Una entre un millón

A Simon Nolan le habían advertido de que la niebla se movía a gran rapidez en las alturas de Glen Ohran, y que tuviera cuidado, pues era capaz de sorprenderle a uno en cualquier momento.

«Si se ve perdido en la niebla, quédese quieto» le había aconsejado la noche anterior el señor Fahy, el viejo y dicharachero dueño del Bed & Breakfast de Clomcilty donde se hospedaba. «Ya vamos por la sexta alma que se despeña en esos acantilados en los últimos ocho años. Y no queremos ni una más».

Simon, un ingeniero jubilado procedente de Sant Louis, Missouri, se tomó el consejo con respeto, pero sin atemorizarse. En el fondo de su mente pensó que aquello no era más que otra «tenebrosa» historia irlandesa destinada a encender el morbo entre los turistas y a servir de entretenimiento en las lluviosas y solitarias noches de Donegal. Al calor de la chimenea, y con una copa de Bailey’s en la mano, no se tomó aquello demasiado en serio.

Al día siguiente se despertó temprano, engulló el copioso desayuno irlandés de la señora Fahy y salió a emprender su ruta por las montañas. Una ligera llovizna lo acompañó durante horas, pero esta no llegó a convertirse en un aguacero. Además, el viento no era demasiado fuerte —tal y como le había ocurrido en sus excursiones por Kerry y Connemara— y la luz era perfecta. Sacó unas doscientas fotografías en cuatro horas de marcha, y calculó que de ellas habría por lo menos diez que merecerían ser salvadas, retocadas y enviadas a su álbum de Internet.

La fotografía se había convertido en la gran pasión de Simon Nolan durante los últimos años. Tras una dolorosa prejubilación de la General Electric —con tan solo 57 años—, Simon había encontrado en esta afición una excusa perfecta para mantenerse ocupado. Soltero y sin familia cercana, disponía de todo el tiempo del mundo; y como el dinero de la jubilación era bastante bueno, se podía permitir uno o dos viajes por año. Le gustaba planear estas escapadas con detalle, y normalmente trataba de evitar lugares demasiado evidentes o turísticos. Más bien le atraían los sitios solitarios, alejados de la civilización. Ese año había recorrido el Salar boliviano y la Patagonia, y a finales de marzo voló a Irlanda en busca de un cambio de paisaje para su galería. Solía acompañar sus fotografías con pequeñas reseñas o crónicas de los sitios y personajes que había encontrado. Y ciertamente parecía tener gusto haciéndolo. Su blog contaba con cerca de 80 000 visitas mensuales, tantas que se había planteado insertar publicidad y comenzar a hacer algunos dólares a fin de mes con su afición.

Después de varias horas de marcha, Simon se había sentado a descansar y comer algo de fruta junto a unas rocas. Pese a que estaba muy acostumbrado a andar, la edad no perdonaba y sentía que sus piernas y el resto de su cuerpo le pedían a gritos regresar al hotel.

Estando allí se entretuvo visionando las fotografías que había tomado. Tenía unas cuantas buenas capturas del mar batiéndose contra las rocas, y de las paredes del acantilado, concretamente una, de un nido de gaviotas incrustado en un saliente de aquel vertiginoso precipicio, le pareció muy buena. También había sacado unas cuantas fotografías a un precioso cottage de piedra que encontró junto al camino de los acantilados. Con el atardecer de fondo, sus ventanas preñadas de luz amarilla y su chimenea exhalando humo negro habían resultado una visión mágica, casi de fantasía. Revisándolas pensó que aquellas fotos estaban posiblemente entre las mejores de su colección.

Feliz por sus capturas y un tanto hambriento, decidió seguir camino hasta el B&B, donde esa noche planeaba comer un bien merecido plato de Banger’s & Mash que, según el señor Fahy era la especialidad de su esposa. Apagó la cámara y se puso en pie, dispuesto a comenzar la marcha, cuando se vio repentinamente rodeado por la niebla.

La bruma le había cercado por completo en apenas unos minutos.

«Rápida y silenciosa» tal y como Fahy le había advertido.

La primera reacción de Simon fue reírse de su mala suerte, y también de su osadía al haber desconfiado de las advertencias locales que, aunque provinieran de un borrachín de roja nariz —se reprochó—, debería haber escuchado con más atención. Lo siguiente, una vez templados los ánimos, fue evaluar la situación. La niebla, aunque densa, todavía permitía una visibilidad de algunos metros. Por otra parte, recordó el consejo de Fahy: «Si se ve perdido en la niebla, quédese quieto».

