El problema de Darby
Darby esperaba metido en su coche, no sabía muy bien a qué. Llevaba tres horas allí sentado, sin moverse, y comenzaban a dolerle las posaderas.
Había pasado la tarde aparcado en el mismo sitio, una avenida tranquila, llena de árboles, en la parte rica de la ciudad. Y en ese tiempo, no había perdido de vista la puerta que tenía en frente. El número 61.
Doce personas habían entrado y salido en ese rato. Hombres y mujeres de diferentes edades. Nadie conocido. Ahora anochecía y desde hacía un buen rato no había movimiento por allí. En la calle tampoco. Todo estaba en silencio.
En la radio sonaba un programa deportivo, pero Darby no le prestaba atención. Masticaba un chicle que ya se había quedado sin sabor y miraba fijamente a una de las ventanas de la primera planta del número 61, que estaba encendida.
Tenía hambre. Le hubiese apetecido salir y comer algo (¿un sándwich y un café en aquella tienda de la esquina?), pero Darby temía que el empleado o algún cliente pudiera distinguir las manchas de sangre que salpicaban su americana y su camisa. Y por eso lo de quedarse en el maldito coche.
Aunque por otra parte —pensaba— quizá algún vecino suspicaz (y ya sabemos lo suspicaces que son los vecinos de los barrios ricos) terminara llamando a la policía después de verle allí plantado toda la tarde. Y a él no le gustaría que ningún poli se le acercara en aquellos momentos. Porque —sencillamente— tenía la palabra «asesino» dibujada en la cara. Y sangre por todas partes. Y una pipa en la guantera.
Así que tendría que moverse en breve.
El número 61 era un bonito edificio de tres plantas, ladrillo rojo y una densa hiedra verdinegra trepando por sus costados. Había una pequeña placa dorada junto a la puerta, que Darby no alcanzaba a leer desde allí, pero no le hacia ninguna falta. Sabía perfectamente que aquello era la «Consulta Psiquiátrica del Doctor Claude Magass». Venía escrito en una tarjeta de visita, bañada en sangre, que ahora reposaba en el bolsillo izquierdo de su americana.
Por la calle ya casi no pasaba nadie. Un hombre haciendo jogging, una mujer paseando a su perro, un autobús enfurecido, medio vacío… Darby decidió que ya estaba suficientemente oscuro y que era hora de salir. Miró por sus tres retrovisores para asegurarse de que no se acercaba nadie. Después, abrió la guantera y tomó el revólver.
El maldito revólver, nunca sabía muy bien dónde ponerlo, dónde llevarlo. Le daba miedo enfundárselo en el pantalón. ¿Y si se le disparaba y le volaba las pelotas? Tenía el seguro echado, pero él no se fiaba de los seguros. Todo en este mundo estaba sujeto a la ley de Murphy. Y para Darby, la ley de Murphy venía a ser la ley de la catástrofe.
Comprobó el seguro otra vez. Cogió la revista que había releído treinta veces en las últimas horas y envolvió el arma en ella. Después, con la revista, pistola en la mano, salió del coche, cruzó la calle y subió las escaleras que daban al portal.
Tal y como había supuesto, la placa decía:
«Dr. Claude Magass. Psiquiatra».
Había un pequeño botoncito blanco en el marco de la puerta. Lo apretó y en las entrañas de la casa se produjo un campanilleo. Pareció sonar en muchos sitios a la vez. Después la casa quedó en silencio y Darby esperó. Se quedó mirando a la puerta. Tenía una aldaba dorada con forma de dragón. Le resultó familiar, pero no sabía por qué.
Oyó a alguien bajando unas escaleras. Se oían pasos, y el crujir de unos escalones. Por primera vez en muchas horas, Darby volvió a sentir su corazón dando brincos en el pecho. Las horas de espera le habían servido para relajarse, para olvidarse un poco de todo el asunto. Pero ahora se enfrentaba de nuevo a una pregunta. Y aquello le ponía nervioso.
Abrió la puerta un hombre mayor, de unos 60 o 70 años. Tenía las cejas muy pobladas y con crestas a los lados, como un águila. Una nariz fina y alargada y dos ojos fieros e inteligentes, protegidos detrás de unos anteojos. Vestía una chaqueta de lana rojo borgoña sobre una camisa de cuadros. Una pipa sobresalía del bolsillo de su camisa.
—Buenas noches —dijo saludando a Darby.
—Buenas noches —respondió este.
—¿Deseaba algo? La consulta está cerrada.
—Es urgente. ¿Es usted el doctor Claude Magass?
—El mismo.
—Tengo que hablar con usted. Ahora.
—Pero la consulta está cerrada —dijo el hombre—. ¿Por qué no vuelve mañana? Si me deja su nombre podría atenderle a primera hora.
—No. Tiene que ser ahora —reiteró Darby.
El hombre bajó un poco la vista y miró a la revista que Darby sostenía en las manos. Con la izquierda sujetaba el ejemplar. Con la derecha había empuñado el revólver. Hizo asomar el cañón por el borde de la revista. El hombre retrocedió un paso, tomando la puerta.
—No se le ocurra cerrarme —amenazó Darby con la voz temblorosa.
La frente se la había cubierto de gotas de sudor.
—¿Hay alguien más en la casa?
El hombre negó con la cabeza.
—Vamos —dijo Darby entrando en la casa—. Y no intente nada. O le juro que le pego un tiro.
