Agrupados en desorden en torno al castillo, cuya masa rojiza ocultaba el horizonte, unos cuantos edificios formaban una especie de pequeña ciudad, cerrada y densa sobre las cuatro hectáreas que cernían las murallas. Una de las dos torres que flanqueaban el pórtico servía de almacén de herramientas, la otra, de alojamiento para el portero y su mujer. Después, distribuidos al azar a lo largo de una especie de calzada que llevaba hasta el patio de honor, se sucedían un picadero cubierto con sus establos, dos naves convertidas en gimnasios, la enfermería, un garaje y un taller para el parque, un cobertizo para embarcaciones, el pabellón del economato, cuatro pistas de tenis, dos villas residenciales con un jardincillo cada una, un campo de fútbol, un campo de baloncesto, una sala de teatro y de cine donde se podía levantar un ring de boxeo, y un cuadrilátero con un recorrido de combate. En las inmediaciones directas del castillo había una perrera desde la que doce dobermans saludaban con un concierto de aullidos a todo el que pasaba cerca de sus jaulas, un blockhaus para las armas y las municiones, un grupo electrógeno y una prisión. Y todos los muros hablaban, gritaban y cantaban divisas y aforismos, banderas y oriflamas, como si sólo a ellos les correspondiese la facultad de pensar. Alabado sea lo que endurece, proclamaba una de las naves del gimnasio, y la otra parecía contestarle con esta cita de Nietzsche: No expulses al héroe de tu corazón. Goethe y Hitler convivían encima de la puerta del salón de fiestas. Goethe: Lo vergonzoso no es caer, sino quedarse en el suelo. Hitler: Los derechos no se mendigan. Se obtienen con gran esfuerzo personal.
Deslumbrado por aquella perentoria epigrafía, Tiffauges fue poco sensible a los primeros encuentros humanos que le reservó la napola. Le recibió un Untersturmführer[31] chupatintas, que examinó su libreta militar y su hoja de ruta y le hizo rellenar un largo cuestionario donde había tantas preguntas sobre sus abuelos y sus padres como sobre sí mismo. Después le dejó en manos de un Unterscharführer[32], que le mostró el establo que ocuparía Barbazul y la habitación que le habían destinado. Para ir hasta ella atravesaron el salón de armas del castillo y luego, por una serie de escaleras cada vez más estrechas y empinadas, llegaron a un pasillo iluminado por minúsculos tragaluces, al que daban las puertas de las pequeñas habitaciones reservadas a los suboficiales S. S. destinados al servicio de la napola.
—Como viene recomendado por el Reichsmarschall, han avisado al Kommandeur de su llegada. Ya le llamará. A menos que lo olvide —añadió con una sonrisa indulgente—. De todas formas, el Alei le espera.
El Alei-Anstaltsleiter[33] —era el Sturmbannführer Stefan Raufeisen. —Tenía el cráneo oblongo, el mentón huidizo y los ojos juntos de los frisones alemanes, de quienes los teóricos racistas contaban maravillas. Cuando introdujeron al francés en el despacho de dirección que ocupaba en la planta baja del castillo, se entretuvo durante mucho rato con el expediente que estaba revisando, y no consintió en alzar hacia Tiffauges su cabeza de lebrel rubio hasta que no llegó a la última página. Entonces le observó en silencio, con mirada astuta, y luego dejó caer tres frases.
—Se pondrá a disposición del Hauptscharführer Jocham, encargado de la intendencia. Debe saludar a todos los S. S. a partir del grado de Hauptsturmführer. Puede retirarse.
Para su propio asombro, Tiffauges sentía poca curiosidad por ver a los niños, que al fin y al cabo eran el motivo de todo aquel despliegue de edificios parlanchines poblados de hombres lacónicos. Los olía, indiscutiblemente, en la calidad de la atmósfera de la ciudadela, que parecía condensarse aquí o allá en forma de un par de guantes de boxeo sobre una silla, una gorra colgada de un poste, un balón de cuero olvidado en una reguera o la ropa de color rojo arrojada en confuso montón sobre el césped verdeante. Y es que tenía la aguda conciencia de que una barrera se interponía entre ellos y él, y que quizás tendría que esperar mucho tiempo antes de que cayera. Que esta barrera estuviese constituida, en primer lugar, por el personal S. S. que custodiaba a los alumnos y aseguraba la buena marcha del establecimiento fue algo que aprendió de un modo bastante penoso durante los primeros días, cuando tuvo que memorizar los grados del Cuerpo Negro y los ínfimos signos que permitían distinguirlos en unos uniformes idénticamente macabros.
Tuvo que aprender también que las chapas en la solapa de los simples S. S. Mann no tenían ningún adorno, pero que el Sturmmann (soldado de 1a clase) llevaba un galón, el Rottenführer (cabo), dos galones, el Unterscharführer (cabo primera), una estrella, el Scharführer (sargento), un galón y una estrella, el Oberscharführer (sargento primera), dos estrellas, el Hauptscharführer (suboficial), dos estrellas y un galón, el Untersturmführer (subteniente), tres estrellas, el Obersturmführer (teniente), tres estrellas y un galón, el Hauptsturmführer (capitán), tres estrellas y dos galones, el Sturmbannführer (comandante), cuatro estrellas, el Obersturmbannführer (teniente coronel), cuatro estrellas y un galón; una hoja de roble designaba al Standertenführer (coronel), dos hojas de roble al Oberführer (general), dos hojas de roble y una estrella al Brigadeführer (general de brigada), tres hojas de roble al Gruppenführer (general de división) y treshojas de roble y una estrella al Obergruppenführer (general de cuerpo del ejército). Sólo el Reichsführer S. S. —Heinrich Himmler— llevaba una chapa con una corona de hojas de roble rodeando una sola hoja.
A pesar de que variaban menos, las charreteras se prestaban todavía más a lamentables confusiones. Hasta el grado de Hauptsturmführer llevaban un hilo de plata formando seis rayas. De Hauptsturmführer a Standartenführer, los hilos se triplicaban y formaban una trenza simple. Y, finalmente, la trenza se volvía doble a partir del grado de Standartenführer.
El Hauptscharführer Jocham, responsable de la intendencia, era un hombre gordo y rubicundo, que reinaba en un almacén desbordante de sacos de legumbres secas, latas de carne, jamones, quesos de Holanda y tarros de mermelada, sin contar las pilas de mantas, los fardos de ropa e, incluso, los rollos de vendas: un sólido baratillo con un olor a indescifrable complejidad que, en aquellos tiempos de penuria, parecía opulento como la cueva de Alí Baba. Los dos únicos coches que funcionaban estaban reservados, respectivamente para el Kommandeur y el Alei, y a Tiffauges le proporcionaron para sus tareas de aprovisionamiento un carro de cuatro ruedas tirado por dos caballos, al que se podían adaptar unos adrales y hasta un juego de arcos para sostener un toldo.
Reanudó el servicio que había prestado en Moorhof pero con medios más rústicos y, sobre todo, dándole un sentido más profundo. En efecto, nunca olvidaba que atendía a las necesidades de los niños, y consideraba aquel papel de proveedor de alimentos, de pater nutritor, como una exquisita inversión de su vocación de ogro. Cuando descargaba su carro en los almacenes de intendencia, llenos de olores y de ventanas estrechas y enrejadas, se complacía en soñar que los cuartos de tocino, los sacos de harina y las pellas de mantequilla que llevaba en los brazos o a la espalda se convertirían pronto, gracias a la alquimia secreta, en canciones, movimientos, carne y excrementos de niño. De este modo, su trabajo cobraba el sentido de una nueva clase de foria, derivada e indirecta, sí, pero nada despreciable mientras no hubiera algo mejor.
El número de alumnos —a quienes llamaban Jungmannen— era de cuatrocientos, distribuidos en cuatro centurias, cada una a las órdenes de un centurión (Hundertschaftführer) ayudado por un educador adulto, un oficial o suboficial S. S. Cada una de las centurias se dividía en tres columnas (Züge) de treinta Jungmannen; las columnas se subdividían en grupos (Gruppen) de diez unidades cada uno. La columna estaba a las órdenes de un Zugführer, el grupo, a las de un Gruppenführer. Cada grupo tenía su mesa en el comedor y su dormitorio.
«De ahora en adelante —había dicho Hitler en su discurso al Reichsparteitag[34] de 1935—, el joven alemán se educará progresivamente, de escuela en escuela. Entrará siendo un niño pequeño y no saldrá hasta la edad de la jubilación. Nadie podrá decir que hubo un periodo de su vida en el que le dejaron abandonado a sí mismo[35]». No obstante, de manera provisional —por falta de personal cualificado— no incorporaban a los niños de menos de diez años. Pero, desde esa edad, las niñas entraban en el Jungmädelbund, y los niños en el Jungvolk. A los catorce años se incorporaban, respectivamente, al Bund Deutscher Mädel (B. D. M.) y al Hitler Jugend (H. J.). Allí se quedaban hasta los dieciocho años, para pasar a continuación al Servicio del Trabajo (Arbeitsdienst) y luego a la Wehrmacht.
Los Jungmannen de las napolas seguían un escalafón más continuo y, por lo tanto, aún más apremiante. Incorporados a la edad de doce años, dejaban la escuela a los dieciocho, después de haber adquirido, por una parte, una formación escolar tradicional, y por otra, una intensa formación militar, orientada, según su elección, al ejército de tierra, la Luftwaffe, la Marina o los Waffen S. S. Estos últimos eran los preferidos de más de la mitad de los Jungmannen[36].
El reclutamiento se llevaba a cabo de dos maneras: las candidaturas espontáneas y la prospección de las escuelas comunales. Cierto que las candidaturas habrían bastado para llenar las napolas, que no pasaban de cuarenta, pero en ese caso la mayoría de los niños habrían sido de medios burgueses —hijos de militares de carrera y de funcionarios del partido—, y la filosofía populista del Reich exigía mayor apertura a las capas más bajas de la sociedad. Tenían que ser capaces de confeccionar estadísticas que atestiguaran una adecuada proporción de hijos de artesanos, obreros y campesinos. Con tal fin, invitaban a los maestros rurales a presentar ante una comisión itinerante a los niños que pareciesen responder a las normas de candidatura. Reunidos en centros, eran sometidos a una severa selección racial y física —los que llevaban gafas estaban excluidos de antemano—, y luego, a pruebas psíquicas e intelectuales. De hecho, la cualidad primordial sobre la que insistían incansablemente las instrucciones de reclutamiento era la Draufgängertum: ante todo, el niño tenía que ser un lanzado. O, en otras palabras, tenía que manifestar un instinto de conservación tan atrofiado como fuera posible. A falta de Draufgängertum, algunas de las pruebas que los candidatos tenían que enfrentar cobraban, a sus ojos, un significado francamente suicida: tirarse al agua desde una altura de diez metros —supieran o no nadar—, salvar obstáculos que ocultaban una trampa invisible —fosa, caballo de frisa, charca, etcétera—, dejarse caer desde el segundo piso de una casa sobre una manta que sostenían los chicos mayores, o bien, acurrucados en un agujero individual cavado en pocos segundos, pasar bajo una línea de carros de combate que avanzaban a toda velocidad y cadena con cadena. La selección era lo bastante severa como para que el nivel intelectual fuera también superior a la media, pero la guerra había comprometido considerablemente la enseñanza no militar de las napolas. Las llamadas a filas no dejaban de reducir el cuerpo de profesores —al principio todos oficiales de las S. S.— y poco después de su llegada, Tiffauges fue testigo de un cambio que señaló el final de la enseñanza científica y literaria en Kaltenborn: la sustitución de todos los oficiales por profesores civiles. La buena voluntad y la competencia de estos maestros y profesores jubilados, requeridos con urgencia para paliar aquella desaparición en masa, no podían compensar la falta de prestigio ante los alumnos en aquella ciudadela erizada de armas y divisas sangrientas. Aquellos hombres ya de cierta edad, que impartían disciplinas que la urgencia de la guerra hacía parecer irrisorias —entre ellos había un profesor de griego y otro de latín—, caídos en desgracia a causa de sus ropas civiles, incapaces de adoptar el trepidante ritmo de la napola, eran ignorados, abucheados y desanimados. Desaparecieron uno tras otro, salvo un seminarista de teología protestante del Stift de Könisberg, el alumno pastor Schneiderhan, impermeable a las peores afrentas, que se empeñó y acabó consiguiendo un lugar reconocido en aquella jaula de niños-fieras.
La jornada empezaba a las siete menos cuarto con el furioso zumbido de unos timbres en los pasillos de los pequeños dormitorios. Seguía un galope de camisas rojas por las escaleras y el patio, donde tenía lugar un entrenamiento matinal. Mientras tanto, el cuarto de las duchas, donde se sucedían las centurias cada cinco minutos, humeaba como la cocina de una bruja. A las ocho todo el mundo estaba reunido y uniformado en la explanada para el saludo a la bandera (Flaggenparade). Luego los chicos rompían filas y se precipitaban al comedor, donde les esperaba un ersatz de café y dos rebanadas de pan seco. A continuación se ponía en marcha el hábil tiovivo que llevaba a las centurias a las aulas para las clases o las horas de estudio, a los campos de deportes, a las salas de gimnasia, a los diversos puntos del campo y los lagos de los alrededores donde tenían lugar los entrenamientos a caballo o los de remo, y a las casetas de tiro y los talleres de mantenimiento del material, donde instruían a los alumnos en el manejo de armas.
Tiffauges observaba el funcionamiento de la pesada maquinaria. Como la disciplina era de hierro y los alumnos eran elegidos con cuidado, giraba a la perfección, sin chirridos, al son de las trompetas, los pífanos, los tambores y, sobre todo, el ruido de las botas en el suelo. Pero lo que más impresionaba a Tiffauges eran los enérgicos cantos, proferidos por voces duras y límpidas, que estallaban en cualquier momento y parecían contestarse de un extremo a otro de la ciudadela y sus inmediaciones. Se preguntaba si encontraría alguna vez el lugar que le correspondía en aquella muela de niños que afilaba cuerpos y corazones al servicio de una misma causa. La misma perfección de sus engranajes y la terrible energía que pasaba por ellos parecían excluirlo definitivamente, pero sabía que ninguna organización está a salvo de un grano de arena, y que al fin y al cabo el destino trabajaba a su favor.
Durante todo ese tiempo en que la fuerza de las cosas le mantuvo al margen de la vida dura y recia de la napola, Tiffauges encontró un punto de contacto en la Heimmutter, Frau Emilie Netta, que vivía en una de las casas de la ciudadela y dirigía la enfermería. Viuda de guerra desde 1940, tenía tres hijos; los dos mayores luchaban en el frente ruso y el menor era Jungmann en la napola. Una tradición más propia de Kaltenborn que sus mismas funciones era que los alumnos siempre tuviesen acceso a Frau Netta, ya en la enfermería, ya en su casa, sin tener que justificarlo mediante un permiso o un motivo especial. Ella los recibía a todos, y su puerta siempre estaba abierta. Tiffauges pronto encontró el camino que llevaba a su cocina alicatada y excesivamente caldeada que olía a cera y a lombarda. Se sentaba en un rincón y allí se quedaba mucho rato, inmóvil y silencioso, escuchando el transcurrir del tiempo al ritmo del reloj de péndulo y del lento barboteo de la olla que hervía al fuego. A veces un niño entraba como una tromba, exponía su problema con vehemencia —una indigestión, un roto en la ropa, la redacción de una carta urgente, un castigo injusto y desafortunado— y se iba con una solución. Frau Netta, la única mujer de la ciudadela, gozaba en ella de una autoridad que se extendía mucho más allá de la pequeña población de Jungmannen. Los suboficiales y oficiales respetaban sus decisiones, y todo el mundo estaba convencido de que ni el propio Alei se enfrentaría directamente con ella. En cualquier caso, el intendente Jocham no le reprochó nunca al francés el tiempo que pasaba en su casa.
Tiffauges llegó a preguntarse, necesariamente, cuál podía ser el lugar de una mujer —y especialmente de aquella mujer— en una ciudad que giraba en torno a un único eje, la guerra, y cuyo espíritu promulgado en todas partes era como para agriar la leche de la ternura humana. Como su marido, Emilie Netta era de origen eslavo. Su corta estatura y sus cabellos oscuros, que normalmente recogía en un pañuelo de vivos colores, cosas ambas que debían haberla perjudicado en uno de los templos del racismo, tan sólo contribuían a apartarla de lo común, prueba adicional de la posición privilegiada que ocupaba en Kaltenborn. Sus palabras nunca le permitieron a Tiffauges saber si estaba de acuerdo con la ideología de la napola, pero toda su conducta indicaba que pertenecía a ella en cuerpo y alma. Sin embargo, por sus conocimientos aparentemente innatos sobre plantas y animales, lagos y bosques —que hacían de ella la insustituible patrona de la recogida de bayas y setas—, por el instinto para cuidar y curar que manifestaba en la enfermería, parecía arraigada en lo más concreto de la vida. Para empezar a entenderla, Tiffauges tuvo que esperar al día en que llegó la noticia de la desaparición de uno de sus hijos mientras los ejércitos del general Koniev reconquistaban Kharkov. La mala fortuna quiso que él estuviera a su lado cuando leyó la fúnebre carta, desbordante de falsas esperanzas y ridículos honores. Ella no expresó ninguna emoción. Simplemente, sus gestos se volvieron un poco más lentos, su mirada, un poco más fija. Y como se diera cuenta de la insistencia con que Tiffauges la observaba, acabó murmurando en una voz sin timbre, como una oración aprendida de memoria:
—La vida y la muerte son una misma cosa. Quien odia o teme la muerte, odia o teme la vida. Por ser una fuente de vida inagotable, la naturaleza no es más que un cementerio, un matadero de todos los instantes. Sin duda, Franzi está muerto en este momento. O va a morir en un campo de prisioneros. No hay que estar triste. La mujer que ha llevado a un niño también debe llevar luto por él.
Se vio interrumpida por un grupo de Jungmannen, que la rodearon hablando todos a la vez; sin traicionar su dolor, Frau Netta llevó a cabo todos los gestos y pronunció todas las palabras que esperaban de ella.
En el ala derecha del castillo, en el último piso, había tres habitaciones que constituían los dominios del Sturmbannführer Professor Doktor Otto Blättchen, enviado por la sociedad Ahnenerbe. Con su afilada perilla negra, sus grandes y aterciopelados ojos, por encima de los cuales unas cejas dibujadas con tinta china se retorcían como serpientes, y su cráneo oscuro, aquel Mefisto de bata blanca encarnaba con una rara pureza la variedad de los S. S. de laboratorio. Su carrera había conocido un súbito ascenso cuando, un año antes, el profesor August Hirt, titular de la cátedra de anatomía de la facultad de Estrasburgo, le había confiado una misión especialmente delicada en el marco del Ahnenerbe. En las altas esferas acababan de darse cuenta de que, si los judíos y los bolcheviques eran las fuentes de todo el mal existente, sería interesante buscar su común origen en una raza judeo-bolchevique cuyas características aún estaban por definir. Así fue como enviaron a Blättchen a los campos de prisioneros rusos del Reich, para reunir sujetos que fuesen a la vez israelitas y comisarios del pueblo, tarea paradójica, puesto que la Wehrmacht tenía órdenes formales de matar de un disparo, y al instante, a todo comisario del pueblo capturado.
Durante todo un invierno no se volvió a oír hablar de Otto Blättchen; pero la víspera de Pascua, los dirigentes del Ahnenerbe recibieron, maravillados, ciento cincuenta tarros de cristal, numerados del uno al ciento cincuenta y etiquetados Homo Judacus Bolchevicus. En cada uno de ellos flotaba, en un baño de aldehido fórmico, una cabeza humana en perfecto estado de conservación[37].
Este éxito le valió —además de sus estrellas de Sturmbannführer— la reputación de excelente especialista en los territorios del Este —Prusia Oriental, Polonia y la Rusia ocupada— y el Ahnenerbe le destinó en misión permanente a Kaltenborn, donde dirigía —o creía hacerlo— la selección de los candidatos. Pues Tiffauges pronto comprobó que entre Blättchen y el Alei existía un antagonismo declarado. Raufeisen consideraba al raciólogo un diafórico oscuro y parásito; Blättchen trataba al Alei como a un soldadote inculto y aguardentoso; pero como ambos poseían el mismo grado en la jerarquía S. S., tenían que tolerarse a la fuerza. Sin embargo, el Alei tenía la ventaja de disponer de todo el personal de la napola mientras que Blättchen, aislado en su torre, estaba obligado a buscar la ayuda que se dignasen concederle a ratos perdidos. Así fue como descubrió rápidamente los recursos que podía esperar del prisionero francés, y trató de disponer de él tan a menudo como lo permitiera el servicio de intendencia. A la larga, Tiffauges se familiarizó con las tres habitaciones destinadas al Centro Raciológico de Kaltenborn, la pequeña alcoba de Blättchen, el despacho y, sobre todo, el gran laboratorio lacado en blanco que daba a la terraza de la torre occidental, adornada, nadie sabía exactamente por qué, con un estanque de falso mármol donde el profesor criaba amorosamente un centenar de peces rojos.
—Carassius auratus, también llamado Cyprinopsis auratus —dijo alzando un dedo la primera vez que Tiffauges se acercó allí—, la obra maestra de la biología creadora china. Ya ve, Tiffauges, esos pequeños seres están ahí para recordarme que si los bárbaros asiáticos, mediante la selección y el cruce, han sabido producir el pez de oro, a nosotros nos toca fabricar el hombre sin igual que dominará el mundo, Homo Aureus, y todo lo que me verá hacer aquí viene a ser, a fin de cuentas, buscar entre los niños que me traen la aguja de oro que justifica el acto selectivo y reproductivo.
Pues el gran momento, para Blättchen, siempre era la llegada a Kaltenborn de una nueva hornada de reclutas, que esperaba con ávida impaciencia. Le enviaban a cada niño poco después de su inscripción para que estableciera su ficha raciológica. El Sturmbannführer Professor Doktor, ayudado por Tiffauges, desplegaba su equipo de escalas de espesor, espirómetros, escalas cromáticas, reactivos coloreados y microscopios, y empezaba a pesar, medir contrastar estaturas y pesos, etiquetar y clasificar al sujeto. No había tenido el menor reparo en añadir a los ciento veinte datos clásicos del Lehrbuch der Anthropologie de R. Martin una gama de características de su invención, de las que presumía bastante.
Así Tiffauges aprendió que, si tomamos como referencia el pelo, la humanidad es lisótrica, kimótrica u olótrica; que existen tres tipos principales de dermatoglifos —o huellas digitales—: en forma de remolino, de cayado o de arco; que se puede ser braquisquélico o macrosquélico, según se tengan las piernas cortas o largas en relación al torso; camacéfalo o hipsicéfalo, según la mayor o menor altura de la cabeza; tapeinocéfalo o acrocéfalo, según su anchura; leptoriniano o camariniano, según la finura o el grosor de la nariz. Pero cuando Blättchen llegaba al lirismo era al evocar lo que él llamaba, con emoción y respeto, el espectro sanguíneo de la raza. Los cuatro grupos sanguíneos —A, B, AB y O— descubiertos por Landsteiner, a los que se sumaban los dos Rhesus —positivo y negativo—, le abrían las puertas de una combinatoria de infinita sutileza. Y todos estos datos, medidas y medias no se estancaban en una amorfa objetividad. Las dinamizaba un vigoroso maniqueísmo, que hacía de ellas otras tantas expresiones del bien y del mal. Al medir el índice cefálico horizontal, Blättchen no se conformaba con distinguir las cabezas redondas, o braquicéfalas, de las cabezas ovales, o dolicocéfalas. Le explicaba a Tiffauges que la inteligencia, la energía y la intuición son patrimonio de los dolicocéfalos, y que los males de Francia provenían de haber sido gobernada por cabezas redondas, como Édouard Herriot, Albert Lebrun o Édouard Deladier, aunque en honor a la verdad tenía que reconocer las excepciones a esta regla constituidas por el bueno de Pierre Laval —una cabeza redonda a más no poder— y el malvado Léon Blum, sobre cuya dolicocefalia no cabía la menor duda[38].
