Noche de Almas
La casa apareció al fin, cuando ya estábamos a punto de perder las esperanzas, cuando incluso, en lo hondo de nuestros corazones, habíamos contemplado la idea de morir allí, en medio de la nada.
Pía había intentado utilizar el móvil para llamar a El Merchero y pedir ayuda, o un taxi —aunque nos costara una fortuna— pero ni siquiera el teléfono funcionaba. «Acamparemos, en todo caso acamparemos» nos decíamos, allí, en aquel desierto, pensaba yo, en medio de la nada ¿duraríamos mucho más? Ya habíamos acampado la noche anterior y el agua se había acabado a media tarde. Los cálculos habían sido demasiado optimistas y el pozo de Negrera, en la mitad exacta del camino, estaba cerrado, o no supimos hacerlo funcionar. Teníamos la boca llena de arena, los pies cansados, los zapatos cubiertos de polvo rojo. El sudor de la espalda se había secado, vuelto a fluir, secado otra vez. El peso de las mochilas era ya parte de nosotros. Pensaba que cuando por fin lográsemos quitárnoslas de encima, saldríamos volando como dos globos en aquel azul y ardiente cielo del desierto.
Pero entonces la casa apareció en el horizonte como una extraña joya incrustada en la llanura. Una pieza de jade verde rodeada de desierto.
Pía la vio primero, y su voz, después de varias horas de silencio, sonó desesperada, casi envuelta en lágrimas.
—¡Allí!
Estaba todavía a unas cinco millas, pero estaba. La esperanza reactivó las piernas y los corazones. Detrás del pequeño, casi minúsculo edificio, se recortaban las montañas, la cordillera del Peratil, donde pensábamos llegar en una semana. Y ahora parecía que lo conseguiríamos, al fin y al cabo.
Dos horas antes no había estado nada claro. De hecho, y esto era algo que no iba a confesar a Pía hasta que estuviéramos a salvo, bajo un techo, en una sombra fresca y con algo de beber a mano, yo había llegado a sentir ese hormigueo de cuando tienes la muerte cerca. Había pensado que alguien nos echaría de menos, pero que sería muy tarde para entonces. Quizás al cabo de un par de semanas mi hermano Javi, allá en Madrid, comenzara a extrañarse de no tener el habitual email de la semana. Bien, pensé, suponte que te saltas dos emails seguidos, no respondes los suyos, comienza a extrañarse. Entonces llama a nuestro último punto conocido en el mapa, en El Merchero, y quizás alguien se acuerde de esa pareja de «gallegos» locos que se disponían a cruzar a pie el desiertito del Umbral hacia la cordillera del Peratil, algo que todo el mundo nos había desaconsejado (cojan un pickup, por Dios), pero que habíamos insistido en que era «algo espiritual» hacerlo así, como en los libros de viajes que habíamos leído. Y también le dirían que sabíamos (por una vieja guía) de una fonda perdida en ese desierto, una casa colonial, antiguo rancho de caballos, que ofrecía alojamiento por esa zona. Y que para allí habíamos marchado la mañana del 27 de febrero, justo la primera de cuatro noches de luna llena, y que nunca se volvió a saber de nosotros. Para cuando mandaran un coche a investigar, quizás Pía y yo seríamos un par de bonitos cadáveres de 27 y 31 años respectivamente, resecos y sonrientes bajo ese sol impenitente.
—¡Gracias a Dios! —dije, y mis palabras lucharon por hacerse camino entre mi garganta seca—. ¿Crees que puedes llegar? Puedo ir yo y volver con ayuda.
Pía iba cojeando desde la media mañana. Había comenzado a dolerle el tobillo otra vez y no nos quedaban antiinflamatorios. Lo tenía hinchado como una pelota desde la noche anterior, cuando lo torció entre dos rocas mientras buscábamos leña para hacer una hoguera, y suponíamos que sería un esguince. Pero no parecía nada mucho más grave. Dos días de hielo y reposo, tres a lo sumo, y estaría en perfecto estado.
—No. Lo intentaré —dijo sonriendo—. No creo que me lo rompa más. Y ahora ya es cuestión de orgullo. —Extendió su mano hacia mí y yo se la cogí. Nuestros dedos se entrelazaron en el aire—. Llegaremos juntos.
Tardamos otra hora más en recorrer aquel trecho del desierto, pero fue una hora buena, en la que nos permitimos incluso tirar las mochilas diez minutos, beber el último sorbo de agua y descansar. Ahora nos sabíamos salvados, y cuando el sol por fin comenzó a caer hacia las cumbres del Peratil, y el cielo enrojecía, ya habíamos andado ese trecho y nos acercábamos frescos a los tocones que delimitaban el terreno de Villa Augusta, que ese era el nombre de la propiedad. Augusta De Duarte, según rezaba una inscripción en piedra.
La casa esperaba en silencio, sin movimiento a su alrededor, tan solo el que provocaba una brisa de la tarde que movía algunos arbustos y matorrales y empujaba algo de arena de aquí para allá. Pero no vimos ganado, ni oímos voces, y la zona del rancho parecía vacía, abandonada, con los tejados medio caídos y pocos signos de orden o limpieza. Distinguí un jeep 4×4 aparcado junto a uno de esos establos y solo eso me quitó de encima la idea que venía haciéndome, de que la casa quizás estuviera abandonada.
Solo cuando estuvimos más cerca, a menos de medio kilómetro, distinguimos mejor la casa, sus verdes fachadas de construcción colonial, antigua, polvorienta, fabricada con un gusto extraño, quizás cuando en aquellos lares todavía existían pozos de agua solventes, quizás con la ambición de liderar un terreno que resultó no tener valor. Una gran dama decadente, perdida en el desierto inmortal. Todas las contraventanas, de color blanco, estaban echadas confiriéndole un aire de fósil, de calavera reseca. Y no se distinguía una sola luz dentro de la casa. Todo aquello nos podría haber resultado extraño, pero a esas horas estábamos tan cansados que nada llegó a causarnos la más mínima alarma. Ni tan siquiera aquel extraño círculo de piedras que nos encontramos ya a pocos metros del edificio. Piedras del tamaño de una cabeza infantil, colocadas a una distancia de metro y medio aproximadamente, rodeando la casa como un muro invisible. A Pía le pareció el entretenimiento de algún huésped aburrido, igual que los montones de piedras que los turistas hacían en las playas de Menorca. Entonces me dejé convencer por aquello, pero reconozco que pensé que aquello debía tratarse de un ritual, algo religioso, místico, aunque no necesariamente peligroso. Estábamos reventados, a punto de dejarnos caer, imaginamos que aquello tendría una explicación satisfactoria, y que no era ese el momento de buscarla.
La entrada principal estaba guarecida bajo una arcada, y la sombra, por primera vez en el día, nos sentó como una fresca bendición. La puerta no tenía timbre, y alguien había retirado el aldabón que debió yacer en el centro de la madera (¿la razón?, ¿quizás algún vecino travieso que llamaba en mitad de la noche?) así que golpeé con mi puño y esperé. La casa respondió con un perfecto silencio.
Pasaron dos minutos y llamé otras dos veces, pero lo mismo. Pía se había quitado la mochila y estaba sentada sobre ella. Yo hice lo mismo. Me senté, descansé un poco, y después me puse en pie y le dije que esperara un segundo, que iría a ver.
—Quizás hayan salido —opinó ella.
—Pero he visto un coche aparcado junto a un establo. Debe de haber alguien.
—O no… Puede que tengan dos coches.
Esa forma de pensar, un paso o dos más allá de mis ideas, era muy propia de Pía.
—De todas maneras, esta sombra será suficiente para descansar, solo necesitamos encontrar agua.
Caminé por el lateral de la casa tratando de encontrar a alguien. Traté de ver a través de las rendijas de alguna de esas contraventanas, pero mis ojos solo captaban una uniforme negrura, como si hubiera un cortinón negro al otro lado del cristal. Después, al llegar a la esquina, me alejé del edificio en dirección a los viejos establos, donde el jeep estaba aparcado a la sombra, bajo un techado de madera que parecía a punto de venirse abajo. «Definitivamente» pensé «llevan muchos años sin tener ganado por aquí ¿pero tendrán un pozo?». El jeep estaba abierto. Se me ocurrió que, en el peor de los casos, podríamos cogerlo, dejar una nota, y pagar el precio que fuera por un alquiler un tanto forzado. «Sentimos haberles cogido el jeep, pero estábamos desesperados, se lo devolveremos en cuanto lleguemos al Merchero…». Todo eso si el tobillo de Pía no mejoraba. Claro, ese sería el final del intento. Tendríamos que recuperar fuerzas y quizás lo volviéramos a intentar, pero esta vez con un jeep equipado, nada de andar como profetas por el desierto. Habíamos aprendido la lección, como se aprenden las cosas: con dolor.
La llave no estaba a la vista y estuve tentado a registrar el coche, pero no lo hice. Miré hacia atrás, hacia la casa. Repentinamente me había sentido observado.
Escruté rápidamente la fachada, contra la que a esas horas refulgía el sol del atardecer. Entonces lo vi, algo que se movía rápidamente en la primera planta. Algo que el sol había señalado, sobre lo que había reflejado su luz por unos instantes, y que después se había movido, desapareciendo en la negrura. Estaba seguro. Había alguien ahí adentro y por alguna razón no quería abrirnos la puerta.
—Pero ¿por qué…?
Me apresuré hacia la entrada, donde Pía esperaba pacientemente, hecha un ovillo.
—¿Has encontrado algo?
—En la casa hay alguien —dije al pasar frente a ella. Y me dirigí directamente al portón y volví a golpear la madera—. ¡Oigan! ¡Abran, por favor! ¡Necesitamos algo de agua!
—¿Cómo lo sabes? —preguntó ella.
—He visto algo moviéndose en la primera planta. Alguien me estaba observando.
Nos cruzamos una mirada en silencio. Más que un temor, era una pregunta: ¿por qué? En un lugar como aquel, perdido en medio de la nada. ¿Quién temería de nosotros? Nos debían haber visto llegar, un hombre y una mujer cargando dos mochilas, ella cojeando ligeramente. ¿Qué peligro podríamos representar para nadie?
—¿Estás seguro? —me preguntó ella.
—Completamente —respondí.
Alcé mi voz otras dos veces en los siguientes minutos. «¿Hay alguien ahí? ¡Necesitamos ayuda, por favor!». Pero fuera quien fuese el que estaba dentro de esa casa había tomado la determinación de ignorarnos. Le dije a Pía que estuviera tranquila, no nos moveríamos de allí. Había, bien pensado, muchas razones que podrían explicar aquella situación tan absurda. Quizás esa persona fuese un enfermo, o un niño, alguien a quien se le había dejado solo a la espera de que sus padres regresaran. Esas y otras ideas me pasaron por la cabeza mientras volvía a rodear la casa.
En esta ocasión caminé por el lado contrario al de los establos, describiendo un círculo concéntrico al de esas piedras que rodeaban la casa. Caminando junto a ellas me percaté de que estaban bastante limpias de polvo, como si alguien las hubiera cepillado recientemente. Eran piedras normales, sin ninguna inscripción, pero estaban dispuestas en un círculo bastante perfecto, tan preciso que resultaba llamativo, al menos para ser la obra de un artista aficionado tal y como Pía había pensado.
Encontré un pozo en la parte trasera de la casa, donde había otro par de pequeños edificios posiblemente utilizados como almacenes o despensas, o quizás viviendas del servicio, pero que ahora parecían estar abandonados. También reconocí un pequeño cementerio más allá de las casas y la imagen de una virgen de piedra blanca contemplando el vasto sistema de cordilleras que se abría en el horizonte encarnado.
El pozo estaba sellado con una trampa de metal, en uno de cuyos bordes relucía un candado de bronce. Aquello era bueno y malo a la vez; bueno, porque eso significaba que el pozo estaba vivo, malo porque tenía un candado encima. Pero un candado se puede destrozar, y yo estaba dispuesto a ello si es que la gente que estaba dentro de la casa seguía sin querer abrirnos. Les compraría un candado o un pozo nuevo si hacía falta, pero ahora necesitábamos beber, así que no me lo pensé mucho más.
Me dirigí al círculo de piedras y cogí una de buen tamaño. Regresé con ella entre las manos y la alcé sobre mi cabeza, para después dejarla caer encima del candado. Esquirlas de piedra y polvo saltaron por los aires, pero el candado parecía intacto. En fin, no había muchas alternativas más que insistir así que volví a golpearlo, tres, cuatro, cinco veces. Hasta que escuché una voz a mis espaldas. Era Pía.
—¡Daniel! ¡Espera!
Me giré y vi que un hombre la acompañaba. Alguien había abierto la puerta al fin.
Dejé la piedra en el suelo y me preparé para disculparme. Llevaba unos cien dólares en efectivo en uno de los bolsillos del pantalón. Se los daría como compensación si hacía falta, pero él debía entender que había actuado por pura desesperación. Y ellos, maldita sea, se lo habían pensado bastante antes de ayudarnos.
El hombre caminó en mi dirección y yo hice lo propio. Distinguí sus rasgos indígenas, un hombre fuerte, bajito y de andares tranquilos pero firmes. Cuando ya estaba lo suficientemente cerca de mí aprecié su rostro de cejas pobladas, boca pequeña y ojos muy juntos alrededor de una nariz ganchuda.
Empecé a decir algo en voz alta, disculpándome, pero él pareció no interesado en eso, no al menos por el momento. Pasó junto a mí y continuó hasta el pozo. Pensé que iría a comprobar los daños, pero en vez de eso se agachó, cogió la piedra que yo había dejado sobre la tierra y caminó con ella hasta el hueco que había dejado hecho en el círculo, donde la posó con cuidado.
