Historia de un Crimen Perfecto

Me llamo Eric Rot y escribo estas últimas líneas de mi vida para confesarme: soy un asesino.

Yo lo hice. La maté. Linda Fitzwilliam está muerta. Ni huida con su amante, ni jugando a esconderse para irritar a su familia, como apuntaron en su momento las revistas del mundo rosa. La hija del magnate John Fitzwilliam, mi jefe y amigo durante los últimos veinte años, murió estrangulada la noche del 13 de agosto de hace cinco años, en París. Esa es la verdad.

No espero el favor ni el perdón de nadie por esta confesión. Tan solo quiero explicar por qué lo hice, ponerlo sobre un papel antes de volarme la cabeza y descansar para siempre, si es que se me está permitido hacerlo.

Dejen primero que me presente, hablarles un poco de mí. Algunos me recordarán de las revistas y los periódicos. Además de ser el director general de la firma en Francia, actué como «enlace» y portavoz de la familia Fitzwilliam en París todo el tiempo en que duró el caso de Linda. Fui yo, de hecho, quien denunció su desaparición a la policía, cinco días después de matarla, con su cadáver aún caliente en el jardín de mi casa de La Vesinet. Todavía me parece increíble que pudiera hacerlo; interpretar aquel papel de tristeza y preocupación con mis manos aún manchadas de sangre. Pero, como todo lo demás en mi vida, siempre hago las cosas a conciencia.

Empecé a trabajar para la familia Fitzwilliam cuando solo contaba trece años de edad, como aprendiz en su sede central de la calle Archer, en Londres, limpiando y arreglando máquinas de escribir. Mi padre era electricista en la Westinghouse y mi madre vendía flores en un puesto de Covent Garden, y si bien aquel pequeño salario era de mucha ayuda en el presupuesto familiar, mis padres nunca permitieron que me desviara de mis estudios.

A los dieciséis años comencé cursos de contabilidad en una escuela nocturna y a los dieciocho ya había conseguido mi primer puesto en la oficina central; un trabajo modesto, pero al que me apliqué con todas mis fuerzas, que pronto se vieron recompensadas con un pequeño ascenso.

Ese ha sido el único talento de mi vida: trabajar y esforzarme. La única opción que le queda al hijo de un obrero si aspira a tener una vida mejor que la de sus padres. En aquellos días la compañía estaba en plena expansión y continuamente se convocaban exámenes de promoción interna a los que yo me presentaba con la voracidad de un joven tigre. Estudiaba por las noches hasta caer rendido sobre el escritorio, justo cinco minutos antes de que sonase el despertador.

Así, a golpe de muchos esfuerzos, medré rápidamente y cuando rondaba los veintiocho años de edad fui elegido para dirigir uno de los nuevos departamentos nacionales, convirtiéndome en el ejecutivo más joven de la compañía. Aquello me convirtió en un personaje relativamente famoso. Incluso el gran patriarca Laurel Fitzwilliam me invitó a una recepción con ocasión del aniversario de la firma y aparecí en la portada de la revista interna de la compañía. Estaba encima de la ola, justo encima, y tenía las fuerzas suficientes para sostenerme ahí arriba; me lo había ganado.

Tres años más tarde fui destinado a Johannesburgo para representar los negocios de la firma en Sudáfrica. Allí, mientras prestaba mis servicios, trabé una buena amistad con John Fitzwilliam, el heredero de la compañía, quien desarrollaba allí sus primeras labores dentro de la firma. John y yo teníamos la misma edad y, pese a venir de una familia tan importante, era un muchacho agradable y honesto. Él me llamaba el «hombre serio» y yo le llamaba «el niñato», nos hicimos buenos amigos y fuimos una gran ayuda el uno para el otro en aquellos días. Cosechamos grandes éxitos durante aquella gestión en Sudáfrica y cinco años más tarde regresamos juntos a Europa, él para casarse y heredar el imperio de su padre y yo para tomar posesión del puesto de director general de la oficina en París.

Desde entonces me convertí en uno de sus hombres de confianza. John solía invitarme un par de veces al año a su mansión de Oxford para tratar asuntos de la compañía, retarnos al golf y dejar que me deleitara en sus amplios invernaderos, donde nació mi afición por la jardinería.

También, durante esas noches en sociedad, John me presentaba mujeres, casi todas amigas de Constantine, su esposa. Durante un tiempo me presionó mucho con el asunto del matrimonio. Era algo inconcebible para él que yo jamás hubiese mostrado ningún interés en las mujeres. Una vez, en Johannesburgo, llegó a preguntarme si tenía «otros» intereses, pero yo se lo aclaré rápidamente. Toda mi vida había girado en torno a la firma, jamás me había concentrado en otra cosa y no creía que a esas alturas una mujer encajase demasiado bien en mis planes. Sencillamente, siempre las vi como un auténtico estorbo.

Con la llegada de Linda y Adrian, los dos únicos hijos del matrimonio, John comenzó a dedicar más tiempo a su familia y a delegar más sus responsabilidades. Eso hizo que cada vez nos viéramos menos, aunque en absoluto hizo mella en nuestra amistad. John no comprendía mi falta de apego a la familia y, a su vez, yo no comprendía que un hombre tan importante cambiara la gestión de su imperio por una serie de afectos domésticos, casi siempre destinados a tornarse ingratos. No obstante, continuamos una cordial relación. John me dio más responsabilidades sobre Europa y yo las abracé con la misma ilusión con la que lo había hecho siempre.

En los siguientes dieciocho años la firma creció de forma imparable. Cerramos grandes acuerdos con gobiernos de todo el continente y aglutinamos a otras empresas que antes habían sido nuestra competencia. Salimos a bolsa con un éxito arrollador y nos situamos en lo alto de una pirámide de oro. Fitzwilliam se había convertido en uno de los grandes grupos empresariales del mundo y John llegó a admitir, durante una de nuestras cada vez menos habituales partidas de golf en Oxford, que el éxito de la compañía se debía más a mis esfuerzos que a los suyos. Él era un hombre feliz —me dijo en aquella ocasión— amar a su mujer y criar a sus hijos era a todo lo que aspiraba en el mundo. «La compañía siempre fue algo impuesto para mí; nunca la amé como tú la amas, Eric. Tú deberías ser el Fitzwilliam, no yo».

Pero yo no era un Fitzwilliam y nunca lo sería. Uno debe saber cuál es su lugar en esta vida y luchar por mejorarlo en vez de mirar al jardín del vecino. Y eso es lo que yo había hecho desde los trece años. Amaba aquella compañía; era lo único que tenía en el mundo, y estaba consagrado a ella por completo. John lo sabía; casi me dejaba dirigirla mientras él vivía de los réditos de mi pasión. Así eran las cosas y supongo que era justo.

Mis padres murieron con solo unos años de diferencia y yo me quedé completamente solo en el mundo. Aunque esta era una sensación nominal, cuantitativa, pues yo no me sentía solo ni un día de mi vida. Me encantaba despertarme por las mañanas, ya en mi gran casa de campo de La Vesinet, ya en mi pequeño apartamento de la Defense, y desayunar escuchando el informe de bolsa en la radio. Después, vestir un agradable traje de Saville Row —aún con el fino aroma de la tintorería impregnado en él— y tomar un coche a la ciudad mientras leía una selección de periódicos europeos. Subir las amplias escaleras de mármol de nuestro edificio, entrar por la puerta y saludar al portero, a los empleados que encontraba por el camino y al ascensorista. Llegar a mi despacho, mirar la ciudad a través del gran ventanal y sentarme en mi sofá de cuero mientras mi secretaria me informaba sobre las reuniones del día, el almuerzo, el café, la cena, de si tendría que coger algún avión, asistir algún evento social o si era el día de recibir un masaje.

Mi vida era un mecanismo bien engrasado. Un programa sin vacíos. Una melodía perpetua de obligaciones que yo desempeñaba con la mejor de las sonrisas. Me encantaba mi trabajo, la deliciosa rutina de cada día en mi despacho, a bordo de un avión o sobre la mesa de un restaurante. El poco tiempo libre que me restaba lo invertía en mi jardín de La Vesinet, donde se iba desvelando un oculto talento por las flores.

Nunca necesité nada, ni nadie más. Pero, al parecer, esto no era suficiente para la cruel providencia. No era suficiente que un hombre solo deseara trabajar, cumplir con su labor, y disfrutar de un destino que se había ganado gramo a gramo. Los hados de la fortuna quisieron gastarme una broma macabra o, mejor dicho: quisieron castigarme. Tal vez porque me había atrevido a ser feliz con demasiado poco. Por eso me enviaron a Linda Fitzwilliam.

John me lo hizo saber por teléfono un día a finales de mayo del año pasado; Linda pasaría el año en París antes de ir a la universidad. Quería perfeccionar su francés y tener una aventura de bohemia antes de enfocarse en una rigurosa carrera de empresariales. Constantine y él confiaban en mí para que hiciese las funciones de un tío. «Encárgate de que no le falte nada» me pidió John. «Y vigílala un poco, ¿lo harás por mí? No me acabo de hacer a la idea de que mi pequeña princesa se marche del nido».

Yo acepté, ¿qué otro remedio me quedaba? Además de cuidar de su empresa, ahora tendría también que cuidar de su hija. Recuerdo que ese día, al colgar el teléfono, estaba realmente enfadado. Me dieron ganas de tomar el cenicero de mi mesa y lanzarlo contra el cristal de la ventana.

Linda llegó a París la primera semana de junio. Yo la recordaba como una niña pecosa y parlanchina que no hacía más que hablarme mientras yo trataba de jugar al golf en el green familiar de Oxford. Pero aquella mañana de junio, cuando la vi entrar en mi despacho comprendí cuánto tiempo debía de haber pasado desde aquellos recuerdos.

Linda se había convertido en toda una mujercita. Tenía un bello y largo cabello dorado que le caía en bucles sobre los hombros, dos preciosos ojos verdes y un cuerpo bien esculpido heredado de Constantine, que había sido una gran bailarina en su juventud. Reconozco que me quedé embobado por unos instantes, mirándola brillar bajo el sol de la mañana. Fue como si una ráfaga de viento entrase por mi ventana después de haber acariciado un campo de flores.

Linda se lanzó entre mis brazos y me besó en las mejillas. «¡Tío Eric!» dijo, tal y como solía hacerlo. «Hace tanto tiempo que no te veo… Pero estás igual, exactamente el mismo… Aunque te han salido unas pequeñas canas» dijo riendo como un cascabel.

Aquella tarde, almorzando en un café junto a los Campos Elíseos, consiguió hacerme reír con aquellos viejos recuerdos de Oxford, que ella había guardado mucho mejor que yo (hasta los trajes que su padre solía prestarme «porque yo siempre parecía venir de un entierro») y, por primera vez en mi vida, me olvidé de mi agenda para disfrutar de la compañía de una bella criatura. Ahora me doy cuenta de que fue aquella misma tarde cuando comencé a enamorarme de ella.

Lo arreglé todo para instalarla en un buen apartamento del barrio Latino, puse a su disposición un chófer (que ella se negó a utilizar, ya que no era nada bohemio) y le di una tarjeta sin límite de crédito a cuenta de la empresa. Hecho esto, le hice prometer que al menos una vez por semana me llamaría para contarme qué tal le iba. Ella accedió a hacerlo con entusiasmo; me dijo que era absolutamente feliz.

Después nos separamos por un tiempo. Asuntos de la firma me hicieron trasladarme a Hamburgo durante un par de semanas y nos despedimos hasta pronto. Durante ese viaje me sorprendí recordándola a menudo. Su imagen se colaba entre mis últimos pensamientos del día, aparecía por sorpresa entre mis informes o me hacía perder el hilo de una reunión.

Cuando volví a París, Linda estaba ya sumergida en la vida estudiantil de la ciudad: fiestas, amigos… Pero nunca faltaba a su cita semanal conmigo. Solía aparecer por la Defense los días en que mi agenda me permitía llevarla a almorzar. Al principio la llevaba a un café que había junto al edificio, pero después, a medida que nuestras citas fueron más habituales, nos alejamos de la zona. No me gustaba pensar que aquello pudiese levantar rumores equivocados entre los siempre suspicaces empleados… ¿Pero estarían acaso equivocados? Yo lo justificaba todo diciéndome que aquella era la misión encargada por su padre: «Vigílala» me dijo, y eso era lo que hacía. Aunque en el fondo, como siempre ocurre, estaba la verdad. Soñaba con poseerla. Era un sentimiento irrechazable, superior a todas mis fuerzas. Y sobre todo nuevo. Jamás en mi vida había sentido tal atracción por una mujer. Soñaba con sus labios brillantes, con el olor a champú de su cabello, con su cuello y su piel de leche. Soñaba con sus piernas, con sus senos, soñaba con besar cada lunar de su cuerpo.

A medida que pasaban las semanas, empecé a pensar que Linda también sentía algo por mí. Supongo que sus señales eran obvias, pero después de una vida entera renegando de los asuntos del amor yo estaba tan ciego como un topo. Tuvo que ser ella la que destapara la caja de Pandora. Y lo hizo con una malvada sutileza. Un día, mientras tomábamos un café después de almorzar, me confesó que había conocido a un chico, un pintor bohemio que vivía en una buhardilla al estilo de los artistas malditos, y que se había enamorado de él.