Por lo tanto, no era sorprendente que las tablas antropológicas de Blättchen incluyesen un cierto número de características malditas que constituían otras tantas taras redhibitorias. Por ejemplo, la «mancha mongólica», una especie de antojo azulado situado en la región sacra, más visible en el niño que en el adulto, frecuente en las razas amarilla y negra, sólo aparecía esporádicamente entre los hombres blancos, y para los teóricos racistas era una marca infamante, como la huella del diablo. Lo mismo ocurría con la nariz ganchuda de los semitas, el pie prensil de los indios, el occipucio desdibujado de los grupos dináricos y armenios, en los que la parte posterior de la cabeza prolonga verticalmente la línea de la nuca, las huellas digitales en forma de arco —características de las razas pigmeas—, y el aglutinógeno B de la sangre, más frecuente en los pueblos nómadas, gitanos o israelitas.
Todos estos datos cifrados, dignos de entrar en fórmulas algebraicas, no le impedían a Blättchen tener en cuenta la intuición inmediata, instintiva, casi siempre infalible, aunque imposible de justificar mediante pruebas o demostraciones. Sus ojos oscuros escrutaban el andar de los niños, la expresión del rostro, su aspecto general, y sacaba conclusiones siempre concluyentes. Aunque su triunfo era el olfato raciológico, pues defendía que cada raza tiene su olor, y se enorgullecía de identificar, con los ojos cerrados, a un negro, un amarillo, un semita o un nórdico por los elementos alcalinos y los ácidos grasos volátiles que secretan sus glándulas sudoríparas y sebáceas.
Tiffauges le escuchaba tomando nota de las cifras que decía, le observaba cuando manejaban juntos el dinamómetro o la escala de Broca, registraba y reflexionaba. Cierto que el S. S. le inspiraba la más viva repulsión. Pero ya la napola —cuya disciplina, uniformes y cantos forzados chocaban con sus gustos y sus convicciones de anarquista— le obligaba a todas las concesiones, puesto que era, evidentemente, una máquina para someter y exaltar a la vez la carne fresca e inocente. La maníaca erudición de Blättchen —siempre rayana en el sadismo y el crimen— llevaba al colmo la sumisión y la exaltación, y el parentesco de semejante erudición con la falología del montero mayor o las teorías ecuestres de Pressmar contribuían, igualmente, a reducir al francés a la paciencia y el silencio. La coherencia de su evolución y, sobre todo, el salto hacia adelante que había dado al pasar de los ciervos y los caballos a los niños, eran prueba suficiente de que seguía el camino de su vocación. Tenía que ser más fuerte que las circunstancias y encontrar el modo de apropiarse del control de Blättchen y modelarlo a su manera, al igual que había sabido sacar de Rominten frutos imprevistos y puramente tiffaugianos. Pues, a pesar de compartir momentáneamente los trabajos de Blättchen, estaba convencido de que el profesor no era más que una figura efímera, destinada a desaparecer tarde o temprano para cederle el sitio.
Con este ánimo, y disfrutando por primera vez desde el inicio de la guerra de un poco de tiempo libre y de ciertas comodidades, Tiffauges se procuró un cuaderno de escolar y reanudó la redacción de sus Escritos siniestros.
E. S. Esta mañana he ido a Johannisburg para recoger unos colchones. Había un gran desfile militar no sé por qué, en la Adolf-Hitler-strasse. Muchedumbre. La mitad en uniforme —es decir, uniformada, homogeneizada, confundiéndose bajo la misma bandera, el mismo cuero, el mismo acero— avanza «al paso», es decir, a un mismo paso, como un ciempiés gigante que desplegara sus anillos feldgrau[39] sobre la calzada. En esta multitud está muy avanzada la metamorfosis que hace de varios millones de alemanes un solo y gran ser, sonámbulo e irresistible: la Wehrmacht. Los individuos contenidos en el gran ser —como un banco de sardinas en el estómago de una ballena— ya están aglutinados, amasados y en vías de disolución.
Este fenómeno sólo está en su fase inicial en la otra mitad de la multitud, la de los civiles, cuya hez irregular y multicolor se acumula en desorden bajo los árboles y en las aceras. Sin embargo, los poderosos efluvios del jugo digestivo de la gran serpiente verde llegan hasta esos pequeños seres, provisionalmente libres. Esa música triste y obsesiva, el sordo ruido de las legiones en marcha, las filas regularmente crispadas por el mismo oleaje, los sedosos estandartes de cruces gamadas que se acarician entre sí a impulsos de la brisa: todo ese ritual de hechicería actúa en profundidad sobre su sistema nervioso, y paraliza su libre albedrío. Una dulzura mortal se apodera de sus entrañas, humedece sus ojos, los inmoviliza gracias a una fascinación exquisita y venenosa que se llama patriotismo. Ein Volk, ein Reich, ein Führer[40].
Pero en el bloque monolítico del Reich ya se aprecian muchas grietas, y la sorpresa que me esperaba en el camino de regreso ha sido un ejemplo casi cómico. Ha ocurrido en Seegutten, un pueblo de juguete a orillas del lago Spirding. Tenía que recoger seis sacos de patatas en casa de un labrador. Pero hete aquí que el buen hombre pone obstáculos y exige que sellen mi orden de requisa en la alcaldía. Así que les pongo el ronzal a mis caballos y rodeo el muro en dirección a la escalinata. Entonces, a través de la puerta abierta, oigo una voz que no me resulta desconocida, en un alemán más parecido a una jerga espantosa y con una decisiva autoridad. Me detengo para escuchar.
—De acuerdo, los trenes salen cuando pueden, ya no hay gasolina en ninguna parte y el coche de gasógeno está averiado —fulmina la voz—. ¡Pero todo eso era fácil de prever! ¡Vosotros, los soldados del frente, creéis que los demás vivimos a cuerpo de rey! ¡Pero a nosotros también nos bombardean, y estamos desorganizados y hambrientos! ¡Así que ahora quieres que justifique tu retraso! O, dicho de otro modo, que me haga responsable de prolongar veinticuatro horas tu permiso. ¡Pues eso no está en manos de un alcalde, muchacho!
A estos estallidos de rabia respondía, muy de vez en cuando, una tímida defensa balbuceada por una voz con acento juvenil y campesino, que daba un nuevo impulso a la indignación del alcalde.
Al subir los peldaños de la escalinata ya sabía con quién me iba a encontrar, y saboreaba la enorme farsa que el destino me había preparado tras el desfile de Johannisburg.
—¡Tiffauges! ¡No es posible!
Víctor, el loco del stalag de Moorhof, me estrechó efusivamente en sus brazos y luego despidió con una palmada en el hombro al joven en feldgrau, que se apresuró a desaparecer. A continuación me arrastró a un despacho y me sentó en un sillón. A sus preguntas contesté, al principio, con un relato bastante detallado de mi estancia en Rominten. Pero lo abrevié muy pronto, al darme cuenta de que bajo su tensa expresión, afilada por dos ojos como barrenas y una sonrisa congelada en un rictus, Víctor no prestaba la menor atención a mis palabras. Ni siquiera el nombre de Göring —de efectos habitualmente mágicos— consiguió perforar la sordera de aquella máscara falsamente atenta. ¿Pero qué importa? Era su historia la que me interesaba.
Víctor había sido, sucesivamente, carnicero en el Altheider Forst, pescador a las orillas del Meuer See, mozo de cuadra en los establos de Frauenfliess, y finalmente aserrador en Seegutten. Aquí, pesca y aserradero son inseparables, pues un gran taller de carpintería se dedica exclusivamente a la fábrica de cajas de pescado utilizando cortezas de troncos. De Seegutten salen cada día quinientos kilos de anguilas, percas, lucios y, sobre todo, arenques de agua dulce semiahumados. Repentinamente lírico, Víctor se abalanzó sobre mí y me trituró las manos.
—¡Ah, la madera, viejo amigo, la madera, no hay nada igual, te lo aseguro!
Y me contó que la empresa tenía dos alternativas Kirchner con catorce hojas, cinco sierras circulares, un tronzador, un entarimador y un taller de afilado. Luego me contó historias de pescas fabulosas, pescas con red, con dos, tres, cuatro y hasta cinco barcos que regresaban a puerto ¡con trece toneladas de pescado en una sola jornada! En cuanto a él, Víctor, si se había convertido en un señor, en el verdadero amo de Seegutten, se lo debía a la madera y al pescado.
A la madera, porque cada noche, en el barracón común, desafiaba las risas y las observaciones desagradables dedicando todo su tiempo a una obra maestra de marquetería: la maqueta, rigurosamente fiel, del mausoleo de Hindenburg en Tannenberg. ¿Aprovechó Víctor el azar, una buena información o tuvo una premonición? El caso es que el general Oskar von Hindenburg, hijo del mariscal y retirado en Königsberg, pasó un día por Seegutten. Víctor consiguió autorización para regalarle su maqueta, y desde ese momento se convirtió en otro hombre.
Al pescado, porque el invierno anterior estaba pescando en el hielo, un hielo poco seguro a causa de un principio de deshielo, y fue el único testigo adulto de un accidente que estuvo a punto de costarle la vida a la pequeña Erika —once años—, la mismísima hija del patrón que, contra toda prudencia, había ido a patinar con unos amigos. El hielo podrido cedió bajo el peso de la niña, y Víctor, puesto que estaba allí y tenía una cuerda en la mano, pudo salvarla.
Su suerte estaba echada. El patrón lo convirtió en su brazo derecho, y como era alcalde de Seegutten, Víctor se convirtió en el secretario de la alcaldía. Desde entonces, según un clásico proceso, su independencia y sus poderes no dejaron de aumentar a medida que los hombres de la comunidad partían al frente y se agravaban las condiciones de vida. Ahora era él quien distribuía las cartillas de racionamiento, registraba los nacimientos y, cuando se presentaba la ocasión —yo acababa de ser testigo de ello—, increpaba a los soldados que infringían el permiso. ¡Y estallaba en carcajadas de demente al evocar todas estas maravillas!
A medida que hablaba, me invadía un doble malestar. Aquel éxito insolente era precisamente mi ambición desde que llegué a Alemania, y su espectáculo me llenaba de amargos celos. Pero, sobre todo, me resultaba penoso comprobar que Víctor le debía ese éxito a su misma locura, y recordaba una vez más el diagnóstico que Sócrates había hecho sobre Víctor y que tan vivamente me había impresionado: un desequilibrado al que un país trastornado por la guerra y la derrota ofrece el único terreno favorable para su pleno desarrollo. ¿Acaso no soy yo, a fin de cuentas, otro Víctor, y no es mi única esperanza que los golpes del destino pongan Kaltenborn al nivel y a merced de mi propia locura?
Ya fuera en protesta contra los uniformes S. S., que consideraba fantasiosos, o contra el papel sin relieve al que estaba reducido en la napola, el general conde Herbert von Kaltenborn aparecía, la mayoría de las veces, envuelto en una capa de loden[41] gris y tocado con un sombrero de fieltro tirolés. Cierto que nunca tenía un aspecto más militar que cuando se presentaba vestido de civil. Parecía alto, aunque en realidad su estatura era inferior a la media, y su rostro cuadrado, simplificado por un bigote a lo Francisco José, tenía un aire de comprensión afable sin relación con las ideas duras y limitadas entre las que vivía.
La primera vez que lo vio, Tiffauges estaba almohazando a los caballos contra la pared del establo. El conde le interpeló en su idioma e intercambió algunas frases con él, visiblemente contento por aquella ocasión de exhibir sus conocimientos de francés. Luego, aparentemente, se olvidó de él, hasta cierto día de septiembre en que Tiffauges tuvo que ir a Lötzen con su carreta para recoger medio novillo en una carnicería.
Al llegar a Lötzen encontró la tienda cerrada y precintada. Habían detenido al carnicero, le dijeron, por un asunto de mercado negro. Gracias a sus desplazamientos, Tiffauges asistía, semana tras semana, a la degradación del país, minado por una guerra desastrosa. Durante largo tiempo, los bombardeos que sufría Alemania Occidental habían hecho de Prusia Oriental una región privilegiada adonde la organización K. L. V. (Kinderlandverschickung) enviaba trenes enteros llenos de niños de las grandes ciudades devastadas. Pero, desde la primavera, apuntaba al este una amenaza más grave que la de los bombarderos, y Prusia Oriental se convertía, lenta pero inexorablemente, en la tierra maldita del Reich. A pesar de la prohibición promulgada por el Gauleiter de cualquier evacuación o preparativos de partida, la gente más adinerada y la que tenía más facilidad para desplazarse volvía al oeste, y como nadie podía llevárselo todo, había un intenso tráfico entre los que temían lo peor y los que persistían en sus esperanzas. La policía reaccionaba de forma ciega y desordenada al capricho de las denuncias, los rumores o las campañas de prensa; se llenaban las prisiones; los grandes tenores de la N. S. D. A. P. tronaban desde sus púlpitos, pero nada podía detener la corriente de desarraigo alimentada por la caída de Mussolini y la capitulación de Italia al oeste, el retroceso de la Wehrmacht al este, y sobre todo aquellos mosaicos de pequeños adoquines negros que cubrían cada día las páginas de necrologías militares de los diarios.
Sin embargo, el campo mazovio nunca había estado tan radiante como a finales de aquel verano. Considerando terminada su misión, Tiffauges emprendió el camino de regreso a Kaltenborn, entreteniéndose a orillas de los lagos de Löwentin, Woynowo y Martinshagen. El agua era tan límpida que los pájaros pescadores que surcaban el aire y los plateados peces que se cernían sobre los oscuros fondos parecían agitarse en el mismo elemento. Las barcas amarradas a los pontones estaban suspendidas en el vacío, como globos cautivos. El inmenso zumbido de las abejas saqueando un campo de colza en flor, el apacible ronroneo de una trilladora en el patio de una granja, el tintineo del yunque de un herrero y hasta el martilleo de un pájaro carpintero en el tronco de un alerce formaban un cortejo alegre y tranquilo que le seguía, le rodeaba y le precedía. Aquella gloria no estaba en contradicción con la atmósfera envenenada que había encontrado en Lötzen. Le parecía lógico que, mientras se concretaba la ruina de Alemania, la naturaleza le preparase una apoteosis de vencedor.
Con este ánimo triunfal vio, a varios kilómetros de la ciudadela, la vieja limusina negra del Kommandeur, parada al borde la carretera. Estaba averiada, y el anciano esperaba, más inmóvil que un tocón, el regreso de su chófer y ordenanza, que había ido a pedir ayuda. Tiffauges le invitó a sentarse a su lado en la carreta, y le llevó al castillo. No se acordaba de las pocas palabras que pronunció en respuesta a las raras preguntas del Kommandeur durante el breve trayecto. Así que se sorprendió, unos días más tarde, cuando el general le llamó a su despacho y, después de haber resuelto una cuestión insignificante, le preguntó:
—Cuando volvíamos al castillo el otro día, le pregunté qué impresión general le producía Prusia. Usted me contestó: un país en blanco y negro. ¿Qué quería decir?
—Los abetos, los abedules, los arenales, las turberas —enumeró Tiffauges, vacilante.
El general le cogió por el brazo y le arrastró hasta una pared cubierta de armas y estandartes.
—La tierra prusiana es blanca y negra, eso está claro —le dijo—. Y los colores de Prusia Oriental son el negro y el blanco, alusión evidente a los caballeros teutones y a su manto blanco cuartelado de negro. Pero no olvide a los Portadores de Espada, sin los cuales Prusia aún sería fría y estéril.
—¡Sí, mi general —asintió Tiffauges—, ellos fueron la sal de esta tierra!
Y recitó de un tirón la lección del posadero: Albert d’Apeldom, Albert de Buxhöwden, el imperio del fin del mundo que reunió bajo las dos espadas de color púrpura Livonia, Curlandia y Estonia; más tarde apareció Gothard Kettler, y la fusión con los teutones de Hermann von Salza, que cimentaría la grandeza de Prusia Oriental.
El Kommandeur estaba encantado.
—Por eso —concluyó—, nunca hay que dejar de añadir, al negro y el blanco de los teutones, el rojo de los Portadores de Espada. Simboliza todo lo que vive en esos arenales y turberas de los que usted hablaba.
Tiffauges recordó, en efecto, que después de haberle hecho soportar la tierra negra y la nieve de Moorhof, Prusia le había enviado un cortejo de criaturas palpitantes y cálidas: el Unhold de Canadá, las aves migratorias, los ciervos de Rominten, Barbazul, que para Tiffauges era su otro yo, las niñas de Goldap y, finalmente, los Jungmannen de Kaltenborn, ese bloque de filas apretadas, vibrante y duro, que oía cantar con una sola voz pura y metálica, y martillear a un solo paso el patio cerrado que había al pie de la torre.
El Kommandeur le hizo atravesar la capilla por la cual se accedía a la terraza, y ambos se detuvieron ante las espadas de bronce que cortaban tres veces con sus formidables hojas el horizonte silencioso y encrespado de bosques y lagos.
—Cada una de estas espadas lleva el nombre de uno de mis antepasados —explicó—. En el centro está Hermann von Kaltenborn, a quien se le apareció la Santa Virgen la víspera de la batalla en la que iba a perecer, para anunciarle que tenía un sitio preparado en el paraíso de los caballeros. Al oeste puede ver a Wiprecht von Kaltenborn, verdadero atleta de Cristo, que bautizó con sus propias manos a diez mil prusianos en un solo día. Y al este, la espada Veit von Kaltenborn, mi padre, que estuvo al mando aquí en agosto de 1914, cuando von Hindenburg era mariscal, y libró a sus propias tierras del invasor eslavo.
Y acariciaba con la mano, con afectuoso respeto, el metal enmohecido de las hojas sobrehumanas. Del patio cerrado llegaban, en agresivas oleadas, las unánimes voces de los Jungmannen:
¡Qué tiemblen los huesos carcomidos del viejo mundo! Empieza el combate. Hemos vencido al miedo. ¡La victoria nos espera!
¡Marcharemos, marcharemos, marcharemos, y todo volará en pedazos a nuestro paso!
¡Hoy es nuestra Alemania, mañana el mundo entero[42]!
E. S. Yo, tan intolerante, que tan deprisa me llenaba de indignación cuando estaba en Francia, que siempre andaba maldiciendo y fulminando, me pregunto a veces de dónde he sacado la paciencia y docilidad que me caracterizan desde que piso suelo alemán. Y es que, aquí, me enfrento constantemente a una realidad significativa, casi siempre clara y distinta, y que si se vuelve difícil de leer es porque profundiza y gana en riqueza lo que pierde en evidencia. Francia no dejaba de contrariarme con manifestaciones blasfemas y elementales que surgían en un desierto inexpresivo. ¡Y no es que todo lo que aquí ocurre sea bueno o justo, ni mucho menos! Pero la materia que me ofrece este lugar es tan delicada y a la vez tan sólida que no tengo ni tiempo ni fuerzas para enfadarme cuando se opone a mí con cierta aspereza.
Este Blättchen, por ejemplo, no hace otra cosa que irritarme la bilis con la más odiosa insistencia. Una de sus obsesiones es transformar los nombres geográficos y los patronímicos de origen extranjero —polacos o lituanos— en nombres que suenen a puro germanismo. Detecta con un olfato maníaco la fuente impura de las denominaciones geográficas de apariencia más benigna, y no descansa hasta que no escribe a su Reichsführer para denunciar el escándalo y proponerle una selección de nombres más eufónicos —a sus oídos, al menos—. ¡Y resulta que, llevado por esa manía, ahora la ha emprendido con mi nombre! Pero en este caso, según él, ya no se trata de sustituir el polaco o el lituano por el alemán. Está convencido de que Tiffauges no es sino una alteración de Tiefauge, y oculta, en consecuencia, un lejano origen teutón, pero tanto más venerable. Así que ahora sólo me llama Herr Tiefauge; y en sus momentos de euforia me ennoblece y me llama Herr von Tiefauge.
—Lo que demuestra —me dice— la pureza de su sangre es que aún es usted portador en el más alto grado del signo particular que le valió este nombre a su antepasado patronímico: Tiefauge significa ojo profundo, ojo hundido en la órbita. ¡Y cuando uno le ve, Herr von Tiefauge, entiende tan bien ese nombre que se pregunta si no se tratará de un apodo!
Pero el otro día fue todavía más lejos, y poco faltó para hacerme estallar. Todo iba mal; el muchacho que examinábamos no tenía más que características ostisch —pequeño y sin duda destinado a seguir siéndolo a juzgar por su potente y nudosa musculatura, hiperbraquicéfalo (88,8), camaprósope, de tez mate y grupo sanguíneo AB—, y Blättchen se indignaba por la falta de discernimiento de los encargados de la selección. Yo me equivocaba constantemente al tomar las medidas, y al final rompí un frasco de reactivo Rhesus. Y Blättchen me insultó. ¡Oh, con mucha discreción! Sencillamente, añadió una letra a mi nombre.
—¡Tenga cuidado, Herr Triefauge! —dijo.
¡Y yo conozco lo bastante el alemán como para saber que Triefauge quiere decir ojo enfermo, lacrimoso, legañoso! Mi terrible miopía y mis gruesas gafas, sin las que no veo nada, me han vuelto susceptible a este tipo de insulto. Me acerqué al Professor Doktor hasta tocarle, aproximé mi cara a la suya y me quité las gafas lentamente. Y mis ojos, habitualmente fruncidos y reducidos a dos ranuras tras sus gruesos ojos de buey, se abrieron de par en par, llenaron sus órbitas, casi se salieron de ellas y miraron fijamente al Professor Doktor con una alelada insistencia de basilisco.
No sé cómo se me ocurrió hacer ese gesto. Era la primera vez que lo intentaba, pero el resultado ha sido tan bueno que lo volveré a hacer. Blättchen se puso pálido, retrocedió, balbuceó una excusa y no volvió a decir nada hasta que terminamos de examinar al niño.
Tiffauges siempre había pensado que el valor fatídico de cada una de las etapas de su recorrido no quedaría plenamente atestiguado si, a la vez que las superaba y trascendía, no las conservaba en la etapa siguiente. Así pues, estaba ansioso por ver si las adquisiciones que había hecho en Rominten hallaban su realización en Kaltenborn. Su deseo se cumplió en el mes de octubre, cuando las dificultades de aprovisionamiento fueron tales que hubo que pensar en recursos extremos. El Alei, que se había ausentado durante varios días, explicó a su regreso que había conferenciado con el Gauleiter. Erich Koch le había prometido armas y municiones, para que Kaltenborn pudiera asegurar el entrenamiento militar de los Jungmannen; una batería de D. C. A. para hacer frente a los ataques aéreos, cada vez más numerosos; y, finalmente, la autorización, con efecto inmediato, para cazar en todo el Revier de Johannisburg y mejorar la alimentación diaria en la napola. La responsabilidad de estas batidas recaería en Abel Tiffauges, según decidió el Alei, por su doble título de encargado del avituallamiento y antiguo ayudante de caza del Reichsjägermeister. Sin embargo, el Gauleiter había precisado que no concedía, propiamente hablando, un derecho de caza, y que estaría prohibido usar armas de fuego. Habría que forzar a la pieza y abatirla con arma blanca o, más sencillamente, poner trampas. Aquello era dar con una mano y quitar con la otra. No obstante, Tiffauges se acomodó a esta restricción pidiendo disponer de una centuria, con la que desde entonces organizó productivas trampas y lazos en los vedados y las madrigueras del Sostroszner Bruch. Por su parte, Frau Netta —también acompañada por una centuria— dirigía la recogida de setas en el bosque de Drosselwalde. El tiempo seco y fresco, dominado por los vientos del este de aquel otoño, si bien no era favorable para las expediciones de Frau Netta, beneficiaba las de Tiffauges. Aquel año las heladas matinales fueron precoces, y durante los primeros días de noviembre cayeron las primeras nieves, que ya no desaparecieron.