En su mente surgió un dilema.

Lo más lógico, en principio, era esperar a que la niebla se disipase: ese era exactamente el consejo que Fahy le había dado. «Esas montañas son un laberinto del diablo» le había dicho. Y era cierto, en su marcha de ese día, Nolan había observado lo engañosas que eran aquellas laderas, repletas de afiladas rocas, en las que apenas había señal de un camino (esa era la principal razón de que estuviera allí: odiaba toparse con turistas).

Pero ¿y si la niebla decidía quedarse allí durante horas? Simon tenía su camiseta ligeramente sudada por la marcha, comenzaba a tener frío y no contaba con ropa de recambio. Además, era tarde, cerca de las cinco, y la luz comenzaba a declinar. En una hora, quizá menos, sería de noche y entonces, con niebla o sin ella, sería imposible dar un solo paso. Recordaba que el termómetro había rozado los cuatro grados la noche anterior. Por supuesto no contaba con ningún equipo de acampada, ni comida o agua.

Comenzó a ponerse un poco nervioso.

Sacó un pequeño teléfono móvil que llevaba en su chaqueta. El indicador de cobertura estaba a cero; algo normal en un lugar tan aislado como aquel. No podría llamar a nadie para alertar de su situación —pensó— al menos hasta que no se acercase un poco más a Clomcilty.

Tenía otra opción: tratar de encontrar el camino ahora que la niebla todavía estaba llegando del mar. Si se daba un poco de prisa podría descender lo suficiente para esquivarla y tratar de encontrar el camino de vuelta con las últimas luces del atardecer.

Se decidió a hacerlo, aunque en su cabeza escuchaba una y otra vez la voz del señor Fahy previniéndole de no hacerlo.

«¿Y qué hago; pasar aquí la noche?».

Se puso en pie y caminó en dirección a dos grandes rocas que antes le habían servido como referencia. Nolan calculó que a partir de allí le quedaría una media hora de descenso hasta toparse con el sendero que había abandonado esa misma mañana. Siempre trataba de apartarse de los caminos marcados en busca de lugares vírgenes y solitarios. Esta vez le había salido cara la broma.

Al pasar las rocas, Nolan se vio en la cima de una ladera que descendía en todas direcciones. Decidió seguir todo lo recto que pudiera dejando el mar a su derecha, utilizando el ruido del acantilado como guía.

Avanzó muy despacio durante diez minutos. A la dificultad de la bajada, entre rocas y charcos de barro, se sumaba aquella niebla, más y más densa cada vez. Nolan caminaba torpemente, atento únicamente al siguiente metro de tierra que iba apareciendo ante sus pies. Y cada vez que alzaba la vista, la niebla le cegaba por completo.

Una media hora más tarde topó con una gran corte en la tierra que le obligaba a tomar una decisión. El mar estaba a su derecha, podía escuchar incluso el graznido de las gaviotas, y decidió no aventurarse en aquella dirección. Tomó el camino de la izquierda, alejándose del ruido del acantilado, y en pocos minutos la ladera se allanó bajo sus pies, lo cual fue un alivio para sus rodillas, machacadas ya a golpe de saltos y zancadas. Pensó que en breve encontraría el sendero y enfilaría el camino de regreso a Clomcilty y sus temores se disiparon un poco. Se imaginó que aquello terminaría como una estupenda anécdota para relatar en su blog, acompañándola con unas estupendas fotografías.

Pero esto solo fue una alegría momentánea. Debió de pasar otra media hora cuando la ladera comenzó a inclinarse nuevamente, esta vez hacia arriba, que era justamente lo contrario a lo que Nolan había planeado. «¡Yo quiero bajar, no subir!» murmuró con enfado. La niebla era si cabía más densa. Nolan giró 90 grados a la izquierda, pensó que con esto evitaría dirigirse a las faldas de la montaña, y siguió andando. La ladera, tal y como había calculado, volvió a inclinarse hacia abajo y esto le supuso cierta satisfacción, pero a medida que la iba bajando esta se fue haciendo más y más vertiginosa, hasta el punto que llegó a convertirse en una inclinada pared, y Nolan tuvo que comenzar a arrastrarse sobre sus posaderas para bajarla.