Mientras lo contaba, yo sentí que se me secaba la garganta y que un dolor horrible se abría paso en mi pecho. Jamás me habían roto antes el corazón, así que pensé que debía estar muriéndome por alguna razón. Tal vez un veneno en la comida, o un ataque. Entonces ella me tomó de la mano y me preguntó si estaba bien. Yo traté de recomponerme. Pedí algo de beber. Dije que había sido un ligero malestar. Después pedí la cuenta y dije que debía marcharme de inmediato.

Nos levantamos de la mesa y salimos por la puerta del bistró. Llovía a raudales y nos quedamos debajo del toldo esperando a que algún taxi parase. Entonces ella se dio la vuelta y se plantó frente a mí con la mirada fija en mis ojos. Me dijo que todo había sido una mentira; que no se había enamorado de ningún pintor. Lo había hecho para verme reaccionar… Porque en realidad era yo su único amor. «Te he amado desde siempre, tío Eric. He soñado contigo cada noche desde que era niña… Y por eso estoy aquí, en Francia. He venido solo para estar a tu lado».

«Supongo que el amor comienza cuando una persona te hace olvidar quién eres». Y eso fue exactamente lo que me ocurrió en aquel momento, recién salido de un dolor desdichado, al escuchar aquellas palabras tan dulces. Me olvidé de quién era yo. Eric Rot, el hombre de la firma, el amigo íntimo de John Fitzwilliam. Y también de quién era ella, una niña de dieciocho años, posiblemente cautiva de un amor platónico. Y, por último, olvidé las implicaciones, olvidé el futuro, y la besé en los labios, bajo la lluvia, mientras nos fundíamos en un abrazo.


Mi vida había sido un largo otoño, una larga monotonía avivada con pequeños éxitos, una melodía perfecta pero monocorde. Y entonces el verano llegó a París. Llegó ella con su vestido de flores y su pintalabios sabor a caramelo. Llegó la música. Nuestra loca aventura.

Comenzamos a vernos los fines de semana, en mi casa de La Vesinet. La primera noche que pasamos juntos se fundieron todas las cadenas de mi cuerpo. Al día siguiente, cuando me desperté con ella abrazada a mi cuello y sus rizos esparcidos por mi pecho, terminé de aceptar que la amaba. Jamás podría decírselo a John; nuestro futuro estaba condenado nada más comenzar, pero en aquel momento, viendo su precioso cuerpo refugiado en el mío, fui capaz de olvidarlo todo.

Seguimos viéndonos en secreto durante aquel verano, siempre en mi casa de las afueras o alguna vez en los jardines públicos de la Bonnet, a medio camino de su tren. No me atrevía a citarme con ella en público, incluso en una gran ciudad como París, aunque ella constantemente renegaba. Deseaba irse conmigo al Loira, a Caen… Viajar a Holanda, pasar un fin de semana en otro lugar. Le expliqué que eso era imposible. Cualquier tropiezo o imprevisto y nos veríamos metidos en un gran problema… ¿Es que deseaba que su padre se enterara de todo? Ella a veces decía que le daba igual. «¿Y qué más da que lo sepa? Ya soy mayor de edad y tú eres un hombre soltero, ¿qué hay de malo en nuestro amor?». Nada, pensaba yo, no había nada de malo en amarse, pero la sociedad no perdonaría un crimen tan jugoso. Sería el fin de mi carrera y un pequeño escándalo de juventud para ella. Y siempre que discutíamos este aspecto terminábamos en la misma pregunta: ¿qué futuro nos esperaba entonces? ¿Vivir recluidos entre cuatro paredes? ¿Amarnos en secreto hasta… Cuándo? Yo nunca sabía contestar a eso.

Pero la respuesta vino sola. Ocurrió a finales de septiembre, coincidiendo con una visita de John y Constantine a París. Fue un tanto embarazoso tener que mentirles, pero lo hicimos admirablemente, comportándonos como un tío bonachón y su sobrina. Sin embargo, el teatro duró poco. Esa noche, durante una cena en el restaurante de la Ópera, Linda comenzó a sentirse mal. Dijo que tenía unas horribles náuseas y se levantó apresurada para ir a vomitar. John pidió explicaciones al chef, que le aseguró que la comida estaba en perfecto estado. Pero Linda volvió a vomitar por segunda vez y terminamos llevándola a una clínica del centro. Allí, después de realizarle unas cuantas pruebas, el doctor le confió a John y a Constantine que Linda estaba embarazada.


¿Cómo había podido ocurrir? Supongo que ninguno de los dos éramos precisamente unos expertos… Y el error que yo tanto había temido terminó llegando. John entró en furia en el pasillo de la clínica, me cogió de las solapas y me preguntó qué demonios había ocurrido. ¡A mí! Por un segundo creí haber sido descubierto, pero entonces Constantine le contuvo y John me pidió perdón, me dijo que había necesitado encontrar un culpable, y no se podía imaginar lo cerca que había estado de lograrlo.

Supe después que esa noche, en la intimidad de su suite, John le preguntó a Linda por el padre del niño y que Linda le mintió. Le dijo que había sido un pintor que había conocido en una fiesta, y que ahora se encontraba lejos de Europa, terminando un cuadro. John insistió en que debían encontrarle, pero Linda se inventó que aquel chico jamás dejaba sus señas antes de irse.

Al día siguiente John me ordenó que contratase un detective y que diera con el muchacho, «costase lo que costase». Linda se quedaría un mes más en París y después de eso volvería a Londres y allí decidirían qué hacer con el niño. Y, por supuesto, el asunto de su embarazo debía quedar en absoluto secreto. La prensa rosa estaría encantada de dar con una noticia semejante y teníamos que andarnos con cuidado.

Constantine se quedó una semana más en París y Linda y yo quedamos incomunicados. No había medio alguno para hacerle llegar un pequeño mensaje a Linda sin arriesgarme a ser descubierto. Durante esos días encontré un detective. Un hombre de aspecto siniestro llamado Riffle que comenzó a revolotear por todos sitios haciendo preguntas. Riffle volvió a mí al cabo de una semana y me preguntó qué clase de relación tenía yo con Linda. Habíamos sido vistos en varios lugares juntos y se preguntaba si yo podría ser una fuente de información adicional. Supe, por su mirada, que me había descubierto. Ignoraba cómo, pero cuando Riffle me miró con aquellos profundos ojos de color negro, sentí que leía a través de mis pensamientos. Al cabo de una semana le despedí y contraté otra agencia, esta vez con órdenes precisas de centrarse en el muchacho desaparecido. Reutilicé las mismas mentiras que Linda le contara a Riffle. Era un chico mestizo, de madre francesa y padre argelino; de nombre Benjamín y sin apellido; había vivido en Marsella muchos años y recientemente se mudó a París, a algún lugar del barrio Latino. Ahora se hallaba en paradero desconocido, aunque había razones para pensar que fuera algún lugar de Tailandia, pintando un cuadro para un mecenas anónimo. La agencia de detectives se frotaba las manos ante lo que prometía ser una larga investigación. Les pedí presupuesto para seis meses. Supuse que John y Constantine se olvidarían del asunto pasado este tiempo.

Constantine regresó a Londres y yo no perdí ni un minuto para citarme con Linda en La Vesinet. Fue una tarde horrible. Ella estaba muy alterada después de pasarse una semana oyendo las lamentaciones de su madre, y yo estaba nervioso, temiendo que alguno de los detectives, que yo mismo había contratado, nos descubriera. Según la vi no supe cómo reaccionar. Ella se lanzó entre mis brazos, pero yo me sentía como una estatua de hielo. Fue como si de pronto hubiese despertado de un sueño y me hubiese dado cuenta de lo estúpido que había sido todo ese tiempo. Linda era solo una niña. Una niña enojada con sus padres, «los odio» me dijo «no quiero volver a verlos nunca más»; y sobre todo una niña asustada, que se deshizo en lágrimas sobre mi camisa preguntándose qué sería ahora de su vida. Al parecer, John había sugerido el aborto, pero Constantine se había negado en redondo a esa idea. La madre de Linda había planeado que el niño nacería, pero que sería dado en adopción.

Después de unos momentos de pánico, tomé a Linda por los hombros y le dije que no llorase más, que pasase lo que pasase lo arreglaríamos. Recuerdo ver su sonrisa resurgiendo entre las lágrimas nada más oírme. «Dime que no me abandonarás» me rogó. «Haré lo que tú desees, pero prométeme que seguiremos juntos». Yo se lo prometí, titubeando y sin demasiada convicción, pero se lo prometí. Debía tranquilizarla, hacerla confiar en mí, o de lo contrario confiaría en alguien más. De pronto me sorprendí a mí mismo actuando con la frialdad que acostumbraba a hacerlo en los negocios. Fue como una pequeña y rápida revolución en mis sentimientos. Y Linda se convirtió en un problema a resolver. Un problema que requería creatividad e inteligencia.

Antes de despedirnos aquella noche le hablé de los detectives y le aconsejé que extremara las precauciones. Le dije que sería mejor esperar unos días para volver a vernos. También repasamos la historia del pintor por si debía repetirla de nuevo, y me cercioré, una vez más, de que no hubiera confiado a nadie nuestro pequeño secreto. Ella se enfadó un poco. Me dijo que nadie, ni sus mejores amigas, sabía nada de lo nuestro o del embarazo. Hecho esto la dejé marchar con la promesa de vernos el viernes siguiente en una cena organizada por la compañía.

La semana pasó en un suspiro. Tuve que volar a Hamburgo y pasé allí un par de días arreglando unos asuntos legales. Regresé el jueves a última hora y me encontré un mensaje de Linda en el contestador automático de mi casa de La Vesinet. Se la veía muy contenta. Me decía que «había tenido una gran idea» y que deseaba verme al día siguiente, durante la fiesta, para contármela. Borré el mensaje inmediatamente y me quedé algo preocupado por esa «gran idea» de Linda. Estuve a punto de llamarla, pero opté por no hacerlo. Me bebí dos copas de coñac mirando la televisión y después me metí en la cama. Los asuntos en Hamburgo iban viento en popa y bien engrasados. Pensando en ellos logré apartar de mi mente el temor de que Linda hubiese cometido (o estuviese a punto de cometer) alguna estupidez.


Nos vimos al día siguiente, en una cena de caridad que la firma organizaba todos los años. Linda apareció vestida como una princesa. Entallada en un conjunto plateado y tocada de perlas y finos diamantes. Además de eso, estaba triste, y la tristeza le confería un aire de hermosura inalcanzable que hechizaba el aire por donde pasaba. Cuando entró en el comedor del Excelsior algunos invitados me preguntaron quién era y no me creyeron cuando les dije que aquella muñeca, que parecía una estrella más en la noche de París, tenía solo dieciocho años. A mí también me costaba creerlo.

Durante la cena, sentada en la mesa presidencial, algunos jóvenes ejecutivos perdieron el tiempo tratando de deslumbrarla con sus anécdotas. Linda estaba en otra esfera y apenas conseguían arrancarle una forzada sonrisa o una educada contestación sin interés. Yo me fijé en ella disimuladamente. Apenas tocó la comida; se dedicó a beber y a responder alguna pregunta sobre su estancia en París. Y de vez en cuando la sorprendía mirándome con los ojos brillantes y grandes como los de un gato mirando a la luna.

Después de la cena, la fiesta se trasladó al ático del Excelsior y yo estuve muy ocupado durante la primera hora, saludando y haciendo presentaciones. Sobre la medianoche encontré a Linda junto a la barra de cócteles, soportando el abordaje de un joven diplomático portugués. Con una vaga disculpa logré liberarla de su esforzado pretendiente y la llevé a tomar algo de aire a la terraza del rascacielos. París rugía a nuestros pies, incendiada de luz, y una suave brisa nos acariciaba el cabello.

—Huye conmigo. Vayámonos juntos —dijo Linda—. No quiero volver a Londres.

Había bebido y se le notaba en la voz. Sonreí mirando a nuestro alrededor. Le pregunté qué locura era aquella.

—He hablado con papá y mamá esta tarde. Se lo dije.

De pronto el corazón me dio un vuelco. Traté de mantener la compostura.

—¿Qué les dijiste? —pregunté.

—Les dije que no quería volver con ellos, someterme a sus malditas órdenes. Les dije que me iría con mi amante, con el padre del niño. Tengo dieciocho años y puedo elegir. ¿No es cierto?

Comenzaba a darme cuenta del problema en el que me había metido.

—¿Les dijiste quién era… El padre? —pregunté con voz trémula.

Ella se rio.

—Oh, claro que se lo dije… El pintor, Charlie… ¿No lo recuerdas?

Entonces se acercó y me susurró:

—Te amo, Eric. Huyamos juntos. ¿Lo harás? Dime, ¿lo harás?

La fiesta murmuraba a mis espaldas. Una gota de sudor brotó en mi sien derecha. Ahora me quedaba claro que ese problema era demasiado importante como para seguir posponiéndolo con promesas. Había que resolverlo cuanto antes.

—Sí… —respondí—. Quiero irme contigo… Pero quiero que sea ahora. Vayámonos ahora.

—¿De veras? —preguntó entusiasmada.

Miré hacia los lados y asentí. Una idea se iba formando en mi cabeza a la velocidad de un rayo.

Linda me preguntó a dónde pensaba llevarla y le dije que conocía un sitio en el sur de España, que tenía una pequeña propiedad en una colina llena de naranjos que daba al mar Mediterráneo. Podríamos instalarnos allí por un tiempo.

—Pero ¿esta noche? —volvió a preguntar, incrédula.

—¿Hay mejor momento? —respondí yo—. Tengo ganas de tomarme un largo descanso. Y tú ya no haces nada aquí en París.