E. S. Esta mañana, tras un rato de sol resplandeciente, la noche ha caído bruscamente sobre la llanura. Al oeste un nubarrón de una insólita y metálica negrura se acercaba lentamente hacia nosotros. Es el paso de esa angustia cósmica, de ese estremecimiento atávico que me es tan familiar pero que por una vez me desborda y alcanza a la gente, los animales, todas las cosas. Y, de repente, el aire se ha animado con miles y miles de copos blancos, que revoloteaban alegremente en todos sentidos. Inversión espectacular del negro al blanco, de acuerdo con este paisaje sin matices. ¡Así que la nube de plomo sólo era un saco de plumas! ¿Quién fue el cosmólogo griego que habló de «la secreta negrura de la nieve»?
La noche de Navidad estuvo marcada por una tempestad de viento del noroeste que parecía querer borrar el recuerdo de un año tranquilo y soleado en conjunto. A mediodía, un manto de nubes uniforme y cobrizo pesaba sobre el cielo de uno a otro horizonte. A una altitud inmensa se veían pasar aves marinas, chillando de miedo, empujadas por el pánico. La llanura dormida pareció cobrar vida de pronto y luchar contra el abrazo de una pesadilla. La nieve, que se había depositado en silencio durante muchas noches tranquilas y suaves, se alzó y avanzó sobre la región como una muralla de blancas tinieblas. Sobre la superficie de los lagos helados, las borrascas arrastraban ramas arrancadas, tocones, troncos e, incluso, rocas. Y como estaba en lo alto de un promontorio, la ciudadela se convirtió en el instrumento de la tempestad: una gigantesca arpa eólica que cantaba con todos sus vestíbulos, crujías, linternas, campaniles y agujas. Las veletas gemían con voces humanas, las puertas abofeteaban las paredes con todas sus fuerzas, jaurías de lobos invisibles galopaban aullando por los pasillos.
Mientras tanto, la ceremonia del Julfest reunía a todos los Jungmannen en la sala de armas, en torno a un árbol de Navidad que resplandecía con un millar de luces. No se trataba de celebrar el nacimiento de Cristo sino el del Niño Solar, resurgido de sus cenizas en aquel solsticio de invierno. Puesto que la trayectoria del sol había alcanzado su nivel más bajo y el día su más breve duración, la muerte del astro-dios se lloraba como una amenazadora fatalidad cósmica. Cantos fúnebres, acordes con la miseria de la tierra y la poca hospitalidad del cielo, celebraban las virtudes de la desaparecida luminaria, y le suplicaban que volviera entre los hombres. Y este deseo se veía cumplido, porque a partir de entonces cada día le ganaría a la noche un tiempo al principio imperceptible, pero que poco después sería triunfalmente evidente.
A continuación, el Alei leyó en voz alta los saludos que enviaban a Kaltenborn las otras cuarenta napolas dispersas por todo el territorio del Reich: Plön, Köslin, Ilfeld, Stuhm, Neuzelle, Putbus, Hegne, Rufach, Annaberg, Ploschkowitz… Y a cada nombre citado, un niño abandonaba el semicírculo de sus compañeros e iba a colocar una vela en el enorme abeto. Luego hubo un silencio, roto por los bramidos de la tormenta, y el Alei gritó de repente, como presa de una súbita inspiración:
—¡El paraíso yace a la sombra de las espadas!
Finalmente, con voz tranquila, explicó que cada tipo de hombre se realiza gracias a un instrumento privilegiado, que es también un símbolo. Como la gente de pluma, para quienes la escritura es su función natural, los campesinos, que se encuentran a sí mismos en la reja de su carreta, los arquitectos, cuyo emblema es la escuadra, los herreros, que ven en el yunque la imagen de su vocación. Los Jungmannen de Kaltenborn estaban doblemente consagrados a la espada, en primer lugar como jóvenes guerreros del Reich, y después en virtud del blasón del castillo. Todo lo que no se relacionaba con la espada debía serles ajeno. Cualquier recurso que no fuese la espada era cobarde y traidor. Debían tener siempre presente el episodio del nudo gordiano en la vida del gran Alejandro. En la acrópolis de Gordium en Frigia, se alzaba el templo de Júpiter, donde se guardaba el carro del primer rey del país. Según un venerable oráculo, Asia pertenecería a quien lograse deshacer el nudo con que el yugo estaba atado al pértigo, y cuyos cabos parecían invisibles. Deseoso de asegurarse el dominio de Asia e impaciente por la dificultad de la prueba, Alejandro separó con un tajo de su espada las dos piezas del carro. Del mismo modo, cada problema tenía dos soluciones: la solución larga, lenta y cobarde, y la solución de la espada, fulminante e instantánea. Los Jungmannen debían seguir el ejemplo de Alejandro y desenvainar la espada cada vez que un nudo se opusiera a sus designios. Mientras hablaba, los golpes de ariete de la tormenta hacían que se tambaleasen las murallas y vacilaran las llamitas del abeto. Cuando la alta ventana de la sala de armas voló en pedazos bajo el envite de una borrasca del fin del mundo, todas las velas se apagaron de golpe, y una tonante oscuridad envolvió a los niños. Del lado de Oriente, una sola estrella traspasaba, como un ojo amarillo, la densidad de las bramantes tinieblas.
E. S. Me ha hecho falta tiempo para subir en marcha a este gran tiovivo engalanado, chillón y abigarrado que arrastra a una multitud de niños y a un puñado de adultos. Ahora que estoy en él, comprendo mejor los mecanismos a los que obedece. Evidentemente, aquí la trayectoria del tiempo no es rectilínea sino circular. No se vive en la historia sino en el calendario. Es, por lo tanto, el reino exclusivo del eterno retorno, que justifica plenamente la imagen del tiovivo. El hitlerismo es refractario a cualquier idea de progreso, creación, descubrimiento e invención de un porvenir virgen. Su virtud no es la ruptura sino la restauración: el culto a la raza, a los antepasados, la sangre, los muertos, la tierra…
En este calendario, cuyos santos y fiestas responden a un martirologio particular, el 24 de enero es, para toda la eternidad, el día del año de desgracia 1931 en que murió el joven Herbert Norkus, santo patrón, por su edad, de todas las organizaciones juveniles.
Una vez más proyectan para los Jungmannen —que protestan enérgicamente porque ya la han visto— la película Hitlerjunge Quex, basada en la novela de Schenzinger, que se inspiró en el destino de Norkus. Me sorprende la elección del protagonista. Es un niño mucho más joven que el verdadero Norkus, frágil, un tanto femenino, blanco como la leche, y condenado, desde el comienzo, a la espada del sacrificio. Al contrario, los jóvenes socialistas que acabarán con él aparecen como pequeños y precoces brutos, vestidos de hombres y con atributos como el tabaco, el alcohol y las mujeres. Este cordero pascual, tierno y puro, está muy lejos del muchacho «coriáceo como el cuero, delgado como un lebrel y duro como el acero Krupp» celebrado por Hitler. Me parece notable que el director de la película, diez años antes que yo, llegara a esa visión —tan opuesta a la verdad oficial— de una infancia alemana que, en lugar de resplandecer de vigor y avidez de conquista, está condenada desde siempre a una masacre de inocentes.
Tras la película, llega la velada fúnebre. Incansablemente, los tambores resuenan con la lúgubre llamada del Cuerpo negro: dos golpes largos, que tocan los alumnos más antiguos de la derecha, y tres golpes cortos, que tocan los alumnos más antiguos de la izquierda, a los que la multitud responde con cinco, tres y dos golpes cortos. Tantán fúnebre y obsesivo que imita la masiva danza del destino en marcha. De pronto, el bramido de las trompetas rompe la letanía. Silencio. Una voz adolescente clama en la noche. Otra voz le contesta. Después se eleva una tercera voz.
—¡Esta noche celebramos la memoria de nuestro compañero Herbert Norkus!
—No velamos en torno a un frío sarcófago. Nos reunimos en torno a un compañero sacrificado diciendo:
—Hubo uno que, antes que nosotros, se atrevió a intentar lo que ahora intentamos. ¡Sus labios están mudos pero su ejemplo vive!
—Muchos caen a nuestro alrededor pero al mismo tiempo nacen muchos. El mundo que abarca a los muertos y a los vivos es muy grande. Pero las hazañas de los mayores reviven en el combate de quienes les imitan.
—Tenía quince años. Los socialistas le apuñalaron el 24 de enero de 1931 en Berlín, en el barrio de Beusselkietz. Herbert Norkus no hacía sino cumplir con su deber de Hitlerjunge, pero eso le valió el odio de nuestros enemigos. ¡Su cadáver será siempre una barrera entre los marxistas y nosotros!
Ahora cantan: Un pueblo joven despierta para lanzarse al asalto… Las voces netas, como cristales de hielo, se alzan en el aire frío, mientras la oriflama con la esvástica se retuerce en torno al mástil, como un pulpo abrasado por el estrecho haz de un proyector.
Stefan Raufeisen
Nací en Emden, en el Ostfriesland, en 1904. Era una pequeña y próspera ciudad de tipo holandés, mitad comerciante, mitad portuaria, gracias a los dos canales que la unen, respectivamente, al Ems y al Dortmund. Mi padre tenía una carnicería en un barrio popular y, como los pobres no comen carne, nosotros también éramos pobres. Él tenía un hermano, el tío Siegfried, también carnicero, pero en Kiel, Schlesvig-Holstein, en el barrio del almirantazgo. Cuando Siegfried murió, en 1910, emigramos inmediatamente para sucederle.
Yo era demasiado joven como para percibir con claridad la diferencia de atmósfera entre la pequeña ciudad, adormilada y limpia a orillas del mar del Norte, y el aire vibrante de revueltas y luchas del puerto almirante del Báltico, pero el hecho es que crecí en un clima de incendios políticos. Como había decidido que el futuro de Alemania estaba sobre el agua, el Kaiser había hecho de Kiel su ciudad predilecta. Venía con frecuencia, pero su presencia cobraba especial esplendor durante nuestra semana grande, la Kieler Woche, a finales de junio, cuando presidía personalmente las regatas internacionales.
En 1914 mi padre fue movilizado a bordo de un crucero submarino. Desapareció, junto con su U-Boot, en 1917. Conforme a esta lógica cruel, raramente desmentida por la Historia, el golpe más duro contra el trono del Kaiser vino de Kiel. El motín de las tripulaciones de la marina de guerra, en noviembre de 1918, hizo que doblaran las campanas por el Segundo Reich. Y era un justo giro de las cosas, al fin y al cabo: el armisticio y la paz, que suprimían la flota de guerra y expulsaban al pabellón alemán de todos los mares del globo, condenaban a Kiel, sus astilleros y sus muelles a una muerte brutal. También la carnicería familiar agonizaba, pero a mí me importaba bien poco. Tenía quince años. A falta de cerdos, hacía salchichas con los caballos de la desaparecida caballería imperial, pero tenía la cabeza en otra parte. La flor azul de las Aves migratorias (Wandervögel) me había tocado el corazón…
El movimiento de los Wandervögel era, en primer lugar, el acto por el cual la joven generación se apartaba de sus mayores. Nosotros no queríamos aquella guerra perdida, la miseria, el paro, la agitación política. Arrojábamos a la cara de nuestros padres la sórdida herencia que trataban de hacernos asumir. Rechazábamos en bloque su moral de expiación, sus encorsetadas esposas, sus casas sofocantes, acolchadas a base de colgaduras, cortinas y sillones bajos con borlas, sus fábricas humeantes, su dinero. En pequeños grupos, cantando y cogidos del brazo, harapientos, tocados con sombreros desfondados pero floridos, llevando por todo equipaje una guitarra al hombro, habíamos descubierto el vasto y puro bosque alemán, con sus manantiales y sus ninfas. Flacos, mugrientos y líricos, dormíamos en heniles y pesebres, y vivíamos de amor y de agua clara. Lo que nos unía, por encima de todo, era nuestra pertenencia a una misma generación. Habíamos formado una especie de francmasonería de la juventud. Cierto que teníamos maestros. Se llamaban Karl Fischer, Hermann Hoffmann, Hans Blüher, Tusk. Escribían para nosotros relatos y canciones en pequeñas revistas. Pero nosotros nos entendíamos demasiado bien con medias palabras como para necesitar una doctrina. Nunca les habíamos visto en Kiel.
Entonces ocurrió el milagro de los pordioseros. Nosotros, colegiales errantes, tuvimos una súbita revelación gracias a esa Liga de los pordioseros (Bund der Geusen), que se nos asemejaban como hermanos, pero que respondían a la ideología nazi: nuestros ideales y nuestra manera de vivir no estaban forzosamente destinados a permanecer al margen de una sociedad segura de su organización y de su inercia. Los pordioseros eran Wandervögel dotados de una fuerza revolucionaria que amenazaba directamente el edificio social.
Los sueños habían terminado. Empezaba la lucha en las calles. De repente, mi carnicería cobraba sentido: me convertí en el responsable político de la corporación. Pegábamos carteles, ensuciábamos las casas de los malpensantes, impedimos la proyección en Kiel de la película antimilitarista Sin novedad al Oeste. La municipalidad reaccionaba golpeando indiscriminadamente a los nazis y a los sozis[43]. Un día prohibieron llevar el uniforme de las Juventudes Hitlerianas. Entonces, todos los chicos carniceros de mi grupo desfilaron por las calles con su ropa de trabajo, y los burgueses miraban espantados los grandes cuchillos colgados a la cintura de los toscos mandiles blancos manchados de sangre. Los sozis tenían una formación de pífanos que les servía para el toque de reunión. Nosotros teníamos los nuestros, y después de muchos enfrentamientos, el pífano llegó a ser nazi.
Pero nada superó jamás el día 1 de octubre de 1932. Baldur von Schirach había decidido que aquel día tendría lugar el Postdam, el primer congreso de la juventud nazi (Reichsjugendtag der N. S. D. A. P.). El partido había alquilado treinta y ocho tiendas gigantescas, que podían albergar a mil participantes. Más de cien mil chicos y chicas acudieron de todas las provincias del Reich. Llegaban por trenes enteros, a pie, en bicicleta, en camiones donde los cuerpos arracimados se erizaban de banderas desplegadas. ¡Inaudito desorden! ¡Grandiosa confusión de la amistad! No había provisiones. El cansancio era sobrehumano. Vivíamos de nuestros nervios, ebrios de cantos, gritos, marchas y contramarchas. ¡Sí, la marcha! ¡Se había convertido en nuestro mito, nuestro opio! ¡Marschieren, marschieren, marschieren! ¡Símbolo de progreso, de conquista y también de reuniones, de congresos, hacía de nuestras piernas, que se habían vuelto duras, secas y polvorientas como ruedas o bielas, nuestro principal órgano político!
Había sesenta mil chicos en la Schützenwiese, y cincuenta mil chicas en el estadio. Habíamos desfilado durante siete horas ante la tribuna oficial. Pero nosotros, los jóvenes de Kiel, éramos los más bellos, los más salvajes. Nos habíamos arremangado la camisa y bajado los calcetines, pues estábamos orgullosos de nuestros músculos de bronce. Habíamos pasado ante la tribuna entre un acidulado fragor de pífanos, cuando un ayuda de campo del Führer corrió hacia nosotros.
—¡El Führer me envía a preguntaros quiénes sois!
—¡Dile que somos, para servirle y para morir, los Hitler-Jungen de Kiel[44]!
¡Qué alegría, qué hambre de sacrificio había en aquella respuesta!
Cuatro meses más tarde, Adolf Hitler se convertía en canciller del Reich.
E. S. Esta mañana Blättchen me ha tendido una circular proveniente de la inspección general de napolas, referente a la elección de los Jungmannen entre los candidatos. «En el momento de la selección —decía, entre otras cosas—, se tendrá en cuenta el retraso evolutivo que normalmente presentan los niños de razas dálicas (fälisch) o nórdicas, tanto desde el punto de vista físico como psicológico. Los seleccionadores no deben dejarse engañar por el aspecto adormilado y la inteligencia poco despierta que parece desfavorecer a estos sujetos en comparación con los jóvenes alpinos (westisch) o del este del Báltico de la misma edad. En realidad, una inteligencia rápida y un sentido de la réplica que siempre da en el blanco (“¡éste no se muerde la lengua!”) son a menudo los estigmas de una precocidad incompatible con la pureza de la raza alemana. Casi siempre, un examen más detenido pondrá en evidencia características antropológicas que apuntan en esta misma dirección[45]».
—Ya ve, Herr von Tiefauge —continuó Blättchen—, no podríamos alabar bastante al autor de esta nota por su penetración y su valor. ¿Se ha dado usted cuenta de que cada pueblo reclama como propia la virtud de la que más desprovisto está? ¿Qué oculta la cortesía francesa, por ejemplo, sino una inveterada grosería que se manifiesta en cualquier ocasión, y especialmente con las mujeres? El sentido del honor, que tan celosamente reivindican los españoles, queda desmentido por la irresistible propensión de las razas ibéricas a la traición y la corrupción. En cuanto a la honradez suiza, los cónsules helvéticos dedican la mayor parte de su tiempo a intentar sacar de la cárcel a sus fraudulentos compatriotas; la flema de los ingleses —¡ah, el odio rabioso y ciego de esa gente!—; la limpieza holandesa —¡oh hedor de los cantones neerlandeses!—; la alegría italiana… ¡vaya a verla y juzgue por sí mismo!; Alemania no escapa a esta regla. Desde que llegó usted aquí, han debido de machacarle los oídos con nuestra racionalidad, nuestro sentido de la organización y de la eficacia. ¡La verdad, Herr von Tiefauge, es que el alma alemana es un caos tenebroso! No es la falta de precocidad lo que hace del niño nórdico un ser apagado y obtuso. Ninguna madurez le hará acceder jamás a la luminosidad mediterránea. El motivo es la invención de los antiguos griegos, pueblo mil veces envilecido de alpinos dináricos fuertemente balcanizados, con aportaciones levantinas y egipcias; en resumen, una mezcla indescifrable de toda la hez euroafricana. ¡La pureza es opaca, Herr von Tiefauge, ésta es la verdad que hay que tener el valor de encarar! El niño nórdico tiene todas las apariencias de la necedad pero es porque está en contacto directo con el brote profundo de las energías vitales. Dormita a la escucha del rumor visceral que sube del Urgrund[46] de su ser y le dicta su conducta. Nadie tiene el sentido del alemán para los oscuros manantiales que elaboran secretamente el jugo radical de las coas. ¡Esa Urmstinkf[47] hace de él, la mayor parte del tiempo, una bestia adormecida, capaz de las peores aberraciones, pero a veces emanan de él creaciones incomparables!
E. S. A pesar de los grandes progresos que hago en alemán, está claro que he empezado muy tarde y que nunca hablaré este idioma como el francés. No lo lamento demasiado. La distancia —incluso ínfima— entre mi pensamiento y mis palabras, cuando pienso, hablo o sueño en alemán, presenta indiscutibles ventajas. En primer lugar, la lengua, ligeramente opaca, crea una especie de muro entre mis interlocutores y yo, y me proporciona una seguridad inesperada y benéfica. Hay cosas que no llegaría a decir en francés —palabras duras, confesiones— y que escapan de mis labios sin dificultad, disfrazadas bajo el áspero idioma alemán. Esto, sumado a la simplificación que mi imperfecto conocimiento del alemán impone a todo lo que digo, hace de mí un hombre mucho más zafio, directo y brutal que el Tiffauges francófono. Metamorfosis infinitamente apreciable… al menos para mí.
El alemán ignora los enlaces. Las palabras e, incluso, las sílabas se yuxtaponen como guijarros, sin confundir sus límites. En cambio, una cierta fluidez ahoga la frase francesa en una continuidad agradable pero que amenaza con convertirse en inconsistencia. Puesto que el alemán se compone de piezas sólidas, como las de un juego de construcción, se presta a la construcción indefinida de palabras compuestas que siguen siendo perfectamente descifrables, mientras que en francés, las mismas creaciones desembocarían rápidamente en una papilla informe. El resultado es que la frase alemana, precipitada e imperiosa, en seguida se vuelve áspera como un ladrido. Serviría para estatuas o robots. Nosotros, criaturas mucosas y tibias, preferimos el habla dulce de la île-de-France.
Lo que resulta completamente aberrante es el sexo que las palabras alemanas atribuyen a las cosas e, incluso, a las personas. La introducción de un género neutro es un perfeccionamiento interesante, a condición de usarlo con discreción. En lugar de ello, vemos desencadenarse una voluntad maligna de alteración general. La luna se convierte en un ser masculino, y el sol en un ser femenino. La muerte se vuelve varón, y la vida neutra. La silla también es masculino, lo cual es una locura; por el contrario, el gato es femenino, cosa que responde a la evidencia misma. Pero la paradoja llega a su colmo con la neutralización de la mujer, en la que insiste la lengua alemana (Weib, Madel, Mädchen, Fräulein, Frauenzimmer).
Los Jungmannen mayores tenían diecisiete o dieciocho años. A Tiffauges, en su categórica exigencia de frescor, le chocaba la presencia de estos adolescentes y jóvenes junto a auténticos niños. Esta presencia difundía en el refectorio, en los dormitorios y en toda la institución un olor a virilidad y soldadesca que le repugnaba, y alzaba una deplorable barrera entre Kaltenborn y él. Pero un obstáculo que se oponía tan precisamente a su vocación estaba condenado a caer en un plazo más o menos breve. Las armas prometidas por el Gauleiter permitirían la instrucción inmediata de las clases llamadas a filas. Ésta era la esperanza del Alei, que soñaba con disponer en Kaltenborn de un cuerpo de jóvenes soldados armados y entrenados. Pero la entrega se hacía esperar, a pesar de sus repetidas gestiones. El 1 de marzo ocurrió lo inevitable. Las dos centurias superiores —de dieciséis y diecisiete años— fueron suprimidas por una orden de incorporación inmediata. Los mayores entrarían en la Wehrmacht, y los más jóvenes, en un campo de formación acelerada (Wehrertüchtigungslager). Diez suboficiales S. S., designados como escolta, abandonarían igualmente la napola.
Los mayores, que la semana que viene serán enviados al matadero, se entrenan en la explanada. Llevan las botas y los calzones puestos pero tienen el torso desnudo, al aire cortante del amanecer. A Stefan, que quiere aliar el ejercicio de fuerza y el movimiento conjunto, se le ha ocurrido obligarlos a hacer juegos malabares con vigas. Una sección de doce jóvenes levanta a fuerza de músculos cada viga, de unos diez metros de longitud. Alzan y bajan la viga, se la pasan de un hombro a otro, la lanzan al aire, al principio en vertical y luego hacia la derecha, y es la vecina sección de la derecha la que tiene que recogerla. En caso de falsa maniobra habría, sin duda, un cráneo aplastado aquí, una oreja arrancada o un hombro fracturado allá, pero este riesgo, ciertamente, no es de los que disgustan a nuestra dirección.
Todos estos buenos mozos tienen entre quince y dieciocho años, y se ven las huellas de la navaja de afeitar en la mayoría de los mentones y mejillas. Pero hay que reconocer honradamente que todos estos pechos son conmovedoramente tiernos, subrayando así la zafiedad del cinturón, los pantalones y las botas. Ni un rastro de vello en esos torsos blancos, e incluso la mayoría de las axilas son igualmente lampiñas. Algunas cadenas con una medalla añaden una nota infantil en torno a esos cuellos lechosos, que requieren los besos de la madre más que los sablazos del cosaco.
Un brazo de veinte años puede ser el equivalente carnal de una pierna de doce pero no hay que caer en esa trampa. Por debajo de la cintura se acaba la pureza infantil y ya no hay más que negrura y cínica virilidad.