El hombre se llamaba Manuel y, sorprendentemente, no estaba demasiado enfadado por mi primitivo intento de forzar el pozo. Se presentó, nos preguntó de dónde veníamos y nos hizo un gesto para que lo siguiéramos a la casa. Un par de moscas revoloteaban sobre sus hombros, y Pía y yo coincidimos más tarde en que tenía algo raro, o más bien, que estaba a falta de algo (un hervor como suele decirse). Era su mirada, tal vez. Era ligeramente estrábico, pero además parecía que siempre estuviera mirando a otra parte, nunca a tus ojos. En fin, en aquel momento fue para nosotros como un ángel. Nos pidió que dejáramos las botas fuera y nos hizo entrar al hall de la casa, un espacio fresco, alto y rectangular, decorado con largos cuadros y espejos, que conectaba hacia arriba y a los lados con otras estancias de la casa, que en aquel momento eran solo sombras indistinguibles, pues nuestros ojos tardaban en acostumbrarse a aquella repentina penumbra. Manuel se perdió por una de esas oscuras gargantas y volvió más tarde con una botella de cristal y dos trapos. Dijo «Beban primero del trapo, no vaya a reventarles el corazón». Yo no creía mucho en esas supercherías, pero no quise discutirle ni un poco. Rociamos agua en los trapos y nos los pasamos por la frente y el cuello, y después bebimos y bebimos, muy poco a poco, sintiendo aquel líquido refrescando nuestras recalentadas entrañas.
Le explicamos nuestro viaje desde El Merchero, cómo nos habíamos encontrado el pozo de la Negrera, pero que no habíamos podido sacar ni una gota de agua, y el resto de la pequeña aventura hasta aquí. Él nos miraba, supongo que sin comprender por qué dos personas se deciden a cruzar andando un desierto cuando pueden utilizar el coche.
—El pozo de la Negrera está seco desde hace meses —dijo Manuel, con su voz tranquila y rítmica—. ¿Nadie en El Merchero se lo dijo? Aunque ellos tampoco deben saberlo: desde que está la carretera, ya nadie cruza el desierto. Y tampoco hay ganado.
Eso era cierto. En el pequeño pueblo de El Merchero, orgulloso de su reciente desarrollo gracias a la nueva carretera, ya muy pocos se adentraban en el Desiertito. Ahora tenían coches, bebían cocacola y cerveza, y no necesitaban asomarse a ningún pozo, ni cruzar ningún desierto. Lo vadeaban, a cien kilómetros por hora, en sus pickups japonesas o norteamericanas, para ir a trabajar a las minas en el sur, o a la refinería en el norte. Cuando les hablamos de la vieja ruta, solo un viejo parroquiano recordó el pozo, pero nos advirtió que lleváramos una buena cantidad de agua. Sobre la vieja fonda de los Duarte nadie nos dijo gran cosa. Solo una vieja guía de montañismo que encontramos en otra pensión, días atrás, la mencionaba brevemente, como único punto de descanso en la ruta del Desiertito.
—En la guía decían que la casa daba alojamiento a viajeros… —comencé a decir.
Entonces, casi atravesando mi frase como una flecha, se oyó otra procedente de lo alto.
—La fonda está cerrada en esta época del año.
Manuel, que se había relajado sobre una cómoda de madera, se puso firme al oír aquella voz que venía de lo alto de las escaleras. Recogió los dos trapos y la botella mientras la recién aparecida mujer descendía por las escaleras.
No era una mujer muy mayor, aunque su aspecto inicial podría engañarlo a uno. De mediana altura, gruesa, con una larga coleta a la espalda. Vestía con pantalones y camisa. Tenía un rostro esencialmente varonil, de cejas muy gruesas, como cepillos, y ojos verdes. La nariz redondeada en la punta. Vetas canosas en su cabello, una cara joven pero mayor al mismo tiempo.
Llegó adonde nosotros. Por su forma de vestir y andar, y viendo la reacción de Manuel, adiviné que nos encontrábamos ante la señora de la casa.
—¿Cerrada? —pregunté—. No lo sabíamos. En la guía donde lo leímos no decía nada.
—Debe ser muy vieja esa guía —replicó ella, altisonante—, porque hace años que esta casa no sale en las guías.
La miré a los ojos. En aquellos instantes me importaba muy poco que alguien tratase de ser soberbio, o de imponer su ego y sus malditos complejos sobre mí y mi novia. Habíamos escapado del desierto, eso era suficiente. Sería capaz de dormir en un establo, o acampar fuera, con tal de que nos dieran agua y nos llevaran, al día siguiente, de vuelta a El Merchero.
—Puede que tenga razón —dijo Pía, que no se arredraba con la altanería de aquella mujer—, y no queremos molestarles, pero hemos llegado por los pelos hasta aquí. Se nos acabó el agua y yo… bueno, tengo el tobillo hecho una pascua.
—Eso… —apoyé mínimamente.
La señora, que después supimos que se llamaba Elena Duarte, miró a través de la puerta, donde el atardecer ya había comenzado su espectacular declive sobre el desierto.
—Ustedes debieron chequear mejor su ruta antes de partir a través de un desierto —contestó sin aflojar su tono—. En cualquier caso, ya se está echando la noche encima y no los vamos a dejar ahí fuera.
—Gracias —dijimos Pía y yo al mismo tiempo—, se lo agradecemos de veras —añadí yo.
Ella observó entonces el tobillo de Pía. Sin el calzado puesto, su hinchazón era bastante evidente.
—Manuel, mira a ver si queda algo de hielo para ese pie. Y después prepárales una habitación. Arriba. Atrás.
Aquellas dos últimas palabras sonaron extrañas. Como indicaciones cifradas con un significado especial. Manuel asintió al oírlas.
—Llevamos sacos —dijo Pía entonces—, no hará falta que preparen camas. No queremos causar ninguna molestia.
Elena Duarte hizo como que no oía esa frase. A cambio, respondió:
—La casa se cierra por la noche. Esa es la única regla. Las ventanas incluidas. En esta época del año vienen tormentas repentinas y destrozan los cristales. Nada de abrir las contraventanas ni salir afuera por la noche.
Nos pareció una regla extraña, y tampoco habíamos oído hablar de esas tormentas repentinas (de hecho, la noche anterior la habíamos pasado en una paz absoluta), pero no obstante asentimos en silencio. Elena Duarte nos dijo que podríamos comer algo en la cocina una vez que estuviéramos instalados, y eso volvió a suscitar nuestro agradecimiento. Pensé que podría dejarles unos cuantos dólares a nuestra salida. Calculé el precio que solían pedir en las fondas y pensiones del camino y lo dupliqué. Lo dejaría sin previo aviso. Aunque rara, aquella pareja perdida en el desierto nos había salvado la vida.
Nos entró un pequeño ataque de risa cuando Manuel nos dejó a solas en la habitación, escaleras arriba.
—¿Es esta nuestra mejor anécdota hasta el momento? —dijo Pía dejándose caer sobre la cama.
Pese a que todavía estábamos mareados y confusos por el día de marcha, nos echamos a reír. Después de un día terrible, terminar conociendo a aquellos dos personajes, en aquella casa extraña con sus extrañas reglas, resultaba ciertamente irreal, y supongo que la risa era la manera más eficiente de ordenar ese rompecabezas.
—Creo que merece un largo apunte en el diario de viaje —opiné mientras la besaba.
La habitación era ¿cómo describirla? La mejor habitación en la que habíamos dormido en los últimos dos meses de viajes por el continente americano. Una cama con dosel, un viejo armario ropero, vacío por completo, un escritorio de madera, una pequeña puertecita conectaba con un pequeño servicio. Una araña, que había disfrutado de su particular mansión en el plato de la ducha, salió nadando por las tuberías cuando probamos el grifo. ¡Funcionaba!
—¿Crees que habrá alguien más en la casa? —pregunté mientras me acercaba a la ventana—. ¿O solo ellos dos?
—Me parece que solo son ellos dos. La señora y su criado. Parece una novela de vampiros.
—¿Y quién es ella? ¿La vampira? —susurré.
—¡Oh Dios! —exclamó Pía mientras se colocaba la bolsa de hielos que Manuel nos había dado antes de subir.
—Espera, te ayudo a ponértela bien.
Me acerqué y le coloqué la bolsa en equilibrio sobre su tobillo.
—Esto te vendrá de maravilla.
Pía dejó escapar un murmullo de dolor. El hielo comenzaba a hacer sus efectos sobre la hinchazón.
—¿Crees que podremos irnos mañana? No parece que a esa señora le haga mucha gracia nuestra visita.
—Ya lo veremos —respondí—, depende de tu tobillo. En cualquier caso, si nos quieren echar volveremos a El Merchero. Manuel podría llevarnos con el coche. Aunque creo que podríamos pasar un par de días aquí y continuar el camino. Intentaré negociar con ella mañana.
El siguiente pueblo, a los pies de la cordillera, se llamaba San Miguel de Hyzes. Podíamos llegar a él en un par de días de marcha, pero siempre y cuando Pía estuviera perfectamente curada.
—Ojalá… —dijo ella—, porque o sucede un milagro o no creo que pueda caminar mañana.
Hacía calor en la habitación. El aire estaba estancado, y desde las tuberías del baño se elevaba un leve hedor. Me dirigí a las ventanas, dos largas hojas de madera y cristal, y las abrí. Tras ellas descubrí dos portezuelas de madera. Intenté empujarlas o abrirlas, pero parecían fuertemente cerradas. Distinguí entonces una pequeña cadenita y un candado dejado en el exterior. A través de sus rendijas pude adivinar una gran luna llena que comenzaba a asomarse por el este.
—Iba en serio con lo de las ventanas —dije—. No se pueden abrir.
—Bueno —dijo Pía—, déjalas. Por lo menos corre el aire. Además, es la regla número uno de la casa, ¿recuerdas? —Y poniendo voz de monstruo dijo—. La casa se cierra por la nocheeeeee.
Seguí mirando por la rendija. La habitación daba al cementerio y se distinguían algunas cosas con la luz de la tarde. La estatua de la virgen. El pozo. Ese extraño círculo de piedras.
—¿No te parece raro lo de que todo esté cerrado? —pregunté—. No tiene mucha pinta de que vaya a venir ninguna tormenta.
—Bueno… Con una casa tan grande y solo dos personas, quizás prefieran tenerlo todo cerrado por si acaso. Ella dijo que las tormentas vienen repentinamente.
—¿Pero qué tormentas son esas? —empecé a preguntar, pero en ese momento alguien llamó a la puerta. Era Manuel. Dijo que había preparado algo de comida en la cocina y que bajáramos cuando nos apeteciese. Pía anunció que prefería quedarse en la cama y me preguntó si podría subirle algo.
Dejé a Pía con un plato de embutido, frutas y más agua. Quería escribir en su diario, estar sola. Así que yo me bajé a cenar a la cocina, y allí estaba Manuel, con sus dos moscas alrededor del cuello, su capa de sudor brillante y sus ojos medio idos. La «señorita» Elena se había acostado, me dijo, y yo volví a darle las gracias por su acogida, y pedirle disculpas por golpear el candado del pozo. «Pensé que se lo pagaría más tarde» dije. Evité comentar cómo había visto a alguien observándonos desde las ventanas mientras escrutaba los alrededores de la casa, como si se hubieran debatido entre dejarnos en la calle o abrirnos la puerta. De todas formas, tenía la sensación —después de conocer a la señora Duarte— que había sido más cosa de esta última que del callado y obediente Manuel.
Manuel sacó una botella de vino y algo de queso y se sentó frente a mí, en una mesa de conglomerado, en aquella cocina de piedra donde todavía había un viejo fogón de chapa y un lavadero bien grande, que debía de tener cien años lo menos.
Me fijé en las contraventanas. También estaban echadas.
—¿Y hace mucho que no reciben viajeros? —pregunté.
—Tres años lo menos, señor —respondió Manuel mientras partía el queso con un certero golpe de cuchillo—. Eso de la pensión fue una idea de Ariadna Duarte, una de las hermanas de la señora. Pero ella ya no vive aquí. Se marchó a Norteamérica hace años. Y el negocio tampoco rendía muy bien, desde que construyeron la carretera nueva.
Sirvió dos vasos de vino justo hasta el borde. Alzamos la copa amigablemente y bebí un sorbo. Pero cuando el vaso de Manuel aterrizó en la mesa estaba vacío. Y no solo eso, sino que Manuel volvió a llenarlo, esta vez un poco menos. Y siguió comiendo queso y bebiendo largos tragos.
—Ahora ya ni siquiera hay ganado. Es una pena, pero la señorita Elena no quiere ni oír hablar de eso. Y yo le digo que la casa necesita reparaciones, que se está cayendo a trozos, pero creo que ella lo prefiere así. Al final, es la última Duarte. Porque no creo que la señora Ariadna vaya a volver por aquí. ¿Más vino?
Señaló a mi vaso, que solo estaba por la mitad.
«Vaya nochecita me espera» pensé mientras asentía.
Llevaba una buena temporada sin beber alcohol y al de dos vasos ya notaba mis mejillas ardiendo y mi lengua bailando dentro de la boca. Pero Manuel, pese a su aspecto poco lúcido y a su forma de hablar seca y cortante, era un buen compañero de copas. Me contó mucho sobre la finca de los Duarte, de cómo cien años atrás había sido uno de los mejores ranchos de toda la provincia, y que era una de las familias más importantes del país. Y que en esa casa se había celebrado la boda de un príncipe europeo a principios de siglo. Y que allí se habían cerrado acuerdos importantes para la patria. Pero después, con las nuevas industrias, el señor (Gervasio Duarte) había invertido mucho dinero en cosas que no habían salido bien y, varias enfermedades y dos guerras por medio, la familia había perdido muchos miembros, tíos, hermanos… Y que al final quedaron las dos hijas, Ariadna y Elena, y ahora solo quedaba Elena, la menor, nunca casada y sin descendencia, y que después de ella no quedaba un solo Duarte en aquella patria. Solo Ariadna, que ahora vivía en California y que jamás volvía por allí.
Hablaba alto, cada vez más alto, quizás impulsado por el vino, y tuve miedo de que la señora pudiera oírle, pero Manuel no se mostraba temeroso. Hablaba conmigo como con un camarada, quizás porque me veía joven, vestido con unos vaqueros cortados y una camiseta sucia.
Acabamos con la botella y se levantó a rellenarla. En una despensita anexa a la cocina había dos grandes barriles de vino.
—Es algo que no debe faltar en esta casa —bromeó cuando hice mención de aquella generosa reserva de vino que parecía inacabable.
