Llamado el 6 de septiembre al centro de movilización de Reuilly, Abel Tiffauges pudo uniformarse sin dificultades de pies a cabeza, gracias a sus medidas fuera de lo común. Pues si bien no quedaba ropa de talla mediana, que se habían llevado los primeros en llegar, sí que había con qué vestir a todos los enanos y gigantes de la tierra. Tres días más tarde, Tiffauges fue enviado a Nancy, incorporado al 18° regimiento de ingenieros telegráficos y destinado a un pelotón de alumnos zapadores.

Desde su primer contacto con el alfabeto morse, sintió claramente, por primera vez después de largos años, el chasquido interior que había envenenado su infancia y su adolescencia y que señalaba el bloqueo de su inteligencia y su memoria frente a una nueva materia. El oficial politécnico al mando del pelotón había decidido, para estimular el celo de los hombres, que hacía falta un perfecto conocimiento del alfabeto telegráfico antes de conseguir permiso para ir a la ciudad. Tiffauges aprovechó fácilmente su reclusión en el cuartel. Para él, la movilización que le había sacado de la cárcel no era sino una continuación diferente de la cautividad. En realidad, se trataba de un periodo de espera cuya monotonía no dejarían de romper algunos acontecimientos memorables, pero tan largo y árido como triunfal sería el renacimiento que se avecinaba.

Por otra parte, los ejercicios de transmisión no tardaron en rebajar a todos los alumnos a su mismo nivel. Pues los instructores, empeñados en presentar todas las noches un informe verbal tan detallado e impecable como podían sobre la explotación del material, preferían manipular personalmente los aparatos. Los aspirantes encargados de la recepción casi nunca podían hacer frente a la avalancha de señales que se les venía encima más que con la fórmula de socorro RPTMD: Repita, transmita más despacio. Así que Tiffauges se conformaba con hacer girar la manivela del generador de electricidad, función modesta y monótona a la que se avenía de buen grado, puesto que cada día era testigo del espectáculo que ofrecían sus compañeros de infantería arrastrándose por el fango o asfixiándose por culpa de interminables marchas a paso de carga. En enero de 1940, su incapacidad para dominar signos convencionales, abstractos, triviales y sin carga de fatalidad, se vio sancionada por su fracaso en el examen de cabo, y le enviaron como soldado de segunda clase a Erstein, a unos veinte kilómetros al sur de Estrasburgo, entre la nacional 83 y el Rin.

La misión de su compañía, compuesta por veinte telefonistas y veinte radiotelegrafistas, era transformar aquel pueblo grande, cuyos seis mil habitantes habían sido evacuados en centro neurálgico de la división en su mayoría, asumiendo el enlace del mando, instalado en el ayuntamiento, con los tres regimientos de infantería que guarnecían las casamatas del Rin, un grupo de reconocimiento compuesto de espahís, la artillería de campaña, la artillería pesada, el cuerpo de ingenieros y los servicios de retaguardia.

Durante semanas, Tiffauges recorrió las carreteras y caminos de la región empujando ante sí la carretilla cargada de cables de campaña, o llevando sobre el pecho el peto provisto de un rollo de cable de asalto, mientras que dos compañeros, con escaleras y horquillas, hacían correr los cables a lo largo de los muros, de árbol en árbol o de poste telegráfico en poste telegráfico. Se comparaba a sí mismo con una enorme araña secretando inagotablemente sus hilos, y apreciaba las largas marchas invernales por el campo, que le tonificaban y dejaban su mente en libertad. Muy pronto, además, el puesto de Erstein se empezó a parecer al centro de una tela de araña, con las cuarenta líneas aéreas que escapaban de él en todas direcciones, blanco fácilmente localizable para un avión delator, según observó el subteniente Bertold, conocido por su hostilidad hacia los telegrafistas con hilos.

Pues existía una sorda rivalidad entre la telegrafía con y sin hilos. Los operarios de esta última alardeaban de poseer una técnica más moderna y a la vez no tan vulgarmente material, que no implicaba las duras tareas de tendido y vigilancia de las redes. Por lo demás, poco antes de Navidad los acontecimientos parecieron darles la razón. El altavoz alemán de Ottenheim, que por encima de las cenagosas aguas del Rin vertía informaciones y eslóganes sobre los hombres de las casamatas, saludando a las unidades por su número y a los oficiales por su nombre, rogó irónicamente que tuvieran a bien transmitir sus felicitaciones a los zapadores telefonistas que acababan de terminar el tendido de Erstein. Seguía la descripción detallada de las instalaciones técnicas y de su capacidad de transmisión. No hay duda de que todo se habría quedado ahí si un centinela francés no hubiera descubierto en la orilla derecha del río la corola del altavoz encima de un camión, y no hubiera creído oportuno pulverizarla con una bala de Lebel con mira telescópica. Eso era actuar directamente en contra de las convenciones tácitas de vecindad pacífica que ambas partes respetaban, y atraer sobre sí una operación de represalia.

Ésta tuvo lugar al alba del día siguiente, en forma de un asalto en picado sobre el puesto de Erstein, que llevó a cabo un Stuka solitario. En cuanto las primeras ráfagas de metralla crepitaron sobre las tejas, Tiffauges y los otros seis hombres de servicio bajaron precipitadamente al sótano, apuntalado con varios troncos de árboles. El avión hizo algunas piruetas y dejó caer una ristra de bombas pequeñas, que se perdieron entre los huertos. Los daños habrían sido mínimos si la estufa, demasiado cargada y sin vigilancia durante la alerta, no hubiera provocado un conato de incendio y carbonizado en parte la centralita telefónica más cercana.

