que le conozco siempre ha tenido treinta y seis años, y que ya los tenía antes de que le conociera, probablemente desde su nacimiento. Simplemente, hasta ahora era demasiado joven para sus treinta y seis años, al igual que de ahora en adelante, con el paso del tiempo, será demasiado viejo para sus treinta y seis años.

Cada hombre debe tener durante toda su vida una «edad esencial», a la que aspira hasta que no la alcanza y a la que se aferra cuando la deja atrás. Bertrand siempre ha tenido esencialmente sesenta años, y Claude será toda su vida un muchachito de diecisiete. En cuanto a mí, mi eternidad me concede una distancia infranqueable respecto al drama del envejecimiento, y observo con un desapego impregnado de melancolía el flujo y reflujo de las generaciones, como una roca en un bosque observa la ronda de las estaciones.

Pero al ver a Hervé tan fresco y optimista se me ocurre otra idea: es un sobreadaptado. La medicina debería profundizar en esta nueva noción de sobreadaptación, y la enseñanza debería andar con cuidado, no sea que a fuerza de temer que los niños sufran una inadaptación, los convierta finalmente en sobreadaptados.

El sobreadaptado es tan feliz en su medio «como un pez en el agua». Y el pez está típicamente sobreadaptado al agua. Lo cual significa que su felicidad es tanto más frágil por ser más completa. Pues si el agua se vuelve demasiado caliente, o demasiado salada, o si su nivel baja… Entonces más vale estar simple e, incluso, pobremente adaptado al agua, como los anfibios, que no son completamente felices ni en lo húmedo ni en lo seco, sino que se acomodan medianamente a ambos. No le deseo a Hervé ningún mal, aunque creo que si algo fallara en su brillante organización, si la suerte le reservase algún mal golpe, le costaría mucho trabajo recuperar el equilibrio. Mientras que nosotros los anfibios, siempre poco concluyentes con las cosas, avezados en lo provisional, en lo aproximado, sabemos enfrentamos desde que nacemos a todas las traiciones del medio.

4 de noviembre de 1938. Cada vez que mis idas y venidas me acercan al Louvre, me reprocho no entrar con más frecuencia. Vivir en París y no ir nunca al Louvre es la más inexcusable de las estupideces. Así pues, y después de dos años de abstención, he ido esta tarde. El beneficio más evidente de esta visita: haberme hecho sentir, gracias a la diferencia de mis centros de interés, la importancia de la evolución que estoy experimentando.

Apenas concibo que alguien pueda exponerse a la irradiación de esta acumulación de obras maestras sin que, de buenas a primeras, se le llenen los ojos de lágrimas. ¡Magia del Apolo arcaico de la isla de Paros! Fascinante contraste entre el hieratismo del cuerpo, redondo como una columna, con los muslos soldados entre sí y los brazos atrapados en la masa del torso… y la enigmática sonrisa que ilumina una cara radiante de dulzura, que se ha vuelto patética a causa de las grietas que surcan la piedra.

Me imagino en lo que se convertiría mi vida si este dios estuviese en mi casa, si fuera mío noche y día. Y a decir verdad no, soy incapaz de imaginar cómo soportaría la presencia incandescente de ese meteoro caído junto a mí tras una travesía de veinte siglos. Nada ilustra mejor que esta estatua la función esencial del arte: la obra de arte ofrece un poco de eternidad a nuestros corazones heridos por el tiempo —por la erosión del tiempo, por la muerte que está por todas partes en la obra, por la promesa ineluctable de la desaparición de todo cuanto amamos—. Es el remedio soberano, el refugio de paz que anhelamos, una gota de agua fresca en nuestros labios febriles.

Lo que me retiene durante más tiempo en las salas grecolatinas son los bustos. Uno no se cansa de interrogar esos rostros donde resplandecen con tanta vivacidad la inteligencia, la ambición, la crueldad, la suficiencia, el valor y, más raramente, la bondad y la nobleza. Uno no se cansa de hacerles la misma pregunta, que seguirá eternamente sin respuesta: ¿de qué espectáculo, de qué vida, de qué universos sois la clave?

En cuanto al resto, un paseo ocioso bastante rápido y descuidado me lleva a recorrer algunas salas sin detenerme, a no ser delante de ciertos cuadros —siempre los mismos desde hace quince años—, a los que en cierto modo hago una visita, preguntándoles por su estado y escrutando en ellos, incomparables espejos, mi propia imagen. Y me encuentro nuevamente con una experiencia que a Néstor le preocupaba sobremanera, y cuyas variaciones en los diversos lugares de San Cristóbal se esforzaba en vigilar: la saturación atmosférica. En esta atmósfera saturada de belleza experimento una impresión de ebriedad que tiene una lejana afinidad con el éxtasis fórico. Una pieza más que añadir al rompecabezas que compongo pacientemente.

Al atravesar la verja de control de la salida observo a un niño que discute vivamente con el encargado. Comprendo muy bien lo que está en juego, y no le veo solución. El niño lleva su cámara de fotos y le piden medio franco para poder entrar con ella en el museo. Como no tiene dinero, le ordenan que la deje en el guardarropa, consejo irrisorio, puesto que éste también cuesta medio franco. El niño renuncia, se aleja decepcionado y, por supuesto, intervengo; no para ofrecerle la absurda solución de los adultos, estos cincuenta céntimos redentores de la cámara, sino la solución novelesca, aventurera, contrabandista, y vuelvo a cruzar la verja con él, y el objeto de litigio oculto debajo de la chaqueta.

Etienne tiene once años. Es pequeño para su edad, y maravillosamente sucio. Su rostro irregular, fino y huesudo supone un atormentado y exquisito contraste con un cuerpo regordete y unas rodillas redondas y torpes. Los bolsillos, rotos por el peso de los libros, y las manos cortas, de uñas despiadadamente roídas, le sitúan en la categoría de niños con una sorprendente madurez intelectual —que parecen haberlo leído y entendido todo desde el día de su nacimiento—, en contradicción con un retraso físico que impregna de ingenuidad todo lo que dicen.

Ya en las primeras salas manifiesta una sorprendente familiaridad con las obras expuestas y me lleva directamente ante el David de Guido Reni, que se propone fotografiar. ¿Cómo ha podido ganarse el corazón de Etienne ese muchacho grueso, lleno de jactancia y candidez, con las mejillas llenas, la mirada clara y sin malicia, tocado con un absurdo sombrero de plumas y penosamente envuelto en una piel de animal? A través de las explicaciones un poco confusas que me da, creo entender que ese David encarna, para Etienne, la fascinante raza de los que nunca han dudado de nada. ¡Que Etienne haya descubierto una cosa semejante! Hay seres limitados, de una belleza resplandeciente pero sin repercusiones y, seamos francos, a los que despreciaríamos si no nos ofrecieran el espectáculo de una perfecta adaptación a la existencia, de una milagrosa adecuación entre sus deseos y las cosas a su alcance, entre sus palabras y las preguntas que uno les hace, entre sus capacidades y la profesión que ejercen. Nacen, viven y mueren como si el mundo se hubiera hecho para ellos y ellos para el mundo, y los demás —los que dudan, los confusos, los indignados, los curiosos, Etienne, yo— los miran pasar y se maravillan de su naturalidad.

Así que casi había olvidado mis recientes preocupaciones cuando un vaciado de una estatua del Museo del Vaticano las ha traído de vuelta. La inscripción grabada en el pedestal, por sí sola, habría bastado para ponerme alerta: Herakles Pedóforo. Se trata, en efecto, de una representación de Hércules con su hijito Telefo sentado en el brazo izquierdo. Pedóforo, es decir, Portador del Niño. Hércules Portador del Niño…

Etienne me miraba sin entender mi arrobo en lo más mínimo. Entonces, riendo, me puse en cuclillas junto a él y le pasé el brazo izquierdo bajo las rodillas. Y él se prestó al juego, se sentó en mi brazo, y yo me enderecé fingiendo apoyar la mano derecha en una maza, como nuestro hercúleo modelo. También podríamos haber imitado al Hermes de Praxíteles que, un poco más allá, sentaba al niño Baco en su brazo izquierdo. Pero nos atraían más dos copias cuyos originales se encuentran en el Museo de Nápoles. Una representa a un sátiro que toca los címbalos, y vuelve la cabeza para mirar a un Dionisos niño que lleva a caballo sobre los hombros. El niño se agarra con la mano izquierda al pelo del sátiro, y con la derecha le ofrece un racimo de uvas. Tuvimos suerte al estar solos en la sala, pues subí a hombros a Etienne y bailé la danza del sátiro al ritmo de furiosos e imaginarios golpes de címbalo, mientras Dionisos me apretaba las mejillas entre sus muslos desnudos y mugrientos. Sin embargo, fue la otra estatua napolitana la que nos permitió dar lo mejor de nosotros mismos. Héctor lleva a su hermanito Troilo, que está herido. ¡Pero, de qué manera! Agarra la pantorrilla del niño, a quien se ha echado a la espalda como un saco que cuelga cabeza abajo, y balancea en el aire la pierna derecha. Miré a Etienne con cara de invitación interrogante, y por toda respuesta me tendió el pie izquierdo. Lo alcé de golpe en el aire por el tobillo, con la energía suficiente para que su cabeza no tocara el suelo y, con una aparente desenvoltura, secretamente mitigada por mi intensa y tierna vocación fórica, le columpié a mis espaldas mientras él se sofocaba de risa. ¡Qué maravilloso fue! ¡Qué río de miel fluía majestuosamente en mi interior!

Etienne y yo nos separamos en la puerta, y sin duda no le volveré a ver. Lo pensé, no sin un pequeño y silencioso sollozo en la garganta, pero sé de buena tinta, de una tinta infalible e imperativa, que no me conviene iniciar relaciones individuales con tal o cual niño. ¿Qué sería de estas relaciones, además? Creo que emprenderían los caminos fáciles y trazados de antemano de la paternidad o del sexo. Mi vocación es más alta y más general. Tener uno solo es como no tener ninguno. Carecer de uno solo es carecer de todos.

10 de noviembre de 1938. Durante toda la noche me ha sofocado la angélica, obsesionándome con sueños en los que me ahogaba o me enterraban bajo arena, bajo tierra, en el fango… Me levanto con el pecho todavía oprimido, pero contento de acabar con esos fantasmas que se suman a una realidad bastante hosca de por sí. Café amargo hasta el punto de que no hay quien se lo beba. Un gran bramido. Dos grandes bramidos. Ningún alivio. El único consuelo de la mañana es de orden fecal. Inopinadamente, y sin el menor esfuerzo, hago un soberbio zurullo, tan largo que tiene que curvarse en los extremos para caber en la taza. Miro enternecido a este angelote regordete de légamo viviente que acabo de dar a luz, y vuelvo a cobrarle afición a la vida.

El estreñimiento es una fuente importantísima de morosidad. ¡Qué bien comprendo al Gran Siglo, con su manía por los clisteres y las purgas! Una de las cosas que peor soporta el hombre es ser un saco de excrementos con dos patas. Sólo una defecación feliz, abundante y regular podría ponerle remedio, ¡pero, con qué parquedad se nos concede este favor!

12 de noviembre de 1938. Rachel y el acto puro (potencia = 0). Jeannot y la euforia. Las lecciones de la Biblia sobre el Adán arcaico. Estas piezas se combinan en mi mente para formar un conjunto coherente donde veo aparecer, en filigrana, las seis letras de un nombre: Néstor.

La exigencia de dominio. Nada define mejor la personalidad de Néstor que estas dos palabras. Ahora creo que para conseguir sus objetivos, para asegurar su influencia sobre los demás, disponía de dos vías. Una no salía del mundo cerrado de San Cristóbal, de esa colegialidad en cuyo centro se agazapaba como una araña en su tela, de esos edificios cuyas llaves poseía, poblados de niños que le admiraban ciegamente y de adultos que temblaban ante él. Mundo cerrado cuya densidad atmosférica, variable de un lugar a otro, vigilaba y medía con cuidado: más baja en el patio de recreo que en la capilla, más alta en el refectorio que en el acuario, y cuya fórmula más rica se hallaba en los dormitorios, en el corazón de la noche.