Poco después de aquella sangría, que restituyó a Kaltenborn su «pureza infantil» pero que redujo a la mitad sus efectivos y desorganizó todo el medio, Stefan convocó un consejo de guerra al que asistió Tiffauges, escondido detrás de Blättchen de las S. S. y de los profesores civiles que quedaban. La partida de los suboficiales sería paliada por una mayor participación de los alumnos en la vida material de la institución, explicó Stefan. Los equipos se relevarían en las cocinas, la lavandería y los establos, y se establecería un turno para las tareas de recogida de leña y aprovisionamiento. Más grave era el problema del reclutamiento de nuevos alumnos. Kaltenborn debía conservar su posición de napola de primera categoría por el número de sus pensionistas, y las dificultades derivadas de la guerra no debían desviarla de su misión. Ciertamente, la norma dictaba que cada napola debía acoger niños de todas las provincias del Reich y que había que evitar un reclutamiento demasiado local. Pero la situación requería soluciones de urgencia. Por lo tanto, el Alei pedía a todos los responsables presentes que investigaran personalmente la región, para encontrar muchachos dignos de llenar los huecos causados por la llamada a filas de las dos centurias. Él se encargaría, junto con el Professor Doktor Blättchen, de examinar a los candidatos así reclutados.
A Tiffauges le importaba poco la categoría y la misión de la napola. Pero, si bien había aplaudido la eliminación de los elementos de más edad, los menos frescos y, por tanto, los menos adecuados para despertar su ternura, era sensible a una indiscutible relajación de la atmósfera de Kaltenborn, que había perdido su hermosa, sonora y densa riqueza. Así pues, deseaba ardientemente que la institución completara de nuevo sus efectivos, aunque no esperaba nada bueno de la petición del Alei. En realidad, Tiffauges había comprendido que aquella petición se dirigía a él por encima de las cabezas de aquellos hombres profanos e inconscientes —sólo Blättchen, quizás, estaba un poco iniciado, ¡pero de qué forma tan perversa y viciosa!— y que llegaría el día en que el destino barrería a la canalla y pondría en sus manos las llaves del reino para el que había nacido.
Era de esperar: la partida de los diez suboficiales y la participación de los niños en el funcionamiento material de la napola han causado una irremediable confusión en la perfecta mecánica de la que todos éramos prisioneros. Aparte de algunos puntos de referencia que aún subsisten —pasar lista, saludar a la bandera y otras ceremonias—, se ha dislocado el empleo del tiempo, tan bien coordinado, y la disciplina se ha batido en retirada. Para mí esta liberación es inseparable de la primavera, que las currucas saludan a voz en cuello y que hacen murmurar a unos invisibles arroyos bajo la capa de nieve. El año no empieza el 1 de enero sino el 21 de marzo. ¿Qué aberración nos hizo separar el calendario humano del gran reloj cósmico que regula la ronda de las estaciones?
Por supuesto, no se adonde me llevará el año que comienza. Pero este Blättchen —que huele claramente a crimen— me hace entrever la eventualidad de una inmensa y desgarradora revelación: ¿quién sabe si todo, absolutamente todo lo que aquí responde —o parece responder— a mis apetitos y aspiraciones, no es, en realidad, su inversión maligna?
Esta mañana, Blättchen ha escrito en la pizarra:
viviente = herencia + medio
Luego ha escrito, debajo de la primera, esta otra ecuación:
ser = tiempo + espacio
Finalmente, ha rodeado medio y espacio con un círculo que ha titulado bolchevismo. Herencia y tiempo, aisladas a su vez, han recibido el nombre de hitlerismo.
—Estos son —ha comentado— los términos del gran debate del siglo XX. Los comunistas niegan el patrimonio hereditario del ser vivo. Todo, según ellos, se debe a la educación. Si un cerdo no es un galgo, es una injusticia social, es culpa del criador. ¡Ja, ja, ja! ¡E invocan la palabra de San Pavlov! El judío Freud, según el cual toda nuestra vida está determinada por las horas y desdichas de los primeros años, apunta en la misma dirección con mucha más sutileza. Es una filosofía de bastardos, de nómadas sin tradición ni raza, de ciudadanos cosmopolitas sin raíces. El hitlerismo, ásperamente enraizado en la vieja tierra alemana, doctrina de agricultores y de sedentarios, trastoca los términos de esta tesis. Para nosotros, todo depende del bagaje hereditario, transmitido de generación en generación según leyes conocidas e inflexibles. La mala sangre no puede mejorarse ni educarse, y el único tratamiento que le hace justicia es la pura y simple destrucción.
»Observe que la filosofía aristocrática del Antiguo Régimen ya anunciaba nuestras ideas. Para el aristócrata, “se nace” o “no se nace”, y ningún mérito hará olvidar jamás el estado llano de la plebe. Y cuanto más antigua la estirpe, más valor tiene. Reconozco de buena gana a los precursores de nuestro racismo en hombres como el general conde von Kaltenborn. Pero ellos no han sabido evolucionar. La biología debe tomar el relevo del Gotha. Los títulos nobiliarios deben dejar paso a los cromosomas. ¡El espectro sanguíneo, Tiefauge, el espectro sanguíneo, ése es el dios que nos atormenta! ¡Hemos sustituido los viejos escudos de armas de la antigua nobleza por las visceras empapadas de sangre, pulposas y palpitantes, que son lo más íntimo y vital que tenemos! Ésa es la razón de que no debamos temer el derramamiento de sangre. Compréndalo: Blut und Boden[48].
Las dos van unidas. La sangre viene de la tierra, y vuelve a ella. La tierra debe ser regada con sangre, lo exige, lo desea. ¡La sangre bendice y fecunda la tierra!».
Pero yo, oyendo este insensato discurso, recuerdo que soy de la estirpe de Abel, el nómada, el desarraigado, y que Jehová le dijo a Caín: «Desde la tierra se alza hasta mí el grito de la sangre de tu hermano. Ahora serás maldito en la tierra que ha abierto sus labios para recibir la sangre que tú has derramado».
A la caída de la noche, todos los Jungmannen se reúnen en la explanada en cerrada formación, dejando un cuadrado abierto que mira hacia la fortaleza. Allí, un podio bajo, flanqueado por hacheros y oriflamas, sirve de altar para el rito invocatorio que va a celebrarse. A un lado, los jóvenes tambores, con el bombo de los lansquenetes, flameado en negro y blanco, apoyado en la pierna izquierda; al otro, los jóvenes trompetas, con la corola de cobre de su instrumento apoyada en la cadera. Todos esperan en silencio.
Brusco y estridente clamor de las trompetas. Estruendo de los tambores alzándose en la noche en oleadas sucesivas, amenazadoras y tormentosas, para después desvanecerse perdiéndose en la lejanía.
Voces solitarias y vehementes evocan, en versículos acusadores, una historia de traición y de muerte.
—Y ahora callan las fanfarrias, y los hombres, en columnas infinitas, se recogen piadosamente, y las banderas se arrían despacio para saludar a las sombras de los que murieron por la patria.
—A esta hora evocamos la memoria del primer soldado del Reich, Albert Leo Schlageter.
—Schlageter viene de un largo linaje de campesinos de Schonau, al sur de la selva Negra. Allí reposan sus restos. Alistado como voluntario y herido muchas veces durante la guerra, forma parte de los cuerpos francos del Báltico y de los guardianes de fronteras de la alta Silesia tras el Diktat de Versalles.
—Pero al oeste estalla la tormenta y el rayo golpea a este ejemplar combatiente. Violando el derecho y la paz, las tropas francesas invaden el Ruhr. La resistencia flamea en todas partes. Schlageter lucha en primera línea. Mediante intrépidas acciones paraliza, junto con sus compañeros, las líneas de comunicación y de refuerzo del enemigo.
—¡La traición hace que caiga en manos de los franceses!
—Nosotros los jóvenes que amamos Alemania hemos inscrito una palabra en nuestra bandera: ¡Combat! ¡Y todo lo que es cobarde y pusilánime tendrá que arder! De la sangre y la tierra emana nuestro derecho. ¡La clara llama consumirá a los tibios! ¡Destruyamos todo lo que está podrido y carcomido! ¡Libremos a la patria de la esclavitud! ¡Forjemos la nación alemana! Nosotros los jóvenes que amamos Alemania hemos inscrito un nombre en nuestra bandera: ¡Combat!
—Schlageter no vaciló un instante cuando sonó la llamada de su pueblo en peligro. Teniente en el frente, jefe de batería de las provincias bálticas, campeón de la causa nacional socialista, cabecilla de la resistencia en el Ruhr, siempre dispuesto al supremo sacrificio.
¿Ves cómo la aurora enrojece el este?
Es el sol de la libertad que se alza en el cielo.
Apretamos filas en la vida y en la muerte. :
¿Por qué seguir dudando? Dejemos las disputas,
Es sangre alemana lo que corre por nuestras venas.
¡Pueblo, a las armas! ¡Pueblo, a las armas[49]!
—Schlageter compareció ante un tribunal militar por haber intentado volar el puente del Haarbach, en Kalkum, entre Düsseldorf y Duisburg. Después de la ocupación del Ruhr, el 11 de enero, los invasores habían requisado todos los trenes, sobre todo para asegurar el transporte del carbón robado. Schlageter decidió impedir aquel saqueo atacando las vías férreas. El 26 de febrero, el general del ejército francés que ocupaba el Ruhr decretó la pena de muerte para los saboteadores. Condenaron a Schlageter a ser fusilado.
—Una poderosa escolta le conduce, al alba del 26 de mayo de 1923, a una cantera de la landa de Golzheim, donde hoy se alza la cruz que lleva su nombre. Le atan las manos a la espalda. Le golpean para obligarle a arrodillarse. Pero cuando se queda solo frente a los cañones de los fusiles, el Nunca, de Andreas Hofer, resuena en su cabeza. Quiere morir de pie, como ha luchado. Se levanta. La salva mortal estalla en el silencio del amanecer. El cuerpo se endereza con violencia por última vez, luego cae de cara al suelo.
—Aquí yace, fulminado sobre las piedras, el que fue semejante a nosotros. El sol se ha puesto, y la pena nos desgarra el corazón ante los despojos de todas nuestras esperanzas. ¡Señor, oscuros son tus caminos! Este hombre fue un valiente. Nuestras banderas se cubren de crespones pero él, cubierto de gloria, se ha reunido con sus antepasados. Somos solidarios con este hombre muerto. Su voluntad es la nuestra, y nuestro es su destino. Aunque le hemos perdido, sigue siendo inmortal para la patria, y desde el fondo de la tumba dice su voz: ¡existo!
El reclutamiento de niños que llevó a cabo el personal de Kaltenborn tuvo pobres resultados. A aquellos hombres agotados, diezmados por las continuas llamadas a filas que les obligaban a vivir de modo provisional, desprovistos de toda vocación fórica, les importaba poco conseguir nuevos reclutas para una institución que iban a abandonar en un plazo más o menos breve, y cuya próxima disolución comentaban entre sí. Raufeisen, apoyándose en una fe fanática, maldecía aquella carencia, mientras que Blättchen lamentaba la mediocridad antropológica de los escasos sujetos que le llevaban.
Aquel día Tiffauges regresaba de Nikolaïken, adonde había ido para que herraran a Barbazul. La primavera un poco tardía de aquel año florecía con tan tierna alegría que no le cabía la menor duda de que se avecinaba para él algún feliz acontecimiento. El caballo, orgulloso de sus resplandecientes herraduras, las hacía resonar en las piedras del camino, y Tiffauges pensaba, con esa nostalgia que nimbaba de un mórbido encanto los episodios más tristes y crueles de su vida pasada, en las botas claveteadas y fulminantes de Pelsenaire. Pensaba también, por asociación, en la hermosa bicicleta Alcyon de Néstor, que todavía recordaba con una oleada de orgullo, cuando al llegar a orillas del lago de Lucknain, a una hora de Kaltenborn, vio precisamente seis bicicletas apoyadas en los árboles que crecían junto al agua. Eran pesadas máquinas alemanas con el manillar alzado como los cuernos de un toro, con un freno de pedal y, sujeta al cuadro, una vieja bomba de aire con mango de madera. A través de las ramas de los árboles llegaban hasta él los reflejos del agua acompañados de llamadas, risas y chapoteos.
Desmontó, dejó a Barbazul en un pequeño y florido prado y, un par de minutos más tarde, se zambullía en las aguas límpidas y frescas, llenas de centelleos y animados remolinos. Había calculado el impulso para emerger entre los niños. Estos le saludaron con gritos y risas. Venían de Marienburg, a trescientos kilómetros de allí, y aprovechaban las vacaciones de Pentecostés para recorrer en bicicleta los bosques y lagos de Mazovia. Tiffauges les habló de Kaltenborn, de la ciudadela con sus gimnasios, casetas de tiro, caballos, barcas y armas, de la emocionante vida que allí llevaban los Jungmannen, y les invitó a cenar y a pasar la noche con cientos de compañeros de su edad.
Cuando Raufeisen oyó el nombre de Marienburg se estremeció de alegría y de orgullo. Era la capital histórica y espiritual de los caballeros teutones, y su castillo, admirablemente conservado, era sin lugar a dudas la más soberbia obra maestra de la arquitectura en Prusia Oriental. El 19 de abril de cada año, en el gran salón de armas, Baldur von Schirach pronunciaba desde un micrófono, ante todos los jóvenes alemanes de diez años, la fórmula que les unía para siempre al Führer. Blättchen no podía contener las exclamaciones de entusiasmo al examinar a los recién llegados. Jamás había visto de cerca unos ejemplares tan puros de la variedad Borreby del este del Báltico, de la que Hindenburg era el ejemplar más ilustre. Hubo un intercambio de llamadas telefónicas y cartas con las familias de los muchachos y las autoridades de la ciudad. Y los niños no volvieron a ver Marienburg nunca más.
Después de aquella redada magistral, el Alei quiso ver a Tiffauges. Admitió que hasta entonces había subestimado los méritos del francés. Tiffauges acababa de demostrar que era capaz de llevar a Kaltenborn algo más que queso y sacos de habas. Cierto que el Alei no podía otorgarle ningún poder oficial, pero le encargaba que diera una batida por toda la región en busca de jóvenes reclutas dignos de la napola. Avisaría mediante una circular a los Kreisleitungen de Johannisburg, Lyck, Lötzen, Sensburg y Ortelsburg, y a otros más lejanos si hacía falta. Tiffauges sólo tendría que rendir cuentas ante el Alei, que le juzgaría por los resultados.
Blättchen no tuvo tiempo de felicitar a su ayudante por esta promoción. Desde hacía poco se hablaba de una importante empresa, conocida con el nombre de Operación Fenaison[50] y debida a la iniciativa del Reichsführer S. S. en persona. Se trataba de seleccionar y deportar a Alemania, con destino a unos pueblos especialmente construidos a tal efecto, entre cuarenta y cincuenta mil niños blancos de la región rusa de Rutenia, que tenían entre diez y catorce años y venían de tierras ocupadas por el Grupo de Ejércitos del Centro. Alfred Rosenberg, ministro de los Territorios Ocupados del Este, oponía nuevamente la más obtusa incomprensión a los promotores de aquella operación puramente S. S., objetando que unos niños tan jóvenes serían para el Reich una carga más que una positiva aportación de mano de obra, sugiriendo que se limitaran a chicos de edades comprendidas entre los quince y los diecisiete años. En vano le explicaron pacientemente los emisarios de Himmler que no se trataba de una tosca transferencia de trabajadores manuales, sino de una transfusión que se llevaría a cabo en las profundidades biológicas de ambas comunidades, destinada a debilitar de modo decisivo las fuerzas vivas de los vecinos eslavos. Al final, hubo que resolverse a actuar al margen del Ostministerium.
Entonces se acordaron de Otto Blättchen y de su brillante hoja de servicio en el asunto de los ciento cincuenta sujetos judeo-bolcheviques. No había duda de que su conocimiento de los confines ruso-polacos haría milagros en aquellas circunstancias.
El 16 de junio se despidió del Kommandeur y del Alei, y después de meter sus peces rojos —Cyprinopsis auratus— en unos bidones, que luego selló, desapareció echando pestes contra la poca cantidad de equipaje que le permitía llevar el mediocre Opel que le habían enviado. Al día siguiente, y con el consentimiento del Alei, Tiffauges se instaló en las tres habitaciones del Centro Raciológico.
Cuando se vio dueño y señor de aquel lugar, solo en el «laboratorio», en medio del revoltijo antropométrico abandonado por el profesor doctor Sturmbannführer, tuvo un ataque de risa nerviosa, en la que se mezclaban una sensación de triunfo y una punzada de angustia frente a aquella nueva jugada del destino.
Esta noche las columnas de Jungmannen se han dispersado en silencio en la oscuridad tibia y perfumada para ir a encender las fogatas de solsticio en la Seehöhe, a orillas del lago Spirding y al otro lado del lago Tirklo, desde donde se podían ver las fogatas de otras columnas que, a su vez, podían ver éstas.
Secreta tristeza de esta fiesta del sol. Apenas se celebra la llegada del joven verano y ya empieza a decrecer, cierto que no de una manera visible y patente sino en una pérdida diaria de uno o dos minutos. Como el niño, que en el cénit de la salud ya es portador de todos los gérmenes de la decrepitud. Y, al contrario, Navidad, en las antípodas del año, celebra el jubiloso misterio del renacimiento de Adonis en lo más oscuro y húmedo del invierno.
Los Jungmannen rodean la hoguera formando un cuadrado abierto por el lado hacia el que el viento empuja el humo y las pavesas. El más pequeño deja la formación y avanza hacia la hoguera. Tiene en la mano una tea diminuta, palpitante y liviana como una mariposa de luz, tan caprichosa que todos tememos que se apague antes de que el pequeño botafuego haya cumplido su misión. Y, en efecto, desaparece cuando el niño se arrodilla al pie de la pila de troncos resinosos del que sobresalen haces de ramaje. Pero el chiquillo retrocede de un salto cuando surgen las llamas, crepitando furiosamente. Las límpidas voces se alzan en las tinieblas, zarandeadas por bruscos resplandores:
¡El pueblo al pueblo, la llama a la llama!
¡Sube hasta el cielo, sagrado abrazo,
salta rugiendo de árbol en árbol!
Los muchachos rompen filas y se acercan al fuego para encender sus antorchas. Luego vuelven a formar un cuadrado, ahora de llamas que danzan.
En las lejanas tinieblas vemos encenderse las fogatas de las demás columnas, y las saluda un frágil recitado:
Mirad cómo brilla el umbral que nos librará de la noche. Al otro lado ya apunta la aurora de un tiempo radiante. Las puertas del futuro se abren para aquellos cuyo corazón arde de amor por la patria. Mirad esos puntos de luz que dan vida a la tierra aún oscura. La antigua y trágica Mazovia responde a nuestra llamada y arde con mil fuegos fraternos. Fuegos que anuncian y conjuran el día más luminoso del año.
Tres Jungmannen, con coronas de roble, se acercan a la hoguera:
—Sacrifico esta corona a la memoria de los muertos de la guerra.
—Sacrifico esta corona en la frente de la revolución nacional-socialista.
—Dedico esta corona a los futuros sacrificios que la juventud alemana, con su entusiasmo por la patria, llevará a cabo.
El coro unánime de todos los demás contesta:
—Somos el fuego y la leña. Somos la llama y la pavesa. Somos la luz y el calor que hacen retroceder la oscuridad, la humedad y el frío.
Mientras la pila de troncos entrelazados se desploma en medio de un torrente de pavesas, el cuadrado se pone en movimiento. Los Jungmannen desfilan en círculo, y saltan por turno a través de las llamas.
Esta vez sobra cualquier interpretación o clave. Esta ceremonia que entremezcla con tanta obstinación el futuro y la muerte y que precipita a los niños, uno tras otro, en una hoguera, es la clara evocación y la invocación diabólica de la masacre de inocentes hacia la que nos dirigimos cantando.
Me sorprendería que Kaltenborn tuviese tiempo de celebrar otro solsticio de verano.
Desde entonces se vio a Tiffauges a lomos de su enorme caballo negro recorriendo Mazovia desde los altos de Königshöhe, al oeste, hasta las marismas de Lyck, al este, con algunas incursiones al sur, hasta la frontera polaca. Provisto de cartas de presentación con el escudo de armas de Kaltenborn, se presentaba en las alcaldías, entraba en los colegios comunales, se entrevistaba con los profesores, examinaba a los niños, y terminaba la ronda visitando a los padres, a los que una mezcla de brillantes promesas y amenazas veladas convencía casi siempre de que su hijo se incorporase a la napola. Luego regresaba a Kaltenborn a galope tendido e informaba a Raufeisen, que aprobaba sus decisiones y les daba fuerza ejecutiva. Pero a veces se encontraba con resistencias más o menos declaradas, siempre difíciles de vencer en aquella región ensombrecida por la derrota; y, naturalmente, a menudo eran los niños a los que, por uno u otro motivo, consideraba más valiosos, los que de un modo más salvaje se resistían a la cacería.
Así, por ejemplo, en uno de los extremos del lago Beldahn, que se adentra como una larga, estrecha y tortuosa lengua verde en las arenas de Johannisburg, había descubierto una pareja de gemelos cuyos padres vivían miserablemente en una cabaña de pescadores. Siempre le habían fascinado los gemelos, creyendo que ocultaban un poder vital a la profundidad en que la carne dicta sus leyes al alma y la somete a sus caprichos. Un capricho de la naturaleza que le entregaba de grado o por fuerza a un ser todos los secretos de la intimidad de otro ser, convirtiéndolo en su alter ego. A esto había que añadir que Haïo y Haro eran pelirrojos como los zorrillos, blancos como la leche, y pecosos como si se hubiesen revolcado en salvado. Al verlos un día cortando cañas a orillas del lago, pensó de inmediato en la inquietante teoría que le había contado Blättchen —antes de refutarla con furioso desdén— según la cual sólo hay dos razas humanas, la pelirroja, que se distingue hasta el nivel de la célula, y el conjunto rubio-moreno, que sólo es una dosis infinitamente matizada del mismo pigmento.
Contra lo que cabía esperar, la empresa de conseguir a los gemelos tropezó con la resistencia pasiva y casi insuperable de los padres. Luego de fingir durante mucho tiempo que no entendían alemán —ellos hablaban entre sí un dialecto eslavo—, opusieron a las explicaciones de Tiffauges una incomprensión propia de retrasados mentales, repitiendo incansablemente que a los doce años los niños eran demasiado pequeños para ser soldados. Tiffauges recorrió en vano los pueblos de los alrededores. En todas las alcaldías, poco inclinadas a embarcarse en un asunto no demasiado claro, negaron que aquella región del lago perteneciera a su jurisdicción. Fue necesario que Raufeisen, a instancias del francés, obligara al Kreisleitung de Johannisburg a intervenir, y al final fue el alcalde en persona quien llevó a los dos niños a Kaltenborn.
E. S. Me han avisado por teléfono de que hemos conseguido definitivamente a los gemelos. Un coche de la Kommandantur de Johannisburg los trae a Kaltenborn. Estarán aquí dentro de una hora.
Una fiebre que conozco muy bien se ha apoderado inmediatamente de mí. Se trata de un temblor titánico que nace en la mandíbula y sacude todos mis huesos. Lucho lo mejor que puedo contra este espasmo trísmico, que hace que me castañeteen los dientes y me broten hilillos de saliva dentro de la boca. Lucho por instinto pero pronto me abandono a lo que no es sino un inmenso y anticipado júbilo. Incluso me pregunto si esta espera de una presa, todavía ausente pero prometida sin engaño posible, es lo mejor que la vida me tiene reservado.
Y aquí están. El pesado Mercedes del Kreisleiter da la vuelta en el patio y se detiene delante de la puerta. Uno tras otro salen los mellizos, tan parecidos que se diría que el mismo niño se agacha y salta dos veces a la calzada. Pero ahí están los dos, uno junto a otro, ambos vestidos con un pantalón corto de terciopelo negro y una camisa parda cruzada por el tahalí del uniforme H. J., que subraya gravemente sus tonos blancos y rojizos.
