La razón de Dios
Dios eligió un sábado de octubre para aparecérsele a Leo. Lo hizo en forma de una nube blanca y radiante, casi cegadora, en una pequeña callejuela del norte de la ciudad.
Aquella noche llovía a raudales y Leo, de 65 años, regresaba a su casa después de haber pasado el día en un local del Ejército de Salvación, a dos manzanas de allí, donde prestaba servicios como voluntario, cocinando y atendiendo a los mendigos que iban en busca de una sopa caliente.
Hacía frío y el aguacero era intenso. Leo iba apretando el paso por una avenida atestada de gente. Al pasar junto a la solitaria callejuela se detuvo unos instantes. Conocía aquella callejuela, sabía que era un atajo que le ahorraría quince minutos bajo la lluvia, pero nunca solía tomarla por la noche. Un anciano débil como él debía evitar los lugares solitarios, donde uno podía ser desvalijado, incluso asesinado, si la suerte decidía volverle la espalda.
Pero era una noche tan mala… Tenía frío y le dolían las rodillas. Miró durante unos segundos. La callejuela estaba desierta, chorreaba agua… ¿Quién podría estar esperando allí en una noche como esa?
Entró y caminó evitando los grandes charcos del suelo. El agua caía como una cascada por los esqueletos de metal de las escaleras, las tuberías escupían litros en el suelo, la lluvia tamborileaba sobre los cubos de basura. No había ni una ventana encendida, tan solo el reflejo anaranjado de un cartel luminoso en la siguiente avenida.
Llegando casi a la mitad de la calle, Leo vio su sombra crecer en el suelo. Se dio cuenta de que una gran luz se había encendido en alguna parte. Miró hacia atrás, temiendo que algún coche hubiese invadido la callecita y pudiera estar a punto de atropellarlo. Pero al girarse vio que la luz no procedía de sus espaldas, si no de «arriba». Y al alzar la vista lo vio. Una nube preñada de luz celestial.
Trató de retroceder, de escapar en alguna dirección, pero la nube lo abarcaba todo. Sintió que se le doblaban las rodillas y terminó clavándolas en el suelo. Alzó una mano hacia esa nube, tratando de frenar aquella luz que le hería en los ojos.
Y entonces escuchó una voz.
Un tronar de mil gargantas.
Y la voz le dijo que tenía una misión para él.
Horas más tarde Leo encontró el camino a su casa. La lluvia había dado paso a un viento frío y la calle estaba encharcada, pero Leo apenas trataba de sortear los charcos. Los pisaba sin darse cuenta, empapándose los zapatos y los calcetines. Unos chicos que fumaban junto a una hoguera le insultaron entre risas, pero Leo no les oía.
Había caminado mucho rato cegado y perdido por las calles. Había pedido ayuda, pero las siluetas de la ciudad lo habían esquivado como a un loco. Finalmente, casi de milagro, había encontrado el camino a casa.
Llegó a su portal, un bloque de apartamentos sociales junto a las vías del tren. Subió las escaleras muy despacio, sin prestar atención a los orines, las pintadas y los restos de basura que se esparcían por aquí y por allá. Un portón metálico protegía la puerta de madera original de las pintadas y las barbaridades de los chicos del barrio. Una vez en su casa, se dirigió a su salón y se derrumbó en el sofá.
Un torrente de lágrimas le surcaba el rostro.
Estuvo allí un rato, tiritando de frío, y mascullando palabras sin sentido. Le dolía todo el cuerpo. Los ojos, las manos, los pies. Notaba una fuerte quemazón en el rostro, como si hubiese pasado el día bajo un fuerte sol. Pero todo esto no era nada comparado con el dolor que sentía dentro de él. Era un dolor difícil de explicar. Como un peso que ahora colgase de su garganta y aplastase su corazón con la fuerza de un yunque. Estaba deshecho, medio muerto, y ni siquiera todo este malestar lograba apartarle de la cabeza el mensaje que Dios le había dado. Un mensaje terrible, pero claro y conciso. Dios le había asignado una misión y esperaba que la cumpliese pronto, aunque Leo era incapaz de imaginarse haciéndolo.
Al cabo de un rato, se levantó y caminó a tientas por su pequeño salón, en dirección al baño. Su apartamento era pequeño y humilde. Tropezó con un pequeño radiador y lo derribó. Finalmente llegó al baño. Se quitó las ropas y abrió el grifo del agua caliente. Mientras esperaba a que la bañera estuviera suficientemente llena se miró en el espejo. Su cuerpo, flaco y huesudo, temblaba de frío. Estremecido, se abrazó. Era un hombre de 65 años, ya nada crecía en su organismo, más bien se moría lentamente. ¿Por qué elegiría Dios a un hombre cómo él?