Rodeado de aquella niebla inmisericorde, cansado por las horas de caminata y confuso, Nolan terminó cometiendo un pequeño error. Trataba de rodear un grupo de grandes rocas cuando resbaló en el verdín de una de ellas. Cayó con todo el peso de su cuerpo sobre un costado, golpeándose el hombro derecho con fuerza.

Ni siquiera pudo gritar de dolor.

Comenzó a rodar ladera abajo, clavándose las puntas de varias pequeñas piedras en las costillas y las piernas, tratando de agarrar algún matojo de hierba para frenar su cuerpo. Finalmente, quedó tendido bocabajo, sobre un húmedo y blando trozo de tierra. Permaneció allí unos segundos, recobrando la respiración y notando la punzada de diversas magulladuras a lo largo y ancho de su cuerpo. El corazón le palpitaba a toda velocidad. Por un momento había temido que aquel barranco fuera a parar al acantilado. En una cosa, al menos, había tenido suerte.

Tomó asiento sobre la hierba y se palpó la cabeza en busca de sangre, pero afortunadamente el pequeño golpe que sentía en la base del cráneo se había reducido a un rasponazo. En cambio, su hombro derecho le dolía con intensidad. Se lo examinó y comprobó que podía moverlo, por lo que supuso que no estaría roto. Quizá se tratase de una luxación. Había tenido una tres años atrás, intentando hacerse el héroe deportivo en un partido de baseball amateur, y dolía igual.

Se levantó un tanto mareado por la caída y se alegró de sentir sus dos piernas respondiendo. Recogió su cámara del suelo y comprobó que se había golpeado también contra la roca. El cristal del visor estaba rajado, aunque la cámara funcionaba perfectamente. Aquello no le importó demasiado. Sus prioridades habían sufrido un vuelco repentino. Ahora que la montaña le había vapuleado un poco, Nolan pensó que quizá era el momento de abandonar sus intentos por encontrar el camino de vuelta. Quizá debiera quedarse quieto y esperar tal y como le habían aconsejado. Con suerte, la niebla se iría en un par de horas y podría acometer un segundo intento bajo la luz de las estrellas (o con suerte la de la luna llena). De otro modo se acurrucaría en una de esas grandes rocas que había por todas partes y se prepararía para pasar una noche a la intemperie. Solo debía aguantar hasta la madrugada, se dijo, pero hasta entonces lo mejor que podía hacer era encontrar la manera de hacer fuego para combatir el frío. Echó en falta el mechero que siempre solía llevar encima en su época de fumador, y se recriminó su falta de previsión. Aun así… ¡Por Dios santo! Él era ingeniero. Seguro que encontraba la forma de encender una llama.

Se pasó los siguientes cinco minutos dando una tímido rastreo a su alrededor, en busca de algo con lo que producir una combustión. Enseguida se dio cuenta de que no sería tan fácil. Las montañas peladas del oeste irlandés contenían poca madera. Y encontrar turba, una especie de carbón vegetal con la que se encendían las chimeneas de la zona, era algo improbable en aquellas condiciones.

Según pensaba en todo esto sus ojos se fueron a topar con algo entre la niebla. Una silueta familiar.

Caminó hacia ella y descubrió que se trataba de una bañera llena de agua. A su alrededor había huellas de animales.

Alzó la vista y escrutó con cuidado a su alrededor. Entonces descubrió una débil luz entre la bruma. Con el aliento contenido caminó apresuradamente en esa dirección, y al cabo de unos segundos, la silueta de un cottage, cuyas ventanas emitían un leve resplandor, apareció ante sus ojos. Simon tuvo que reprimirse para no gritar de pura alegría. ¡Estaba salvado!

Era una casa muy parecida a la que había fotografiado media hora antes, en el otro lado de las montañas. Paredes de piedra, tejado de pizarra y una pequeña y humeante chimenea coronando la construcción. Distinguió un pequeño establo más allá, y el olor característico del ganado. También vio un todoterreno aparcado a uno de los lados de la casa. Se palpó la chaqueta y notó el grosor de su cartera llena de dólares; daría una buena propina a aquellos campesinos por llevarle de vuelta a Clomcilty.

Se acercó a la puerta y golpeó en la madera.

—¡Abran, por favor! —exclamó—. ¡Me he perdido!

Se hizo un corto silencio al cabo del cual Simon escuchó pasos en el interior de la casa. La puerta se abrió y tras ella apareció una silueta recortada a la luz del fuego que ardía en el interior de la casa. Simon no pudo verle bien, pero adivinó que se trataba de un hombre.

