La Isla de los Cien Ojos

La tormenta lo trajo. Lo arrancó de donde nunca debió salir y lo dejo varado en nuestras playas.

Ocurrió durante una terrible noche de viento y lluvia como no habíamos vivido en años. Los rayos partieron dos árboles en Santry Hill y las olas embistieron el puerto con tal fuerza que destrozaron un par de chalupas.

La tarde anterior, mientras oíamos los primeros y furiosos embistes del ciclón contra las ventanas del Bohar’s Head, el viejo Gallagher dijo que aquello era «viento del sur». Afirmó que debía ser la punta del algún tortuoso huracán procedente de Méjico. Dijo que pasaba uno cada cincuenta años y que él recordaba uno de cuando era niño. «Se llevó varios tejados y una vaca del establo de Doyle» recordó «A Dios gracias que solo fue eso».

Gallagher siguió profetizando más desgracias y aconsejó a los hombres que metieran a su familia bajo la cama aquella noche. Dijo que tenía un «muy mal pálpito» con aquel viento silbante y cálido, «que algo muy malo estaba a punto de ocurrir». Yo hubiera alzado mi voz para serenar los ánimos y explicar lo improbable que era que un ciclón caribeño llegase siquiera a rozar la costa de Irlanda, pero me contuve. ¿De qué hubiera servido iniciar una discusión? Todos los datos científicos que yo pudiera aportar sonarían, a oídos de aquellos lugareños, igual de mágicos que las palabras de Gallagher, de modo que al final todo se reducía a una cuestión de crédito. ¿Y quién era yo al lado del viejo Gallagher? Solo un médico recién llegado de la ciudad, que además era protestante, y que muchos opinaban que tenía rostro de niño (por mucho que yo quisiera aderezarlo con un varonil bigote).

Con todo, la noche fue terrible, digna de una profecía como la de Gallagher. Jamás he oído el viento golpear de aquella manera, como un ejército de fantasmas aullantes que hubiese desembarcado en la tierra. Las furiosas ráfagas recorrían la calle moviendo letreros, agitando los árboles y derribando tiestos. Cualquier cosa que estuviera levemente mal atada, clavada o pegada aquella noche debió salir volando.

Pasé casi toda la noche en vela, asustado por los rayos y los golpes que el viento daba contra mis ventanas. Supuse que la campana de mi consulta no tardaría en sonar para requerirme en algún sitio, pero curiosamente, aquella noche nadie necesitó de mi ayuda. Imaginé (no sin una malvada sonrisa en los labios) que los habitantes de Dowan estarían bajo sus camas rezando al Todopoderoso mientras que el viejo Gallagher dormía su borrachera sin enterarse de un pito.

Al día siguiente amaneció claro y tranquilo, como si nunca hubiera existido la tormenta. Kate, una muchacha pecosa y habladora que servía en mi casa, fue la primera en darme algunas noticias cuando llegó aquella mañana. Me dijo que había visto algunos árboles humeando en Santry Hill y que en el puerto había habido varios destrozos.

—El barco de Donovan apareció medio hundido. Al parecer uno de los botes debió golpearle el casco y abrirle un buen boquete. Y han desaparecido un par de barcas. Y se inundó la tienda de Nolan y se ha echado a perder muchísimo género. Y…

La chica estaba tan excitada haciendo inventario de las desgracias que ni siquiera se retiró para dejarme desayunar a solas. No me importó. Al fin y al cabo, en Dublín solía leer el periódico mientras desayunaba, y en Dowan, a falta de periódico, estaba bien tener a Kate.

Después del desayuno me dirigí a la consulta y lo dispuse todo para comenzar la jornada. En el mismo instante que terminé de ordenar mi escritorio sonó la primera campana de la mañana.

Oí a Kate correr a abrir y escuché cómo se desarrollaba una conversación en el vestíbulo. Después apareció otra vez, con gesto de extrañeza en el rostro.

—Es John Mulvaney —anunció—. Trae un caballo para usted. Dice que ha ocurrido algo en Sandyford.

—Hágale pasar —le dije.

John Mulvaney era un chico de doce años que servía en la mansión de Sandyford, a unas diez millas de Dowan. Su padre era el zapatero del pueblo. Me había pagado con un exquisito par de botines de cuero por un remedio para las jaquecas de su mujer.

Kate acompañó al muchacho hasta la consulta, que con gesto tímido se quitó la gorra y se aclaró la garganta para hablar. Dijo que traía recado del señor Coverdale de llevarme con él a Sandyrock.

—¿Algún accidente? —pregunté.

Él negó con la cabeza.

—¿Algún enfermo entonces?

El muchacho enrojeció y volvió a ladear la cabeza.

—¡John Mulvaney! —le recriminó Kate—. ¿Puedes hacer el favor de hablar por esa boca? ¿Qué es lo que ocurre? El doctor no tiene tiempo para perder.

—Es algo que ha aparecido en la playa —respondió el chico, ya completamente ruborizado—… El señor… Quiere que lo vea usted.

—¿Que algo ha aparecido…?

—Sí, señor, un bote. Lo trajo la tormenta.

—¿Y para que me necesita allí? Seguramente será uno de los que han desaparecido del puerto esta noche.

—No lo creo, señor —dijo John—. Verá… Es mejor que venga y lo vea usted.

Me quedé en silencio mirando a John. Estaba como asustado, sumido en un inconfesable secreto, y decidí no hacerle más preguntas. El señor Coverdale era un hacendado inglés dueño de prácticamente toda la isla. Habíamos charlado en cierta ocasión, meses atrás, durante una revisión médica que me pagó generosamente. No me pareció un hombre tendente a la exageración ni a las bromas. Así que decidí que aquel misterio debía tener cierto fundamento.

Apuré mi té y le pedí a Kate mi gabán. Tras preparar un maletín con equipo básico, salí con John a la calle, donde nos esperaban dos magníficos caballos.

Tomamos el camino de Santry Hill, la colina más alta de las tres que rodeaban el poblado de Dowan. Al llegar allí vimos los dos árboles que los rayos habían partido e incendiado esa noche. Aún humeaban. Desde allí se tenía una buena vista del pueblo. En el puerto, tal y como había dicho Kate, uno de los dos barcos pesqueros estaba escorado. Una cuadrilla de hombres se esforzaba por enderezarlo mientras otros achicaban el agua. Pensé que aquello costaría una verdadera fortuna a la economía local.

Cabalgamos por el camino que bordeaba los acantilados de Ben Guillian (llamados así en honor a un antiguo fantasma local que debió suicidarse allí) y llegamos a la «roca del águila» desde donde se divisaba la mansión de Sandyrock.

El cielo estaba claro, sin una brizna de viento, y el mar estaba radiante. En contraste con el azul, relucía la blanca fachada de la mansión, una elegante casa señorial de tres plantas rodeada de una brillante extensión de hierba y pequeños jardines. La casa estaba construida sobre un saliente bajo el cual las olas se batían en espumosos ataques contra la roca negra. A cien yardas de ella, rendida a la fuerza de la naturaleza, se abría una cala de arena blanca. Sobre ella avisté un grupo de personas rodeando un negro objeto que yacía varado junto a la orilla.

Arreé mi caballo.

Edward Coverdale tenía porte de artista más que de aristócrata. Tendría unos cuarenta años, o quizás más, pero su rostro parecía resistir los efectos de la edad. Vestía de una forma un tanto bohemia —botines negros, pantalones estrechos y una amplia camisa blanca que se hinchaba como una vela al viento—, y llevaba el pelo largo, recogido en una coleta. Era el suyo un aspecto más apropiado para un actor del west end londinense que para un distinguido terrateniente irlandés, cosa que al parecer (según sabía por los chismes de Kate) también irritaba a su parentela, que lo habría enviado a administrar aquella remota hacienda para alejarlo de los «círculos» dublineses.

También sabía que en el pueblo no le profesaban mucha simpatía. No debía de ser un terrateniente demasiado fiero, —le bastaba con cobrar las rentas aunque llegasen con cierto retraso— pero sus dedicaciones artísticas (como la pintura o la literatura) y cierta afición por el estudio de los vestigios celtas de Dowan habían ayudado a granjearle una fama oscura entre los supersticiosos parroquianos. Además, no faltaban las leyendas sobre pactos con el diablo y brujería que los contadores de historias locales (encabezados por Gallagher) se habían encargado de inventar aprovechando sus poco habituales aficiones.

—Temo haberle molestado en una mañana especialmente agitada —me saludó nada más desmontar—. ¿Cómo ha despertado el pueblo? ¿Ha habido muchos destrozos?

—Uno de los pesqueros resultó dañado —respondí—, por lo demás todo parecen cosas menores. Tejas rotas y algún negocio inundado. Sobreviviremos. ¿Y qué hay de usted?

—El viento casi se lleva uno de los establos esta noche. También me rompió un par de ventanas. Y también trajo eso —dijo señalando a un bote que yacía varado a unas diez yardas de nosotros—. Uno de los mozos lo encontró esta mañana —continuó diciendo—. La tormenta debió arrastrarlo hasta aquí desde alta mar. Y por lo que encontramos en su interior, supongo que llevaba vagando a la deriva bastante tiempo. ¿Quiere echarle un vistazo?

—Por supuesto —respondí.

Coverdale sacó entonces un foulard blanco que llevaba en una de sus mangas y me lo ofreció.

—Será mejor que se tape la nariz y la boca.

Extrañado, pero sin hacer preguntas, tomé el pañuelo y arrancamos a caminar hacia el bote. Mientras lo hacíamos me percaté del sepulcral silencio que nos rodeaba. Había allí un par de mozos además de John y todos permanecían en silencio, guardando una buena distancia respecto del bote.

A medida que nos acercábamos comencé a percibir un fuerte olor a descomposición que fue haciéndose más fuerte a cada paso que dábamos. Tomé el pañuelo de Coverdale y me lo coloqué a modo de máscara, debatiéndome entre la curiosidad y el temor sobre el origen de semejante fetidez.