El incidente cobró considerables proporciones en la vida monótona del sector. Al principio hubo discusiones acaloradas en relación con el estridente rugido que producía el Stuka durante el ataque en picado. Los defensores de la teoría de una sirena instalada a bordo del aparato para provocar un efecto psicológico se oponían encarnizadamente a los que no querían ver en todo aquello más que el silbido del avión encabritándose, al salir del picado, para evitar estrellarse contra el suelo. Este silbido, decían, es más agudo cuando el avión se acerca y cada vez más grave cuando se aleja, lo cual provoca el efecto de sirena. Estas discusiones, a las que Tiffauges asistía sin tomar parte en ellas, afianzaban poco a poco la idea de que la guerra sólo era un enfrentamiento de claves y signos, una pura refriega audiovisual sin más riesgos que los mensajes oscuros o los errores de interpretación. Aparentemente, nadie estaba mejor preparado que él para estos problemas de recepción, descifrado y emisión. Sin embargo, le seguían siendo ajenos; pues, desprovistos del elemento vivo, cálido y palpitante que consideraba la firma del ser, flotaban en una esfera abstracta, contemplativa y gratuita. Y esperaba con impaciencia y confianza esta unión del signo y de la carne que para él era el fin último de las cosas, especialmente de aquella guerra. Y esa unión ocurrió unas semanas más tarde, de forma ciertamente irrisoria, pero no por ello dejaba de anunciar logros ulteriores.

La alarma del mando con respecto a la vulnerabilidad de sus transmisiones iba a tener, en efecto, consecuencias inesperadas para Tiffauges. La primera fue un triunfo pasajero de los partidarios de la telegrafía sin hilos. Pero la exagerada extensión del sector, sumada a la falta de personal y material, alejaba demasiado entre sí los puestos de transmisión, dejándolos fuera de mutuo alcance. Además, la aplicación de una clave, necesaria a causa de la eficacia del servicio de información enemigo —el altavoz de Ottenheim daba prueba de ello diariamente—, hacía más lento el ritmo de las transmisiones y agravaba el problema del personal. Fue entonces cuando el subteniente Bertold, un enamorado de las palomas mensajeras, sugirió la instalación de un palomar de ida y vuelta cerca de la sede del Estado Mayor. El comandante Granet era un veterano de Verdún; estuvo junto al comandante Raynal durante la heroica defensa del fuerte de Vaux, que había mantenido la comunicación con el general Pétain gracias a las palomas mensajeras. Y apoyó con entusiasmo la sugerencia de Bertold. Al subteniente ya sólo le faltaba un hombre que se encargase de todo. Eligió a Tiffauges, disponible porque nadie deseaba retenerle.

Todo el mes de enero estuvo dedicado a la construcción y acondicionamiento de un palomar en lo alto de una torre, que flanqueaba con cierta extravagancia el ayuntamiento, y cuya planta baja servía de depósito de herramientas para los peones camineros del municipio. Dentro, una escalera de molino permitía acceder a una habitación circular rodeada de estrechas aberturas que tal vez habían sido aspilleras. Primero hubo que poner en esas aberturas unas tablillas que podían adoptar cuatro posiciones: cerrado, sólo entrada, sólo salida, abierto. Mientras tanto, se levantó un tabique para dividir la habitación en dos, pues era muy importante, según explicó Bertold, separar a las palomas residentes, es decir, apegadas al palomar por la fuerza de la costumbre y también a causa de su pareja, de las palomas que pertenecían a otro palomar más o menos lejano, al que volverían con un mensaje en cuanto las soltaran. Esta última categoría de palomas sólo podía ser retenida durante un tiempo limitado y había que separarlas por sexos, para que no adoptaran el palomar y tuvieran que pasar a formar parte de la primera categoría. Con ayuda de un carpintero construyeron un conjunto de setenta jaulas, que podían alojar a una paloma sola o a una pareja, con lo que la capacidad del palomar se elevaba a ciento cuarenta palomas como máximo; «un modesto principio», decía Bertold, que evidentemente soñaba con una guerra que consistiera exclusivamente en idas, venidas y maniobras de inmensas bandadas de pájaros. En un rincón de la planta baja de la torre, trece arconcillos de madera reunían toda la gama de granos adecuados para la alimentación reglamentaria de las palomas militares: cebada, avena, mijo, lino, colza, maíz, trigo, lentejas, arvejas, cáñamo, habas panosas, arroz y guisantes. No habían olvidado la caja de tierra salada, compuesta de ladrillos, cascotes y conchas de ostra molidos, a los que se habían añadido trocitos de pedernal y tierra arcillosa, todo ello amasado con ayuda de agua salada.

El 20 de enero, estando todo listo para recibir a los soldaditos alados, como les llamaba Bertold en sus accesos de ternura, el comandante Puyjalon firmó una orden de requisición por la cual los propietarios de palomas del sector debían darse a conocer por carta, y ceder a cambio de una suma establecida las palomas que el zapador colombófilo designara ulteriormente, en el curso de sus visitas de reclutamiento. Y así fue como, a final de mes, Tiffauges empezó a recorrer los caminos de Alsacia al volante de una camioneta cargada de cestos de mimbre especiales —infantería n°1—, cada uno de los cuales tenía cabida para seis palomas embutidas en pequeños coseletes.

Bertold le había aleccionado, basándose fundamentalmente en el Manual para uso de los aspirantes al diploma de colombófilo militar, del capitán Castagnet. Sabía que la paloma militar de buena raza, capaz de volar entre setecientos y novecientos kilómetros al día, y de transmitir a su descendencia sus brillantes cualidades físicas e intelectuales, debía tener la cabeza convexa, el pico robusto, ojos que parpadeen con rapidez, músculos ciliares vivos y sensibles, una mirada franca y dura en el macho y más dulce en la hembra, un cuello bien poblado de plumas, poderoso en el macho y más curvado en la hembra; un pecho ancho, con la parte delantera prominente; los hombros fuertes, los riñones poderosos y bien poblados de plumas; un sólido esternón, arqueado en la parte delantera e inclinado hacia atrás para acercarse a los riñones y reducir el vientre al estricto mínimo; alas sólidamente pegadas a los hombros que, cuando se desplieguen, tengan una ligera forma curva, con plumas que se cubran bien unas a otras, como las pizarras de un tejado; una espalda ancha y firme terminada en una rabadilla abundantemente provista por todos lados de plumas finas y sedosas; doce plumas timoneras más bien cortas que largas, reforzadas en la base por abundante plumón para formar un timón a la vez móvil, flexible y fuerte; muslos nerviosos, patas secas, uñas afiladas y bien plantadas en los dedos. También aprendió que las cualidades requeridas por el colombófilo son la dulzura, la paciencia, la prudencia, la limpieza, la reflexión, el espíritu de observación, la firmeza y el espíritu de disciplina, y Bertold le hacía citar de memoria estas líneas célebres en todos los palomares militares de Francia: «El apasionado amor a las palomas es un talismán que confiere al zapador la mayor parte de estas virtudes en cuanto entra en el palomar. Hasta el colombófilo más turbulento y colérico se vuelve dulce y paciente en presencia de sus palomas, hasta el más negligente prodiga a sus pájaros los cuidados y la limpieza que desprecia para sí mismo».