El agua caliente lo relajó. Sintió cómo menguaba el dolor de su pecho y comenzó a respirar otra vez con normalidad. También fue recuperando la vista. Las formas borrosas se fueron convirtiendo en cosas cotidianas. Los azulejos blancos de la pared, su esponja, su bote de champú… Leo volvía a sentirse rodeado de la normalidad. Y por un momento pensó que lo ocurrido en la callejuela debía ser un mal sueño. Una alucinación.
Había una forma sencilla de comprobarlo: Dios le había dado detalles. Detalles inequívocos que él aún recordaba perfectamente. Bastaba con comprobar que fueran falsos, una invención, y todo quedaría explicado como una fantasía producida por su viejo cerebro.
Salió del agua, se secó y se vistió un albornoz. Después se apresuró a la cocina. Debajo de la mesa, entre un montón de revistas y periódicos viejos, encontró el grueso tomo del listín telefónico. Con pulso tembloroso se colocó las gafas de leer sobre la nariz. Después lo abrió por la letra V y comenzó a pasar las páginas, rápido hasta llegar a la «VU» entonces… Comenzó a ir más despacio, deslizando su dedo sobre el papel y pasando los apellidos uno a uno. Finalmente llegó hasta un grupo de tres apellidos iguales: «Vudbonik».
El primero pertenecía a alguien que vivía al sur de la ciudad, en un barrio residencial. Lo descartó. El siguiente era un taller de reparación de bicicletas en el centro. Tampoco podía ser este. Entonces su dedo índice se frenó sobre el tercero. Era exactamente la dirección que Dios le había mencionado.
—Entonces es cierto —dijo—. ¡Me ha hablado!
Una mezcla de sensaciones le recorrió el estómago. Eran todas sensaciones superiores a él, y lo único que podía hacer era reír o llorar ante ellas. Por un lado estaba la euforia, la grandeza de haber sido elegido por el Altísimo. Pero esa alegría pronto venía a ensombrecerse cuando Leo recordaba la misión que Dios le había encargado. Era algo terrible, pensó, algo que difícilmente hubiera creído propio de la voluntad de Dios.
—¿Por qué, Señor? —gritó elevando las manos hacia el techo—. ¿Por qué razón deseas que haga una cosa así?
Pero la habitación solo le devolvió silencio.
Esa noche apenas pudo dormir. Cuando lograba conciliar el sueño una pesadilla le asaltaba: en una de ellas se veía como un ángel, pero su cuerpo y sus alas estaban manchadas de sangre.
Otras veces le despertaban serpientes iluminadas, los trenes nocturnos, volando sobre las vías frente a su ventana.
Al día siguiente, domingo, acudió bien temprano al local del Ejército de Salvación. Había un cura joven, el Padre Jones, que ofrecía un servicio matinal en una capilla improvisada en el sótano. Leo, que jamás se perdía una misa, le conocía y confiaba en él. Aquella mañana, nada más terminar la ceremonia, se le acercó tímidamente y le pidió cinco minutos para charlar.
—¿Que si Dios puede equivocarse? —preguntó el padre Jones sorprendido—. ¡Quizá es que no sabemos entenderle! ¿Puedes decirme en qué crees que se equivoca, Leonard?
Leo sintió un gran alivio al oír aquellas palabras del Padre Jones. Le hubiera gustado contarle lo sucedido en esos dos días. Sin embargo, y aunque Jones fuese un cura, no podía permitirse romper el secreto jurado ante el Altísimo. Así que optó por dar un pequeño rodeo a la verdad.
—Imagínese que Dios le encargara una misión —dijo moviendo las manos en el aire—, algo que usted fuese incapaz de comprender. Algo que usted nunca hubiera pensado que Dios llegara a pedirle.
El Padre Jones le rogó que fuera un poco más explícito.
—Digamos que le mandara cometer un crimen —terminó diciendo Leo con la garganta llena de nervios—. ¿Debería de hacerse, aunque fuera en contra de los mandamientos?
El Padre Jones pareció tomarse muy en serio la pregunta de Leo. Lo observó en silencio durante un largo minuto antes de responder.
—Las razones de Dios son muchas veces insondables, Leonard. Aun así, diría que Dios siempre tiene una buena razón para todo, aunque a nosotros nos parezca imposible de entender.
Leo se quedó pensando en esas palabras. Al cabo de unos segundos contraatacó con otra pregunta.
—¿Entonces siempre ha de cumplirse la voluntad de Dios?
Jones pareció un poco abrumado con aquella pregunta.
—Sí. Siempre —terminó respondiendo—. Pero debemos estar muy seguros de entender su voluntad. Sería un pecado muy grande malinterpretarla, confundirla con nuestros propios deseos.
Esas últimas palabras de Jones sonaron como una advertencia, pero Leo las escuchó impasible. En su caso no tenía la menor duda que «esa» era la voluntad de Dios. Y esta no tenía nada que ver con sus deseos, ni con los de nadie más. Era Dios el que le había hablado directamente.
—De todas formas —añadió Jones—, hay muchas formas de cumplir con la voluntad de Dios. Y para serte sincero, Leonard, es bastante raro que Dios nos pida cometer un crimen para satisfacerle.