Estoy seguro de que presintió la otra vía, de que, incluso, se internó un poco en ella aunque de forma tardía y sin profundidad. Hablo de la vía fórica. Cristóbal y Albuquerque, el combate de los jinetes y hasta su prestigiosa bicicleta —instrumento fórico del colegial por excelencia—, todo indica que no ignoraba el camino. Llegado a este punto, quisiera formular una hipótesis, cierto que bastante frágil, pero que el futuro se encargará de confirmar o desmentir. Me pregunto si estas dos vías no serán excluyentes, del mismo modo que no se pueden recorrer simultáneamente dos caminos, incluso aunque lleven al mismo lugar. El enclaustramiento colegial —el del «internado», que con tanta propiedad recibe su nombre— hacía de la foria algo inútil, salvo como ejercicio beneficioso en previsión de un futuro al aire libre. Así pues, la foria correspondería a un medio abierto, de muy baja densidad, semejante a la máscara de oxígeno que los aviadores deben ponerse para volar a gran altitud.

Todo esto es especulativo pero, al fin y al cabo, sólo es un esfuerzo de mi mente para entender unos datos en bruto que se imponen autoritariamente a ella.

Y así es como he vuelto a encontrar esa «densidad atmosférica» que había olvidado desde los tiempos del internado, al principio de forma alusiva en el Louvre, después esta misma mañana, ¡y con cuánta violencia!

Fue en la rue de Rivoli, en el número 119 exactamente. Por allí se entra a un callejón que lleva a la rué Charlemagne, no lejos del colegio del mismo nombre. Me metí en ese oscuro gollete que atraviesa sucesivamente dos pequeños patios, porque tenía que ir a ver a un proveedor en el quai des Célestins. Sin duda, el colegio acababa de abrir sus puertas. De pronto me encontré a contracorriente, en medio de una marea de niños que se precipitaba entre gritos por el estrecho canal, llenando los dos patios, que le otorgaban un poco de espacio, y se empujaban de nuevo hacia la rue de Rivoli. Yo le hacía frente como un salmón en un torrente de montaña, entre sacudidas y empujones, y me sentí maravillosamente feliz, con esa felicidad de la florecilla que sufre en cada uno de sus estambres el asalto de una borrasca cargada de granos de polen. Felicidad alada, semejante a la que me invadió cuando recogí a Jeannot herido en la cabeza por un aspa de ventilador. Pero esta vez era una alegría numerosa, tumultuosa, a la que sólo le faltaba para ser superior al éxtasis fórico, un sello definitivo, el de la totalidad.

Pues ahora entiendo por qué me pareció que algunas líneas de Descartes flameaban de repente entre la grisalla de una clase de filosofía. Yo tenía la oscura certeza de que esta regla del Discurso del Método tenía alguna relación con la mayor preocupación de Néstor: «Hacer en todas partes enumeraciones tan completas y revisiones tan generales que esté seguro de no omitir nada». El gran mérito de un mundo cerrado, sin puertas al exterior, que obedece únicamente a las leyes internas que él mismo se ha impuesto, es facilitar el cumplimiento de esta regla fundamental.

Mas yo vivo en un medio abierto, exiliado lejos de la ciudadela nestoriana y de sus contados súbditos. Avanzo a tientas, y lo único que me consuela es la certeza de que un hilo invisible guía mis pasos hacia un desenlace misterioso. «Mira a Cristóbal y anda con pasos seguros».

Al volver al garaje, quise saber cuántos niños hay actualmente en Francia. Me detuve en los doce años, edad del niño por excelencia, que por entonces alcanza, en cierto modo, su plena madurez infantil, llega al cenit de su desarrollo y también, por desgracia, al umbral de la catástrofe de la pubertad. Éstas son las cifras que me ha dado un amigo periodista especializado en temas demográficos:

NACIMIENTOS EN FRANCIA

Total Niños Niñas
1926 767. 500 392. 100 375. 400
1927 743. 800 378. 700 364. 100
1928 749. 300 383. 600 365. 700
1929 730. 100 373. 000 357. 100

Por lo tanto, 1938 es un año particularmente fasto. La atmósfera exterior, es decir, en estado de máxima dilución, presenta una densidad que no volverá a tener en mucho tiempo, puesto que la clase de los doce años se viene abajo en 1939, para remontar un poco en 1949 y descender aún más en 1941.

15 de noviembre de 1938. Ayer por la noche, los Hervé vencieron mi resistencia y consiguieron llevarme a la Opera, donde representaban el Don Juan de Mozart.

Sabía que odiaba la ópera, pero ahora también sé por qué. En el mundo que se nos ofrece como espectáculo, los rasgos sexuales de los personajes están exagerados hasta la caricatura. Los hombres son tan viriles que se asemejan a los animales, y la histeria parece el clima habitual de la exacerbada femineidad de las mujeres. No sabría explicar demasiado bien por qué creo que la ópera es el medio menos adecuado para exaltar la frescura, que para mí es un valor de capital importancia, junto al cual todos los demás no son más que cheques sin fondos y vanas promesas. El valor, la grandeza, la majestad, cierta forma de belleza —noble, altiva, orgullosa—, la profundidad, la crueldad y el amor, sí. La frescura, no. Ni la música, ni los decorados, ni la acción, y menos todavía los personajes, dejan el menor sitio para ella. En realidad, la ópera —ya se trate de la sala o del escenario— es para mí uno de esos lugares sofocantes a los que es evidente que los niños no tienen acceso. ¡Puag!

En cuanto al espectáculo de ayer por la noche, me veo obligado a confesar que me llegó al corazón como una astilla, y por un motivo muy simple: porque Don Juan soy yo. Cierto que pintado, maquillado, enmascarado y disfrazado, como es fatal que ocurra en un universo del que está excluida la frescura; de manera que todo el mundo se engaña y el personaje resulta indescifrable para cualquiera menos para mí. La escena en que Leporello exhibe la lista de las conquistas de su amo y cuenta ciento cuarenta en Alemania, doscientas treinta en Italia, cuatrocientas cincuenta en Francia y mil tres en España, expresa una voluntad de agotamiento que conozco demasiado bien. También a Don Juan le podría haber dicho una Rachel cualquiera: «¡Tú no eres un amante, eres un ogro!». Y como tengo ojos para ver y oídos para oír, comprendí muy bien el terrible epílogo, que no era otra cosa que mi propia muerte adaptada a las premisas de la trama. Pues no me cabe duda de que, una noche, un visitante esculpido en una lápida sepulcral vendrá a llamar a mi puerta con su puño de mármol, y que cogerá la mano que yo le tienda y me llevará con él hacia las tinieblas de las que nadie regresa. Pero no tendrá los rasgos de un padre escarnecido y asesinado. Tendrá mi propio rostro.

Ahora sé cual será mi fin: la victoria definitiva del hombre de piedra que hay en mí sobre lo que me quede de carne y de sangre. Llegará la noche en que mi destino se haya apoderado de mí por completo, y mi último grito, mi último suspiro, morirán en unos labios de piedra.

2 de diciembre de 1938. Hace un rato, a la salida de la escuela comunal del boulevard de la Saussaye, he tenido la visión de una gran red que caería de golpe sobre todos los niños. Arramblaría con la mayoría junto al muro de la puerta, pero también tendría que barrer la acera para atrapar a los que hubieran salido primero. Y me entregaría todo un bullicio de batas negras con trencillas rojas, piernas desnudas y rostros risueños.

9 de diciembre de 1938. Los periódicos no dejan de hablar del arresto en La Celle-Saint-Cloud, en su villa «La Voulzie», de Weidmann, un alemán sospechoso de haber asesinado a siete personas.

12 de diciembre de 1938. Una delgada capa de nieve cubría la ciudad esta mañana. El hecho es lo bastante raro como para justificar un pequeño paseo fotográfico. Subí por la avenue du Roule con la cámara en bandolera. Al llegar frente al patio de recreo del colegio Sainte-Croix, observé durante un rato los movimientos de los niños. No hay duda de que ese extraordinario ballet, esas figuras que forman constantemente para luego romperlas y reconstruirlas debe tener un sentido. ¿Cuál? Grupos, combinaciones, conjuntos, composiciones, fragmentaciones, todo eran signos, como en todas partes, o más que en otras partes. ¿Pero, signos de qué? Es mi eterna pregunta en este mundo sembrado de jeroglíficos cuyas claves no poseo.

Me acerqué a las verjas que separan el patio de Sainte-Croix de la calle y, a través de los barrotes, hice una ráfaga de fotos con la fuerte y culpable alegría de un cazador que disparase a los animales enjaulados del zoológico. Estudiaré las imágenes con calma. Compararé los estados sucesivos de esa pequeña sociedad abandonada a sí misma y captada segundo a segundo. ¡Si no descubro algo es cosa del diablo! Enjaular niños… Eso le interesaría muchísimo a mi alma de ogro. Cualquier pauta es una clave, sólo hay que saber aplicarla.

15 de diciembre de 1938. Descanso de mediodía. Sentado frente a mí, con la mano izquierda hundida en su mata de pelo castaño, Jeannot lee. Cuando le interrumpen, pone un dedo sobre la línea en curso, o bien, si decididamente tiene que abandonar la lectura, saca un trozo de lápiz del bolsillo y traza una cruz en el margen al nivel en que debe reanudarla más tarde.

Está leyendo Pinocho, del italiano Collodi. Hojeo el libro abandonado, nervioso de antemano en espera de las atrocidades que pueblan los cuentos infantiles. ¡Como si los niños fueran bestias sin inteligencia ni sensibilidad, capaces de conmoverse solamente con historias espantosas, verdaderos matarratas literarios! Perrault, Carroll, Busch, sádicos a los cuales el divino marqués no tenía nada que enseñar.

Al principio, Pinocho me tranquiliza. Esta historia de una marioneta repentinamente dotada de vida pertenece a una muy antigua y dulce tradición maravillosa. Y por eso me resulta más duro todavía el horrible episodio durante el cual Pinocho y su amigo Lumiñón sé transforman en asnos por ir muy mal en el colegio. Aterrorizados, caen de rodillas, juntan las manos, imploran perdón. Los gritos se convierten poco a poco en rebuznos grotescos, las manos unidas en cascos, las bocas en belfos, los fondillos de los pantalones se hinchan hasta rasgarse con un ruido innoble bajo el empuje de una cola negra y peluda. De verdad que lo horrible nunca había llegado tan lejos. Ni siquiera Piel de Asno, afeándose para librarse de las atenciones de un padre incestuoso, me provoca un sentimiento de horror tan violento como la agonía de estos dos niños.

Me doy cuenta de que las espantosas tribulaciones de Pinocho y Lumiñón son viejas amigas mías. Me encuentro todos los días al hada malvada que, de un golpe de varita mágica, transforma la carroza en calabaza y al niño en asno: es el hada Pubertad. El niño de doce años ha alcanzado un punto de desarrollo y equilibrio insuperables, que hacen de él la obra maestra de la creación. Es feliz, se siente seguro de sí, confía en el universo que le rodea y éste le parece perfectamente ordenado. Es tan hermoso de cara y de cuerpo que toda la belleza humana no es sino el reflejo más o menos lejano de esa edad. Y después llega la catástrofe. Todos los horrores de la virilidad —esa porquería de vello, el color cadavérico de la carne adulta, las mejillas ásperas, el desmesurado sexo de asno, informe y hediondo— se abaten juntos sobre el principito destronado. Entonces se convierte en un perro flaco, encorvado y lleno de granos, de mirada huidiza, que bebe con avidez las basuras del cine y del music-hall; en resumen, en un adolescente.

El sentido de la evolución está muy claro. Ya ha pasado el tiempo de la flor. Hay que convertirse en fruto, en semilla. La trampa matrimonial pronto cierra sus mandíbulas sobre el necio. Y entonces le vemos uncido junto a los demás al pesado carro de la propagación de la especie, obligado a aportar su contribución a la gran diarrea demográfica que está a punto de reventar a la humanidad. Tristeza, indignación. Pero ¿para qué? ¿No nacerán muy pronto otras flores en este estercolero?