Desde entonces se vio a Tiffauges atravesar campos y bosques, entrar en los patios de las granjas, enfrentarse con toros y perros guardianes en libertad, despertar a los adormilados caseríos, golpear las puertas de las chozas, llamar a las cancelas de las casas señoriales, y siempre, con una carta en la mano, pedía que le dejaran ver y tocar a las palomas que le habían indicado. Se había acostumbrado a cogerlas y palparlas con una facilidad que no le sorprendía. Alzando suavemente ambas manos por encima de la paloma, las bajaba progresivamente. Después la cogía, agarraba la parte trasera del ave con la mano izquierda y dejaba que las patas se estiraran bajo la cola entre el índice y el corazón, con el pulgar unido al índice para mantener las alas cruzadas sobre la cola; mientras que la mano derecha, colocada encima del pecho, sostenía la parte delantera de la paloma, con la cabeza vuelta a la derecha. Cuando quería servirse de la mano derecha, apoyaba la parte delantera de la paloma contra su pecho para que no se desequilibrase y tratara de escabullirse de su mano izquierda. Conocía por sus nombres técnicos todos los colores posibles: azul vendôme con barras negras en el ala, azul plomo, rojo ladrillo, rojo carey, color molino, plateado, mosaico; y sabía que a igual calidad había que escoger siempre al animal con el plumaje más oscuro porque, al ser menos sensible, solía ser también más resistente. Sabía distinguir a las palomas «abiertas» —en las que los huesos de la pelvis están separados por un intervalo de al menos un centímetro— de las palomas «soldadas» —en las que los huesos de la pelvis se tocan— y de las palomas «apretadas» —en las que a los huesos de la pelvis les falta poco para tocarse—. Con los ojos cerrados, y palpando una sola vez, podía determinar la edad y el sexo, así como el tiempo que había pasado desde la última muda o la inminencia de la siguiente.

Cuando volvía por las noches a Erstein con sus jaulas, Bertold comentaba con todo detalle la calidad de sus adquisiciones, poniéndoles en la pata derecha un anillo metálico con un número de matrícula, seguido de un número formado por las dos últimas cifras del año de nacimiento y las iniciales acoladas A. F. (Armada Francesa).

Luego metían a los recién llegados en las jaulas que les correspondía, donde les esperaba una sabrosa mezcla de granos.

Como su estatura y fuerza eran fuera de lo común, Tiffauges podía mostrarse reservado, poco sociable o indiferente a las preocupaciones cotidianas de sus compañeros. A cualquier otro lo habrían tachado de altanero, pero a él se conformaban con considerarlo estúpido o, en los casos más favorables, una especie de oso, sin malicia en el fondo. A él le tenía sin cuidado, dada la infranqueable distancia que su vocación particular creaba entre él y sus compañeros. Aquella guerra, aquella «extraña guerra», como se decía en esa época, en la que se habían metido de lleno tan sólo para mirarse unos a otros con un asombro divertido o quejumbroso según las circunstancias, era cosa suya, un asunto personal, a pesar de que le daba miedo y no le cabía en absoluto en la cabeza. Y sabía que las tribulaciones no habían hecho más que empezar, que habría otras catástrofes, que los seísmos históricos abundarían en su destino. Según su opinión, hasta que no lo destinaron a la sección de palomas mensajeras del regimiento no entró a formar parte de un plan general que le concernía, y que contenía el esbozo de una vocación más alta.

Pues se había convertido muy deprisa a la monomanía del subteniente Bertold, y las palomas eran la parte tierna y cálida de su existencia. Sus largas caminatas por la campiña alsaciana, que al principio no eran más que felices distracciones en la monótona promiscuidad de la sección, pronto se transformaron en apasionadas cacerías y las palomas dejaron de ser pretextos de evasión, siempre bienvenidos, para convertirse en pequeños seres mimados y codiciados, cada cual con su irreemplazable personalidad. Cada mañana Tiffauges leía con temblorosa impaciencia las cartas que los propietarios de palomas afectados por la orden de requisición enviaban para indicarle a la autoridad militar sus palomares. Y cuando, al término de una expedición, llegaba a una granja aislada o una casa parapetada detrás de sus viejos muros, la emoción le hacía un nudo en la garganta mientras su manaza se cerraba sobre los cuerpecillos palpitantes, sabiendo que se llevaría los que más le gustaran. Además, se había convencido de que muchos propietarios de palomas no cumplían con su deber patriótico, hacían oídos sordos y omitían escribir a la central de correos de Erstein, no tanto por negligencia como por un celoso apego a sus aves. Y él se moría de ganas de ver, tocar y poseer precisamente a esas palomas, porque si eran las más amadas debían de ser también las más deseables.

Despreciaba cada vez más las ofertas espontáneas que le hacían, y pronto inició una investigación permanente entre comerciantes y gendarmes para descubrir el palomar clandestino, desbordante de palomas admirables, pero vedado a su codicia. Igualmente, adoptó la costumbre de tener siempre un ojo puesto en el cielo para sorprender el paso de una paloma aislada y tratar de seguirla hasta un criadero secreto.

Así fue como una hermosa mañana de abril —el 19 exactamente; esta fecha se grabó en su memoria—, habiendo seguido el curso del III hasta la salida de Benfeld, tuvo la vaga sensación de que un resplandor plateado acababa de cruzar el cielo por encima de su cabeza, en dirección a la rala barrera de pinos. Se acercó a ellos y los examinó uno por uno, con ayuda de un par de gemelos de los que no se separaba nunca. No tuvo que buscar mucho rato, pues el plumaje plateado del ave se destacaba vivamente sobre la oscura maraña de ramas. Era una paloma admirable, toda alas, con una cabeza muy pequeña, orgullosamente erguida sobre un buche nevado e hinchado como la proa de un navío. Picoteaba distraídamente unas piñas del año anterior, sin convicción, como para entretenerse durante un breve alto. Luego tomó impulso y cruzó veloz por encima de los tejados de un grupo de casas. «Si va de migración —pensó Tiffauges, mientras le daba un vuelco el corazón—, no la volveré a ver nunca».