—¡Gracias al cielo que les he encontrado! —dijo Nolan—. ¡Me había perdido en la niebla! ¡Me caí por un barranco!

El hombre dio un paso afuera y su rostro quedó iluminado por la tenue luz del atardecer.

Era un hombre de unos cincuenta años, de cabello y cejas encanecidas, barba de dos o tres días y vestido humildemente, con una camisa de cuadros beige y unos pantalones de pana marrón. Tenía el rostro alargado. La nariz, la barbilla, los labios, todo estirado como uno de los relojes deformes de las pinturas de Dalí. Pero fueron sus ojos, dos grandes y azules ojos rodeados de fuertes pestañas, lo que provocó aquel pequeño «clic» en la mente de Nolan.

De pronto, tuvo la certeza de que conocía a aquel hombre.

—¡Usted!

Dijo eso y se quedó callado, mirando pasmado a aquel granjero, tratando de recordar de qué podía conocerlo.

—Oiga ¿le ocurre algo? —preguntó el hombre cuando hubieron pasado unos segundos de silencio—. ¿Está usted bien?

Simon despertó como de un sueño.

—Perdone —respondió Simon—. Es que me resulta usted muy familiar. De pronto me ha parecido que le conocía de algo.

—¿Qué?

Simon Nolan se percató del sinsentido de aquella situación.

—Disculpe, debe pensar que estoy como una cabra. Mire, lo que pasa es que me he perdido en la niebla. Me he caído por la colina y…

—¿Se ha dado en la cabeza?

—Sí, pero solo un rasponazo. La peor parte se la ha llevado el hombro —dijo, llevándose la mano al hombro—. Y, bueno, la cámara, aunque eso no importa.

Volvió a mirar al granjero. Aquellos ojos, ¿dónde los había visto antes? «No, no» pensó «debe ser el golpe en la cabeza. Estoy desorientado. ¿De qué vas a conocer a un granjero irlandés perdido en las montañas de Donegal?».

El granjero por su parte no parecía demasiado contento de tener visita, y tardó unos segundos en volver a hablar.

—Todo esto es un poco raro.

—Oiga, solo quiero descansar un poco —suplicó Nolan—, hasta que se vaya la niebla. Después volveré a Clomcilty. Me hospedo allí.

El granjero volvió a mirarle de arriba abajo y después echó un vistazo detrás, como si no acabara de fiarse de Simon a pesar de que su aspecto rayaba lo patético en aquellos instantes.

—Está bien —dijo al final—, pase.


La casa les recibió envuelta en penumbras. Un fuego ardía en la chimenea y el aire olía a col cocida. Parecía que aquel hombre vivía solo.

El granjero le invitó a tomar asiento en una mecedora junto al fuego. Después le ofreció un whisky, que Simon aceptó, y se fue a la cocina a prepararle una bolsa de hielos para el hombro.

Sentado frente al fuego, Simon vació la mitad del whisky de un sorbo y se sintió mucho mejor.

—Esta niebla es peligrosa —dijo entonces el granjero desde la cocina—. Un hombre murió el año pasado a cien metros de aquí. Se despeñó.

—¿Cien metros? ¿Tan cerca? —preguntó Simon—. Pensaba que por lo menos estaríamos a diez minutos del acantilado.

—Eso debió de pensar él también —respondió el tipo.

Simon le vio regresar al salón con una bolsa de plástico cargada de hielos.

—Tome. Apriétesela bien.

—Gracias.

—¿Otro whisky?

—Me vendrá bien, gracias —respondió Simon.

El granjero le rellenó el vaso y se sirvió uno para él. Después tomó asiento en la mecedora que había frente a Simon, al otro lado de la chimenea. No había otra luz que la del fuego, por lo que su rostro volvió a quedar oculto en las penumbras.

Simon se apretó la bolsa de hielos contra el hombro y se recostó en la cómoda mecedora. El calor del fuego le entraba por la manga de los pantalones y lentamente dejó de tiritar.

Comenzó a relajarse y a sentirse bien. La aventura tendría un buen final pese a todo. Tendría que arreglar la cámara (o comprarse una nueva) y lo del hombro no parecía muy grave. Una «herida de guerra» de la que alardearía muy pronto, en una crónica de su blog en cuyo título ya estaba pensando. «¿Perdido en las nieblas de Donegal? No… Muy típico. Quizá: mi aventura en los Cliffs».