El bote yacía varado, hundido en la arena que brillaba como un espejo. Una capa de costra se extendía por su casco, salpicado de grietas y suciedad. Lo primero que mis ojos distinguieron, aún en la distancia, fue una capa de algas oscuras que cubrían prácticamente todo el interior de la lancha. Sobre ella se arremolinaba un enjambre de moscas enloquecidas. Pero había algo más allí, una forma acurrucada debajo de aquella carpa amarillenta y resquebrajada… No tardé en verlo. Y el espanto hizo que retrocediera inconscientemente.

Debajo de la carpa, enredado entre aquellas algas putrefactas asomaba el horrible cadáver de un hombre. Era un muñeco atroz. Como una marioneta hecha de tela de saco. No tenía ojos, tan solo dos cuencas vacías. Su boca, por la que entraban y salían aquellas laboriosas moscas en busca de alimento, era como una negra caverna sin fondo. El resto de su cuerpo, medio cubierto de harapos desgarrados por el sol y el salitre, mostraba una piel cauterizada, reseca y dura como jamás había visto en ningún otro cadáver antes (ni siquiera en mis prácticas de la universidad donde a veces los traficantes de cuerpos traían desechos de la peor clase).

Aquella visión y el hedor que emanaba me marearon levemente. Noté que mi sangre abandonaba las arterias de mi cuello, de mi cerebro, y se retiraba en dirección al estómago. Me costó mantenerme firme. Cerré los ojos y dejé que la brisa del mar me soplase en el rostro durante unos segundos. Después volví en mí.

—Bonita visión ¿eh, doctor? —bromeó Coverdale a mi lado.

—Es dantesco —acerté a decir—. Jamás había visto un cadáver en semejante estado.

—¿Cuánto calcula usted que llevará muerto?

—A primera vista diría que murió hace más de doce meses, pero es difícil decirlo con certeza. Será mejor que le eche un vistazo.

Abrí mi maletín, me coloqué un par de guantes de caucho y unos anteojos. Después me bañé el bigote con un poco de alcohol de romero para amortiguar el olor y hecho esto rodeé el bote para tener mejor acceso al cuerpo. Tomé un pequeño escalpelo y me acerqué a su tórax. La piel, obscurecida, se había desecado completamente adosándose al esqueleto. Una pequeña incisión bastó para comprobar que no había signos de putrefacción. La piel era como una capa de cuero correoso y el interior de aquel cuerpo estaba hueco como una nuez podrida.

—El cadáver presenta todos los signos de un proceso de momificación. Tiene la piel cauterizada y los órganos internos se han desvanecido. Por lo demás no presenta fracturas ni heridas graves, tan solo pequeñas lesiones post mortem, probablemente producto de picaduras de aves e insectos. Diría que murió de sed o de inanición, hace más de doce meses. Probablemente se extravió en alta mar. O fue víctima de un naufragio. Lo que está claro es que esta sería la lancha de salvamento de un buque mayor.

—Del Fiorod —dijo Coverdale.

—¿Disculpe?

—Ese es el nombre del barco. Fiorod. Mírelo, ahí en la proa —dijo señalando la embarcación.

Efectivamente, allí aún se podían distinguir las seis letras que formaban la palabra FIOROD.

—Parece un nombre escandinavo —reflexionó Coverdale—. Sueco o noruego, tal vez. ¿Le suena haberlo leído en la prensa?

La prensa de aquellos días solía dar relieve a los naufragios. Era un tema de atractiva morbosidad tras el desastre del Titanic, acaecido apenas ocho años atrás. Pero no recordaba haber oído el nombre del Fiorod recientemente. En cambio, recordé el caso del Criterion, un carguero belga hundido en las aguas del Caribe, que había copado algunas planas editoriales meses atrás.

—Aunque no necesariamente debe ser la víctima de un naufragio —añadí—, pues también puede que se tratara de un polizón huido. Ya se han oído casos parecidos antes. Un desgraciado se cuela en un carguero en busca de alimento y transporte gratis. Sus pequeños robos y sus restos son detectados por la tripulación y comienza un rastreo por la nave, lo que le empuja a robar una barca y hacerse a la mar. El resto es bien sabido. Son pocas las posibilidades de sobrevivir en esa inmensidad de agua salada, bajo ese sol impenitente… Aunque claro que esto es solo una teoría. Lo mejor será ponerse en contacto con las autoridades y dejar que ellas esclarezcan el misterio.

—Tengo amigos en la comandancia naval de Belfast —dijo Coverdale—. Mañana mismo les pondré un telegrama. ¿Qué cree que deberíamos hacer con el cuerpo mientras tanto?

—Lo mejor sería conservarlo. Quizá terminemos dando con su familia y es de esperar que deseen recuperar sus restos. Por higiene sugeriría enterrarlo temporalmente en alguna parte. En cuanto al bote, creo que podría ser una prueba de valor si es que finalmente nos encontramos ante un naufragio. ¿Tendrá sitio para ambas cosas?

—Creo que podré hacer un sitio en el viejo cementerio familiar —respondió Coverdale—. En cuanto al bote, supongo que el mejor lugar son los establos… ¿Cree que puede traer alguna enfermedad? Los mozos no se atreven a acercarse por el olor. Dicen que tiene la peste.

—No debe preocuparse por eso —dije—. En su estado, es ya como un esqueleto. Todo se ha descompuesto.

—Pero ¿y el olor? —preguntó Coverdale.

—Creo que procede de estas algas —dije tomando un manojo de aquella desagradable vegetación que lo cubría todo—. Debieron abordar el bote en alguna tormenta y se habrán ido pudriendo con el tiempo.

—De acuerdo entonces —llamó Coverdale—. ¡Duncan! Ve a la casa y trae dos palas. Dile a la señora Davis que te de una sábana grande o una bandera ¡John! ¡Bill! Acercaos.

John y Bill, ambos muchachos de no más de quince años, dudaron unos segundos en acatar aquella orden.

—¡Vamos! El doctor ha dicho que no hay nada que temer —les arengó Coverdale.

Los muchachos se acercaron con el miedo dibujado en el rostro. Coverdale les ordenó que volcaran el bote y así lo hicieron. La cáscara de nuez quedó boca abajo. Los mozos volvieron a coger las bordas y, a la de tres, empujaron hacia arriba haciendo rodar el bote otra vez sobre la arena hasta que recobró su posición original.

Justo al lado, rodeado por la silueta elipsoidal de la borda impresa en la arena, yacía el esqueleto de aquel desgraciado, cubierto de aquellas negras algas. Uno de sus brazos se había desprendido por efecto de la caída y su pierna había adoptado una flexión imposible.

Duncan llegaba en ese instante portando las dos palas y una gran sábana blanca. Los mozos trabajaron con el asco dibujado en el rostro. Utilizaron sus palas a ciegas, empujando arena, algas y huesos por doquier, hasta que la playa quedó limpia de aquellos restos. Después envolvieron el conglomerado, le hicieron dos nudos en los extremos y lo portaron, como una gigantesca larva, colina arriba, hasta el cementerio familiar, donde Coverdale les ordenó que cavaran una tumba en el terreno de los «honrados», que era como llamaban al cementerio de la servidumbre.

En esos instantes estaba yo junto al bote, cuya superficie estaba ahora limpia, y mis ojos quisieron ir a fijarse en una especie de repetitivo dibujo que aparecía tallado en uno de los bancos. Cuando me acerqué descubrí que el dibujo se extendía por todo lo largo de aquella madera y que eran en realidad letras, cientos de ellas, talladas en la superficie del banco.

El corazón me dio un brinco en el pecho.

—¡Coverdale! —grité—. ¡Venga, mire esto!

Cuando llegó a mi lado yo estaba ya de rodillas junto al bote, limpiando la arena que cubría la talla.

—Dios Santo —exclamó Coverdale al ver aquello—. Son palabras, ¡cientos de ellas!

—Y no solo en este banco, observe… El resto de los bancos. Todos están llenos de palabras.

Era una visión impresionante y dramática al mismo tiempo. Las letras habían sido talladas con esmero, tratando de mantener una caligrafía moderada, aunque había debido de resultar claramente difícil. Había palabras y frases el doble de grandes que otras. Debía tratarse de un diario de a bordo, o quizá de los últimos pensamientos de un hombre perdido en la soledad de la mar.

—¿Reconoce el idioma? —preguntó Coverdale.

—Es alemán —respondí casi sin aliento por la emoción—. Estoy casi seguro. Aprendí algo en mi época de estudiante.

—¿Cree que podría traducirlo?

—Podría intentarlo —dije sin separar la vista de aquellas palabras—. Aunque necesitaré un diccionario, y bastante tiempo.

Coverdale dijo estar seguro de que poseía uno en la biblioteca de la casa.

—¡Qué misterio encerrarán esas palabras! —dijo con excitación—. Quizá expliquen lo ocurrido en el barco. O desvelen un misterio aún mayor. ¡Como un tesoro!

—O quizá —opiné con menos ambición—, tan solo sea un diario de viaje. El único entretenimiento de un hombre perdido en la mar.

Coverdale estaba tan emocionado con aquello que sugirió empezar a trabajar en la traducción lo antes posible. Dijo que podría instalar el bote en uno de sus establos vacíos y que yo podría ir a trabajar cuando quisiera. O mejor, ¿tenía yo algún espacio en el pueblo para almacenarlo? Así podría dedicarle cada minuto de mi tiempo, sin necesidad de cabalgar hasta Sandyrock.

Recordé entonces un viejo e inútil cobertizo que había en mi jardín trasero y le propuse trasladar el bote allí.

—Podré trabajar por la noche, después de las consultas. Y probablemente tengamos resultados en breve.

Coverdale estuvo de acuerdo. Estaba tan excitado por el descubrimiento que hubiese hecho construir un establo para ello si hiciese falta. Supongo que su carácter imaginativo y curioso encontraba en aquel misterio una fuente de diversión inigualable.