18 de diciembre de 1938. Está en curso la instrucción del proceso de Weidmann, el asesino de las siete personas. El hombre mide un metro noventa y uno y pesa ciento diez kilos. Exactamente mi altura y mi peso.

21 de diciembre de 1938. Esta mañana iba por la avenue du Roule, y estaba a punto de dejar atrás el patio del colegio Sainte-Croix para caminar a lo largo de la sucesión de talleres y estaciones de bombeo que lleva a mi propio garaje, cuando de pronto me quedé clavado en el sitio a causa de un largo grito que dominó el jaleo de los juegos del recreo. Era una nota gutural, de una pureza incomparable, sostenida durante mucho tiempo, como una llamada venida de lo más profundo del cuerpo, que acababa en una serie de modulaciones alegres y patéticas a la vez. ¡Sorprendente impresión de rigor y plenitud, de equilibrio y desbordamiento!

Volví de inmediato sobre mis pasos, convencido de que iba a descubrir en el patio algo o a alguien notoriamente excepcional. Pero no, allí no había nada. Yo todavía oía aquel cristal enriquecido con todas las armonías de la carne, y las correrías de los niños continuaban como en primer plano, como si el milagro sonoro no hubiese sucedido. ¿Cuál de aquellos hombrecitos había dejado escapar de sus entrañas una queja tan dichosa y pura? Todos me parecían iguales, es decir, tan esenciales los unos como los otros.

Me dejé acunar un buen rato por el eco cada vez más lejano del «grito», que me recordaba a San Cristóbal pero que ahogaba la música múltiple y tónica de los juegos y combates infantiles. Luego sonó una campana y se formaron filas a la puerta de las aulas. Y yo me alejé de un patio desierto.

Sin embargo, antes de volver al garaje anoté el día y la hora del «grito», por absurda que fuese en apariencia la idea de un retorno regular del milagro.

23 de diciembre de 1938. En el boulevard de la Saussaye, un edificio grande y austero reúne la guardería y las escuelas primarias de niños y niñas. Asistir a la salida de los niños, a las seis de la tarde, se ha convertido en una de mis costumbres. Al principio, un día que pasaba por allí a la hora del recreo, me atrajo el abanico sonoro que se abría detrás del alto muro. Y me detuve, deliciosamente envuelto en aquel vasto coro, unánime y numeroso a la vez, atravesado irregularmente por silencios y exclamaciones, calderones y repeticiones mezza voce. Seguía esperando el «grito» que hace dos días, delante de las verjas del Sainte-Croix, me llegó tan cálidamente al corazón, pues estoy convencido de que no se trataba de una manifestación de un don vocal individual, sino de la esencia misma del niño en forma sonora.

Esta mañana no he oído el «grito»; pero a una masa vocal poderosa y arrebatada le ha sucedido de pronto un delicado trino, un pizzicato sobreagudo, fino como un encaje burlón y al mismo tiempo acariciador, que hizo que los ojos me escocieran y se me llenaran de lágrimas. He decidido pedirle a Karl F. que me preste su aparato norteamericano para grabar sonidos. Vendré aquí todos los días para registrar cada recreo en las bandas magnéticas. Luego los escucharé en casa, con calma, tantas veces como haga falta para encontrar el hilo de la sinfonía. Y, ¿quién sabe? Tal vez después pueda cantar con ella, quizás llegue a sabérmela de memoria y sea capaz de evocar el recreo del 25 de noviembre a las cinco o del 20 de diciembre a las diez, igual que puedo evocar un cuarteto de Beethoven o un estudio de Chopin.

En espera de adquirir este nuevo tipo de cultura musical, observo con una sorpresa inalterable y siempre nueva la avalancha de los niños al salir de pronto a la calle tras largas horas de encierro. Me doy cuenta de que los que salen los primeros y los que se quedan los últimos siempre son los mismos. Los conozco y reconozco mejor que al resto del grupo, que se atasca en la estrecha puerta dando gritos.

Por la otra puerta sale un gorjeante rebaño de niñas, a las que observo con apasionada curiosidad. ¡Imposible describir el daño que hace la separación de niños y niñas en nuestra infancia! El hombre y la mujer son tan ajenos entre sí, tan difíciles de unir en una vida común, que es estúpido y criminal no acostumbrarles a compartirlo todo desde la más temprana edad. ¡Sin embargo, bien sabemos que el perro y el gato sólo pueden convivir si han mamado del mismo biberón!

28 de diciembre de 1938. Insondable tristeza de los colegios y de los patios de recreo vacíos durante las vacaciones de Navidad. ¿Cómo vivir sin esos pequeños islotes de vivificante frescor, sin esos balones de oxígeno que nos hacen olvidar durante unos instantes la pestilencia de la edad adulta? Su dispersión a los cuatro vientos deja paso a una atmósfera viciada hasta un punto irrespirable.

Con este humor tristón asistí esta mañana a la misa de los Santos Inocentes, asesinados por orden del rey Herodes. ¿Cómo no iba a asociar esa terrible y gran matanza con las sinfonías de gritos infantiles que me alimentan a diario? Al escuchar la lectura del relato de este crimen en el Evangelio según San Mateo, me oculté detrás de una columna y sollocé de dulzura y de piedad.

31 de diciembre de 1938. Dentro de unos momentos va a empezar el año 1939. Tocados con sombreros de payaso, hombres y mujeres se arrojan confeti a la cara. Yo me levanto de una cama que el insomnio ha vuelto árida, sosa y absolutamente inhóspita y camino al borde de abismos de soledad como un sonámbulo errante al borde de un tejado. La certeza de que el año no se va a acabar sin una lluvia de fuego y azufre me estremece de miedo y de tristeza. Abro la Biblia, aunque este libro escrito por noctámbulos como yo no me ofrece más que el eco, formidablemente amplificado, de mis propias palabras.

La pena ha consumido mis ojos

mis miembros son como una sombra.

La morada que espero es la casa de los muertos,

En las tinieblas preparo mi lecho.

A la tumba le grito: ¡Mi padre eres!

A los gusanos: ¡Hermanos míos!

Tiemblan bajo las aguas las sombras de los difuntos,

Se abre ante Dios la casa de los muertos,

no hay velos que oculten el abismo.

Él extiende el septentrión sobre el vacío,

Él suspende la tierra sobre la nada,

Él encierra las aguas en sus nubes,

las nubes no revientan con su peso.

Él vela la vista de su trono,

Lo cubre de nubes,

Traza un círculo sobre las aguas,

En el límite donde la luz confina a las tinieblas.

Dios ha hecho que la noche caiga sobre mi camino,

Me ha arrancado el manto de púrpura,

Me ha arrebatado la corona y la ha roto sobre un peñasco,

Me ha fatigado y quebrantado,

Ha desarraigado mi esperanza como un árbol.

Pero Dios crea la herida y el remedio,

Él hiere y sus manos curan,

sé que un día devolverá la sonrisa a mis labios,

Que pondrá cantos de júbilo en mi boca.

Entonces la tierra saltará de alegría,

Resonarán risas en el mar,

Los campos se estremecerán de amor,

Los árboles de los bosques agitarán sus hojas relinchando, Como los caballos fogosos sacuden sus crines.

2 de marzo de 1939. No he escrito nada desde que empezó el año. ¡En realidad, apenas si he vivido! Cuando era niño, la inmersión en la oscuridad, la humedad y el frío del invierno se confundían, para mí, con la desgracia de existir. Me ha hecho falta mucho tiempo para entender que a fin de cuentas sólo se trataba de una estación, la peor de todas. Cada año, a medida que envejezco, tengo la impresión de que el tiempo pasa más deprisa, y puedo medir y dominar lapsos cada vez más largos. Pero el invierno todavía no se ha encogido lo bastante como para que pueda saltar sobre él alegremente y caer al otro lado del agujero. De momento, todavía fallo el salto y caigo en la fosa de enero y febrero con la sensación de que nunca, nunca volveré a salir.

En realidad, odio el invierno porque el invierno odia la carne. En cuanto la encuentra desnuda, la castiga y la azota como un predicador puritano. El frío es una lección de moral, de inspiración odiosamente jansenista. Y lógicamente, puesto que los signos necesitan de la carne para manifestarse, el invierno impone silencio a las voces y extingue los fuegos que habitualmente jalonan mi camino. Entonces ya no puedo avanzar. Hiberno con la cara contra la pared y las manos sobre las orejas…

Pero esta mañana, tibias ráfagas de viento secaban la lluvia que ha crepitado durante toda la noche sobre la cristalera del garaje. Un humor oceánico enternecía el cielo. Al salir de casa me encontré rodeado de repente por un grupo de colegialas con las piernas desnudas y blancas por el invierno. ¡Abel, pronto volveremos a ver las camisetas y los calcetines blancos, los vestidos de verano y los pantalones cortos! Ya puedes poner a punto tu máquina de robar gritos y sonidos, y tu caja de capturar imágenes.

¡Pero ten cuidado, porque las premoniciones pronto te saltarán a la cara!

4 de marzo de 1939. Sesenta y dos cardenales, cada uno ayudado por un conclavista y un hombre de la guardia, se encerraron ayer por la mañana en el ala del Vaticano reservada al cónclave. Cantaban el Veni Creator, pero el cielo, irritado, ahogó sus voces con una violenta tormenta. La flor y nata de la chusma eclesiástica cosmopolita pudo aislarse por completo gracias a los desvelos del príncipe Chigi, mariscal del cónclave, y con todas las salidas vigiladas por las tropas pontificias y los auditores de la Rota.

¡Uno se estremece al tratar de imaginar el aquelarre formado por estos ciento ochenta y seis vejetes, en una densidad atmosférica desconocida hasta hoy! Sólo las volutas de humo negro que se escapaban de la chimenea de la Capilla Sixtina atestiguaban los maleficios que urdía semejante asamblea, ebria de impunidad.

A las cinco y media de la tarde, el cardenal Caccia Dominioni se presentó en la logia central de San Pedro, que los ceremoniantes habían abierto, y bajo la cual habían desplegado el gran tapiz con las armas de Pío IX.

—Os anuncio una gran alegría —proclamó—. Tenemos Papa en la persona del Reverendísimo Cardenal Eugenio Pacelli.

De inmediato, la multitud entonó el Te Deum.

No sé quién es Pacelli. Se llama Eugenio, como Weidmann, el asesino. Y luego he visto su foto en los diarios: es como la momia de Ramsés II pero más seco, menos humano. Exactamente el antipastor, devastado por todos los demonios de la Pureza que requieren los tiempos apocalípticos que se avecinan.

15 de marzo de 1939. He visto entre un grupo de colegialas de la escuela comunal del boulevard de la Saussaye a una niña de extraordinaria belleza, ya muy mujer, creo, a pesar de su pecho liso y sus rodillas despellejadas. La he visto, pero sería más exacto decir que ella me ha visto a mí. Tenía que pasar. Hace semanas que vengo aquí, ya sea con la cámara, ya con la grabadora de Karl F. escondida en mi viejo Hotchkiss, dejando ver solamente el micro en el extremo de una especie de antena que he fijado verticalmente entre las dos puertas; y a veces vengo con los dos, puesto que los uso en distintos momentos; las grabaciones durante los recreos, las fotografías a las salidas.

Sé que se llama Martine porque he oído a sus compañeras llamarla. La pregunta que me hago es la siguiente: ¿Cómo es la foria con una niña? Mi educación exclusivamente masculina en San Cristóbal hace que las niñas sean para mí una terra incógnita que ardo en deseos de explorar.

21 de marzo de 1939. Una piedra negra y una piedra blanca han marcado, para mí, este primer día de primavera, como si desde ahora lo fasto y lo nefasto debieran equilibrarse a ambos lados de mi camino.

Piedra negra: me entero por la prensa de que Weidmann, cuyo proceso sigo diariamente, nació el 5 de febrero de 1908 en Francfort, y de que es hijo único. Yo soy hijo único. Y nací el 5 de febrero de 1908 en Gournay-en-Bray. No bastaba con que el asesino tuviese mi peso y mi estatura, sino que tenía que haber nacido el mismo día que yo. Son coincidencias que me hieren más de lo que puedo expresar.