—¡Pero se lo pidió a Abraham! ¿No es cierto? Le pidió que sacrificara a su propio hijo.
—Sí —concedió Jones—, es cierto. Pero recordarás que finalmente le impidió hacerlo. En aquel caso su razón fue una prueba de fe.
—Una prueba de fe —repitió Leo con la mirada perdida—. ¿Se refiere a algo como lo que le hizo al Santo Job?
Jones le puso la mano en el hombro y se acercó a él.
—Pero vamos a ver, Leonard, ¿a qué vienen estas preguntas? ¿Hay algo que quieras contarme? Puedo darte confesión si lo deseas.
—No, no, solo es curiosidad —dijo Leo poniéndose en pie. Sentía que la barbilla había comenzado a temblarle y los ojos se le humedecían—. Ahora debo de irme. Le… Le agradezco mucho su tiempo.
El Padre Jones se levantó y le tomó de un brazo, reteniéndolo unos instantes.
—Eres un fiel devoto y un hombre bueno, Leonard. Sea lo que sea lo que te preocupa, habla con Dios. Él siempre estará escuchando.
Al día siguiente, bien temprano, salió de casa y se dirigió al metro. Había un buen mapa de la ciudad en la entrada de la estación. Pasó quince minutos estudiándolo, con la hoja que había arrancado del listín telefónico en una mano. Finalmente encontró el lugar que buscaba. Compró un billete y se montó en un tren.
Mientras viajaba, rodeado de gente anónima, sin expresión, se sintió diferente, superior en cierto modo. Dios le había hablado. Había bajado de los cielos para charlar con él personalmente. ¿Cuántas de aquellas personas habrían soñado con semejante cosa? Le entraron ganas de decírselo, de gritarlo a los cuatro vientos. El mundo necesitaba saber que Dios existía, que no era una invención del hombre como muchos decían. Las iglesias estaban vacías, la humanidad había perdido la fe. ¡Él podría explicarles que todo era cierto! Pero, desafortunadamente, Dios había sido explícito en este sentido: no debía hablar con nadie, a nadie debía explicar el propósito de su misión, ni siquiera en sagrada confesión. Como un mártir, debería llevar su carga en silencio, igual que hicieron Jesús y sus apóstoles, y todos los santos que les siguieron después. Quizá todos ellos tuvieron un encuentro similar con el Altísimo. Se preguntó si él también sería santificado algún día. ¿Había ya un San Leonardo? Rápidamente se reprochó semejante ambición, y recordó que Dios, seguramente, le estaría observando desde las alturas.
Al cabo de cuarenta minutos llegó a su destino: otro barrio pobre y sucio, no muy diferente del suyo, quizá peor. Caminó por una calle llena de basura, donde un grupo de niños se dedicaba a patear botellas y tratar de apedrear a un gato. Aceleró el paso por miedo a que quisieran lanzarle una piedra a él también.
No fue nada fácil encontrar la casa. Las calles en aquella parte de la ciudad no tenían demasiadas indicaciones, y las pocas que había estaban quemadas o rotas. Al final, con la ayuda de un tendero y de un hombre que paseaba a su perro terminó encontrándola.
Era un lugar agreste y desagradable. Un prado sucio y maltratado rodeaba aquellos cinco bloques de casas, apartados como por arte de algún castigo divino. A lo lejos se vislumbraban las chimeneas de algún tipo de fábrica.
Otro grupo de niños jugaba frente al edificio, en una pequeña plazoleta enrejada, y parecían estar muy excitados. Leo enseguida descubrió la causa: habían logrado acorralar a una rata entre unos maderos y trataban de matarla a pedradas. Una niña pequeña y flaca les decía que la dejasen en paz. Finalmente, la rata salió como un proyectil corriendo entre sus piernas haciéndoles saltar como un juego de bolos y desapareció en un descampado cercano. Los niños salieron tras ella.
Leo continuó su camino sintiendo un escalofrío por el recuerdo de esa rata.
El portal estaba rodeado de cubos de basura malolientes, sobre los que revoloteaba una pequeña nube de moscas. Leo se preguntó cómo era posible que nadie pudiera vivir allí. Incluso su humilde barrio parecía un lugar limpio y organizado comparado con aquel lugar.
Se fijó en el buzón y encontró el nombre de «VUDBONIK» en la planta 5, puerta F. No había ascensor así que tomó las escaleras y comenzó a subirlas lentamente.
El cuerpo del viejo Leo no estaba para muchos excesos. Sus piernas estaban débiles y reumáticas, y cuando hacía un pequeño esfuerzo comenzaba a producir flemas en su garganta. Nunca había sido un gran deportista y ahora, en su vejez, sus músculos estaban más débiles que nunca.
Llegó a la quinta planta exhausto, con un hilillo de asma en su respiración, pero estaba seguro de que Dios no le permitiría morir sin terminar el trabajo que le había encomendado.