Dos jóvenes sirvientas aparecieron en la playa al cabo de veinte minutos, portando cubos de agua con sal hirviendo. Fregaron el bote de arriba a abajo. Cuando terminaron, Coverdale llamó a Duncan y a John y les ordenó montar el bote en un carro y llevarlo a Dowan. Y le prometí que le avisaría en cuanto hubiera desvelado el contenido de aquel texto.

—Será el primero en saber de qué se trata —le dije.


De vuelta a Dowan, guie a los mozos por el camino trasero de High Street hasta la entrada trasera de mi casa, que se hacía por el cobertizo. Una vez descargado e instalado dentro, di una propina a los muchachos y les dejé marchar.

No pude dedicarle mucha atención durante el día ya que tenía una cola de personas esperando en la consulta. La señora Houllihan venía a por su preparado para el asma y de paso a contarme sus mil y una preocupaciones, casi siempre centradas en la afición de su marido por la cerveza. Después pasó McCarthy, el hijo del herrero, a quien había practicado una operación de apendicitis tres semanas antes. Le revisé la herida, que tenía mejor aspecto, y volví a desinfectársela. Después le rehíce la cura y le dejé marchar. Las otras tres visitas eran cosas menores. Las despaché enseguida y después me senté a almorzar una rica sopa de pescado que Kate me había dejado caliente sobre el fuego.

Mientras degustaba mi chowder, pensaba en ese bote que ahora descansaba en mi cobertizo. Una mezcla de emoción y miedo me recorría las venas recordando el rostro vacío de ese muerto… Y la narración que había dejado tallada en su bote de náufrago.

¿Quién sería ese hombre? ¿Dónde estaría el barco en el que viajaba? ¿Qué les sucedió a sus compañeros? Quizá fuese un polizón que huyó antes de ser descubierto, un criminal. Quizá en ese testamento tallado en madera dejó escrita la localización de algún tesoro. En cualquier caso, estaba claro que aquel era el bote de salvamento de un barco, el Fiorod, y que esa era una primera pista que había que investigar.

Nada más terminar el almuerzo subí al desván y me puse a rebuscar entre la multitud de baúles que había hecho traer desde Dublín. Tardé un poco en dar con lo que buscaba: un juego de tres horribles candelabros que mi tía Meredith me había regalado por mi vigesimoprimer cumpleaños y que jamás había estrenado. Bien, ese día era perfecto para hacerlo. Tomé también una caja de velas y bajé a mi estudio. Allí me aprovisioné de dos plumas, dos tinteros, una lupa y un fajo de pliegos de papel nuevos. Con todo este cargamento bajé haciendo malabarismos hasta la planta principal y, desde allí, crucé el jardín y me dirigí al cobertizo.

Comencé organizando un poco el espacio. El bote ocupaba ahora prácticamente la mitad, y la otra mitad era una confusión de herramientas de jardinería, viejas maletas, telarañas y cilindros de turba para la chimenea. Aparté un poco todo aquel desorden y logré abrir un pequeño camino junto al bote. Después, calcé el casco de la embarcación con unos tacos de madera y trozos de turba, y una vez estuvo bien estabilizado, subí a bordo.

Aunque ahora estuviera limpio, el bote aún emanaba cierto olor a amoniaco. No en vano había sido el lecho de muerte (y descomposición) de un hombre y eso me causó un tremendo respeto, tanto que, antes de proseguir, recé una pequeña oración por el alma del pobre diablo.

Hecho esto, tomé uno de los candelabros de mi tía Meredith y lo cargué de velas. Una vez encendido el fuego, las talladuras se hicieron visibles ante mis ojos.

Recorrí los bancos, uno detrás de otro, observándolos en silencio. Aquellas eran las últimas palabras de un hombre; su último suspiro en vida. Y no parecían limitarse a ser una o dos reflexiones finales. Realmente, aquellas tablas parecían contener algún tipo de narración. Supuse que el primer misterio que debía resolver era dónde se situaba el principio de tal narración.

Después de estudiar las tallas durante un rato concluí que había cierta progresión en la calidad del trabajo. La caligrafía pasaba por diferentes etapas, desde una torpe y llena de fallos y borrones (incluso algo que me pareció manchas de sangre), a una más clara y diestra, en la que el espacio del banco estaba muy bien aprovechado (hasta albergar un millar de palabras, calculé aproximadamente). Esta evolución también respetaba un orden cardinal en la bancada, que iba de popa a proa, con lo que me figuré que la historia, fuera lo que fuera lo que contuviese, debía comenzar en el banco de popa, que —supuse— era también el lugar más lógico para empezar teniendo en cuenta que la carpa donde el náufrago se había refugiado también estaba a popa.

Tomé una vieja maleta y la utilicé de asiento. Después, situé otro par de candelabros estratégicamente, de forma que el banco quedase completamente iluminado. A esas horas de la tarde ya había comenzado a oscurecer y la lluvia golpeaba contra el tejado del cobertizo. Alisé un pliego de papel a un lado del banco, después situé el diccionario de Coverdale sobre él. Para finalizar, abrí uno de los tinteros y dejé una pluma cebándose en él. Ya estaba listo para comenzar. Tomé la pluma y escribí en la cabecera del papel.

«Traducción de las tallas encontradas en el bote de salvamento del Fiorod, que arribó en la costa de Dowan —Condado de Donegal, Irlanda— el 4 de abril de 1928». Acto seguido leí la primera frase y fui traduciéndola poco a poco. Las primeras palabras me costaron un esfuerzo considerable, ya que, para empezar, tenía que acostumbrarme a la caligrafía de aquel hombre (incluyendo los caracteres específicos del alemán) y por otra parte mi alemán había sufrido un proceso de oxidación grave desde los tiempos de la universidad. Aún así, en la primera hora conseguí traducir más de la mitad del primer banco, y el proceso iba cada vez más rápido, hasta el punto que, en cierto momento, debí perder la noción del tiempo.

Una nueva borrasca comenzó a azotar la costa y yo me sumergí de lleno en aquella historia.

«Traducción de las tallas encontradas en el bote de salvamento del Fiorod, que arribó en la costa de Dowan, Condado de Donegal, el 4 de abril de 1928».

Traducción por el Doctor Conol Baterston.

(N. del T: El primer banco comienza con unos caracteres ilegibles, emborronados por grandes manchas. Creo que trataba de escribir aquí su nombre y una fecha. Me atrevo a sugerir Fritz Heller, Geller o incluso Heger, y como fecha, el 3 o el 5 de abril de 1908. El resto continúa como se transcribe a continuación…):

… Hoy probablemente será martes, aunque ya no tengo ninguna seguridad sobre esto (N. Del T: Frase corta, de tres palabras, ilegible…). Deben de haber pasado tres semanas desde el naufragio del Fiorod. He decidido comenzar a escribir la historia de nuestros últimos días a bordo, aunque sea sobre la dura madera de este bote de salvamento. Es una historia que debe ser contada, y dudo que pueda hacerlo en otra parte, pues a estas alturas tengo claro que moriré aquí, en este bote.

(N. del T.: Siguen algunas tallas, dibujos o ensayos sin sentido. Después, en la línea siguiente comienza el bloque de la narración).

Lo que me dispongo a relatar es difícil de creer. Incluso yo dudo de mis propios recuerdos al intentar repasar los hechos. Las cosas que presencié durante los últimos días del Fiorod nos envolvieron a todos en una suerte de locura. A veces se me aparecen en sueños, como seres y paisajes de pesadilla. Pero todo era real. Lo suficientemente real para acabar con un barco y su tripulación.

Comencemos por el principio. Mi nombre, ya escrito en lo alto, debería guiar a quien quiera que encuentre esto hasta mi familia en Hamburgo. Mis padres ostentan una de las relojerías más antiguas de la ciudad. Ellos darán fe de que me enrolé y formaba parte de la tripulación del Fiorod cuando partió de Hamburgo el mes de noviembre de 1907.

En realidad, nunca me había planteado hacerme a la mar. Yo soy hijo de un artesano ilustre, fui educado en un buen colegio, y mi destino debía estar en el negocio familiar. Precisamente ese era el problema, que yo nunca admití ese rígido destino que a otro hubiera hecho feliz. Todo lo que quería era viajar, conocer mundo, no pasarme la vida arreglando tuercas en la trastienda del negocio familiar. Por fin un día decidí hacerlo, después de una gran disputa con mi padre. Me enrolé por pura rabia y mi mayor tristeza ahora, en esta terrible soledad del océano, es pensar que quizá las últimas palabras que le dije fueron un tremendo error. Solo me gustaría vivir para poder pedirle perdón y darle un abrazo, algún día. Aunque dudo que ese día termine por llegar.

Como digo, me enrolé en el Fiorod en el mes de noviembre de 1907, por intermediación de un amigo. En un principio fui rechazado por mi constitución débil y mi nula experiencia en asuntos de la mar, pero tras prometer que trabajaría duro y no me quejaría en ningún momento, el capitán Wenkel decidió darme una oportunidad y me admitió a bordo, entre rumores y gestos de desaprobación de los otros marineros.

El paquebote partió de Hamburgo a finales de 1907 con destino a La Habana, con once hombres a bordo. Portábamos un cargamento de piezas industriales para la construcción de navíos. De allí, cargados con plátano y zapatos, navegaríamos hasta Maracaibo y más tarde a Mar de Plata, y de allí surcaríamos el océano hasta Sudáfrica —Ciudad del Cabo— donde haríamos el último cargo de alcohol industrial antes de regresar a Hamburgo, doce meses más tarde.

Todo marchó según lo previsto hasta La Habana. Nuestra nave era rápida, una de las primeras de su época propulsada por un motor Diesel. De hecho, uno de los objetivos del viaje era establecer nuevos tiempos para la compañía naviera, y de ahí que viajásemos a toda máquina, forzando al límite los motores en un loco intento de conseguir buenas marcas. Mucho más tarde Wenkel dijo que esto no había tenido nada que ver con el accidente, pero yo estoy seguro de que ese exceso fue parte importante de lo que vino a ocurrir después.