«De eso estoy seguro» pensé «si todas las noches bebe a este ritmo». Manuel llevaba solo un lustro trabajando en la casa. Antes había sido campesino en unas tierras al norte, pero «sufrió la expropiación» (no indicó cuál, pero debía ser algo lo suficientemente importante) y tuvo que dejar su trabajo y buscarse la vida. El último «mayordomo» de las Duarte se había marchado por enfermedad ese mismo año, y a través de un suegro suyo consiguió el trabajo. No se pagaba muy bien, pero se ofrecía vivienda y pensión completa, y el trabajo no era demasiado farragoso. Mantener la fontanería y la electricidad a punto, viajar a El Merchero para hacer la compra una vez por semana, limpiar habitaciones y hacer colada para la señora Elena. Poco más. Ella tampoco necesitaba mucho. Salía de vez en cuando a visitar unos primos suyos en San Miguel De Hyzes, y en cinco años la había llevado tres veces al aeropuerto. Nada más. Se pasaba el día en sus lecturas, escribiendo cartas y mirando el horizonte, soñando con algo o con alguien seguramente.
—Vaya, debe ser una vida solitaria. Pero, y disculpe la indiscreción, ¿de qué viven aquí? No he visto ganado ni nada por el estilo.
—La señora tiene rentas y alguna asignación de su hermana, que es la que heredó todo. Yo creo que lleva años intentando vender la casa y el terreno, esperando a un inversor que se interese por el sitio, quizás para crear un hotel en condiciones, y ella poder marcharse. Y entre tanto mantiene la finca como puede, tirando del pobre Manuel como el que tira de un burro.
Noté el tono de rencor en su voz y preferí no tirarle de la lengua, que fuera él el que siguiera hablando si quería. Pero no quiso.
—Pero cuénteme, mi buen. ¿Qué les trae a ustedes tan lejos de su casa? —se echó una pequeña carcajada—. ¿En qué hora se les ocurrió andar por ese desierto, jugándose la vida usted y su linda señora? Lindísima, si me permite que le diga.
Esa era una buena pregunta que no acostumbraba a responder del todo. Pero ya había bebido un poco, y Manuel me había relatado media vida suya, y quizá en el fondo me apetecía contárselo a alguien de vez en cuando.
—Empezamos a viajar hace cinco meses, en México. Siempre nos ha gustado caminar y acampar, así que nos propusimos hacer muchas rutas a pie, tantas como fuera posible. Lejos de las carreteras es donde se encuentran las cosas bellas ¿no cree? Así cruzamos América Central, eligiendo un camino y tirando por ahí. Cruzamos la frontera entre Guatemala y Honduras una medianoche, por la jungla. Igual que una ruta de dos semanas en el Amazonas, solo a canoa y a pie. Ahora queremos llegar hasta Tierra de Fuego, sin prisa. Mientras tanto queríamos pasar una noche en el desierto. Elegimos este, de camino a la costa, a la cordillera. Y bueno, lo describen como un desierto pequeño, y menos mal que es pequeño porque casi nos quedamos de camino.
—Usted que lo diga, compadre —asintió Manuel—, ¡bonito viaje! Yo nunca he salido de la provincia excepto una vez, que fui a una boda de un primo mío en Asunción. ¿Y cómo van viviendo? ¿Trabajando de camino?
Le dije que no, que íbamos gastando los ahorros poco a poco.
—¡Carajo! Deben ser ustedes muy ricos para vivir como mendigos así de bien.
Sonreí, aunque en el fondo me hirió un poco el comentario, quizás porque era cierto. Supongo que los hombres de manos callosas de este mundo tienen derecho a decir la verdad.
—Bueno sí, no muy ricos, pero tenemos lo suficiente para unos meses más. Después volveremos a Madrid, supongo, y habrá que trabajar otra vez —dije aquello resoplando, como para colocarme al nivel proletario de Manuel (aunque compararme a mí escribiendo informes en una cómoda silla de gomaespuma y Manuel arreglando un tejado en medio del desierto, entre escorpiones y serpientes, resultaba un tanto grotesco).
—¿Usted y su esposa son de Madrid?
—Sí —dije, sin ganas de corregirle sobre Pía y yo, que no estábamos casados.
—Tengo unos primos que marcharon allí hace años, a trabajar en la construcción. Ahora no debe ir muy bien la cosa. La economía debe estar muy mal por allá.
—Ciertamente. La crisis… ya se sabe.
—¿Ustedes también se marcharon por lo mismo? —A Manuel se le había empezado a trabar un poquito la lengua.
—No, lo nuestro… es solo un viaje. Un viaje que siempre habíamos querido hacer.
—Ahh… Comprendo. ¿Más vino, mi buen? —dijo llenándome el vaso hasta el mismo borde—. Pero no quiero interrumpirle: Un viaje que siempre…
—… habíamos querido hacer —proseguí—. Dejar el trabajo, coger las mochilas y partir. Ya sabe, esa idea tan romántica. Dar la vuelta al mundo, o quizás solo la media vuelta. Pero pasaban los años y no éramos capaces de decidirnos. A lo mejor teníamos miedo a perder el empleo, nuestras cómodas vidas…
En ese apartamento «cómodo» del barrio Salamanca. Con ese «cómodo» Volkswagen Beetle, y la casa de alquiler frente a la playa de Cádiz. Y esa oficina «cómoda» llena de personajes «cómodos» bien vestidos, perfumados, que pasaban sus vidas como tú, haciendo declaraciones de IVA millonarias para empresas de zapatos y moda, saliendo los viernes a tomar una cerveza y a intentar llevarse a la cama a algún compañero, hablando de sus hipotecas, de sus hijos recién nacidos y de los problemas de los que pasan la línea de los 35. Todo bien cómodo, bien predecible. La «zona de confort», el lugar donde nunca pasa nada.
—Y al final se decidieron… —Manuel espoleó la historia.
—Bueno. No sé si nos hubiéramos decidido por nosotros mismos, pero entonces sucedió algo terrible. Un accidente que nos cambió la vida. Que nos impulsó a decidirnos.
Bajé la voz. Ahora era Pía a quien temía que nos oyera. Si por cualquier razón se le ocurriera bajar en ese momento… Miré a través de la puerta. Se veía un fragmento de las escaleras. Todo estaba oscuro y en silencio. Bebí un trago.
No sé ni cómo había empezado a hablar de aquello. Acostumbraba a evitar el tema. Pero esa noche, después del desierto, de sentir la muerte bastante cerca, quizás tenía los nervios a flor de piel, y el vino terminó por rematarme. Los padres de Pía murieron en un accidente. Fue algo terrible. Un avión que se perdió en el mar.
—Madre de… —comenzó a decir Manuel, pero se calló. Cogió el vaso de vino y lo apuró.
—Ese vuelo Brasil-París de 2009, el que nunca llegó a su destino. Fue un golpe tan duro, tan cruel, tan repentino… Que nos hizo reflexionar sobre la vida. Sobre lo corta que es, y sobre lo idiota que es esperar a que las cosas sucedan por sí solas. Y por eso no nos costó nada lanzarnos a hacer nuestro viaje. Si todo el mundo mirase a la vida desde esa perspectiva, seguro que se acabarían muchos problemas.
—Seguro, señor.
A Manuel se le había cambiado el humor de pronto, y me arrepentí de haber dado ese toque fúnebre a nuestra pequeña fiesta. Traté de cambiar el tema, pero a él ya se la había borrado la sonrisa del rostro y su cabeza colgaba ahora como un péndulo sobre el vaso. Sus dos moscas debían estar borrachas también, pues ya no las veía revoloteando por ahí. Estaba como ido.
—Manuel, ¿se encuentra bien? Yo siento haber…
—No, amigo mío —dijo levantando la cabeza. Después soltó una especie de carcajada—. No se preocupe. Las cosas pasan porque tienen que pasar. ¿Sabe? Como que ustedes hayan llegado aquí. Como que yo también lo hiciera… Ya lo dijo Ella. Que vendría más gente. Que nunca lo podríamos parar.
Alzó la vista y sus ojos, inyectados en sangre, ya no estaban idos. Era como si, después de un largo día de sueño, por fin hubiera despertado.
Y yo, cada vez más borracho, cansado después de aquel largo día, apenas le entendía.
—¿A qué se refiere, Manuel? No… No creo que le esté siguiendo.
Cerró la boca y apretó sus dientes, como si algo luchase por salir. Después resopló largamente y terminó dibujando una sonrisa con los labios.
—Nah, olvídese. A veces servidor dice cosas sin sentido. El vino este, cabrón. Creo que me disuelve el «celebro» poco a poco.
Alzó su vaso y brindamos otra vez. Yo acabé primero, dejé mi copa en la mesa y observé a Manuel bebiendo a largos tragos su vaso. Pensé en esa frase que acababa de decir, esa frase que —según él— era producto del vino y sus efectos sobre su cerebro:
«Las cosas pasan porque tienen que pasar. ¿Sabe? Como que ustedes hayan llegado aquí. Como que yo también lo hiciera… Ya lo dijo Ella. Que vendría más gente. Que nunca lo podríamos parar». Pero, por alguna razón, aquella frase no me pareció un sinsentido.
Cuando regresé escaleras arriba, tambaleándome, Pía ya se había dormido. Estaba hecha un ovillo en la cama, con el diario de viaje abierto por la mitad, y el lapicero a unos pocos centímetros de sus manos dormidas. La luz de su mesilla de noche le iluminaba el rostro, y también la última anotación que había escrito en el diario.
¡Salvados! Cruzamos el Desiertito del Umbral con gran dificultad. Una noche de acampada maravillosa bajo las estrellas, pero con el tobillo doliéndome. Hoy, durante el día, una verdadera odisea. El agua se acabó y el Desiertito parecía interminable. Las últimas horas iba pensando en lo peor. ¿Es así como se siente cuando la muerte le atrapa a uno? Siempre he imaginado que Ellos aparecerían cuando llegara el momento, pero no ha querido ser hoy.
Al final hemos llegado a la fonda. Una mansión perdida en la nada. Momentos extraños, irreales en un principio. Recibimiento incómodo. Personajes sacados de una película barata de terror (el sirviente atontado, la señora vampírica), pero después la habitación era puro lujo. Un hotel de cinco estrellas no lo podría mejorar. Espero que mi tobillo mejore entre hoy y mañana, aunque quizás eso sea demasiado optimista. Daniel ha demostrado que puede sacar su instinto cavernícola si hace falta (roca, candado). Me reí con esta última frase. Cerré el diario y lo coloqué sobre la mesita de noche.
Después me desvestí y entré en la cama con cuidado. Ni siquiera alcancé a apagar la luz de la mesilla. En cuanto tuve a Pía entre mis brazos, caí absolutamente dormido.
Todo lo que ocurrió esa noche me pareció un sueño, y quizás lo fue, o quizás no. El terrible cansancio, que me había hecho desmayarme sobre la cama, el vino que disolvía el cerebro, todos los ingredientes se mezclaron para vivir una película subliminal, donde la realidad y el sueño eran difíciles de distinguir.
Primero tuve una pesadilla horrible. Algo que me sacudió de veras, porque era un recuerdo que no me había asaltado en muchos años y, aquella noche, de pronto, regresó con toda su crudeza. Era Marta. Otra vez Marta.
Volvió desde aquella habitación oscura donde la vi por última vez, de entre las sombras. Y estaba, como entonces, enfadada, terriblemente enfadada. Y yo volvía a tener veinte años, y volvía a decir las mismas palabras. «Marta, lo siento, pero esto no cambia nada. Tu enfermedad es terrible, pero yo debo escuchar a mi corazón. No voy a volver contigo». Ella me escuchaba desde su silla de ruedas, con el cabello caído hacia delante, despeinado. Tal vez ya había empezado a perder un poco el juicio, o quizás estaba perfectamente serena cuando me dijo aquello. Levantó su mano, aquella larga y huesuda mano y me señaló. «Tú tienes la culpa. He enfermado por ti. Esta enfermedad es por tu culpa. Me abandonaste y mi cuerpo empezó a pudrirse. ¡Lo sabes!». En el sueño todo ocurría de una forma amplificada. Su voz era un rugido, su mano una garra, la rama de un árbol seco que trataba de alcanzarme. Y entonces, de alguna manera, conseguía ponerse en pie sobre las piernas que ya no estaban, porque se las habían tenido que amputar. Y crecía y crecía por debajo de aquel camisón, que ahora se convertía en algo obsceno, un telón que lo cubría todo. Y el monstruo gigantesco avanzaba ahora hacia mí, y yo salía corriendo, y de pronto ya no estábamos en su casa, aquel oscuro y triste apartamento de sus padres, en el que solo vivió ocho meses más antes de morir, sino que estábamos en los pasillos de la universidad donde nos conocimos, donde nos besamos por primera vez.
Donde, una tarde lluviosa, sin quererlo, me enamoré de otra chica.
Quizás, los mismos pasillos en los que otra tarde, de viento y lluvia, tuve que contarle la verdad. Romperle el corazón. ¿Matarla?
Yo corría por los pasillos abandonados y sabía que jamás encontraría la salida. Y Marta volaba a mis espaldas, como un fantasma. Con su cara hinchada y sus labios llenos de pupas, dejando caer una baba verdosa, y sus ojos llenos de ira.
—¡Culpable! —gritaba como una jueza infernal—. ¡Culpable!
Y yo no lo conseguía. No conseguía huir de ella. Lentamente mis piernas iban a menos y al final sentía aquellas dos manos sobre mi cuello. Y trataba de gritar que no había sido culpa mía. Que lo sentía mucho por ella, todo lo que había ocurrido… pero que no era culpable.
Cuando ella me citó tres meses después de romper, para hablarme de algo, y la encontré callada, asustada, con una carta del centro médico entre las manos. «No quiero hablar de lo nuestro, pero ahora necesito un amigo…».
No fue culpa mía.
Cuando ella me llamaba a medianoche y se echaba a llorar, y yo estaba con mi otra chica en la cama. Y tenía que colgarla. Y al final terminé cambiando de teléfono.
No fue culpa mía.
Cuando me emboscó a la salida de la facultad y me rogó que no la abandonara, que ahora me necesitaba más que nunca. Y yo intenté zafarme de ella, y ella se quitó la peluca y se quedó calva, frente a mí, en la imagen más patética y miserable que conservo de ella. Llorando, suplicándome que me quedara a su lado. «Mírame, ya no tengo ni pelo. ¿Vas a dejarme así, sola ante esto?». No fue culpa mía.
Pero ya era tarde para entonces. En el sueño, sus manos me apretaban y apretaban hasta ahogarme por completo, y la muerte era como sumergirse en agua caliente. Cerraba los ojos y me dejaba caer por un largo e interminable agujero.