—¿De dónde es usted? —le preguntó el granjero—. ¿Americano?

—De Saint Louis, Missouri —respondió Simon, recordando que su acento solía delatarle enseguida.

—Está usted de vacaciones supongo —siguió diciendo el hombre.

—En efecto. Estoy pasando un par de semanas en Irlanda. Por cierto, me llamó Simon Nolan.

—Fergal O’Dowd —respondió el hombre alzando su copa.

Simon soltó los hielos un segundo y devolvió el brindis. Bebió el resto del whisky, que estaba delicioso.

—Un placer conocerle, señor O’Dowd. Se puede decir que me ha salvado usted de pasar la noche a la intemperie.

—No hay de qué. ¿Se hospeda usted en Clomcilty?

—Sí. En el B&B de la familia Fahy ¿los conoce?

O´Dowd asintió con la cabeza.

—Y hablando de eso —continuó Nolan—. Será mejor que les llame, creo que el señor Fahy se preocupará al ver que anochece y no he regresado. Y con esta niebla… ¿Tiene usted un teléfono? El mío no tiene cobertura.

—Aquí no funcionan —respondió O’Dowd secamente—, pero no se inquiete. En cuanto la niebla cese, le bajaré yo mismo hasta el pueblo. Solo son veinte minutos conduciendo.

—En ese caso, permítame que le invite a cenar en el pueblo, como muestra de agradecimiento.

—No se preocupe —respondió O’Dowd—. Ya he llenado el estómago por hoy.

—Al menos me aceptará una copa…

El granjero rehusó otra vez y Simon tiró la toalla, aunque secretamente planeó escurrirle una buena propina en la puerta del coche antes de despedirse.

Bebieron sus copas intercambiando una conversación un tanto forzada. O’Dowd era un hombre de muy pocas palabras, y Simon tampoco quería resultar indiscreto. Le preguntó por el clima de aquella parte de Irlanda, y por el tipo de ganado que tenía allí, que resultaron ser ovejas. También se interesó por el número de personas que vivían en las montañas, y mencionó el otro cottage que había visto un poco antes de que la niebla se abalanzase sobre él. Las respuestas del granjero fueron escuetas.

Lentamente los ojos de Simon se fueron adaptando a la media luz del salón y fue descubriendo el lugar que le rodeaba. Viejos muebles y fotografías, una surtida colección de botellas y varias pilas de libros y revistas. La casa de un solterón, o quizá un viudo, pensó. Para él era fácil distinguir esa ausencia de «toque femenino» ya que su propia casa —aunque bastante más equipada— no dejaba de tener alguna similitud con ese aire de cómodo abandono masculino. También se fijó que no había televisor, lo cual para un norteamericano resultaba —incluso en el caso de un granjero— un hecho sorprendente.

También volvió a poder distinguir el rostro del señor O’Dowd y de nuevo tuvo aquella imperiosa sensación de que le «conocía de algo». Era una de esas extrañas y curiosas conexiones que ocurren en el inhóspito terreno de la memoria. Simon sentía que «le había visto en alguna parte», o al menos a alguien muy parecido a él. No pudo evitar querer acordarse. ¿A quién le recordaba tan intensamente ese granjero irlandés?

Se dedicó a tratar de esclarecer el misterio en silencio. En su cerebro se inició una trepidante operación de rastreo. Nolan había trabajado en cuatro empresas en toda su vida. Las dos primeras, pequeñas ingenierías de Illinois, no tenían más de una veintena de personas en su plantilla. Barajó aquellos viejos rostros en su mente, pero enseguida descartó que pudiera ser ninguno de ellos. Su memoria viajó unos años hacia delante. En 1990 se mudó a Chicago para trabajar en IBM donde había bastante más gente. En su departamento convivió durante tres años con al menos cincuenta ingenieros e informáticos, pero no… No se trataba de ninguno de ellos. Y tampoco podía ser nadie de la General Electric, su siguiente empresa. Prácticamente todos los que fueron sus compañeros de trabajo asistieron a aquella patética fiesta de despedida en el Jake’s MeatBall Emporium, donde alguien trató de endulzar la traicionera estocada de su empresa con globitos rosas y música de Billy Crystal. No… No… No… Algo en su mente le decía que aquel rostro no pertenecía al mundo del trabajo. ¿Y si fuera algo anterior? En realidad, podían ser tantas cosas. El camarero que nos servía el café todas las mañanas. El barbero que nos cortó el pelo cuando vivíamos en aquella ciudad. El simpático cajero del supermercado… Hay tantas personas anónimas que pasan por nuestra vida, y lo más increíble es que nuestro cerebro las registra una a una, guarda su fotografía, y la pequeña ficha personal de cada una, en esa base de datos inmensa llamada «memoria».