Regresó inmediatamente a Benfeld e interrogó al veterinario, a quien localizó gracias a una placa en la puerta. No, no había un palomar digno de tal nombre en los alrededores. Sin embargo, una viuda, la señora Unruh, cuya casa le indicó, criaba algunos ejemplares bastante raros en una modesta pajarera.

La señora Unruh —que no había contestado a la orden de requisición— recibió a Tiffauges con una mezcla de desdén y desconfianza. Sí, tenía algunas palomas, pero eran ejemplares puros de razas raras, cuidadosamente seleccionados por su marido. El profesor Unruh, especialista en genética, tuvo primero un criadero experimental para observar la persistencia o desaparición, en sucesivas generaciones, de ciertas características hereditarias. Luego se dejó llevar por el juego, convirtiéndose en coleccionista de palomas excepcionales por su belleza, pureza e, incluso, rareza; y en el palomar que había dejado a su muerte, ocurrida recientemente, era difícil distinguir la parte dedicada a la ciencia y la dedicada al placer. Su viuda, igualmente indiferente a la una y a la otra, continuaba cuidando a sus últimas palomas, que consideraba la herencia viviente de su marido.

Hablaba mucho, con frialdad, sin la menor prisa por enseñarle el palomar a Tiffauges, y él tuvo que avanzar resueltamente para que ella consintiera en precederle.

Era una casa acomodada, que habría tenido un aspecto corriente si las paredes no hubiesen estado pobladas de palomas disecadas de todos los tamaños y colores. Había torcaces de un tono gris ceniza, palominas con reflejos de color castaño dorado, palomas rojizas de las Landas, zuritas de roca, palomos zumbones, palomas calzadas, una calzada-golondrina, e incluso una acorbatada china y una paloma tambor. Y cada percha sobre la que el ave se erguía, inmovilizada en la actitud que la imaginación del taxidermista le había asignado, llevaba una ficha genealógica y genética. Así atravesaron dos grandes habitaciones cuyas paredes, cubiertas de alas desplegadas y erizadas de picos afilados, contrastaban con el rigor burgués de los muebles, las lámparas colgantes y los papeles pintados —evidentemente dos universos, el del profesor y el de su esposa, que durante toda una vida habían coexistido sin mezclarse, como se superponen en un vaso el agua y el aceite—, y llegaron a una especie de galería que daba a un jardín minúsculo, tan pequeño que lo habían transformado en pajarera cubriéndolo con un enrejado en forma de cono. Allí, sobre un arbusto esquelético, tallos de bambú y las tablas de entrada a una hilera de hornillas, retozaba una fauna viviente tan extraña como la otra: había una tumbler o volteadora, una negra, una carrier, una capuchina, e, incluso, dos ejemplares de esos palomos buchones de patas desmesuradas y cabeza hundida tras un vientre monstruosamente hinchado.

Tiffauges observaba con cierto malestar esta colección vagamente exótica, vagamente teratológica, cuando vio en una de las hornillas un gran huevo de plumas rojizas, aparentemente sin patas ni cabeza, perfectamente oval. Se acercó con curiosidad y tendió la mano. El huevo se dividió de inmediato, revelando dos hermosas palomas idénticas, del color de las hojas muertas. Estrechamente soldadas, con las patas y las cabezas replegadas, podían formar la masa de plumón de forma ovoide que había llamado la atención de Tiffauges. Éste cogió a ambas a la vez y las examinó con ojo experto, buscando en vano un detalle que pudiera distinguirlas. Cuando alzó la mirada, se sorprendió al ver que una sonrisa muy dulce iluminaba el rostro severo de la señora Unruh.

—Por el modo en que toca a esas aves veo, señor —dijo ella—, que es usted un verdadero colombófilo. Hacen falta largos años de intimidad con ellas para llegar a eso. Y también una verdadera vocación. Mi marido no lo hacía mejor que usted. Yo le ayudaba lo mejor que podía en sus experimentos, pero él desesperaba de iniciarme en este arte delicado y secreto…

Tiffauges, con una paloma en cada mano, las acercaba y las separaba como dos pedazos de un mismo objeto simple y armonioso, partido a causa de un choque accidental. Cada vez que las hermanas pelirrojas entraban en contacto, formaban un huevo gracias a un reflejo automático que convertía todas sus partes en un engranaje. Podría decirse que una fuerza magnética las atraía y soldaba.

—Esas palomas que parecen corrientes —explicó la señora Unruh— son en realidad las más paradójicas de la colección del profesor. Son gemelos artificiales. Mi marido sintió curiosidad por reproducir los experimentos del maestro japonés Morita. Introduciendo en el huevo, en contacto con el disco embrionario, menudos fragmentos de tejido de rana o de ratón, se provoca una irritación celular que se manifiesta unas veces en el desarrollo de dos o tres individuos separados, y otras, en la aparición de monstruos dobles. Así conseguimos palomas de dos cabezas. Pero no sobrevivieron.

Antes de marcharse con las palomas gemelas, Tiffauges interrogó a la señora Unruh sobre la paloma plateada que estaba buscando. Ella volvió a mostrarse desconfiada de inmediato, y se refugió en frases evasivas que eludían a la rara paloma sin negar, no obstante, totalmente su existencia. Tiffauges ya estaba junto a la puerta, e iba a despedirse definitivamente, cuando un fuerte batir de alas atrajo vivamente su atención hacia un escuálido membrillo que crecía junto al muro de la casa. La paloma plateada acababa de posarse en él y, sacando el pecho, arrullaba con dulzura y orgullo. Se diría que era plenamente consciente de su esplendor, con sus grandes ojos de color violeta, aquella cabeza larga y fina, coronada de plumas blancas —un mâcot, según la jerga colombófila—, el cuerpo ahusado cuya potencia muscular se adivinaba en los abultados ligamentos de las alas, y sobre todo aquel traje metálico, plateado, que parecía pertenecer al reino mineral más que al animal.