Por lo demás, la vida a bordo era normal. Pese al duro trabajo de a bordo y a las burlas (y algún que otro golpe) que recibía por mi condición de grumete, yo estaba entusiasmado con aquella experiencia. Por las noches, después de la cena, salía a cubierta y miraba las estrellas, maravillado, mientras los hombres fumaban sus pipas en silencio, con un océano de melancolía en el fondo de sus ojos. Se contaban historias, se cantaban canciones, y el corazón se llenaba de horizontes lejanos, de exóticas bellezas y de sueños paradisíacos. Los hombres me decían que ahora estaba «herido» para siempre, y era cierto. Juré a las estrellas que jamás volvería a Hamburgo, y mucho menos a arreglar relojes en la pequeña tienda familiar. Ahora mi corazón estaba lleno de grandes sueños.

Nuestra suerte cambió unos días después de dejar La Habana. Tras unos días de diversión regresamos a bordo, dispuestos a ponernos en marcha, y el capitán Wenkel informó que, en vez de seguir la ruta directa hacia Maracaibo, navegaríamos en línea recta hasta Puerto Rico para hacer una nueva medición de tiempos, lo que supondría una semana más de viaje que la compañía ya había negociado con nuestros diferentes destinos.

Fue al abandonar el amparo de las Islas Caicos cuando comenzamos a vislumbrar el terrible clima que comenzaba a avecinarse en el océano. Una gigantesca columna de nubes negras, rayos y viento huracanado giraban pesadamente a varias millas al norte de nosotros, sin decidirse sobre qué dirección tomar. Parecían arrastrar hacia sí todos los vientos y el agua del océano. El cielo comenzó a oscurecer gradualmente y el calor tropical se convirtió en frío. Uno de los veteranos dijo que jamás había visto un clima tan malo y que nos las veríamos con el demonio si llegábamos a ser atrapados por la tormenta. Yo crucé los dedos de las manos y de los pies esperando que esto no ocurriera. Pero de nada sirvió.

Wenkel puso el Fiorod a toda máquina, confiando en nuestra velocidad de crucero para evitar el tifón, pero solo una hora más tarde de haber comenzado la carrera, como una mala jugada del destino, nuestro presumido motor, envidia de otras naves de la competencia, reventó en un terrible estallido.

El barco enteró se sacudió por la explosión. Los tragaderos comenzaron exhalar una densa humareda, y el monótono ronroneo del motor se paró dando paso a un mortal silencio. Entonces no nos preocupaba este hecho, ya que todos nuestros esfuerzos se volcaban en extinguir el incendio desatado en la sala de máquinas y en rescatar a los hombres atrapados allí. Terjen, el maquinista noruego, resultó gravemente herido. Fue trasladado al camarote del capitán, casi en estado de coma. Recuerdo que le vi pasar entre la multitud, con la piel calcinada y humeante, como un trozo de carne recién sacado de una parrilla. Ya entonces dudé de que ese hombre pudiera reponerse de semejantes heridas.

En medio de todo ese caos, la peonza diabólica terminó por decidirse. Jamás en mi vida habría imaginado que semejante tormenta pudiera desplazarse en cuestión de minutos. Cayó sobre nosotros con la fuerza de mil cataratas. Levantó el mar, encendió los cielos y aulló enloquecida como una bruja montada en una escoba de fuego.

La avería, catastrófica y en el peor momento imaginable, convirtió al Fiorod en un insecto a merced del tifón. Era tarde para tratar de desplegar las velas así que Wenkel ordenó a los hombres ponerse a cubierto, lejos de los botes o los contenedores, que podrían aplastar a alguien si llegaban a soltarse. Solo el segundo de a bordo y Wenkel quedarían a cargo del timón. El resto debía aguantar y rezar lo que supiera.

Lisandro, el cocinero portugués, me cogió del gaznate y me llevó con él a la cocina. Allí, tras ponernos los chalecos me instó a que rezase. Por alguna irónica casualidad recordé aquellas palabras de Shakespeare: «Un cobarde muere mil veces, un valiente solo se preocupa de hacerlo una vez». Me vino a la mente la plácida callejuela de nuestra tienda en Hamburgo. Las palomas y los niños compartiendo la calle en un bonito día de primavera y mi padre, apoyado en el marco de la puerta, saludando a los transeúntes mientras daba suaves caladas a su pipa. Recé para vivir y volver a verle, para aburrirme eternamente en aquella tiendita, mientras unas lágrimas de niño surcaban mi rostro y comenzaba a enunciar un padrenuestro.

La tormenta abrió sus fauces y nos engulló sin piedad. En la cocina volaron los cazos y los platos. Las despensas reventaron y la fruta corrió libre por el suelo, de un lado al otro siguiendo las vertiginosas inclinaciones del barco. Las gallinas, liberadas de sus jaulas, revoloteaban histéricas llenándolo todo de plumas.

El barco gemía como la víctima de una tortura impensable. Su esqueleto se retorcía, estiraba y aullaba como un monstruo a punto de partirse en dos. El suelo se inclinó hasta formar una pared vertical y yo me sujeté a las patas de una mesa para evitar estrellarme contra las paredes ahora transformadas en suelo. Lisandro desapareció. Le oí gritar desde alguna parte, pero fui incapaz de distinguirle. El agua había comenzado a entrar a oleadas por las puertas y escotillas, inundándolo todo. Algo me golpeó en la cara y perdí el control, yéndome a zambullir en aquel mar de platos, cazuelas, coles y gallinas. Entonces un armario entero me vino encima y me sacudió en la cabeza, tan fuerte que perdí el sentido. Recuerdo verme sumergido en el agua, con una columna de burbujas de aire escapando de mi boca, y decirle adiós a la vida mientras mi vista se nublaba hasta apagarse del todo.


Soñé que ascendíamos por los cielos, en un viaje que duraba siglos. Después, el rostro de una persona familiar me hablaba. Me dijo que lo sentía, pero que nunca podría entrar en el cielo.

(N. del T.: Se acompaña un dibujo de una mujer. ¿La Virgen?).

(N. del T II: A partir de aquí la caligrafía mejora sustancialmente. Las letras son más comprimidas y de tamaño estable).


Me despertó una mezcla de frío y de dolor. Estaba enterrado bajo un montón de sillas y cazuelas, en un rincón de la cocina. El agua se había retirado, pero yo aún seguía empapado, tiritando, y con un terrible dolor en la cabeza y en el hombro derecho. Todo estaba terriblemente quieto y en silencio.

Escuché voces afuera. Me levanté como pude y salí a cubierta, cojeando y entre dolores, pero feliz de seguir vivo. Una densa bruma me envolvió nada más salir a cubierta. Caminé a tientas, guiándome con la borda, hasta la cubierta de carga. Allí se había organizado un verdadero lío. Había contenedores desperdigados por todos sitios, formando un pequeño laberinto. Algunos se habían ido a chocar contra las barandas, deformándolas. Vi a varios hombres por allí, sus siluetas iban y venían a través de la niebla y los contenedores, como fantasmas. Me acerqué a uno y resultó ser Jens, un tipo bruto y desagradable que no me caía demasiado bien. Pero en aquellas circunstancias no me importaban mucho nuestras relaciones pasadas. Le pregunté qué sucedía:

—Algunas cadenas de amarre han reventado y los contenedores han patinado sobre cubierta —respondió—, creo que hemos perdido un par de ellos.

—Pero ¿dónde estamos?

—El capitán está tratando de averiguarlo. Al parecer la tormenta nos arrastró millas mar adentro. Algunos dicen que al noreste.

Aventó el aire con su mano para apartar la bruma que flotaba suspendida entre nosotros.

—Dicen que Terjen ha muerto. ¿Tú estás bien? —dijo señalándome al brazo, del que yo me dolía con una mano.

—Me duele el hombro como si me hubieran metido un clavo —respondí—, pero estoy bien. ¿Qué es esta bruma?

—Nadie lo sabe. Yo nunca había visto nada igual.

Jens me dijo que había gente curándose en la enfermería y allí me dirigí. Según entré, vi a Lisandro tumbado en la camilla, con una gran venda en la cabeza. Un tipo de Rostock, creo que se llamaba Bastian, hacía las funciones de enfermero. Me asusté al ver a Lisandro medio muerto. Era casi mi mejor amigo en el barco. Pero enseguida sonrió y me cogió de la mano, diciéndome que estaba bien. Tan solo se había golpeado un poco la cabeza y había perdido el conocimiento por un instante. El zarandeo del barco le empujó hasta la cubierta y allí corrió peligro de caer al mar. Pero una ola se encargó de espabilarlo y pasó el resto de la tormenta abrazado a una chimenea.

Le pregunté si era verdad lo de Terjen y me respondió asintiendo con la cabeza. Bastian, el que hacía de enfermero, dijo que debía tener todo el cuerpo quemado por el fuego y que no hubiera resistido en ningún caso.

Después me invitó a que me sentara para ser reconocido.

Lo de mi hombro resultó ser una luxación debido al golpe. Bastian me miró la cabeza, que le preocupaba más, pero terminó decidiendo que aquello era una herida superficial. Me dio un trago de coñac y me mandó de nuevo a cubierta.

