Ronda nocturna
Antonio era el último de la lista. Lo escogí al azar, como a los demás. Fui a por él un sábado a la noche.
La ciudad chhorreaba bajo una manta de lluvia. Un amigo me había hablado de la zona portuaria. Me recomendó perderme por allí con el coche; seguro que encontraría algo.
Conduje durante una hora por allí. Era un lugar angustioso. De otro mundo. No había nadie, ni una persona. Solo grúas, pabellones, raíles y algún que otro camión que me pasó rozando como un fantasma envuelto en llamas. Estando allí uno sentía miedo de perderse para siempre en aquel laberinto.
Entonces vi aquella pequeña garita encendida, como un faro apareciendo en el centro de aquella galerna. Me dirigí hacia ella. Aparqué a un lado, llamé a la puerta. Los cristales estaban empañados. Dentro sonaba una radio.
Antonio tendría unos cuarenta años y era algo delgado, demasiado delgado quizás para ser un guarda de seguridad. Según le vi me pregunté: ¿A quién podría enfrentarse con aquellos estrechos hombros? ¿A quién asustaría con aquella mirada dulce y melancólica?
Le dije que quería entrevistarle y me atendió amablemente.
—¿Un reportaje sobre mí? ¿Qué puedo tener yo de interés para el mundo? —preguntó.
Le hablé del artículo. Se titulaba Seres nocturnos: Vivir contra el reloj. Me dijo que le gustaba el título (a mí también). Le expliqué que llevaba meses haciéndolo. Buscando a las personas que vivían de noche. Que salen de sus casas cuando los demás vuelven. Que se encuentran un mundo de puertas cerradas, ventanas encendidas y calles vacías. Tenía material para llenar dos libros, pero la revista solo me pagaba por cinco mil palabras. Tal vez cogiera el resto y escribiera una triste novela sobre las horas muertas. Sobre la letanía del reloj nocturno.
—Yo sé mucho de eso —dijo enseguida—. Puedo hablarle toda la noche si quiere.
Me hizo pasar, me ofreció una silla y algo de caldo. También tenía whisky por si refrescaba mucho. Una botella a medio vaciar. Yo ni siquiera me había sentado y ya tenía frío. Acepté un trago.
A través de la ventana el mundo aparecía desdibujado por la lluvia. Gigantes de cemento recortándose en la oscuridad. Largas líneas de farolas. Me recordó a las películas que hablan de remotos planetas, oscuros, solitarios.
Charlamos un poco antes de empezar.
Antonio, de 41 años, trabaja de noche. Es vigilante en un complejo de la zona portuaria; una vasta extensión de hangares, galerías, depósitos, que debe recorrer tres veces por noche, armado tan solo de una pequeña linterna y una porra.
¿Trabajaba todas las noches de la semana?
—Todas —respondió—. Antes, cuando mis padres vivían, cogía algunos turnos durante el día. Pero ahora han muerto. No tengo hermanos, ni mujer, ni hijos. Así que no tengo otra cosa mejor que hacer. Y la noche me gusta. No me pregunte por qué.
Antonio pasa sus horas escuchando la radio y leyendo. Lee revistas de historia y arqueología. Confiesa que, de haber podido ir a la universidad, hubiera ido a la facultad de historia del arte. Tiene una revista doblada sobre la mesa en la que leo un título sobre Alejandría. Además, me revela que es un asiduo colaborador de varios programas de radio.
—Escucho a mucha gente contando sus problemas —me dijo al hilo de un programa que sonaba en la radio—. Hay gente tan desgraciada en el mundo que uno debe dar las gracias por todo lo que tiene. A veces siento que puedo dar un consejo, ayudar a una de esas voces anónimas. Entonces cojo el teléfono y llamo. En muchas emisoras ya me conocen. Me dan paso. Digo lo que pienso. A veces me gustaría abrazar a toda esa gente. Creo que un abrazo es todo lo que las personas necesitan muchas veces. ¿Sabe que muchos condenados a la guillotina solían pedir un último abrazo a sus verdugos?