Cerró la puerta tras de sí y ambos quedaron en silencio. Era un bonito vestíbulo, con una alfombra redonda, una mesa de pared y un espejo. Darby observó que había una especie de recepción al fondo del pasillo. Y tal y como el doctor había dicho, no había nadie allí. La tenue luz de un indicador de salida de emergencia era toda la iluminación que se veía.
—¿Dónde podemos hablar? —preguntó Darby.
—Arriba —dijo el hombre—, en mi despacho. Si quiere dinero…
—No vengo a robarle —le interrumpió Darby—. ¿Tengo cara de ladrón? ¿Eh?
Se miró en el espejo. Tenía el pelo revuelto y cara de cansancio, pero no estaba tan horrible como imaginaba. Su traje color tabaco había resistido el embate del día. Y, además, las manchas de sangre no eran tan evidente vistas de lejos.
—Vamos. Arriba —ordenó.
Subieron las escaleras que se abrían a la derecha del vestíbulo. Los escalones eran de madera oscura, vestidos con una alfombra de motivos persas con anclajes dorados. Mientras subía, Darby se preguntó cuánto cobraría un psiquiatra para pagarse tanto lujo.
Llegaron a la primera planta. Un arco abierto conectaba la escalera con una sala. El doctor la cruzó. Había varios sofás de cuero negro y algunas estanterías con libros. Entre dos anaqueles había una puerta de madera que el doctor abrió, guiando a Darby hasta otra habitación, que era claramente un despacho. Darby vio una amplia mesa de trabajo, iluminada por un gran flexo y repleta de cuadernos y libros. Detrás de ella, dos largas ventanas de guillotina, divididas en cuadritos de cristal. A través de ellas se veía la calle.
—Eche las persianas —ordenó Darby.
El doctor obedeció. Cruzó la habitación y cerró ambos estores. Después se giró hacia Darby.
—¿Y ahora? ¿Piensa matarme? —preguntó.
—Tal vez lo haga —dijo Darby—. Si no me dice lo que quiero oír.
—De acuerdo —dijo el hombre con voz pausada. Parecía tranquilo—. Dígame lo que quiere saber. Espero de verdad poder ayudarle.
Darby asintió en silencio, sin dejar de apuntar a aquel hombrecillo, que por otra parte no parecía demasiado peligroso. Era solo un anciano, un poco encorvado, con aspecto de ratón de biblioteca. Pero no podía permitirse el lujo de subestimarle.
—Apártese de la mesa —ordenó Darby—. Vaya hacia el diván.
Había un largo diván de piel color aceituna a un lado del despacho. El hombrecillo obedeció y llegó hasta allí, quedándose de pie.
—Siéntese en él.
El hombre se sentó.
Darby caminó rodeándole hasta la mesa. Se apoyó sobre ella. Lanzó la revista sobre el montón de papeles que cubría la mesa del despacho y el revólver quedó al descubierto.
—No hace falta que me apunte —dijo el doctor—. No me moveré de aquí.
—Por si acaso —replicó Darby.
Aunque, en realidad, era cierto que podía dejar el revólver aparte. Pero no quería demostrar que aquel hombre le había dado ninguna idea. Siguió apuntándole.
—Y bien —dijo el doctor.
—Y bien, ¿qué?
—¿De qué quiere que hablemos? Usted dijo que quería hablar.
—Claro. Quiero hablarle de su hombre. El tipo de la gabardina. ¿Por qué me seguía?
El doctor quedó en silencio por unos segundos. Frunció el ceño, como si realmente le confundiera la pregunta. Pero, dadas las circunstancias, pareció querer pensarse la respuesta.
—¿Quién dice que le seguía? —preguntó el doctor.
—Su hombre —dijo Darby—. El tipo de la gabardina. Ese monstruo… Y no se haga el tonto conmigo.
El doctor volvió a guardar silencio. Era evidente que el arma le inspiraba paciencia en sus respuestas.
—De acuerdo —dijo muy despacio—. Un hombre le ha seguido. ¿Qué le hace pensar que trabaja para mí?
Hablaba con un tono de voz tranquilizador. Darby se dio cuenta de que todo era un truco de psiquiatra. Así —pensó— es como hablan a los locos.
—Llevaba su tarjeta de visita en la cartera —dijo al cabo de unos segundos—. De hecho, era todo lo que llevaba.
Se metió la mano izquierda en la chaqueta y hurgó en el bolsillo de su americana hasta dar con la tarjeta. Se la mostró al doctor. Era una pieza rectangular de cartón blanco, la mitad del cual estaba bañada en sangre.
El doctor palideció al ver aquello, pero no hizo ninguna observación al respecto.
—¿Dice que llevaba esa tarjeta consigo?
—Sí. Solo eso. Nada más.
—Tal vez… Puede que fuese un paciente mío. Eso explicaría que llevase mi tarjeta encima. Doy una a todos mis pacientes. Mire dentro de esa caja de madera, encontrará muchas.
Darby levantó la tapa de la caja que Magass le había señalado. Dentro había muchas tarjetas como la que él había sacado de la cartera del espía.
—Sí —dijo—. Podría ser. Ya lo había pensado. Pero ¿Por qué llevaría SOLO su tarjeta?
—¿Qué quiere decir?