Tiffauges tendió la mano hacia ella —aquella mano que, como había comprobado sin sorpresa desde el principio, no asustaba a las palomas— y cogió al ave, que extendió en el acto sobre su muñeca las doce plumas timoneras, señal de sumisión, homenaje de un ave al avicultor. Fue entonces cuando observó el rostro pálido y los labios temblorosos de la señora Unruh.

—Señor —articuló al fin ella, con dificultad—, no puedo impedirle que se lleve también ese pájaro. Pero debe saber que al añadir una sola unidad a su palomar militar me priva de lo que más quiero en el mundo desde la muerte del profesor. Mi marido hizo de esa paloma el símbolo de nuestro amor y nuestra unión. Es mucho más que una simple ave, es…

Se interrumpió al ver que Tiffauges, imperturbable, desataba la correa que sujetaba la tapadera de la cesta que llevaba colgada en bandolera. Metió dentro el pájaro de plata, y la miró a los ojos. Ella entendió entonces que, si bien la paloma plateada era un símbolo para ella, era mucho más aún para Tiffauges, y que todas sus súplicas se estrellarían contra un imperativo depredador, que era el rasgo más inflexible y menos humano que había en él.

A medida que las palomas invadían su vida, Tiffauges se encerraba en una soledad cada vez más huraña. Nunca había sido muy hablador, pero se volvió completamente taciturno. Siempre se había quedado al margen de las conversaciones y los juegos de sus compañeros, y empezó a desaparecer durante días enteros sin que nadie se preocupase por él. Sin embargo, la selección y el cuidado de las palomas le habrían proporcionado más tiempo de ocio que cualquier otro servicio si hubiera querido aprovechar ese tiempo. Pero pasaba todas sus horas libres en los caminos, llevado por su alegre apetito de presas inesperadas; o bien, sintiéndose más dichoso todavía, metido en su palomar, en una calma hecha de plumón y de arrullos, donde olvidaba el mundo exterior y de la cual salía cubierto de excrementos y de plumas, con una expresión de felicidad en la cara. Su solicitud con las palomas encontró, además, un selecto estímulo a finales de abril, cuando recogió en el barro del camino a un pichoncillo medio muerto de hambre y de frío, retoño demasiado precoz y que, sin duda, se había caído del nido. Se lo metió, resbaladizo como estaba a causa de la tierra mojada, entre la camisa y la piel, y se empeñó en salvarlo con sus constantes desvelos.

Le hizo una especie de nido en una casilla aislada y cerrada, y se esforzó en alimentarlo varias veces al día. No era cosa fácil, pues si bien el pajarillo tragaba con avidez todo lo que le echaban en el desmesurado pico, que abría de par en par al primero que llegaba, también lo digería todo con la misma falta de discernimiento; y más de una vez, al principio, Tiffauges tuvo que darle sulfato de sosa para el estreñimiento o ponerlo exclusivamente a dieta de arroz para curarle la diarrea. Advertido por un instinto confuso pero infalible, terminó entendiendo que no debía darle nada a su protegido que él mismo no hubiera masticado, ensalivado y triturado cuidadosamente, a manera de predigestión bucal. Así, día y noche, con una admirable constancia, Tiffauges reducía tazones de habas panosas y arvejas —y más tarde bolitas de carne picada— a una papilla perfectamente homogénea y a la temperatura de la vida, que pasaba de sus labios al pico del polluelo, desmesuradamente abierto.

El ave creció y pudo ocupar su sitio en el palomar. Mas siguió siendo un poco esmirriada, y su plumaje negro nunca tuvo el lustre que tenía el de sus compañeras. Sin embargo, Tiffauges la mimaba como si fuera su predilecta, creyendo leer en sus ojos el reflejo de una inteligencia desengañada e intensificada por la experiencia precoz de la soledad y la desgracia.

Una de las principales preocupaciones del comandante Granet era el temperamento ardiente del coronel Puyjalon, que no siempre conseguía moderar. En realidad, en la vida de Granet había un secreto, que no salió a la luz hasta el final, y aún así sólo se dieron cuenta los más observadores. Al principio todos se preguntaban por qué prefería a cualquier otro alojamiento más cómodo y prestigioso un modesto pabellón de ladrillo situado a la salida del pueblo. Este pequeño enigma, al no encontrar respuesta, cayó en el olvido.

Ahora bien, la respuesta se hallaba detrás de la casa, en forma de un rectángulo de tierra de unos mil metros cuadrados, que el comandante había roturado pacientemente con sus propias manos para plantar y sembrar en él. Granet sentía verdadera pasión por la jardinería, sobre todo por las hortalizas, y pasaba las horas más felices de su vida al terminar la jornada, con el escardillo o el sallete en la mano.

Sin embargo, el ardiente coronel Puyjalon sólo soñaba con grandes desplazamientos y maniobras de tropas. No hablaba más que de «enrocar unidades», declaraba al primero que llegase que las «situaciones estabilizadas» le horrorizaban, y en las cocinas del sector todos se repetían con admiración las palabras que le había dicho a un capitán antes de enviarlo en misión a Estrasburgo: «Quiero que las coordenadas de mi P. M. respondan siempre a parámetros variables». Y Granet, que no temía a nada tanto como a tener que cambiar de sector antes de la cosecha de sus nuevas zanahorias y sus guisantes, enterraba cuidadosamente todos los proyectos e ideas de Puyjalon.

Los acontecimientos que se precipitaron a partir del 10 de mayo exasperaron este antagonismo. Puyjalon, convencido de que iba a ser llamado el grupo de tropas del este, inútilmente apiñado detrás de la línea Maginot, para que volara en socorro del general Georges, acorralado en el norte, mantenía a todos los hombres en espera de un movimiento inminente. Granet decía, al contrario, que tenía motivos para creer en una tentativa de penetración de von Leeb, cuyas unidades estaban apostadas al otro lado del Rin. La capitulación del ejército belga, el 28 de mayo, seguida por las sucesivas pérdidas que desembocaron en la entrada de los alemanes en París, anunció un cerco desde el sur, e hizo temer al coronel que el C. G. de Nancy, cada vez más avaro con las instrucciones, se replegara sin avisar a Erstein. Decidió aclarar las cosas y fletó un vehículo para una breve misión informativa. Llevaba a su fiel chófer, Ernest, y a sus dos oficiales del Estado Mayor. En el último momento, por temor a quedarse incomunicado con Erstein, decidió asegurarse un enlace de emergencia. Así fue como Tiffauges, llevando una cesta con cuatro palomas, se instaló en el asiento trasero del coche, el 17 de junio por la mañana. Había elegido a las aves con el corazón, pues presentía que no volvería a ver el palomar de Erstein. Llevaba a la pequeña negrita, la gran plateada y las dos gemelas color de hojas muertas.