Es un gran conversador. Consigue que uno se sienta como en casa a su lado. Es del tipo de personas que crees haber conocido toda la vida, aunque solo lleves diez minutos con él. Me habla acerca de sus sueños. De joven soñó con ser pintor. Un día se despertó de este sueño y se encontró en una vida que no le gustaba demasiado. Sus padres eran mayores y no pudo separarse de ellos. Encontró aquel trabajo y lentamente se hizo a él como un pie a un zapato viejo. Llevaba quince años viendo el mundo desde la ventana de esa garita.
Le pregunté acerca de su trabajo allí. ¿Era peligroso? ¿No le daba miedo salir a caminar por aquella oscuridad?
—A muchos vigilantes jóvenes les puede el miedo. Es un problema de imaginación. Ven y escuchan cosas… Voces que les hablan en la cabeza… Dejan que el terror les invada y campe a sus anchas. Yo creo que el verdadero peligro aquí está dentro de uno mismo. Se llama tristeza.
—¿Tristeza? —le pregunté.
—La tristeza es lo único que te puede matar aquí, en esta soledad. Puedes resistir cualquier cosa si tu cerebro tiene ganas de vivir. Pero en cuanto pierdes el rumbo… En cuanto comienzas a preguntarte cosas… Entonces estás perdido.
—¿Y usted, Antonio, logra zafarse de esa tristeza con facilidad?
—Hago lo que puedo —dijo llevándose el trago a los labios—. Pero nada es fácil en este mundo.
Antonio me sirvió más whisky y bebió él también, en silencio, con la mirada perdida, brillante. Yo me encendí un cigarro y fumé escuchando las gotas de agua repiquetear sobre el tejadillo de latón.
—Y usted… ¿Qué opina de la noche?
—¿Yo?
—Sí —dijo—, me ha dicho que lleva meses vagando con sus entrevistas de aquí para allá, siempre cuando la ciudad se echa a dormir. Entonces usted también es un… ¿Cómo nos llama?, ¿un «animal nocturno»?
—No lo había pensado. Pero sí… Puede que yo también lo sea. Quizá debería entrevistarme a mí mismo.
—¿Y qué diría? —pregunto él—. ¿Qué se diría a usted mismo?
—¿Sobre qué?
—Sobre su vida, los sueños de juventud. ¿Por qué ha terminado haciendo esto?
—Bueno… ¿Por qué he terminado haciendo esto? Me lo pregunto muchas veces. Supongo que iba camino de un sueño y olvidé la dirección. Le pasa a la mayoría de los idiotas.
—¿Cuál era ese sueño? ¿Quiere decírmelo?
—Por qué no: quería ser escritor.
—¿Y? ¿Qué ocurrió?
—Me derrumbé. Perdí la fuerza. La fe… Las dos cosas. Además, nunca encontré una buena historia que escribir. A veces ocurre. Una maldición china dice: «Te deseo que vivas cosas interesantes»… A mí nunca me pasó.
—¿Quiere que le cuente una buena historia?
—¿Cómo dice?
Ya estaba un poco borracho. También cansado.
—En este sitio pasan cosas —continuó diciendo—. Cosas que no tienen explicación. Ocurren por la noche, cuando no hay nadie para verlas.
—¿A qué se refiere? —pregunté yo, sirviéndome whisky en el vaso—. ¿Fantasmas?
Había dejado de llover, pero el viento seguía su furiosa racha. El espectáculo era digno de verse. Bajo la luz amarillenta de la farola se formaban remolinos de polvo y basura. Extrañas y fugaces formas de vida que, después de danzar alocadamente, se deshacían en el aire.
—¿Cree en los fantasmas? —preguntó Antonio.
—No lo sé —respondí—. En principio diría que no.
—¿En principio?
—Ya sabe… No hay pruebas de que existan. Pero hay tantas cosas que no se saben. El tamaño del universo. Cosas así. Uno no puede cerrarse en banda a ninguna posibilidad. En el fondo nadie tiene ni idea de por qué estamos aquí. ¿Por qué me lo pregunta?
—¿Ve esa farola? —preguntó señalando a través de la ventana—. Hace años un guarda se ahorcó en ella.
—¿En serio?