Piedra blanca: la reacción de las cuatro y media de ayer, cuya grabación merece convertirse en un gran clásico del género. Por primera vez he asistido a un deslizamiento de la pura sinfonía instrumental hacia la acción dramática, y en concreto hacia el oratorio. Ahí está, enroscada en la bobina de la grabadora. Lo he escuchado unas veinte veces, y no creo que me canse de oírlo.

El preludio es un triunfal haz sonoro que impone silencio a su alrededor, absorbiendo cualquier otro sonido. Luego, esa masa aparentemente homogénea se fragmenta en miles de gritos que la diversifican y debilitan al mismo tiempo. Y de pronto un calderón formidable, sofocante, que hace que a uno se le pare el corazón. Y luego otro haz, pero esta vez los gritos se han transformado en palabras, un innumerable murmullo cuya nota dominante es una angustia mil veces repetida, reflejada en diferentes facetas. Y por fin una palabra que viene a inscribirse con letras negras y acabadas sobre ese fondo estremecido: ¡CERDO! Ah, cada vez que escucho la grabación espero temblando este insulto, anunciado durante tanto tiempo, tan ricamente realzado, y cuando al fin restalla, hace ya unos segundos que estoy acurrucado en el sillón, anticipando el choque. A continuación, como es fatal que ocurra, la masa sonora se disloca, se forman focos aquí y allá —y los aficionados a la música descriptiva reconocerían fácilmente un partido de fútbol, una furiosa pelea entre dos niños, el juego de las cuatro esquinas, un pequeño grupo que canta una canción infantil—, pero hay que rechazar las interpretaciones literarias y leer en esta dispersión los esfuerzos de una comunidad que intenta diferenciarse, incluso corriendo el grave riesgo de dar a luz a individuos particulares. Mas todo se resuelve de nuevo en un gran estallido sonoro lleno de gritos y gemidos, vaho plateado en el que tiemblan rostros sonrientes o patéticos, hasta el momento en que la campana golpea precipitadamente la cúpula sonora, la perfora, reduce y destruye, y ya sólo se oye el ruido de las botas en la tierra batida.

Al rebobinar la banda magnética por vigésima vez, me admiro de que el detalle más evidente de esos quince minutos se me haya escapado por completo mientras realizaba la grabación —entonces sólo oía un tumulto conmovedor pero desordenado— y sólo se haya revelado lentamente, en el curso de sucesivas audiciones.

Para horadar el muro de nuestra ceguera y nuestra sordera es necesario que los signos nos golpeen una y otra vez. Para entender que en el mundo todo es símbolo y parábola sólo nos falta una capacidad infinita de atención.

6 de abril de 1939. Albert Lebrun ha sido reelegido presidente de la república por quinientos seis votos entre novecientos diez votantes, senadores y diputados, reunidos en el Palacio de Congresos de Versalles. Han dado prueba de un refinado discernimiento en su elección. Lebrun es el único capaz de esta hazaña: sumar la insignificancia a la abyección.

14 de abril de 1939. Esta tarde Martine llevaba un pañuelo de seda negra anudado a la cabeza, que encuadraba estrechamente su rostro triangular. Desprovisto, así, del comentario voluble y frívolo de sus rizos rubios, reducido a sus líneas esenciales, este rostro tenía una pureza de madona que avivaba su aspecto infantil, a pesar de su gravedad. ¡Qué bonita estaba! Me ha mirado con insistencia pero no me ha sonreído.

1 de mayo de 1939. Cuando vago por las calles en mi viejo Hotchkiss necesito, para que mi alegría sea completa, llevar la cámara colgada en bandolera y bien sujeta entre los muslos. Así puedo darme el gusto de tener un sexo enorme, enfundado en cuero, cuyo ojo de cíclope se abre como un relámpago cuando le digo «¡Mira!», y se cierra inexorablemente sobre lo que ha visto. ¡Maravilloso órgano, mirón y observador, diligente halcón que se abalanza sobre su presa para robar y llevarle a su dueño lo más profundo y engañoso que hay en ella, su apariencia! ¡Embriagadora disponibilidad de este hermoso objeto compacto y, sin embargo, misteriosamente hueco, que se columpia colgado de la correa como el incensario de todas las bellezas de la tierra! La película virgen, que tapiza secretamente el interior, es una retina inmensa y ciega que sólo ve una vez —deslumbrada—, pero que no olvida nunca.

Siempre me ha gustado hacer fotografías, positivar, revelar; y cuando me instalé en el Ballon transformé en laboratorio una habitación pequeña, fácil de oscurecer y provista de agua corriente. Ahora me doy cuenta de hasta qué punto fue providencial ese capricho, y lo bien que se presta a mis preocupaciones actuales. Pues está claro que la fotografía es un arte de hechicería encaminado a asegurarse la posesión del ser fotografiado. Cualquiera que tema verse «atrapado» en una fotografía da prueba del sentido común más elemental. Es un modo de consumo al que generalmente se recurre a falta de algo mejor, y es obvio que si los bellos paisajes pudieran comerse, los fotografiaríamos menos.

Aquí se impone la comparación con el pintor que trabaja a la luz del día, con pequeñas pinceladas pacientes y manifiestas, para plasmar sus sentimientos y su personalidad sobre la tela. Por el contrario, el acto fotográfico es instantáneo y oculto, semejante al toque de varita mágica del hada que transforma una calabaza en carroza, o a una muchacha despierta en una muchacha dormida. El artista es expansivo, generoso, centrífugo. El fotógrafo es avaro, ávido, goloso, centrípeto. Es decir, que yo soy un fotógrafo nato. Ya que no dispongo de poderes despóticos que me aseguren la posesión de los niños que deseo, utilizo la trampa fotográfica, y me apresuro a precisar que no se trata en absoluto de un remedio para salir del paso. Sea lo que fuere lo que el futuro me reserva, conservaré el amor de estas imágenes brillantes y profundas como lagos donde, ciertas tardes solitarias, me zambullo sin pensarlo. La vida está ahí, sonriente, carnal, entregada, aprisionada en el papel mágico, último reducto de ese paraíso perdido por el que no he dejado de llorar, la esclavitud. La hechicería y sus prácticas explotan la posesión, medio amorosa, medio asesina, del fotografiado. Pues el fotógrafo se apodera de él. Para mí, la finalidad del acto fotográfico, sin renunciar a los encantos de la hechicería, va más lejos y más alto. Consiste en elevar el objeto real a una nueva potencia, la potencia imaginaria. La imagen fotográfica, esa indiscutible emanación de lo real, es a la vez consustancial a mis fantasmas, se encuentra al mismo nivel que mi universo imaginario. La fotografía promueve lo real al nivel del sueño, metamorfosea un objeto real en su propio mito. El objetivo es la estrecha puerta por la cual hacen su entrada secreta en mi panteón interior los elegidos llamados a convertirse en dioses y héroes poseídos.

Así pues, está claro que no tengo necesidad de fotografiar a todos los niños de Francia y del mundo para satisfacer ese deseo de exhumación que me atormenta. Pues cada foto eleva su motivo a un grado de abstracción que le confiere, al mismo tiempo, una cierta generalidad, de tal forma que un niño fotografiado equivale a X —mil, diez mil— niños poseídos…

Por lo tanto, en este hermoso y soleado primer día de mayo, después de desayunar alegremente en un rincón de la mesa, me lanzo a la caza de imágenes, con la cámara amorosamente colocada en su hueco genital. Mis ojos ya no son más que visores que recogen imágenes posibles en las ramas de los árboles, en las aceras e, incluso, dentro de los coches que pasan a mi lado. Los transeúntes del primero de mayo y los perros del primero de mayo caminan con paso dominical por las calles, tranquilas gracias a la fiesta del trabajo. El mundo desfila tras el cristal de mi parabrisas. El mundo es un cristal deliciosamente colocado por un cristalero llamado primero de mayo. Los guardias que se entretienen regulando la circulación durante la salida del primero de mayo me hacen señas amistosas con su porra blanca.

Dejo mi viejo Hotchkiss a orillas del puente de los Campos Elíseos. Gaviotas grises, pescadores inmóviles, yates abandonados, algunos modestos funcionarios que lavan el coche al borde del agua —tal vez ése sea, para ellos, el mejor momento de la semana—. Un marinero acciona furiosamente la bomba de una barcaza, y con cada esfuerzo brota una eyaculación amarillenta a ras de la línea de flotación. Me deslizo en una barca y, a riesgo de caerme de cabeza al agua, reúno en el visor el chorro amarillento, la silueta negra y abrupta del casco, y arriba, en todo lo alto, en un rincón del cielo azul, el hombrecillo que salta para dejarse caer con todo su peso sobre la manivela de la bomba. En el muelle un chiquillo se divierte deslumbrando a los paseantes con un trozo de espejo. Le pido que enfoque el rayo sobre el objetivo de la cámara, y me imagino de antemano la foto que resultará de este encuentro: una explosión blanca rematada por una cabeza hirsuta y alegre de amplísima y mellada sonrisa.

En la explanada del palacio de Tokio unos chicos dan vueltas patinando, otros juegan a la pelota. Los patinadores no se quitan nunca los patines. Los jugadores no patinan jamás. Los dos grupos no se mezclan, separados por una diferencia casi biológica. Recuerdan a las hormigas: algunas tienen alas, otras no.

Observo a dos patinadores, dos chicos muy morenos, sin duda hermanos, vestidos de forma parecida, de caras y cuerpos semejantes, que sólo se diferencian en la edad y la altura, como un fauno mayor y otro más joven. Describen rápidos arabescos, saltan varios tramos de escalones de un solo impulso. Les pido que se cojan de la mano y giren al pie del gigantesco relieve que representa a Terpsícore y a una ninfa bailando en un decorado arcádico. Y yo fotografío a la doble pareja —la pequeña de carne, la grande de piedra— que se ignoran y que, sin embargo, armonizan tan bien. Luego les explico a los niños quién es Terpsícore: una gracia, una diosa griega, la patrona de los patinadores. Después un ciclista, que avanza con un patín fijado a la rueda delantera, llama la atención general. Un invento sorprendente, una combinación de dos atributos esenciales y en principio incompatibles del colegial. La rueda delantera de la bicicleta, inmovilizada, resbala sobre las losas con un gran estrépito metálico.

Se reanudan los juegos, suspendidos un momento. Persecuciones, volteretas, saltos, bailes que ondulan sobre un estruendo de hierros. Los que bailan se separan para bajar con un salto varios escalones. Uno de los niños da un traspiés. Llevado por el impulso, rebota varias veces en los escalones y se derrumba al pie, formando un miserable e inmóvil montoncito de ropa. He reconocido al hermano más joven, al pequeño fauno. Lentamente se da la vuelta, se sienta, se inclina sobre la rodilla derecha. No llora, pero tiene la cara descompuesta de dolor. Me arrodillo junto a él y le pongo la mano en la rodilla, en esa oquedad húmeda, tierna y temblorosa que es la corva, y siento nacer en mis entrañas una extraña dulzura. La herida, sin duda provocada por la arista de uno de los escalones de mármol, es de una limpieza magnífica: una hendidura bermeja de óvalo impecable, un ojo de cíclope de párpados ribeteados y apretadas comisuras; un ojo arrancado, cierto, que sólo deja pasar una mirada muerta pero que apenas sangra, y que trasuda como un humor vidrioso, un hilillo de linfa que fluye formando un arroyuelo albuminoso a lo largo de la pantorrilla hasta el apretado calcetín. Dos niños se encargan de desatarle al herido los patines, mientras yo adapto al visor y al objetivo de la cámara unas lentes de dos dioptrías. Después quiero que el herido se levante y se mantenga en pie aunque sea durante unos segundos. Le pongo de pie pero él vacila, blanco como una sábana. «Se va a caer», dice uno de los niños. No puede ser. Le doy una sonora bofetada. Luego le apoyo contra el muro. Hago una primera foto, aunque bajo esta luz directa no hay relieve. Necesito una luz oblicua que revele la profundidad púrpura de la órbita. Obligo al niño a girar un cuarto de vuelta. La cámara enfoca su ojo cristalino de robot sobre la órbita vacía del cíclope, confrontación esencial de la carne herida, reducida a la pasividad, incapaz de ver, que sólo puede ser vista, doliente, abierta, con la visión pura y definitiva del arma que empuño. Arrodillado ante esta estatuilla del sufrimiento, acabo la película con una especie de embriaguez dichosa que no puedo controlar. Y llega, por fin, el momento que espero con tanto júbilo. Dejo que la cámara vuelva a colgar de la correa, paso el brazo derecho bajo las rodillas del herido, el brazo izquierdo bajo sus axilas, y me enderezo con mi leve carga.