Al cabo de unos minutos, agotado de pensar y a falta de un tema de conversación superficial (ya habían tocado el clima, y Simon no sabía nada de la liga de rugby irlandesa, o de deportes gaélicos) Simon decidió sacar ese tema a colación.

—Oiga —dijo de pronto—. ¿Recuerda lo que le dije antes cuando nos encontramos en la puerta?

—Me dijo que se había perdido en la niebla —respondió O’Dowd.

—No. Me refiero a que usted me resultó familiar. ¿Se acuerda?

—Vaya, si —dijo el hombre entrecortadamente.

—Le juro que no estoy loco —bromeó Simon—. Es que no me puedo quitar esa sensación de encima. ¿Cree que es posible que nos hayamos visto en otro lugar?

—Pues… Sinceramente, lo dudo —respondió el granjero quien parecía un tanto violento por todo aquello—. A no ser que nos hayamos cruzado por el pueblo. ¿Cuánto lleva en Clomcilty?

—No… Eso no puede ser. Solo llevo un día aquí. Llegué anteayer mismo, de Connemara. Y jamás antes había estado en Irlanda. Además, mi recuerdo es… Más lejano. Como si hubiésemos coincidido hace años…

Dejó aquella frase en el aire, esperando que el granjero aportase algo al enigma.

—Bueno… Entonces sí que es imposible. Yo no viajo mucho y nunca he estado en América. Seguramente me pareceré a alguien que usted conoce. Ocurre muchas veces. Dicen que todos tenemos un hermano gemelo en alguna parte.

—Sí… —dijo Simon sin demasiada convicción—… Es posible que sea eso.

Ahora que le había hecho hablar un poco más, Simon observó que el acento de aquel granjero no se parecía en nada al del señor Fahy, ni tampoco al de ningún otro irlandés del oeste que hubiera conocido en la última semana. Aunque era incapaz de localizarlo con seguridad. Le sonó como una mezcla de muchas cosas, que no llegaba a ser nada.

No se atrevió a preguntarle por esto, ya que había percibido claramente que al granjero le hacía poca gracia ese asunto, lo cual era en parte comprensible: un hombre aparece en medio de la niebla, llama a tu puerta y cuando le abres, asegura que te conoce de algo… En fin. Se alegró de que no tuviera teléfono porque quizá en esos instantes estaría llamando al manicomio.

O´Dowd interrumpió entonces sus pensamientos.

—¿Se dedica usted a sacar fotografías? —preguntó señalando la cámara que descansaba sobre la mesa—. Quiero decir, ¿como profesión?

—Oh no —respondió Simon—, yo estoy jubilado. Esto solo es un hobby para matar el tiempo.

—Entiendo. Es un aficionado.

Aquella palabra, «aficionado» hirió el pequeño ego de fotógrafo de Nolan.

—En realidad es algo más que un hobby —matizó Nolan—. Digamos que es una pasión tardía. Suelo viajar a menudo con la cámara. Saco fotos y después las publicó en un blog.

—¿Un blog? —preguntó el hombre como si aquella palabra fuese batusi.

—Es como un diario de viajes que se puede visitar por Internet —aclaró Nolan.

—¡Ah! Internet —respondió O’Dowd—. Ahora está en boca de todo el mundo.

—Porque es fantástico. La herramienta del futuro. Mire mi caso. Yo, un completo desconocido, recibo una media de 80 000 visitantes al mes.

—Vaya… Eso es un buen montón de gente.

—Lo es…

—¿Y gana dinero con ello?

—Bueno… Aún no… Pero lo estoy pensando, ¿sabe? Publicidad. Aunque, si le soy sincero, mi sueño sería publicar una fotografía en la National Geographic.

—En ese caso debería elegir algún sitio más exótico que Donegal —respondió O’Dowd.

—¡Pero si esto es un paraíso! En fin, comprendo que para usted es la rutina diaria, pero este paisaje… Es… Sencillamente estremecedor. Espero que se hayan salvado todas las fotos que saqué hoy.

—Ojalá —respondió O’Dowd—, esa cámara parece cara.