—Ve a la calle y coge un taxi —continué—. Que te lleve a tu apartamento; yo iré a buscarte dentro de una hora. No hables de esto con nadie, ¿de acuerdo? Nadie debe saberlo.

Nos despedimos allí mismo. Linda no cabía en sí de su alegría. Yo trataba de atemperar mis nervios ante lo que estaba a punto de hacer (¿lo iba a hacer realmente?). Y volví a la fiesta en busca de una buena copa. Me introduje en una de las muchas conversaciones que se sucedían y traté de comportarme con toda la naturalidad del mundo. Hablé largo y tendido con uno de aquellos jóvenes ejecutivos que la compañía había mandado recientemente a París y sobre la una de la madrugada me despedí con el argumento de que había sido una larga semana. Cogí un taxi frente al hotel. En el garaje de mi apartamento en la Defense tenía un BMW aparcado que a veces utilizaba para desplazarme a la oficina. Lo arranqué y salí hacia el centro. A esas horas de la noche apenas había tráfico. Volé y en media hora estaba en el barrio Latino.


Linda bajó vestida con unos vaqueros y con una gran mochila al hombro. Se montó y me besó en los labios.

—Tengo que pasarme por La Vesinet para recoger algo de ropa —le dije—. Después pondremos rumbo al sur.

Conduje deprisa. Linda me hablaba de nuestro futuro en España. Me hacía preguntas sobre la casa. ¿Miraba al mar? Estaba segura de que seríamos muy felices, y más cuando naciera el niño. Yo conseguiría algún trabajo, y ella también podría trabajar… Algo saldría.

Llegamos a La Vesinet y tomé la precaución de aparcar el coche en el garaje. Linda me preguntó si debía esperarme allí y yo le dije que pasara a la casa. Me ayudaría a elegir la ropa que debía llevarme.

Subimos al salón y le preparé una copa. Se la dejé apoyada en la mesita que estaba frente al televisor y ella se sentó allí, de espaldas al resto de la casa. No paraba de hablar, y oírla planeando nuestras vidas, el nacimiento del bebé, la habitación, los juguetes… Era una auténtica tortura. Cada palabra que surgía de su dulce garganta era como un aguijón que se me clavaba en las piernas y frenaba mis intenciones.

—¡España! ¡Soy tan feliz! Nunca hubiese imaginado que terminaría viviendo en España.

Pero una fuerza aún mayor me empujaba. Me repetí a mí mismo que no había otra salida; tarde o temprano aquella muchacha terminaría cometiendo un error o, sencillamente, descubriéndonos. Aquella era una oportunidad única para acabar con aquella sombra que amenazaba mi vida, y no podía fallar.

—Esta noche podemos parar en algún lugar del sur. ¿Qué te parece Burdeos? ¿Está muy lejos?

Fui a la cocina y me apoyé en la puerta. Tenía que decidir cómo hacerlo. Fui revisando diferentes objetos a mi alcance: un largo y afilado cuchillo, un martillo… Me imaginé la sangre saliendo a borbotones por la herida, regando alfombras, cortinas… Finalmente opté por estrangularla. Sería limpio, insonoro. Tenía un rollo de cable que había utilizado para extender la línea telefónica hasta el pasillo. Recorté un buen trozo con unas tijeras y me enrollé un extremo en cada mano. Tiré de él con fuerza y me dirigí al salón. Linda tenía la cabeza apoyada en el sofá y los ojos cerrados. Me oyó venir y sonrió. Estiró los labios y esperó a que la besara.

Yo rodeé su fino cuello con el cable. Ella sonrió aún más y abrió los ojos.

—¿Una sorpresa? —me preguntó, creyendo tal vez que estaba abrochándole un collar al cuello.

Tiré hacia atrás, imprimiendo una violenta presión en el cable. Vi como Linda abría los ojos, sorprendida por aquel alud de fuerza y dolor. Se echó las manos al cuello, tratando de liberarse del cable. Abrió la boca mientras lo hacía, como si quisiera decirme algo.

Comenzó a agitar sus piernas y elevó sus manos hacia mi cara, pero yo logré esquivarlas mientras mantenía el cable bien tenso entre mis manos. Oí sus famélicos estertores que parecían el aullido de una hiena. Un sonido absurdo, inimaginable.

Al cabo de un minuto Linda dejó de moverse y descansó finalmente. Yo solté el cable y su cabeza rodó hasta posarse en la almohada del sofá. Le cerré los ojos, pero no pude hacer lo mismo con la boca. Esta se fue cerrando lentamente al cabo de los siguientes minutos.

Me había herido las manos manteniendo el cable en tensión. Me maldije por aquel tonto error. Podría haberme puesto unos guantes de cocina y así evitar una herida tan visible. Fui a por un botiquín y me apliqué algunas vendas y esparadrapo. Después volví al salón.

Estaba exhausto. Me eché en el sofá y me tomé un par de copas mirando a Linda. Se diría que estaba dormida de no ser porque sus piernas habían quedado dobladas en zigzag y sus manos abiertas y en tensión.

A través de la ventana se veía el resplandor del amanecer iluminando el cielo. Descarté cualquier intento de enterrarla aquella noche. Podría hacerlo el sábado de madrugada, bien descansado y al amparo de la oscuridad. Hasta entonces, lo mejor sería dejarla en algún sitio fresco y oculto.

La arrastré hasta el garaje y la envolví en una vieja alfombra. Después coloqué algunos sacos de fertilizante sobre el bulto. Supuse que no comenzaría a oler hasta pasados un par de días. Cerré la puerta del garaje por dentro y volví al salón. Cepillé a fondo el sofá y las alfombras, eliminando cualquier pequeño pelo que pudiera haber quedado atrapado allí.

Los pájaros habían comenzado a cantar cuando terminé. El sol se asomaba tras las montañas. Subí a mi habitación, me bebí una última copa y me tumbé en la cama. Pensaba que no podría dormirme en un buen rato, pero sorprendentemente, nada más cerrar los ojos concilié el sueño.

Me desperté al mediodía del sábado y en los primeros segundos de mi consciencia se apoderó de mí una sensación horrible. Pánico mezclado con culpabilidad y con miedo. Me eché a llorar como un niño y por primera vez fui plenamente consciente de que había sesgado no una, sino dos vidas con mis manos. Ideas desesperadas cruzaron por mi mente. El suicidio, entregarme… Pero finalmente surgió esa voz en la que siempre he confiado, la que siempre ha sabido guiar mis pasos con seguridad desde que era un niño. Y aquella voz me dijo: has resuelto el problema. Esa muchacha hacía peligrar todo el esfuerzo de estos años. Hiciste lo correcto.

Pasé el resto del día fuera de casa, tratando de recobrar el equilibrio. Fui al centro de jardinería y compré una pala nueva y bolsas de plástico. Volví a casa al anochecer y decidí ver la televisión hasta que se hiciese muy tarde. Puse el canal de noticias. No decían nada sobre Linda. Era probable que nadie la echase en falta hasta dentro de un tiempo, quizás una semana o dos. En ese caso tendría que ser yo quien diera la voz de alarma. Yo era quien solía verla cada semana y quien se suponía al cargo de ella, vaya ironía. Calculé cuánto tiempo sería lógico esperar hasta comenzar a preocuparme por ella. Quizás tres o cuatro días llamándola y sin recibir respuesta. No debía precipitarme. Debía actuar con naturalidad, sin levantar demasiado ruido al principio. Diría que Linda me confesó sus planes de huir junto con su misterioso amante. Si era cierto que había amenazado a sus padres con hacerlo, entonces el asunto estaría resuelto.

A eso de las dos de la mañana salí al jardín trasero y me cercioré de que nadie andaba por los alrededores. Después elegí un buen sitio, junto a una rocalla rodeada de pequeños pinos, y comencé a cavar. Jamás hubiera imaginado lo que cuesta cavar una tumba. Tardé algo más de tres horas en hacer un buen agujero. Cuando terminé, el sol estaba comenzando a resplandecer en el horizonte. Con mis últimas fuerzas arrastré el cadáver hasta allí y lo dejé caer en el hoyo. Después de volver a cubrirlo me senté en el césped, exhausto, mirando aquel montón de tierra húmeda. Tenía las manos llenas de ampollas y un fuerte dolor en el lumbago. Por lo demás, me sentía liberado por haber terminado el trabajo. Decidí que al día siguiente plantaría unas cuantas amapolas en el nuevo parterre.

Las cosas marcharon incluso mejor de lo que planeaba. El lunes siguiente a primera hora recibí una llamada de Constantine diciéndome que era incapaz de contactar con Linda. El viernes a la tarde habían tenido una gran discusión por teléfono y ella amenazó con fugarse en compañía de su amante. El sábado Constantine la llamó cinco veces y el domingo no menos de quince, incluyendo a dos amigas que no sabían nada de Linda, excepto que tampoco había respondido a sus llamadas. Le dije que no se preocupara. Seguramente se trataba de una pataleta y Linda acabaría llamando a casa en unos pocos días. Aún así, Constantine me rogó que me personara en su apartamento y tratara de hacerla entrar en razón, cosa que prometí hacer esa misma tarde.

Me presenté allí después del trabajo. Era uno de esos viejos edificios de los años cuarenta que aún abundan en la ciudad. Largas escaleras de caracol, suelos ajedrezados y un estrecho hueco aprovechado para instalar un pequeño ascensor. A pesar de haber sido el amante de Linda durante casi cuatro meses, jamás había puesto un pie allí, de modo que no fue difícil fingirme desorientado. Toqué su timbre cuatro o cinco veces y después golpeé en su puerta llamándola en voz alta. La fortuna quiso que me oyera una de sus vecinas, una mujer ojerosa y de pelo enredado que apareció envuelta en un albornoz y con un cigarrillo en la boca. Le expliqué lo que sucedía y ella recordó haber visto a Linda el viernes a la tarde. Se la cruzó por las escaleras y creyó que era una actriz, por lo bien vestida que iba.

Le agradecí la información y le rogué que le diera un mensaje si volvía a verla: que llamara a su casa, pues sus padres estaban muy preocupados por ella.

—¿Ha desaparecido? —preguntó la mujer cuando ya me disponía a marchar escaleras abajo.

—Aún es pronto para decir eso —respondí yo.

—Es una muchacha preciosa, un ángel —dijo la mujer apoyándose en el marco de la puerta—. Las muchachas bonitas corren peligro en este mundo.

—Ciertamente —dije yo.

—Espero que esté bien. Maldito sea si alguien le ha hecho algo.

—Aún es pronto para…

—Maldito sea el que la haya dañado —repitió la mujer con sus ojos enrojecidos puestos en mí.


Llamé a Constantine nada más salir del edificio. Le dije que esperaría hasta la noche y volvería a intentarlo. Constantine se puso algo nerviosa; me rogó que la llamara en cuanto supiese algo. Se lo prometí. La tranquilicé diciendo que Linda aparecería en cualquier momento y se ganaría un buen sermón.

Pero claro, eso no ocurrió. Esa misma noche, sobre las once volví a llamar a Londres para informar de que Linda no estaba en su casa. Constantine perdió el control al oírme, comenzó a gimotear invadida por los nervios. Lo siguiente que escuché fue la temblorosa voz de John pidiéndome consejo. «¿Qué hay de los detectives?» me preguntó. «¿Cómo es posible que aún no sepan nada? Ese muchacho está en París, estoy seguro. Linda consiguió hablar con él de alguna manera, y ahora están juntos».

Le dije que era muy probable que así fuera y John me ordenó que presionara a los detectives para que entrasen en la casa y buscaran en las cosas de Linda; la dirección de ese muchacho debía de estar en algún sitio. También me anunció que él y Constantine llegarían a París al día siguiente por la noche.

Así que debía darme prisa. No iba a permitir que ningún detective entrara a registrar el apartamento de Linda sin haberlo revisado yo primero. Mi nombre podría aparecer en cualquier sitio: un diario, un poema… Una nota. De pronto me di cuenta de que había muchas cosas fuera de mi control. Me faltó el aire por unos instantes, pero después volví a atemperar mis nervios.

La mochila que Linda había preparado para nuestro viaje a España seguía en el maletero del coche. El domingo me di cuenta de que había olvidado enterrarla con el cadáver y pensé en lanzarla al Sena cargada de piedras, alguna noche entre semana. Ahora, ese pequeño olvido jugaba a mi favor. En uno de los bolsillos de la mochila encontré las llaves del apartamento. Pero ¿cómo podría justificar tener esas llaves en mi poder? Aquello atraería sospechas sobre mí. Así que debería hacerlo furtivamente, aquella misma noche, no podía posponerlo.

Tenía en mente a esa vieja vecina con aspecto de loca. Era de esa clase de personas que se despiertan solo con oír pasos en la madera. Y después de nuestra conversación era muy probable que ni siquiera durmiera. En cuanto oyese la llave girar en la cerradura creería que yo era Linda y vendría a husmear. Tenía que hilar fino. No quería que esa vieja le contase a los detectives (y a la policía en un futuro no muy lejano) que me había visto entrar en el apartamento de Linda.

Me fui a dar una larga vuelta con el coche. Salí de París, cené en un restaurante de carretera y leí el periódico del día con un largo café. Regresé sobre la una de la madrugada. La calle estaba tranquila y el edificio en penumbras. Subí las largas escaleras de caracol tratando de no hacer ruido, aunque la traicionera y vieja madera no dejó de crujir a mi paso. Al llegar al piso, miré a la puerta de aquella vieja vecina. Todo parecía en silencio. Conduje la llave con cuidado hasta la cerradura de Linda y la giré tratando de no hacer ruido. La puerta se abrió emitiendo un suave chirrido y me colé por ella.