Me enderezo y mis hombros tocan el cielo, y los arcángeles músicos cantan en torno a mi cabeza. Las rosas místicas exhalan para mí su perfume más fresco. Es la segunda vez en pocos meses que llevo en brazos a un niño herido y que el éxtasis fórico me envuelve. Esto sólo serviría para probar que he entrado en una nueva era.

Los niños que me rodean no entienden la luz que ilumina mi cara. Vamos, hay que reintegrarse al tiempo, reanudar el hilo de los acontecimientos cotidianos, fingir que soy un miembro cualquiera de la gran familia humana…

Me dirijo hacia el coche y en él instalo al pequeño fauno y al fauno mayor, encargado de cuidarlo. Los dejo a ambos delante de una farmacia de la place de l’Alma, y me marcho cantando y acariciando entre los muslos esa caja de imágenes llena de tesoros nuevos cuya belleza, lo sé de antemano, superará todas mis esperanzas.

4 de mayo de 1939. Esta mañana he estado deambulando bajo las frescas bóvedas, iluminadas por un rayo de sol que se filtra a través de una vidriera, de la iglesia de Saint-Pierre de Neuilly. El llanto de un recién nacido me atrae hacia la capilla lateral, donde se levanta la pila bautismal. Un grupo de amigos y parientes rodea a un hombre grande, muy moreno, que sostiene gravemente en los brazos a un niño envuelto, se diría, en velos de novia. El padrino sostiene a su ahijado sobre la fuente bautismal. Por primera vez entiendo el sentido tiffaugiano del sacramento del bautismo: un pequeño matrimonio fórico entre un adulto y un niño.

Cierto que no se trata sino de la interpretación desviada de una institución que enfatiza otra cosa, y al fin y al cabo es bastante curioso que nunca me hayan elegido como padrino. Pero me complace comprobar que el acontecimiento puede prestarse a mi vocación. En él veo el signo —si no la prueba— de que una transformación de las cosas, sin duda un poco brusca pero no destructora, bastaría, tal vez, para que una de sus caras se volviera hacia mí, con mi rostro moldeado en ella, manifestando de ese modo mi afinidad con la verdadera vida.

7 de mayo de 1939. Revelar las películas y descubrir las imágenes negativas supone una tentación y un pesar. Pues estos negativos, examinados por transparencia, tienen un encanto incomparable, y es demasiado evidente que transformarlos en imágenes positivas es como una degradación. La riqueza de detalles y matices, la profundidad de tonos, el resplandor nocturno que ilumina la imagen negativa, todo esto no sería nada sin la extrañeza que nace de la inversión de valores. El rostro de cabellos blancos y dientes negros, de frente negra y cejas blancas, el blanco del ojo en negro y la pupila como un agujerito blanco, el paisaje donde los árboles se destacan como plumas de cisne sobre un cielo negro como la tinta, el cuerpo desnudo cuyas zonas más tiernas y lechosas en realidad son aquí las más oscuras y plomizas, esta perpetua negación de nuestros hábitos visuales, parecen introducirnos en un mundo invertido, pero un mundo de imágenes, y por lo tanto sin verdadera maldad, siempre enmendable, es decir, reversible.

En la noche roja del laboratorio, el negativo impone su soberanía. Ayer, a eso de las siete de la tarde, me encerré en mi cuchitril. Como siempre, perdí la noción del tiempo. Salí, con la mirada extraviada y temblando de cansancio, en mitad de la noche. Hay algo de magia en las manipulaciones a las que impunemente sometemos esta emanación tan personal del prójimo, su imagen; como algo hay de tabernáculo en la ampliadora, de infierno en la sangrienta luz que lo baña todo, de alquimia en las cubetas de revelado, suspensión y fijación donde se meten sucesivamente las pruebas impresionadas. Y los olores de bisulfito, hidroquinona, ácido acético e hiposulfito contribuyen a cargar de maleficios una atmósfera ya de por sí viciada.

Pero los poderes más raros del fotógrafo se derivan de la ampliación de la imagen y de las posibilidades de inversión que ofrece. Pues no sólo contamos con la metamorfosis del negro en blanco y viceversa. También está la posibilidad de darle la vuelta al negativo y convertir la derecha en izquierda y la izquierda en derecha. Tras el revelado, por lo tanto, viene una doble inversión, cuyo ingenuo preludio era en las cámaras antiguas la inversión del motivo —cabeza abajo— en el punto de mira. Estos fenómenos menores, aunque característicos, ilustran sobradamente la magia —benigna y maligna— de la fotografía.

Tengo una caja llena de negativos procedentes de mis búsquedas por los campos empíricos. Perfecta disponibilidad de estos niños, prudentes como imágenes. En cualquier momento puedo deslizar a uno de ellos en el proyector, y entonces invade la habitación, se pega a las paredes, a la mesa, a mi ropa. Puedo reproducir cualquier parte de su cuerpo o su rostro a una escala gigantesca, y hacerlo tantas veces como me plazca. Pues si el ancho mundo es una inagotable reserva de caza —siempre renovada—, mi vivero de imágenes es perfectamente finito —por grande que sea su riqueza—, mi pueril rebaño está contado y enumerado, y conozco, como debe ser, todos sus recursos. El número finito de mis negativos se ve justamente compensado por la posibilidad que tengo de sacar un número infinito de imágenes positivas de cada uno de ellos. El infinito empírico aplicado a la finitud de mi colección se convierte en un infinito posible, pero que esta vez sólo se despliega a través de mí. Gracias a la fotografía, el infinito salvaje se transforma en un infinito doméstico.

14 de mayo de 1939. Los Ambroise. Les alquilé tres habitaciones en el bajo que forma parte del garaje. Ambroise hace las veces de guardián y portero cuando el garaje está cerrado. La señora Eugénie no hace nada, y no cabe duda de que no ha hecho nada en toda su vida.

Ambroise me ha contado su historia. Hace cuarenta años, Eugénie y él se conocieron en la estación del Norte. Él iba a empezar a trabajar como artesano carpintero. Ella era una joven vestida de luto que acababa de llegar de su provincia brabanzona. Debía de ser una de esas bellezas rubias, suaves y tranquilas, siempre quejumbrosas, cuya única arma es una inquebrantable fuerza de inercia. Lo había dejado todo para venir a arreglar la herencia de su padre, muerto en París en brazos de su hijo sacerdote. El padre tenía bienes, que el hermano se repartiría equitativamente con su hermana pequeña. Al menos eso es lo que Eugénie le explicó en el andén de la estación al joven Ambroise, vestido con un traje de lustrina negra y ya seco y huesudo, pero también ardiente y emprendedor, y que olió la buena fortuna en el doble sentido de la palabra. Así pues, se encargó de las dos maletas de la joven, y como ella no sabía dónde ir, se ofreció inmediatamente a alojarla en su casa, con intenciones perfectamente honradas, según le prometió. «¡Hace cuarenta años que cargo con esas dos maletas!», me dijo un día en un estallido de impotente indignación.

Pues apenas alojada, y fácilmente seducida, Eugénie se incrustó inexpugnablemente en el pequeño alojamiento de Ambroise, y pesó aún más sobre su vida cuando sus esperanzas de heredar se convirtieron rápidamente en humo, ya porque el sacerdote no fuese honrado —que era lo que Eugénie afirmaba—, ya porque el padre hubiera muerto sin un centavo. Creo que hace cuarenta años que Eugénie y Ambroise interpretan la obra para dos personajes que ponen en escena bajo mi techo. Él, duro y nudoso como un sarmiento, se retuerce el bigote blanco y maldice sin cesar su propia estupidez y la pereza vegetal de su mujer (en realidad no han llegado a casarse). Ella, derrumbada en una silla, enorme, blanca, esponjosa, con el pelo gris como orejas de podenco que encuadran su gruesa y doliente figura, no deja de bendecir al buen Ambroise, un verdadero santo del Paraíso, que limpia, hace la compra, cocina y lava los platos, además de trabajar en el taller. ¡Amores onerosos dónde los haya!

Eugénie habla mucho, con una voz gris, uniforme y gimiente, una especie de lamento monótono que hace y rehace incansablemente el inventario de la villanía de los tiempos, las cosas y la gente. Durante mucho tiempo no presté la menor atención a este grifo de agua amarga y tibia, cuyo murmullo oía cada vez que la ocasión me llevaba a casa de Ambroise. Hasta el día en que me di cuenta de que su voz, por lo general al final de un versículo, subía con frecuencia una octava, se adornaba de armonías argentinas, de gorjeos primaverales, de campanilleos pastorales. Empecé a divertirme a la espera de ese brusco cambio de registro, ese paso a lo que yo llamaba para mis adentros su «toque de clarines», y me vi obligado a darme cuenta del sentido que tenían, indefectiblemente, aquellos campanilleos y gorjeos. Se trataba, sin excepción a la regla, de una sórdida calumnia, de una imputación envenenada, de una insinuación mortífera en la que desembocaba el largo y moroso parloteo que la precedía. Así me enteré de que Jeannot roba en los almacenes Uniprix, de que Ben Ahmed «mantiene» a una prostituta beréber del barrio, de que el italiano a quien contrato los días en que hay mucho trabajo no se conforma con su porcentaje y las propinas, y sobre todo de que mis cacerías fotográficas no le han pasado desapercibidas a este testigo vigilante y malintencionado.

Un día, al volver de una búsqueda especialmente fructífera, balanceaba la cámara en la correa, tal y como uno deja correr y brincar delante de sí a un buen perro de caza que acaba de hacer maravillas, y al pasar bajo la ventana de los Ambroise, ebrio de amor y de alegría, oí estas palabras:

—Ahí va el señor Tiffauges, que vuelve del mercado con su ración de carne fresca. Ahora se encerrará a oscuras para comérsela. Hay cosas que no se hacen a la luz del día, ¿verdad?

Era Eugénie, y había toda una orquesta de glokenspiel[4] en su voz.

18 de mayo de 1939. Durante mucho tiempo he hecho fotos a escondidas, quiero decir, a espaldas de mis modelos. El método es cómodo y fructífero. Además, va bien contra la leve cobardía que siempre me atenaza en el momento de entregarme a un rapto de imagen. Pero al fin y al cabo se trata de un remedio para salir del paso, y ahora reconozco que siempre es preferible, por aterrador que parezca, encararse con el modelo. Pues es bueno que el punto de mira se refleje de otra manera en el rostro o la actitud del modelo: sorpresa, cólera, miedo; o sus contrarios: vanidosa satisfacción, ruindad, gesto obsceno o provocador. Hace cien años, cuando la anestesia hizo su entrada en las salas de operaciones, algunos cirujanos pusieron el grito en el cielo. «La cirugía ha muerto —dijo uno de ellos—. Se basaba en la unión del paciente y el cirujano en el sufrimiento. Con la anestesia, se rebaja al nivel de la disección de cadáveres». En la fotografía ocurre algo parecido. Los teleobjetivos que permiten operar de lejos, sin ningún contacto con el modelo, matan lo más emocionante de la acción: el leve sufrimiento que experimentan, al mismo tiempo y en polos opuestos, quien se sabe fotografiado, y quien sabe que el modelo sabe que se realiza un acto depredador, un rapto de imagen.