La puerta F era un trozo de madera azul, con muescas y ralladuras por todas partes. Leo escuchó el ruido de un televisor funcionando en el interior del apartamento. Comenzó a respirar aceleradamente. «¿Será ella?» se preguntó. «¿Estará sola?». Se llevó una mano al interior de la gabardina y palpó el mango de un cuchillo que escondía sujeto en el cinturón. No había venido con ese propósito —no aún— pero si la ocasión se presentaba lo mejor sería cumplir con su misión de inmediato.
Preparó en una mano su carné de voluntario del Ejército de Salvación. Después llamó a la puerta.
Se oyó el llanto de un niño, seguido de otras voces discutiendo. Finalmente se abrió la puerta y apareció una chica cargando un bebé en su brazo, que berreaba a pleno pulmón.
Era una muchacha muy joven, no tendría más de diecinueve años pensó Leo. A pesar de estar despeinada y de vestir unas ropas que no le favorecían en absoluto, era una muchacha bonita, con dos ojos almendrados y un rostro agradable, de mejillas rosadas, terminado en una fina barbilla. Pero tenía aspecto de drogadicta, o de alcohólica. Leo veía alcohólicos todos los días y sabía distinguir el aire adormilado y entristecido de estos.
—¿Qué quiere? —preguntó con aire molesto.
—¿Es usted Yersenia Vudbonik? —preguntó Leo.
—¿Quién es usted? —contestó la muchacha.
—¡Cierra la maldita puerta! —gritó un hombre desde la casa—. ¿Me estás oyendo, Martha?
Así que no era ella, pensó Leo.
El bebé no dejaba de llorar y la chica se impacientó. Salió al rellano de la escalera y entornó la puerta tras de sí.
—¿Por qué busca a Yersy? ¿Ha hecho algo malo?
Leo se dio cuenta de que se había equivocado. No supo muy bien cómo reaccionar.
—No… No… —dijo tartamudeando—. Solo quería hablar con ella, sobre, bueno… Cosas… Mire, este es el carné del Ejército de Salvación. Soy voluntario allí.
La chica ni siquiera miró el carné. Tenía los ojos fijos en Leo, abiertos de par en par, con un gesto de ira.
—¿Quiere llevarse a la niña? ¿A eso ha venido? Los hijoputas de la acción social ya no tienen huevos de venir, ¡ahora tienen que enviar a un viejo! ¡Les he dicho mil veces que no la mandaré a su internado de mierda!
—No… Se equivoca —contestó Leo retrocediendo un poco—. No vengo de la ayuda social.
—Entonces, ¿de quién?
—Yo, ya se lo he dicho… Vengo del Ejército de Salvación… Pero ¿dice usted que Yersenia es una niña?
La chica se giró hacia la puerta y la abrió. La voz de un hombre tronó desde el interior, pero la chica gritó más alto.
—¡Vasily! ¡Sal!
Por encima del hombro de la muchacha, Leo vio a un hombre de aspecto eslavo sentado en un sofá, vestido con una camiseta sin mangas y un pantalón de camuflaje. Tenía los brazos fuertes, decorados con tatuajes, y sujetaba un botellín de cerveza en una mano.
—Debe ser una equivocación —se apresuró a decir Leo—. Yo no sabía que Yersenia era una niña. Es una equivocación. Seguro.
Comenzó a retroceder torpemente en dirección a las escaleras alzando sus manos en son de paz. Se había alejado unos metros cuando aquel hombre se asomó por la puerta. La chica le dijo algo al oído. Después se rieron.
—Le arrancaré la cabeza si le vuelvo a ver, viejo de mierda —le gritó el tipo desde el umbral.
Leo salió corriendo escaleras abajo.
«Una niña. Una niña…». Pensaba «¡Debe ser un error! ¡No puede ser otra cosa!».
Llegó a la calle mareado, exhausto, y se apoyó en una farola para tomar aire durante unos segundos. Después rebuscó en el bolsillo de su gabardina hasta dar de nuevo con la hoja arrancada del listín telefónico. La leyó con cuidado. No había duda. Era la misma dirección que… Y el nombre: YERSENIA. Era tan peculiar que no podía haber error. Además, lo recordaba como si se lo hubieran grabado a fuego en las retinas. No había duda de que era ella.
Entonces vio otra vez a esa banda de niños acercándose. Aparecieron por el borde de una gran tubería de cemento, chapoteando sobre un hilo de agua negruzca que Leo calculó que debía proceder de la fábrica. Pasaron corriendo a su lado y uno de ellos gritó.
—¡Todos a por Yersy! ¡Yersy se la queda!
El grupo de niños giró entonces como una bandada de pájaros y corrió tras su nueva víctima: la niña delgada y flacucha que quiso salvar a la rata.
Leo la observó correr entre los contenedores, subirse a las verjas de la plaza, saltar los bancos, mientras los demás niños la perseguían entre risas. Era una chica delgadita, con un largo cabello castaño (como el de su madre) y un rostro dulce e inocente, manchado de tierra o carbón.