La luz anaranjada de las farolas entraba en diagonal a través de la única ventana de aquel apartamento. Era un estudio de una sola pieza y bastante desordenado. Había ropa tirada sobre la cama, por el suelo, maletas abiertas… Supuse que a causa de la prisa que Linda debió de darse para preparar su mochila.

Tiré del cordón del estor y dejé que la luz de la calle iluminase lo máximo posible el apartamento. El escritorio estaba junto a la ventana. Sobre él encontré una foto de Linda (preciosa, en un vestido de noche, supongo que no mucho tiempo atrás), un ejemplar de Las flores del mal en francés y una nota escrita a toda velocidad:

«Papá y Mamá: He decidido marcharme de París por una temporada. Por favor, no os preocupéis por mí. Estaré bien. Os llamaré en cuanto tenga un minuto. Os quiero. Linda».

Aquella nota me convenía, así que la devolví al escritorio y proseguí el registro. Revisé su ropa; una veintena de bolsillos donde todo lo que encontré fueron monedas, billetes de metro y pequeños pañuelos de papel hechos bolitas. Después miré entre sus libros (pocos) y cuadernos de la academia de francés. En uno de ellos, escrito de forma reiterativa, encontré la siguiente frase:

Le vrai amour c’est pour toujours

Le vrai amour c’est pour toujours

Le vrai amour c’est pour toujours

Le vrai amour c’est pour toujours

«El amor verdadero es para siempre».

«Te he querido siempre, tío Eric» me dijo una vez, sentados a orillas del Sena, un día en que nos atrevimos a salir de La Vesinet, «desde que era una niña y te veía llegar en aquel largo coche negro a nuestra casa de Oxford. No eras como los demás… Parecías tan apesadumbrado, triste… Como si llevases el mundo cargado sobre tus hombros… Y yo me preguntaba qué había en ese corazón que te apenaba tanto. Y soñaba con llevarle algo de luz, y de alegría… Siempre soñé con ello. Siempre».

Tenía aquel cuaderno aún entre las manos, con mi mente ahogándose en esos terribles pensamientos, cuando escuché, a mis espaldas, un ruido procedente de la puerta. Me quedé paralizado, casi sin respiración. Ni siquiera pensé en esconderme en el baño. Sencillamente me quedé inmóvil, quieto como una estatua en la penumbra de la habitación.

Los ruidos continuaron y pude escucharlos mejor. Eran dedos. Dedos que se arrastraban por la madera de la puerta, arañándola de arriba abajo. No me equivocaba. El edificio estaba en completo silencio. Era como si alguien clavase sus uñas a lo largo de la madera con fuerza, presa de una terrible angustia.

Me quedé paralizado, con el corazón latiendo a toda velocidad en mi pecho. ¿Quién podría ser? ¿Por qué? Recordé a aquella vieja vecina… Recordé su aspecto de loca, de maniática… y su maldición. «Maldito sea el que la haya hecho daño».

¿Es que había leído algo en mis ojos?

Despegué los pies del suelo y me acerqué a la puerta. Los arañazos se sucedían, cada vez con más fuerza. Arriba, abajo, como violentos brochazos de un pintor loco. Me acerqué aún más, pegué la oreja a la madera. Escuché una respiración al otro lado, una respiración asmática, suplicante, entre la que distinguía un susurro, como una oración ininterrumpida. ¿Qué era lo que decía? El ruido de sus uñas no me dejaba oírlo con claridad. Pegué el oído con más fuerza a la puerta. Era algo en francés… Algo como… Le vrai amour c’est pour toujours.

Entonces sentí un terrible golpe, un puñetazo dirigido contra mi cara que había ido a parar a la puerta. Me aparté aterrado y tropecé con una pequeña bolsa yendo a parar al suelo. Ahora, pensé, ahora vendrían a por mí. Ahora. Pero ¿quién?

Miré hacia la puerta, esperando a que se abriera. Una fina franja de luz se colaba por debajo ella. Ahora todo era silencio… ¿Se había ido? Pero de nuevo: ¿quién?

Me puse en pie y me acerqué otra vez. El ruido se había ido.

Esperé allí, sentado junto a la puerta durante un par de minutos. Después, cuando hube recobrado mis arrestos, me levanté y abrí la puerta de un golpe. El descansillo estaba desierto. Nadie. Supuse que habría sido un borracho o un bromista.

—¿Linda? —dijo la voz de aquella vieja a través de la puerta—. ¿Eres tú, Linda?

Salí corriendo escaleras abajo.


Al día siguiente llegaron John y Constantine a París. Para cuando les recibí en mi despacho de la Defense, los detectives ya habían regresado con un informe «de urgencia» acerca de Linda y de su misterioso pintor. Esa mañana habían registrado el estudio de Linda ante la presencia de un par de testigos (la casera y una vecina) y habían dado con la nota, que apuntaba claramente a un caso de fuga voluntaria. Además, ciertas fuentes del entorno artístico de París habían apuntado a un posible nombre para resolver la identidad del pintor: Charlie Badoo, que se hallaba de viaje por Tailandia desde hacía cuatro meses. Era la única persona que correspondía mínimamente con la descripción, a pesar de no llamarse Benjamín (aunque esto podía ser una invención de Linda, apuntaban los detectives). La agencia se había puesto en contacto con algunos corresponsales de Bangkok que ya le buscaban desde esa misma mañana. Por lo demás, nos aconsejaban activar un seguimiento de operaciones con las tarjetas de crédito de Linda, cosa que yo ya había hecho para cuando sus padres llegaron a París.

John y Constantine, pese a mostrar cierta angustia, se sintieron aliviados al comprender que su hija se encontraba bien. El informe de la agencia terminaba con un alentador análisis de perfil del caso: el 90 % de las fugas adolescentes se resuelven felizmente. En cuanto Linda entrase en razón contactaría con sus padres, probablemente para pedirles que la ayudasen a regresar a casa.

De todas formas, John siguió presionando. Ese mismo día almorzamos con importantes cargos de la policía francesa, y se llegó a un compromiso de activar cuantas fuentes de información estuvieran a su alcance para resolver el paradero de Linda. Irónicamente, lo primero que se activó tras de hablar con la policía fue la prensa.

La filtración fue total; se supo lo del embarazo y lo del pintor marsellés. El viernes siguiente, cuando se cumplía una semana de la desaparición de Linda, John me ordenó que denunciara oficialmente el caso y que me hiciera cargo de contener a la prensa, que comenzaba a revolotear alrededor de nuestra oficina de la Defense y el hotel Ritz donde se alojaba el matrimonio.

Esa misma tarde, a mi salida de comisaría, di una pequeña rueda de prensa explicando los detalles de la desaparición y lanzando un mensaje a las cámaras: le pedí a Linda que se pusiera en contacto con su familia y confirmara que se encontraba bien.

Al parecer no había otra noticia más interesante por aquellas fechas y el asunto de Linda tomó una relevancia que nadie había podido predecir. Tabloides, revistas rosas y programas de radio y televisión se hicieron eco de la «loca aventura juvenil» de la hija del magnate John Fitzwilliam. Se dio la coincidencia de que Charlie Badoo resultó ser también algo difícil de localizar. Al parecer, los detectives no lo habían encontrado en Bangkok y habían extendido su búsqueda por el resto del país. Esto dio alas a la imaginación popular. Cada día se pergeñaba una nueva teoría en las tertulias de radio y televisión: que ambos estaban escondidos en algún lugar de París; que habían viajado a Tailandia… Por no hablar de las decenas de pistas falsas recibidas en esas fechas y que aseguraban haber visto a Linda y a su amante en lugares tan dispares como Fez, Ginebra o Ámsterdam. Solo unos pocos apuntaron a la posibilidad de que el asunto tuviera un cariz siniestro. Entre ellos, aquel detective que contraté en primer lugar, el tal Riffle. Pasadas dos semanas, apareció invitado en un programa de televisión y expresó sus dudas de que Linda hubiera salido de París en ningún momento, y aún menos para irse a Tailandia con un pintor que, según sus pesquisas, ni siquiera conocía. Según él, había algo «raro» en todo el asunto. Al parecer Linda tenía un amante, pero nadie, ni siquiera sus mejores amigas, le había visto jamás en su compañía. Era como si ella lo ocultase al mundo. ¿Por qué? La teoría de Riffle es que se trataba de una relación que su familia no podía aprobar. «Quizá un hombre más mayor que ella» añadió «quizá alguien de su entorno».

Aquellas declaraciones tomaron mayor relevancia cuando, finalmente, los detectives lograron dar con Charlie Badoo en una pequeña aldea del sur de Tailandia. El pintor dijo ni siquiera conocer el nombre de Linda Fitzwilliam. Había estado solo, aislado del mundo y concentrado en su obra durante los últimos meses. «¿Linda quién?» fue el titular la mañana siguiente en los tabloides: «Se confirma: Charles Badoo no es el amante de Linda Fitzwilliam», «La familia muestra su inquietud ante este nuevo descubrimiento», «Aumentan los rumores de que la historia del pintor sea una invención», «¿Quién es el secreto amante de Linda? ¿Por qué lo ocultó?». La pista falsa de Badoo terminó ahí (con una publicidad millonaria para el artista, que ese año vendió un 300 % más en las galerías parisinas) y se abrieron nuevos cauces de investigación.

Ahora la atención se concentraba en el amante secreto de Linda. Su foto había sido publicada y al final ocurrió lo que me temía. Una empleada de la estación Gare de Lyon testificó a la policía que había visto a Linda varias veces durante aquel verano, tomando el mismo tren hacia las afueras de París los viernes por la tarde. Linda era una muchacha hermosa que atraía las miradas. Otro hombre, un empleado de los jardines públicos de La Bonnet, aseguró haber charlado con una chica «inglesa» del mismo aspecto que Linda en las inmediaciones de La Bonnet. Recordaba que la chica había sido recogida por un coche «caro» (gracias a Dios eso era todo lo que recordaba de mi BMW) conducido por un hombre del que no podía dar descripción. Salieron otros testimonios más vagos e imprecisos (algunos de ellos apuntando hacia La Vesinet), pero nada demasiado concreto. Además, por esas fechas, apareció una foto (tomada por un turista en una playa de Indonesia) en la que una «supuesta» Linda aparecía en segundo plano tomando el sol. La foto se desmintió al cabo de una semana y aquello terminó por hacer que el público desconfiara de tantas apariciones y testimonios.

Pasó el tiempo. Un mes después de que Linda desapareciera sin dejar rastro, la prensa acusó el desgaste de la noticia y comenzó a relegarla fuera de los titulares. John trató de reactivar el asunto ofreciendo una recompensa de 12 000 libras a quien pudiera dar alguna pista del paradero de su hija. Después de eso, regresó a Oxford junto con Constantine y me dejaron al frente del timón.

Fue un descanso para mí, que no había tenido ni un minuto libre desde que todo aquel asunto de la prensa comenzara. Cada día —desde que la imagen de Linda empezase a aparecer en los medios— había sido una pesadilla para mí; siempre esperando al dedo acusador, a la voz que se alzase para decir: ¡Era usted! ¡Usted era su amante! Pero eso no llegó a suceder y, ahora que otras noticias iban distrayendo la atención del caso, por fin pude relajarme y concentrarme en los asuntos de la compañía.

Habíamos logrado postergar los asuntos de Hamburgo por un tiempo, pero —incluso con una desaparición familiar por medio— los negocios no esperan a nadie, de modo que ese fin de semana decidí llevarme todos los informes a mi casa de La Vesinet. No había vuelto por allí desde que enterrara a Linda y estaba obsesionado con volver y comprobar que el cadáver seguía perfectamente oculto. Además, podría pasar un par de días de completa soledad, trabajando y ultimando detalles para nuestra próxima reunión.

Esa tarde, al salir del trabajo, conduje directamente hacia La Vesinet. En un programa de radio hablaban de un reciente conflicto entre China y los Estados Unidos, la recesión y otros asuntos de actualidad. El tema de Linda parecía olvidado.

Según salía de la autopista para entrar en la carretera regional observé un coche que venía siguiéndome. Era un viejo Citroën de faros amarillos que estaba seguro de haber visto detrás de mí al salir de la Defense, y que ahora parecía dispuesto a seguirme. Pensé que se trataría de algún paparazzi (habíamos tenido varios durante el mes que duró el asunto de Linda en el candelero) y traté de darle esquinazo a través de los laberínticos senderos de la zona. Me conocía bastante bien los caminos que unían las casonas de La Vesinet y le hice sudar la gota gorda para seguirme, pese a ello, el Citroën no se despegó de mí en todo momento. Finalmente, decidí destaparle y le esperé parado junto a mi casa.


El coche se aproximó con descaro y finalmente terminó parando detrás de mi coche, junto a la puerta de mi villa. Entonces decidí bajarme para resolver la cuestión cara a cara, pero según lo hice y reconocí a mi perseguidor sentí que la sangre de todo mi cuerpo bajaba a los talones: era aquel detective que yo había despedido un tiempo atrás, Riffle.

—¡Hola! —dijo acercándose a mí con una sonrisa en los labios.

—Hola —respondí sorprendido.

Riffle se acercó a paso firme y me tendió la mano. Se la estreché casi sin fuerza, tratando de entender qué hacía aquel tipo allí.