20 de mayo de 1939. En la inversión negro-blanco también los grises experimentan una permutación, pero de menor envergadura, de una envergadura tanto más débil cuanto más se acercan a un gris medio, donde los componentes negro y blanco están equilibrados con exactitud. Este gris medio es el eje en torno al cual gira la inversión, eje inmutable, absoluto. ¿Ha tratado alguien de definir y producir este gris absoluto, refractario a cualquier inversión? Nunca he oído hablar de ello.

25 de mayo de 1939. Todos los niños se habían dispersado y yo aún esperaba, decepcionado por no haber visto a Martine. Al fin salió sola, la última. Me acerqué a ella esforzándome en sonreír para disimular mi timidez, que atravesaba una dura prueba. La saludé como si nos conociéramos desde hace mucho tiempo, y en un impulso de audacia le propuse llevarla a casa en mi viejo Hotchkiss. Ella no contestó nada, pero me siguió y se sentó en el coche mientras yo mantenía la portezuela abierta, estirándose la falda con un gesto deliciosamente femenino.

Yo tenía un nudo en la garganta y no dije ni tres frases durante el recorrido. Ella no quiso que la dejase delante de su casa —¡cómo me gustó la complicidad un tanto culpable que se estableció así entre ambos!— y me pidió que parase en la île de la Grande Jatte, boulevard de Levallois, delante de un edificio en construcción cuyo esqueleto es lo único terminado. Escapó ligera como un elfo, y tuve la sorpresa de verla entrar en la desierta obra y desaparecer por la escalera del sótano del edificio.

28 de mayo de 1939. El padre de Martine es empleado ferroviario. Cuando me ha dicho que tenía tres hermanas, me he estremecido de curiosidad. ¡Cuánto me gustaría conocer esas otras versiones de Martine —a los cuatro años, a los nueve, a los dieciséis—, como un tema musical repetido por los instrumentos en distintas octavas! Reconozco en esto mi extraña incapacidad para encerrarme en un solo individuo, mi irreprimible tendencia a buscar variaciones a partir de una fórmula única, una repetición sin monotonía.

Siempre me pide que la deje delante del edificio en construcción. Me ha explicado que el sótano es el mejor atajo para llegar al domicilio de la familia, que está al otro lado, en el boulevard Vital-Bouhot.

30 de mayo de 1939. Es extraño, pero desde que me ocupo intensamente de los niños parece que tengo menos apetito. Me doy cuenta de que los mostradores de las lecherías y las carnicerías ya no despiertan como antes mi voracidad. Empiezo a cambiar la carne cruda y la leche fresca por un régimen más corriente. ¡Y, sin embargo, no adelgazo! Es como si el contacto con los niños me calmara el hambre de un modo más sutil y casi espiritual, un hambre que parece haber evolucionado también hacia una forma más refinada, más cerca del corazón que del estómago.

3 de junio de 1939. Leo cada día el sumario del proceso de Eugène Weidmann. Lo que suscita en mí un movimiento de simpatía por el acusado, no es solamente el espectáculo de todo el cuerpo social dedicado a perder a ese hombre solo y cargado de crímenes, sino que se diría que el destino se empeña en compararlo conmigo. Esta mañana me entero de que es zurdo, y de que ha llevado a cabo todos sus crímenes con la mano izquierda. ¡Crímenes siniestros dónde los haya! Siniestros como mis escritos.

Afortunadamente, la mera idea de Martine basta para disipar todas mis obsesiones.

6 de junio de 1939. La piel, su textura, sus redes cuadriculadas o en forma de losanges, el distinto grosor de sus partes más ásperas, sus poros cerrados o abiertos, su vello suave o hirsuto y, en resumen, la pauta epidérmica, es un terreno donde la fotografía da lo mejor de sí misma, y que es totalmente ajeno a la pintura.

10 de junio de 1959. La imagen que evoco con mayor dulzura es la de la familia de Martine: sus tres hermanas, su madre y su padre reunidos de noche bajo la lámpara. ¡Cómo me gustaría, a mí que nunca he tenido familia, sentarme entre ellos, encerrarme en esa celda cuya atmósfera debe de tener una cualidad especial y una admirable densidad! Es notable que mis cacerías —fotográficas o de otra índole— donde la presa es forzosamente un individuo particular desemboquen siempre en una comunidad cerrada. Se me ocurre una comparación de evidente inspiración ogresa. Tras siglos de recoger frutos silvestres, el hombre inventó la agricultura. Tras siglos de caza, inventó la cría de ganado. Cansado de correr por las heladas estepas, yo sueño con huertos cercados donde los frutos más bellos cayeran por sí solos a mis manos, sueño con grandes rebaños dóciles y disponibles, encerrados en establos tibios y humeantes donde daría gusto dormir en invierno…

16 de junio de 1939. El abyecto Lebrun acaba de rechazar el recurso de gracia de Weidmann. Se ignora el número de asesinatos cometidos por Weidmann, y ni siquiera él mismo está seguro sobre este punto. Pero, sea como fuere, ¿hay crimen más horrible que el de ese hombre emperifollado y sentado detrás de su monumental mesa de despacho, libre de toda presión, que se niega a hacer el leve gesto que detendría la perpetración del asesinato legal?

17 de junio de 1939. Una fuerza oscura contra la cual he luchado inútilmente me indujo a ceder, ayer por la noche, a las súplicas de la señora Eugénie, que quería que la llevase a Versalles para asistir a la ejecución de Weidmann. El espectáculo que ofrecía la innoble febrilidad de aquellas mujeres habría bastado para disuadirme de la expedición si, por culpa de una aberración cualquiera, se me hubiera ocurrido la idea de ir pero, después de haber leído todos los días los artículos de prensa que relataban los progresos de la instrucción y el proceso, algo fatal me obligaba a esa cita con el gigante de los siete crímenes en el momento de su muerte.

Sabíamos que la ejecución tendría lugar al amanecer, pero la señora Eugénie y sus amigas insistieron en salir a las nueve de la noche, con el fin de asegurarse un sitio en primera fila. Ambroise se había negado en redondo a participar en aquel dudoso desatino, contentísimo —según me confesó más tarde— de pasar la noche sin su mujer. Desde el principio me exasperó la cháchara insignificante y venenosa de las cuatro comadres, que apenas cabían en el coche. Oía, a intervalos regulares, los clarines de la señora Eugénie, y siempre descubría el dardo envenenado de sus frases.

Ya al llegar a las afueras de la ciudad se notaba que pasaba algo. No solamente la muchedumbre de las noches de fiesta animaba las calles y aceras, sino que una especie de complicidad crapulosa flotaba en el aire. Todos aquellos hombres, mujeres y niños estaban allí por el mismo motivo, y lo sabían. Y yo estaba entre ellos; no podía decir nada…

No sin dificultades, consigo dejar el coche en la rue du Maréchal-Joffre, y seguimos a pie. La multitud aumenta por momentos. Los atascos obstruyen las calles. La place d’Armes, frente al Château, y la place de la Préfecture se han transformado en aparcamientos. Las dos estaciones vomitan oleadas de viajeros al ritmo de las llegadas de los trenes. Pero los que más abundan son los ciclistas, con una fuerte proporción de esos tándem en que pedalean un hombre y una mujer, vestidos con idénticos pantalones «golf» y suéteres de cuello vuelto.

A medianoche una larga exclamación saluda el apagón de las farolas de gas. La oscuridad, horadada por los faros de los coches, las linternas de bolsillo y las lámparas de acetileno, se llena de risas, juramentos y cloqueos, dominados por la grosera broma de un golfillo o ahogados por un concierto de altavoces. Gruñendo, me dejo remolcar por las cuatro comadres, que siguen en fila india a una desenfrenada señora Eugénie. Avanzamos en grotesca formación hacia la place Saint-Louis y sus tres bares, que brillan con todas las luces encendidas. La habilidad y el empeño de la señora Eugénie hacen que consigamos un velador y cinco sillas en una de las terrazas que atestan todas las aceras. Pero no basta. Nuestra jefa de cordada no descansa hasta que no pone su silla en lo alto del velador y la izamos con grandes esfuerzos sobre el tambaleante patíbulo. Ahora reina sobre el gentío, como la divinidad del sacrificio que va a llevarse a cabo. A sus tres compañeras y a mí nos cuesta mucho trabajo proteger el velador, que cada movimiento de la muchedumbre amenaza con derribar y, en realidad, no vemos nada más que los tobillos elefantiásicos y las zapatillas de fieltro de la señora Eugénie. A nuestro alrededor todo el mundo está de merienda. La gente abre paquetes de comida, saca salchichas, bocadillos y botellas de limonada, que circulan por encima de las cabezas en medio del olor a grasa de las frituras. A eso de la una se acaba la cerveza en los tres bares casi al mismo tiempo. Hay un movimiento de malhumor, y luego la gente se arremolina en torno a un camión cisterna que despacha vino tinto, y hace cola con diversos recipientes. La señora Eugénie saca de su cesto de ama de casa dos termos, un par de gemelos de teatro y un gran chal, que se echa sobre los hombros. Después nos ofrece café caliente.

A las dos, un puñado de gendarmes se esfuerza en evacuar la parte delantera de la prisión Saint-Pierre, donde tiene que alzarse el cadalso. El bullicio es breve pero brutal; pisotean a una mujer. Los gendarmes abandonan el terreno, pero los guardias móviles intervienen a su vez, y acaban por ocupar el cuadrilátero sagrado. Los violentos alborotos provocados por estos movimientos de tropas se propagan hasta nuestra terraza. Se vuelcan algunas sillas; dos hombres, furiosos por la espera y el vino, ruedan entre las mesas, aferrados el uno al otro. Varias veces hemos tenido que formar una muralla con nuestros cuerpos para evitarle lo peor al observatorio de la señora Eugénie. Pero todo el buen humor ha desaparecido. La muchedumbre, hosca, ya no entiende por qué la hacen esperar. Y no puede pedir que le devuelvan el dinero. De pronto tres sílabas, pronunciadas de modo esporádico al principio, empiezan a ser coreadas a un ritmo rabioso por cien mil gargantas: «¡Quem-pie-ce! ¡Quem-pie-ce! ¡Quem-pie-ce!». ¿Es que soy el único que se siente abrumado por la infamia de esta gente? ¿Por qué los militares que rodean el lugar del crimen no disparan contra la multitud, o mejor, por qué no limpian toda esta purulencia humana con el lanzallamas? Por fin, un «¡Ahhhhhh!» inmenso y prolongado sucede a los clamores. La señora Eugénie nos explica que un furgón negro, tirado por un penco, se acerca dando tumbos sobre el empedrado. Una lámpara de acetileno colgada de un poste y sacudida por las ráfagas de viento hace bailar las siluetas de dos hombres que sacan los maderos y empiezan a montar las piezas de la Gran Viuda. Hay un silencio formidable, roto únicamente por los mazazos y los chirridos de las clavijas. Yo, con la frente apoyada en el falso mármol del velador, sufro una larga agonía. Y encima tengo que oír la voz de la señora Eugénie, que deja caer aquí y allá palabras pesadas como piedras: «Contrapeso, caja de serrín, agujero para la cabeza, cuchilla»; luego viene el anuncio de que tiembla una luz en la negra masa de los edificios de la prisión y de que pronto sonará el toque de muerte del gran solitario acorralado. Pero no, todavía hay que esperar, y la multitud gruñe de nuevo, se estira y se apiña, y amenaza con llevárselo todo por delante.

El cielo empieza a palidecer por el este cuando se ilumina el portón de la cárcel. Sale un grupo de hombrecillos de negro, que empujan ante sí a un gigante cuya camisa blanca dibuja una mancha luminosa en la penumbra. Con los brazos atados a la espalda y las piernas también atadas, Weidmann sólo puede dar pasos muy cortos. Un gran suspiro de satisfacción surge de la muchedumbre. Los hombrecillos de negro llegan al pie de la máquina asesina. Cuatro de ellos suben a Weidmann, que parece una gran estatua yacente de la Edad Media, a lo alto del cadalso. Cuando vuelven a ponerle de pie, la luz ilumina de lleno su rostro blanco. Y la voz de esquilón de la señora Eugénie se eleva en mitad del silencio general, como la campanilla del monaguillo durante la Consagración:

—¡Pero cómo se parece a usted, señor Tiffauges! ¡Se diría que son hermanos, palabra! ¡Es su viva estampa, señor Tiffauges, su viva estampa!