Mientras trataba de esquivar a sus perseguidores, la niña se dirigió corriendo hacia el portal y se chocó con las piernas de Leo.
—¡Déjeme pasar! —le gritó la niña—. ¡Me cogerán!
Leo vio que los niños abandonaban el juego ante su presencia y se quedaban mirándole con curiosidad, a cierta distancia.
—¿Te llamas Yersenia? —le preguntó—. ¿Yersenia Vudbonik?
La niña sonrió de oreja a oreja, mostrando el agujero de una paleta en su boca repleta de dientes blancos.
—Sí —respondió—. ¿Cómo lo sabe?
Leo se quedó mirando su preciosa carita sin saber qué hacer, o qué decir. En el interior de su pecho sintió que su corazón se desintegraba y se caía a piezas.
—Yo… —dijo extendiendo la mano—. Me llamó Leo.
Entonces uno de los niños gritó señalando hacia la tubería.
—¡Otra rata! ¡Vamos a matarla!
—¡Esperad! —gritó Yersenia dándose la vuelta y echando a correr—. ¡Son mis amigas! ¡Dejadlas en paz!
Leo vio cómo se alejaba y sintió un horrible dolor en su corazón. Después se apresuró a marcharse de allí. Por nada del mundo hubiera sido capaz de ponerle un dedo encima a esa niña.
Pasó el resto del día y la noche rezando, leyendo la Biblia y llorando. Incluso los vecinos más ruidosos golpearon las paredes para hacerle callar, pero Leo no se rindió antes de la madrugada.
El martes y el miércoles Leo intentó mantener la cabeza ocupada. Hizo horas extras en el local del Ejército de Salvación, sirviendo pan y sopa a los pobres, limpiando habitaciones y letrinas, atendiendo al teléfono, pero a cada minuto le asaltaba aquella terrible carga.
En un momento del día bajó al sótano a barrer la capilla y estando allí recordó las palabras del Padre Jones. «Sea lo que sea lo que te preocupa, habla con Dios». Decidió que eso era exactamente lo que debía hacer.
Al anochecer del miércoles volvió a dirigirse a la callejuela donde comenzó todo.
El cielo amenazaba tormenta y soplaba un viento del sur, cálido y silbante, que elevaba espirales de polvo y papeles en el aire. Leo caminó despacio, mirando a un lado, a otro… Hasta que se detuvo aproximadamente en el centro del callejón. Miró hacia el cielo y vio el resplandor de la luna aparecer intermitente entre las nubes.
—¡Señor! —dijo a lo alto—. ¡He vuelto porque necesito hablar contigo!
La seca reverberación de su voz en los ladrillos fue cuanto escuchó por respuesta.
—¡Señor! ¿Estás ahí? —volvió a repetir—. ¡Necesito aclarar una cosa! ¡Es importante!
Leo se quedó a la expectativa, mirando hacia lo alto. Le pareció ver una luz, pero enseguida se percató de que tan solo se trataba de una estrella quieta en el firmamento.
—El nombre que me diste… Es el de una niña, Señor… —dijo después—. He revisado tres veces el listín telefónico. He comprobado todas las posibilidades ¡Debes venir a confirmarlo! ¡Debo estar seguro! Sería terrible… —dijo bajando la cabeza— terrible si yo le enviase a esa niña por error…
En las entrañas del cielo retumbó un trueno. Leo alzó la vista rápidamente, con la esperanza de ver algo, pero nada aparte de las nubes se movió ante sus ojos. El viento cada vez soplaba con más fuerza y algunas gruesas gotas de agua comenzaron a bombardear el polvoriento asfalto de la ciudad. Algunas de ellas impactaron en el rostro de Leo.
—¿Por qué no quieres hablar conmigo? —preguntó con amargura—. ¡Lo que te pido es importante!
Un rayo crujió en lo alto. Después comenzó a llover densamente. No había sitio donde refugiarse y Leo se quedó en el medio de la callejuela. Todavía tenía algo de fiebre y tos del anterior resfriado, pero pensaba quedarse allí hasta que Dios se dignara a aparecer. Estaba enfadado por su silencio.
—Solo quiero saber la razón de que la hayas elegido a ella. A esa pequeña muchacha. ¿Acaso es mucho pedir? Nunca he protestado por ni una de tus decisiones, incluso cuando eran difíciles de entender. Solo te pido que digas por qué: ¡por qué quieres que haga semejante cosa a una niña! —Se limpió el agua de la cara—. Si fuese un criminal, sin importar su clase, hay tantos. Incluso uno de los melindrosos borrachos del albergue. Acabaría con cualquiera gustosamente. Pero esa niña… Es sencillamente incomprensible.
Bajó la cabeza. Se metió las manos en los bolsillos de la gabardina, que también estaban llenos de agua. Se acercó a una pared y tomó asiento bajo una de las escaleras metálicas, al resguardo de la lluvia. Un gato le observaba desde lo alto, en silencio. Leo siguió hablando, ahora su voz sonaba como un lamento.