Desde hace varias semanas no dejo de hacerme preguntas sobre la poderosa atracción que ejerce sobre mí no ya esta pareja particular de niños, sino el fenómeno de los gemelos en general. Sin duda, se trata de una aplicación privilegiada de la regla por la cual los casi cuatrocientos hombrecitos de Kaltenborn forman, juntos, una masa colegial de una densidad incomparablemente superior a la que resulta de la simple suma de sus personalidades. Y es que, precisamente, estas personalidades múltiples y contradictorias se anulan en gran parte, y sólo queda la multitud desnuda y sólida. La personalidad del espíritu penetra en la carne, la vuelve porosa, ligera y etérea, del mismo modo que la levadura espiritualiza la masa. Si desaparece, la masa carnal recupera su pureza original y su peso bruto.
Los gemelos van más lejos en este proceso de desespiritualización de la carne. Ya no se trata de un tumulto contradictorio donde se anulan las almas. En realidad, estos dos cuerpos sólo tienen un concepto para vestirse de inteligencia, para impregnarse de espíritu. Y alcanzan su plenitud con una tranquila indecencia, desplegando su cremosa carnadura, su pelusa rosada, su pulpa muscular o adiposa con una desnudez animal insuperable. Pues la desnudez no es un estado, sino una cantidad, y como tal, infinita por derecho y limitada de hecho.
El examen de los gemelos, que se ha llevado a cabo inmediatamente en el laboratorio, ha confirmado estas apreciaciones. Haïo y Haro son de tipo linfático, respiratorio, lento, bastante graso. Cráneos braquicéfalos (90, 5), caras alargadas de pómulos salientes, orejas de fauno, nariz aplastada, dientes separados, ojos verdes un poco rasgados. En resumen, rostros un poco hocicudos, soñolientos y astutos a la vez, que reflejan una inteligencia modesta, dominada por una intensa vida instintiva. Cuerpos tremendamente seguros cuyo equilibrio parece imperturbable. Hombros redondos, pectorales demasiado blandos, claramente más adiposos que musculares. La escotadura torácica, muy abierta, forma un arco de medio punto que se corresponde con la ojiva de las ingles y del surco subpúbico, sellado en su extremo inferior por una flor de lis invertida, el sexo. Entre estos dos arcos simétricos, los tres planos de los abdominales están extraordinariamente bien dibujados tratándose de un cuerpo tan arropado. Bajo la ancha nuca hay una espalda carnosa, modelada en masa, blanca y oval como una hogaza, dividida en dos por el valle vertebral que se pierde en el desfiladero lumbar. Los riñones, muy hundidos, anuncian la exorbitante prominencia de las nalgas. Manos de dedos cortos, cuadrados, de palmas musculosas. Piernas pesadas de anchos tobillos, con rodillas de rótulas anchas y lisas que tienden a la hiperextensión, destacando la masa carnosa del muslo, que sobresale, desequilibrada, del resto de la pierna.
En la piel blanquísima, las manchas rojizas forman sementeras, regueros, ríos, e, incluso, en los brazos y la nuca hay placas recortadas como cartas geográficas. Una red de venillas violáceas, regular como unas mallas, cubre la cara interna de los muslos.
E. S. El apresurado examen de los gemelos, efectuado en el momento de su llegada con la impaciencia de la toma de posesión, no me había revelado el colmo de los colmos, la maravilla de las maravillas que esta mañana me ha saltado a la vista, cegándome de felicidad.
Yo andaba entretenido en un juego bastante fútil, que consistía en buscar encarnizadamente una diferencia —por ínfima que fuera— para no volver a confundirlos. A decir verdad, la diferencia existe, y al cabo de unos días de vida en común distinguía a Haro de Haïo al primer vistazo. Pero este reconocimiento se basaba menos en una señal distintiva concreta que en el aspecto general del niño, en sus gestos y su manera de ser. Haro tiene una animación, un ímpetu, una nitidez de movimientos que no se advierte en el ritmo más lento y casi meditativo de Haïo. Se adivina que Haro es el que toma las iniciativas y, llegado el caso, el mando, pero Haïo sabe oponerle a este hermano demasiado cercano y vivaz las defensas del sueño y el retraso.
Y ahora he encontrado la señal concreta, antropométrica, definible en pocas palabras, pero a un nivel muchísimo más sutil, abstracto y espiritual que el nivel donde yo andaba perdido. Hace mucho tiempo que me di cuenta de que, si dividimos a un niño en dos mitades según un plano vertical que pase por la arista de la nariz, la mitad izquierda y la mitad derecha, por semejantes que sean en conjunto, no dejan de presentar innumerables y pequeñas divergencias. Se diría que el niño está formado por dos mitades concebidas según el mismo modelo pero que responden a inspiraciones distintas —la derecha vinculada al pasado, la reflexión, la emoción; la izquierda al porvenir, la acción, la agresión— que se reúnen en el último momento de la creación. En el polo opuesto del cuerpo, el rafe, esa pequeña protuberancia de la piel, ambarina y endurecida, que recorre la cresta del perineo y cruza entre los testículos desde el borde anterior del ano hasta la punta del prepucio, sugiere también, a su modo zafio y brutal, que el niño está formado por dos valvas tardíamente soldadas, como una almeja o una muñequita de celuloide.
Y ésta es la maravilla que señalará con su hito blanco el día: es indiscutible que la mitad izquierda de Haro corresponde a la mitad derecha de Haïo, del mismo modo que la mitad derecha de este último reproduce exactamente la mitad izquierda de su hermano. Son gemelos-espejo que pueden superponerse si se los enfrenta de cara, y no si se coloca el dorso de uno contra el frente del otro. Siempre me han interesado muchísimo las operaciones de inversión, permutación y superposición, y la fotografía me ha proporcionado ejemplos privilegiados de todas ellas, pero en el dominio de lo imaginario. ¡Y ahora encuentro grabado en la carne de un niño este tema que no ha dejado de obsesionarme!
Les había ordenado sentarse uno junto al otro, y los observaba con esa sensación, que siempre me provoca la presencia de un rostro o de un cuerpo, de que hay un secreto por revelar; pero esta vez sin la triste certeza de que la mascara sólo respondería a mi insistencia endureciéndose, sino al contrario, con la sospecha de que algo iba a descubrir. Entonces me di cuenta de que un mechón de pelo, que se rizaba en el sentido de las agujas del reloj en la frente de Haïo, se rizaba en sentido contrario en la frente de Haro. En seguida vi, a la luz de este primer y débil resplandor, que había una cicatriz idéntica —una especie de lunar, en realidad— en la mejilla derecha de Haro y en la izquierda de Haïo. Pero entre los descubrimientos que se agolparon desde ese momento, el más revelador fue el dibujo de sus pecas.
He llamado por teléfono al instituto de antropología de Konisberg, al que ya había recurrido otras veces cuando trabajaba con Blättchen. Les he dado parte de mi hallazgo. Me han confirmado de inmediato la existencia de gemelos-espejo, un fenómeno bastante raro y debido, según se cree, a una separación ocurrida no ab initio, sino en una fase bastante tardía, cuando el embrión ya ha empezado a diferenciarse.
Vendrán a ver a mis gemelos cuando hagan una visita de inspección en nuestra región.
A mitad de julio, los Jungmannen recibieron como regalo el magnífico juguete que les habían prometido muchos meses atrás: una batería de defensa antiaérea compuesta de cuatro ametralladoras pesadas acopladas, cuatro piezas ligeras de dos centímetros y tiro rápido —doscientos a trescientos disparos por minuto—, una pieza de 3, 7 y, sobre todo, tres cañones de 10, 5 de largo alcance. También les dieron un detector de escucha (Horchgerät), pero tendrían que esperar para recibir la batería de proyectores que completa el equipo antiaéreo. Camuflaron la batería en un bosque de pinos, sobre una colina que domina el pueblo de Drosselwalde, a dos kilómetros de la ciudadela. Desde allí, en caso de necesidad, podían abrir fuego contra la carretera de Arys, que es la que tomaría un eventual invasor procedente del este. Por turnos, y con dos oficiales instructores al mando, hacían prácticas cuatro columnas elegidas entre distintas centurias.
Desde entonces se sucedieron los disparos de entrenamiento, que poblaban el cielo de copos blancos, y recordaban constantemente con su estruendo triunfal la proximidad de la guerra. A veces se oían caer fragmentos de obús sobre las techumbres del castillo. Tiffauges aprovisionaba regularmente a las columnas de servicio. Encontraba a los chicos desperdigados bajo los pinos, tostándose al sol en pantalones cortos, o, al contrario, con el casco y las orejeras de fieltro, ajetreados en torno a las piezas de artillería que aullaban y tronaban. Nunca se habían divertido tanto, pero lamentaban que no apareciera en el cielo un solo avión enemigo para servir de blanco viviente.
Por escandalosa que pueda parecer a primera vista, no se puede negar la profunda afinidad entre el niño y la guerra. El espectáculo de los Jungmannen, sirviendo y alimentando a los monstruosos ídolos de fuego y acero que abren sus enormes fauces entre los árboles, es la prueba irrefutable de esta afinidad. A fin de cuentas, el niño exige imperiosamente juguetes, como fusiles, espadas, cañones y carros, soldados de plomo y colecciones de toda clase de armas asesinas. Dirán que no hace más que imitar a sus mayores, pero me pregunto si la verdad no es justamente todo lo contrario pues, al fin y al cabo, el adulto va más a menudo al taller o al despacho que a la guerra. Me pregunto si las guerras no estallan con el único fin de permitirle al adulto hacer de niño, regresar con alivio a la edad de las armas y los soldados de plomo. Cansado de sus responsabilidades como director de oficina, esposo y padre de familia, el adulto movilizado se desentiende de todas sus funciones y cualidades y, libre y despreocupado, se divierte junto a compañeros de su edad maniobrando cañones, carros y aviones que no son sino la copia aumentada de los juguetes de su infancia.
El drama es que se trata de una regresión malograda. El adulto recobra los juguetes del niño pero ya no posee el instinto de juego y fantasía que les otorgaba su encanto original. Entre sus zafias manos, cobran las monstruosas proporciones de otros tantos tumores malignos que devoran la carne y la sangre. La seriedad homicida del adulto sustituye a la gravedad lúdica del niño, a la cual imita, convirtiéndose en su imagen invertida.
Y ahora que les damos a los niños esos juguetes hipertrofiados, concebidos por una mórbida imaginación y construidos con una actividad desaforada, ¿qué va a pasar? Pues pasará lo que nos muestran las colinas de Drosselwalde, y con ellas la napola de Kaltenborn y todo el Reich: la foria que define el ideal de la relación entre el adulto y el niño se establece monstruosamente entre el niño y el juguete adulto. El niño ya no lleva el juguete; no lo arrastra, lo empuja, ni lo hace rebotar o rodar como pide su vocación de objeto ficticio, entregado a las destructivas manitas del niño. Es el juguete el que lleva al niño: metido en el tanque, encerrado en la cabina del avión, prisionero en la torreta móvil de las ametralladoras acopladas.
Aludo aquí, por primera vez, a un fenómeno que, sin duda, tiene una importancia capital: la alteración de la foria a causa de la inversión maligna. Después de todo, era lógico que tarde o temprano se cruzaran estas dos figuras de mi mecánica simbólica. La nueva figura que resulta de esta conjunción es, por lo tanto, una especie de paraforia, y digo bien una especie de, pues está claro que tiene que haber otras variedades de este fenómeno de desviación.
Acabo de añadir una nueva pieza a mi sistema. Todavía no he captado todos sus aspectos. Para calibrar su importancia necesito verla funcionar y revelarse en contextos diferentes.
La segunda semana de julio se distinguió por una tormenta de rara violencia que estalló sobre la región y que estuvo a punto de tener consecuencias trágicas en Kaltenborn. Aquel día, el sofocante calor de un verano cargado de electricidad había inducido al Alei a organizar un juego naval en el lago Spirding. Cien pequeños veleros, cada uno de ellos ocupado por tres Jungmannen, cruzaban de una orilla a otra en busca de mensajes arrojados al agua dentro de unas botellas numeradas que flotaban en el área de varios kilómetros cuadrados. Había que recoger la mayor cantidad posible de botellas, y luego reconstruir el texto cifrado del mensaje con ayuda de los fragmentos que cada una contenía. Era una maravilla contemplar cómo los esquifes blancos, empujados a gran velocidad por las ardientes ráfagas que barrían la superficie del agua con creciente violencia, se esquivaban con destreza mientras un niño sacaba medio cuerpo fuera del casco para coger al paso una botella marcada. A eso de las cinco, sin embargo, el cielo se oscureció de pronto y una borrasca agitó las aguas del lago. El Alei dio inmediatamente la orden de regresar al pontón. Aparte de cuatro veleros, que zozobraron sin mayores consecuencias, los barcos se apresuraron a amarrar, mientras un verdadero diluvio obligaba a todo el mundo a cobijarse en los cobertizos. Fue entonces cuando nos dimos cuenta de que faltaba un velero de la tercera centuria. En aquel crepúsculo plomizo, donde se entrecruzaban furiosamente las cortinas de lluvia, la visibilidad era casi nula. El Alei ordenó telefonear a los principales pueblos ribereños y recorrió el lago metódicamente con la lancha motor. Fue inútil, y el día siguiente amaneció sobre un lago que había recobrado su calma habitual pero que aparecía desierto.
Entonces a Tiffauges se le ocurrió la idea de registrar las orillas deshabitadas con los once dobermans. Los perrazos, acostumbrados a la presencia y el olor de los niños, emprendieron la búsqueda en medio de un concierto de ladridos alegres y discordantes, seguidos a duras penas por Tiffauges montado en Barbazul. Y al final fueron los perros los que encontraron a los cuatro chicos, sanos y salvos pero ateridos, en la rocosa desembocadura de un arroyo, donde había naufragado su velero.
Tiffauges sacó provecho de esta experiencia. Puesto que los perros conocían y podían encontrar a los Jungmannen, tal vez su instinto alcanzase a descubrir a cualquier muchacho con la edad y condiciones requeridas para entrar en la napola. Para comprobarlo, se llevó a la jauría en sus rondas de reclutamiento. Al entrar en un pueblo, los perros se dispersaban entre las casas y los huertos, y cuando se detenían ladrando delante de una puerta, frente a una verja o debajo de un árbol, rara era la vez que no señalaban algo interesante. Además, Tiffauges llevaba su largo látigo de caza y se llenaba los bolsillos de trozos de carne fresca, y así perfeccionaba el adiestramiento de los animales castigando sus errores y premiando sus hallazgos. Esta inesperada aportación era muy valiosa porque el verano y las continuas llamadas de los profesores a filas habían vaciado los colegios y dispersado a los niños, y la nariz y los ojos de un solo hombre no podían llegar a todas partes. El peligro estaba en el brillante y brutal espectáculo que aquellos perrazos negros y aulladores y aquel jinete de rostro curtido sobre un caballo del color de la noche ofrecían a la población. El efecto intimidatorio podía ser benéfico a veces, pero había motivos para temer reacciones sangrientas, como demostró el atentado del 20 de julio.
La semana había sido excepcionalmente fructífera, y Tiffauges volvía del pueblo de Erlenau, donde había conseguido que todos los chicos de la comunidad nacidos en 1931 fueran llevados ante el Alei. Atravesaba al paso un sembrado de resalvos cuando algo pasó silbando a dos dedos de su oreja, y el tronco de un joven abedul que había a su lado se desplomó, segado limpiamente por una invisible guadaña. Un segundo después oyó la detonación. Barbazul dio una espantada que estuvo a punto de derribar a su jinete. Tiffauges pensó primero en lanzarse con sus perros hacia donde había partido el disparo pero eso era exponerse a una segunda bala, y desde más cerca; además, ¿qué iba a hacer si se encontraba cara a cara con el culpable? Picó espuelas y regresó a Kaltenborn, prometiéndose no decir una palabra sobre el atentado de que había sido objeto.
Cuando desmontó en el patio, el Alei le hizo una señal desde la ventana de su despacho. Allí le tendió una hoja de papel de mala calidad, en la que había un texto toscamente impreso con una máquina multicopista:
¡Este aviso va dirigido a todas las madres que habiten en las regiones de Gelhenburg, Sensburg, Lötzen y Lyck!
¡CUIDADO CON EL OGRO DE KALTENBORN!
Codicia a vuestros hijos. Recorre nuestras tierras y roba a los niños. ¡Si tenéis hijos pensad siempre en el Ogro, porque él siempre piensa en ellos! No dejéis que se alejen solos. Enseñadles a huir y esconderse si ven a un gigante montado en un caballo azul y acompañado de una jauría negra. Si llama a vuestra puerta, resistid a sus amenazas, prestad oídos sordos a sus promesas. Una sola certeza debe guiar vuestra conducta de madres: ¡si el Ogro se lleva a vuestros hijos, no los volveréis a ver JAMAS!
Poco antes de marcharse, Blättchen le había dicho casi distraídamente a Tiffauges: «Me han hablado del hijo de unos carboneros del bosque de Nikolaïken. Tiene el pelo blanco como la nieve, los ojos de color violeta y un índice cefálico horizontal que debe de rondar los 70. Debería darse una vuelta por allí. Se llama Lothar Wüstenroth. Sus padres nunca han contestado a mis citaciones». Tiffauges se encontraba por primera vez en aquella región, la más desheredada del cantón y, por añadidura, de difícil acceso. Tuvo que cruzar un lago en una rudimentaria almadía manejada por un campesino con bocio, risueño y aparentemente sordo. Luego de mil espantadas, Barbazul acabó por subir a la balsa de un salto desesperado, que estuvo a punto de rebasar el frágil ensamblado de troncos. Después, el campesino puso en marcha un motor pequeño y ruidoso cuyos estampidos resonaban en las orillas del lago. Durante la breve travesía, el caballo, con los ojos desorbitados, no dejó de golpear frenéticamente los troncos con las patas delanteras. Tiffauges recordó las palabras de Blättchen al ver en los claros a unos hombres completamente negros ajetreándose en torno a pilas de carbón vegetal tan numerosas que parecían una especie de aldea enana. Preguntó a varios de ellos por los Wüstenroth. Los hombres fingieron ignorancia e impotencia, hasta que uno le indicó un lugar llamado Bärenwinkel, a cinco o seis kilómetros al este.
Tiffauges espoleó a su caballo a través de grandes terrenos de tala donde crecían escasos resalvos y que desembocaban en landas de color violeta y arenales, por las que Barbazul, hundiéndose hasta las cuartillas, avanzaba con gran esfuerzo. Luego volvieron a internarse en un bosque carbonífero, con sus carboneras, rozas y grandes claros, donde la luz hería los ojos acostumbrados a la penumbra verde de las breñas y sotos. Tiffauges se acercó a un grupo de hombres reunidos en torno a una carbonera. El primero que se dio cuenta de su llegada fue un niño, al menos a juzgar por su altura, pues iba vestido, como los demás, con un pedazo de tela de saco anudado como un sayo sobre el pantalón. Tiffauges iba a interrogarle, pero cualquier pregunta fue de pronto inútil. El niño había alzado hacia él su cara embadurnada de hollín, dos ojos color de anémona horadaban con su luz malva la máscara negra.
—Lothar Wüstenroth —dijo Tiffauges en un tono donde se mezclaban la interrogación y la afirmación.
El niño no manifestó la menor sorpresa, aunque quizás las anémonas se abrieron más aún sobre la máscara negra. Luego se quitó lentamente el gorro de lana que le cubría la cabeza, revelando una mata de pelo lacio y de una plateada blancura.
Tiffauges esperaba unas negociaciones laboriosas e inciertas. La experiencia le había enseñado que era tanto más difícil reclutar a los Jungmannen cuanto más humilde era el medio social elegido. Mientras que la alta burguesía se apiñaba a las puertas de las napolas para que admitiesen a sus retoños, la búsqueda entre familias obreras y campesinas —las más apreciadas por la Dirección de la Juventud— tropezaba con una desconfianza perezosa y hostil. Sin embargo, para su sorpresa, la pareja Wüstenroth se mostró inmediatamente de acuerdo con todo lo que les propuso. Su consentimiento fue tan precipitado que Tiffauges acabó preguntándose si habían entendido de qué se trataba. Para evitar cualquier malentendido, los llevó a la alcaldía de Warnold —el municipio más cercano— donde el secretario les tradujo las palabras de Tiffauges y consignó por escrito lo esencial.
Al volver a Bärenwinkel, legiones de querubines, entonando un himno de acción de gracias, rodeaban a Tiffauges, pues en el último momento habían convenido que aquella misma tarde se llevaría a Lothar a Kaltenborn; y ya se veía al galope en la luz triunfal del crepúsculo, estrechando bajo su amplio capote al niño de ojos malva y cabellos blancos. No obstante, tuvo que renunciar a este cuadro, pues Lothar había abandonado la aldea de carboneros durante su ausencia. Los hombres le habían visto alejarse en dirección a Warnold, y creyeron que se reuniría con sus padres y con el extranjero después de haberse lavado un poco. Seguían sin encontrarlo a la hora tardía en que Tiffauges se resignó a emprender el camino de regreso a Kaltenborn, con las manos vacías y el corazón palpitante de tristeza y cólera.
Habían acordado que la alcaldía de Warnold seguiría en contacto con los Wüstenroth, y avisaría a Kaltenborn del regreso de Lothar. Así que Tiffauges preparó su lugar en la napola, decidiendo la centuria a la que se incorporaría, su mesa en el comedor y su cama en los dormitorios; empezó también a reunir su equipo y sus cubiertos, e incluso se preocupó de la daga que le sería solemnemente entregada. Pero pasaron los días, y a las llamadas telefónicas a Warnold sólo contestaban vagas promesas, silencios evasivos. En lugar de desesperarse o de olvidarlo todo, Tiffauges se encerró en una confiada espera. La desaparición de Lothar era menos aún fruto de la casualidad que cualquier otro acontecimiento de su vida. El desengaño había sido tan vivo y fatídico como sí una mano gigantesca hubiera traspasado la bóveda de nubes para llevarse al niño de los ojos malva delante de sus narices. Si Lothar se le había escapado aquel día, es que su entrada en Kaltenborn tenía demasiada importancia como para que el destino no la rodease de circunstancias fabulosas.
Tuvo que esperar a finales de agosto para ver reunidas esas circunstancias. Aquel día, una centuria había cruzado el lago para llevar a cabo una especie de caza de montería en el bosque de Johannisburg; la cacería debía terminar con el regreso triunfal de los pequeños veleros cargados de ciervos y corzos cuyas cabezas, apoyadas en la borda, rozarían la superficie del agua con sus cornamentas. Flanqueados al este por Tiffauges, Barbazul y los perros, los niños batían el monte bajo y los zarzales para empujar hacia la orilla del lago a cualquier pieza con pelo o con plumas que pudiesen levantar. No tenían armas de fuego sino tan sólo dagas y palos, además de todo un equipo de lazos y redes. El número y la agilidad de los participantes suplían el método y la experiencia, y la extraordinaria abundancia de animales, a los que nadie cazaba desde hacía años, explicaba que aquellas batidas alegremente improvisadas no fueran casi nunca infructuosas. Sin embargo, aquella mañana el monte bajo estaba tranquilo y silencioso, y la ausencia de caza menor parecía traicionar la proximidad de algún gran animal oculto en la espesura o entre las verdascas. La batida se prolongó durante una hora sin que nada la amenizara, y luego se animó por fin gracias a que un urogallo aleteó ruidosa y bruscamente en el haya en que estaba posado. Derribado por un palo que le alcanzó de lleno, corrió a toda velocidad hacia un zarzal; pero antes de que lograra esconderse lo remató uno de los dobermans. Era un animal magnífico, grande como un pavo, y lo ataron a una pértiga que cargaron dos niños.