El sol que brillaba en un cielo despejado, los prados salpicados de flores, los árboles bermejos de susurrante follaje, todo parecía querer rodear con un decorado triunfal y tierno el naufragio de Francia. Encogido en el asiento con la cesta en las rodillas, acariciando con la mano derecha, que tenía metida en la cesta, el vientre de unas palomas a las que reconocía sin mirarlas, Tiffauges se preguntaba qué forma cobraría, exactamente un año después del asesinato de Weidmann en Versalles, el previsto y merecido castigo de la plebe apática y cruel. Encontró la respuesta en Epinal, hacia donde habían tenido que dirigirse, puesto que unos gendarmes habían cortado la carretera de Nancy por motivos incomprensibles, y ni los galones del coronel lograron ablandarlos. La pequeña ciudad de los Vosgos, inundada por una marea humana que acarreaba un revoltijo de peatones, caballos, bicicletas y coches, parecía presa de una pesadilla sobre el fin del mundo. Las estaciones de gasolina estaban secas y las tiendas de alimentación vacías, todos los comerciantes habían decidido cerrar sus comercios, y era inútil pensar en procurarse cualquier cosa. Toda esta muchedumbre agotada y malhumorada venía de Nancy, donde la víspera habían anunciado la inminente llegada de los alemanes, y se dirigía hacia Plombières en un descabellado movimiento de huida. Una carreta se había parado delante de una taberna cerrada, y varios hombres, cansados de aporrear las persianas metálicas y de gritar pidiendo agua, intentaban echar la puerta abajo con ayuda de veladores que hacían las veces de mazas o de arietes. Puyjalon quiso intervenir, pero cuando la muchedumbre le apartó enérgicamente, se batió en retirada y le ordenó al chófer que pusiera rumbo al norte, bordeando el Mosela. Tiffauges sentía una mezcla de espanto y júbilo, pero sobre todo seguía oyendo las burlas de un mirón que metió una cabeza risueña y desgreñada por la ventanilla y al ver la cesta de palomas gritó: «Palomas mensajeras, ¿eh? ¿Y llevan algún mensaje?».

Recorrieron nueve kilómetros en dos horas, remontando la densa y heteróclita corriente de los refugiados. En Thaon tuvieron que parar. Una mujer daba alaridos y luchaba en el suelo con un enemigo invisible, y los que la rodeaban obstruían el paso. Se murmuraba que había bebido agua del Mosela, envenenada por la Quinta Columna; otros hablaban de epilepsia; y un campesino con bigotes de galo afirmaba que era una farsante y que lo mejor era darle una paliza. Finalmente, un espasmo levantó las faldas de la mujer, y todos vieron aparecer, entre sus muslos abiertos, la cabeza de un niño muerto.

El coronel, exasperado, dio orden de torcer a la derecha y cruzar el Mosela para escapar de aquel banco de lapas humanas. El puente estaba intacto, lo cual probaba, dijo, que los alemanes todavía estaban lejos. Después del terrible jaleo de la nacional 57, la estrecha carretera comarcal que serpenteaba entre jóvenes campos de trigo y de cebada sumió a los viajeros en una atmósfera de calma y de bucólica felicidad. Atravesaron a buen paso el pueblo de Girmont, amodorrado bajo el calor de mediodía, y luego unos bosques refrescantes y llenos de cantos de pájaros. Al final de una pequeña cuesta se encontraron en medio de unas casas agrupadas en torno a un gran albergue llamado La Fuente Cordial; y, en efecto, junto a un amplio porche había una fuente de cobre, que vertía alegremente sus aguas en un pilón de granito en forma de corazón. El coronel hizo parar el coche y entró decididamente en el albergue. Salió casi en seguida, acompañado de un hombre alto y pálido que debía de ser el dueño y que hacía claros gestos de impotencia.

—El albergue está cerrado —explicó el coronel a sus compañeros—. Quedan algunas bebidas, pero nada de comer. Propongo que Tiffauges y Ernest vayan a buscar lo que tengan en las casas del pueblo mientras yo intento telefonear a Erstein.

Cuando Tiffauges volvió al albergue tres cuartos de hora más tarde, después de haber llamado a todas las casas del pueblo, cuyo nombre era Zincourt, llevaba un tarro de guisantes, un kilo de pan y una lata de mantequilla por los que había pagado el triple de su valor. El coronel, sentado a la mesa del gran salón con sus oficiales, delante de varias botellas de vino Traminer, estaba de muy buen humor.

—¡Guisantes! —exclamó en seguida—. Tiffauges, no puede usted llegar en mejor momento. ¡Con los pichones estarán estupendos!

Al principio Tiffauges no entendió estas palabras; luego tuvo un sombrío presentimiento y se dirigió a la cocina. La cesta estaba encima de la mesa. El suelo se hallaba cubierto de plumas rojizas y plateadas, y en el hogar, sobre un fuego vivo de leña menuda, giraban tristemente tres cuerpecillos desnudos, ensartados y chorreando grasa.

—Ordenes del coronel —explicó Ernest—. Se ha empeñado en dejar una, por si acaso. Ha dicho que nunca se sabe. Yo he elegido la negra, que era la más delgada de las cuatro —y como Tiffauges, estupefacto, no decía una palabra, concluyó—: Pero no importa mucho, ¡tres pichones para cinco personas no es precisamente un banquete!