—En su cartera. No había nada más. Ni dinero, ni documentos. Tan solo este trozo de cartón con su nombre escrito en él. ¿No le parece extraño? A mí sí que me lo parece.
—Es extraño… Sí… —dijo el doctor, titubeando—. ¿Puedo preguntarle qué ha ocurrido con ese hombre?
—Claro que puede —dijo Darby—. Le disparé. Ahora está muerto.
El doctor abrió los ojos de par en par.
—¿Muerto?
—Le avisé dos veces, pero él no quiso escucharme. Ha ocurrido esta tarde… Supongo que la policía ya lo habrá encontrado. Dejé su cadáver en los muelles. A la vista.
—Dios Santo. Es terrible…
—¡No lo hubiera hecho si no me hubiese presionado! ¿Por qué me seguía a todas partes? ¡Usted tiene que saber algo de él! Llevaba su tarjeta, tan solo su…
Darby apoyó el revólver sobre la mesa. Se frotó la frente con los dedos.
—¿Cómo dice que era? —preguntó el doctor—. Tal vez si me lo describe…
—Ya se lo he dicho —contestó Darby sin levantar la vista—. Una gabardina negra, abotonada hasta el cuello. De mi altura. Más delgado. Y su rostro… Era escalofriante. Blanco y calvo como una calavera… Afilado y con profundas ojeras lilas… No sabría detallarlo mejor.
El doctor apretaba el ceño tratando de pensar.
—Tendría que mirar en mis archivos, por aquí pasa tanta gente. ¿Nunca habló con él? Un nombre… O un detalle serían de gran ayuda.
—Nunca hablamos —respondió Darby—. Sencillamente me seguía.
—Pero ¿desde cuándo?
—Ahí es donde se pone interesante.
—¿Qué quiere decir?
Darby soltó una carcajada muy extraña.
—Es tan ridículo… Casi imposible. Si se lo cuento creerá usted que me he vuelto loco.
El doctor, sin moverse de su diván, habló calmadamente.
—¿Por qué no lo intenta?
Había oscurecido. Por la ventana ya solo se veía la sombra de los árboles, de sus ramas repletas de hojas, impresa en un fondo azulado. Bajo ellas, la luz naranja de las farolas.
Darby había dejado el revólver en la mesa. El doctor había servido coñac en dos copas.
—Hace una semana, el martes —comenzó a decir Darby—, recuerdo el momento y el lugar: estaba comiendo en el Odessa, un pequeño restaurante que hay debajo de mi oficina.
—¿El Odessa de la calle George? —preguntó el doctor.
—El mismo. Trabajo por allí, en una pequeña agencia de viajes de ese edificio. Soy contable. Pero eso no viene al caso. Si conoce el Odessa sabrá que tiene unas grandes ventanas hacia la calle, no a George, sino a una pequeña callejuela que hay detrás, creo que se llama Harmony Row o Melody Row, algo con música. Yo siempre me siento junto a esas ventanas. Todos los días, tomo el almuerzo y leo un poco el periódico antes de volver a la oficina.
»Ese día, el martes, mientras pasaba las hojas del diario, encontré un recorte hecho sobre la página de anuncios. Coincidía con los bordes de un anuncio que ya no estaba. Solté una maldición. ¿Quién habría recortado el anuncio y vuelto a dejar el periódico en la pila? Entonces, mientras miraba a través del agujero, vi al hombre.
—¿Por el agujero?
—Por el agujero, y a través de la ventana. Estaba fuera, en la callejuela, junto a un contenedor de basuras. Me miraba fijamente. Y yo me quedé mirándole también. Sentí algo, como un escalofrío recorriéndome la espalda.
—¿Miedo?
—Algo diferente. Una mezcla de asco y miedo. Tenía ese aspecto tan malo… Pálido y huesudo… Parecía como un enfermo de cáncer. Bueno sí, me asustó. Pensé que era un loco. Así que bajé la vista e hice como que leía el periódico. Pero seguí sintiendo su mirada sobre mí. Hasta que volví a alzar los ojos y… Se había ido. Pero no pude quitármelo de la cabeza el resto de la tarde. Había algo en él… Algo familiar…
—¿Le conocía?
—No exactamente —respondió Darby—, pero aquel rostro… Me resultó cercano. Desagradablemente cercano. Era como la caricatura deteriorada de alguien que yo había visto alguna vez. No sabía dónde, ni cuándo. En fin… Después tuve mucho trabajo y supongo que lo olvidé. Pero el jueves volví a verle.
—¿En el restaurante?
El doctor cruzó las piernas. Tomó la pipa de su camisa y se la llevó a la boca, sin encenderla.
—No —respondió Darby—. Esa vez ocurrió en el centro. Yo estaba esperando a mi mujer, que volvía de hacer las compras con unas amigas. A Eva le gusta que vaya a buscarla, aunque para mí es un pequeño fastidio. Nunca hay un buen sitio donde pararse en el centro a esas horas. Recuerdo que ese día había aparcado en una parada de taxis. Sabía que de un momento a otro vendría un taxista a decirme que me quitara de allí. Eso me pone muy nervioso, pero a Eva no le importa. Siempre llega tarde. Bueno, estaba allí aparcado cuando de pronto escuché a alguien dando palmadas en mi maletero. Miré por el retrovisor esperando que fuera un taxista y allí estaba. Detrás del coche. Quieto. Mirándome fijamente. Aquel hombre cadavérico.