—El Padre Jones me dijo que tus razones no siempre estaban claras. Ahora tampoco lo están. No comprendo por qué te niegas a aparecer. A decirme tan solo por qué la elegiste a ella, pero actúas como siempre lo has hecho… Guardando ese terrible silencio.
»El padre Jones dice que siempre tienes una razón para todo… —Continuó—. Yo siempre he querido creerlo. Te llevaste a mi madre antes que a mi padre. ¡Nunca entendí por qué! Ella estaba llena de fuerza, hubiera sobrevivido de viuda muchos años, felizmente. Pero te la llevaste primero y dejaste a papá solo y enfermo, en una habitación oscura, durante diez largos años. ¡Él no quería vivir ni un día más! En cuanto a mí, tuve que abandonarlo todo para estar con él. Perdí el tren de mi vida. Mi trabajo, aquella muchacha con la que hubiera podido casarme. Tuve que regresar a aquella casa, condenado, y perdí mi juventud entre lamentos… Pero nunca, nunca cuestioné tu voluntad. Te recé cada noche. Nunca perdí mi fe en ti. Creí que habría una razón para todo.
»Después murió papá y continúe yo solo, siempre solo. Me mandaste de un trabajo a otro; cuando uno comenzaba a ir bien, de pronto se arruinaba. Cerraron la fábrica. Me despidieron de la tienda de electrodomésticos. Después me hice demasiado viejo y ya nadie me quería. Fui vendiendo de puerta en puerta hasta que el pelo se me encaneció y la gente ya me escuchaba por lástima. Pensé que todo era una prueba de fe. Tenía que haber una buena razón para que mi vida fuese tan triste.
Levantó el puño hacia el cielo.
—¡Es la última vez que te lo pido! ¿Por qué?
Un rayo crujió en lo alto y el gato saltó de la escalera, yendo a buscar refugio a otra parte.
El cielo retumbó enfurecido.
Aquella noche, después de regresar a casa y darse otro baño en agua caliente, Leo se fue a la cama entre temblores. Le ardía la frente y sentía que le dolían todas las articulaciones de su cuerpo. Ni la cama parecía calentarse, como si las sábanas estuvieran mojadas. Se encogió como un niño, castañeando con los dientes, y pensó que seguramente moriría esa misma noche. Quizá era la voluntad de Dios por haberle desobedecido, por haberse enfrentado a él.
Al final terminó durmiéndose y esa noche tuvo un extraño sueño. Una larga rata negra entraba en su habitación y se convertía en un hombre. Un hombre alto que escondía su rostro bajo un capuchón. La sombra se alzó a los pies de su cama y Leo trató de levantarse, pero sintió que no podía mover ni uno de los músculos de su cuerpo.
El hombre tenía la voz fina y suave —como la de una serpiente si estas pudieran hablar—. Le dijo que esa misión era un absurdo. Le recordó que el quinto mandamiento de Dios era «No matarás» y que no debía hacerlo. No debía matar a Yersenia Vudbonik Moran tal y como Dios le había ordenado.
Después el hombre volvió a convertirse en una rata y se escabulló por debajo de su puerta. Leo vio su gorda cola serpenteando por el suelo hasta desaparecer.
Tuvo otros sueños, pero se le olvidaron antes de abrir los ojos.
Al día siguiente Leo estuvo enfermo, y al siguiente también. Se levantaba solo para ir al baño y prepararse un cuenco de sopa, que comía con unas migas de pan, mirando al papel pintado de su habitación. En esos días era cuando más solo se sentía. Muertos sus padres, sin hermanos, mujer o hijos solo le quedaba ese mundo de puertas afuera. Ese mundo áspero y desagradecido que tan pocas alegrías daba, pero que al menos le mantenía vivo. Sin esas calles tan ruidosas, sin esos mendigos hambrientos, sin esa humanidad tan detestable… La vida era muy oscura.
Pero estar enfermo le había venido bien. Le había servido de excusa para olvidarlo todo, o al menos intentarlo. Para cerrar los ojos y tratar de borrar el recuerdo de aquellas palabras labradas con fuego en su mente. Si Dios quería que lo hiciera, sencillamente, volvería a llamar. Sabía muy bien lo que debía darle a cambio: una razón.
El tercer día, según Leo comenzaba a sentirse mejor, sonó el teléfono.
—¿Oiga? —preguntó una voz de mujer.
—¿Sí?
—¿Es usted Leo?
—Al habla. ¿Quién pregunta?
—Soy… Martha Vudbonik… La madre de Yersy. ¿Me recuerda? Hará una semana vino usted por aquí.
—Sí, claro —dijo Leo sintiendo que le temblaban las manos—. ¿Cómo… Cómo ha dado conmigo?
—Su carné… Del Ejército de Salvación… Lo dejó tirado en el pasillo cuando se marchó… Llamé y me dieron su número. Oiga mire, siento mucho haberle tratado así. Ahora ya sé que decía la verdad. Usted no trabaja para la ayuda social.