Tiffauges dejó las provisiones en silencio y después, con una última mirada a la cesta donde se acurrucaba la aterrorizada paloma negra, volvió al comedor y se sentó lejos de los oficiales, que bebían y vociferaban. «¿Tres pichones para cinco? Ni hablar», pensó con rabia. Había al menos un comensal que no tocaría su plato: él, Tiffauges, que había criado con tanto amor a sus palomas para hacer de ellas fieles mensajeras, vivas y palpitantes portadoras de signos. Luego se le ocurrió otra idea. ¿No era él, al contrario, el único que debía comerse los cuerpecillos asesinados? En primer lugar, se moría de hambre, y en esa sensación lancinante leía la obligación, casi la orden, de proceder a ese festín solitario y copioso. Lo innoble era darse aquella comilona en compañía de unos soldados borrachos. Al contrario, la ingestión devota y silenciosa de los despojos de los tres soldaditos degollados tendría un carácter casi religioso y sería, en todo caso, el mejor homenaje que les podía rendir. Tiffauges sentía crecer en su interior un odio violento hacia Puyjalon, aquel gritón a quien los dos oficiales de Estado Mayor escuchaban con servil deferencia. En cuanto a Ernest, estaba seguro de que le había sugerido al coronel que sacrificase a las palomas por no recorrer el pueblo en busca de provisiones. Una vez más Tiffauges se encontraba solo, enfrentado a hombres zafios que le despreciaban por torpe y taciturno, cuando en realidad era el mejor, el más fuerte, el único elegido e inocente, y el que gracias al destino vencería a toda aquella chusma de juerguistas.

Sus morosas meditaciones habían llegado a este punto cuando la puerta del albergue se abrió en silencio y brutalmente a la vez, provocando una gran explosión de sol. El dueño se abalanzó hacia la mesa del coronel.

—¡Alerta! ¡Los alemanes! —exclamó a media voz, aunque con tal intensidad que parecía haber gritado con todas sus fuerzas.

Los tres hombres se levantaron de un salto y se abrocharon los cinturones. La cara despavorida de Ernest apareció tras la puerta entreabierta de la cocina.

—Vienen de Hadigny en motocicleta, ¡huyan! Pero no en coche —precisó el posadero—, o les ametrallarán en cuanto les vean. Corran a campo través e intenten llegar al bosque de los Fiefs. Les enseñaré el camino.

Y salió otra vez bajo el fuerte sol de la tarde, seguido por Puyjalon, Ernest y los dos oficiales.

Cuando se quedó solo, Tiffauges se levantó despacio. Sonrió e inspiró profundamente. La tierra, que no había dejado de trepidar desde el escupitajo del Quai des Orfevres, se tambaleaba una vez más.

Recordó la famosa frase de Puyjalon: «¡Me horrorizan las situaciones estables!». ¡Pues ya debía de estar satisfecho! Cruzó la sala oscura y silenciosa en dirección a la cocina. En la cesta se agitaba la sombra negra de la última paloma. Tiffauges se la puso bajo el brazo. Iba a salir cuando cambió de opinión y volvió a dejar la cesta en la mesa. Las tres palomas, ya doradas, estaban sabiamente alineadas en el espetón. Tiffauges extendió sobre el hogar una hoja de papel para envolver carne y empujó a las tres aves hasta que cayeron sobre ella. Luego se metió el paquete en el morral. Al ir a cruzar la puerta, con la cesta bajo el brazo, tropezó con el posadero.

—¡Todavía está aquí! —exclamó el buen hombre—. ¡Y los alemanes ya entran en el pueblo! No quiero que encuentren a un soldado francés en mi casa. Aún está a tiempo de alcanzar a sus amigos. Yo le llevaré.

Tiffauges le siguió con indiferencia. Atravesaron la desierta carretera. El sol parecía haber vaciado todo el pueblo. Sólo la fuente en forma de corazón murmuraba incansable. Los dos hombres se deslizaron entre unas casas separadas por una callejuela empedrada, luego cruzaron un huerto. Tiffauges pensó en Granet. Para éste, al menos, la guerra tenía un sentido, concreto e indiscutible, pero la derrota uniría su destino al de todos los demás. Mientras que él, Tiffauges…

Habían llegado al principio de un sendero que se perdía en un bosquecillo. El posadero le hizo señas para que corriera hacia allí, y le observó durante unos instantes antes de dar media vuelta. «Va a poner su vino a refrescar para recibir a los alemanes —pensó Tiffauges—. Para éste, lo que tiene sentido es la derrota».

Caminó dos o tres kilómetros en una dirección que le pareció el sur, atravesó una carretera asfaltada, cruzó un riachuelo y pronto encontró los primeros árboles de lo que debía de ser el bosque de los Fiefs. Entonces vio a Ernest surgir de repente de una zanja donde debía de estar al acecho. El coronel y los dos oficiales estaban escondidos allí cerca, en una choza de carboneros, en espera de noticias. Ernest y Tiffauges se reunieron con ellos. Puyjalon expresó su satisfacción al ver que Tiffauges no había abandonado su cesta de palomas, con su última inquilina.

—Muy bien, hijo mío —le dijo—. En las más dramáticas circunstancias no has tirado tu arma, por modesta que sea. Me acordaré de ti para una citación. Bueno, ya que tenemos la posibilidad de comunicarnos con Erstein, escribe un mensaje, y si nos hacen prisioneros lo enviaremos.

Dócilmente, Tiffauges sacó de la cesta el bolígrafo y el cuaderno de hojas de papel cebolla destinado a los colombogramas. Y mientras el coronel, caminando de un lado a otro de la choza y golpeando con un junquillo sus polainas de cuero, le dictaba una carta llena de nobles palabras para todos los hombres de su sector («Hijos míos, vuestro coronel ha caído en manos del enemigo después de una encarnizada resistencia. De sobra me demostrasteis, estando bajo mi mando, que tenéis el valor suficiente para que yo pueda confiar en vosotros en medio de los males que abruman a nuestra patria…»), Tiffauges escribía un mensaje completamente distinto destinado al subteniente Bertold: «Querido subteniente: Estamos prisioneros. El coronel ha asesinado a la blanca y a las dos rojizas. La negra ha hecho un largo y caluroso vuelo. Necesita beber, pero solamente agua tibia; y como es un poco débil, dele dos píldoras de aceite de hígado de bacalao al día. La molinera ha vuelto a poner huevos blancos, señal de que sólo se acerca a las hembras. Tiene que purgar a las seis azul vendôme. Hágales tomar, en ayunas, dos píldoras de aceite de ricino a cada una. Creo que a la de color carey le va a salir un callo en el ala izquierda. He visto un leve bulto amarillento en la articulación. Pruebe a ponerle una pincelada de tintura de yodo…». Así seguían dos páginas de letra apretada donde Tiffauges daba libre curso a toda la tierna solicitud que le inspiraban sus pequeñas portadoras de signos. El coronel había terminado hacía casi un minuto y Tiffauges aún escribía febrilmente. Por fin firmó y se apresuró a meter en su tubo el mensaje doblado en tres y enrollado en forma de cilindro antes de que el coronel se lo pidiera para leerlo. En cuanto sintió el peso del tubo en la pata izquierda, la paloma negra salió de su sopor y se mostró impaciente por alzar el vuelo. Pero Tiffauges la volvió a meter en la cesta.