—Es una vieja leyenda de este lugar. En realidad, todos los lugares tienen una cuando eres guarda. Hace muchos años trabajaba en el museo y también teníamos un fantasma. Aunque aquel era solo ruido de viejas escaleras y de tuberías… Pero este… Es diferente.
—¿Diferente?
—Sí. Yo creo haberlo visto.
No pude evitar que una sonrisa se me dibujase en los labios. Pero solo a medias, porque Antonio no parecía bromear. Noté que se me erizaba el vello de la espalda. Le pedí que continuara.
—Ocurrió cuando todavía estaban levantando este sitio —comenzó a decir él—. El constructor tenía muchas deudas y las obras quedaron paradas. Así que contrataron vigilancia privada para guardar la obra durante el invierno. Lo normal. Era un puesto bastante malo. En una obra, alejado de todo. Nadie lo coge por gusto. Así que pusieron al más novato. Uno que acababa de estrenar el uniforme. Dicen que tenía problemas. Depresiones. Y este trabajo no le ayudaba mucho. Ya se lo dije antes; aquí la cabeza es el problema. Una mañana, el relevo lo encontró colgado de su propio cinturón. El chico había escrito una nota. Su madre había muerto. Se había quedado solo en el mundo y ya no tenía ganas de vivir. Una desgracia.
—Realmente. ¿Pero es verdad que lo ha visto?
Antonio no respondió. Cogió su revista de historia, en cuya portada aparecía el título «ALEJANDRIA» impreso en letras doradas.
—Todos los hombres y mujeres que han pasado por la tierra se han preguntado lo mismo, al menos una vez en sus vidas: ¿Qué hay después de la muerte? Y a usted… ¿Le gustaría saberlo?
De pronto sentí que aquella no era una pregunta trivial. Sentí que algo ocurriría dependiendo de mi respuesta. Me lo pensé un par de veces antes de abrir la boca. Dije la verdad.
—Sí… Creo que me gustaría.
—¿Por qué?
—No lo sé. Quizá organizase mi vida de otra manera. Si supiera que voy a pasarme la eternidad sentado en una nube… O encerrado en una jaula y rodeado de llamas… Viviría de otra forma.
—¿Escribiría? ¿Volvería a intentarlo?
—Puede… Pero eso no responde a mi pregunta… ¿Dice usted que vio a ese fantasma?
En ese momento dieron las doce de la noche en la radio. Oímos los pitidos y la sintonía del noticiario. «Radio Nacional de España. Son las doce de la noche. Hora de las noticias».
—Hora de la ronda —dijo Antonio—. Usted puede quedarse aquí si quiere.
Afuera llovía otra vez. Un viento helado empujaba las gotas de agua contra el cristal de la garita. Normalmente no me importaba —de hecho me gustaba— acompañar a mis «seres» durante su trabajo. Ver lo que veían, oír lo que oían. Era buen material para el artículo. Pero en aquella ocasión, algo me tenía atado a la silla.
—Vamos —bromeó Antonio sonriendo—. Le prometo que si vemos algún fantasma yo me encargo de él.
De acuerdo, le dije. Aquel hombre me había resultado tétrico, espeluznante por un momento. Con sus extrañas preguntas y reflexiones sobre la muerte. Pero tenía una dulzura en sus ojos. Algo que, por alguna razón, lograba calmarme respecto a lo demás.
Antonio se vistió su impermeable azul marino y me dio otro que tenía de recambio para que no estropease mi «elegante chaqueta». Tomó la linterna y se cargó la porra a un lado. También cogió una extraña máquina redonda envuelta en una funda de cuero, que resultó ser un «reloj de marcaje».
La lluvia nos espabiló un poco la borrachera. Caminamos a lo largo de uno de los lados del edificio, donde sobresalían los diques de carga para camiones, las persianas cerradas.
Al final de la calle, Antonio se paró junto a una pared de la cual colgaba una cadena, en cuyo extremo había una vieja y roñosa llave. Antonio la tomó y la introdujo en su reloj. Sonó un clic metálico.
—Ya solo quedan trece —dijo sonriendo.
Dejamos atrás la calleja y entramos por una pequeña portezuela en uno de los hangares. La linterna de Antonio rasgó la vasta oscuridad de aquel sitio. Las gotas de agua golpeaban el tejado, a ocho o diez metros de altura. Por lo demás, el sitio permanecía sumido en el silencio.