El capitán Wenkel acababa de convocar una reunión. Se hizo un recuento de los hombres y por fortuna —y con la triste excepción de Terjen— estábamos todos. Después llegaron las malas noticias. Además de la pérdida de dos contenedores y algunos daños menores en el barco, Wenkel nos informó de que el palo mayor se había partido durante el embate de la tormenta y ahora solo nos quedaba el Diesel como fuerza de empuje. La prioridad absoluta era reparar el motor. Sin él, quedábamos a merced del océano, incapaces de movernos o esquivar la siguiente tormenta. El capitán también habló claro al respecto de nuestra posición. No tenía ni idea de dónde estábamos y, a menos que aquella niebla se disipara un poco, sería imposible utilizar el sextante. Dijo que, por la dirección inicial de la tormenta, calculaba que habríamos sido desplazados al norte de Santo Domingo, un número indefinido de millas, pero que si no se equivocaba debíamos estar cerca de Mayaguana. Las despensas estaban llenas de alimentos y había agua y bebida suficientes. Wenkel estimó que racionando los víveres y pescando podríamos subsistir cómodamente hasta que el motor estuviera listo. Por otra parte, era probable que Hamburgo, al no recibir noticias, enviase una misión de rescate. Sus palabras llenaron mi corazón de esperanza y me imaginé contando mis hazañas de vuelta a Hamburgo. No solo había cruzado el océano como grumete, sino que mi barco había estado a punto de irse a pique. Una aventura que pocos hombres podían incluir en sus memorias.

Esa misma tarde se ofició un funeral por Terjen y durante la ceremonia ocurrió algo que generó gran malestar entre los hombres.

Tras haber recitado unos versículos escogidos, el capitán dio orden de lanzar el cadáver al océano. Oímos chocar el cuerpo contra la superficie del mar, ya que la densa niebla nos impedía verlo con nuestros propios ojos. Entonces, apenas unos segundos más tarde, se escuchó una especie de susurro cortando el agua, como el cascabeleo de mil serpientes rayando la superficie del mar. Los que se habían encargado de lanzar el cuerpo al agua (Lisandro y Jens, entre ellos) se asomaron siguiendo el creciente sonido, pero no pudieron ver nada.

—¿Qué es eso?

—¡Tiburones! —gritó alguien—. ¡Se están comiendo el cuerpo de Terjen!

Al oírlo, Jens gritó de frustración. Los maldijo y corrió a buscar un arpón, que lanzó a ciegas entre la niebla, aunque esto no sirvió para mucho. El sonido continuó durante unos segundos más y después se alejó hasta desaparecer.

Consternados y en silencio nos pasamos una botella de coñac de mano en mano mientras rezábamos una última oración por el alma de Terjen. Oí a alguien decir a mis espaldas que «aquello no sonaba como unos tiburones», pero otra voz le mandó callar.

Wenkel nos concedió media hora antes de ordenar a todo el mundo ponerse manos a la obra.

Pasaron dos días en los que reinó cierto optimismo. Los hombres elegidos para arreglar el motor informaron, al cabo de una larga jornada analizando la máquina, de que creían haber encontrado el sistema de devolverla a la vida. Mientras tanto los demás nos afanamos en ordenar la carga, hacer limpieza y tratar de restaurar la rutina de a bordo.

En ese tiempo la niebla permaneció posada sobre nosotros. Nadie recordaba una niebla tan densa y persistente como aquella. No había una brizna de viento, no se oía un pájaro y la marea parecía haber muerto, como si estuviéramos en el centro de un lago. Lentamente, nuestro espíritu se fue oscureciendo con las dudas y la preocupación.

Los hombres comenzaron a ponerse nerviosos, a hablar de maldiciones. Una noche, entre pipas y ron, Donovan, un irlandés encargado de las grúas, recordó la historia del Mary Celeste, un buque fantasma que desapareció en el triángulo del diablo en 1872 y que apareció años más tarde a la deriva frente a las costas españolas pero sin un alma a bordo ¿y sí el capitán se hubiera equivocado y estuviéramos al norte de las Bahamas, en el mismo lugar donde desapareció el Celeste? También se contaba la leyenda del Holandés Errante, el navío castigado por Dios, y de cómo la osadía del loco capitán Van Der Decken era comparable a la ambición de Wenkel por surcar el océano a una mayor velocidad. Y que esa era la causa de nuestra tragedia.

Yo escuchaba estas historias, las saboreaba y las digería con el mayor de los terrores. Pero Lisandro me dijo que apartase la fantasía de mi cabeza. «La niebla no te matará y sí el hambre. Cómete esta sopa de tortuga y deja de pensar en bobadas». Días más tarde fui asignado a una nueva tarea: la pesca. Bastian, el tipo de Rostock, me enseñó a cebar el anzuelo y me habló sobre las especies marinas que podía esperarse sacar de aquellas aguas —dorados, borales y guatapanás— y de los trucos para tirar de ellos. Después me dejó solo con mi caña, cuya punta se perdía a veces en la bruma.

Me pasé cerca de dos horas esperando, con la caña quieta a mis pies, a sentir la más ligera vibración en mis manos, pero nada parecía querer acercarse a mi trampa. Cuando saqué el anzuelo del agua vi que el cebo de calamar había desaparecido. Solo unas trazas de pescado quedaban alrededor del anzuelo. Miré por la borda, tratando de avistar algún pez travieso, o una tortuga que pudiera estar robando mi material de caza, pero no vi nada en aquellas aguas oscuras, casi negras, que aparecían bajo la niebla. Volví a intentarlo, pero esta vez no esperé tanto a sacar la caña. Otra vez, en menos de treinta minutos, el cebo se había «disuelto» por arte de magia. Al cabo de dos horas acudí avergonzado donde Bastian, que se hallaba pescando en estribor. Al explicarle mi mala suerte él admitió estar sorprendido igualmente, ya que tampoco había sacado nada en todo el día. Resolvió probar con otro cebo, esta vez de barracuda, en vez del de calamar que habíamos venido usando. Pero de nuevo obtuvimos igual resultado. Le pregunté si era posible que no hubiera peces en aquellas aguas. Respondió un no concluyente. Me dijo que solo una vez en su vida había visto peces tan avispados: las pirañas del Río Negro, en el Amazonas. Pero claro, era imposible que allí hubiese pirañas, pues estábamos en mar abierto.

—¿Es posible que lo que devoró a Terjen fuese otra cosa y no tiburones? —le pregunté.

Bastian me dijo que dejara de pensar en tonterías y me mandó a pelar patatas a la cocina con Lisandro.

Al día siguiente volvimos a intentar pescar con los mismos resultados. Era casi embarazoso decir que no habíamos sido capaces de pescar nada en dos días y algunos hombres, ridiculizándonos, lo intentaron por su cuenta. Pero de nuevo, aquello fue una pérdida de tiempo y solo sirvió para regalar cebo al mar. Jens arrió un bote y trató de usar la red, pues pensaba que quizá se tratase de un banco de peces muy pequeños. Pero el agua solo le devolvió agua y, finalmente, abandonamos la idea de pescar y nos concentramos en economizar las provisiones al máximo. Ante aquellas noticias, Wenkel decidió redoblar el racionamiento de agua y fruta. Nadie pudo dar una explicación aceptable de por qué no había pesca rodeando el Fiorod.

Para entonces el ánimo a bordo era de un nerviosismo contenido. Cinco días flotando en ninguna parte, rodeados de aquella niebla, que a veces espesaba hasta el punto de no llegar a verse uno los pies, estaba consiguiendo hacer mella en la sólida moral de aquellos curtidos marineros. Sin noticias de Hamburgo. Sin noticias del mundo. Sin viento, pájaros, ni pesca. Era como haber muerto y estar en el limbo, esperando sentencia. Todo el mundo tenía un revoltijo de miedo e incertidumbre en las tripas.

La tensión terminó por estallar el sábado. Tras pasar una semana prácticamente sumergidos en el nivel de máquinas, los hombres del equipo de reparación anunciaron que el motor estaba listo para «una prueba». La noticia causó la euforia de todos. En silencio, con los dedos cruzados, esperamos a escuchar nuestro motor arrancar de nuevo.

Otra explosión sacudió el barco, esta vez de menores proporciones que la anterior. Los hombres fueron rescatados ilesos de la humareda y una vez en cubierta, tiznados de negro y frustrados, comenzó una discusión. Estaban enfadados unos con otros. Schmuller, un tipo chupado con ojos de pez, dijo que la única persona que entendía mínimamente aquel nuevo engendro era Terjen, y este reposaba ahora en la tripa de uno o más tiburones. «De nada sirve que perdáis el tiempo ahí abajo» añadió «es incluso peligroso, como acabamos de ver. Lo que menos necesitamos es otro incendio». Jens le respondió que cerrase el pico si no iba a ayudar. Era cierto que Schmuller tenía fama de cizañero. Una cosa llevó a la otra y comenzó un magnífico reparto de puños. Algunos hombres que entraron a separar terminaron llevándose alguno y decidieron devolver lo prestado. Como digo, había bastante tensión en el aire.

Wenkel se subió en un contenedor y gritó que pararan. Rugió como nunca le había oído hacerlo, y algunos hombres cesaron de inmediato, pero otros no hicieron el menor caso. Finalmente sacó un revólver y disparó al aire. Ninguno sabíamos que Wenkel tuviera un arma y aquello nos pilló a todos por sorpresa.

El combate se frenó de inmediato y se hizo un gélido silencio. Los contendientes, que apenas se tenían en pie, se sujetaban los unos a los otros mirando a Wenkel. El resto hacíamos lo propio, esperando a que rompiese el silencio.

Wenkel se había quedado mirando al frente (a la popa del barco) con su pistola humeante entre las manos. Lentamente, le vimos alzar el arma y apuntarla en dirección a un punto situado más arriba de la chimenea.

—¡Tierra! —exclamó—. Ahí delante. ¡Mirad!

Corrimos a subirnos en los contenedores, junto a Wenkel, quien pedía a gritos que alguien le subiera un catalejo. La niebla se había disipado ligeramente a popa. Allí, a unas dos o tres millas de nosotros, se vislumbraba la silueta de una isla ¡Había estado ahí todo este tiempo, pero la niebla no nos dejaba verla!

La bruma iba y venía, robando la visibilidad de aquel islote, pero pudimos hacernos una idea aproximada de su tamaño. No era demasiado grande y mostraba una gran protuberancia central que imaginamos se trataría de un volcán. Desde la lejanía era imposible hacerse una idea más clara. Además, quizá por efecto de aquella bruma, toda la isla parecía oscurecida, como una gran sombra, y era imposible distinguir los límites de la selva, las playas u otros accidentes naturales. Ni siquiera un rastreo a catalejo ayudó mucho en esto.