Ya se acercaban a la orilla del lago, donde debía de acabar la batida, cuando el ruido precipitado de unas pequeñas pezuñas sobre los guijarros de un sendero inmovilizó a todo el mundo. Tiffauges hizo callar a los perros y prestó atención a Barbazul, que parecía petrificado como un apasionado perro de muestra, con las orejas erguidas y echadas hacia delante, el resuello breve y los músculos temblorosos. Y entonces apareció, rápido como un relámpago amarillo, un venado seguido por dos ciervos. Silbaron los lazos, y algunos niños se lanzaron inútilmente en pos de los tres animales. Tiffauges los adelantó a toda velocidad, y sus gritos se perdieron a lo lejos. Galopaba inclinado sobre el cuello de Barbazul tras los ladridos de los perros, a los que ya había perdido de vista.
La gratuita belleza de un juego impregnó las primeras horas. La escueta manada corría recta hacia delante, salvando ágilmente declives y trochas, seguida de cerca por los perros, agrupados como los dedos de una mano y haciendo resonar la fanfarria de sus once cálidas gargantas. Tiffauges dejó rienda suelta a Barbazul, que con su enorme mole aplastaba zarzas, cruzaba mimbrerales, pisoteaba helechos y brezos y volaba furiosamente sobre fosos, tocones y setos. A veces, el jinete bajaba la cabeza y cerraba los ojos para que no le golpearan las agujas de un abeto o las ramas bajas de un roble. El corpachón sudoroso y con la boca llena de espumarajos que le imponía el ritmo irradiaba una vida tan ardiente e inmediata que conquistaba una adhesión irresistible, confiada y ciega.
Alcanzó a la jauría a orillas de un lago que el venado cruzaba a nado, con la cuerna en alto, como un candelabro flotante. Los dos ciervos habían desaparecido, y Tiffauges se admiró de que la jauría no se hubiese dejado distraer por los caminos divergentes de estos animales de menor importancia. Cuando ya el venado se izaba chorreando sobre la otra orilla, los perros se lanzaron, a su vez y con un solo impulso, a las aguas bajas, seguidos por Barbazul, que pudo vadearlas. Y se reanudó el ojeo, guiado por los ladridos de acoso de aquellos perros negros de ojos sangrientos, que corrían como un solo animal por el oquedal, cada vez más ralo. Tiffauges los perdió otra vez de vista cuando, después de atravesar varios campos, se internaron en un bosquecillo de avellanos. Sin dejar de ladrar, los perros siguieron batiendo sotos y retamales, landas de color violeta y terrenos arenosos llenos de vivares, hasta que, de repente, Tiffauges comprendió que la caza había terminado y que el animal acosado hacía frente a sus perseguidores, pues si bien seguía oyendo los ladridos de la jauría, éstos parecían haber cambiado de registro y de timbre, volviéndose más fuertes pero también más graves y discordantes. Ya no era la unánime fanfarria que acompaña el esfuerzo de la persecución sino el canto de muerte que precede al encarne.
Tiffauges espoleó a Barbazul, que había adoptado el trote como si supiese que los perros se habían detenido. Rodeando un bosquecillo, descubrió una vasta extensión de barbechos, y en el horizonte la atormentada silueta de un haya de color púrpura. Se reunió a galope corto con la jauría, que rodeaba el árbol y ladraba inexplicablemente hacia las gruesas ramas. Un niño de ojos color malva se acurrucaba en la horquilla del árbol, sujetándose a las ramas con ambas manos.
—Me dan miedo los perros —le gritó a Tiffauges en cuanto éste estuvo al alcance de su voz—. ¡Llámelos!
Aunque hubiera querido, Tiffauges no podría haber alejado a los once perrazos, que armaban un escándalo infernal a sus pies. Llevó a Barbazul junto al tronco del árbol, y se puso de pie sobre la grupa. El caballo, como si conociera el valor del rito fórico que iba a cumplirse, se quedó inmóvil como una estatua a pesar del acoso de los perros, que saltaban junto a él como olas negras. Lothar, todavía acurrucado, se esforzaba en rechazar a Tiffauges a patadas. Por fin consiguió el cazador agarrarlo de una pierna, y tiró de ella. Cuando el niño cayó en sus brazos, su alegría fue tan vehemente que no sintió los dientes de su joven presa hundiéndose en su mano hasta hacerle sangrar.
El caballo no sólo es el tótem de la Defecación y el animal fórico por excelencia. Además, el Ángel Anal puede convertirse en instrumento de robo y de rapto, y —mientras el jinete lleva fóricamente a su presa en los brazos— elevarse al nivel de la supraforia. Mas aún: el rapto puede producirse cuando ya se ha adquirido la supraforia; por ejemplo, si un ser sobrehumano le arranca al caballero el niño que lleva, como en el poema El Rey de los Alisos. Esta balada de Goethe, en la que un padre huye a caballo por la landa, estrechando bajo su manto al hijo que el Rey de los Alisos se empeña en seducir y al que finalmente se lleva por la fuerza, es la mismísima carta de la foria, y la eleva a la tercera potencia. Es el mito latino de Cristóbal-Albuquerque llevado a un paroxismo de incandescencia por la magia hiperbórea. Con mi particular instinto, debo añadir a la caza de montería —en la que el Ángel Anal acorrala y reduce al Ángel Falóforo— la metamorfosis del venado en niño, y el consiguiente rito suprafórico. Esta secuela inaugura una nueva página en los juegos de esencias, y se consumará en Kaltenborn.
Raufeisen no dejaba de preguntarse lo que el Kommandeur quería de Tiffauges cuando le llamaba urgentemente y le retenía en el castillo, a veces durante horas. Su dignidad le prohibía interrogar al francés, y su sentido de la jerarquía no le permitía pedirle explicaciones al general. La verdad es que desde el encuentro al borde de la carretera y el regreso en la carreta, el viejo aristócrata había descubierto en el universo sobrecargado de signos y figuras simbólicas de Tiffauges un campo de investigación bastante afín a sus propias preocupaciones, y al mismo tiempo lo bastante nuevo como para interesarle. Severamente aislado en sus habitaciones, apartado de los días, los trabajos y las fiestas de la napola, apreciaba la presencia deferente y atenta de Tiffauges y la resonancia de algunas palabras suyas, que le hacían olvidar que era francés, sin grado y plebeyo. Pues Tiffauges, por primera vez en su vida, había roto el absoluto secreto que guardaba sobre sus angustias, alegrías y descubrimientos. No hay duda de que medía las confidencias que le hacía al Kommandeur —no le había dicho nada de su estirpe de ogro, ni de la complicidad que le unía al destino—, pero, con la esperanza de aprender más cosas, le habló de la inversión —maligna y benéfica—, de la saturación, de la foria y de los héroes que la encarnaban.
En el transcurso de estas entrevistas, el Kommandeur evocaba sus recuerdos, su infancia y su juventud en la academia militar de Plön —donde le habían educado junto a los hijos del Kaiser—, la vida de guarnición de Konisberg, sofocante para el Junker criado en un palacio, hasta el punto de que aprovechó apresuradamente la guerra de los Boxers para evadirse. Recién salido de Postdam como lugarteniente, formó parte del cuerpo expedicionario internacional a las órdenes del Feldmarschall von Waldersee, que había vengado el asesinato del ministro alemán Ketteler y liberado a las legaciones extranjeras que estaban prisioneras en Pekín. Participó en la guerra de 1914 con un ardor que ya no se podía atribuir a su edad, pero que los primeros éxitos de la ofensiva alemana parecieron justificar. Cuando empezaron a desmantelar los regimientos de caballería y mezclaron a coraceros y soldados de infantería en el fango de las trincheras, comprendió que algo esencial acababa de quebrarse en el orden de las cosas: su mecanismo más dócil, más sutil, más brillante. Las decepciones que siguieron, y luego la derrota, fueron las consecuencias de este error inicial.
Más tarde asistió a la abdicación del Kaiser y a la agitación socialista con el desapego de un hombre prematuramente envejecido a causa de la desaparición de un mundo del que se sentía solidario. Después, la ciencia heráldica se interpuso como una pantalla translúcida entre la realidad y él.
—Todo está en los símbolos —afirmaba—, y comprendí que había que enterrar definitivamente la grandeza de mi país cuando en 1919 la asamblea nacional, reunida en el teatro municipal de Weimar —¡Weimar! ¡Y en un teatro! ¡La mascarada completa!—, desechó el glorioso estandarte imperial negro, blanco y rojo, que procedía directamente de la orden de los caballeros teutones, para hacer de la bandera negra, roja y oro a bandas horizontales, que habíamos visto abrirse como una flor venenosa durante las barricadas de 1848, el nuevo emblema de la nación. Era como inaugurar oficialmente una era de vergüenza y decadencia. ¡Quien peca a través de los símbolos será castigado por ellos! Tiffauges, usted es un lector de signos, me he dado cuenta, y además, me lo ha demostrado. Ha creído descubrir en Alemania el país de las esencias puras, donde todo lo que ocurre es símbolo y parábola. Y tiene razón. Por otra parte, un hombre marcado por el destino no tiene más remedio que acabar en Alemania, como la mariposa que revolotea en la oscuridad siempre acaba encontrando la fuente de luz que la embriaga y la mata. Pero le queda mucho que aprender. Hasta ahora ha descubierto signos en las cosas, como las letras y los números que se leen en un mojón. Ésa es la forma más débil de la existencia simbólica. Pero no vaya a creer que los signos siempre son inofensivas y débiles abstracciones. Los signos son fuertes, Tiffauges, son ellos los que le han traído aquí. Los signos son irritables. El símbolo escarnecido se transforma en diábolo. De ser centro de luz y concordia, pasa a ser poder de las tinieblas y el desgarramiento. Su vocación le ha hecho descubrir la foria, la inversión maligna y la saturación. Aún tiene que conocer el remate de esta mecánica de los símbolos, la unión de esas tres figuras en una sola, que es sinónimo de apocalipsis. Pues hay un momento terrible en que el signo ya no deja que una criatura lo lleve, como el soldado lleva el estandarte. Adquiere autonomía, escapa a la cosa simbolizada, y lo más temible es que es él quien la lleva. ¡Desgraciada! Recuerde la Pasión de Jesús. Durante largas horas, Jesús llevó su cruz. Luego fue la cruz quien lo llevó a Él. Entonces se rasgó el velo del templo y el sol se extinguió. Cuando el símbolo devora la cosa simbolizada, cuando el crucifero se convierte en crucificado, cuando una inversión maligna trastoca la foria, el fin del mundo está cerca. Porque ya nada lastra al símbolo, que se adueña del cielo. Prolifera, lo invade todo, estalla en mil significados que ya no significan nada. ¿Ha leído el Apocalipsis de San Juan? En él vemos escenas terribles y grandiosas que abarcan todo el cielo, animales fantásticos, estrellas, espadas, coronas, constelaciones, un formidable desorden de arcángeles, cetros, tronos y soles. Y todo eso es símbolo indiscutiblemente. Pero no intente comprender, es decir, encontrar la cosa a la que cada signo remite. Pues esos símbolos son diabólicos: ya no simbolizan nada. Y de su saturación nace el fin del mundo.
Calló y dio unos pasos hacia la ventana, por donde se veía el asta de una bandera que el viento nocturno acariciaba con un rumor de seda.
—Usted me ve aquí, en mi propio castillo lleno de estandartes y oriflamas con cruces gamadas —continuó—. Confieso que tuve un momento de esperanza en 1933, cuando el nuevo canciller arrojó a las ortigas los tres colores de Weimar para restaurar los del imperio de Bismarck. Pero cuando vi lo que hacía con ellos —esa bandera roja con un gran disco blanco en el centro, donde se inscribe en negro la cruz gamada—, sospeché lo peor. ¡Pues esa araña que ha perdido el equilibrio y gira sobre sí misma, amenazando con sus patas ganchudas a todo cuanto se opone a su movimiento, era la antítesis flagrante de la cruz de Malta, resplandeciente de calma y serenidad! Se llegó al colmo cuando el Tercer Reich, prosiguiendo la restauración de las insignias tradicionales, quiso restablecer la gloria del águila de los escudos de armas de Prusia. Usted sabrá, por supuesto, que en términos de heráldica la derecha es la izquierda y la izquierda es la derecha, ¿no?
Tiffauges asintió. Oía aquella regla heráldica por primera vez, pero tal era su conformidad con la inversión derecha-izquierda que encontraba tan a menudo cuando los símbolos dirigían el juego, que en seguida le pareció familiar.
—Hay una explicación práctica para esa alteración, sin duda inventada a posteriori. Dicen que un escudo debe leerse no ya desde el punto de vista de un espectador que se sitúa frente a él sino desde el punto de vista del caballero que lo lleva en su brazo izquierdo. Lo cierto es que el águila prusiana tiene la cabeza vuelta a diestra, como debe de ser en una sana tradición heráldica. Pues bien, observe el águila del Tercer Reich, que lleva en sus garras una corona de hojas de roble donde se inscribe la cruz gamada: tiene la cabeza vuelta a sinistra. Es un águila contornada, verdadera aberración reservada a las ramas bastardas o caídas en desgracia de las familias nobles. Por supuesto, ningún dignatario del Partido puede justificar esta monstruosidad. Se hace alusión, discretamente, a un simple error del dibujante del ministerio de propaganda. Pero Goebbels ha encontrado por fin una explicación: el águila del Tercer Reich mira hacia el este, del lado de la URSS, a la que amenaza y ataca. La verdad es otra, señor Tiffauges.
Y se acercó al francés para contarle, en voz baja y sibilante, el terrible secreto que en adelante iba a compartir con él.
—La verdad es que, desde su origen, el Tercer Reich es el producto de unos símbolos que dirigen el juego. Nadie comprendió la advertencia, no obstante elocuente, de la inflación de 1923, aquella oleada de billetes de banco desvalorizados, de símbolos monetarios que ya no simbolizaban nada y que se abatieron sobre todo el país con la furia destructora de una nube de langostas. Ahora bien, dese cuenta de que precisamente ese año, cuando el dólar valía 4, 2 millones de marcos, Hitler y Ludendorff, escoltados por un puñado de partisanos, marcharon sobre la plaza del Odeón en Munich para derrocar al gobierno de Baviera. Ya conoce usted la continuación: el tiroteo que mató a dieciséis miembros de la escolta hitleriana, Göring gravemente herido, Scheubner-Richter mortalmente alcanzado y arrastrando en su caída al propio Hitler, que se dislocó el hombro. Y luego los trece meses de cautiverio del Führer en la fortaleza de Landsberg, donde escribió Mein Kampf. Pero todo esto es secundario. Lo único que contaba aquel 9 de noviembre de 1923 en Munich era una bandera, la bandera con la cruz gamada de los conspiradores, caída en medio de dieciséis cadáveres, en un charco de sangre que la manchó y la consagró. Desde entonces, esa bandera de sangre —die Blutfahne— se convirtió en la reliquia más sagrada del partido nazi. Desde 1933 la exhiben dos veces al año. La primera el 9 de noviembre, cuando se reconstruye la marcha sobre la Feldherrhalle de Munich, como el juego de la Pasión en la Edad Media; pero sobre todo en septiembre, en el Reichsparteitag de Nuremberg, que señala el climax del ritual nazi. Entonces la Blutfahne, como un genitor que fecundase a una sucesión indefinida de hembras, se pone en contacto con los nuevos estandartes que aspiran a esta siembra. Yo he visto esta escena, señor Tiffauges, y afirmo que el gesto del Führer cuando lleva a cabo el rito nupcial de los emblemas es el mismo del reproductor que guía con la mano la verga del toro para llevarla a las vías vaginales de la vaca. Y se ven desfilar ejércitos enteros, en los que cada hombre lleva una bandera, y que no son más que ejércitos de banderas, un ancho mar, agitado y encrespado por el viento, de estandartes, enseñas, pendones, emblemas y oriflamas. Por la noche, los hacheros ponen punto final a esta apoteosis, pues la luz abarca las astas, las estameñas y las figuras de bronce que las coronan, y sumen en las tinieblas de la tierra a la masa humana, condenada a un final oscuro. Finalmente, cuando el Führer avanza por el monumental altar para celebrar el oficio, ciento cincuenta proyectores de D. C. A. se encienden a la vez, y erigen sobre la Zeppelinwiese una catedral de luz cuyos pilares, de ocho mil metros de altura, atestiguan el alcance sideral del misterio celebrado.
«Usted ama Prusia, señor Tiffauges, porque bajo la luz hiperbórea, según sus palabras, los signos brillan con un resplandor incomparable. Pero todavía no ve adonde lleva esa temible proliferación de los símbolos. ¡En el cielo saturado de figuras se prepara una tormenta que tendrá la violencia de un apocalipsis, y que nos sepultará a todos!».
E. S. Esta noche, hacia las tres, alerta general. Asisto por primera vez a lo que los niños llaman una «mascarada», y que es una de las novatadas más repugnantes ideadas por el cerebro de un suboficial prusiano. En realidad, Raufeisen se da cuenta de que la disciplina de Kaltenborn se está viniendo abajo y que el control de la napola se le escapa de las manos. Y reacciona rabiosamente, asestando golpes violentos de vez en cuando.
Los niños reciben la orden de reunirse en formación en el patio, en uniforme de campaña y en un plazo de tres minutos. Llueven los castigos sobre los retrasados. Luego, tras la inspección, llueven de nuevo sobre aquellos cuyo uniforme deja que desear. Llevan un cuarto de hora en posición de firmes cuando resuena una nueva orden. Dentro de dos minutos todo el mundo debe estar de regreso en el mismo sitio, esta vez en uniforme de Jungvolk. Galopada por las escaleras. Carrera hacia los dormitorios. Empujones en torno a los armarios. Lluvia de castigos sobre los que abren la boca, luego sobre los que llevan un detalle no reglamentario. Nuevo cuarto de hora de inmovilidad. Rompan filas. En dos minutos, todo el mundo aquí con la ropa de salida. Luego en uniforme de gimnasia. Luego en uniforme de gala. Todos se esfuerzan, con los dientes apretados, en ser pequeños robots, pero veo a muchos que lloran de exasperación.
Podría haberme quedado en la cama. Pero, en realidad, no podía faltar a este desfile de impedimentos. Observo apasionadamente cómo se acomoda la personalidad de cada niño a esa sucesión de ropas diferentes que, a su pesar, exhiben ante mí. Y su personalidad no se transparenta a través de la ropa, como una voz que atraviesa un muro con mayor o menor claridad según su espesor. No, la ropa propone cada vez una nueva versión de la personalidad, totalmente nueva y de efectos imprevisibles, pero tan completa como la precedente y como la desnudez. Es como un poema que, traducido a un idioma y luego a otro, no pierde nada de su magia sino que se adorna una y otra vez con nuevos y sorprendentes encantos.
Al nivel más trivial, la ropa es una clave del cuerpo humano. En ese grado de indistinción, clave y pauta se confunden más o menos. La ropa es clave, puesto, que el cuerpo la lleva, pero se parece en realidad a la pauta porque a veces cubre el cuerpo por completo, como una traducción in extenso o un prolijo comentario, más extenso que el texto comentado. Pero se trata, precisamente, de un comentario prosaico, charlatán y frívolo, sin alcance emblemático.
La ropa, más aún que clave o pauta, es el instrumento de encuadre del cuerpo. El rostro queda encuadrado —y por tanto comentado, interpretado— entre el sombrero, arriba, y el cuello, abajo. Los brazos son distintos según la manga sea más o menos larga, estrecha o flotante, o simplemente haya desaparecido. La manga corta y estrecha ciñe el contorno del brazo, pone de relieve el modelado del bíceps, la pulposa protuberancia del tríceps, y acusa la carnosa redondez del hombro pero sin complacencia, sin invitación al contacto. La manga flotante borra la redondez del brazo, lo hace parecer más delgado pero pide, con su acogedora amplitud, el apretón que tome posesión de él y que suba, si lo desea, hasta el hombro. El pantalón corto y el calcetín encuadran la rodilla y la interpretan de manera diferente según que el primero descienda o el segundo suba. Una rodilla estrechamente encuadrada por un pantalón un poco largo y un calcetín un poco alto se encuentra reducida a su dura y seca función de cabeza de biela. Expresa el rigor, la eficacia y la indiferencia ante la carne. En ausencia de calcetín alto, o si éste cae sobre el zapato, la ternura de la pantorrilla recobra todo su valor y se opone a la austera pretensión de la rodilla. La imagen evoca claramente el fracaso de una disciplina impuesta desde fuera a un ser despreocupado y encantador que se defiende de ella, sin pensarlo siquiera, mediante el uso que su cuerpo hace, espontáneamente, de la ropa que le dan. Más armoniosa es la composición de un calcetín muy alto, que llega hasta el borde de la rodilla, o que incluso cubre parte de ella, y un pantalón muy corto, que descubre ampliamente el muslo. Entonces es el muslo lo que queda encuadrado y exaltado, y la rodilla no aparece más que como un soporte sin relieve. Es la fórmula real, la que une el rigor de la ropa y la celebración lírica de la carne, el orden respetado y el elogio de la parte de la pierna más llena, suave e incitante. Es la fórmula que con más frecuencia se ha aplicado, con muy seguro instinto, en las distintas impedimentas de estos hombrecitos, sobre todo en el uniforme de Jungvolk y el de gimnasia. Pero el calcetín alto no suele cumplir su función. Demasiado corto, mal estirado o enrollado, desnuda excesivamente la pierna y la priva de toda interpretación. Entonces no queda más esperanza que el zapato, que debe ser lo bastante cabezota como para atrapar, in extremis, a todo el edificio en desbandada, y lo bastante testarudo y burlón como para convertirse en el poderoso zócalo que le falta.
E. S. Lothar Wüstenroth. Nacido el 19 de diciembre de 1932, en Bärenwinkel. Estatura: 148 cm. Peso: 35 kg. Perímetro torácico: 77 cm. Índice cefálico horizontal: 72.
Fino y vibrante como un arco, la delgadez da un valor extraordinario a su modelado muscular, que sorprende por su plenitud. Escotadura torácica en forma de ojiva muy abierta. He aquí una característica en la que Blättchen no había pensado y, sin embargo, de ella depende toda la arquitectura del torso. En los sujetos menos favorecidos se diría que el tórax está cerrado por la aproximación de las costillas, que se unen en la parte delantera. En los casos más triviales, la escotadura es triangular, y forma una V invertida. Los brazos de la V pueden curvarse, pero el perfil es más armonioso cuanto más se acerca al medio punto. Más aún que de la altura de la frente o el diseño de la boca, es de esta apertura del tórax de lo que depende el grado de inspiración de todo el ser. Y no estoy jugando con las palabras. Es lógico que a este nivel se confundan el sentido propio y el sentido figurado, aunque no debemos perder de vista que espíritu viene de spiritus, cuya primera acepción es soplo, viento.
Rostro breve, como estilizado, máscara huesuda y agujereada por la boca delgada, la nariz apenas esbozada y los charcos de color malva de los ojos, y que se ve mermada por el pesado casco de cabellos de color platino, redondeado por el Topfschnitt (corte en forma de tazón) que es costumbre aquí. No necesito los aparatos antropométricos de Blättchen para extraer, gracias a este ejemplar de primera clase, la regla de oro de la belleza humana. Esta belleza se basa en la importancia del cráneo en relación con el rostro. Ahí radica toda la superioridad estética del niño sobre el adulto. En el niño, el cráneo ha alcanzado su tamaño definitivo; ya no va a crecer apenas. Por el contrario, el rostro doblará, al menos, su superficie, y así se desvanecerá la belleza. Pues en esta creciente importancia del rostro en relación con el cráneo, la cabeza se acerca al tipo animal: una cabeza de perro o de caballo es toda rostro —quiero decir, toda frente, órbitas, nariz, boca—, y el cráneo se reduce a casi nada. Igualmente, observo que los hombres y mujeres cuya belleza normalmente admiramos han conservado algo de esa proporción —o desproporción— infantil entre el cráneo y la cara. Así pues, en la línea que va del animal al hombre, el niño se encuentra más lejos que el adulto y debe ser considerado como suprahumano, sobrehumano. ¿Y no se impone la misma conclusión en lo tocante a la inteligencia? Si definimos la inteligencia como la facultad de aprender cosas nuevas, de encontrar soluciones a problemas que se presentan por primera vez, ¿quién es más inteligente que el niño? ¿Qué adulto sería capaz de aprender a escribir, y aún más, de aprender un idioma exnihilo, sin partir de una lengua adquirida de antemano, si no lo hiciera en la infancia?