Leo recordaba a Martha Moran como una mujer arisca y violenta, en cambio, el tono de voz que escuchaba al otro lado del teléfono era dócil, manso…
—Yo… Miré… —continuó diciendo la muchacha—. No sabía a quién llamar. Como usted preguntó por Yersy… Pensaba que quizá pudiera ayudarnos.
—¿Ayudarles? —preguntó Leo—. ¿Cómo?
—La niña se ha puesto enferma —respondió la madre—. Está muy enferma. No sabemos lo que le pasa.
—¿Enferma? Pero yo no soy médico —respondió Leo.
—Solo necesitamos medicinas —atajó la madre—. Tiene una gripe, o algo así, pero no tenemos para comprar un jarabe.
—¿La ha visto algún médico?
—No, los médicos no vienen por este barrio… Y en el hospital se las arreglarían para quitárnosla. Esos hijos de p… del ayuntamiento quieren internarla en un sitio. Pero usted me pareció una buena persona. ¿Nos ayudará? Solo necesitamos un poco de dinero. Estoy segura que con unas medicinas se pondrá bien.
Leo se quedó en silencio durante unos segundos, pensando en lo que debía hacer. Finalmente resolvió que les ayudaría.
—Iré para allí —dijo—. No se preocupe. Iré ahora mismo.
Mientras viajaba de nuevo en el metro en dirección al barrio de la pequeña Yersy, fue inevitable que Leo se preguntase si aquello era una diabólica casualidad o si Dios tendría algo que ver en el asunto. De todos modos, pensó, debería estar alerta. Quizá Dios deseaba mandarle un mensaje y debía estar atento para recogerlo.
Caminó otra vez frente a los grises edificios. Esta vez no había niños jugando en el patio ni entre los escombros. En su lugar vio a unos hombres vestidos con ropas que les cubrían todo el cuerpo. Llevaban unas mochilas a sus espaldas, y conectadas a ellas una especie de tubos, de los cuales salía humo blanco que iban lanzando sobre diferentes sitios. La gran tubería procedente de la fábrica parecía ser su principal foco de trabajo. A unos metros de ellos, Leo vio una furgoneta aparcada en cuyo lateral se leía el siguiente rótulo: «SERVICIOS DE DESRATIZACION».
Subió las escaleras y llegó hasta el apartamento de los Vudbonik Moran. Llamó y Martha apareció detrás de ella, portando el pequeño bebe del otro día, que ahora dormía pacíficamente sobre su pecho. Leo se fijó en que ella también tenía mal aspecto, como si estuviese enferma.
—Gracias por venir. Adelante, pase.
La casa era un pequeño desastre. Había ropa tirada por todas partes, platos de comida sin lavar, juguetes por el suelo, basura acumulada junto a la puerta. Martha le explicó que Vasyl, su marido, estaba «fuera» y le preguntó si quería tomar algo. Leo rechazó la invitación amablemente y preguntó por Yersy. Martha le dijo que estaba dormida en su habitación.
—¿Ha traído el dinero? —le preguntó la muchacha.
—Sí —respondió Leo—, traje un poco. ¿Cuánto necesita?
—Las medicinas son caras —dijo ella—. ¿Cuánto lleva encima?
Leo oyó entonces un lamento procedente de una habitación que tenía la puerta cerrada. Estiró el cuello y miró hacia allí.
—¿Es ella?
—Oiga… Necesitamos el dinero, ¿sabe?
Se echó la mano a la cartera y sacó cuanto llevaba. La muchacha miró los billetes con una sonrisa. Los cogió y le dio las gracias. Dijo que «ahora Yersy se pondrá buena».
—¿Puedo verla? —preguntó Leo.
Ella asintió mientras se encendía un cigarrillo y tosía fuertemente.
Leo entró en el pequeño dormitorio y encontró a Yersenia tumbada en una pequeña camita inflable, tapada con algunas mantas y un montón de ropa que alguien le había puesto encima. Hacía mucho frío en aquella habitación, pensó Leo. Se acercó a la niña y la miró fijamente. Tenía el rostro cubierto de sudor y estaba blanca como una vela. Más que blanca, estaba amarilla. Dos grandes círculos morados rodeaban sus bonitos ojos, estremecidos ahora en un gesto de sufrimiento. No estaba despierta, pero tampoco profundamente dormida. Movía su cabeza de un lado al otro, afligida, gimoteando como si fuera presa de alguna pesadilla.
Leo la miró con ternura. Avanzó su mano y posó sus viejos y arrugados dedos sobre aquella frentecita sudorosa. Ardía como un fogón. Acarició su bonito pelo. Recorrió sus párpados y su naricita con el pulgar y vio que la pesadilla abandonaba aquel bonito rostro, y que volvía a descansar en paz, tranquila. ¿Cómo pudo Dios pedirle que la matara? ¿A aquella criatura inocente?