—¿Qué hizo?
—¿Que qué hice? Quedarme donde estaba, eso hice. Cerré los seguros. Me quedé allí quieto, mirándole. En esta ocasión estuve seguro de que le conocía, y más aún, estuve seguro de que era por una mala razón. Aquel personaje me inspiraba miedo, un temor irracional…
—¿Por qué no salió a hablar con él?
—Ya lo he dicho; miedo. ¿Le parece una buena razón? Además, él tampoco se movía. Era una situación de tablas, como un reto. Y yo nunca he sido precisamente un valiente. Una vez, en el colegio, un chico me retó a pelearme y no comparecí. Después me atrapó a la salida. Cuando sus amigos me rodearon, le ofrecí todo mi dinero a cambio de no pelear. Nunca he peleado con nadie. Y no iba a empezar entonces.
—¿Estaba tan seguro de que era una pelea lo que buscaba?
—De alguna forma sí. Lo presentía. Así que arranqué el coche y salí de allí. Di una larga vuelta, pues no quería volver a encontrármelo. Entonces me llamó Eva, hecha un basilisco. Llevaba cinco minutos esperándome, con una docena de bolsas, en plena calle. Corrí a buscarla. Cuando pasé por la parada de taxis el tipo había desaparecido. Allí solo estaban Eva, sus bolsas y su mal humor.
Darby hizo una pausa para llenarse la copa de coñac. Después caminó hasta el diván y le llenó al doctor la suya.
Afuera se había levantado el viento. Se oían las ramas de los árboles susurrar junto a la ventana. Darby miró la pipa del doctor.
—¿Tiene tabaco? —preguntó.
—¿Cigarrillos?
—Lo que sea —dijo Darby—. Nunca he fumado. Me pregunto cómo sabrá.
El doctor le miró con extrañeza.
—Quizá quede un habano en la mesa —dijo—. Si quiere, lo puedo buscar.
—Hágame el favor.
Cuando el doctor le hubo encontrado y encendido el puro a Darby, este lo probó. Le dio un par de caladas, tosió y lo posó sobre un cenicero.
—No está mal. No está mal —dijo—. Bueno, ¿dónde estábamos?
—Su mujer se enfadó con usted por llegar tarde.
—Ah, sí… Bueno, Eva tiene mucho carácter. Demasiado. Esa noche, durante el camino de vuelta, no paró de hablar acerca de sus amigas. Se odian entre ellas, pero siguen quedando puntualmente, todas las semanas. Yo iba callado, pensando en aquel tipo. Estaba seguro de que le conocía y de pronto se me ocurrió una idea. La puse en práctica nada más llegar a casa.
»Después de cenar, en cuanto Eva se fue a la cama, me dirigí a nuestro salón y saqué todos mis viejos álbumes de fotografías. Es mi gran hobby. He tenido una cámara desde bien jovencito. En los álbumes tenía registrada toda mi vida, desde niño. Fotografías del colegio, del instituto, de la universidad. Trabajos, viajes, fiestas… Si ese tipo y yo nos habíamos conocido en alguna ocasión, tendría que estar allí por alguna parte.
Comencé por lo más reciente. En realidad, Eva y yo no teníamos muchas fotografías juntos. En cinco años de matrimonio apenas una veintena. Fui revisándolas una a una. Cenas con amigos, viajes. Hasta que llegué al día de nuestra boda. Allí, en una de las grandes fotografías de grupo que habíamos tomado en los alrededores de la iglesia… Lo encontré.
No era parte del grupo, si no que estaba alejado, un poco más allá, junto a unos columpios, en un parque. Estaba quieto, mirando fijamente hacia la cámara. Con su gabardina negra abotonada hasta el cuello y su rostro, blanco, albino… Tenía exactamente el mismo aspecto que hacía unas horas. Pero yo nunca me habría fijado él. No era —a fin de cuentas— parte de la fotografía. Pero ¿quién era él? Estuve a punto de despertar a Eva, pero me lo pensé mejor. En realidad, no parecía un invitado… Revisé a fondo el resto de las fotografías de la boda. En la iglesia, con los invitados, en el restaurante, el baile… El viaje de novios… Nada. Solo aparecía allí. ¿Algún conocido? La explicación, en cualquier caso, seguía estando en mi pasado. Así que continué buscando.
Pensé en mi trabajo. Por allí ha pasado mucha gente en los últimos diez años. ¿Un antiguo compañero quizá? Pero yo no recordaba haber invitado a ningún compañero. En realidad, nunca hice demasiadas buenas migas con ninguno.
En cualquier caso, tenía algunas fotografías de empresa. Cenas, despedidas… En un primer vistazo no encontré nada, pero después, yendo una por una, volví a encontrarle. Durante la cena de navidad del año 2001. Allí estaba otra vez.
—Así que lo encontró —dijo el doctor—. Era un compañero de trabajo.
—Ni mucho menos —respondió Darby—. De nuevo, él no era parte de la foto. No estaba sentado en ninguna mesa, sino de pie, medio escondido entre unas cortinas del restaurante. Lejos del relumbrón del flash, pero lo suficientemente claro para distinguir sus ropas, su macabro aspecto de fantasma.
—Dios santo —susurró el doctor sacándose la pipa de la boca.