A una señal de Henri Desfourneaux, los ayudantes empujan la pálida y enorme estatua, obligándole a poner la cabeza en la tabla. Pero ¿qué ocurre? La maquinaria de la muerte parece detenerse. Todos se afanan alrededor del condenado. El contrapeso estaba mal ajustado. El cuello no ha entrado en el hueco donde debe alojarse, y el cuerpo yace sobre la tabla, medio acurrucado. Le tiran de las orejas, del pelo. Es grotesco, intolerable. Chasquidos de la cuchilla, que se eleva a sacudidas entre los largueros. Un silbido. La sangre mana a borbotones. Son las cuatro y treinta y dos minutos.

Agachado debajo del trono de la señora Eugénie, vomito bilis.

20 de junio de 1939. La mezcla de pesadillas, alucinaciones y devastadores accesos de lucidez que han poblado la noche, ha estado constantemente dominada por la figura de Rasputín. Hasta ahora, para mí había sido un hombre que, habiendo predicado escandalosamente la inocencia del sexo, se opuso con todas sus fuerzas —que en la corte eran considerables— a las intrigas belicistas de los que rodeaban al zar. Se considera que la Gran Guerra empezó el 28 de junio de 1914 porque ese día asesinaron en Sarajevo al archiduque Francisco Fernando. Pero ¿quién se acuerda de que ese mismo 28 de junio de 1914, tal vez a la misma hora, una prostituta a sueldo de los nacionalistas rusos apuñalaba a Rasputín en un pueblo siberiano? Inmovilizado durante varias semanas, el Staretz no pudo impedir que Nicolás II —a pesar de los suplicantes mensajes que le dirige desde su lecho de hospital— desencadenara el conflicto al decretar la movilización general.

En las tinieblas llenas de sollozos de la noche, Rasputín se me ha aparecido no ya como profeta y mártir de la inversión benigna, sino revestido por los atributos de su tercera y suprema dignidad, la del gran héroe fórico de nuestro tiempo. Pues sus manos milagrosas tenían el poder de robarle a la enfermedad el cuerpo doliente de un niño, y llevarlo hacia la vida y la luz. Esta noche mi angustia ha encontrado refugio al pie de su severa y radiante silueta, un negro y gigantesco candelabro sosteniendo esa llama rubia y doblada por el sufrimiento que era el zarevich Alexis dormido.

23 de junio de 1939. A partir de ahora, ni tabaco ni alcohol. Los niños no fuman, ni beben. Si sólo puedes recobrar la frescura fundamental por la vía depredadora, ahórrate, por lo menos, esos vicios mediocres que apestan a edad adulta.

25 de junio de 1939. Desde hace cuatro días padezco un tenaz estreñimiento. Además de una especie de prurito anal que siempre me ataca en tales ocasiones, tengo el bajo vientre pesado e hinchado, de modo que me veo como un busto de carne humana posado sobre un zócalo de materia fecal.

27 de junio de 1939. Imposible recobrar el equilibrio que el asesinato de Weidmann me ha hecho perder. La angélica hace gravitar sobre mi pecho un peso de plomo. Me esfuerzo en bostezar continuamente para irrigar de aire fresco los pulmones, pero en vano busco la forma de desencadenar el reflejo salvador, y las lágrimas corren detrás de mis gafas.

Aferrado a la repisa de la ventana abierta, me ahogo como un pez arrojado a la arena seca. Como último recurso pienso en consultar a un médico, a pesar de la repulsión que me inspiran los hombres de esa espantosa profesión, que consiste en desnudar y tocar sin amor los cuerpos que más necesitan de él. ¡Y no hablemos de las almas! ¿Cómo pensar sin horror en esos asilos donde encierran a los poseídos por el demonio que los falsos sacerdotes, paridos profusamente por Roma, no quieren ni pueden exorcizar, y que son calificados de «enfermos mentales» para poder dejarlos en manos de los médicos detrás de unas murallas acolchadas?

Si fuese a ver a un médico, tendría que ser el más humilde, el más pobre, el menos «sabio». Me sentaría en su sala de espera, entre los vagabundos y las prostitutas, y encontraría en su mirada el bálsamo para mis heridas.

Aunque se me ocurre una idea mejor. Puesto que los veterinarios cuidan tanto a los colibríes como a los elefantes, ¿por qué no habrían de cuidar a un hombre? Iré a ver al veterinario más cercano, me sentaré entre una gata estéril y un loro legañoso, y cuando llegue mi turno, le suplicaré, de rodillas si hace falta, que no me niegue los cuidados que prodiga a nuestros hermanos inferiores. Insistiré tanto que tendrá que tratarme como a un conejillo de Indias o a un lulú de Pomerania. A falta de calor humano, encontraré calor animal, y por lo menos el veterinario no tratará de hacerme hablar.

3 de julio de 1939. ¿Cómo he sido lo bastante loco como para pensar que esta execrable sociedad dejaría vivir y amar en paz a un inocente perdido entre la multitud? Anteayer, la chusma se empeñó en ensuciarme y desesperarme; el cuerno de la maldad y la estupidez sonó anunciando la muerte del justo y del enamorado. Pero ya llega la salvación, amenazadora para ellos, dulce para mí.

Calma, Abel, contén tu cólera, silencia tus imprecaciones. ¡Ahora ya sabes que se acerca la gran tribulación, y que el Destino ha tomado a su cargo tu modesto destino!

Había ido a buscar a Martine a la salida del colegio, como de costumbre, y la había dejado en la île de la Grande Jatte, boulevard de Levallois, enfrente del edificio en construcción. Se había marchado, ligera y juguetona, haciéndome una seña burlona con la mano antes de bajar al sótano. Yo me entretuve en aquel lugar, con los codos apoyados en el volante de mi viejo Hotchkiss, observando el cielo malva de la tarde al final de la calle, y, dentro de mí, el dulcísimo flujo de la ola de ternura que me baña en presencia de Martine.

No sabría decir cuánto tiempo pasé así, hasta que un grito desgarrador que venía del edificio me heló el corazón. ¡Ay, aquélla no era la llamada modulada y rica en armonías de Sainte-Croix! Era un grito de animal herido, un desgarramiento del aire que me petrificó por un segundo antes de abalanzarme fuera del coche, a través de los cascotes de la obra y escaleras abajo, hacia el sótano. La penumbra lo bañaba todo a mi alrededor, pero me guiaban unos largos y estridentes sollozos, que subían del fondo del sótano, donde se veía el rectángulo luminoso de otra salida. Pronto mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, y pude distinguir a Martine. Yacía de espaldas, con la falda levantada sobre los delgados muslos, en medio de los cascotes y los charcos que cubrían el suelo. Le hablé, pero parecía sorda; tenía los brazos cruzados sobre la cara, y sólo tomaba aliento para exhalar su queja infantil. La cogí con autoridad de la muñeca y la obligué a sentarse con toda la suavidad de que fui capaz. Fue entonces cuando descubrió su cara manchada y gritó: «¡Socorro! ¡Déje-me! ¡Me ha hecho daño, daño, daño!», señalando hacia la puerta, donde vi dibujarse la silueta de un hombre.

Se oyeron llamadas y ruidos de carreras, y de repente me deslumbró el haz luminoso de una linterna. Una voz le preguntó a Martine: «¿Quién te ha hecho daño?», y el cielo se derrumbó sobre mi cabeza cuando la oí gritar «¡Él, él, él!», señalándome con el dedo. Entonces perdí la cabeza. Corrí hacia la otra salida, pero una zancadilla detuvo mi impulso y me derribó al suelo. Cuando me levanté, me rodeaba un círculo de hombres mientras que dos mujeres se ocupaban afanosamente de Martine. Unas manos me sujetaron los brazos, las caras oscuras e inclinadas sobre mí profirieron terribles injurias. Luego me obligaron a andar a empujones, con un brazo doblado a la espalda, y salimos a la calle donde ululaba una sirena del servicio urgente de policía.

Experimenté un sentimiento de alivio cuando un empujón me precipitó dentro del coche celular. Al menos me libraba de la chusma que ya se había congregado a mi alrededor y que gritaba con odio. Creí que todo se aclararía en la comisaría de Neuilly, que era adonde me llevaban. Desde el primer interrogatorio me di cuenta, con espanto, de hasta qué punto eran ridículas mis negativas frente a las abrumadoras circunstancias, y sobre todo frente a la acusación formal de Martine. ¿Se ha vuelto loca esa niña? ¿O bien cree sinceramente que fui yo quien la atacó en la penumbra del sótano? ¿O es que le parece más expeditivo librarse de mí identificándome como agresor? He observado que, a menudo, las mentiras de los niños no son más que un esfuerzo de simplificación para explicarles a los adultos una situación cuya complejidad no cabe en una cabeza infantil. En resumen, ¡qué tal vez estaba siendo víctima de un arriesgado resumen!

Pasé la noche en la comisaría de Neuilly, y por la mañana un furgón me llevó al quai des Orfevres, a la brigada antivicio, cuya competencia engloba los asuntos de moral. Por la tarde me interrogó un inspector de división, o más exactamente —pues vale la pena señalar el matiz— tomó nota de mis declaraciones.

Tras las escenas de la víspera y la noche infernal que había pasado con chulos y borrachos, me tranquilizó su acogida correcta, aunque distante. Por primera vez me trataban humanamente; quiero decir, con educación. Pero los golpes que con toda frialdad me asestó fueron igualmente mortales. Me dijo que los testimonios recogidos aquella misma mañana establecían mi presencia habitual e injustificable en los alrededores de los colegios del boulevard de la Saussaye. Unas pesquisas en el garaje se saldaron con la confiscación de las fotos y las grabaciones. Lo poco que adiviné de las declaraciones de la señora Eugénie me hizo temer lo peor. Después, sin transición, el comisario me reveló las conclusiones del examen médico, que no dejan la menor duda sobre la realidad de la violación. Finalmente, definió en dos palabras la impresión que doy a la luz del informe: la de un maníaco peligroso. Y de pronto se abrió la puerta y entró Martine. ¡Ah, con qué cuidado lo habían arreglado todo para acabar conmigo! Lo que había soportado hasta entonces no era nada comparado con las acusaciones furiosas, detalladas y de una obscena precisión que aquella diablesa formuló contra mí. Mi pluma se resiste a poner sobre el papel la centésima parte de las mentiras —salpicadas de menudas verdades— que acumuló para perderme. Al final, el comisario me advirtió que, según el artículo 332 del Código Penal, la violación cometida en la persona de un niño de menos de quince años se castiga con una pena de veinte años de trabajos forzados.

—Creo que su abogado le sugerirá que alegue la locura —me dijo, levantándose—. Eso implica que haga una confesión sin reticencias. Van a llevarle ante el inspector que tomará nota de su declaración. Mientras el juez de instrucción no le inculpe, en este incidente no es usted más que un testigo digamos… privilegiado.

Y, satisfecho de la palabra, me entregó a un agente que me llevó al último piso, tres más arriba. Allí me hicieron presionar los diez dedos, impregnados en tinta de imprenta, sobre una tarjeta; luego me fotografiaron de frente y de perfil, a mí, al ladrón de imágenes, ¡irrisoria y maligna inversión! Y entonces la cosa se puso seria.

Eran tres en una habitación exigua, excesivamente caldeada, fea y vulgar como el infierno. Uno bajito, uno gordo y otro mediano. El mediano tecleaba en una máquina de escribir, que hacía un ruido de metralleta. El gordo se las daba de bonachón. El bajito transpiraba odio. Primero, el gordo me dijo que sólo se trataba de una formalidad. Puesto que había flagrante delito y todos los testimonios coincidían, no tenía más que firmar una confesión que íbamos a redactar juntos. De inmediato objeté que el testigo privilegiado Abel Tiffauges no estaba de acuerdo en un punto esencial, puesto que negaba ser el autor de la violación. Él se arrellanó en su sillón; una sonrisa de repugnante dulzura se extendió por su cara.