La aparición de la isla lo revolucionó todo. Los que se habían peleado hacía un minuto se hermanaban ahora para arriar los botes, con una sonrisa en los labios, pensando en la bella mujer o la dulce botella de ron que les esperaba al llegar a tierra. Pero entonces, repentinamente, el capitán Wenkel ordenó que quitáramos las manos de los botes.

Algunos hombres le replicaron que tenían «derecho legítimo a desembarcar» dadas las circunstancias. Wenkel respondió que era cierto, pero que «desembarcaríamos solo cuando fuese absolutamente seguro hacerlo». Primero imperaba tomar ciertas precauciones, explicó. Nada sabíamos de aquella isla. No se veían luces en ella, ni señales de un puerto. Llevaba días allí y no habíamos oído un solo ruido procedente de ella. Parecía un lugar salvaje, inhóspito, y el capitán nos recordó que aún existían tribus peligrosas en muchas pequeñas islas del Caribe, así como lugares alejados de las rutas comerciales que los bandidos utilizaban como escondite.

Así que Wenkel decidió enviar una primera expedición de reconocimiento. Algunos hombres se presentaron voluntarios, ansiosos por ser los primeros en lanzarse sobre la arena de una playa, pero Wenkel formó el equipo a dedo. Los elegidos fueron el encargado de grúa Donovan, un somalí llamado Gekko, Jens y, por último, yo mismo. En aquel momento recibí el encargo como un honor; solo más tarde me percaté que éramos, probablemente, los hombres más prescindibles del Fiorod —quizá a excepción de Jens, pero supongo que Wenkel lo incluyó por sus habilidades como tirador y también porque sabía repartir puñetazos—.

Se abrió la santabárbara y nos proveyeron con dos fusiles y un revolver. Gekko y yo quedábamos al cargo de los remos y estableceríamos la cabeza de playa, mientras que Jens y Donovan se internarían en la isla y harían una exploración superficial. No parecía un lugar demasiado grande con lo cual sería relativamente fácil establecer si estaba habitada o no.

Se arrió un bote y nos hicimos a la mar. Mientras nos alejábamos del Fiorod los hombres nos lanzaban bromas desde la borda. «¡Cuidado con las amazonas!», «¡Dejadnos algo de ron miel! No os lo bebáis todo». Jens y Donovan, en la proa del bote, con sendos cañones apuntando hacia delante, debían sentirse muy seguros también. Decían que Wenkel «sería capaz de perderse en una bañera» con respecto al hecho de que no hubiera podido reconocer la isla. Jens, que se jactaba de conocer el Caribe como la palma de su mano, afirmaba que no estábamos muy lejos de la Islas Turcas y que aquello, probablemente, sería uno de los pequeños islotes del archipiélago de la Buena Esperanza. No me gustó escucharles ridiculizando al capitán, sobre todo porque ambos personajes, con sus continuas borracheras y peleas, habían demostrado causar más problemas de los que resolvían.

Pronto perdimos de vista el Fiorod. Las voces de nuestros compañeros se perdieron en la niebla dando paso a un completo silencio, solamente roto por nuestros remos al chocar con el agua. Donovan, provisto con un catalejo, nos iba dando órdenes. «Un poco a babor. Un poco a estribor», ya que Gekko y yo remábamos de espaldas. A medida que íbamos avanzando su voz comenzó a sonar cada vez más trémula y entrecortada. Le escuché decir «Where is the damn beach?» entre dientes. ¿Dónde estaba la maldita playa? Jens también murmuraba palabras de sorpresa e incomprensión. Ni Gekko ni yo entendíamos la razón y la curiosidad nos quemaba en las entrañas. Yo trataba de girar la cabeza para ver algo, pero era imposible. Además, remar suponía un esfuerzo cada vez mayor, y pronto descubrimos por qué. Gekko me señaló una capa de algas que cubría su remo. Me di cuenta de que el mío también lo estaba y entonces observé un denso y oscuro banco de algas que rodeaba la barca. Estaba a punto de decírselo a Jens y Donovan, pero en ese momento recibimos la orden de parar.

Debíamos encontrarnos aún a media milla de aquella isla, que ahora emergía entre las brumas mostrándose con mayor claridad a nuestros ojos. Al verla, comprendí de inmediato las palabras de asombro que antes había escuchado a mis espaldas. Y los cuatro ocupantes del bote nos quedamos en silencio, mirándola.

Lo primero que recuerdo es aquella montaña elevándose entre las brumas. Una empinada e inmisericorde roca negra, semejante a la pared de un fiordo, que debía medir unos cien metros de altura y que en principio confundimos con un volcán. A sus pies, el atolón era poco más que una roca yerma, terminada en unos tortuosos acantilados y cubierta de una vegetación musgosa y negra. Ni rastro de selva, arena, o palmeras torcidas como habíamos esperado encontrar.

Donovan, quizá en un intento por aplacar su propio asombro, se apresuró a decir que aquello se trataba de una isla recién nacida, posiblemente a causa de una erupción volcánica submarina. Yo ignoraba el proceso de nacimiento de una isla, pero una erupción volcánica no parecía suficiente para explicar aquella tremenda pared, parecida a la vértebra dorsal de un saurio, o a la quilla de una gigantesca nave. Pero la teoría de Donovan sirvió para complacer a nuestras asustadas mentes con una buena explicación y todos la aceptamos con mayor o menor convicción.

Tras un sondeo a catalejo, Donovan avistó una pequeña bahía y Jens y él decidieron que trataríamos de desembarcar allí. Remamos despacio, entre el arrecife, donde unos largos colmillos o cuernos de roca basáltica emergían del agua como los huesos de una ballena muerta. Entre algunos de estos, descubrimos focos de agua hirviendo, lo que vino a reforzar la teoría del volcán. Además, me pregunté si no sería esa la causa de la persistente niebla que lo rodeaba todo.

Arribamos la pequeña bahía, donde una lengua de columnas hexagonales —que Donovan comparó con la Calzada de los Gigantes en Belfast— nos sirvió como amarradero y acceso a la isla. Según lo establecido por Wenkel, Gekko y yo nos quedaríamos al cargo del bote, con un revólver, mientras que Jens y Donovan se internarían a explorar la isla. A esas alturas, en realidad, teníamos claro que no encontraríamos ni un rastro de vida allí. Y mucho menos frutas brotando de los (inexistentes) árboles. En cualquier caso, Jens se cargó un fusil al hombro y se despidió de nosotros anunciando que volverían en media hora como mucho. Tomaron una senda que se abría entre grandes rocas, en dirección a la monolítica montaña, y pronto los perdimos de vista.

Mientras Gekko se dedicaba a jugar con el revólver, yo tomé el catalejo que Donovan había dejado en el bote y me dediqué a explorar todo cuanto tenía al alcance de la vista. La impresionante montaña era el centro de mi interés. No podía dejar de mirarla. Había en ella algo irreal, divino, algo que parecía «tallado» por la mano de un dios y no por la caótica fuerza de una naturaleza desbocada. Además, la niebla siguió disipándose y pude vislumbrar lo alto de su pico, el cual no tenía ninguna semejanza al cráter de un volcán. De nuevo me vinieron a la mente la imagen de una quilla, o el ala de un aeroplano. Aunque mis conocimientos en geología se redujesen a peregrinas lecturas de colegial, tuve por seguro que aquello suponía un descubrimiento de primer orden y me anoté mentalmente la idea de comentárselo a Wenkel.

En varios puntos de esta pared se distinguían columnas de vapor blanco. Debía tratarse de un complejo sistema de chimeneas internas, de diferentes calibres, que se desplegaba en ramal desde una cavidad mayor, supuse que en las entrañas de la roca. Esto volvía a apuntar a un origen volcánico de la isla, pero ¿dónde estaban los restos de coladas? De niño solía viajar a los balnearios termales de Eifel y en sus bosques había tenido la oportunidad de admirar las sinuosas formas de una lengua de lava reseca. Aquella isla, en cambio, presentaba una superficie pulida y compacta como el canto de un riachuelo. ¿Cuál era entonces la procedencia de ese vapor?

Por otra parte, estaba aquella vegetación, la única forma de vida que parecía existir en toda la isla. Era una especie de hiedra o maleza oscura, de gruesas raíces y hojas en forma de diamante, de un brillante color negro. Aparecía arbitrariamente, bien cayendo en cascada entre las rocas, bien creciendo sobre tramos de la pared, o bien desplegándose como una alfombra a las puertas de alguna gruta. Con ayuda del catalejo pude avistar una especie de cañón que se abría en la dirección que Jens y Donovan habían tomado, y que parecía albergar el nacimiento de aquella desmedida y colosal hiedra.

Gekko también pareció interesarse por aquella extraordinaria forma vegetal. Antes de que pudiera darme cuenta, se había alejado del embarcadero y se acercaba a inspeccionar una de aquellas trepadoras, que se extendían como un tapiz a cien metros de nosotros, cubriendo un par de rocas.

—¡Mira! —dijo llamándome, al cabo de un minuto—. ¡Tienes que ver esto! ¡Es fantástico!

Yo no quería contravenir las órdenes de Wenkel, pero supuse que no pasaba nada por dejar el bote desatendido durante un par de minutos. Corrí hasta la roca donde Gekko parecía pasárselo en grande y lo encontré jugando con las manos metidas en aquella hiedra. Tardé un poco en ver lo que le provocaba la risa. Los pequeños nódulos que partían de la raíz se movían como decenas de pequeños gusanos vivos entre sus dedos. Los rodeaban, apretaban ligeramente su piel para volver a soltarla más tarde, y exploraban los recodos entre sus dedos, o se apartaban cuando Gekko cerraba sus puños sobre ellos.

—¡Están vivas! —exclamaba entre risas—. ¡Y hacen cosquillas!