Después creo que me desperté, pero eso nunca lo tendré claro del todo. Recuerdo sentir todo el vello de mi cuerpo erizado. Recuerdo estar temblando bajo las sábanas, todavía asustado por aquella pesadilla. Desorientado, sediento. Estaba en la habitación de aquella extraña casa, la luz de la mesilla todavía estaba encendida, pero en la cama solo estaba yo ¿y Pía? Miré hacia los pies de la cama y la encontré junto a la ventana. Y creo (creo) que la llamé en voz alta, pero ella no me respondió. Estaba de pie, semidesnuda, mirando algo por la ventana. Me levanté, me acerqué a ella y vi que tenía las manos incrustadas en los huecos de las persianas. «Vamos, vuelve a la cama» le dije, pero ella no escuchaba. Estaba como sonámbula. Y recordé que a los sonámbulos no había que despertarlos ¿era cierto que se podían morir? Me asusté. Jamás la había visto así. Con mucho cuidado retiré sus manos de la contraventana. Ella dejó que lo hiciera, se mostró dócil a mis órdenes, y la dirigí de nuevo a la cama. La ayudé a tumbarse y la besé por toda la cara. «Duérmete, cariño, ahora duérmete».
Después regresé a la ventana. Me había parecido ver algo entre las finas líneas de la persiana. Afuera la luna estaba llena. Su luz regaba el suelo del desierto, creando sombras alargadas. El pozo. Las casas de aperos. La virgen del cementerio. Pero más allá, detrás de las casas había algo más. Primero pensé que serían cactus, plantas del desierto. Pero no, no era nada de eso.
Eran personas quietas, sin hacer el menor movimiento. Miraban hacia la casa.
Y entonces decidí que aquello debía ser otro sueño. Volví a la cama, me apreté contra Pía y cerré los ojos con fuerza para olvidarme de las pesadillas.
—¡Por fin! —dijo Pía al verme bajar por las escaleras al día siguiente—. La marmota sale de su guarida.
Ella estaba sentada en las escaleras del recibidor, con los restos de una manzana y unas galletas a su lado. A la sombra, protegiéndose de aquel sol aplastante de la mañana. El pie metido en un cubo de agua con algunos hielos.
—¿Y los otros? —pregunté al salir por la puerta. Me recibió aquel aire seco y caliente del desierto. El horizonte era una pequeña línea de arena bordeando un radiante y vasto cielo azul.
—Han salido, creo que fueron a El Merchero —dijo ella—, dejaron una nota. Hay comida en la cocina. ¿Has descansado?
—Dios —rugí mientras me estiraba—, no sé ni cuánto he dormido. Ayer bebimos un poco más de la cuenta.
—¿Manuel y tú?
—Sí, un mano a mano. El tipo tiene dos barriles de vino en la despensa. Creo que nos bebimos uno. Madre mía qué aguante. No sé ni cómo se habrá podido levantar hoy.
—Yo caí en picado. Ni siquiera te sentí cuando volviste a la cama.
—Sí, de eso me acuerdo. Te dejaste la luz encendida y el diario sobre la almohada. —De pronto, como un fogonazo, recordé también las pesadillas de la noche. Me estremecí por un instante, pero no quise hablar de ello. «En otro momento» pensé.
Bajé los escalones hasta el caminito de grava que se iniciaba en el frontal de la casa. Salí de la protección del techado y sentí el sol cayéndome sobre la cabeza y los hombros. El coche ya no estaba aparcado en los establos de la izquierda.
—¿Qué tal va? —dije, señalando el cubo de metal en el que Pía había sumergido su tobillo.
—Ha bajado la hinchazón, pero todavía duele. He tenido que bajar las escaleras casi cojeando. Diría que duele más que ayer.
—Es lógico. Tienes los músculos fríos. Pero supongo que es todo lo que podemos hacer. Hielo y reposo. Quizás para la tarde estés mucho mejor.
—¿Crees que les hará gracia vernos aquí a la vuelta?
—No tenemos más opciones: tú no puedes dar ni diez pasos. Pero si acceden a llevarnos, les pagaré gustoso. Ese Manuel parece un buen hombre… bueno, iré a preparar algo caliente.
Regresé al cabo de diez minutos con un mate. Lo llevábamos (junto a la yerba) en la mochila, como parte fundamental del equipo de viaje. Cuando salimos de Madrid era un adicto al café, pero lentamente me había acostumbrado al sabor agrio de esa yerba, y a su efecto más sutil y duradero.
Me senté junto a Pía, en las escaleras, y «mateamos» tranquilamente mirando el horizonte infinito. Arriba, en la suave colina que había frente a la casa, el aire estaba tan caliente que parecía aceite en ebullición.
Después desvié la mirada al círculo de piedras que rodeaba la casa. Eso me hizo recordar las siluetas que habían aparecido en mi pesadilla.
—Esta noche he tenido unos sueños extrañísimos —dije al fin, como si fuera un tema incómodo pero inevitable. Pero antes de que pudiera continuar, Pía me miró y dijo:
—Yo he soñado con mis padres.
El corazón me dio un pequeño brinco al oírlo. Estaba a punto de hablar de muertos que volvían del pasado y, vaya, qué casualidad.
Me quedé en silencio, esperando a que ella continuara. La psicóloga que trató a Pía después del accidente me aconsejó hacerlo así: «que hable cuando quiera y cuanto quiera, nunca le fuerces demasiado».
—Estaban… Aquí mismo. Era todo muy raro. Me sonreían, me decían que me acercara, que querían decirme algo, pero yo no podía. Había algo que no me dejaba avanzar hacia ellos.
La imagen de Pía agarrando las persianas de la casa volvió a mí con maléfica nitidez. ¿Era posible que aquello no fuera un sueño? Pero entonces ¿las siluetas que rodeaban la casa? ¿Aquello también había sido real?
—Tenían algo que decirme, pero no podía acercarme más —su voz se ahogó en un pequeño sollozo. Después se incorporó y me miró sonriendo, con los ojos brillantes—. Qué raro, ¿verdad? Es la primera vez que sueño de esa manera.
En los sueños que Pía tenía acerca de sus padres (algo que seguía ocurriendo una o dos veces al mes) ellos siempre aparecían en escenarios familiares: preparando una barbacoa en su casa de la sierra, almorzando en un restaurante, o pasando un aburrida tarde de domingo de invierno, en el salón de su apartamento. Después se despertaba, a veces llorando, y decía que, por un momento, creía que no habían muerto y que seguían todos juntos, como la feliz familia que habían sido. Esos sueños eran dulces y terribles al mismo tiempo. Como pequeñas jugarretas que su cerebro quería gastarle.
—¿Raro? Esto es… curioso cuando menos —dije entonces.
—¿Por qué lo dices?
—Tú has soñado con tus padres y yo… yo también he tenido un sueño terrible. He soñado con aquella novia que tuve en la universidad. Alguna vez te he hablado de ella.
—¿La que enfermó de cáncer?
—Sí. Llevaba años sin acordarme de ella. Y de pronto, anoche apareció otra vez.
—¿Quieres hablar de ello?
Resoplé, como si realmente no quisiera. Después, en breves líneas, hice una imagen de la pesadilla. Porque no había sido un «sueño melancólico» ni mucho menos. Sino una terrible y monstruosa pesadilla.
Cuando terminé de explicarle aquella agobiante carrera, tratando de escapar de un monstruo asesino, inevitable, Pía dijo que tenía los pelos de punta.
—Dios… Es… Terrible. ¿Pero fue así? ¿Te culpaba?
—Yo rompí con ella y unos meses más tarde le diagnosticaron la enfermedad. Fue algo horrible, muy doloroso. Trataron de curarla como pudieron, con operaciones, amputaciones… La convirtieron en un monstruo. En determinado momento ella debió de perder la cabeza. La medicación, y todo ese proceso… Y comenzó a culparme a mí. Llegó incluso a decirme que yo se lo había provocado. Y de alguna manera lo consiguió, consiguió que me sintiera culpable.
—Nunca me hablaste de eso.
—Lo sé. Es un tema que he intentado olvidar. Pero esta noche ha sido como un gigantesco puñetazo. No había vuelto a pensar en ella durante mucho tiempo.
Terminamos el mate y tratamos de cambiar de tema, hablar de otras cosas más positivas como nuestros planes de viaje una vez que hubiéramos cruzado el Peratil. Había un par de buenas rutas hacia la costa, y la guía hablaba de una zona de cabañas en la playa, y de un pequeño archipiélago donde había una increíble fauna salvaje, al que planeamos llegar alquilando una canoa.
Pía empezó a darme unos besitos muy tentadores en la mejilla, el cuello. En El Merchero habíamos dormido en una pensión con otras dos personas al lado, y la noche en el desierto habíamos estado demasiado cansados para…
—Tenemos toda la casa para jugar —dijo ella, acariciándome la pierna.
—¿Pero y tu pie? —le pregunté.
Ella me miró con ojitos de gata.
—Te dejaré a ti que lo hagas todo.
Manuel y Elena Duarte no regresaron hasta el atardecer.
Hasta esa hora, Pía y yo habíamos matado el tiempo en la cama, y después investigando la casa, abriendo y cerrando puertas. Había varios salones, casi todos medio vacíos, con los muebles cubiertos por sábanas o plastificados. Le hablé a Pía de lo que Manuel me había dicho, que la señora Duarte llevaba años intentando vender la propiedad, y que ya nadie vivía allí desde hacía mucho tiempo.
Destapamos algunos cuadros y muebles. Encontramos la pista del gran patriarca, Gervasio Duarte, en un gran cuadro sobre una chimenea de mármol italiano. En ese mismo salón también dimos con un viejísimo gramófono de marca Polyphon, con su gran trompeta de madera y un disco que todavía olía a cera colocado sobre él. «Papaveri e papavere» decía en su pequeña etiqueta central «Fonodisco Italiano». Todo viejo, antiguo, sin uso. Como aquella casa.
Había una puerta debajo de las escaleras que resultó ser la habitación de Manuel. Un catre revuelto, paquetes de tabaco y olor a vino. En una de las paredes había un colgador de llaves en el que vimos copias de las llaves de la casa y de un coche. Me apunté aquel descubrimiento como una nota mental.
Más intrigante fue el descubrimiento que hicimos escaleras arriba, en el mismo pasillo que nuestra habitación. El resto de los dormitorios de invitados (contamos hasta cuatro incluyendo el nuestro) estaban situados, dos a dos, en el tramo del pasillo más próximo a las escaleras. Pero después, doblando el pasillo y subiendo otra pequeña escalera, se accedía a otro tramo en el que solo había tres puertas. La última, la que cerraba el pasillo, tenía un pasador instalado por fuera. Como un calabozo. Entre risas, Pía dijo que debíamos abrirlo. Le dije que se olvidara de la idea, pero ella insistió: «¿Y si tienen a alguien encerrado?».
Pía era esa clase de persona con la que ningún viaje resulta aburrido.
—Si lo tienen encerrado será por algo —respondí yo.
Pero no hubo manera de quitarle aquella locura de la cabeza, así que después de golpear en la puerta un par de veces, terminamos abriendo el pasador. Tras la puerta descubrimos un gran dormitorio, con las contraventanas echadas como en el nuestro. Este, a diferencia de los otros en los que habíamos curioseado hasta entonces, parecía haber sido habitado hacía bien poco. Las sábanas estaban revueltas y el aire no olía a polvo, sino a cera de velas y a perfume. Un escritorio junto a la ventana estaba repleto de papeles, cartas y libros. Una fotografía familiar de dos mujeres, una de ellas la versión joven y más alegre de la señora Duarte. No tardamos en concluir que aquella era su habitación, y enseguida nos sentimos mal por haber violado aquel espacio personal.
—¿Pero por qué tendrá ese pasador afuera? —se preguntó Pía, quien parecía disfrutar con aquel misterio.
—Quizás la castigaban de pequeña. —Teoricé, mientras no perdía de vista la puerta, temiendo que la dueña de la casa apareciese por el fondo del pasillo en ese instante—. Aunque podría haberlo retirado. Parece que está nuevo, bien lubricado.
—¡Y mira esto! ¿Qué es?
—Vamos, Pía —le urgí—. Hay que salir de aquí. Esto está mal.
Pero Pía ya había surcado la habitación hasta un gran armario ropero, abierto de par en par, que dejaba ver un largo espejo acoplado a la cara interior de una de sus puertas. En la otra, colgado de un pequeño clavo, había una especie de calendario.
—Un calendario de lunas. Mira.
—Sí, sí —dije sin perder la concentración en el pasillo—, ¿y qué?
—¿No te parece raro?
—Joder, pues sí, un poco. Pero aquí todo es raro, ¿no? Esta señora es la foto que aparece en el diccionario al lado de la palabra RARO.
—¡Mira! Ayer, hoy y mañana están marcados en rojo.
—Es por la luna llena.
—No —respondió Pía—. Hay otras lunas llenas en el calendario, en otros meses. Pero ninguna marcada en rojo. Solo esta.
—Bueno, hay que irse. Después lo pensaremos. ¡Vamos, Pía!
La tuve que coger del brazo para obligarla a dejar su exploración. Salimos de allí, con cuidado de dejar el pasador echado, tal y como lo habíamos encontrado.
A eso de las seis de la tarde, oímos el motor del jeep acercándose por el norte. Estábamos dando una vuelta por los alrededores de la mansión, investigando el cementerio, las chabolas abandonadas del exterior. Pía se había hecho con un pequeño bastón de madera con el que se apoyaba al caminar.
El jeep aparcó junto a la entrada principal y de él salieron Manuel y la señora Duarte, vestida con una falda de piel y unas botas de caña, como preparada para la ciudad. El coche venía cargado de bolsas, que Manuel comenzó a descargar de cuatro en cuatro, y entrar en la casa.
Nos acercamos a saludarla y ella nos recibió con frialdad.
—¿Todavía están por aquí? Pensé que habrían retomado el viaje. —Después observó a Pía que se acercaba cojeando sobre el bastón—. Bueno, debí imaginar que su pie no sanaría tan fácil.
—No está para caminar —dije—, pero no queremos ser una molestia para usted. Habíamos pensado que quizás Manuel nos podría acercar a El Merchero. Le pagaríamos por la gasolina y el transporte, claro.
—Es tarde para eso —respondió Elena Duarte mirando al cielo—. Anochece. Pronto saldrá la luna y el desierto no es para viajar de noche. Pero quizás puedan hacerlo mañana, pronto.
—Claro —respondimos Pía y yo. Y volvimos a darle las gracias.