—Yo no pude gritar si quiera. Mi garganta había decidido enmudecer. Cogí el siguiente álbum. Mis años en la facultad. Fui pasando las páginas envuelto en un terror indescriptible. Allí estaban mis compañeros del colegio mayor, las fiestas, nuestro viaje de estudios a Costa Rica… Bueno, en ese álbum no encontré nada. Al principio. Pero había otras fotografías escondidas en el forro. Siempre se las oculté a Eva por temor a sus celos. Son fotografías de… Una chica.
—¿Un amor de juventud? —preguntó el doctor.
Darby asintió. Bebió de su copa y se quedó pensativo unos segundos.
—Fue mi único amor de juventud —dijo mirando al vacío—. Un amor platónico. Algo que nunca me atreví a confesar. Soñaba con casarme con ella, tener hijos… Algo que no puedo ni imaginar junto a Eva —dijo sonriendo amargamente—. Pero nunca tuve el valor de decírselo. Le sacaba fotos… Y después la adoraba en mis horas de soledad. Jamás me he arrepentido tanto de algo como de callar aquello…
»Y precisamente en la última foto de todas, una que le saqué una tarde de otoño, mientras ella se dirigía a coger el autobús… Allí estaba otra vez… Oculto entre la gente que esperaba en la parada. Con su gabardina abotonada, carcomido por su enfermedad. El espectro…
El doctor abrió los labios para comenzar una palabra. Pero esta murió en su boca antes de cobrar volumen.
—¿Imposible? —preguntó Darby adivinando los pensamientos del doctor—. Lo mismo pensé yo. Solo tenía 22 años cuanto saqué aquella foto y aquel hombre aparecía idéntico en todas las fotos. Ahora entendí por qué le conocía… ¡Me había seguido durante toda mi vida! Seguí mirando los álbumes. Lo encontré otras cuatro veces. Cada vez más atrás. En un viaje de estudios del instituto, rodeado de amigos frente a un castillo. Y él estaba allí, en el fondo, inadvertido. Otra en el día del colegio, entre el público que asistía a la maratón… Siempre igual; alejado, casi fuera del plano, oculto entre personas, como un figurante.
—Pero… Por qué…
—Por qué doctor. Esa es la pregunta. Y ahora, después de matarlo, ya solo queda usted. Solo usted puede ayudarme. La policía debe haber encontrado el cadáver. Mis huellas están por todas partes. Mi vida, doctor, está acabada. Pero pase lo que pase, usted debe ayudarme a responder esto: ¿por qué me seguía ese hombre?
El psiquiatra estaba sentado en el borde del diván, con los codos apoyados en sus muslos y las manos cerradas alrededor de su copa de coñac.
—¿Por qué no se lo preguntó a él? —dijo—. Pudo hacerlo antes de matarlo.
La pregunta del doctor resonó con frialdad en la habitación.
—Lo hice —respondió Darby—… Pero él se negó a responder. Supongo que estaba loco. Quizá tenga razón y fuera uno de sus pacientes. Nadie que esté en sus cabales se queda callado frente al cañón de una pistola.
—Puede —dijo el doctor—. He tratado con algunos casos extremos. Incluso psicópatas internados. Pero jamás he oído semejante historia. Cuénteme cómo ocurrió todo. ¿Cómo llegó a matarle?
Se oyó una sirena aullando a lo lejos. Darby se quedó callado. Corrió a la ventana y miró a través de los estores. La sirena siguió su curso por la ciudad y pronto se diluyó. Después Darby volvió a sentarse en la mesa y continuó hablando.
—Aquella noche, según descubrí las fotografías, estuve a punto de volverme loco. Quise despertar a Eva, llamar a la policía… Estaba aterrorizado. Pero terminé calmándome, entre otras cosas gracias a mis antidepresivos. Me tomé tres y aun así tardé en dormirme. Después, a la mañana siguiente, reflexioné sobre ello. ¿Contárselo a alguien? ¿Quién iba a creerme? Además, ese hombre nunca me había hecho daño. ¿Por qué habría de hacerlo ahora? Y acto seguido de hacerme esa pregunta, me hice otra: ¿Por qué ahora, después de tantos años, había decidido dejar de ocultarse?
Darby tomó el revólver que había descansado en la mesa. Lo levantó y miró por su agujero. El doctor se irguió un poco.
—Teníamos este revólver. Eva lo heredó de su padre y lo guardábamos en la casa, con una caja de balas que ni siquiera habíamos abierto jamás. Aquella noche lo saqué del armario, lo cargué y lo metí en mi abrigo. Sabía que el tipo volvería a aparecer antes o después. Así que solo tenía que esperarle.
»Pasaron dos días sin rastro de él. Yo estaba en tensión. Conducía mirando hacia atrás, a las aceras. Estuve a punto de chocar en un par de ocasiones. Después, en el trabajo, sencillamente no podía hacer nada. Uno de mis jefes me abroncó por haberme olvidado de enviarle un informe y yo, por primera vez en mi vida, me levanté y le respondí. Nunca antes me habría atrevido a hacerlo, ¿sabe? Después me arrepentí. Pensé que me despedirían… Ahora ya no me importa.