Reconozco que estuve muy a punto de meter las manos en la maraña también, pero algo, una especie de sexto sentido me previno de no hacerlo. Le dije a Gekko que tuviera cuidado, pero el somalí, absorto en aquel descubrimiento, no me hizo caso.

Era fácil quedarse ensimismado observando aquella prodigiosa hiedra. Su movimiento resultaba hipnótico, como el de una serpiente en el agua. Avanzaba lentamente, como un insecto de mil patas. El movimiento se transmitía desde los troncos más gruesos hacia los tallos medios y finalmente a las minúsculas yemas, ganando terreno casi de forma desapercibida.

Entretenidos con aquella visión, Gekko y yo mismo tardamos en darnos cuenta de que la hiedra había comenzado a avanzar por el suelo. Su vanguardia la formaban decenas de yemas erguidas, que serpenteaban en todas direcciones, salvando cualquier obstáculo con pasmosa facilidad. Para cuando quisimos darnos cuenta ya se había enredado en los tobillos del somalí. Yo di un salto atrás, asustado, y le grité a Gekko que saliera de allí.

No olvidaré la expresión de Gekko: como la de un niño que pasa de la diversión al miedo. Tiró con una pierna hacia arriba, con la fuerza suficiente para partir aquellas ramas, pero estas reaccionaron con elasticidad y apenas pudo desembarazarse de dos o tres de aquellos ligamentos. Su pierna se vio forzada a bajar de nuevo.

—¡Ayúdame! —gritó girándose hacia mí y lanzando sus manos hacia delante.

Me acerqué a él y traté de arrancar aquellas hiedras de sus pies, pero estas ya parecían decididas a quedarse allí. Por cada tres que yo lograba arrancar, diez habían trepado en la otra pierna. Además, fue el propio Gekko quien, con unos espasmos cada vez más violentos, hizo imposible la tarea de ayudarle. Caí al suelo, derribado por un manotazo, y al alzar la vista vi como la hiedra había alcanzado ya sus hombros y comenzaba a extenderse por su cuello y torso a gran velocidad.

Tallos cada vez más gruesos, surgidos de la maraña, afianzaban el trabajo que las pequeñas yemas habían comenzado. Gekko luchaba entre jadeos asmáticos por liberarse, mientras las hiedras comenzaban a sondear en el interior de sus oídos y fosas nasales, atravesando su cráneo y causándole indescriptibles espasmos nerviosos. Su lengua, manejada por los nuevos inquilinos de su cráneo, creció como una serpiente fuera de su boca mientras gritaba.

—Aaaaaaayudaaaaaa.

Yo me debatía en un miedo horrible. Quería ayudar a mi compañero, pero no sabía cómo, y además estaba aterrorizado. Vi cómo una de aquellas tímidas yemas trepaba por la suela de mi bota. Otras habían comenzado a enrollárseme en la manga del pantalón. Las aparté histéricamente y salí arrastrándome a cuatro patas. Me alejé unos cuatro metros, hasta una zona de roca limpia. Para entonces Gekko era un bulto inmóvil y silencioso. La hiedra lo cubría completamente, entrando y saliendo por todos los orificios de su cuerpo. El silencio se llenó de sonidos burbujeantes y olores nauseabundos. Comprendí que aquella maldad se dedicaba a dragar sus entrañas, beber sus fluidos y devorarlo lentamente. Tuve que vomitar.

Pero la enredadera no se paró en Gekko. Proseguía su lento e inexorable avance en todas direcciones, incluyendo la mía. La alfombra que cubría la roca comenzó a extenderse a oleadas, de igual forma que otra sección que había yacido quieta a varios metros de allí también se activó y comenzó a deslizarse sobre la roca. Era como si toda la isla hubiese despertado de pronto.

Creo que hubiera muerto de no ser por Jens. Estaba tan aturdido por aquella visión que me limitaba a retroceder a pequeños pasos, estúpidamente, sin darme cuenta que aquel monstruo había comenzado a rodearme. Pero como digo, en aquel preciso instante apareció Jens, corriendo como un loco a unos doscientos metros de allí, con el fusil en la mano. Al verme disparó al aire para llamar mi atención. Eso fue lo que me despertó.

—¡Al bote! —gritó aterrado—. ¡Al bote!

Eché a correr hacia el amarradero, saltando para evitar la hiedra en un par de ocasiones, y llegué allí casi volando. Jens había soltado los cabos y me esperaba con los dos remos en la mano. Salté sobre el bote, cogí uno de ellos y comencé a bogar con una fuerza desesperada.

La isla entera parecía agitarse como un nido de culebras azuzado con vinagre. En la montaña, lo que antes había sido una vegetación estática se había convertido ahora en un aluvión de raíces, hojas y tallos, que como lenguas hambrientas comenzaban a invadir cada centímetro de la pared. A los pies del monolito, emergiendo por los bordes del cañón que Jens y Donovan habían marchado a explorar, se elevaban unos descomunales tentáculos vibrando enloquecidamente.

No sé cómo no nos partimos los brazos en aquella remada. El bote literalmente volaba sobre el agua. Solo queríamos alejarnos de aquella locura. A los dos minutos habíamos cubierto la distancia de media milla. A los cinco la isla comenzaba a desaparecer tras la niebla.

Jens me preguntó por Gekko y yo solo acerté a negar con la cabeza. Me informó, con muy pocas palabras, de que jamás volveríamos a ver a Donovan. Entonces se puso en pie y disparó un par de salvas con el fusil. Y como respuesta escuchamos la campana del Fiorod a través de la niebla. Y nos apresuramos a remar hacia allí.


Lo siguiente que recuerdo es una gran confusión. Llegamos al Fiorod y los hombres nos ayudaron a subir a bordo. Estábamos tan aturdidos que no fuimos capaz de responder a las preguntas. Recuerdo que alguien me agitó por los hombros, preguntándome qué demonios ocurría, dónde estaban Gekko y Donovan. Y yo, incapaz de responder, me eché a llorar.

Lisandro me cubrió con una manta y me invitó a sentarme para recobrar el sentido. Mientras tanto, Jens se había sobrepuesto ligeramente. Su voz, de normal tan segura, estaba sacudida por el miedo y el asombro. Bebió el contenido de una petaca y se fumó un cigarrillo antes de tratar de hilar su narración.

Dedicó un par de frases a describir la isla. Su limitado lenguaje fue más que suficiente para hacerlo: «Ni árboles, ni hierba, ni arena. Todo era una maldita roca negra, con aquella montaña en medio, como una gigantesca honda clavada en su centro».

Al parecer, Donovan y él habían recorrido unos cinco kilómetros entre rocas y suelo yermo cuando se toparon con la apertura de un gran cañón —ese que yo había visto a través de mi catalejo— y decidieron acercarse a investigarlo.

El cañón debía tener, según los cálculos de Jens, una profundidad aproximada de 30 o 40 metros, y en el fondo de él se abría una tupida jungla formada de enredaderas «enormes, gruesas como nunca habíamos visto en nuestras vidas. Algunos tallos alcanzaban el calibre de una secuoya» aseguró.

«Donovan quiso bajar en busca de agua dulce» prosiguió Jens. «Era lógico pensar que, en el fondo de un cañón, rodeado por aquella jungla, deberíamos encontrar agua dulce, pero algo me decía que aquella roca no seguía las leyes de la naturaleza. En todo caso, hice caso al viejo y tomamos un pequeño sendero hacia abajo. A medida que bajábamos empezamos a ver unas grandes líneas grabadas en las paredes del cañón. Al principio las confundimos con grietas, pero al echarles un vistazo comprendimos que aquello debía estar hecho a propósito por alguien… Pero ¿por quién? Como medida de precaución preparamos los fusiles y comenzamos a avanzar en silencio».

Siguieron apareciendo más líneas. Algunas de ellas se juntaban y formaban dibujos extraños, sin sentido; demasiado grandes para querer expresar nada. El irlandés dijo que aquello se parecía a los jeroglíficos de las pirámides. Ya conocíais al viejo Donovan; se pirraba por las leyendas y los misterios. Estaba tan embobado mirando aquello que tropezó un par de veces. Pero yo no quitaba el ojo del suelo ni de aquella maraña. Algo me decía que estábamos siendo observados por unos ojos invisibles. Llegamos al fondo del cañón. Éramos como dos conejos allí, en medio un zarzal gigante. Yo jamás había visto una planta de tales dimensiones. Y pensé: “A tal planta, tales fieras”. Y le dije a Donovan que aquello comenzaba a parecerme una mala idea. Pero el maldito irlandés estaba ya fuera de sí. Había encontrado más líneas en el suelo, formando rectas, triángulos y otras cosas sin sentido. Decía que aquel descubrimiento podría hacernos ricos, que según la ley de colonias aquella isla nos pertenecía por derecho, por haberla pisado primero. Habría que encontrar a los nativos, comprarles el terreno a cambio de algo. O si no, quitarlos del medio. En cualquier caso, Donovan estaba seguro de que ningún occidental había estado allí antes que nosotros, lo cual no era difícil de creer: de haber sido descubierto con anterioridad, un lugar como aquel se hubiera hecho tan famoso como Machu Pichu o las pirámides de Egipto.

Avanzamos hacia el centro del cañón, sorteando aquella maraña. De vez en cuando encontrábamos unas rocas cuadradas de dos o tres metros de altura. Las líneas que veíamos avanzar como canales por el suelo iban a terminar allí. Parecía que todo aquello tendría algún sentido, pero que el diablo me lleve si yo entendía nada. Donovan en cambio soltaba teorías y más teorías. La cabeza se le había llenado de sueños y seguía tropezándose con las raíces mientras andaba.