La señora Duarte se dirigió entonces a la casa, sin hacer ningún ademán de invitarnos a seguirla. Pía y yo nos quedamos donde estábamos, un poco incómodos con toda la situación. Pero entonces, en cuanto llegó al porche, Elena Duarte se giró hacia nosotros y nos dijo:
—Entren, vamos a cerrar la casa antes de que anochezca.
Esa noche la Duarte nos invitó a cenar con ella en un comedor anexo a la cocina. Manuel hacía las funciones de lacayo, entrando viandas y sacando platos. Todo muy frugal. Una ensalada de mango y tomate, y un plato de fiambres y quesos. De postre, chocolate negro y pasas. Todo regado con vinos blanco y tinto, a nuestro gusto, y un vasito de oporto a la hora del postre.
Elena Duarte era una conversadora correcta. Primero hablamos de España, de Madrid y de Barcelona en donde la Duarte había pasado unos días años atrás, durante una tourné por Europa junto a su hermana. Recordó las maravillas de Gaudí, el barrio gótico y las calles estrechas, los balcones iluminados con flores, persianas para defenderse del sol y sábanas blancas secándose al aire.
Con el vino y los estómagos llenos, la conversación fue poco a poco encendiéndose. Pasamos a hablar de libros, algo en lo que Elena Duarte se reveló como una verdadera entendida. De Borges, de Bolaño, de Truman Capote. Pía solo leía best sellers históricos, pero yo era asiduo a los títulos de Anagrama de bolsillo (los compactos de colores). En las horas del almuerzo, mientras los colegas se reunían para criticar y odiar a la directiva, yo me entregaba a leer Auster, Bukowski, Amis o Casanny, lo que cayera en mis manos. Así que le pude seguir un poco el hilo a Elena Duarte, que al parecer leía más que comía. Finalmente nos confesó que era una poeta aspirante, lo cual me pareció que encajaba bastante con el personaje. Recordé su escritorio, repleto de papeles, libros, y me la imaginé en sus solitarias y esforzadas horas frente al papel. Le pregunté si no había publicado nada y me respondió que tenía una carpeta con miles de pequeños versos acumulados, pegándose tinta con tinta, pero que no valían el árbol que habría que cortar para imprimirlos. Me pareció un signo de modestia loable, sobre todo tratándose de una escritora novel y, ya metidos en conversación, le pedí que me dejara leer alguno de sus versos antes de marchar. Ella se negó en un principio. Yo insistí y al final prometió dejarme leer sus poemas como se prometen las cosas que uno piensa olvidar.
Después de un rato, en el segundo vaso de oporto, se mostró interesada en nuestro viaje, en las rutas que habíamos hecho hasta entonces. Una cosa llevó a la otra y nos preguntó cómo habíamos elegido cruzar el desiertito del Umbral.
—Hay otras rutas mucho más bellas hacia el Peratil —opinó ella.
Le respondimos la verdad. Que fue una decisión al azar. Que aquella vieja guía llegó a nuestras manos por casualidad, una tarde rebuscando en las polvorientas estanterías de una pensión en Olanchito, y que nos pareció un lugar solitario, donde no nos cruzaríamos con ningún otro turista, y eso era precisamente lo que íbamos buscando allí: la soledad absoluta.
Ella quedó pensativa al oírlo, como si tratara de resolver algo en su cabeza. Después terminó ese proceso y sacó una pitillera. Se enrolló un cigarrillo de tabaco Pueblo, lo acompañó con el tercer vasito de oporto y al terminarlo anunció que iría a dormir.
Pía dijo que también estaba cansada y que debía ponerse los hielos, pero yo tenía mi vaso a la mitad y además ya había comenzado a departir con Manuel, que iba y venía recogiendo los platos, los vasos y limpiando las migas. Le hablaba de cómo organizarnos al día siguiente. ¿Le vendría bien salir pronto a la mañana? ¿Cuánta distancia había hasta San Miguel de Hyzes? Lo decía porque sería tonto volver a El Merchero si solo nos cuesta veinte kilómetros más llegar a San Miguel. Y allí había pensiones, según creía. Manuel me lo confirmó. Un par de fondas y un hotel caro. Bueno, eso parecía un buen plan. Marchar pronto hasta San Miguel, al pie de las montañas, y descansar allí unos días, hasta que el tobillo de Pía estuviera sano y duro como una roca. Y después cruzaríamos esos valles hasta el mar.
Terminé el oporto y me levanté a ayudar a Manuel con el resto de la mesa. El hombre insistió en que me sentara y bebiese otra copa, pero le dije que aquello era lo menos que podíamos hacer. Si no éramos huéspedes, entonces ayudaríamos. Él no me quería dejar, pero en ese momento sonó un timbrecito junto a la puerta de la cocina —una llamada de la señora Elena, supuse—, y Manuel salió escaleras arriba, cosa que aproveché para retomar el fregado.
Cuando Manuel regresó ya había enjabonado todos los platos y vasos y los iba aclarando tranquilamente. El hombre me dio las gracias y dijo que ahora tendría que aceptarle un vasito de vino. Por supuesto, respondí. Y vi cómo se dirigía a la despensita, a iniciar el mismo ritual de la noche pasada. «El de cada noche seguramente» pensé.
Después, cuando me hube secado las manos, me senté en la mesita de aglomerado y tomé el vaso de vino, relleno hasta el mismo borde, que Manuel me había dejado preparado. Afuera, a través de las finas líneas de la contraventana, se adivinaba un sol rojizo y moribundo. Alcé la copa, bebí, y me sentí con fuerzas para entrar a matar.
—Oigame, Manuel, una pregunta que le quise hacer ayer, pero se me pasó: ¿Para qué son esas piedras que tienen ustedes ahí fuera?
Manuel estaba bebiendo de su vaso y, al oír aquella pregunta, todavía dio dos o tres tragos más, como si no quisiera apartar sus labios de ese cristal. Después posó el vaso en la mesa y se limpió la boca con la manga de la camisa.
—¿El círculo dice? —preguntó.
—Sí —respondí.
—Es una barrera —dijo entonces Manuel—, una barrera para los… Otra voz surgió entonces a nuestras espaldas «¡Daniel!». Era Pía, llamándome desde las escaleras. Su voz se mezcló con las palabras de Manuel, pero hubiera jurado que Manuel decía la palabra «muertos». Me disculpé un segundo y fui a donde ella.
—Dime.
—Sube.
—¿Que suba?
—Sí, un segundo, por favor.
Subí las escaleras y ella me hizo un gesto para que entrase en la habitación. Tenía una extraña sonrisa en la cara.
—¿Qué pasa? —dije al entrar.
Ella cerró la puerta tras de mí.
—Lo acabo de ver —dijo—: Manuel le ha encerrado a la señora Duarte.
—¿Qué?
Pía se rio de puros nervios que tenía.
—Después de la cena hemos subido juntas Elena yo. Nos hemos despedido hasta mañana. Luego me he sentado en la cama a leer y he dejado la puerta entreabierta, pensando que subirías en unos minutos. Vale, pues al cabo de cinco minutos he oído cómo subía alguien. He supuesto que eras tú, pero no. Era Manuel.
—Lo sé —dije—, le llamó por un timbrecito cuando estábamos abajo en la cocina.
—¡Un timbrecito! Claro. Debía estar preparada.
—¿Preparada?
—Para que la encerrara. Con el pasador. ¿No te acuerdas? Me he asomado al pasillo y le he oído caminar por la alfombra. Luego ha llamado a la puerta, ha dicho algo, y entonces he oído como algo metálico deslizándose, y después un golpe.
—Podría ser cualquier cosa.
—No —se apresuró a responder Pía—. Porque me aseguré.
—¿Qué quieres decir con que te aseguraste?
—Pues que lo acabo de ver. He salido, una vez que Manuel ha vuelto escaleras abajo, y lo he mirado. El pasador está echado. La ha cerrado ¡por fuera! Esto es lo más raro que he visto nunca, Dani, en serio. Esa mujer se hace encerrar por la noche.
—Sonámbula —dije casi sin pensarlo demasiado—. Seguramente esa es la razón.
—¿Qué?
—Y quizás, si me apuras, esa es la razón de que las contraventanas también estén cerradas. La señora Duarte es sonámbula. Me apuesto todo el oro del mundo, que no tengo.
—¿Para que no salte por las ventanas? Bueno, podría ser… Es una buena teoría… claro que…
—Es eso, Pía. No le des más vueltas. Si quieres se lo preguntaré a Manuel y así desvelamos el misterio.
—¿Vas a quedarte a beber con él otra vez?
Pía lo preguntó con ese tono de voz que en realidad quería decir: me gustaría que te quedaras aquí conmigo.
—Solo un rato —respondí—. Ya sabes que no me viene nada bien acostarme después de la cena. Y como no se puede pasear fuera de la casa…
Aunque en realidad había más razones para querer bajar a beber con Manuel. Una de ellas era la pregunta que se había quedado en el aire. Y había más. Quizás, si llegábamos a beber lo suficiente podría preguntarle por la puerta de la señora Duarte. De cualquier forma, al día siguiente nos habríamos ido. Y no pensaba volver allí nunca más.
El vaso de vino seguía esperándome sobre la mesa, pero Manuel debía haber bebido dos o tres más en mi corta ausencia. Estaba recostado en su silla, en la misma pose que debía tener cada noche, cortando queso con un pequeño cuchillo y mirando a la nada mientras se emborrachaba lentamente.
—La mujer le reclama —bromeó al verme regresar a la cocina—, no la debe usted hacer esperar. A las mujeres hay que tenerlas contentas, sobre todo si son lindas como la suya. O se buscan otro.
Me reí.
—Bueno, solo un ratito, Manuel. Para que me baje la cena. ¿Tiene usted esposa?
—Tuve, pero Dios la llamó a su seno. Y a mi hija también.
Dijo esto sin dejar de rebanar el queso con su pequeño cuchillo. Sin pestañear.
—Oh Dios… Cuánto lo siento —dije yo.
—Fue hace mucho tiempo —dijo él—. Ya no duele tanto.
—¿Un accidente? —pregunté.
Manuel encajó la pregunta como un pequeño golpe.
—Algo parecido.
Se llenó el vaso y lo bebió entero, rápido. Se limpió la boca con la manga. Y también los ojos. Respiré hondo y nos quedamos en silencio. «Algo parecido», las palabras repiquetearon en mi mente.
Pensé en cambiar de tema, pero no encontré cuál: ¿El círculo de piedras? ¿La señora sonámbula? ¿El calor que hacía en el desierto? Preferí quedarme callado. A veces el silencio se agradece entre dos hombres. Suficiente habíamos hablado ya, quizás para el resto de la noche.
—Es bueno tener esposa —continuó Manuel, como reflexionando en voz alta—. El hombre no ha nacido para estar solo. Quizá con muchas sí —dejó escapar una risita—, pero solo nunca. Y yo llevo mucho tiempo solo, aquí, en esta casa.
—¿Y no tiene ninguna novia?
Otro vaso entero. Una risa y unos ojos perdidos en un pensamiento.
—Hay una mocita en la gasolinera de El Merchero, Consuelo creo que es su nombre, pero todos la llaman Dulce. No muy linda, pero simpática y con un par de buenas… —se llevó las manos a los pechos y dibujó dos grandes senos en el aire—. Ya sabe. Ideal para un hombre como yo. Y ella también está sola, atada a la pata de su padre y con unas ganas locas de casarse. Pero cuando se enteró de que trabajaba aquí en la finca de Duarte se le cambió el humor. Bueno, por ahí piensan que aquí estamos todos locos. Y no les falta razón. Pero a Dulce le voy a decir algo un día de estos. Y puede que me marche con ella.
—¡Hágalo! —exclamé palmeando la mesa.
—Quizá lo haga. Me da pena la señora, pero quizá lo haga. En este sitio se le pasa a uno la vida sin darse cuenta, ¿sabe? Siempre rodeado de ese desierto, tan grande que le ahoga a uno. Tanto espacio libre y sin un sitio donde ir, es como una jaula. Pero necesito un trabajo, un sueldo, para casarme. Y en esas nuevas fábricas ya no cogen a nadie. Y en la mina —continuó diciendo—, se le pudren a uno los pulmones y muere joven.
Después de esta declaración de intenciones, Manuel pareció pensarse mejor su idea de dejar la casa. Comenzó a hablar de lo bien que le trataba la señora:
—Me da una buena paga, y duermo en una habitación de la casa, no del servicio. Y además me deja hacer y deshacer a mi antojo. —Señaló el vino, rellenó ambos vasos y volvimos a beber—. Es porque sabe lo difícil que es encontrar un criado. En El Merchero ya no quedan muchos mozos, y de los pocos que quedan casi ninguno dispuesto a venir aquí a servir.
La casa no era tan mala opción a fin de cuentas. O eso, o Manuel se iba emborrachando y solo hablaba para oírse a sí mismo y sentirse mejor. Yo quería volver a hablarle del círculo de piedras. Quería volver a preguntarle para qué era, y que él repitiese lo que había dicho justo cuando Pía me había llamado, pero no encontraba un hueco para sacarle la pregunta. No obstante, la cosa salió sola un poco más tarde. Para ese entonces ya estaba realmente tocado. Se había bebido una botella y media de vino él solo (conté que, más o menos, bebía dos vasos y medio por cada uno mío) y seguía hablando de su relación con la casa, que comenzaba a sonar ciertamente como una obsesión.
—No me queda otro sitio en el mundo más que esta casa, ¿sabe? Aquí me tratan bien, y para un hombre de mi edad ya es suficiente ¡Hay tanto miserable! Y aunque tenga malas cosas, ¿sabe? Porque tiene sus malas cosas. La gente murmura, oye historias, pero nadie sabe lo que ocurre aquí de verdad…
Había perdido la mirada. Yo posé el vaso sobre la mesa y no dije nada. Esperé. Sabía que aquello estaba a punto de salir.
—Por las noches, algunas noches, hay que cerrar bien los ojos, y taparse los oídos —prosiguió—. Porque se oyen cosas aquí. ¿Sabe? Se oyen cosas. Por eso nunca debe faltar el vino en las noches de almas. Mejor darse una buena azotada con el vino y caer redondo, como una mosca. Porque las piedras, el círculo, no logran callarlos. Solo los mantiene a distancia.
—¿El círculo de piedras? —me apresuré a preguntar—. ¿La noche de…?