—¿Me ha seguido? —le pregunté.

—Sí —dijo él—. Y me disculpo por haberlo hecho. Quería hablarle al salir de su trabajo, pero se dio tanta prisa que no me quedó otro remedio que seguirle. ¿Vive aquí? —dijo señalando la villa.

Asentí.

—Es un lugar precioso —añadió él mirando el coqueto chalet—. Yo siempre he soñado con vivir en el campo, pero el trabajo de detective no da tanto dinero, ¿sabe? ¿Son geranios lo que tiene plantado ahí? ¡Son preciosos de veras! Yo debo conformarme con un pequeño tiesto junto a la ventana.

Por si no lo describí antes, Riffle era un hombre bajito, cejudo y con la mirada astuta y brillante. Lo contraté siguiendo la recomendación de un conocido que me dijo que era uno de los mejores detectives de París. Y en aquellos momentos, viéndole mirar hacia mi jardín, mi corazón comenzó a latir con agitación.

—Bueno… Pero ¿qué desea? —pregunté, cortando tal vez con demasiada brusquedad las observaciones que Riffle se dedicaba a hacer sobre mis plantas.

Riffle sonrió y me observó en silencio, esperó unos segundos antes de contestar.

—Quería hacerle un par de preguntas sobre Linda. ¿Sabe? Estoy intentando ganarme esa recompensa de 12 000 libras. Me vendrían de maravilla ¿sabe?

—Lo comprendo… —suspiré—. En fin… Está bien… Estoy un poco ocupado, pero cualquier cosa es secundaria si se trata de este… Asunto. En fin… Usted dirá. ¿En qué puedo ayudarle?

Riffle no dejaba de mirar hacia la casa. En sus ojos fulguraba una idea.

—¿Podría invitarme a un vaso de agua? Vengo sediento.

—Yo… —titubeé—, ya le he dicho que estoy un poco ocupado.

Él me miró con esos ojos penetrantes que parecían leerle a uno como en un libro abierto. De pronto sentí que estaba poniéndome rojo, que estaba quedando en evidencia.

—De acuerdo, pase —terminé diciendo—. No quiero ser maleducado.

—Gracias —dijo él.

No me giré mientras abría la cancela ni tampoco mientras caminábamos por el jardín, pero estuve seguro de que Riffle no perdía detalle de nada. Yo, por mi parte, evité girar el cuello para mirar al parterre de las amapolas, donde Linda estaba enterrada. Estaba seguro de que Riffle decodificaría una cosa así en cuestión de segundos.

Abrí la puerta y entré. La casa olía a cerrado. Oí como Riffle se limpiaba los pies en el felpudo y me seguía.

—Bonita casa, sí señor —dijo al llegar al salón.

Le invité a sentarse y fue a hacerlo al mismo sofá donde había ocurrido todo. Me alegré de haberlo cepillado hasta la saciedad, pero ahora me asaltaron las dudas. Temía los ojos de aquel tipo. Veían cosas más allá de lo que otros eran capaces.

—¿Agua… O prefiere un vino? —le pregunté desde la cocina.

—¡Un vino, si puedo elegir! —exclamó desde el salón.

Vi su redonda cabeza, calva por la coronilla, brillar bajo la luz de mi lámpara. Pensé en cómo le sentaría un martillazo. Seguramente reventaría como una sandía.

—¿No tiene usted esposa? —me preguntó entonces—. ¿Hijos?

—No. Nunca me casé —respondí con parquedad. Me imaginé que notaba la falta de fotografías familiares en la repisa de mi chimenea.

—Un hombre listo —bromeó él—. Yo en cambio me casé dos veces. Mi primera esposa me abandonó, la segunda sigue conmigo. No sé qué es peor.

Volví al salón con las copas de vino y las dejé sobre la mesa. Después tomé asiento en un sofá, a la derecha de Riffle.

—Ummm, parece un gran vino —dijo alzando su copa—. Brindo por el pronto regreso de Linda.

Yo alcé mi copa y bebí, pero Riffle no me siguió.

—En Francia da muy mala suerte no mirarse a los ojos en un brindis —replicó él.

Alcé la mirada y la clavé en él.

—Por Linda —dije. Y después bebí.

Riffle estaba muy cómodo allí sentado. Habló de mis cuadros, del color de mis paredes, del tamaño de las ventanas y de la calidad de las alfombras. Me di cuenta de que dejaba correr el tiempo mientras sus ojos recorrían cada esquina de mi salón. Estaba claro que había venido a buscar algo, una evidencia y, también, que era el número uno en su lista de sospechosos. Tal vez solo quisiera reventarme… Ponerme nervioso y hacerme tropezar. Decidí que no lo conseguiría. Si pasaba esa prueba, tal vez el tipo me dejase en paz. Si en cambio fallaba… El maldito husmearía hasta encontrar el fallo —si es que lo había— de mi crimen perfecto.

Así que escuché y asentí cada una de sus frases, pero sin dejar de mirar el reloj, mostrándome razonablemente ansioso por despacharlo.

—Debe usted disculparme otra vez; siempre me voy por las ramas —dijo sonriendo, unos diez minutos después de nuestro brindis—. Yo había venido a hablar de Linda. Si le parece, podría responderme a algunas preguntas.

—Adelante —dije yo.

—Verá… Me gustaría saber qué tipo de relación tenía usted con ella.

—¿Yo? —respondí tratando de sonar sorprendido—. Ya se lo dije en su día. Digamos que su padre me nombró tutor de Linda mientras ella estuviera en Francia.

—Sí… Me lo dijo… Me lo dijo… —repitió Riffle rascándose la calva—, pero supongo que al final terminaron haciéndose amigos, ¿verdad? Ella solía almorzar con usted cada semana.

Riffle no podía saber que era cada semana. Supuse que estaba tratando de establecer algo por omisión. Lo impedí.

—No tan habitualmente, pero sí, es cierto que solía invitarla a comer de vez en cuando. Y claro que éramos amigos… Yo conocía a Linda desde niña.

Esto pilló a Riffle por sorpresa.

—¿Desde niña? Vaya… No tenía ese dato —dijo.

—Oh, sí… —contraataqué—. Yo solía visitar su casa de Oxford varias veces al año, aunque hacía mucho que no iba por allí.

—Muy bien… Eso explica que se vieran tanto. Era una relación casi familiar.

—Más o menos.

—Y ella ¿le contaba cosas? Cosas de su vida en París, quiero decir.

—¿Cosas como sus relaciones? No… Nunca hablábamos de eso.

—¿Y de qué hablaban, señor Rot?

—Vaya… Pues de… Otras cosas. Su carrera de empresariales, por ejemplo. Ella me hacía muchas preguntas acerca de eso. Y… Bueno, de las típicas cosas que un adulto y una… Niña… Pueden contarse.

Noté que me estaba poniendo un poco nervioso.

—¿Le habló alguna vez de su amante?

—¿El pintor? No…

—Aún no se sabe si era un pintor realmente —estableció Riffle.

—Linda lo dijo.

—Pudo mentir. Mire, la semana pasada mantuve varias conversaciones con amigas y compañeras de Linda. Todas concluían que la muchacha estaba locamente enamorada de un hombre mayor que ella, del cual nunca desveló su identidad. De hecho, había rechazado a muchos y cotizados jóvenes de la vida nocturna parisina. Una de sus amigas me dijo… Espere…

Se sacó una alargada libreta de uno de los bolsillos. La abrió y buscó en una de sus arrugadas páginas.

—«Jean C. estaba loco por ella, pero Linda, sencillamente, le respondió que estaba enamorada de otro… Un hombre maduro con la cabeza sobre los hombros (…) A menudo le rogamos que nos lo presentara, pero ella dijo que era imposible. Nunca entendimos a qué venía tanto secreto».

Riffle cerró su libreta y me miró fijamente.

—¿Tiene alguna de idea de por qué Linda guardaría un secreto así incluso a unas amigas?

—No lo sé. Supongo que temía la reacción de sus padres. Admitamos que no es del gusto de nadie que una muchacha joven tenga relaciones con alguien mucho mayor.

—Pero ¿incluso a sus amigas? Debía ser algo más. Yo apuesto algo a que era un conocido de su familia, alguien cercano. Y que ambos habían pactado su silencio al respecto. ¿No cree, señor Rot?

—Puede ser —respondí tratando de parecer indiferente—. Es una teoría.

—Lo es. No deja de ser una idea… Pero ¿sabe?, siempre he tenido olfato para estas cosas. Y mi olfato me dice que Linda nunca se marchó de París porque estaba enamorada de un hombre que conocía bien. Un hombre cercano a ella, a su familia. Un hombre… Como usted.

Nuestras miradas se encontraron en el aire, como dos energías opuestas, y se sucedieron unos segundos de pura tensión. Después tomé aire, sonreí y respondí con tranquilidad.

—Podría enfadarme por esa insinuación, pero supongo que hace su trabajo y no lo censuro. El objetivo de todos es encontrar a Linda.

—Eso no responde a la pregunta.

—¿Qué quiere saber? Éramos amigos.

—¿Solo amigos?

—Era una amistad… Quizá algo más.

—¿Algo más? —preguntó Riffle sin poder ocultar cierta excitación en su voz.

—Quizás la veía como la hija que nunca tuve —respondí tratando de hacer temblar mi voz—. Soy un viejo solitario y ella siempre me ha querido como a un tío. No le niego que su compañía me resultaba agradable. Verla crecer y encauzar su vida correctamente es todo cuanto deseo. Lo demás… Está sencillamente fuera de lugar.

Riffle se quedó callado unos segundos. Supongo que encajaba la respuesta, aunque no acabara de creérsela.

—De acuerdo, señor Rot… ¿Y cómo es posible que ella nunca le mencionara nada?

—En realidad lo hizo… —dije yo—, aunque de manera sutil. Supongo que temía que yo se lo contara a sus padres. Nunca entró en detalles… Hasta aquella última noche…

—¿La noche de la fiesta? —preguntó Riffle abriendo su libreta y empuñando un pequeño lapicero entre los dedos—. ¿Le dijo algo esa noche?

—Bueno… No mucho. La encontré llorando en la terraza del hotel… Había discutido con su madre esa tarde.

—Fue la última comunicación entre Linda y su madre, si no recuerdo mal.

—Así fue. Linda estaba desesperada porque su madre quería dar el niño en adopción. Pero ella quería tenerlo. Me dijo que su madre no podía obligarla a hacer algo que ella no quisiera… Me pidió consejo.

—¿Qué le dijo?

—No gran cosa, en realidad. Traté de hacerla entrar en razón: ser madre a los dieciocho años arruinaría su vida.

—¿Y?

—Ella me dijo que el padre tenía dinero y que ya lo habían planeado todo: se dedicarían a viajar un tiempo. Asia, Sudamérica… Y después, cuando sus padres entrasen en razón, quizá volviese.

—¿Le contó esto a la policía?

—Creo que sí.

—¿Pasó algo más?

—No… Bueno, sí. Yo traté de convencerla de que fugarse era una idea estúpida y Linda se enfadó conmigo, me dijo que actuaba igual que sus padres. Poco después abandonó la fiesta. Fue la última vez que la vi. Pensé que lo de la fuga sería un farol.

—Parece que se equivocó —sonrió Riffle.

—Me arrepiento de haberla subestimado. Tal vez si hubiera sido más comprensivo… Pero supongo que es tarde para lamentarse. En cualquier caso, creo que Linda terminará regresando.

—¿Lo cree?

—Sí… Firmemente. Linda es una muchacha inteligente. En cuanto se le pase el enfado volverá. Supongo que John y Constantine habrán cambiado su forma de pensar para ese entonces. Una familia con tanto dinero encontrará la forma de conseguir que Linda estudie y críe a su hijo al mismo tiempo.

—Espero que tenga razón —dijo Riffle cerrando su libreta.

Terminamos las copas de vino y Riffle dijo que debía marcharse. Le acompañé hasta la puerta de entrada. El atardecer estaba a punto de completarse y el sol ya no lanzaba más que unos débiles rayos de color naranja contra el cielo de estrellas. Yo me sentía feliz. Haber convencido a aquel hombre me hizo sentir como saliendo de una tormenta. Ahora estaba libre de sospechas.

Atravesamos el jardín y Riffle volvió a pararse para alabar mis geranios, a lo que yo respondí que en realidad estaban muy estropeados porque llevaba unas cuantas semanas sin pasar por ahí. Fue entonces cuando me atreví a mirar al parterre de amapolas. Había deseado hacerlo todo el día; ver si la tierra se había secado y las flores brotado sobre ella. Pero lo primero que vi al mirarlo me conmocionó tanto que solté un pequeño e involuntario «Dios Mío».

—Veo que también se ha fijado —dijo Riffle, que seguía agachado junto a los geranios, dando la espalda al resto del jardín—, pero no se preocupe. Un insecticida lo arreglará. Aunque no debería descuidar tanto las plantas… Si yo tuviera un jardín así…

Riffle miraba hacia los geranios, pero yo mantenía los ojos fijos en el parterre. Allí, brotando de la tierra como una flor marchita, había aparecido una mano pálida como un rayo de luna.

—Dicen que los gladiolos también crecen muy bien en este clima. Yo tengo uno muy pequeño.

Traté de calmarme y pensar. ¿Cómo habría podido pasar? Tal vez un movimiento de tierra… Aguas subterráneas… Algo. Estaba medio abierta, con un par de dedos extendidos y los otros cerrados sobre la palma. Limpia de tierra.