—Voy a contarle una historia —empezó—. Érase una vez un garajista que vivía solo en la plaza de la Porte-des-Ternes…

Y, con tono zalamero, desgranó todo mi historial, acumulando detalles que yo no sabía todavía; la escena del palacio de Tokio reconstruida gracias a las fotos, el accidente de Jeannot contado por la señora Eugénie; y de esta complicada disposición —en la que ninguna pieza era discutible— se derivaba, con un rigor implacable, la violación de Martine. Mi obstinación en negarla era una locura y su único efecto sería exasperar a los miembros del jurado cuando estuviera en la Sala de lo Criminal.

Negué durante seis horas de reloj, bañado en sudor, balbuceando de cansancio, molido a golpes y a insultos. Al final, el bajito me arrastró hacia un espejo que colgaba encima de un lavabo.

—¡Mira la cara que le vas a enseñar al jurado! —me dijo—. Una verdadera cara de asesino.

A pesar mío, miré. Por primera vez aquel hombre decía la verdad. Luego añadió que tenía una hija de la edad de Martine, y que le gustaría empalar personalmente a las basuras como yo. Como sólo me llegaba a los hombros, me obligó a sentarme otra vez. Creí que iba a abofetearme, y me quité las gafas por miedo a que me las rompiera, dejándome ciego. Pero no me abofeteó. Me escupió a la cara. Cuando comprendí lo que acababa de ocurrir, cuando sentí el cosquilleo del escupitajo, que resbalaba por mi mejilla, me levanté. Los hombres retrocedieron, sin duda temiendo alguna violencia. ¡Cómo se equivocaban, una vez más! Me acababa de invadir una gran tranquilidad, casi dichosa. Al no llevar las gafas, me rodeaba una niebla de colores suaves y apagados. Sentía bajo mis pies algo parecido al temblor sísmico que anuncia a los viajeros que las máquinas jadean por fin en el vientre del barco, que se han levado anclas, que acaba de urdirse la numerosa y honda conspiración que hace navegar al buque. El Destino estaba en marcha, y había tomado a su cargo mi pobre e insignificante destino personal. Me vino a la memoria una imagen lejana: el giroscopio de Néstor, su juguete absoluto, que con su minúscula trepidación le proporcionaba la prueba directa y sensible del movimiento de la tierra. Yo sentía en cada uno de mis huesos el sordo latido del corazón del mundo.

Sonreí. Dije que, en mi opinión, el interrogatorio había terminado. Con una docilidad que en cualquier otra circunstancia habría sido pasmosa, el gordo llamó a un polizonte para que me llevara de vuelta a la celda. Esa noche, la alegría me quitó el sueño. Ya no tengo que preocuparme por nada. La gran marmita de la Historia ha empezado a hervir, y nadie puede pararla, y nadie sabe lo que saldrá de ella, ni a quién echarán dentro. El colegio va a arder, como hace veinte años en Beauvais. Pero esta vez, el incendio será a la medida del gigante Tiffauges y de la terrible amenaza que pesa sobre él.

12 de julio de 1939. El abogado Lefévre, designado de oficio para encargarse de mi defensa, ha venido a verme. Me ha puesto en guardia contra un optimismo que considera aberrante. Mi historial es tan malo que está pensando en alegar debilidad mental. Yo le he dicho que no pierda el tiempo conmigo, pues no habrá ni proceso ni alegato. La Historia está en marcha. Las trompetas de Jericó pronto derrumbarán los muros de mi prisión. A medida que hablaba, veía afirmarse su decisión de alegar la locura. Me ha preguntado si, además del papel y el lápiz que me concedieron el segundo día, necesitaba alguna lectura para pasar las semanas de vacaciones, durante las cuales nadie trabajaría en los tribunales. Iba a pedirle una Biblia; luego cambié de opinión. Lo que necesito es un Código Penal y nada más.

16 de julio de 1939. No debo ocultarme el hecho de que, si todos esos hombres que me odian por culpa de un malentendido me conocieran, si supieran, me odiarían mil veces más, y por buenos motivos. Pero debo añadir que, si me conocieran perfectamente, me amarían infinitamente. Como hace Dios, que me conoce a la perfección.

30 de julio de 1939. El Código Penal. ¡Qué lectura! La sociedad se baja los pantalones y exhibe sus partes más vergonzosas, sus obsesiones más inconfesables. Preocupación número uno: la salvaguarda de la propiedad. Las heridas y golpes ocasionados voluntariamente sólo merecen una pena de prisión menor. Pero el robo se castiga con la muerte si el culpable posee un arma cualquiera, incluso si ésta se queda en el vehículo con que el ladrón se trasladó al lugar del robo. Por otra parte, la estúpida ferocidad de la mayor parte de estas leyes las hace completamente inaplicables. Lo lógico sería que el legislador, obrando in abstracto, en la tranquilidad de su gabinete, se esforzase en moderar con sus textos los impulsos vindicativos de los jueces y los jurados obligados a decidir en el acto, con el crimen bajo la nariz. Pero ocurre todo lo contrario. Obviamente, estas leyes fueron concebidas por un loco furioso, y hay que encomendarse al buen juicio de los jueces y de los jurados para atenuar su estúpida torpeza.

Hay hombres que son a priori culpables a ojos de la ley, sin haber hecho nada. Artículo 277: «Todo mendigo o vagabundo detenido en posesión de armas, aunque no las haya usado ni haya amenazado con ellas, o provisto de limas, ganchos u otros instrumentos… será castigado con una pena de dos a cinco años de prisión». Una mujer convicta de adulterio puede ser condenada hasta a dos años de prisión, siendo su marido el único responsable de conmutar la pena, si consiente en aceptar de nuevo a la culpable en su casa (art. 337). Un hombre tiene derecho a matar a su mujer y a su cómplice sorprendidos en flagrante delito de adulterio en la casa conyugal. Es obvio que la mujer no tiene ni mucho menos el mismo derecho en las mismas circunstancias (art. 324). Ni una palabra sobre el incesto. En consecuencia, un hombre puede vivir maritalmente con su madre o su hija, su abuela o su nieta, tener de ellas una hermosa y numerosa familia, y no preocuparse por nada a los ojos del mundo.

No escribo más sobre el tema. Este pesado magma de estupidez, odio y cínica cobardía quita las ganas de indignarse.

3 de agosto de 1939. Las noches carcelarias me llevan mentalmente de vuelta, con una fuerza irresistible, a las largas horas de vigilia en el colegio San Cristóbal. Ni siquiera la ausencia de Néstor es obstáculo para estas evocaciones, pues en cierto modo él revive en mí, yo soy Néstor. Así, toda mi vida pasada se despliega de forma panorámica ante mis ojos cerrados, como si estuviese a punto de morir.

Trato de encontrar la moraleja del desafortunado incidente con Martine. Sigo adorando a los niños, pero ya no a las niñas. Y, además, ¿qué es una niña? A veces, un niño «frustrado», como suele decirse, y más a menudo todavía una mujercita, de modo que la niña no está en ninguna parte. Por otro lado, eso es lo que da a las colegialas un aspecto tan cómico: son mujeres enanas. Trotan sobre sus cortas piernas balanceando las corolas de sus faldas, que nada distingue, a no ser la talla, de los vestidos de las mujeres adultas. Y lo mismo se puede decir de su comportamiento. He visto con frecuencia a niñas muy pequeñas —tres o cuatro años— tratar a los hombres con una actitud muy típica y cómicamente femenina, sin equivalente en la conducta de los niños con las mujeres. Entonces, ¿por qué se habla de niñas si no hay niñas?

En efecto, creo que la niña no existe. Es un espejismo de simetría. En realidad, la naturaleza no sabe resistirse a las tentaciones de la simetría. Puesto que los adultos son hombres y mujeres, ha creído necesario que los niños sean niños y niñas. Pero la niña no es sino una falsa ventana, del mismo orden falaz que los pezones del hombre o la segunda chimenea de algunos grandes transatlánticos. He sido víctima de un espejismo. No hay otra manera de explicar mi presencia en la cárcel.

3 de septiembre de 1959. Escribo estas líneas en mi casa, en el despacho del garaje del Ballon, cerrado desde hace dos meses, y que seguirá cerrado durante mucho más tiempo. Me han soltado al final de la mañana. A eso de las nueve me llevaron a ver al juez de instrucción. Me dirigió, poco más o menos, este discurso:

—Tiffauges, su historial es malo, muy malo. En tiempos normales mi deber habría sido inculparle y trasladarle a la Sala de lo Criminal. Pero Francia se ha movilizado. La guerra va a estallar de un momento a otro. He visto que, según su ficha, estará usted entre los primeros llamados a filas. Al fin y al cabo, no ha confesado nada, y quizás esa pequeña Martine es una mitómana, como ocurre a menudo con las niñas de su edad. Así que voy a firmar un auto de sobreseimiento. Mas no olvide, se lo ruego, que sólo la guerra le ha salvado del tribunal, y trate de redimir sus crímenes mediante su conducta en el campo de honor. ¡En realidad, nadie podría aconsejarme con palabras mejor escogidas que vaya a que me agujereen la barriga! Pero ¡qué importa! El colegio ha vuelto a arder. Toda Francia bulle como un hormiguero y se prepara para el combate. ¡Oh, sin el entusiasmo de 1914! Esta vez no hay un Péguy o un Barres que propague entre las filas de la juventud, con sus palabras o escritos, la sífilis patriótica. Ni siquiera los movilizados parecen saber demasiado bien por qué van a combatir. ¿Y cómo van a saberlo? Sólo yo, Abel Tiffauges, al que llaman Portador del Niño, microgenitomorfo y último vástago de la estirpe de los gigantes fóricos, sólo yo lo sé, y con razón…

Los policías dejaron toda la casa patas arriba, y está muy bien así. Se llevaron todas las fotos y las grabaciones, pero he encontrado, esparcidos por el suelo, mis Escritos siniestros. No hay duda de que los muy analfabetos desecharon estas hojas escritas con una letra que, por «zurda», resulta difícil de leer. Y, sin embargo, en ellas se hubieran enterado de todo…

4 de septiembre de 1939. Puedo reírme de todo cuando brilla el sol. Pero en el corazón de la noche la espera de la gran catástrofe que se avecina me llena de espanto. Mientras el sueño vence a mis hermanos, mi rostro tenso escudriña las tinieblas con horror…

Una palabra ha llegado furtivamente hasta aquí, y mi oído ha captado el murmullo. Todos mis huesos se han estremecido de miedo, y el vello de mi cuerpo se ha erizado. Una sombra ha pasado junto a mí, y mis ojos abiertos de par en par han reconocido su perfil. Y la tierra ha temblado bajo sus pasos formidables.

¡Dios es testigo de que nunca he pedido un apocalipsis! Soy un gigante dulce, inofensivo, sediento de ternura, que extiende sus grandes manos unidas en forma de cuna. Por otra parte, tú me conoces mejor que yo mismo. Antes de que las palabras lleguen a mi lengua, tú ya las conoces. Entonces, ¿por qué este cielo cargado de rencor y socavado por los relámpagos, por qué este vaho sangriento que exhala la tierra, estos montones de cadáveres cuyas humaredas oscurecen las estrellas? Mi único deseo era inclinar mis hombros de leñador sobre grandes, tibios y oscuros dormitorios, subir a mis espaldas a unos pequeños, risueños y tiránicos jinetes. ¡Pero tus trompetas desgarran el dulce silencio de la noche, tus visiones me espantan, sacudes mis sueños como una leve nube de mariposas, me arrastras por los pelos y los pies hacia tus escaleras de luz!

He comulgado esta mañana, secretamente transportado, en una capilla lateral de la iglesia de Saint-Pierre de Neuilly. Frescor regenerador de la carne palpitante del Niño Jesús bajo el velo transparente de la seca y pequeña hostia de pan ázimo. ¿Pero cómo calificar la infamia de los sacerdotes de Roma, que niegan a los fieles la comunión bajo las dos especies, y se reservan la suculencia que debe tener esa carne regada por su sangre cálida?