—Sí. El círculo. Fue una idea de una bruja, me contaron, de una chamana. Una mujer que vino aquí hace muchos años, cuando el antiguo mayordomo todavía era un niño, y la casa estaba recién construida. La mujer que podía ver a los muertos dijo que aquí había un «paso» o algo parecido. Por eso se ponen las piedras. Viejas piedras bendecidas para que no se acerquen. Y ayer usted me contó lo de su esposa, y todo encaja. Porque la bruja también lo avisó: este lugar atrae a los que tienen cuentas sin saldar. —Y, abalanzándose sobre la mesa, casi derribando la botella, acercó su cara a la mía y habló entre susurros—. Por eso —dijo—, por eso la señora no quiso dejarles pasar antes. ¿Lo entiende? Usted la vio espiarle por la ventana. ¿No es verdad?
Me alegré de estar un poco bebido cuando Manuel empezó a decir todo aquello. En otras circunstancias, creo que hubiera subido corriendo a por Pía, cogido el jeep sin permiso y escapado de aquel lugar saltando sobre el desierto a cien kilómetros por hora. Pero el vapor del alcohol me atemperó los nervios.
—Sí… —dije—. Yo… pensé que quizás temían de nosotros.
—Sí, temíamos. Pero no de ustedes. Si no de lo que ustedes llevaban a sus espaldas.
—¿Las mochilas? —pregunté.
Manuel me miraba con los ojos abiertos como platos, y cuando dije aquello de las mochilas, por un segundo, creí que estaba a punto de darme un puñetazo, o de cogerme del cuello, pero en vez de eso se dejó caer en la silla y comenzó a reír otra vez. Recobró el tono.
—Pero no se preocupe, compa. Le he metido el miedo en el cuerpo a lo tonto. Es solo una historia de miedo, una superstición. Puede que solo sean los vientos del desierto, que suenan como voces, o los aullidos de los coyotes. Duerma esta noche, a fondo. No haga caso a sus oídos. Mañana, pronto, iremos a San Miguel.
Una superstición, pensé, que les ha llevado a rodear la casa de piedras. A no permitir que se mueva ni una sola de ellas. A encerrarse por las noches…
—¿Es por eso que cierran las ventanas a la noche? —dije tratando de sonar no muy asustado—. ¿O es que la señora Duarte es sonámbula?
Manuel me miró fijamente. Todo lo que hizo, por respuesta, fue llenarme el vaso de vino.
—Beba —dijo después.
Cogí el vaso, mirando a Manuel. Lo bebí como él. De dos tragos. Después lo posé en la mesa.
—Escuche, compa. Esta noche quizás oiga algo ahí fuera. Quizás solo sea un poco de brisa. O un animal. Pero si quiere pensar en lo otro, en que son las almas… Pues le diré que no hay nada de qué preocuparse mientras que todos sus muertos estén en paz. Eso dice la leyenda. A veces solo quieren decirle una última cosa. O tocarle el cabello. O arroparle por la noche ¿sabe? Pero tampoco podríamos dejarlos hacer eso, porque se colarían en la casa y ya nunca saldrían de aquí. Por eso se cierra la casa, solo en las noches de almas. Es un ritual, como ir a la iglesia los domingos. La segunda y la décima luna llena del año. Y esta noche se acaba, empieza a menguar la luna. Y mañana ustedes se van, y volveremos a la vida normal.
La botella se había vuelto a acabar y yo esperaba que Manuel se levantara a llenarla, pero en esta ocasión, aquel criado bajito, grueso, un poco estrábico, que parecía ligeramente ido, se quedó quieto, mirándome tan fijamente que sus dos ojos parecieron alinearse.
—¿Por qué me ha contado esto, Manuel? —le dije—. Hay una razón ¿verdad?
—Solo por precaución, amigo Daniel. Pero, como le digo, uno oye lo que quiere oír. Mi consejo es que oiga el viento susurrar y se duerma plácidamente hasta mañana. Eso es lo que yo pienso hacer. Después iremos a San Miguel y le enseñaré un buen sitio para comer asado. Y ahora si me disculpa… Y diciendo esto se levantó. Llevó el casco de la botella a la despensa y oí cómo la rellenaba del barril, pero a la vuelta, en vez de sentarse, anunció que se iría a dormir. Yo tenía muchas más preguntas, pero supongo que Manuel ya había hablado cuanto había «planeado» hablar esa noche. Nos despedimos junto a la puerta de su habitación, en la que entró con la botella de vino en la mano.
Corrí escaleras arriba.
Encontré a Pía profundamente dormida y quise despertarla para contarle todo aquello, pero me lo pensé mejor. ¿De qué serviría irle con aquella historia de terror? Quizás necesitaba quitármela de encima, porque a pesar de lo imposible e improbable de la historia, Manuel había conseguido ponerme los pelos de punta, la piel de gallina, los calzoncillos de corbata. Pero mi chica era como un ángel cuando dormía, y su rostro apacible y su respiración lograron contagiarme algo de sobriedad. Me senté a su lado y la observé mientras pensaba: «Es todo una superstición».
Ya se sabe cómo son los sitios pequeños, los lugares apartados. La gente es supersticiosa, cree en la magia, en los muertos.
Casi sin quererlo me levanté y caminé hasta la ventana. Los cristales llevaban todo el día abiertos y por las rendijas de la contraventana se colaba una suave brisa. Y sí: sonaba como un silbido. ¿Eran esas las voces de los muertos que se escuchaban durante la noche de las almas?
Acerqué mi rostro y miré a través de una de esas rendijas. La luna ya había salido y la noche era clara. Las mismas chabolas, el pozo y el cementerio con la estatua de la virgen. Me heló la sangre por un momento, porque pensé que era otra cosa. Pero solo era una estatua de piedra. «Los muertos no se levantan de sus tumbas. Y las almas no caminan por la tierra» me repetí. Eso solo son deseos de los hombres. Deseos que nacen para acabar con el dolor de la pérdida, con el desgarro, y que se acaban convirtiendo en leyendas, en cuentos para asustar a los niños.
Me dije todo eso y logré atemperar el pulso, pero había frases que Manuel había dicho esa noche y que todavía daban vueltas en mi cabeza.
«Este lugar atrae a gente que tiene cuentas pendientes con los muertos» o «no hay nada de qué preocuparse, mientras todos sus muertos estén en paz». No tenía ninguna duda de que Manuel no había dejado escapar la historia por casualidad: había sido un consejo, una advertencia. La historia sobre los padres de Pía que yo le había relatado la noche anterior le habría puesto en guardia. ¿Quizás también a la señora Duarte? Esa noche, durante la cena, ella se había interesado mucho en cómo habíamos terminado recorriendo el desierto del Umbral. «Hay rutas mucho más bellas hacia el Peratil… ¿Cómo es que eligieron esta?».
En cualquier caso, eso solo demostraría lo que ya era evidente viendo aquel círculo de piedras: que Manuel y Elena Duarte creían a ciegas en su superstición. ¿Tanto como para encerrarse por las noches?, pensé, recordando el pasador en la puerta de la Duarte. ¿Por qué no? ¿Acaso la gente no ayuna, camina descalzo, recorre kilómetros o se fustiga por un santo de su devoción? ¿No era algo parecido a fin de cuentas? Un ritual, como rezar un rosario a las seis de la tarde, que les mantenía protegidos de las sombras, de lo desconocido, en aquel vasto y solitario desierto.
Volví a la cama y traté de reírme de mi propio miedo. Pía se medio despertó, me abrazó y volvió a dormirse, y yo también fui cayendo, lentamente, tratando de apartar de mi cabeza aquellos pensamientos, que se resistían a abandonarme:
«No hay nada de qué preocuparse, mientras todos sus muertos estén en paz».
Mientras todos sus muertos estén en paz.
Y la imagen de Marta, en su silla de ruedas, persiguiéndome, me causó un profundo malestar.
Tuve un sueño muy inquieto y no dejé de dar vueltas en la cama. No soñé nada, pero tenía los nervios metidos en el estómago y no descansé bien. Me dormía, me despertaba. Serían cerca de dos horas más tarde cuando, en una de esas vueltas que di sobre el colchón, busqué a Pía para abrazarla, pero no la encontré: la cama estaba vacía.
Abrí los ojos y me recosté, sorprendido. Franjas de luz plateada se proyectaban sobre la habitación frente a mí. La llamé con un susurró; pensé que habría ido al lavabo, pero nada se oía tras la pequeña puerta y tampoco había luz. Me levanté, de un salto, y lo comprobé: el lavabo estaba vacío. La garganta se me cerró un poco. ¿Habría bajado a buscar un vaso de agua?
Las franjas plateadas de la luna se proyectaban sobre los muebles y las paredes de la habitación. Sin encender la luz y sin vestirme, me calcé mis chancletas y caminé hasta la puerta, que descubrí entornada y no cerrada tal y como yo la había dejado.
En el pasillo. La alta casa a oscuras y en silencio. La luna se colaba por las otras persianas, proyectando franjas aquí y allá, cruzándose en algunos puntos. La luna estaba en todas partes, rodeaba la casa, tratando de engullirla con su luz, pero la casa se resistía en su penumbra.
Miré en las únicas dos direcciones posibles. Escaleras abajo o al final de aquel corredor. ¿Habría ido Pía a mirar la puerta de Elena Duarte? No la creía tan loca. De cualquier forma, esa mañana habíamos descubierto otro lavabo en el pasillo, así que me dirigí a comprobar ese, que encontré vacío, y después seguí caminando hasta la esquina. La doblé, y después subí los cuatro escalones y encaré el otro tramo del corredor. Traté de ver algo al fondo, pero nada se distinguía en la oscuridad. La puerta de la Duarte parecía cerrada y no pensaba acercarme más de la cuenta. Aquello era estúpido. Allí no había nadie.
Regresé a las escaleras.
Las bajé con cuidado al principio, porque algunos peldaños crujían y no quería despertar a Manuel. Pero al llegar al primer giro y encarar el vestíbulo vi algo que me hizo olvidarme de todas estas precauciones. La puerta principal estaba abierta, abierta de par en par, y la luz de la luna se colaba dentro dibujando un largo camino de plata sobre la alfombra y la madera del piso. «¡Pía!» pensé. No sabía lo que estaba pasando, pero estaba seguro de que esa puerta abierta tenía relación con nosotros, y que Pía debía estar en peligro. Salté los escalones de dos en dos y llegué al vestíbulo. Las llaves estaban todavía puestas en la cerradura. «Las llaves» pensé «que colgaban junto a la puerta del dormitorio de Manuel».
La atravesé como una bala, salté sobre la tierra.
No necesité mirar hacia los lados, puesto que ella estaba frente a la casa.
—¡Pía! —grité.
Estaba de espaldas a mí, mirando hacia delante. Quieta, con los brazos caídos, pero la cabeza recta, fija en algún punto. Corrí hasta donde ella, y solo cuando me estaba acercando me percaté de que Pía estaba parada en el mismo límite que marcaba el círculo de piedras.
—Pía —la llamé, llegando a donde ella—. ¿Qué haces aquí? ¿Qué ocurre?
Ella no pareció oírme, por imposible que fuera no escuchar mi voz en aquella noche silenciosa. Cuando me acerqué a ella y la miré supe que el sueño de la noche pasada, en el que la encontré catatónica, con sus dedos incrustados en la persiana, no había sido un sueño. Igual que entonces, Pía estaba despierta y dormida al mismo tiempo. Los ojos abiertos, pero abiertos en otro mundo. Un mundo que estaba delante de nosotros y que solo ella podía ver.
—¡Pía! —La agité, con cierto temor a despertarla, pero mayor terror a que no despertara jamás—. ¡Despierta, Pía!
Se agitó como un muñeco al principio, pero después algo pareció traspasar aquella membrana del sueño que parecía rodearla. Giró lentamente la cabeza hacia mí y me sonrió, como si acabara de reconocer a un amigo al que no veía desde hacía tiempo.
—¡Pía! por favor. Tenemos que volver a la casa. Hace frío y… Abrió su boca y oí su voz, pero hasta que pasaron unos segundos no acabé de entender lo que había dicho. —Han venido, Daniel. Están allí.
Alzó su brazo, lentamente, como un puente levadizo, y su dedo apuntó a la nada. Miré hacia allí; tratando de ver algo. La luna, al este, regaba la tierra con su luz de plata. Veía arbustos, sombras, los viejos tocones en lo alto de la colina, pero nada más. Decidí que Pía estaba en un sueño.
—Vamos, te llevaré a casa.
La cogí de la mano, con intención de arrastrarla lentamente, pero en ese mismo instante escuché algo a mis espaldas: un portazo.
Me giré y vi que alguien había cerrado la puerta de la casa. Pude incluso escuchar las vueltas de la llave, apresuradas, en la cerradura. Resoplé ante lo estúpido de todo aquello. Las estúpidas supersticiones y las estúpidas manías de los hombres. Cerrarnos en plena noche en aquel desierto. Sentí la rabia ardiendo en mi estómago, infectando mis venas y arterias. Dejé a Pía un segundo y corrí hacia la puerta. Según llegué le solté un puñetazo y no me hubiera importado romper aquella madera por la mitad, pero lo que casi estuve a punto de romperme fueron los dedos de la mano.
—¡Manuel! —grité enfurecido—. Abra la puerta ahora mismo. O le juro que reventaré las ventanas a golpes.
No hubo mucho más que uno o dos segundos de silencio. Oí su voz claramente desde el otro lado de la puerta.
—No puedo, señor. Se lo dije. La señora se lo avisó. La puerta debe estar cerrada. Coja a su esposa primero, vengan hasta aquí, pero la puerta debe estar cerrada.
—Maldita sea, Manuel. Mi novia está sonámbula, está…
Miré hacia atrás y mis palabras se ahogaron en un gemido de terror.
Pía había desaparecido. Se había desintegrado.
—Es imposible… ¡Ya no está! ¿Dónde…?
—Cruzó, señor, cruzó el círculo. Apresúrese. Tráigala antes de que sea tarde.
—Manuel, por favor, abra la puerta… Ayúdeme. —Mi voz sonó rota, desesperada.
—Lo siento, compa. Lo siento de veras.
Bajé las escaleras de nuevo, una a una, desconcertado. Eché a correr y luego me paré. ¿Hacia dónde ir? Solo me había separado durante unos segundos de Pía. Era prácticamente imposible que hubiera desaparecido de mi vista, a menos que fuera capaz de volar. No había un lugar donde esconderse. Era como… Magia.