Comencé a caminar más cerca de él. El hombre tenía razón en decir que la cabeza era el problema en aquel lugar. Mis ojos no paraban de mirar a los lados, allí donde la linterna iluminaba solo de refilón. Sentía que en cualquier momento algo aparecería tras una de aquellas esquinas.
Marcamos otra llave. Salimos del hangar por una gran puerta y descendimos una cuesta en espiral para vehículos. Entramos en una galería subterránea. Antonio me dijo que era un gran área de depósitos. Ahora la oscuridad era total. La lluvia era solo un eco. Se oían goteras. Y nuestros pasos. Nada más.
Antonio caminaba sin prisa, apuntando con la linterna al suelo. Habríamos andado un par de minutos cuando se paró sin motivo aparente.
—¿Qué ocurre? —susurré.
Antonio no respondió. Entonces apagó la linterna. Nos quedamos completamente a oscuras.
—Antonio ¿qué hace? —pregunté tratando de contener el pánico que comenzaba a subirme desde el estómago.
—Escuche —le oí decir—, ha sido un auténtico placer. Pero ¿recuerda lo que le prometí? Si aparecía algún fantasma, yo me haría cargo de él.
—Sí… Pero.
—Silencio. No hable. Le tomarán por loco.
—¿Por loco?
—Y no se olvide de escribir. A los fantasmas les gustan los escritores. En realidad, son ellos los que les cuentan las historias, al oído, cuando duermen.
—¿Qué dice?
Una linterna volvió a encenderse, pero ahora estaba lejos. Oí pasos corriendo hacia mí. La linterna comenzó a apuntarme. Miré a los lados. Antonio ya no estaba allí.
—¡Deténgase! —gritó una voz.
—¿Yo?
—¡Quieto!
La linterna llegó donde mí al cabo de unos segundos. Al otro lado había un guarda, otro guarda. Un chico joven, pelirrojo, bien formado.
—¿Qué hace aquí?
—Estoy con Antonio, su compañero. Pero ahora no sé dónde se ha metido.
—¿Antonio? ¿De qué habla? No conozco a ningún Antonio. Vamos —dijo aquel chico joven y agresivo—, acompáñeme y no haga tonterías.
Volvimos a la garita. Yo en silencio. Trataba de encontrar una solución al misterio. Una solución razonable.
La garita era la misma. La radio seguía sonando, el calefactor calentando. Traté de explicárselo todo al guardia: el impermeable, el whisky (sobre todo lo del whisky, que pareció enfurecerle). Le dije que hacía entrevistas a personas que trabajaban de noche. No pareció importarle en absoluto. Le dije que Antonio me había recibido. Que habíamos charlado durante unos cuarenta minutos…
—Le vuelvo a decir que aquí no hay nadie excepto usted y yo. Llevo una hora haciendo la ronda.
El chico quería llamar a la policía. Yo le dije que llamase a mi editor. Le despertamos. Hubo una conversación. El chico llamó a su jefe. Hubo otra conversación. Al final me dejaría marchar.
—¿Y la revista? —pregunté—. ¿Es suya?
—Las regalan con el periódico.
—Oiga… ¿Ha oído hablar del hombre que se ahorcó aquí?
—¿De qué habla? Mire, será mejor que se marche. Y no volveré a decírselo.
Anoche volví por allí otra vez. Había otro guarda, tampoco me dejó pasar. Y esta vez tuve que apretar el paso; al parecer alguien había dejado aviso de que «un tipo andaba curioseando».
He vuelto a casa, conduciendo bajo la lluvia, pensativo. Tengo el corazón en un puño, dudando entre reír o llorar. O las dos cosas al mismo tiempo.
Me he sentado aquí, frente a mi viejo cuaderno de escritor y he soltado todo esto sin pararme ni una vez. Era como si una voz me dictara las frases.
En realidad, no me faltan historias. La vida está llena de ellas, si uno tiene ganas de contarlas. Y si los vivos no las quieren oír pues… Siempre se puede contar con los muertos. Un amigo me dijo que adoran a los escritores.