—Lo es —dijo Nolan—, aunque creo que podrá arreglarse.

Se hizo un pequeño silencio y Simon terminó su copa de whisky, que bajó como una serpiente de fuego por su esternón. Miró al señor O’Dowd, sentado junto al fuego, y sintió una repentina simpatía hacia aquel solitario granjero que tan amablemente le había prestado su ayuda. Y al mismo tiempo sintió vergüenza de sí mismo por su maleducada actitud insistiendo en que le conocía.

—Oiga —comenzó—, discúlpeme por haber sido tan testarudo con ese asunto de que le conocía. Cuando se me mete algo en la cabeza me cuesta mucho sacármelo.

—No se preocupe. Piense en otra cosa —dijo O’Dowd poniéndose en pie—. ¿Tiene hambre? Aún me queda un poco de cocido.

—No, gracias. Aunque tomaré otro vaso de whisky si no le importa.

—¿Qué tal va su brazo?

—Mejor. Gracias. Ya casi ni me duele.

Simon fue a servirse un vaso de whisky, pero el señor O’Dowd se le adelantó. Cogió la botella y le rellenó el vaso cortésmente.

Y entonces, en la mente de Simon Nolan se produjo el milagro, el «triple diamante», la explosión.

Fue ese detalle de cortesía lo que terminó uniendo las piezas en su cabeza. De pronto su memoria le trasladó a una calurosa mañana de mayo, en su casa de Arlington Road, una coqueta área residencial del norte de Chicago donde vivió durante sus años en IBM. Estaba montado en su Lincoln Town, recién sacado del garaje, y había frenado al borde de su jardín. Se preparaba para incorporarse a la vía principal y en ese instante veía el coche (un modelo grande y oscuro) de su vecino de enfrente acercándose a la acera también. Y como ambos iban en la misma dirección, se apresuraban a cederse el paso el uno al otro, con cortesía.

Su vecino de enfrente.

Aquel era un barrio de gente rica donde ni siquiera segabas tu propio césped; un chico venía todos los domingos a hacerlo por ti. Por esa razón, el poco contacto que uno tenía con sus vecinos se limitaba a esos pequeños momentos de la rutina diaria, como encontrarse a la salida de casa cada mañana. Saludarse de coche a coche y cederse el paso amablemente.

Aquel era el rostro que Nolan veía todas las mañanas, vestido —ahora lo recordaba nítidamente— con un traje oscuro y corbata. Aquel rostro sobrio y pensativo. Aquellos dos grandes ojos azules rodeados de una oscura línea de pestañas que ahora, nueve años después, había vuelto a encontrarse en el lugar más inverosímil imaginable.

—¡Lo tengo! —exclamó de pronto—. ¡Sé a quién me recuerda usted!

El señor O’Dowd se enderezó y, por un momento, una terrible expresión invadió su rostro.

—¿Todavía sigue con esa historia?

—Lo siento, pero me acabo de acordar. ¡Que me cuelguen si no se parecen como dos gotas de agua! Aunque usted es mucho mayor… Claro que… Fue hace mucho. Cuando vivía en Chicago. Lo menos hace nueve años.

El señor O’Dowd se sirvió un poco de whisky en un vaso y se acercó a la chimenea. Miró al fuego pensativo.

—Bueno… ¿Y puedo saber de quién se trata?

—Mi vecino. El hombre que vivía en la casa de enfrente. Era una calle llamada Arlington, una calle tranquila, de casitas y árboles. Él era una especie de ejecutivo… Aunque nunca supe su nombre. Nos veíamos casi todas las mañanas, durante tres años. Salíamos de casa a la misma hora… Y nos cedíamos el paso con el coche. ¡Le juro que el parecido es asombroso!

—Bueno —dijo O’Dowd—, es posible que sea un primo lejano. Parte de mi familia emigró a América durante la hambruna del siglo XIX.

—Debe ser algo así, créame —dijo Nolan bebiendo de su copa—. Era un calco de usted. Alto, delgado… Y tenía exactamente sus ojos.

—Una verdadera coincidencia.

—Una entre un millón —dijo Nolan riéndose—, se lo aseguro. Encontrarme con un «gemelo» de mi vecino de Chicago aquí, en las colinas de Donegal. Será una crónica estupenda para mi blog, incluso… ¡Se me ocurre algo! Déjeme sacarle una foto, podremos buscar a su primo perdido allí en América a través del blog.

El señor O’Dowd se rio.