En fin. Esta misma tarde, por fin ha ocurrido. Según salía del trabajo, nada más poner el pie en la calle, he notado su figura mirándome desde la esquina. Ha sido como un presentimiento. No he necesitado ni siquiera girarme para comprobarlo. Sabía qué él estaba allí. Como si pudiera sentirlo. Los nervios se me han puesto de punta. Se me ha cerrado la garganta. Me he palpado el abrigo… Y allí estaba el revólver. «Muy bien. Te haré caminar un poco» he pensado. Y en vez de dirigirme a mi coche, he dado una pequeña vuelta por entre las calles hasta volver a dirigirme al norte. He llegado a la calle Dame, y desde allí al puente O’Connell. Justo en el semáforo me he girado y le he visto, a unos cincuenta metros, entre el gentío. Me seguía. Lo había hecho siempre… Pero ahora era el cazador cazado. Yo era quien iba a por él.
He cruzado el puente de O’Connell y después he doblado hacia el este, en dirección a los muelles. Cada vez me iba poniendo más nervioso. Pensando en lo que haría y diría. Le apuntaría con el arma y le obligaría a explicármelo todo. Si él me atacaba podría dispararle en la rodilla, no hacía falta matarlo. Pero ¿y si le dejaba paralítico? ¡Él se lo habría buscado! Podría explicárselo a la policía. Había sido todo en defensa propia.
Después de la Custom House y la Bolsa, y a la altura del siguiente puente he girado hacia el norte. Por esa zona hay muchas casas en construcción y hangares abandonados. He pensado que lo mejor sería arrinconarle en algún lugar. Al final he encontrado lo que iba buscando; la entrada a una especie de garaje de camiones que estaba vacío. Solo había un par de gaviotas peleándose por una bolsa de basura. He entrado. Había una pequeña garita abandonada, con los cristales rotos. La he rodeado. Allí no había nada más que un muro y un montón de chatarra. Un callejón sin salida. Para mí y para él. He sacado el revólver del abrigo y me he quedado quieto, esperando.
He oído sus pasos sobre la gravilla y los trozos de cristales rotos. Se acercaba lentamente, como si pudiera olerme. Le he quitado el seguro al revólver y lo he apuntado hacia delante, y entonces los pasos han parado, como si me hubiera oído. Por un momento he deseado que se largara, pero después me he dicho a mí mismo que NO. Sencillamente, no quería dejarlo ir. En mi vida había estado tan sediento de una pelea.
Así que he salido de mi escondite. Y allí estaba él, quieto, en silencio, en medio de la carretera. Con su gabardina negra. Mirándome.
Las gaviotas han salido volando. Nos hemos quedado solos, uno frente al otro, como en un Western. Incluso soplaba algo de viento y la basura ha comenzado a rodar.
«¿Quién eres?» le he gritado «¿Qué quieres?». Pero él no ha abierto la boca. Se lo juro. Le he vuelto a gritar, cada vez más fuerte: «¡Háblame, cabrón! ¿Por qué me has seguido todo este tiempo? Habla o te mato». Pero no se inmutaba. Yo le he gritado hasta llenarme la barbilla de saliva. Reconozco que estaba furioso, casi histérico. Le amenazaba con disparar si no hablaba. Se lo he dicho tres veces. Habla o disparo. Habla o disparo. Y después —no sé cómo ha ocurrido— he oído la explosión. La pistola se me ha revuelto en las manos. Y cuando el humo se ha disipado le he visto, doblado sobre sí mismo, con las manos llenas de sangre. Seguía en silencio, sin abrir la boca, mirándome con esa expresión apática.
—¿Y qué ha hecho?
—Nada. Nada… Solo le he visto morir. Se ha caído al suelo. Ha tosido sangre. Su cara se ha llenado de minúsculas gotitas rojas, como si tuviese varicela. Y después… Nada más. Se ha quedado en silencio.
»Me he dado prisa. No había nadie por allí, pero el disparo había sonado como un trueno. Me he agachado sobre él, le he registrado… He encontrado su cartera y dentro, únicamente, esta tarjeta de visita. No llevaba nada en los bolsillos. Ni una moneda. No tenía cadenas, anillos, pulseras. Solo su tarjeta, doctor. Solo… Así que vine a verle directamente. Ir a la policía no me hubiera servido de mucho. Supongo que es cuestión de tiempo que me detengan. Pero antes, usted debe ayudarme. ¿Lo hará?
El doctor se había puesto en pie durante la narración. Ahora estaba apoyado en uno de sus anaqueles llenos de libros, mirando a Darby en silencio, con una mano sujetando su pipa y la otra apoyándose en el mueble.
—Claro que lo haré, Darby, le ayudaré —dijo—. Hizo bien viniendo. Creo… Creo que definitivamente recuerdo a ese hombre. Me vino a la cabeza mientras usted hablaba…
El doctor se giró hacia el anaquel y buscó algo allí. Lo encontró; una carpeta de cartón rosado. Después volvió la vista a Darby, y se quedó quieto.
Darby le apuntaba con el revólver.
—¿Qué hace? —preguntó calmadamente.
—¿Cómo sabía mi nombre?
La voz de Darby sonaba temblorosa otra vez.
—¿Su nombre… Yo…?
—«Claro que lo haré, Darby, le ayudaré»… ¡Tuve cuidado en no decírselo, doctor!
El hombre, con las palmas extendidas hacia delante, miraba fijamente al cañón de la pistola.
—Me lo dijo. Estoy seguro. Lo sé.
—Y yo estoy seguro de que no. Ahora vamos a entendernos o le descerrajo un tiro y acabo con todo esto.
Se hizo un breve silencio entre ambos hombres.