El sol empezaba a declinar cuando los cinco hombres fueron hechos prisioneros en un claro del bosque de los Fiefs, a la entrada de Girmont. Una patrulla dirigida por un Feldwebel[6] les rodeó. A la voz de «¡Tiren las armas!», tres revólveres cayeron blandamente sobre el musgo. Tiffauges abrió la tapadera de la cesta, sacó con precaución a la paloma negra y la arrojó suavemente en dirección a los revólveres. El pájaro aleteó y se posó en el suelo. Su ojillo redondo se clavó en la culata de una de las armas, sus patas secas resbalaron sobre el bronceado acero del cañón. Luego se agachó y, alzando el vuelo, pasó ruidosamente sobre las cabezas de los alemanes.

Tiffauges se inclinó y dejó a sus pies la cesta vacía. Cuando iba a enderezarse, recibió una furiosa patada en el trasero. El dolor se extendió a toda su columna vertebral. Mientras se apretaba los riñones con ambas manos y una mueca de dolor en la cara, el coronel le ayudó a recobrar el equilibrio.

—Muy bien, hijo mío —le dijo—. ¡Te has burlado de ellos! Mañana, a más tardar, mi mensaje llegará a manos de los chicos de Erstein. ¿Te duele? Te propondré para la medalla de los heridos de guerra.

Al día siguiente separaron a Tiffauges de sus tres compañeros, y se encontró en el patio de una fábrica de Estrasburgo con algunos centenares de prisioneros. Conocía por lo menos a uno de ellos, el chófer Ernest, pero se sentía poco inclinado a mantener buenas relaciones con quienquiera que fuese, y menos aún con Ernest, el colombicida. La primera noche se comió, él solo, una de las palomas asadas. Estaba convencido de que se trataba de la paloma plateada. Cuestión de peso, sin duda, pero también de cierto sabor afín al olor habitual del pájaro vivo. Las otras dos palomas no sólo le permitieron saciar el hambre, que seguía atenazando a sus compañeros, sino también alimentar su alma, en íntima comunión con las únicas criaturas a las que había amado desde hacía seis meses.

Los prisioneros, casi totalmente privados de información, se aferraban a los rumores más inciertos. Cuando se firmó el armisticio entre Francia y Alemania, no dudaron de su próxima liberación. Sólo se esperaba el restablecimiento de los medios de transporte y que los refugiados civiles hubieran vuelto a sus lugares de origen. Tiffauges no compartía estas ilusiones, no porque fuera más lúcido sino porque sabía que su verdad estaba en el este, y que regresar a París, al garaje del Ballon, habría sido un escarnio inconcebible. Su destino personal estaba demasiado bien planeado desde siempre, como para que pudiese considerar semejantes extravíos. Así, cuando el 24 de junio les hicieron salir en grupos de sesenta y marchar en dirección al puente de troncos tendido sobre el Rin, que sustituía al puente de Kehl, se sintió transportado por una alegría grave y secreta, que armonizaba con el acto de capital importancia que estaba llevando a cabo. Entre sus compañeros había quienes, al reconocer el final de sus sueños de próxima liberación, se encerraban en una desesperación silenciosa; otros continuaban alimentando sus cuentos y quimeras, que pasaban de grupo en grupo como la falsa moneda: los enviaban a Alemania para la siega, y después los devolverían a sus hogares; o los mandaban a un puerto fluvial provisional para repatriarlos en barco.

Cuando salieron de Estrasburgo, el sol ya estaba alto en el cielo y la sed se hacía sentir. Cuando los soldados alemanes hacían la vista gorda, las muchachas salían de las casas ribereñas para darles agua a los prisioneros. Sin embargo, el grupo de Tiffauges se retrasó a causa de un altercado entre un viejo alsaciano, que había instalado a la puerta un cubo y unos vasos, y un soldado alemán, que juzgaba inconveniente tanta solicitud. Aprovechando el ligero desorden que resultó, una mujer se precipitó fuera de su casa y agarró a Tiffauges por el brazo, arrastrándole al interior y ofreciéndole, con palabras entrecortadas por la prisa, esconderle y proporcionarle ropa de civil. Nadie había pasado lista cuando se pusieron en marcha, y no es fácil notar la desaparición de un hombre entre sesenta. El intento tenía muchísimas posibilidades de éxito. Tiffauges juzgó severamente la ironía de la suerte, que le había elegido para ofrecerle esta oportunidad única de evasión. Aceptó un vaso de leche, dio las gracias con una emoción no fingida, y volvió a ocupar su sitio en el convoy. Poco después los pasos cansados de los hombres resonaban sobre las tablas del puente provisional, entre las cuales se veían las aguas del Rin formando rápidas olas que se atropellaban entre sí.

—Estamos entrando en Alemania —le dijo Tiffauges a su vecino, un hombre bajo y moreno con unas cejas negras como el carbón.

A pesar de su deliberado mutismo, no había podido contener estas cuatro palabras, de tan solemne como le parecía la circunstancia.

—Si no estuviera seguro de volver a casa antes de Navidad, preferiría tirarme de cabeza al agua —le contestó el hombre moreno con una crispación de la mandíbula.

Pero Tiffauges desbordaba de alegría, una alegría que la certeza de que no volvería nunca a Francia hacía aún más ardiente.