Entonces se fijó en una de sus pequeñas manitas, que yacía apoyada en el colchón. Estaba rodeada con un vendaje que a su vez tenía una leve mancha de sangre justo sobre el reverso de la mano. La mano estaba muy hinchada.
Leo regresó al salón, donde la madre de Yersy había comenzado a toser con mucha fuerza, pese a lo cual no apagaba el cigarrillo que portaba entre los dedos.
—Oiga —dijo Leo—. La niña tiene una fiebre muy alta. Creo que deberíamos llamar a un médico.
—Se le pasará —le interrumpió la madre—. Ha ocurrido otras veces. En cuanto tome unas medicinas se pondrá buena. Es una chica fuerte.
Volvió a toser. El bebé comenzó a llorar y la muchacha maldijo en voz alta.
—¿Quiere que vaya a la farmacia? Si quiere puedo…
—No se preocupe —dijo ella—. En cuanto venga Vasyl le mandaré a él.
—Pero… En fin… Yo…
—Muchas gracias por todo. Ha sido muy amable.
Salió del bloque de apartamentos con una extraña sensación en el pecho. Los hombres seguían lanzando su humo blanco, ahora cerca de la zona donde Leo vio a los niños acorralando a aquella rata la primera vez. Una pelota abandonada en medio de la plaza recibió una ráfaga de aquella substancia.
Leo sintió un escalofrío y pensó que se estaba poniendo enfermo otra vez.
Regresó a su casa y se metió a la cama entre fuertes toses y una fiebre muy alta. Tal y como había temido su constipado no estaba del todo curado. En la cama comenzó a sudar hasta el punto de que sintió empaparse todo a su alrededor. Después cayó en un profundo sueño que duró horas.
Apenas se levantó en los siguientes días. Su cuerpo ardía cada vez más y era incapaz de probar un solo bocado, pero tenía una sed espantosa. Al principio se arrastraba a la cocina a por un vaso de agua, pero esto le causaba terribles escalofríos y dolores en todas sus articulaciones. Finalmente decidió llenar una gran palangana y beber directamente de ella.
La falta de apetito iba debilitándole. Cada vez dormía más y más horas, y llegó un punto en el que era incapaz de saber la hora que era. Se despertaba a la noche y escuchaba el ruido de coches y ambulancias en la ciudad. Bebía y la siguiente vez que abría los ojos veía la luz anaranjada de un atardecer, y más ruidos en la calle.
Una mañana, pasados lo menos quince días, le despertaron unos fuertes dolores de estómago. Su cama estaba manchada de sudor y restos de orina, y la palangana estaba vacía. La garganta le ardía como si hubiera bebido una botella de zumo de limón así que decidió levantarse en busca de más agua, pero nada más salir de la cama sintió que se caía de bruces en el suelo. Las piernas no le respondían.
Haciendo un grandísimo esfuerzo se arrastró por el suelo —su cuerpo le dolía como si estuviera repleto de clavos— y llegó al salón, donde estaba el teléfono. Lo levantó y marcó el 112, pero una voz automatizada le dijo que las líneas estaban ocupadas. El cuerpo le ardía y sintió que le faltaba el aire. Se acercó a la puerta acristalada de su pequeña terracita y la abrió. Un terrible olor entró desde la calle. Un olor a ceniza… A carne quemada.
Con sus últimas fuerzas tomó los barrotes de la barandilla y se incorporó sobre ella. Desde allí vio la ciudad cubierta de humo. Cientos de columnas de ceniza se elevaban hacia el cielo. En su misma plaza vio una especie de carpa blanca con el símbolo de la Cruz Roja estampado. Había decenas de cuerpos en el suelo. Y no muy lejos de allí, en el antiguo vertedero, se veía un gran fuego.
Desde la casa de al lado se escuchaba el ruido de la televisión.
—La cifra de infectados se ha elevado en un 1000 % en la última semana, en lo que la Organización Mundial de la Salud ya ha denominado como la más mortífera pandemia desde la Gripe Española de 1918. La nueva peste ya se ha cobrado la escalofriante cifra de cinco mil vidas y amenaza con proseguir su avance por todo el planeta. Hoy se registraron los primeros casos en Asia y Oceanía, y se confirmaron las primeras cien muertes en Sudamérica. Un equipo internacional de científicos trabaja ahora en el esclarecimiento de su fuente, una rara mutación genética entre humano y roedor, cuyo primer caso ya es tristemente famoso. La pequeña Yersenia Vudbonik, quien, según se ha confirmado, fue la accidental incubadora de esta extraña y mortal enfermedad que amenaza con diezmar la población de la tierra. Su cuerpo fue trasladado ayer noche a Zurich, donde los expertos de la OMS la someterán a una serie de…
Leo miró al cielo con los ojos bañados en lágrimas.
Las columnas de ceniza convergían en lo alto, formando una gran nube.
En su centro se adivinaba la sonrisa de una gigantesca rata negra.