«Cruzó el círculo» había dicho Manuel.
Avancé hasta las piedras. Había casi medio metro de distancia entre cada una de ellas. Di tres pasos a través de esa frontera invisible y salí de allí. Y quizás en ese instante notara algo en los oídos, como una presión, y tal vez mis ojos percibieran un rápido cambio en las tonalidades de la noche, como si todo se hubiera envuelto en un extraño color azulado, pero aparte de todo esto, nada cambió demasiado frente a mí. El desierto seguía allí, quizás un poco más frío, y Pía no estaba por ningún lado.
Grité su nombre. Lo grité otra vez. Mi voz sonó pequeña y aturdida bajo el abrumador silencio de las estrellas. «Vamos, utiliza la cabeza, no entres en pánico. Tiene que estar por algún lado. Las personas no desaparecen así, de pronto». El único punto por el que alguien podría haberse perdido de vista era la casa, o quizás los establos que estaban más allá. Algo así debía de haber ocurrido. Aunque mi cerebro y mis cinco sentidos me dijeran que era imposible, que Pía nunca hubiera podido alcanzar los establos en aquellos pocos segundos. Sin embargo ella no estaba allí, y las personas no desaparecen como en un show de magia. Así que algo debía de haber pasado. Y la siguiente posibilidad, después de la magia, era que yo me hubiera equivocado en mis cálculos de lo que era posible y lo que no, y que Pía hubiera corrido —por alguna razón que ya se explicaría más tarde— en esa dirección.
Me acerqué a los establos, que en la noche parecían como negras gargantas. Uno de sus grandes portones estaba abierto, y por él asomaba el morro del jeep igual que lo encontrara el día anterior. Lo rodeé por un lado y entré.
El techo roto dejaba colarse algo de luz, pero por lo demás todo era una densa penumbra. Avancé en silencio, notando la tierra y la paja bajo mis pies. Las cuadras olían a amoniaco o lejía. Ocasionalmente mis pies topaban con algún objeto pequeño, una piedra, una barra de hierro, pero era incapaz de ver mucho en aquella oscuridad. Tan solo repetía su nombre, una y otra vez: «¿Pía?, ¿estás ahí?». Mientras, extendía mis manos por miedo a golpearme con alguna viga.
Al fondo, sobre la última corraleta del establo, el techo tenía una pequeña rotura que permitía colarse un leve resplandor. Con alivio, adiviné una silueta parada allí, en medio del cuadrado en el que normalmente hubiera habido un caballo. Estaba como agachada, o eso me pareció, y tampoco era capaz de distinguir mucho más desde unos metros de distancia. Tampoco era exactamente la forma de Pía, ni de su cabello (que Pía tenía corto), pero estaba tan seguro de que se trataría de ella, que di cuatro grandes zancadas gritando su nombre.
Pero cuando alcancé la puerta de la corraleta, abierta de par en par, y contemplé lo que me esperaba allí dentro, comprendí que me había equivocado.
Que había cometido un terrible error.
La silueta no estaba agachada, sino sentada. Sentada en una silla de ruedas. Todo lo que podía ver de ella era su espalda, una espalda torcida que respiraba lentamente, emitiendo un leve gruñido en cada inhalación. Una mano pálida se agarraba con fuerza en el borde del reposabrazos. Reconocí esa mano. Y también el largo cabello que caía hacia delante, ocultando su rostro. Y aquel vestido cuyo color no distinguía en la penumbra, pero que creía recordar era de color púrpura. Y ese olor a medicinas. Ese olor a desinfectantes. A orina. Ese olor a enfermedad y a muerte. Y el gruñido de una respiración obstruida.
—Daniel —dijo aquella voz caricaturesca—. Te necesito. Te he necesitado siempre.
Retrocedí un paso, otro, hasta que noté una viga en la espalda. Un clavo que sobresalía de la madera me aguijoneó en el cuello.
—Dios Mío.
El monstruo accionó su silla de ruedas. La giró con una sorprendente fuerza y se quedó mirándome. Pude ver lo que quedaba de su cuerpo, infantilizado, repleto de horribles manchas y huecos oscuros. Algunos tubos de plástico partían de su vientre hacia ninguna parte. Tenía una pulsera de hospital en la muñeca. Sus ojos eran dos cavernas sin fondo.
—Me dejaste. Me hiciste daño.
No respondí. No era capaz de accionar mis labios, de empujar el aire a través de mi garganta. Estaba pegado a aquella madera y era incapaz de decirle a mis piernas que comenzaran a correr, mientras ella giraba sus ruedas en mi dirección.
Entonces levantó sus brazos. Sus manos eran como largas ramas de un árbol muerto. Las lanzó hacia mí.
En medio de aquella terrible pesadilla algo, el nivel más básico de mis instintos, reaccionó. Mis piernas se flexionaron y saltaron hacia un lado, evitando aquellas dos garras blancas que venían directas a mi garganta. Empecé a correr, pero entonces noté dos lazos en mis tobillos. Los apresaron como si me hubiera enredado en un zarzal espinoso, como los tentáculos venenosos de un pulpo alienígena. Me placaron, me hicieron caer al suelo y mi barbilla golpeó sobre la paja y la tierra, y a un poco estuve de seccionarme la lengua por la mitad.
—No me dejarás. No otra vez. ¡Te quedarás conmigo! —dijo con su voz de muñeca.
Agité las piernas, gritando que soltara, y me giré para verla. Ella se había caído al suelo. Solo era un tronco y dos brazos, pero ahora su cabeza era gigantesca. Su boca había crecido hasta convertirse en un agujero del tamaño de mi cabeza. Y había una hilera de grandes dientes y una lengua distorsionada en el fondo, hambrienta, salivando, mientras grandes balsas de pus verde se derramaban por las comisuras de aquella boca monstruosa. Como una gran aspiradora, me atraía hacia ella.
—Mío… Mío… Para siempre.
Seguí pateando, tratando de zafarme de aquellas manos que ahora parecían dos lazos, dos bufandas blancas arremolinadas en mis tobillos, pero parecía imposible. Me tragaría. Y antes de tragarme me cortaría en pedazos. Me amputaría igual que le habían amputado a ella.
—Sin piernas no podrás correr. Nunca más.
Pero entonces algo me cogió de las muñecas, tirando de ellas. El monstruo chilló irritado al notar aquella nueva fuerza que me arrastraba hacia fuera. Se resistió, pero la fuerza que me cogía de las muñecas era mayor que la suya, tanto que sentí que me partiría en dos si una de las dos partes no cesaba de tirar de mí. Finalmente noté que mis tobillos se liberaban y que el monstruo gritaba mi nombre como el alarido de un cerdo en la matanza: Danieeeeeeeeeeeeeeeeeel, mientras que salía propulsado hacia atrás, como una camilla sobre la tierra. Vi el jeep pasar a mi lado, y finalmente la luminosidad de la noche. Y también el rostro de mi salvador.
—¡Manuel!
El hombre miraba hacia un lado y al otro, asustado. Había abierto la puerta del jeep y me hizo una señal para que montara con él.
—Vamos, busquemos a su señora. Rápido. Todavía no es tarde.
Casi no esperó a que cerrase la puerta. Apretó el acelerador y salimos propulsados hacia delante, y al hacerlo golpeamos una de las vigas que sujetaban el techado del establo, y sentí que se derrumbaba sobre nuestro techo, y que arañaba la chapa del coche mientras pasábamos debajo, hasta que lo dejamos atrás y se cayó al suelo en un estruendo. Miré hacia atrás. La negra boca del establo se había cerrado, pero sabía que Marta todavía estaba allí dentro, arrastrándose como un gusano hacia la salida.
—¿Dónde? —gritó Manuel, que estaba claramente en pánico—. ¿Dónde vamos?
Yo quería gritar, pero mi mente se resistió a hacerlo, como si gritar fuera el umbral de la locura, el sucumbir a aquella pesadilla. El coche giró a la derecha, porque de otro modo se hubiera ido a chocar contra la casa, y entonces encaramos la parte trasera de la finca. En ese momento, con la luna a nuestras espaldas regando el desierto con aquella luz tenue, pudimos ver al resto. A los demás. Venían desde lejos y sus siluetas podían verse a millas de distancia. Cientos de siluetas acercándose a la casa. Era la noche de las almas. La noche en la que Elena Duarte se encerraba en su habitación. La noche en la que Manuel se emborrachaba para no escuchar sus voces. La noche en la que no había que atravesar el círculo. Y nosotros lo habíamos hecho.
—¡Allí! —grité, señalando algo que me había parecido ver entre las chabolas que rodeaban el pozo, una silueta en el cementerio.
Manuel giró el volante con fuerza y el coche se levantó un poco de un costado. Me di cuenta de que el tipo debía seguir borracho. Quizás esa era la única razón de que se hubiera atrevido a salir de allí. Avanzamos rápidamente hasta las casuchas del jardín trasero y Manuel frenó en seco frente a una de ellas. Salté del coche y miré hacia atrás de nuevo, hacia el establo. Nada se movía en aquella confusa oscuridad, pero no podíamos perder el tiempo —pensé mientras recordaba aquella boca gigante, donde los dientes se habían separado como en una sierra, aquella boca dilatada, deforme, que quería tragarme. «Vamos, quítatelo de la cabeza antes de que te vuelvas loco»—.
Manuel salió del coche detrás de mí. Caminamos entre dos casas y rodeamos aquella estatua de la virgen. En el cementerio, cercado por una verja de poca altura, las lápidas proyectaban sus largas sombras en el suelo. Escrutamos aquel rompecabezas de cruces y sombras con los ojos hasta que yo di con algo que se movía, semiescondido tras un bello y tétrico nicho. Corrí en esa dirección gritando el nombre de Pía.
Cuando llegué hasta el nicho y lo rodeé, y vi lo que se ocultaba tras él, frené mi carrera y me dejé caer en el suelo.
Allí había dos personas y ninguna de las dos era Pía. Quietas, estáticas: una mujer y una niña me miraban cogidas de la mano.
Una gruesa soga trenzada alrededor de sus cuellos.
Las miré sentado en el polvo del desierto, incrédulo con la imagen que entraba por mis ojos, casi enloqueciendo. Comencé a arrastrarme hacia atrás, y casi en ese mismo instante ellas empezaron a caminar hacia mí. La mujer era como un muñeco sin fondo. Una larga sonrisa, como si alguien se la hubiera hecho a navaja, le atravesaba el rostro. Su niña, de la mano, avanzaba como si sus piernas fueran estacas que fuera clavando y arrancado de la tierra a cada paso.
Logré ponerme en pie y salí corriendo hacia el coche, y en ese instante vi a Manuel caminando en mi dirección.
—¡Corra! —le grité.
Pero Manuel no se movió. Se quedó quieto, entre dos viejas cruces, mirando cómo me aproximaba hacia él. O, mejor dicho, mirando eso que venía tras de mí.
—No se quede quieto, Manuel —dije al llegar a su altura. Lo cogí de un brazo y tiré de él, pero el hombre, todo su peso, se habían agarrado al suelo como un árbol.
—¡Manuel!
—Déjeme, compa —dijo, desembarazándose de mi mano, sin mover la vista del frente—. Déjeme solo.
Miré hacia atrás y vi a la espectral pareja acercándose. A la mujer, con su cara de muñeco alzando las manos hacia nosotros. La niña esbozando una sonrisa hueca, sin ojos, sin aliento.
Manuel cayó de rodillas. Para entonces ya lo había entendido todo.
—¡Su mujer y su hija!
El hombre se había derrumbado, como si todo su peso y su fuerza se hubieran desvanecido por un hechizo. Se llevó las manos a la boca, como si quisiera rezar una oración que hubiera olvidado. Dejé de correr. Me acerqué a él.
Ellas ya estaban casi a tres metros de nosotros dos. Las sogas trenzadas como dos terribles corbatas. Manuel se había lanzado contra el suelo. La cara contra la tierra, llorando como un niño.
—¿Por qué? —gemía—. ¿Por qué, mi amor?
Ella había comenzado a desenredar su soga. No sé lo que pensaba hacer, pero no me gustó ver sus ojos sin fondo, su sonrisa de papel, mientras cogía aquella soga con sus manos y se acercaba a Manuel. No lo pensé dos veces: le cogí del gaznate. Un tipo de ochenta kilos, como un saco de tierra. Pero en ese instante saqué fuerzas de algún lugar único: mi terror. Lo levanté del suelo y lo arrastré al coche. Manuel se cayó dos veces, yo lo levanté. Aquellas no eran su mujer y su hija. No sé lo que eran, pero no eran almas. Eran otra cosa: espectros. Pesadillas nocturnas. Remordimientos. Culpa. Aquello no tenía nada que ver con el amor. Aquella no era una noche de almas, era un viaje al interior de nuestros peores miedos.
Lo hice entrar en el coche, con aquellas dos siluetas, aquellas dos marionetas blancas como la luna avanzando lentamente hacia nosotros. Tomé el asiento del conductor. Bajé el freno de mano y metí la reversa. Pisé el acelerador y salimos hacia atrás como en una montaña rusa. Noté que las ruedas se topaban con un pequeño obstáculo y después frené en seco, porque recordé que la casa estaba allí. La puerta de Manuel, que había permanecido abierta, se cerró de un latigazo. Entonces miré hacia delante y vi lo que había obstaculizado las ruedas del coche: las piedras del círculo, que yacían ahora desparramadas frente a nosotros, rota su perfecta unidad. Frente a nosotros, en el cementerio, la pareja seguía avanzando y detrás de ellas, a media milla del cementerio, otra treintena de siluetas iban desvelándose en la negrura. Pensé en bajar del coche y tratar de recomponer el círculo, pero en aquel momento el coche era mi único escudo y no tuve el valor de abandonarlo. Además, seguía sin haber encontrado a Pía. Y después de ver a Marta y la familia de Manuel, estaba completamente seguro de que algo malo, algo terrible estaba a punto de sucederle si no la encontraba rápidamente.
Giré el volante hacia la izquierda, evitando volver a pasar frente al establo (la boca gigante, los dientes separados, la lengua hinchada, atroz) y llevé el coche por la parte trasera de la casa hasta la fachada que encaraba el este. Allí, en la planicie se distinguía otro medio centenar de cuerpos avanzando a solas, en parejas, en grupos. Pía estaría allí, en algún lugar, pero ¿dónde? Entonces Manuel me tocó el hombro y me hizo mirar hacia la izquierda, a lo alto de la colina que daba acceso a la casa, junto a los tocones y a la señal de entrada del rancho Duarte. Allí había algo diferente. Algo que, incluso después de todo lo que había visto y oído aquella noche, medio enloquecido, borracho de terror, todavía logró sorprenderme. En lo alto de la colina… Había un avión.