¿Cuánto llevaría así? Pudo haber emergido el mismo día en que enterré a Linda… Pero yo recordaba aquel agujero. Me costó tres horas excavarlo… Aunque reconozco que volqué el cadáver con cierta prisa… Tal vez ese brazo se quedó extendido y puede que… Algo lo hiciese subir.

Pero lo primero y más importante era sacar a Riffle de allí, mandarlo a paseo antes de que quisiera fijarse en más cosas (Y, de hecho: ¿a qué venía aquella fijación con la jardinería? Tal vez buscase tierra removida… En forma de tumba).

—Si no le importa, se hace tarde y tengo trabajo —dije, manteniendo la voz tan firme como pude.

Riffle volvió a disculparse. Se puso en pie y caminó hacia la salida. Yo iba detrás de él, casi empujándole, y entonces giró el cuello hacia Ese lado del jardín. Y se detuvo en seco.

—¡Demonios! —exclamó—. ¿Qué es eso?

Vi cómo se desviaba y caminaba en dirección al parterre.

«De acuerdo» me dije «me ha descubierto».

Riffle caminó hacia allí y yo aproveché para coger una piedra de las que decoraban el borde del sendero. Una gran piedra con forma de huevo. Con ella en la mano avancé tras él. Sería mejor esperar a que se agachase —lo haría si quería comprobar su descubrimiento— y entonces le reventaría la cabeza… Ya pensaría qué hacer con el cadáver más tarde.

Caminé en silencio tras él, mi brazo, en tensión, preparándose para asestar el golpe.

—¡Es la higuera más bonita que he visto en años!

Riffle se había quedado plantado justo delante del parterre, pero dirigía su mirada hacia las ramas de una higuera que crecía justo al límite de la propiedad.

—¿Puedo probar un higo? —me preguntó.

Yo escondí la piedra en mi espalda.

—Oh… Claro —respondí.

El detective robó un par de frutos de mi árbol sin fijarse en la mano que se surgía de la tierra a menos de un metro de él.

Después regresó donde mí y me ofreció uno. Yo le invité a que se comiera los dos. Cuando retomó el camino a la puerta, aproveché para deshacerme de la piedra con la que había planeado asesinarle.

—Gracias por recibirme y perdone las molestias —dijo al despedirnos en la puerta.

—No se preocupe —respondí—. Le deseo toda la suerte del mundo.

—Ojalá tenga usted razón y Linda aparezca algún día… Aunque ¿sabe qué?… Yo tengo un mal presentimiento sobre este caso.

—Entonces, le recomiendo que sea más positivo —dije sonriendo, al tiempo que entornaba la puerta de madera.

Riffle dijo adiós con los dos higos metidos en la boca. Un minuto después, cuando su coche se hubo perdido más allá del final del camino, suspiré de puro alivio.

Regresé al jardín. La noche había caído ya y una rodaja de luna iluminaba el jardín tenuemente. Según llegaba al parterre pensé que la mano habría quedado envuelta en alguna sombra pues no la pude ver en la distancia. Pero al llegar me di cuenta de que no estaba allí. Había desaparecido.


Me arrodillé y escarbé con mis manos entre la tierra. Arranqué varias amapolas y solo saqué piedras y un par de gusanos. ¿A dónde demonios había ido? Fui al garaje y regresé con una pequeña azada. Al cabo de media hora había levantado diez centímetros de tierra sin resultado. La mano —la mano por la que había estado a punto de golpear a Riffle con una piedra— no estaba allí. Comencé a pensar que tal vez todo había sido una jugada de mi imaginación.

Demasiadas presiones, eso era todo. Un mes entero esperando, cada mañana, a ser descubierto… Y aquella visita de Riffle, su tono acusador. Estaba claro; mi cerebro se había colapsado… El miedo había tomado el control de mis pensamientos, había tenido una alucinación. Me convencí de ello y después de arreglar el parterre y replantar las flores que había arrancado, regresé a la casa.

Cené frente a la televisión. Después me preparé una jarra de té y coloqué todos los informes del asunto de Hamburgo en el sofá. Comencé a leerlos sin apagar la televisión. No me apetecía estar en silencio aquella noche. Trabajé sin descanso durante tres horas y a eso de la una y media sentí que mis párpados se cerraban y decidí dejarlo hasta el día siguiente.

Subí escaleras arriba, al dormitorio principal. Afuera, el viento soplaba enfurecido y movía las ramas del árbol que crecía frente a mi ventana. La silueta de las ramas me recordó a la de unas manos largas y afiladas. Eché las persianas antes de acostarme.

Debieron pasar un par de horas. Una racha de viento me despertó. Fuera llovía a raudales y el viento agitaba los árboles y empujaba la puerta del jardín. Podía oír el golpeteo del cierre contra la madera.

Desvelado, pasé un rato mirando a las franjas de luz que se imprimían en el techo, esperando a que el sueño volviese a llamar a mi puerta, pero los acontecimientos del día desfilaban ante mis ojos como un carrusel. Así que encendí la lamparilla y saqué una vieja novela que guardaba en el cajón. Me puse a leerla esperando que el aburrimiento me hiciera dormir.

Llevaba una media hora leyendo cuando algo me hizo levantar la vista del libro. ¿Había sido un ruido en la planta de abajo? Me pareció haber oído la puerta principal abrirse y volverse a cerrar. Pero no… Debía tratarse de otra cosa —seguramente una ventana mal cerrada. Devolví los ojos a la novela y seguí leyendo, aunque en el fondo solo miraba el libro y mis oídos seguían alerta porque estaba seguro de haber oído algo.

No tardé en escuchar más ruidos… Ahora en forma de crujidos en la escalera. Conocía bien el sonido de la madera nueva asentándose, y aquello no tenía nada que ver. Era mucho más parecido al sonido de unos peldaños aguantando las pisadas de alguien. De alguien que subía lentamente hacia mi habitación.

Pese a ello, yo seguía metido en la cama, mirando hacia la puerta. Recordé que tenía unas tijeras en el cajón de la mesilla, pero ni siquiera me moví para cogerlas. Estaba paralizado por el terror.

Afuera el viento azotaba la casa. La puerta del jardín golpeaba enloquecida contra el cierre y podía oírse una manta de agua cubriendo el cielo y regando los árboles, la hierba… Entonces, en un pequeño descanso que la tormenta quiso darse, escuché un sonido que procedía de mi puerta. Miré la manilla, pero esta seguía en horizontal. Aun así, alguien estaba haciéndole algo a la puerta. Era como si la acariciasen con los dedos. Podía oír el raspado de unas uñas recorrer la madera suavemente, describiendo curvas y círculos por toda la superficie de la puerta.

No tardé en recordar aquel episodio en el apartamento de Linda en París. Entonces creí que se trataba de un borracho… En esta ocasión, sencillamente, no podía explicármelo.

—¿Quién está ahí? —grité—. ¡Tengo un arma!

Oír mi propia voz, histérica y temblorosa, me hizo reaccionar. Abrí el cajón y saqué las tijeras —unas largas y afiladas tijeras que uno de mis sastres de Londres me regaló en cierta ocasión— y las empuñé con fuerza.

Dejé el libro a un lado y, sin perder de vista la puerta, comencé a salir lentamente de la cama.

La tormenta había cedido levemente y ahora se oía mejor. Debían ser dos manos. Subían y bajaban por la puerta, dibujando curvas, círculos… Y entre el rumor de esas caricias, un susurro débil, incomprensible, algo que no alcanzaba a entender.

Ya estaba en pie. Me acerqué lentamente, dando un paso detrás del otro sobre mi alfombra persa.

Los dedos iban cada vez más rápido, imprimiendo más y más fuerza hasta el punto de haberse convertido en violentos arañazos. Y el susurro se mantenía, como una oración, como un mantra, parecía la voz de alguien que se hablara a sí mismo.

—Escuche… Tengo un arma y estoy apuntando contra la puerta —dije, esta vez con un tono más firme—. Márchese inmediatamente o abriré fuego. Contaré hasta diez.

Los arañazos crecieron en intensidad. Ahora parecían diagonales e iban desde lo más alto de la puerta hasta casi el suelo… No podía concebir que una sola persona pudiera hacerlos… A menos que tuviera los brazos del tamaño de unas piernas.

—Uno… Dos… Tres… Cuatro…

Sacudidas. La puerta temblaba como si estuviera a punto de venirse abajo. Cogí las tijeras fuertemente con la mano derecha. Tomé la manija, la giré lentamente.

—Cinco… Seis… Siete… Ocho… ¡Váyase! ¡Voy a disparar!… Nueve…

Abrí la puerta de sopetón y me lancé a través de ella asestando puñaladas en el aire mientras gritaba como un loco. El pasillo estaba a oscuras. Mis estocadas no encontraban blanco alguno… Comencé a caminar por el pasillo, enviando la punta de mis tijeras adelante con toda la fuerza que era capaz. Entonces escuché una voz a mis espaldas.

Me giré hacia la oscuridad… Lancé mi brazo de abajo a arriba, con todas mis fuerzas, pero la punta de mis tijeras nunca llegó a su destino. Tardé un poco en darme cuenta de que me las había clavado en la parte anterior del muslo.

Aullé de dolor.

Aún con la tijera clavada en mi pierna busqué el interruptor de la luz. Encendí todas las luces que pude. Planta de arriba, escaleras, vestíbulo. Escruté cada esquina, cada rincón… Pero no había nadie… ¡Nada!

¿Y esa voz?

La herida de mi pierna regaba el suelo de sangre. Recordé haber guardado un pequeño botiquín en el baño de la planta baja. Cojeando y sujetándome en la barandilla de las escaleras bajé hasta allí y, después de encender hasta la última luz de la casa, me apliqué una gasa con esparadrapo, aunque la sangre seguía saliendo y deslizándose en grandes cantidades por mi pierna. Tenía que ir a un hospital cuanto antes.

Con gran terror regresé escaleras arriba, mirando hacia atrás y adelante cada segundo. Una vez en mi habitación me vestí a toda prisa y metí mis papeles en un maletín. Después de eso bajé a la planta baja y eché todas las persianas. Recogí la basura, corté el agua y apagué el interruptor general.

Saqué el coche del garaje. Cerré el portón con esfuerzo, ya que el viento azotaba la casa como nunca. Después caminé bajo la lluvia hasta la puerta del jardín. No pude evitar fijarme en el parterre, pero todo era normal allí. Saqué el coche de la casa y me apeé una última vez para cerrar el portón del jardín.

Entonces, entre las maderas de la puerta, vi cómo se encendía la luz de mi habitación, en la planta de arriba, y cómo una silueta se recortaba a través de la persiana.

Entré en mi coche y pisé a fondo el acelerador, tanto que casi me estrello contra una farola del camino. La tormenta había enfangado todo y en varias ocasiones estuve a punto de salirme de la carretera, pero al final logré tomar la autopista. Solo entonces me di cuenta de que llevaba las mandíbulas en tensión y que me había roto un empaste.

Llegué a un centro de emergencias de las afueras de París media hora más tarde. El enfermero que me curó la herida insistió en recetarme unos calmantes. Yo traté de convencerle de que solo había sido un accidente doméstico, pero no me creyó. Me dijo que descansara sobre una camilla mientras me relajaba y que después podría llamar a la policía si lo creía oportuno. Pero no lo hice…


Pasaron seis meses. Nunca volví a la casa de La Vesinet.

A finales de marzo, John y Constantine grabaron un vídeo para la televisión en el que volvían a rogar a Linda que se pusiera en contacto con ellos, «al menos para aliviar la horrible incertidumbre que los estaba destruyendo». En este anuncio se les veía demacrados. El cabello de John había encanecido y Constantine parecía veinte años mayor de lo que era. Junto con la nueva misiva se elevó la recompensa hasta 30 000 libras.

En abril John vino a París antes de embarcarse en un viaje a Tailandia. No fue una visita de negocios. Había venido para reunirse con algunas autoridades del país y recibir algunos informes de la Interpol. Después volaría a Bangkok, donde esperaba encontrarse con un grupo de mercenarios de élite que había contratado para rastrear el país en busca de su hija.

Solo nos vimos unas pocas horas en aquella ocasión. John había reservado mesa en un pequeño e íntimo restaurante de la zona del Sagrado Corazón. Allí nos citamos para cenar, horas antes de que tomara el avión a Bangkok.

Lo de Linda estaba siendo un golpe muy duro, me confesó entre lágrimas. Constantine se pasaba el día rezando en la capilla de su casa de Oxford y él había comenzado a beber más de la cuenta. Lo daba todo por perdido. Pensaba que Linda había comenzado todo como una broma, pero que entonces había pasado algo. No podía explicarse que su querida hija pudiera hacerles sufrir de esa manera. «Recibí una visita de unos expertos en sectas. Me hablaron de algunas sectas destructivas en Indonesia y Sudamérica. Les pagué casi 60 000 libras para que descartaran que Linda estaba allí… No he vuelto a saber de ellos».

Pese a todo su dolor, John tuvo tiempo de fijarse en mi aspecto «débil y cansado». Yo le dije que todo el asunto también me estaba afectando y que, de hecho, había comenzado a acudir a un psiquiatra, lo cual era cierto, aunque no le expuse las razones reales de ello.