—De acuerdo —terminó diciendo el doctor—. Usted gana. Sí, es cierto. Le conozco.
—¡Ajá! —exclamó Darby—. Esto ya empieza a gustarme más. Y déjeme adivinar. También conoce al hombre de la gabardina, ¿no es cierto?
El doctor asintió.
—Así es. Yo le envié.
—¡Lo que me suponía! ¡Tenía razón desde el principio! Estaban ustedes compinchados. Y ahora, si no le importa, me lo explicará todo. Después llamaremos a la policía. Pero si no habla, será usted el segundo en recibir una bala de este revólver hoy.
—No hará falta —dijo el doctor—. Le diré cuanto desea saber. De hecho, se lo mostraré. Está aquí todo.
Extendió su mano, con la carpeta de cartón. Darby apretó fuertemente el arma, dispuesto a disparar, pero el doctor se limitó a lanzar la carpeta al suelo y chutarla. La carpeta se deslizó por el suelo, hasta los pies a Darby.
—Ahí lo tiene. Todo está en esa carpeta.
Darby miró la carpeta. Había unas letras impresas en la tapa. «John Darby». Su nombre, sus apellidos y su fecha de nacimiento.
—¿Qué… Demonios?
Sin dejar de apuntar al anciano, se agachó a recogerla del suelo y la apoyó sobre la mesa.
—¿Qué hay aquí?
—Ábrala —respondió el doctor—. Ahí encontrará sus respuestas, Darby.
Darby miró la carpeta con recelo.
—Como sea una trampa… Será su último truco.
Sin dejar de apuntar al doctor con la pistola, separó las gomas que unían las tapas y la abrió. Estaba… ¿Vacía? No… Había algo allí. Un pequeño trozo de papel medio oculto en una esquina. Era un pequeño cuadrado de papel de periódico con algo impreso sobre él. Un anuncio.
—¿Qué es esto?
—Pensaba que lo reconocería. ¿No le suena?
Darby lo miró otra vez, y entonces experimentó un fogonazo en la memoria. Fue como si una puerta se abriese en su cabeza. Vio aquel anuncio encuadrado en la página de un periódico…
—Es… El trozo de periódico recortado… El trozo que le faltaba a mi periódico… En el Odessa. Pero ¿por qué? ¿Qué… Hace esto aquí?
El doctor sonrió suavemente, con las manos aún en alto.
—Vamos… ¿Por qué no lo lee? Estoy seguro de que le ayudará a entenderlo todo.
Darby dudó un poco, pero aquello era tan increíble que se agachó a leerlo. Mantenía el arma en alto, pero ya no apuntaba al doctor. Aunque este no hizo ningún ademán de moverse.
Tras leer el anuncio, Darby se quedó en silencio. Se llevó una mano a la cabeza y comenzó a rascarse. Otro de esos fogonazos ocurrió en la memoria. Había visto una imagen clara de sí mismo, sentado en el Odessa, leyendo el periódico en el que no había recortes, pero sí aquel anuncio.
—Yo respondí al anuncio —dijo titubeando.
—En efecto —respondió el doctor—. ¿No recuerda nada más? Esa misma tarde, usted vino por aquí.
Darby recordó la aldaba de oro con forma de dragón. Una bonita enfermera al otro lado de la puerta. El doctor, el anciano doctor, sentado en su despacho y la luz del día entrando por las ventanas. Le invitó a tumbarse en el diván. Era todo como un sueño.
—Hablamos durante mucho tiempo… Una eternidad.
—Así es —dijo el doctor acercándose a él—. Usted necesitaba ayuda. ¿Lo recuerda ahora?
—Sí… Yo… Yo le conté muchas cosas.
Recordó haberle hablado de su vida, de sus problemas. Le habló de su juventud… De cómo nunca consiguió hacerse un hueco en ningún sitio. Su falta de amistades. Su mala suerte con las chicas. Y en la universidad, aquel gran trauma. La chica de la que se enamoró y a la que nunca se atrevió a declararse.
—Sí, Darby, me lo contó todo —dijo el doctor acercándose a él y tomándole por el hombro.
—¿Por qué no deja el revólver a un lado? Ya ha habido suficiente agresividad por hoy. Venga aquí, túmbese en el diván. Usted me dijo que le encantaba.
—¿Se lo dije?
—Me preguntó incluso dónde lo había comprado. Quería uno igual.
Dejó el revólver sobre la mesa y siguió al doctor hasta el diván. Era cómodo de veras.
—¿Qué más le dije?
—Después de la universidad, me habló de su trabajo. Los mismos problemas. Falta de decisión, poca autoestima, evitando confrontaciones… Todo eso le convirtió en un esclavo a merced de sus compañeros. Y lo mismo ocurrió con Eva… Una mujer autoritaria a la que nunca se atrevió a decir que no.
—Dios mío —murmuró Darby—, es cierto.
—Pero hoy hemos dado un gran paso, amigo mío. Hoy tenemos un motivo para estar satisfechos. ¿Recuerda aquella pequeña explicación que le di antes de comenzar? Era sobre la terapia M.A.D… ¿Le suenan esas siglas?
—Algo. Esa es la terapia experimental de la que habla en el anuncio.
El doctor asintió con la cabeza. Se había sentado junto a Darby y tenía el pequeño recorte entre los dedos. Lo leyó.