Un gigantesco avión comercial de pasajeros.
Derribé un cobertizo y quién sabe qué más. Ya nada me importaba. Aceleré y el jeep trotó por encima de los matorrales, de rastrojos, de barriles y de las piedras del círculo. Después las ruedas agarraron la tierra y nos propulsaron hacia lo alto de la colina, donde se veían decenas de personas rodeando aquella magnífica aparición. Estaban subiendo por las escalerillas. Al parecer el avión estaba a punto de partir.
Cuando llegamos a esa altura, Manuel ya se había recompuesto. Se había arrancado aquella pesadilla de encima, había logrado no volverse loco, sujetar su cordura como quien sujeta un pañuelo al viento. Fue él quien distinguió a Pía junto a la cola del avión y el que me gritó y casi cogió el volante haciéndolo girar entre mis manos.
Pía iba caminando hacia la escalerilla de cola, flanqueada por dos de aquellas figuras. Me imaginaba quiénes eran.
—¡Pía! —grité saltando del coche y corriendo hacia ella—. ¡Pía!
Ella no reaccionó, seguía en ese estado catatónico, sordo. Pero uno de sus acompañantes debió de oírme y se giró hacia mí. Era su madre, o mejor diría lo que quedaba de ella. Su piel ennegrecida, su cabeza, en la que la mitad del cráneo se había desprendido, no tenía nariz. Llevaba a Pía de un brazo. Me sonrió.
—Nos necesita, Daniel. Debe venir con nosotros.
—¡No sois sus padres! —respondí a gritos.
Me lancé sobre ella evitando tocar a los otros dos. La cogí por los hombros y la agité con fuerza. La otra figura, el padre, se giró entonces y me cogió por la garganta. Le miré. Su cuello estaba completamente quebrado y la cabeza le colgaba como un miembro tonto, muerto, pero sus brazos tenían la fuerza de unos tentáculos. En su frente llevaba incrustada una pieza de plástico derretida y su cabello, la mitad del cual se había caramelizado, humeaba.
Manuel se lanzó a por la madre antes de que sus garras lograran hacerse con mis brazos, los cuales estaba utilizando para golpear en el estómago a aquella horrible aparición que no era etérea ni mucho menos, sino una criatura auténtica, terrenal, pero no hecha de carne sino de otra materia húmeda, viscosa, que recibía mis golpes con un sonido seco, parecido al que hace un pescado muerto al caer sobre las tablas de un barco.
Finalmente conseguí arrancar a Pía de aquellos brazos, la cogí por las axilas y la arrastré hacia el coche mientras Manuel daba patadas a la mujer, que trataba de avanzar torpemente hacia Pía mientras se defendía de esos golpes. El padre, con su cabeza bamboleante, emitió un sonido desgarrado con su garganta y comenzó a caminar hacia nosotros, y así lo empezaron a hacer otros espectros, que cambiaron el curso de sus pasos y comenzaron a bajar del avión.
Regresamos al coche. Pía se dejaba dirigir como un muñeco, pero había comenzado a balbucear algunas palabras, como si estuviera volviendo en sí misma. Manuel cogió el volante y arrancó el coche llevándolo en dirección a la casa. Entonces vimos que el desierto estaba literalmente poblado de aquellas siluetas y que algunas ya habían conseguido alcanzar los alrededores más inmediatos de la casa.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Manuel.
—No podemos volver a la casa —respondí—. Hay que irse de aquí. ¿Tienes gasolina?
—Suficiente —respondió—. Pero la señora… Hay que ir a por la señora.
—Yo lo haré —dije—. Tú solo cuida de que no os cojan.
El coche pasó por el mismo hueco que antes habíamos abierto en el círculo y frenó junto a la entrada de la casa. En ese momento había siluetas a los lados, acercándose lentamente, todavía suficientemente lejos. Pero yo sabía que ese círculo estaba roto, al menos por dos partes, y que no tardarían mucho en llegar donde nosotros. Aun así, calculé que tendría uno o dos minutos para subir a la segunda planta, liberar a Elena Duarte y volver al coche.
Manuel me dio las llaves de la puerta y trató de explicarme lo del cerrojo de la habitación de la señora, pero le dije que lo sabía. Salté al exterior. Pía seguía despertándose en el asiento de atrás, todavía entre dos mundos.
—Volveré ahora mismo, cariño —le dije tratando de infundirme valor a mí mismo.
Corrí hacia la casa. Cuando llegué a la puerta y traté de meter la llave me di cuenta de que mis manos temblaban como dos banderas descontroladas al viento. Tuve que sujetarme la muñeca para lograr introducir la llave en la cerradura. Después entré en la casa y subí las escaleras dando grandes zancadas.
El pasillo permanecía en silencio, decorado por las franjas de luna que se colaban por las contraventanas. Ahora entendía la razón de esas ventanas cerradas. Y también el porqué del pasador en la puerta de Elena Duarte —recordando el estado catatónico de Pía, hipnotizada por aquellos seres—. Aquello era como una fuerza que succionaba a los habitantes de la casa hacia fuera.
Caminé con celeridad, el suelo crujiendo bajo la alfombra, hasta llegar a la primera esquina del pasillo. El siguiente tramo estaba sumergido en la penumbra, solo al fondo se notaba un resplandor recortando los bordes de la puerta de Duarte. Avancé a tientas, palpando las paredes con los dedos, hasta llegar allí. Busqué el pasador con las manos y lo encontré. Recordando lo que había visto esa mañana, tiré de un saliente hacia la izquierda, con la intención de retirarlo y abrir la puerta. Pero el pasador no cedía. Un segundo después supe la razón: estaba abierto.
Fuera lo que fuese con lo que Elena Duarte tenía su deuda, ya había pasado por allí; su pesadilla ya la había visitado. O eso, o fue ella misma la que cometió suicidio, seccionándose las muñecas con un pequeño estilete y vaciando su roja vida sobre las sábanas, antes blancas ahora encarnadas, de su cama con dosel. Aun así, en su mirada había un terror que me invitaba a pensar en una vieja deuda cobrada. Un fantasma de un amante traicionado. O algo peor. Nunca lo sabríamos.
A un lado de la cama, caído sobre una alfombrilla descubrí un folio a medio escribir. Lo recogí y lo leí. Era una carta a su hermana, escrita quizás en plena desesperación. «Querida Hermana, la noche que habíamos esperado ha llegado por fin. El círculo se rompió y ellos han vuelto a reclamar lo que es suyo…».
Sin entender nada, o al menos no en ese momento, rogué a Dios que acogiera a la pobre mujer, soplé las dos velas que iluminaban la estancia y ahora, envuelto en una oscuridad púrpura, salí al pasillo. Corrí por el primer tramo hasta llegar a la esquina, y salté los cuatro escalones ágilmente, aterrizando en medio de un crujido de las viejas maderas. Entonces encaré el siguiente tramo, hacia las escaleras, hacia la libertad. El resplandor de la luna iluminaba la larga alfombra carmesí y al fondo, junto a la última ventana, justo en el comienzo de las escaleras que bajaban al vestíbulo, distinguí algo. Alguien.
Frené mis pasos arrugando la alfombra.
En su silla de ruedas, con sus manos blancas aferradas a los pequeños reposabrazos acolchados, su cabello negro, lacio, cayendo en patéticas vetas sobre su rostro. Ella otra vez. Marta.
—Daniel.
Su voz sonó desde alguna parte dentro de las paredes. Sonó bajo mis pies y sobre mi cabeza. Era un tremendo y ronco gruñido.
El cuerpo se desprendió de la silla y se elevó en el aire. Aquel cuerpo desmigajado, reducido a una terrible serie de muñones, envuelto en un sucio camisón que ahora se ondulaba en el vacío, como una estela de aquel planeta levitante.
—Te quedarás conmigo.
—Tú no eres Marta —le respondí, tartamudeando. Sentí que mis piernas no me podrían sostener por mucho más tiempo, me rasqué la cabeza y noté hebras de mi pelo cayendo y enredándoseme en los dedos.
—No sé lo que eres, pero no eres Marta. Solo eres un recuerdo. Una mentira. Has mirado dentro de mí, en mis sueños. Pero no eres ella.
El gruñido, el ronco rumor, hizo temblar el suelo y las paredes otra vez. ¿Estaba riéndose?
Entonces aquello se transformó ante mis ojos. Los haces de luna actuaron como los focos de un escenario de magia, creando una confusión de luces y sombras en las que veía producirse alteraciones. La silla de ruedas ya no lo era. El patético cuerpo de Marta, su cabello y sus manos dejaron de serlo. Ahora era otra cosa. Una presencia con aspecto de batracio alargado, de piel brillante y viscosa por la que se deslizaba un líquido gelatinoso, con una gran cabeza que parecía tan solo diseñada para albergar una boca absurda. Recordé el sonido a pescado muerto cuando golpeaba en el estómago del «padre» de Pía. Y ahora, por fin, todas las piezas se unieron en mi mente. «Ellos han venido a buscar lo que es suyo».
La boca hambrienta, repleta de dientecillos, comenzó a dilatarse.
—Tú me mataste —dijo, emitiendo las palabras con la voz quejumbrosa de Marta—, ahora te comeré.
Yo estaba paralizado, como un ratón al que la serpiente ha mordido e inoculado su veneno. Dispuesto a ser devorado. Mis piernas no se moverían y aquello se lanzaría sobre mí. Pensé en Pía, en mi familia, y pensé en ellos como el pasado. Como una historia que estaba a punto de terminar. Supongo que así habría ocurrido de no ser por los bocinazos.
Alguien —después supe que era Manuel— comenzó a tocar la bocina del coche ahí fuera. Una, dos, tres veces. Y eso me despertó, me hizo volver en mí. Había un coche esperándome, solo tenía que alcanzarlo y saldríamos de allí. Y Pía estaba en él. No podía abandonarla ahora, en medio de nuestro viaje. En mitad de nuestras vidas.
Arremetí contra aquello. Un instinto terrenal, universal, me aconsejó que golpease bajo la boca, en lo que podría denominarse un cuello. En la oscuridad tan solo aparecía ante mí como una serie de conductos brillantes, purpúreos, salpicados de lunares fosforescentes. Lancé un gancho como si toda mi vida fuese en aquel golpe. Mi puño se hundió en la oscuridad y golpeó algo esponjoso, que noté retraerse, casi absorberme hasta el antebrazo. No sé si fue el dolor o la sorpresa, pero aquel ser retrocedió ante mi inesperado arranque, dejándome el espacio justo para salir corriendo escaleras abajo.
Me lancé con tal fuerza que mi cuerpo rebotó en las paredes, mientras mis pies acertaban a tocar los bordes de los escalones en una loca carrera hasta el vestíbulo.
Finalmente, en la calle, Manuel estaba fuera del coche, asiendo una pala y manteniendo dos o tres de aquellas cosas apartadas del coche. Me vio salir y respiró con alivio, y sin dudarlo me monté en el asiento del conductor, esperé a que hubiera subido y apreté el acelerador llevándome dos o tres cosas de aquellas por delante, que dejaron un rastro viscoso en el parabrisas, como si hubiéramos golpeado unas esponjas gigantes.
—¿Y la señora? —preguntó Manuel.
Por toda respuesta, moví mi cabeza, negando.
Dirigí el coche hacia el sur, hacia el Peratil, hacia San Miguel. Atravesamos aquella manada de siluetas que se pararon al vernos salir y, a nuestras espaldas, desde la casa, se escuchó algo, otro de esos titánicos rugidos, que por alguna remota razón en mi entendimiento asocié más con un grito de victoria que con una llamada a la guerra. Nada nos siguió. En menos de cinco minutos la casa solo era una silueta en el horizonte y las formas habían desaparecido. Solo cuando estuvimos a unos cinco kilómetros de ahí sentí un terrible resplandor a mis espaldas, algo que me cegó a través del espejo retrovisor. Manuel miraba para atrás y dejó escapar un «Dios mío». Frené el coche y salimos de él a tiempo para ver elevarse una especie de luz en el cielo. Algo que describió dos rápidos movimientos bajo las estrellas antes de incrementar su velocidad y desaparecer entre el millón de astros que cubrían el desierto aquella noche.
Bajo el cielo, lejos en el horizonte, la casa de los Duarte había comenzado a arder. Su vieja madera se consumía en llamas.
Condujimos en silencio durante una hora y media, hasta que las primeras casas blancas de San Miguel nos recibieron de madrugada. Pía dormía profundamente en el asiento de atrás. En algún momento iba a despertarse y no me imaginaba cómo iba a explicarle todo aquello.
Frenamos frente a la comisaría de policía. Habíamos acordado hacerlo así, por Manuel. Trataríamos de hilar una buena historia. Un suicidio, un incendio. Algo que explicara la muerte y destrucción de esa noche. Vimos un policía allí dentro, a través de la puerta, desayunando un gordo taco y un café. Nos miró con curiosidad.
—¿Vamos? —preguntó Manuel.
—Ahora mismo, pero déjeme hacerle una última pregunta, Manuel. ¿Qué le ocurrió a su familia?
Manuel, con su rostro duro pero amable, sonrió. Supongo que leyó las dudas en mis ojos.
—No… Compa… No es lo que usted cree. Yo no las maté… O quizás sí. Ella estaba muy deprimida. Yo pensé que todo pasaría. No le di gran importancia. Me iba a trabajar fuera semanas enteras. A ganar el pan. Pero ella debía estar peor y peor. Un día las encontré al volver a casa, en el techo. —Cerró los ojos durante tres largos segundos.
Le tomé del brazo y lo apreté.
—No eran ellas, Manuel. Eso que vimos esta noche era otra cosa. Recuérdelo. Su hija y su mujer están en otro sitio, en el cielo.
—Eso espero, compa.
Después le palmeé el hombro y salimos del coche, dispuestos a arruinarle su aburrido desayuno a aquel agente local de San Miguel. Pía se despertaría justo a tiempo para oír la historia del incendio mientras dormíamos y así estaba bien. La verdad quedaría enterrada para siempre bajo las cenizas de aquella casa.
Y además de Manuel, yo y este papel, nadie la sabrá jamás.