—No se preocupe, amigo. Además, no salgo bien en las fotos. Mire… Parece que la niebla ya se está disipando —dijo después, mirando por la ventana—. Aprovecharé a bajarle ahora. Espere que vaya a por una chaqueta.

O´Dowd desapareció tras el pequeño pasillo y Nolan se quedó en el salón. Pensó que tal vez todo aquello le sonase como una pijería estúpida a aquel granjero irlandés, pero a él le parecía un asunto asombroso. ¿Cuántas posibilidades había de encontrarse con un «clon» de un antiguo vecino tuyo a miles de kilómetros de distancia, casi diez años después? En fin, lo cierto es que de todo aquello habría sacado un buen relato en cuanto regresara a St Louis.

Se quedó apurando su copa de whisky, un pelín borracho a esas alturas, imaginándose que quizá llegase a tiempo para los Banger’s & Mash de la señora Fahy. ¡Después de haber estado a punto de pasar la noche entre rocas! Había tenido suerte. Vaya que sí.

Mientras tanto, en su habitación, Fergal O’Dowd estaba quieto frente a su cama.

Pensaba.

Abrió el último cajón de su mesilla de noche, lo sacó por completo y le dio la vuelta sobre el colchón de su cama. En el reverso del cajón, pegado con celo, había un sobre amarillo. Lo arrancó y lo abrió. En su interior, además de papeles con direcciones, cuentas de banco y contactos había una tarjeta. La tomó entre sus dedos y la leyó.

Programa Federal de Protección de Testigos.

Número de emergencias.

O´Dowd —o Tom Zaffaroni como se le conocía muchos años atrás— dio vueltas a aquella tarjeta entre sus dedos.

Había sido mucho más rápido que Nolan. En cuanto se sentó en el sofá, Tom Zaffaroni ya le había recordado como aquel vecino gordito que veía todas las mañanas en Chicago. Un tipo solitario, que pasaba las noches viendo la televisión y que a veces llamaba a alguna prostituta cara a domicilio. La «compañía» se cuidaba de conocer al detalle la vida de los que rodeaban a los suyos. La «compañía»… que ahora le buscaba a él. Y ese tipo, con su estúpido blog de Internet, iba a servírselo en bandeja.

Y ¿ahora qué? Sabía lo que significaba llamar a aquel número. Por una cosa mucho más nimia lo habían sacado de Río. Unas cámaras de televisión le habían grabado de casualidad, mientras pasaba cerca de un mitin político. «Tiene usted prohibido acercarse a ningún evento público, señor Zaffaroni». ¡Como si fuera tan fácil! Y ahora, por culpa de este idiota, seguro que lo enviaban a Groenlandia por lo menos.

Lo pensó un poco y tomó una decisión. Devolvió la tarjeta a su sobre y el sobre a su escondite. Se puso la chaqueta y salió por el pasillo al salón. Nolan estaba ya en pie, con su cara de buen chico.

—Oiga, disculpe si le he molestado. Quiero que sepa que le agradezco en el alma todo lo que ha hecho por mí.

—No se preocupe. Entiendo que estas cosas pasan. Vamos, tal vez acepte esa pinta en el pub de Clomcilty.

—¡Estupendo! —exclamó Nolan.

Se dirigió a la puerta, seguido por O’Dowd, que calculó que era un poquito más bajo y menos fuerte que él.

Los atardeceres en el norte de Irlanda son terriblemente lentos. Todavía quedaba algo de luminosidad a esas horas. La niebla se había disipado bastante, aunque el cielo aún estaba brumoso. Sin embargo, se podía distinguir el borde del acantilado y más allá el horizonte iluminado por los moribundos rayos del sol. Era un paisaje magnífico.

—Antes de irnos, déjeme que le muestre una buena foto —dijo O’Dowd señalando hacia el borde del acantilado—. Hay unos arrecifes ahí delante. Los llaman «boca de perro». A estas horas son una verdadera preciosidad.

Nolan estaba un poco cansado y deseaba regresar al albergue, pero pensó que debería aceptar por buena educación. Además, siempre había hueco para una foto más.

—¿Dónde dice que están?

—Venga conmigo —le dijo O’Dowd—, se los enseñaré. Tiene que ponerse bien en el borde para verlos. Yo le sujetaré.

Mientras caminaba hacia allí, ignorante de haber entrado en el último minuto de su vida, Simon Nolan se deleitó con un paisaje espectacular y preparó su cámara.