«¿AUTOESTIMA BAJA? ¿COMPLEJOS? ¿FALTA DE CONFIANZA?
Se buscan voluntarios para terapia experimental por hipnosis (M.A.D). Científico de renombre internacional. Resultados inmediatos. Llame hoy mismo al teléfono…».
—M.A.D. Materialización, Aceleración, Desenlace. Algunos ya la proclaman como el futuro de la psiquiatría.
—¿Cómo hicieron lo del papel? —preguntó Darby—. ¿Lo de recortarlo?
El doctor se rio.
—En realidad solo lo recortamos de su memoria. Decidí escenificarlo todo desde el instante en que usted decidió llamarme. De ahí el poético efecto del recorte de periódico, y nuestro monstruo apareciendo a través de él.
—¿Quiere decir que esto no es… Real?
—Oh… Claro que no. Usted se halla bajo el efecto de mi hipnosis… Y de ciertas drogas también, hay que decirlo. Tiene ahora mismo una corona de electrodos y sensores rodeándole el cráneo. Y aquí, en esta misma habitación, hay ahora mismo ocho personas, atestiguando y documentando el experimento, que por cierto ha culminado exitosamente.
Ese hombre de aspecto enfermizo y con gabardina negra que le ha estado siguiendo es solo una creación. Una horrible y atemorizante suma de todos sus traumas y complejos infantiles. Complejos y traumas que le han acompañado durante toda su vida, como bien pudo usted comprobar en su pequeño ejercicio de regresión con los álbumes de fotografías. Su creación es lo que llamamos la «Materialización», un proceso que es subliminal y muy complicado para explicarlo. Baste decir que, en lo que a su subconsciente se refiere, hemos puesto todo lo malo en un solo punto.
A continuación, procedimos a «Acelerar» la presencia de ese «monstruo». En su sueño hipnótico, usted comienza a verle y experimenta terror. No es para menos… Él incluye todos los miedos irracionales, todas sus fobias e inseguridades. Tenemos gran cuidado de separarlo del otro miedo, el natural y más sano; su instinto de supervivencia.
La aceleración incluye un bombardeo de mensajes agresivos en el que tratamos de exaltar su Tanatos, su instinto destructor. Esto es necesario para sobreponerse al terror. Durante el experimento sus glándulas han generado tanta adrenalina como en un salto a 5000 metros. Y eso ha provocado que lentamente, en su sueño, haya tomado la iniciativa. El revólver, la persecución… Hasta el «Desenlace», el asesinato, imaginario completamente, de sus problemas. Y esto es todo cuanto ha ocurrido. Su vida no está acabada. La policía no vendrá a por usted porque no hay cadáver alguno. Esta es la explicación final que procuramos dar para no dejar rastros de culpabilidad o de confusión en el experimento. Queremos que usted salga de la hipnosis «absuelto» y sin ninguna culpa. ¿Responde esto a todas sus preguntas?
Darby reposó la cabeza en el cómodo diván y se sintió súbitamente feliz. Era como despertarse de una horrible pesadilla… Incluso mejor, porque ahora sentía que la realidad en la que se despertaba era mejor, mucho mejor.
—¿Qué ocurrirá ahora?
—Le despertaremos. Tardará un poco en volver completamente, pero lo hará. Créame, está usted en buenas manos.
—Me refiero a después. Con mi vida.
—Oh… Eso es lo que está por ver. Supongo que usted comenzará a ver con más claridad, sin el velo del miedo tapándole los ojos. Y tomará algunas decisiones. No tardará mucho en hacerlo, se lo digo por la experiencia de los otros voluntarios.
—Dejaré a Eva. Y el trabajo —dijo Darby. Y al decirlo, sintió como una chispa en el estómago. Una chispa de auténtica felicidad—. Y viajaré. Siempre he querido viajar.
—Eso es estupendo.
—Soy muy feliz, doctor.
—No sabe lo feliz que me hace oírlo. Pero Darby… Ya se hace tarde. Tenemos que proceder a traerlo de vuelta de su sueño. ¿Tiene todavía esa tarjeta que extrajo de la cartera del espectro?
Darby rebuscó en su americana y allí estaba el cartoncito.
—Es un mero truco psicológico —explicó el doctor—. Como un rastro. Un hilo de cuerda para no perderse en el laberinto. Ahora debe usted romperlo. Y al hacerlo, se despertará. ¿Preparado? Contemos hasta tres.
Darby tomó la tarjeta entre sus dos manos y se preparó para rasgarla.
—Una… Dos…
—Espere —dijo de pronto Darby, interrumpiendo al doctor.
—¿Sí?
—¿Recordaré algo de todo esto cuando me despierte?
—Nada —respondió el doctor.
—Entonces recuérdeme una cosa cuando esté de vuelta, doctor.
—Lo que usted quiera Darby.
—Recuérdeme buscar a aquella chica de la universidad. Plantarme en su casa, allí donde viva, con un ramo de flores y decirle que nunca le he dejado de amar, que siempre he soñado con ella, en lo más profundo de mi corazón. Si hago eso, es que estoy curado de verdad.
—Eso está hecho, amigo. Se lo recordaré. ¿Listo para seguir?
—Ahora sí, doctor. Gracias.
—Muy bien… Pues allá vamos, Darby. Cuente conmigo: Uno… Dos… y… ¡Tres!
Darby rasgó la tarjeta y soltó una gran carcajada de felicidad.