Llevaba meses sin poder dormir normalmente. Una terrible ansiedad me atacaba en cuanto me quedaba solo en mi casa por la noche. Tenía miedo de volver a oír aquellos ruidos… Aquellas manos rozando contra mi puerta, y para combatirlo solía drogarme a fondo y caer sin sentido sobre la almohada, lo cual estaba afectando al resto de mi vida. Por las mañanas, donde antes solía haber un hombre enérgico y de mente fresca, ahora solo había un despojo ojeroso y olvidadizo. Un cerebro torpe, incapaz de tomar una sola decisión sin ayuda de nadie.

El psiquiatra no sabía nada de mis visiones, por supuesto. Yo solo le había hablado de unas «pesadillas», sin entrar en demasiado detalle sobre aquellas visiones esquizofrénicas. Me diagnosticó ansiedad crónica y no le dio demasiada importancia al asunto. Dijo que todo se debía al alto nivel de estrés de los últimos meses y que cedería con el tiempo. Y eso mismo fue lo que le conté a John aquella noche, antes de despedirnos. Yo había matado a su hija, pero aún así le abracé como el amigo que siempre había sido para él.

Llegó el siguiente invierno y el mundo se fue olvidando de Linda Fitzwilliam. John regresó de un agotador viaje por Asia con las manos vacías y la fortuna familiar seriamente diezmada. Encontró a Constantine rodeada de médiums y consejeros espirituales y adicta a los tranquilizantes. Todas las mañanas, a la hora del desayuno, el servicio de la casa preparaba una gran ponchera de vodka con naranja. John cedió sus poderes a un grupo de consejeros y abandonó todo contacto con los negocios para sumergirse en un mar de dolor. Me envió un mensaje en el que dijo que «deseaba» asumir la perdida de Linda y comenzar a luchar por el resto de su familia. Yo recé por que lo consiguiera algún día.

En cuanto a mí, tal y como el psiquiatra había dicho, el tiempo fue cicatrizando las heridas. Poco a poco me fui olvidando de lo acontecido aquella noche en La Vesinet. Mi memoria lo procesó como un momento de locura temporal que nunca se había vuelto a repetir. Lentamente fui recobrando la confianza en la realidad. Dejé de necesitar las pastillas, la televisión por las noches y las luces encendidas. Volví a ser el mismo de siempre. Mi cerebro retomó su buen ritmo y me sentí mejor que nunca.

Todo volvía a ser como siempre. Mis trajes con olor a tintorería, mis desayunos frente al periódico, la apretada agenda… Todo excepto aquellos fines de semana en el campo. La casa de La Vesinet estaba cerrada y olvidada. Decidí que seguiría así hasta el fin de mis días. Nunca la vendería, puesto que allí descansaba la prueba de mi crimen, pero juré que nunca más volvería a ella.

Así todo, echaba en falta tener un jardín y disfrutar del desayuno al aire libre los días de buen tiempo. Un hondo resquicio de temor me prevenía contra las casas solitarias de modo que tomé una decisión salomónica; vendí el pequeño apartamento de la Defense y compré un precioso ático en el centro de la ciudad, con una amplia terraza que pronto llené de tiestos y flores. Los fines de semana en los que el tiempo me sonreía, salía allí a desayunar y cuidar de mis plantas. Y por las noches, el rumor del tráfico a mis pies, me acunaba en un sueño seguro y tranquilo.

Tenía una vecina, una mujer de mi edad que también disfrutaba con el cuidado de sus flores. Nos encontrábamos los sábados o los domingos con nuestros guantes enfundados y nuestras tijeras de poda, dispuestos a pasar una tranquila mañana de agradable distracción. Así fue como poco a poco nos fuimos conociendo. Primero saludándonos a través del murito que separaba ambas terrazas, después charlando sobre el tiempo. Se llamaba Laura y desde el principio me pareció una persona muy agradable e inteligente. Era una mujer un tanto gruesa, pero de mirada y expresión muy dulces. Vivía sola, según fui descubriendo, pues se había divorciado hacía un par de años. Tenía dos hijos ya mayores que vivían en el extranjero y durante la semana trabajaba en un departamento financiero de la Sociedad General. Al tiempo me enteré de que era la directora de una de las divisiones más exitosas de la firma. Los chismorreos de las altas esferas hablaban de ella como una autentica maga de las finanzas. Y no negaré que este aspecto de su vida me atrajo con fuerza.

Comenzamos a tomar café juntos, disfrutando de largas y entretenidas conversaciones que a veces se extendían hasta el anochecer. Laura era una mujer de inteligencia exquisita. Había estado casada con un arqueólogo y había tenido la oportunidad de viajar y conocer cientos de lugares a lo largo y ancho del planeta. Escucharla era un placer para los sentidos, nunca me cansaba de hacerlo.

En cierta ocasión hablamos del caso de Linda. Laura confesó haberme reconocido la primera vez que me vio. Mi rostro se había hecho popular gracias a los noticiarios y las revistas del corazón. Me preguntó, con bastante discreción, qué esperanzas teníamos de volver a ver a Linda. Le expliqué lo que pensaba; que Linda se estaba comportando como una niña malcriada y que nunca comprendería el daño que estaba causando a su familia. Y le confié lo que sabía acerca de los problemas en el hogar de los Fitzwilliam. Fue la primera y última vez que tocamos aquel tema.

Lentamente nuestra relación se fue afianzando. Empezamos a salir juntos, a cenar, al teatro, la ópera… Y al cabo de unas semanas, de regreso de una noche maravillosa, Laura me pidió que la besara. Aquella misma noche nos acostamos juntos por primera vez.

Supongo que me estaba haciendo viejo, pero la compañía de Laura comenzó a ser algo fundamental en mis días. Yo, que nunca había necesitado a nadie, me encontraba ahora muy a gusto compartiendo mi tiempo con aquella mujer. Me gustaba que ella fuera tan o más independiente que yo. Que necesitara su propio tiempo igual que yo necesitaba el mío. Ambos nos respetábamos y nos admirábamos por igual. Creo que esa era la clave de nuestra felicidad.

De esta manera pasó un año, probablemente el mejor de mi vida. Junto a Laura hice todo aquello que jamás había hecho; viajé, reí, disfruté del mero placer de existir, de estar vivo bajo un cielo azul. Al cabo de ese año no podía imaginarme cómo había sido el resto de mi vida sin ella. Me di cuenta de que había rechazado a las mujeres porque temía que me desviaran de mi carrera, y que junto a Laura nada de eso podía ocurrir.

A veces, cuando los asuntos de la compañía nos obligaban a ausentarnos, organizábamos una romántica cita en algún hotel, o aprovechábamos para realizar pequeñas escapadas por Europa. Era un verdadero placer gozar de la libertad que el dinero y una buena compañía nos brindaban.

Fue en uno de esos románticos viajes cuando Laura me confesó que deseaba volver a casarse. Paseábamos por el puerto de Siracusa y una rodaja de luna pendía en el cielo de la tarde. Yo no lo dudé ni por un instante. Hacía tiempo que tenía claro que Laura sería —no la primera— pero sí la última mujer de mi vida.

Planeamos la boda para ese verano y, ya de vuelta a París, comenzamos a organizarla a mediados de marzo. Queríamos celebrar el evento en un pequeño pueblecito cerca de Chamonix, donde Laura conocía un idílico hotel con vistas a los Alpes que sería perfecto para alojar a los doscientos amigos que planeábamos invitar.

En aquellos días comenzamos a recibir toneladas de correspondencia; catálogos de floristerías, fotógrafos, decoradores… (Pensábamos unir los dos apartamentos en cuanto volviéramos a París de nuestra luna de miel por el Pacífico). Una tarde llegué a casa y encontré a Laura en el salón, rodeada de sobres abiertos. Sonreía, pero tenía una mirada interrogante en los ojos. Me mostró una carta que había abierto «por error».

La carta provenía de la comunidad de propietarios de La Vesinet. Era una notificación de presupuesto para una serie de reformas en el tendido eléctrico. Solía recibir una o dos cartas como esa al año. Normalmente gestionaba el asunto rápidamente y la carta se iba al triturador de papel. Pero en aquella ocasión, el estado de felicidad absoluta en el que me encontraba me había hecho olvidarlas por completo. Y al permitir que Laura revisara mi correspondencia había cometido un error que jamás hubiera pensado cometer.

—Nunca me dijiste que tenías una casa en La Vesinet —dijo ella bajando los ojos, como si temiera escuchar la respuesta que se suponía que yo debía de darle.

—¿Nunca? —respondí con voz indecisa—. Creí que te lo había mencionado alguna vez. La tuve en alquiler hasta hace un año. No voy casi nunca; tiene un problema de humedades que me causa asma.

Noté que Laura se conformaba con aquella explicación.

—Vaya… Pero ¿cómo es? —preguntó—. Mi amiga Juliet ¿la recuerdas? tiene una casa por la zona. Son todas preciosas.

Recordaba a Juliet. La invitamos a cenar una vez y se pasó una hora hablándonos de La Vesinet y animándonos a mudarnos allí. Recé para que Laura no recordase mi actuación pretendiendo ni siquiera conocer la zona.

—Es una pequeña maison con un jardincito —dije enseguida, evitando que Laura recordase demasiado—. No demasiado grande ni pequeña. Es bonita, pero demasiado solitaria. Y, además, tiene ese asunto de la condensación que me afecta a los pulmones.

—No sabía que tuvieras nada en los pulmones.

—Es un poco de asma —dije—. Nada grave, pero los sitios mal aireados me lo acentúan.

—Nada que un buen sistema de ventilación no pueda arreglar —dijo Laura, y después se levantó y me rodeó con los brazos—. ¿Me llevaras a verla? Siempre he soñado con tener un sitio fuera de París. Incluso podríamos construir ese invernadero del que tantas veces hemos hablado. ¡Verás cuando se lo cuente a Juliet!

No supe cómo negarme. ¿Qué disculpa podría esgrimir? Había cometido un terrible error y lo único importante ahora era minimizarlo. Oponerme a visitar la casa no era adecuado… En cambio, convencí a Laura de que evitásemos pasar allí demasiado tiempo. Mis pulmones se resentirían y…

—De acuerdo —terminé diciendo—, pero será mejor que no pasemos allí la noche. Ahora lleva más de un año cerrada y el aire estará estancado.

Pero Laura ya ni me oía. Me mostró dos catálogos de flores y me pregunto cuál me gustaba más.


No volvimos a tocar el tema durante esa semana. Laura debió de olvidarlo y yo pretendí que no me importaba lo más mínimo, aunque en secreto me atormentaba la idea de volver a poner un pie en aquel lugar. Todos los días eran una cuenta atrás hasta el sábado, día en que habíamos planeado nuestra excursión. La tensión iba creciendo en mi interior de la misma manera que la ansiedad devora los nervios de un aerófobo días antes de tomar un vuelo. El jueves y el viernes volví a necesitar una pastilla para dormir. El sábado a la mañana, cuando me desperté, deseé estar enfermo y que me subiera la fiebre como un colegial el día de un examen para el que no ha estudiado. Pero Laura apareció vestida con un impermeable amarillo y un largo bolso de lana y me preguntó si estaba listo para llevarla a esa preciosa «y secreta» casa de campo que tenía en La Vesinet. Y yo sonreí y dije que sí.

Era un día especialmente frío y oscuro. Un día que, en otras circunstancias, hubiéramos pasado en casa, tomando un cacao caliente y jugando una larga partida de scrabble. Convencí a Laura para que esperásemos a que aclarase un poco y conseguí ganar unas cuantas horas, pero a eso de las dos de la tarde escampó ligeramente y nos pusimos en marcha.

Conduje despacio por la autopista, tan despacio que los camiones me pitaban. Laura me preguntó si me ocurría algo y yo le pregunté —de forma un tanto desagradable— si quería conducir ella. Había comenzado a llover otra vez y al norte se formaba una gran nube de color oscuro que prometía tormenta, una larga y tortuosa tormenta que duraría toda la noche.

Cuando llegamos a La Vesinet un viento furioso arrancaba las hojas de los árboles y hacía rodar las hojas y la basura por el suelo. El cielo había descendido hasta casi rozar las copas de los tejados y relampagueaba en sus entrañas.

Aparqué el coche frente a la puerta de la casa y le dije a Laura que lo dejaría fuera; no me fiaba de los enganches de las puertas y podrían chocar contra los laterales de mi BMW. En realidad, era una forma de convencerme de que no permaneceríamos mucho tiempo allí.

La vieja cerradura de la puerta principal no se atascó ni una sola vez. Al girarla, el viento empujó ambas hojas de la puerta, que se abrieron dándonos la bienvenida. El jardín estaba repleto de hierbas altas y maleza. La casa, no obstante, se elevaba con la altivez de una amante abandonada. Las persianas echadas y algo de hiedra trepando salvaje por su fachada. Laura entró por el camino y la admiró en voz alta.

—¡Es sencillamente preciosa, Eric! ¡Cómo pudiste olvidarte de mencionarme esto!

Caminé tras ella y la rodeé con mis brazos.

—No es tan bonita —le dije perdiendo la nariz entre su cabello—. No tanto como tú.

Un trueno estalló sobre nuestras cabezas. Oí crujir las ramas de la higuera. Se agitaban como los tentáculos de un pulpo rabioso. Y a sus pies, en la tumba de Linda ya no había flores. La tierra estaba negra.

—Vamos —dijo Laura cogiéndome de la mano—. Nos hundiremos con esta lluvia.