Mientras acabo estas notas él espera dócilmente, con la cadera ladeada, apoyándose en la pierna izquierda, viva y frágil columna, a la que se opone el muslo derecho, blando e inerte. Sexo piriforme: el glande y los testículos están unidos en tres masas prácticamente iguales mediante una red de pliegues que convergen hacia el estrecho pedúnculo soldado al pubis.
Alzo la cabeza, y él me sonríe.
Los niños se han reunido en la sala de los caballeros del castillo, transformada esta noche en un vasto y oscuro anfiteatro, rebosante de murmullos y risas ahogadas. Hay un podio bajo iluminado por cuatro hacheros que hacen vacilar las bóvedas, cuyas nervaduras caen en forma de haz sobre los pilares. Como de costumbre, aunque todo se ha organizado de antemano, el secreto ha estado bien guardado, y la súbita aparición del Kommandeur sobre el podio, en uniforme de general, provoca un silencio asombrado. Su vida retirada en las sombras de la napola, su sencilla ropa civil, el misterio que envuelve a este hombre, aunque nadie ignora, sin embargo —ni siquiera los niños más jóvenes—, que su prestigio y sus títulos eclipsan la gloria macabra de las S. S., todo contribuye a darle a su intervención de esta noche un relieve extraordinario. Cuando habla crece aún más el silencio porque su voz es apagada, apenas perceptible. Se diría que la multitud de niños, envuelta en la penumbra, se inclina hacia él para poder oírle. Pero poco a poco sube el tono, la voz se hace más firme, las grandes figuras que invoca invaden el lugar.
—Jungmannen —dice—, esta noche vamos a proceder a una ceremonia que es el punto culminante de vuestra joven carrera. A tres de entre vosotros se les va a otorgar el Seitengewehr. Haïo, Haro y Lothar: de ahora en adelante llevaréis al costado izquierdo la espada cuya doble invocación, Sangre y Honor, dominará vuestra vida y vuestra muerte. En ninguna parte halla esta ceremonia un eco tan grave como bajo estas bóvedas que fueron edificadas por mi antepasado Hermann, conde von Kaltenborn, caballero del Cristo de las Dos Espadas en Livonia, prior de la orden de los Portadores de Espada, elector de Pomerelia y archidiácono de Riga. «Él es vuestro patrón y maestro, ya que todos sois, o vais a ser esta noche, jóvenes Portadores de Espada. Y tenéis que saber cómo era y cómo vivía él, para que en cualquier situación podáis contestar a esta pregunta: ¿qué haría el gran Hermann en mi lugar?
»Como todos los caballeros de su tiempo, Hermann von Kaltenborn forjó primero su corazón en el terrible sol de Oriente. Conoció todos los padecimientos y alegrías de las grandes cruzadas. Pero no se conformaba —como la mayoría de sus compañeros— con atravesar a los infieles con su espada. Monje hospitalario, sabía cuidar a los enfermos y heridos, y trajo a nuestras tierras vulnerarios y electuarios secretos, que le enseñaron a preparar los magos de Levante y que le hicieron famoso en la corte episcopal de Riga. A principios del siglo XIII tomó parte en todas las batallas que aseguraron a los Portadores de Espada el dominio de los confines hiperbóreos, desde las orillas del Báltico hasta las riberas del Narva y del lago Peipus. Los Portadores de Espada no eran más que un puñado, unos cuantos cientos, ni más ni menos que vosotros, Jungmannen, reunidos en esta sala. ¡Pero eran gigantes! No poseían nada: ni riquezas, ni mujeres, ni siquiera una voluntad propia, pues habían pronunciado los votos de pobreza, castidad y obediencia. Dormían armados, con la espada junto a sí, pues ella era su única esposa; tal era el rigor de las reglas que no podían besar ni a su madre ni a su hermana. Durante dos días a la semana se alimentaban de leche y huevos, y ayunaban los viernes. No podían tener secretos con sus jefes, ni recibir ningún mensaje sin comunicárselo. Cuando iban a luchar montados en caballos grandes como elefantes, sus corazas y armas eran tan formidables que cada cual semejaba una fortaleza ambulante. Pero bajo la cota de malla, sus hombros y espaldas sangraban en secreto porque se aplicaban mutuamente las disciplinas antes de combatir…
»A la cabeza marchaba el más grande de todos, Hermann von Kaltenborn, y su santidad irradiaba tan poderosamente que los robles milenarios del bosque pagano se arrodillaban a su paso. Hermann prefería el invierno a cualquier estación más amable, porque el rigor del frío simboliza el de la moral, la desnudez de los bosques recuerda la de una vida santa, y la pureza del cielo barrido por el cierzo evoca la del alma descarnada por la fe. Y, además, las tierras endurecidas, los pantanos solidificados y los lagos helados favorecían el avance de los tanques y de la artillería.
»Entre todos los árboles prefería el abeto, porque es recio y recto, verde y lustroso, escalonado de forma regular como el edificio de la justicia, porque, en una palabra, es el más alemán de todos los árboles».
El Kommandeur habla en este tono durante mucho tiempo, bucea en el pasado, el presente y el futuro; compara la espada infantil que los Jungmannen llevan en la cadera izquierda con las titánicas espadas que amenazan el cielo en el parapeto de la terraza principal, la guerra de los Panzerdivisionen contra la URSS con las luchas de los caballeros alemanes contra los eslavos, las dos batallas de Tannenberg: la de 1410, que fue el fin de los teutones y los Portadores de Espada, que sucumbieron ante los poloneses y lituanos, y la gloriosa revancha de 1914, que consagró la victoria de los alemanes de Hindenburg sobre los rusos de Samsonov. Finalmente, el Kommandeur evoca, oponiéndolas, las actitudes de Francia y Alemania en torno a sus respectivos caballeros-monjes cuando volvieron de Tierra Santa: en el mismo momento en que los teutones construían Marienburg, símbolo de sus derechos sobre la provincia que su emperador y su papa les habían otorgado, los templarios franceses, abrumados por las calumnias, subían a las hogueras de Felipe el Hermoso. Además, mientras que el espíritu de los caballeros alemanes seguía vivo en esta tierra y estos muros, Francia aún no había acabado de expiar el crimen del rey falsario. Tiffauges observa que el Kommandeur no hace alusión, ni una sola vez, al atlante sepultado que sostiene la fortaleza sobre sus hombros.
Después de este discurso, todos los Jungmannen se levantan y cantan el poema de K. Hofmann:
Desplegad los estandartes empapados de sangre
Haced que la llama se eleve hasta el cielo[51]
Y las antiguas bóvedas vibran al son de estas voces metálicas. Luego, la centuria a la que pertenecen los tres novicios se reúne en la explanada para la velada solemne.
No es asunto de poca monta, pues tienen que seguir despiertos hasta el amanecer, formando un semicírculo abierto hacia Oriente. Cuando el globo de fuego surja tras las montañas de Nickelsberg, los Jungmannen entonarán un himno heliofánico. Después, el centurión recordará a los tres catecúmenos la fidelidad absoluta que se comprometen a guardarle al Führer al convertirse en sus Portadores de Espada, y les conminará a salir de la fila y alejarse si no se sienten con fuerzas para morir por el Tercer Reich sin hacer preguntas. Al final, bajo el resplandor de los primeros rayos de sol, les entregará solemnemente sus armas.
Puede que la ceremonia que los reunió tuviese algo que ver: el caso es que Haïo, Haro y Lothar se volvieron inseparables. Allá donde fuera, hiciera lo que hiciese, a Lothar el nervioso, el expresivo, el incansable, le acompañaban los dos gemelos, tranquilos, taciturnos y remolones. Al principio, los Jungmannen reaccionaron contra este triángulo, que chocaba con las reglas de conducta implícitas en cualquier comunidad. Pero los tres chicos nuevos opusieron a las alusiones y burlas un frente de indiferencia tan imperturbable que los ataques fueron disminuyendo y el trío se convirtió en un hecho indiscutible.
Tiffauges, a quien le encantaba observarles, descubrió fácilmente que los gemelos servían al niño de cabellos blancos con una tácita e instintiva abnegación. Sin prisas pero también sin vacilaciones, con una especie de infalible presciencia, ambos formaban siempre y en todas partes el marco ideal en que Lothar se inscribía y acomodaba. Cuando todos se reunían para saludar a la bandera o pasar lista, durante los ejercicios de volteo a caballo, de gimnasia con aparatos o de tiro con los Mauser HJ reducidos a seis milímetros, Haïo y Haro siempre llegaban los primeros, y Lothar, leve, ardiente y apresurado, se hacía sitio entre ellos.
Una gris y brumosa mañana, el Alei había ordenado que los niños hicieran ejercicios en el cuadrilátero de lucha. Bajo la pálida luz, los kimonos rojos se destacaban vivamente sobre la arena blanca. Tiffauges se detuvo delante del trío que formaba una pirámide: Lothar, erguido sobre las manos, sostenido por Haïo a la derecha y a la izquierda por Haro. Todos los Jungmannen formaban grupos de tres, pero todos parecían defectuosos y heteróclitos en comparación con la figura compuesta por el niño de cabellos blancos y los gemelos-espejo, tan bien equilibrada, dispuesta con tanta perfección y tan rigurosa simetría.
—¡Ah, ya me había fijado en esos tres! Hagan lo que hagan siempre están unidos, como las espadas de Kaltenborn.
Tiffauges no había oído llegar al Kommandeur, que se acercaba apoyándose en su bastón guarnecido de hierro. Se volvió para saludarle.
—Sí —continuó el Kommandeur—, ¡están tan compenetrados que parecen salidos de un antiguo escudo de armas!
A una señal del Alei, el chico que estaba en el centro de cada grupo saltó al suelo, y se puso firme junto a los otros.
—¿No le recuerdan nada el fondo blanco y las siluetas rojas, Tiffauges? —siguió el anciano, insistiendo en su idea—. ¿Qué diría usted si le armase caballero unido a mi casa con un blasón que, según la costumbre, recordara el mío, por ejemplo argent con tres pajes de gul erguidos en palo? ¡Ja, ja, ja! Además, ¿no fue usted el que reclutó a esos muchachos?
La broma calaba tanto en las preocupaciones del francés que éste se acercó lentamente al Kommandeur con aire de interrogación, sin pensar que su actitud podía interpretarse como una amenaza.
—Se dará usted cuenta —siguió el anciano, imperturbable— de que, si bien la heráldica recurre a las plantas y sobre todo a los animales, raramente usa la figura humana. ¿Por qué? Yo mismo me lo he preguntado. Cierto que el escudo de armas de Prusia lo sostienen dos salvajes que han dejado sus mazas en el suelo. A veces también se encuentra una cabeza de moro, o seres fantásticos, semihumanos, semianimales: centauros, esfinges, sirenas o arpías. Pero, que yo sepa, nada de hombres, mujeres o niños, o bien muy rara vez.
Dio media vuelta y caminó lentamente hacia el castillo, eligiendo con cuidado los sitios en que ponía los pies. De repente, se detuvo.
—Vaya, tengo una idea. ¿No cree que inscribir a un ser vivo en un blasón asocia implícitamente la idea de sacrificio? Al fin y al cabo, si nos remontamos a los orígenes, el tótem es un animal poseído, que se mata y se come, y así comunica sus virtudes al portador del emblema. Por otra parte, le ruego que piense cuál es el emblema humano más conocido y sagrado. ¡Cristo en la cruz! ¡El símbolo por excelencia del supremo holocausto! Así que es natural evocar en un escudo de armas el sacrificio ritual de un águila o de un león, o la muerte de un monstruo como el dragón o el minotauro o, incluso, el dominio sobre un esclavo negro o un salvaje. ¡Pero no un guerrero, una mujer o, sobre todo, un niño! ¡Ya ve, mi pobre Tiffauges, con mis tres pajes de gul erguidos en palo iba a darle el escudo de armas de un ogro! ¡Ja, ja, ja!
E. S. Volviendo de Ebenrode con Barbazul me encuentro a un niño montado en bicicleta. Tiro de las riendas y obligo a Barbazul a un trote corto para no adelantar al chiquillo. ¿Qué ocurre? La bicicleta es un objeto con altura y longitud, pero sin espesor. El cuerpo que la monta queda reducido a un perfil en el que destacan todas las líneas. Clarificado, depurado, reducido a un dibujo. Un bajorrelieve, una medalla. Sólo hay una pierna, cuya cara interna vemos gracias a un espejo. El pie no toca el suelo. Lo arrastra un perfecto movimiento circular en el que participan la pantorrilla, la rodilla y el muslo, y que acaba en las conmovedoras oscilaciones del pequeño trasero sobre la silla. Los músculos actúan de manera visible y según un ciclo monótono, como lo harían sobre una lámina anatómica animada. El torso, completamente inmóvil y con los hombros alzados hasta la altura de las orejas, evoca una actitud de desprecio o de miedo.
Al llegar al pueblo de Ohldorf, mi pequeño ciclista se detiene, iza la bicicleta sobre el freno y se aleja. El encanto se rompe. La tercera dimensión vuelve a adueñarse de él. Los movimientos irregulares de la marcha enturbian sus líneas. Este niño, que me había parecido admirable hasta el punto de que ya estaba haciendo planes para él, ha descendido al nivel de lo ordinario al bajar de la bicicleta. No es que sea despreciable, es cierto, pero tampoco merece especial atención.
¿Qué ha pasado? Pues que la bicicleta, que no tiene ningún poder sobre la persona de los adultos, actúa como una pauta de descifrado sobre el cuerpo de un niño: aisla la esencia e inicia la elucidación. Lo cual ilustra por partida doble unas palabras bastante oscuras del Kommandeur. Primero, porque la experiencia de la bicicleta pone en evidencia la vocación heráldica del niño, vocación temible si implica que ha de concluir en sacrificio. Segundo, porque ahora comprendo mejor la diferencia entre la clave, que sólo nos descubre un sentido particular de la esencia, y la pauta, que toma posesión de toda ella y se la ofrece, ya aclarada, a nuestra intuición. Y es una diferencia de orden fórico, porque la esencia sostiene la clave —como la cerradura su llave—, mientras que la pauta sostiene la esencia, como los barrotes de hierro incandescente sostienen el cuerpo del mártir. Ahora falta por entender el paso de la clave a la pauta, que el Kommandeur ha definido como la inversión maligna que opera el paso de crucífero a crucificado.
Seguro que el buen hombre sabe mucho más de lo que me ha dicho. Es cosa mía aprovechar la familiaridad con que me trata para hacerle vaciar el saco en la primera ocasión.
Tiffauges no tuvo tiempo de interrogar al Kommandeur. Tras el atentado del 20 de julio, una oleada sin precedentes de arrestos y ejecuciones se desencadenó en toda Alemania y especialmente en Prusia Oriental, que fue donde ocurrió. El terror policial golpeó con una rabia ciega no sólo a los conjurados sino a sus familias, sus amigos y hasta sus relaciones más lejanas. En los informes de la Gestapo aparecían constantemente los nombres más importantes de la aristocracia prusiana: Yorck, Moltke, Witzleben, Schulenburg, Schwerin, Stülpnagel, Dohna, Lehndorff…
Una mañana, un vehículo con el pabellón oficial arrollado se detuvo ante la puerta del castillo. Bajaron dos hombres vestidos de civil. Tuvieron una entrevista privada con el general conde von Kaltenborn. Luego se marcharon, pero sólo para dejar la ciudadela y esperar en la explanada. Una hora más tarde, serían tal vez las once, los niños que andaban por allí se llevaron la sorpresa de ver salir a su Kommandeur vestido con el uniforme de gala. Andaba con pasos rápidos, mecánicos, con la mirada fija ante sí. Recorrió toda la avenida central sin contestar a los saludos y se metió en el coche que le esperaba con las cortinas corridas, y que desapareció en dirección a Schlangenfliess.
La partida del único hombre a quien había otorgado su confianza afectó profundamente a Tiffauges. Las especulaciones del Kommandeur, la atmósfera de anticuada grandeza que irradiaba a su alrededor y el esfuerzo de lucidez y reflexión al que invitaba al francés habían contribuido a elevar a éste por encima de sus apetitos. Desaparecido el anciano, Tiffauges se abandonó a su instinto de poder, con algunos refinamientos extravagantes de los que sus Escritos siniestros daban testimonio. Por lo demás, el deterioro de la situación le aseguraba una creciente libertad. El 26 de septiembre, Hitler proclamó la movilización en masa (Volkssturm) de las mujeres, los niños y los ancianos para tratar de conjurar la derrota, y este hecho marcó una nueva etapa en su ascensión. Raufeisen, que se había resignado a perder al Kommandeur, veía cómo le quitaban, uno detrás de otro, a sus oficiales y suboficiales, a sus hombres y a sus colaboradores civiles. Se enfurecía al no tener a sus órdenes más que lo que él llamaba «un jardín de infancia». Quería, al menos, que los Jungmannen fuesen entrenados y armados para la última prueba. Viajaba con frecuencia a Königsberg y hablaba de una gestión en Possessern, sede del estado mayor de Himmler, dando carta blanca al francés para asegurar, mal que bien, la vida cotidiana de la napola.
E. S. Desde hace tres días, en una sala de los sótanos, el peluquero de Ebenrode y su aprendiz hacen estragos en las cabezas de los muchachos con ayuda de gigantescas maquinillas eléctricas, que yo habría creído reservadas tan sólo a los caballos. Hay que decir que no los habíamos visto desde hacía cinco meses, y los niños tenían que apartar con la mano una cortina de pelo para ver e, incluso, para comer. Cierto que yo tenía algo que ver con esta negligencia, pues cada vez que pensaba en esta esquila general se me encogía el corazón. Luego me resigné a lo inevitable, y ahora descubro todo el partido que puedo sacarle a la situación.
En primer lugar, observo que el pelo puede ser hermoso en sí mismo, pero que siempre tiene un papel negativo en relación con el rostro: debilita la expresión, amortigua los rasgos, pasa una goma de borrar por toda la cara. Por lo tanto, beneficia a las caras feas, que desde luego resultan menos feas coronadas por una abundante cabellera que desnudas. Y como la fealdad es la regla general, el pelo suele ser preferible a la calvicie. Pero un rostro muy bello lo gana todo si deja de sufrir el ahogo del pelo. Los niños que suben de los sótanos, dándose manotazos en las nucas rapadas, me han dejado estupefacto por la evidencia, casi violenta, de la belleza de sus caras. Belleza desnuda, despojada, sin imprecisiones, escultural, en parte hermana de la espada y en parte de la máscara de mármol. Y cuando la risa le presta su calor al rostro, animándolo, ¡qué bien habla, que comunicativo resulta!
Al ver esto, bajé para asistir a la metamorfosis.
Contemplé durante mucho rato la maquinilla abriendo pálidos surcos en las matas de pelo, desde la nuca a la frente. El cuero cabelludo desvela entonces sus secretos, sus irregularidades, sus cicatrices y, sobre todo, el orden de implantación de los cabellos. Estos, cayendo en sedosos manojos sobre los hombros del niño, cubrían el suelo de una mies perfumada que el peluquero, acabada la operación, barría sin miramientos hacia un rincón de la habitación. Enseguida di órdenes para que guardasen todo aquel oro rojizo. Llenarán tantos sacos como hagan falta. Todavía no sé lo que haré con ellos.
E. S. Observando el rapado de los niños, me di cuenta de que en la mayor parte de los casos los cabellos parecen colocados en espiral a partir de un centro que se halla exactamente en el occipucio. Partiendo de este centro, describen un remolino centrífugo, que alcanza al conjunto del cráneo. La espiga está formada por los cabellos del centro de la espiral, los únicos que no se ven arrastrados por el torbellino.
Entonces me acordé del pelaje del ciervo que los Jungmannen trajeron la semana pasada, tumbándolo sobre una de las mesas del comedor. Bajo la luz oblicua, se veían claramente diversas zonas de pelo orientadas en sentidos diferentes. Y también se observaba el mismo fenómeno de remolinos, ya fueran centrífugos o centrípetos, según que los pelos se separaran a partir del centro o convergiesen hacia él. En otras zonas se observaban grandes capas que se delimitaban entre sí, bien formando una cresta a lo largo de la cual tropezaban y se oponían los pelos, bien huyéndose, separadas por una raya pelada. También me acordé de ciertas palabras del doctor Blättchen, según las cuales el hombre tiene tantos pelos como el oso o el perro pero, salvo en ciertas regiones del cuerpo, pequeños e incoloros, tanto que sólo se ven con la lupa. Así que me pareció interesante estudiar el mapa piloso de los niños y comparar varias fórmulas entre sí.
Elegí a los tres sujetos que me parecieron más vellosos, los más salpicados de oro y de plata bajo un rayo de sol que caía a contraluz. Les hice pasar por turno al laboratorio y los examiné con lupa, centímetro por centímetro, colocándolos entre la ventana y yo.
Los resultados son interesantes, pero no difieren de un individuo a otro. Una vez más, el Jungmannen se ha revelado como una especie mucho más homogénea e indiferenciada de lo que se podría creer.
Los pelos de todo el cuerpo forman capas espirales que se dividen en dos categorías según su orientación: remolinos divergentes en el ángulo interno del ojo, el hueco de la axila, el pliegue de la ingle, la cara interna de la nalga, el dorso del pie y de la mano y, por supuesto, en el occipucio; remolinos convergentes, por el contrario, debajo de la mandíbula, en el olécranon, en el ombligo, en la raíz del sexo. Por los costados corre una raya que une el remolino de la axila y el de la ingle, y a lo largo de la cual los pelos divergen. Por el contrario, a lo largo de la columna vertebral y del esternón, los pelos convergen y tropiezan, formando una espiga mediana y alargada.
En la mayor parte de los casos, esta geografía sólo se detecta despacio y con lupa, bajo una iluminación apropiada. Pero uno puede hacerse una idea inmediata —¡y cuánto más emocionante!— pasando rápidamente los labios sobre la piel. La capa vellosa revela su orientación respondiendo al roce con una caricia más suave o más áspera.
E. S. Tanto he llorado por mis enormes y torpes manos que puedo hacerles justicia cuando lo merecen. No cabe duda de que me equivocaba al soñar con unos dedos ágiles y furtivos como los de un prestidigitador, capaces de deslizarse por el cuello de una camiseta o por la cintura de un pantalón corto. Mis grandes manos, si bien son absolutamente inadecuadas para este tipo de roce, no dejan de poseer su propia habilidad. Ya en poquísimo tiempo aprendieron a manipular a las palomas del Rin con una consumada destreza. Tan evidente era su vocación pajarera que las palomas —incluso las desconocidas— no reaccionaban intentando huir cuando se tendían hacia ellas.
En cuanto a los niños, ¡es simplemente admirable cómo sé tratarlos! Quienquiera que me vea tocar a un chico verá brusquedad y desenvoltura. Pero el chico no se equivoca. Desde el primer contacto comprende que bajo esta aparente rudeza se oculta una enorme y tierna sabiduría. Con los niños, mis gestos más toscos se revisten secretamente de dulzura. Mi destino sobrenatural me ha dotado de un conocimiento infuso del peso del niño, del equilibrio de su cuerpo, de sus centros de gravedad, de todas sus articulaciones y flexiones, de las contracciones de sus músculos y la dureza móvil de sus huesos. La gata transporta sin miramientos al gatito por la piel del cuello. Como un fardo. Pero el gatito ronronea de placer, pues esa aparente dentellada encubre una armonía íntima y maternal.