Laura dijo casi las mismas cosas que Linda había dicho la primera vez que le enseñé la casa; que la cocina era deliciosa, que el dormitorio era de cuento de hadas, que al salón le faltaban fotografías. Estaba tan entusiasmada que apenas notaba la tensión que me envolvía al abrir las puertas, o al entrar en una habitación mirando en todas direcciones. Pero todas las estancias de la casa nos recibieron en silencio, con ese característico aroma de los lugares que llevan tiempo cerrados.

Regresamos al salón. La chimenea estaba cargada de leña curada y cartones; la encendí mientras Laura, en la cocina, preparaba algo de queso y paté que había traído en un canastillo.

Cenamos sentados en la alfombra, frente a las llamas cálidas y movedizas de la chimenea. Abrimos una botella de vino y brindamos por nosotros. Laura estaba entusiasmada con la casa. Me prohibió que volviera a alquilarla. «La acondicionaremos. Será un refugio perfecto para los fines de semana». Yo asentí en silencio. Pensaba que ya se me ocurriría algo para desanimar a Laura sobre sus ideas, pero esa noche todo lo que deseaba era irme de allí. Tenía una opresión en el pecho, como la sensación de que algo terrible estaba a punto de ocurrir.

Mientras tanto, en el exterior, la tormenta se había desencadenado con toda su fuerza. Veía hojas y pequeñas ramas volar por delante de la ventana y una lluvia furiosa bailar, como una falda enloquecida, frente a la casa. Las luces que centelleaban en la barriga de las nubes pronto comenzaron a descargar su furia sobre la tierra. Fue precisamente una de ellas la que alcanzó un viejo árbol en mi jardín. Sonó como un chasquido brutal sobre nuestras cabezas y un blanco resplandor iluminó todo durante un segundo.

Las luces de la casa se apagaron. Nos quedamos a solas con el fuego.

—¿Qué ha sido eso? ¿Un rayo? —preguntó Laura.

—Sí —dije casi sin aliento—. Debe de haber caído en el tejado.

Me levanté y caminé por la oscuridad del salón, hasta el interruptor; no funcionaba. El cuadro de mandos estaba junto a la puerta. Lo abrí, pero apenas podía ver nada.

—Ha sido en el árbol —dijo Laura señalando por la ventana—. ¡Mira!

En el jardín, uno de mis robles mostraba un muñón abrasado y humeante.

—Ha caído junto al coche —murmuré—. Saldré a mirar.

—¡No! —dijo Laura—. Podría caerte un rayo a ti también.

—No seas tonta —repliqué—. Además, los rayos nunca caen dos veces en el mismo sitio.

Me eché un impermeable por encima de los hombros y salí al jardín. El viento me sacudió con tal fuerza que casi me hace caer. Laura fue a buscar su impermeable, pero le dije que se quedara en la casa. Hacía una noche terrible y, además, por alguna razón, no quería que me acompañase ahí fuera.

Caminé por el jardín, entre ráfagas de lluvia mezcladas con ramas y hojas. El viento ululaba, aullaba, ¿o era una risa endemoniada? Las ramas de la higuera parecían haberse alargado, ahora casi las sentía rozándome al pasar por el camino. Me apresuré. Me apresuré como un niño que cruza el bosque corriendo y evita mirar a los lados. Sabía que estaba allí, esperándome. Ahora furiosa, furiosa porque había venido con otra mujer. Aquella horrible tormenta no era más que sus celos cayendo sobre mí.

El rayo había arrancado una rama, pero gracias a Dios había ido a parar al suelo. Di otra vuelta al coche para comprobar que todo estaba bien… Y entonces, justo en ese momento, vi otro coche aparcado a cien metros de allí. Era ese cuatro latas que me había perseguido meses atrás hasta la casa. ¿Era posible que fuera el coche de Riffle? ¿Qué demonios estaba haciendo allí? ¿Cómo sabía? ¿Quién?…

Cayó otro rayo, esta vez lejos de allí. Y en mi mente, como un relámpago, una loca idea atravesó mi cordura de arriba abajo.

Volví al jardín, corrí a la higuera para comprobar lo que ya sabía; no era que la tierra estuviera negra. No era que las flores hubiesen muerto. Esa negrura que antes había percibido de un rápido vistazo se debía a otra razón. El agujero estaba abierto. Limpiamente. Sin rastros de tierra a su alrededor. El mismo agujero que yo excavé aquella noche, con el cuerpo de Linda envuelto en una alfombra en mi garaje. Pero ahora el cuerpo no estaba…

—¿Eric? —exclamó Laura desde la puerta de la casa—. ¿Ocurre algo? ¿Qué estás haciendo, cariño?

Me puse en pie, con las manos manchadas de tierra. Caminé hacia la casa. La lluvia me golpeaba en la cara. El viento se me colaba por los oídos y me murmuraba extrañas palabras.

Laura, la preciosa Laura. Era una traidora. Una espía a sueldo de ese maldito detective.

La aparté de un golpe y ella gritó, sorprendida, asustada.

Entré en el salón. El fuego se estaba apagando. Junto a la chimenea estaba aún el cuchillo con el que habíamos cortado el pan.

—¡Eric! ¡Eric!

—¿Dónde estás? —grité hacia lo alto—. ¿Dónde te escondes, rata?

Un rayo iluminó el cielo. El salón resplandeció en un juego de blancos y negros.

—Eric, amor mío… —suplicaba Laura a mis espaldas.

Me dijo que sangraba, pero no presté atención a sus engaños.

Subí por las escaleras y me dirigí al dormitorio. El huracán había conseguido abrir las ventanas y las cortinas de mi habitación bailaban enloquecidas sobre la cama. Sentado sobre ella estaba Riffle, con el mismo traje marrón con el que le vi por última vez. Estaba pensativo, ni mucho menos asustado de mi presencia, ni del cuchillo que blandía en mi mano. Levantó la cabeza hacia mí y me clavó la mirada.

—Usted lo hizo —dijo—, usted la mató. Siempre lo supe.

—¿Dónde está el cuerpo? —grité—. ¿Qué ha hecho con ella?

Sonrió.

—Le mataré —dije alzando el cuchillo—. Hable o le clavaré esto en el corazón.

—Ella está en la casa —respondió Riffle—. Ha estado esperándole todo este tiempo. ¿No lo sabía? ¿No la oyó llamar a su puerta?

—No me intente engañar. Usted… Usted… —me brotó una extraña risa por entre los labios—. Ahora lo comprendo todo. Usted lo organizó desde un principio. Los arañazos… La mano en el jardín. ¿Era un maniquí tal vez? Y Laura… ¿Cómo pudo usted hacerlo? ¿Quién es ella? ¿Una actriz? Dígale que es una gran profesional. Me engañó por completo.

Sentí el tacto de una lágrima resbalando por mi mejilla. Casi al instante alguien golpeó en la puerta, a mis espaldas.

—¿Quería verla? —dijo Riffle—. Ahí la tiene.

Me giré hacia la puerta. Los golpes. Otra vez. Pero ahora estaba preparado. Empuñé el cuchillo y me acerqué.

Golpes. Golpes. Golpes. El viento parecía estar a punto de arrancar la casa de sus cimientos. De llevarnos por el aire hasta algún negro agujero a todos los que estábamos allí. A todos los que alguna vez pisamos esa casa endemoniada. La única testigo de todo.

Cogí la manilla y la giré. Pude imaginarme al monstruo que había detrás. Estaría podrido, comido por los gusanos. El cuello roto, doblado hasta el absurdo. Y las manos y los pies, coronados de largas uñas, con las que arañar mi puerta por las noches. Había venido a vengarse. Había venido a llevarme con ella y con su bebé cadáver. Todavía quería formar esa familia, aunque fuese en el mundo de los muertos.

Tiré de la manilla. La puerta se abrió. La vi, tal y como la imaginaba.

—Eric. Cariño…

Recibí sus palabras con total frialdad. Me acerqué a ella, la cogí del cuello y la atraje hacia mí al mismo tiempo que, con la otra mano, lanzaba una certera cuchillada en su vientre.

Escuché un gemido de dolor. Sentí su aliento cálido en mi mejilla.

Apreté su cabeza contra mi hombro. Extraje el cuchillo y, mecánicamente, volví a lanzarlo contra aquel cuerpo mullido. Sentí toda su tensión relajarse. Su peso cayendo sobre mí. Se deslizó por mi pecho, por mi cintura, y trató de agarrarse a mis piernas para frenar su caída. Después quedó tendida en el suelo.

Y entonces, volvió la luz.

Yo tenía un cuchillo en la mano. Había sangre por todas partes.


(El presente)

Manel es un gran tipo. Grande en todos los sentidos. Dos metros de altura, anchas espaldas. Y tiene un sentido del humor increíble, aunque supongo que uno debe ser así cuando se dedica a su oficio. De otra manera, hay un gran riesgo de deprimirse.

Es de Marsella, pero vive en París desde hace veinte años. Dice que le gusta su trabajo y yo comprendo muy bien esa sensación. Creo que por eso nos llevamos bien.

Es la única persona con la que hablo a diario. Me trae la comida, la medicación. Se encarga de limpiar mis cosas y a veces incluso se permite charlar un poco conmigo. Fue él quien me pasó este pequeño cuaderno y una mina de lapicero, con la que escribo estas líneas. Más que suficiente para dejar escrita mi confesión.

Hasta ahora, la historia de Eric Rot es la de un hombre desgraciado. En los periódicos fui protagonista de una breve reseña en el capítulo de sucesos (nada comparable a los titulares que dedicaban a la desaparición de Linda).

«ACCIDENTE FATAL EN LA VESINET. Un hombre mata a su pareja confundiéndola con un ladrón».

Así fue. Desempeñé mi papel hasta el final, incluso en el juicio, donde mis capacidades mentales y orales estaban seriamente afectadas (tuvieron que sedarme en un par de ocasiones), tuve los arrestos de contar aquella historia. Porque aquella era la única historia que se podía contar.

Nadie se creería jamás la verdad; que después de matar a Laura volví a mi habitación y la encontré vacía, con las ventanas cerradas, y sin rastro de Riffle. Que corrí al jardín y me encontré el parterre tal y como siempre había estado. Y que el coche, el viejo cuatro latas de Riffle, se había esfumado como todo lo demás.

El juez me preguntó por Riffle. Cuando llegaron los policías aquella noche debí mencionar su nombre mientras me cerraban las heridas de las muñecas, medio muerto. «¿Se refería a Jean Claude Riffle, de profesión investigador, sito en París, con quien había mantenido una relación profesional a raíz del caso de Linda?».

El magistrado me hizo saber que se había intentado llamar a Riffle a testificar, pero que llevaba muerto ocho meses. Un ataque al corazón se lo llevó repentinamente pocas semanas después de hablar conmigo aquella última vez. Por tanto, era materialmente imposible que Riffle hubiese estado en mi casa aquella noche. «Su intruso debió ser otra persona, señor Rot».

Me mantuve en mi teoría hasta el final. Los abogados de John hicieron el resto. Casi redactaron toda mi confesión. Defensa propia. Homicidio involuntario. Y el jurado me creyó. Mi crimen perfecto quedó nuevamente sellado.

No obstante, no fui tan perfecto tratando de cortarme las venas. Y de eso me arrepiento. Mi postrero intento de suicidio convenció al juez de que, culpable involuntario o no, debía ser protegido de mí mismo. El médico que me reconoció dijo que había sufrido una catástrofe psicológica. El veredicto: pasar el resto de mis días en un manicomio.

Así que estas líneas son mi última confesión. Encerrado en esta celda y condenado de por vida, he decidido que este castigo no es suficiente. Podría seguir viviendo. Leer los periódicos financieros que Manel me trae por la mañana, darle consejos de bolsa y mirar a los pájaros que se posan en mi ventana. Pero he decidido no hacerlo.

Porque he comprendido que mi vida ha sido inútil. He trabajado desde niño para llegar a un lugar que no existía. Fui un hombre de hierro, una máquina perfecta, pero vacía. Y por el camino, a las dos personas que me abrieron los ojos y me hicieron ver el único sentido de mi vida las pagué con sangre. Mi vida ha sido más que inútil. Mi vida ha pasado del vacío a la destrucción. Y ahora es el momento de pagar.

Ahora es el momento de saldar mis deudas. Con Linda, con Laura. Contigo, John, a quien te haré llegar este cuaderno en cuanto me haya ido, con Constantine, con el mundo… Y conmigo mismo. Los médicos creen que estoy mejorando. Soy un hombre bien educado y sé perfectamente lo que quieren ver y oír. Pronto habrá un informe positivo sobre mí. Me sacarán de está celda y entonces habrá muchas oportunidades de terminar limpiamente.

Hasta que llegue ese momento, cada noche, los arañazos de la puerta me recuerdan a quién me debo. Cada noche me reclaman y yo les grito que sean pacientes. Porque sé que no estoy tan loco como los médicos se imaginan. Sé que Riffle estuvo allí esa noche. Y que Linda, y no Laura, fue la que llamó a la puerta del dormitorio. La vi con mis propios ojos antes de clavarle el cuchillo.

Y más que temor, eso me da esperanza. Porque cuando las voces de pesadilla me visitan por la noche, cuando los pájaros negros vienen a cantar extrañas canciones a mis oídos, yo cierro los ojos y recuerdo el rostro de Laura, sonriéndome, esperándome.

Y me duermo soñando con volver a sus brazos, en un día de primavera, y pasar el resto de la eternidad en nuestro jardín.

Aunque en mis sueños siempre hay alguien más. Una sombra, quieta bajo la higuera, que nos mira en silencio y extiende sus manos hacia mí.

Arañazos, arañazos, arañazos…