Mi primer gesto con un niño desconocido es ponerle la mano en la nuca, mejor dicho, un poco más abajo. Débil o musculosa, rapada o cubierta de cabellos ensortijados, arqueada o tensa, esta raíz esencial es la clave de la cabeza y también del cuerpo. Me dice de inmediato la resistencia o el abandono que debo esperar. El gesto no compromete a nada y se puede negar fácilmente. Pero también puede alcanzar su plenitud, apoderarse de la espalda, de los hombros, y bajar hasta los riñones, punto de equilibrio para levantar, alzar, llevar.
Mis manos están hechas, precisamente, para llevar, para levantar, para transportar. De las dos posiciones clásicas —supina y prona—, sólo la supina es adecuada para ellas. Incluso en su posición habitual: palmas abiertas hacia el cielo, dedos juntos y extendidos.
La posición prona me produce un malestar que se concreta en calambres musculares. ¡Unas manos fóricas! Y no solamente las manos sino todo el cuerpo, empezando por mi altura desmesurada, mi espalda de cargador, mi fuerza hercúlea, cosas a las que responde el cuerpo leve y pequeño del niño. Mi gran tamaño y su pequeñez son dos piezas que la naturaleza acopla perfectamente. Todo esto estaba previsto, pensado, preparado desde el principio del mundo y, por lo tanto, es digno de culto y veneración.
E. S. Era necesario que un ritual expresara el recuento total, el agotamiento del género cuyo lugar privilegiado ha de ser la ciudadela. Es la única meta de las llamadas a filas que presido por la noche, en el patio interior, cuando el Alei está ausente. Las he dispuesto según mi exigencia de rigor y de azar a la vez.
Los niños juegan libremente en el patio, que se domina desde la terraza de las tres espadas. Yo espero, recogido, en la capilla. Los últimos rayos del sol pueblan los vitrales de tonos irisados. Me dejo acunar por esa sinfonía de gritos, llamadas y exclamaciones que se alza hasta mí como un incienso sonoro y que, pasando por mis vivencias de Neuilly, me transporta hasta el colegio San Cristóbal. Cierto que las voces de Prusia Oriental tienen una aspereza, un tono tajante que no tenían las francesas, pero en estas voces encuentro esa pureza de esencia que Alemania me reservaba y que es la razón de que esté aquí.
Llegado el momento, salgo a la terraza, atrapado en el engranaje del ceremonial. Cuando mi silueta aparece entre Hermann y Wiprecht, cesa repentinamente el tumulto, y cuando pongo la mano en la punta de Hermann se forman las filas. Los cuatrocientos niños se colocan en cuarenta filas de diez, formando una masa rectangular y extremadamente compacta que apenas cabe entre los límites del patio. Sin la implacable instrucción a la que han estado sometidos durante meses no habrían sabido formar así, en un abrir y cerrar de ojos, según una orden tan impecable que, si no viera las cuatrocientas caras resueltamente vueltas hacia mí, reflejando cuatrocientas veces la mirada con la que los abarco a todos, sospecharía que toman las losas del patio como puntos de referencia. Entonces, con un gesto de la mano, rompo el silencio magistralmente edificado por la disciplina de mis soldaditos, y hago que resuene el himno de Prusia Oriental:
Con una mano empuñando la lanza y las riendas de nuestros sementales en la otra mano, cabalgamos hacia el este, hijos de Occidente, para acabar la obra teutona.
Brama la tempestad, nos azota la lluvia, tropiezan, chorreantes, los caballos. Pero seguimos avanzando, como antaño caballeros y campesinos, hacia la tierra donde está nuestra fe.
Galopamos a través del polvo y pasamos como el relámpago mirando fijamente al este, hacia las torres de Kaltenborn, que vigilan sin desmayo el horizonte,
Hemos vuelto a forjar la reja y la espada mordidas por la herrumbre. La espada en la mano, la reja en la tierra, y mañana saldrá el sol para nosotros[52].
Las voces impúberes se elevan hasta mí, metálicas y cortantes. Al oírlas siento una dolorosa alegría y se me encoge el corazón, pues en este ímpetu irresistible hay sangre y muerte. Después empieza la larga y hermosa letanía de la lista. En este rito, durante el cual sólo resuenan nombres y lugares de origen, he introducido una novedad que se renueva cada vez, dejando al azar la unión de la llamada y la respuesta. Pues los sitios que los niños ocupan en la formación rectangular no están establecidos de antemano, y cada Jungmannen se sitúa cada noche en un lugar diferente. Pero la lista se pasa así: el primero a la izquierda de la última fila dice el nombre y el lugar de origen de su vecino a la derecha. Éste contesta ¡Presente!, y dice el nombre y el lugar de origen de su vecino a la derecha, y así sucesivamente hasta el último a la derecha, de la primera fila, con cuya respuesta acaba la operación.
Está claro que pasar lista de este modo no cumple la función habitual de este tipo de práctica, que es revelar a los ausentes. Pero yo, precisamente, espero lo contrario: la demostración plena, completa y acabada de cuatrocientas individualidades absolutamente disponibles y encerradas en un estrecho recinto. Para mí no hay música más dulce que estos nombres evocadores que grita una voz siempre nueva, a la que se superpone otra voz que grita el nombre de la anterior. Ottmar aus Johannisburg, Ulrich aus Dirntal, Armin aus Königsberg, Iring aus Marienburg, Wolfram aus Preussisch Eylau, Jürgen aus Tilsit, Gero aus Labiau, Lothar aus Bärenwinkel, Gerhard aus Hohensalzburg, Adalbert aus Heimfelden, Holger aus Nordenburg, Ortwin aus Hohenstein… Me cuesta un violento esfuerzo interrumpir el recuento de mis riquezas, que asocia el peso de un cuerpo y el olor de un rincón de la tierra prusiana.
Después de pasar lista, se guarda un minuto de silencio. Luego, con un solo movimiento, los cuatrocientos niños dan media vuelta para mirar, como yo, hacia levante, y ya sólo veo un campo de espigas y rastrojos dorados: esos cabellos de los que he tomado posesión y para los que tendré que inventar una celebración idónea. Y, de nuevo, el unánime coro alza su pirámide sonora, dura y brillante. Cantan a la gran llanura oriental que atrae sus almas:
«Alzad los estandartes al viento del este,
Pues el viento del este los hincha y los eleva.
Y que resuene el toque de partida y nuestra sangre Oiga la señal,
Nos contestará la tierra, que tiene rostro alemán. No ha de guardar silencio porque muchos La fecundaron con su sangre.
Alzad los estandartes al viento del este ¡Y que ondeen por nuevas despedidas!
Seamos fuertes, pues ninguna prueba Se le perdona a quien construye en el este.
Alzad los estandartes al viento del este,
Pues el viento del este los ensancha…»[53]
E. S. Esta mañana me detuve en Birkenmühle, pues me habían hablado de una tal Frau Dorn, cardadora de oficio, que tiene un telar con el que confecciona piezas de paño si le llevan la lana. ¡La guerra rebaja la vida económica a un nivel tan primitivo que de ahora en adelante sólo podrán vestirse los que tengan ovejas! Pero, a falta de corderos, tengo a mis niños. Se me ocurrió la idea de hacerme una capa o una especie de chaquetón con sus cabellos. Sería, al fin y al cabo, mi vellocino de oro, una clámide de amor y majestad a la vez, que satisfaría mi pasión interior y daría cuenta exterior de mi poder. ¡Y se me escapa una compasiva carcajada al pensar en los hombres perdidamente enamorados que llevan sobre su pecho un medallón con un mechón de cabellos de la amada!
Frau Dorn, una mujer semejante a un caballo, toda piernas, brazos y nariz, se mostró de lo más desconfiada al ver detenerse delante de su casa a un jinete con un uniforme indefinible. Mientras yo le hablaba de su actividad de tejedora, se encerró en un silencio hostil. ¡Seguro que ahora es una actividad punible, pues hace tiempo que aquí se prohíbe todo lo que no es obligatorio! Para hacerle entender los términos en que quería hablar con ella, saqué de debajo de mi capote un hatillo. Ya en la cocina, le enseñé el muslo de corzo que había guardado en él. Ella pareció tranquilizarse un poco. Entonces abrí el saco que venía arrastrando, y le enseñé el pelo de los niños. Le expliqué que tenía pelo en grandes cantidades, y que deseaba que lo tejiese. Su reacción fue violenta e incomprensible. Un subido temblor se apoderó de su cuerpo y empezó a retroceder, repitiendo: «No, no, no», con ademanes que rechazaban el muslo, el saco de pelo y a mí, todo a la vez. Al final, desapareció por una puertecilla trasera, y oí un caballo que se alejaba por los huertos.
Me pregunto por qué se asustó tanto al ver mi saco de pelo. Salí de allí confuso, con el muslo de corzo y el vellocino de oro en potencia que, según me temo, va a seguir mucho tiempo en este estado.
E. S. He hecho que rellenen un colchón, un edredón y una almohada con todo el pelo de los niños. ¡Y la muy boba de Frau Netta quería lavarlo antes!
¡Extraordinaria noche pasada al abrigo de esta lana más blanda, pero no menos almizclada, que la primera lana pura del cordero! Claro que no he dormido ni un segundo. El olor a grasa de niño se me subió en seguida a la cabeza, sumiéndome en una feliz embriaguez. ¡Alegría, lágrimas, lágrimas de alegría! A eso de las dos de la madrugada no pude seguir soportando aquellas absurdas fundas de paño. Destripé el colchón, el edredón y la almohada y los vacié en el estanque de los peces de Blättchen, seco desde que se fue, y que ahora ha encontrado su razón de ser. Luego me dejé caer en el centro de aquella nueva clase de nido, al igual que en otros tiempos me acostaba en mi palomar lleno de plumón. Todos mis favoritos estaban allí, y yo reconocía a cada uno de ellos, apretándome contra la cara puñados de pelo. Reconocía a Hinnerk por su olor a heno cortado, y a Armin por los reflejos azulados de sus mechones, y a Ortwil por un tono ceniciento que sólo su pelo posee, y a Iring porque sus rizos son de una impalpable delicadeza —rizos de angelote, sí— y a Haro por el olor ferruginoso de sus cabellos dorados y duros como el cobre, y a Baldur, y a Lothar, y a todos los demás. Luego los mezclé, los apelotoné, los amasé para estrecharlos a todos en mis brazos. Entonces me sacudieron unos sollozos convulsivos, y me pregunté —aún me lo pregunto— si no estoy empezando a perder el juicio con este exceso de emoción.
Me parezco a un alcohólico crónico, empedernido, atávico, que nunca ha conocido más bebida que una sidra dulce y aguada, y a quien de pronto obligan a beber, sin parar, un matarratas de 70°.
Tras pasar la noche en blanco, esta mañana me he levantado rugiendo.
E. S. Llenan el patio interior con sus gritos y sus vigorosas carreras. Un breve y brutal empujón, y un chiquillo sale disparado hacia mí, y yo lo agarro al vuelo gracias a un reflejo fórico. Mis grandes manos rodean esta cabeza redonda y recia donde sólo se mueven dos ojos almendrados, que lanzan miradas de huida a derecha e izquierda. Me inclino sobre este espejo de alma clara y profunda como un lago. Soy un ave de presa que planea inmensamente alto pero que, presa del vértigo, se siente caer en un espejo de agua. La boca se entreabre, fresca como una concha.
Entonces observo en los labios unos cortes lineales de color rojo vivo en el fondo, que separan varios islotes hinchados de piel seca.
—¿Te duelen los labios?
—Sí, señor.
—¿A tus compañeros también?
—No lo sé.
—¡Vé a preguntarles!
Libre, pero asombrado por mi extraña orden, desaparece entre la joven muchedumbre, como un pez arrojado a un vivero. Vuelve un minuto más tarde, arrastrando a un Jungmamenn tan parecido a él que debe de ser su hermano. La boca de éste es una herida agrietada, reventada, y algunos cortes supuran un líquido seroso.
Esa misma tarde le compré al boticario de Arys un tarrito de aceite de almendra dulce y manteca de cacao. Después de cenar, el gran comedor se convierte en el escenario de una extraña y conmovedora liturgia. Los niños desfilan ante mí, y yo les aplico la unción… Se detienen uno por uno y me ofrecen su boca. Alzo la mano izquierda, con los dedos índice y corazón unidos, en un gesto de bendición y majestad. Por lo demás, muy pronto mi mano Siniestra, Genial, Episcopal, Consignataria de Verdades Apocalípticas, deja de moverse: son los niños los que se inclinan hacia ella, recogiendo en sus labios un poco de santa crema como un viático nocturno, igual que los suplicantes que besan la estatua milagrosa de un santo patrón. Y ni siquiera faltan —¡oh, son muy pocos, justo los necesarios!— algunos heresiarcas que echan la cabeza hacia atrás o la apartan en un movimiento de rechazo.
¡Admirable ambigüedad de la foria, cuya regla es que uno posea y domine en la medida en que sirve y se abniega!
E. S. Me he dado cuenta de que la sala de duchas podía ser un lugar privilegiado para crear una densidad atmosférica que siempre me ha parecido el polo opuesto y complementario de la foria. Es una habitación grande, de unos doce metros por veinte, precedida por un vestuario. En el enlosado hay pequeñas zanjas de evacuación, y en el techo florecen sesenta alcachofas de ducha, alimentadas por un depósito de cinco mil litros con caldera incorporada, cuya llave está en el vestuario. Un distribuidor permite alternar el agua fría y el agua caliente, o dosificarlas en el mismo chorro.
Los niños solían ir a las duchas por centurias. Ahora, para economizar el agua caliente, irán todos juntos. Antes, por espíritu de camaradería viril, un oficial o un suboficial compartía sus abluciones. Desde ahora no les acompañará nadie más que yo.
Como la madera ha sustituido al carbón, hay que alimentar el fuego durante toda la noche para que el agua alcance los 40°. Bajé cinco veces a cargar la caldera, obsesionado por el recuerdo de Néstor, cuya muerte por asfixia en el cuarto de calderas de San Cristóbal atormentaba esta ardiente velada. Habíamos convenido que los niños irían a las duchas a las ocho, antes del Frühstück. Yo estaba acostado, desnudo bajo un chorro ardiente, sofocado y medio ciego, cuando la música de sus voces claras mezclada al ruido de sus pies descalzos sobre la piedra llenó la escalera. Estruendo feliz, empujones de cuerpos y risas bajo la furiosa llovizna que escupen las duchas, remolinos de vapor ardiente que lo ahoga todo en sus lechosas tinieblas. Los cuerpos se disuelven en él y luego emergen bruscamente, como un sueño fugitivo, para después desvanecerse de nuevo. Todos estos niños hierven en un caldero gigante antes de que los devoren, pero yo me he arrojado al caldero por amor, y hiervo con ellos. Muchas, muchísimas veces pisoteado, magullado por el peso de los cuerpos mojados que caen sobre mí, vuelvo a encontrar a una vieja conocida de la que no me acordaba desde hace años, exactamente desde la declaración de la guerra: la angélica. Pero una angélica cocida al baño María y repentinamente afectada por un cambio de signo: ya no es la opresión que me sumía en un abismo de angustia, sino una gloriosa asunción entre remolinos de nubes inmaculadas, que sería fruto de una inspiración insípida y vagamente sulpiciana si no fuese por los latidos sordos y vehementes de mi corazón, que se dilata entre las costillas: un dramático tantán que puntúa los fastos de mi apoteosis. Pienso en la resurrección de la carne que la religión nos promete; pero de una carne transfigurada, en la cumbre de su frescura y su juventud. Y ofrezco toda mi piel oscura y manchada de adulto, y mi rostro moreno y lleno de profundas arrugas, a estos chorros de vapor ardiente; ¡hundo mi silueta negra y quebrada en esta flor de harina, y la ofrezco a estas briznas de carne viva para curarla de todos sus males!
E. S. Como las noches empiezan a ser más frescas, y la falta de carbón ya no permite encender la calefacción central, hemos tenido que renunciar a los pequeños dormitorios de ocho camas y convertir la sala de los caballeros en dormitorio general, calentándolo con estufas de hierro. Los niños han acogido el cambio con entusiasmo, esperando poder armar jaleo. En cuanto a mí, veo llegada la ocasión de confrontar mi vigilante y angustiada soledad con esa gran comunión nocturna, llena de suspiros, sueños, terrores y abandonos.
Los niños se han encargado de juntar las camas, que forman así una especie de suelo alzado, una pista blanca y acolchada que me he dado el gusto de recorrer descalzo en todas direcciones. En resumen, se trata más de un hipnódromo que de un dormitorio en el sentido tradicional del término.
El hipnódromo ha hecho maravillas. El grandioso alboroto que los niños esperaban ha estallado en todo su esplendor. ¡Era soberbio! Una frenética cabalgada a diestra y siniestra por la enorme llanura elástica, empedrada con camitas blancas. Vuelos de edredones y almohadas segando racimos de combatientes que se venían abajo chillando de alegría, persecuciones salvajes que acababan bajo los somieres, furiosos asaltos contra una blanda fortaleza de colchones amontonados, y todo esto envuelto en un tufo a invernadero, saturado de calor animal, tras las gruesas cortinas que cubrían todas las ventanas.
Yo seguía las operaciones acurrucado en un rincón donde había conseguido que se olvidasen de mí. Sabía que los niños habían pasado todo el día cavando fosos contra los carros de combate, y que quemaban sus últimas fuerzas. Ya había algunos dormidos en el mismo sitio donde se habían escondido para preparar una emboscada. La energía empezaba a decrecer cuando puse fin al aquelarre apagando de golpe los setenta y cinco focos que iluminaban el salón. Inmediatamente, setenta y cinco lamparillas crearon esa atmósfera azulada y trémula de los dormitorios, más anestésica que la noche. El tumulto cesó rápidamente, a pesar de algunos exaltados que aún libraban combates en retaguardia. Y entonces sentí que me pesaban los párpados. Ciertamente no había previsto que yo, el nocturno, el insomne, el noctámbulo, sería uno de los primeros en quedarme dormido, acurrucado al borde de una cama, con la espalda pegada a la pared, y tal vez ésta fuese la mejor y más instructiva sorpresa de la velada. Si normalmente duermo mal, quizás es porque estoy hecho para irme siempre a la cama con cuatrocientos niños.
Pero no cabe duda de que debía de haber alguien dentro de mí que pensaba que no estaba allí sólo para dormir, pues me desperté de repente en mitad de la noche y, todo hay que decirlo, fresco como una rosa. El espectáculo de todos aquellos cuerpos que cubrían en todas las posturas la inmensa meseta lunar era extraño y conmovedor. Había grupos estrechamente unidos, como por miedo; abrazos fraternos; filas enteras que parecían derribadas por la misma descarga de ametralladora; pero los más patéticos eran los aislados, los que se habían arrastrado hasta un rincón para morir solos, como los animales, o cuyo último aliento había interrumpido un inútil esfuerzo para reunirse con sus compañeros.
Tras el alegre tumulto de la velada, este espectáculo de masacre me ha recordado cruelmente cierta jugada del destino que se llama inversión maligna. Las advertencias del Kommandeur siempre eran indirectas y emblemáticas. La lección de esta noche es espantosamente clara. Todas las esencias que he desvelado y llevado a la incandescencia pueden, mañana o esta misma noche, cambiar de signo y arder como una llama tanto más infernal cuanto más las haya yo exaltado.
Pero la tristeza que me producían estos presentimientos era tan elevada y majestuosa que armonizaba sin esfuerzo con la grave alegría que sentía al inclinarme sobre mis durmientes. Fui de uno a otro en alas de la ternura y rozando apenas el hipnódromo; observé la actitud particular de cada cual, y a veces le di la vuelta a éste o aquél para ver su cara, como quien en la playa le da la vuelta a un guijarro para descubrir su cara húmeda y secreta. Un poco después, levanté en brazos, sin separarlos, a los gemelos abrazados, cuyas cabezas rodaron suavemente, con un gemido, sobre mis hombros. ¡Jamás olvidaré la cualidad particular del peso muerto de esos grandes muñecos míos, húmedos y leves! Mis manos, mis brazos, mi cintura y cada uno de mis músculos aprendieron para siempre esa gravedad específica, sin comparación con ninguna otra…
E. S. Reflexionando luego sobre las enseñanzas de esa noche memorable, comprobé que las innumerables posiciones de los niños durante el sueño podían agruparse en tres grandes tipos:
En primer lugar, está la posición dorsal, que hace del niño una estatuilla yaciente, piadosamente esculpida, con el rostro hacia el cielo y los pies juntos, y que evoca más la muerte que el descanso. A esta posición dorsal se opone la posición lateral, con las rodillas alzadas hacia el vientre y todo el cuerpo encogido en forma de huevo. Es la postura fetal la más frecuente de las tres, y como tal recuerda la época anterior al nacimiento. Y luego, a diferencia de estas posturas que imitan, respectivamente, el más allá y el más acá de la vida, está la posición ventral, la única plenamente consagrada al presente terreno. Sólo ésta concede importancia —una importancia primordial— al fondo sobre el que reposa el durmiente. El durmiente se aplasta contra este fondo —que, idealmente, es nuestro suelo telúrico— para poseerlo y a la vez para pedirle protección. Es la postura del amante telúrico que fecunda la tierra con su simiente de carne, y también es la que enseñan a los jóvenes soldados para evitar las balas y los fragmentos de obús. En el sueño ventral, la cabeza está colocada lateralmente, sobre una u otra mejilla, o más bien sobre una u otra oreja, como para auscultar el suelo. Debo observar finalmente, en honor a Blättchen, que esta posición parece ser la más adecuada para el descanso de los cráneos alargados, e incluso podemos preguntamos si la costumbre de acostar a los recién nacidos sobre el vientre y colocarles la cabeza de lado no contribuye —teniendo en cuenta lo maleables que son los cráneos— a crear dolicocéfalos.
E. S. Ayer estuve mirando a Barbazul, sin bridas ni silla, atado con un simple cabestro a una argolla del muro. Despojado de todos sus arneses, el animal se abandona con la cabeza baja, las orejas gachas y el espinazo hundido; se le ve relajado, cansado, desgarbado y rendido. Pero basta con ponerle la cabezada, con pasarle la muserola, con echarle una silla sobre el lomo, para que se despabile piafando y caracoleando, con la cabeza erguida, la mirada fija y las orejas enhiestas… Igual que yo, triste y confuso, agobiado por mi estatura y mi fuerza, con las piernas flojas y los brazos caídos, no soy yo mismo, arrogante y lleno de ánimo, hasta que no me enjaeza el cuerpo de un niño, hasta que no me ciñen sus piernas, me ensilla su torso, me embridan sus brazos, me corona su sonrisa.
E. S. A diferencia de las nalgas de los adultos, fardos de carne muerta, reservas adiposas, tristes como las jorobas de un camello, las nalgas de los niños son vivaces, trémulas, siempre despiertas, a veces macilentas y hundidas y al minuto siguiente risueñas e ingenuamente optimistas, y tan expresivas como los rostros.
E. S. Son las seis, y ya los primeros rayos de sol inflaman las bruñidas tejas de las torres orientales. Bajo su caricia, los cuatrocientos penes del hipnódromo se emocionan, levantan su cabecita ciega soñando con una posible floración, un acceso a la luz, el perfume, el tupido matorral del ángel falóforo. Pero una vez pasada esa emoción matinal, volverán a sumirse en su sopor, condenados a las sombras, la abnegación, a ser arrojados a los calabozos genitales, y a cobrar vida únicamente al oscuro servicio de la perpetuación de la especie. A menos que… ¿la foria, quizás? ¿Quién sabe si el sentido de la gran recompensa de San Cristóbal por haber llevado a hombros al niño Dios no fue que su propia pértiga floreciese de pronto, cargándose de frutos?
E. S. La miel que secretan sus oídos, tan dorada como la de las abejas, es al gusto la quintaesencia de lo amargo, y repugnaría a cualquiera salvo a mí.