En una de esas le mandé callar. Le dije que cerrara el maldito pico porque me había parecido oír algo a nuestras espaldas. El viejo siguió caminando en silencio, y yo me planté allí mismo. Le llamé para que volviera, pero no hizo caso. Al diablo, pensé: tendrá lo que se merece por loco. Pero yo no estaba dispuesto a dejar que nada me saltase en la espalda. Me agaché, cargué el fusil en el hombro y comencé a rastrear a mi alrededor. El sonido se aproximaba y no por una, sino por todas partes. Era un susurro como de serpientes, algo que se arrastraba hacia nosotros a través de la jungla, sin ademán de ocultarse. Podía escuchar el movimiento de ramas y hojas a mi alrededor, cada vez más cerca, y me puse tan nervioso que descerrajé cuatro tiros a la nada.

Entonces, con el cañón aún humeante, oí gritar a Donovan. Corrí hacia él, a través de un estrecho túnel de troncos y hojas, y lo encontré junto a uno de esos monolitos de piedra negra, completamente cubierto por una manta de hiedra.

«¿Qué demonios haces?» le dije, porque pensaba que todo aquello debía tratarse de una broma. Pero Donovan no tenía el aspecto de alguien que bromeaba. Su rostro era el perfecto retrato del terror. Trató de decirme algo, pero fue incapaz de hacer sonar su garganta. Y enseguida comprendí: aquella cosa lo estaba matando lentamente, como una boa a un ratón. Se le metía por las orejas, la nariz, la boca, pero aún le dejaba respirar para gemir como un maldito deshecho.

El suelo estaba lleno de ramas que serpenteaban en busca de otra presa. Yo aparté varias de una patada. Entonces me di cuenta de que el ruido que había escuchado a través de la selva no provenía de ningún hombre o animal: «¡Era la propia selva lo que nos atacaba!».

Lo que Jens relató a continuación fue casi idéntico a lo ocurrido a Gekko junto a lo roca. La hiedra invadió a Donovan por todos sus orificios y lo atravesó, sacándole los ojos como dos tapones de una botella de champagne. Jens confesó que no pudo resistir los gritos de dolor del irlandés.

«Tratar de salvarle hubiera sido un suicidio. Lo juro por mi honor. Le descerrajé tres tiros y dejé a su alma descansar. Después eché a correr para salvar la mía». En su desesperada carrera, Jens estuvo a punto de terminar atrapado en varias ocasiones. «Todo estaba vivo» recordó con la mirada perdida aún en ese horror. «Había troncos elevándose como la trompa de un elefante, redes de hiedra que caían como trampas, tallos tan ágiles como una mamba danzando en el suelo en busca de mis pies. No paré de saltar y arrancarme cosas del cuerpo en todo el tiempo, hasta que alcancé la bendita pared de roca y la subí tan rápido que el corazón todavía me duele en el pecho». Jens terminó su relato y tomó otro trago de la petaca antes de derrumbarse sobre un montón de cuerdas. En medio de un atónito silencio, los hombres del Fiorod se miraban los unos a los otros, encogiéndose de hombros, con las miradas llenas de miedo e incertidumbre. Wenkel, flanqueado por Bastian y otros hombres, se acercó a mí y me pidió que ratificara o desmintiera lo que Jens acababa de contar y que, de paso, explicase lo ocurrido con Gekko. Hice lo que me pedía, palabra por palabra conté mi versión de la historia, y al terminar el silencio en cubierta era aún mayor.

Comenzaron a sucederse reacciones diversas entre la tripulación. Algunos hombres recordaron haber visto flores de la jungla comerse abejas, incluso langostas, pero jamás había oído hablar de algo que devorase hombres. Aunque podía tratarse de algún fenómeno natural desconocido. Si se habían encontrado Kraskens viviendo en las profundidades del océano, ¿por qué no podrían existir formas naturales igual de absurdas?

Noté que un grupo de hombres se alejaba y comenzaba a hablar en voz baja, mirándonos con un gesto que delataba suspicacia. Jens les increpó, les gritó que hablasen claro y en alto. Uno de ellos, Schmuller, el de los ojos de pez, se acercó y dijo que nuestra historia sonaba a una gran mentira. No sabían lo que había pasado con Gekko o Donovan, pero tenían muy claro que ninguna planta se los había comido.

—¡Bueno —les respondió Jens—, tomad una barca y comprobadlo por vosotros mismos!

—Quizá lo hagamos —replicó Schmuller.

—Nadie se moverá de aquí —zanjó Wenkel—. Ya hemos perdido tres hombres y es más que suficiente.

Schmuller protestó. Dijo que dos hombres habían desaparecido y que la única explicación para ello era una historia de «fantasía».

—¡Id! ¡Id y probad un poco de fantasía! —dijo Jens desde su montón de cuerdas—, será lo último que hagáis, idiotas.

Schmuller dijo algo entre dientes. Me pareció que insinuaba que «estarían más seguros en la isla que en el barco, visto coómo habían desaparecido Gekko y Donovan». Lo cierto es que se merecía una paliza por aquello, y Jens ya se había levantado a dársela cuando, de pronto, sonó un gran estruendo y el suelo se movió bajo nuestros pies.

Era el motor. Explotaba, pero esta vez lo hacía de una manera distinta. Soltó un gran rugido, después otro y, finalmente, arrancó. ¡Arrancó! Ni siquiera Wenkel, que solía ser dueño de sus emociones, pudo reprimir un grito de euforia al oír aquello. Las ansias de pelea se diluyeron de inmediato y, esta vez, los hombres se abrazaron e incluso besaron.

—¡Suena alto y fuerte, como un corazón sano! —gritó Wenkel—. Izad el bote y levad el ancla. ¡Nos vamos de este maldito lugar!

Corrimos a cumplir sus órdenes y por el camino nos encontramos a nuestros amigos «los tiznados» que regresaban victoriosos de la sala de máquinas. Los abrazamos y les llovieron litros de ron y cigarros como recompensa. Wenkel gritó desde el puesto de mando que recogiéramos el ancla, que ya habría tiempo para celebraciones.

Llegamos hasta los molinetes de proa y nos lanzamos sobre las manivelas, pero estas nos recibieron duras como el hielo. Nos colocamos dos hombres por cada manivela, y aun así costaba un verdadero esfuerzo dar una vuelta completa al eje. Bastian le gritó al capitán que estábamos atrapados en «algo» y que debíamos «arar» para liberar la ancora. El capitán estuvo de acuerdo y dio orden de arrancar. Prontos sentimos el delicioso ronroneo del motor bajo nuestros pies.

El barco se movía en reversa, tratando de liberar el ancla de aquello a lo que la enquistaba en las profundidades, pero no ejercía suficiente fuerza y podía más que el Fiorod. Las cadenas se tensaron y los molinetes comenzaron a crujir. Bastian alzó los brazos pidiendo al capitán que frenara, o de lo contrario corríamos el riesgo de arrancar la maquinaría del suelo.

El motor dejó de tirar y las cadenas se relajaron. Los soportes del molinete habían estado a punto de arrancar el suelo de cubierta. Bastian se acercó a comprobar que todo estuviese correcto y entonces, alarmado, dijo que «había algo pegado en la cadena». Corrimos a donde él estaba y miramos más allá de la borda. Una tremenda capa de hiedra colgaba de la cadena como una telaraña. Al acto sentí helarse toda la sangre de mi cuerpo.

—Son algas —dijo alguien.

—No lo son —respondí yo.

Para quien ya había presenciado el movimiento de aquella monstruosa vegetación no fue difícil distinguir un lento pero imparable avance en sus brillantes y negros nódulos, culebreando de eslabón en eslabón, en dirección al barco.

—¡Suben hacia nosotros! —grité aterrorizado—. ¡Apartaos! ¡Que no os alcancen!

Me eché hacia atrás y Bastian conmigo. A los otros dos les pudo la curiosidad (o la estupidez) y permanecieron en la borda mirando embobados aquella trepadora, que a cada segundo se extendía solo unos pocos milímetros, pero de forma imparable. Lo suficiente para engañar al ojo de un incrédulo.

Pronto había entrado por el imbornal y se arracimaba bajo sus pies.

—¡Dios mío! —gritó uno—. Ayudadme a quitármela.

La hiedra se movía muchísimo más rápido ahora que cuando la había visto en la isla. En pocos segundos le había alcanzado la cintura y unos gruesos tallos se arremolinaban como cadenas en sus tobillos. Bastian se lanzó a ayudarle, pero yo le cogí de la camisa y tiré de él.

—¡Te atrapará también!

Él se zafó de mí y se giró con los ojos henchidos de sangre, tanto que creía que iba a golpearme por haberme atrevido a sujetarle.

—¡Corre y avisa al capitán! —me dijo.

Salí como alma que lleva diablo hacia la popa, dando la alarma allí por donde pasaba. Los hombres, que hasta entonces habían estado relajados, fumando y bebiendo en los contenedores, me miraban como si hubiese perdido la chaveta.

Subí al puesto de mando y entré en la cabina. Allí encontré a Wenkel dando órdenes a través del comunicador.

—¡Ahora no! —gritó cuando traté de hablarle.

—¡Capitán, es importante! —exclamé—. ¡Nos abordan! ¡Las plantas que mataron a Donovan y a Gekko están aquí!

Wenkel dejó de hablar por el comunicador y me miró en silencio. Vi como una gota de sudor le recorría la frente.

En el comunicador gritaba una voz:

—¡Debe haber algo adherido al aspa! Se lo repito: no hay manera de moverlo sin que reviente.

El rostro de Wenkel reflejaba tensión, no miedo. La tensión de un hombre en cuyas espaldas descansaba la vida de diez hombres y su barco. Se acercó el comunicador a los labios y ordenó que le dieran toda la potencia del motor.

—¡Haga lo que le digo! —gritó ante las protestas del otro lado.

Después se giró hacia mí y ordenó que cogiera el timón y lo sujetase firme. Y que no me moviese de allí.

En los siguientes minutos asistí, desde aquella cabina de mando, a la preparación de una terrible batalla. Para cuando Wenkel llegó a los contenedores, la hiedra debía haber devorado al marinero ya que vi a Bastian y al otro subir a lo alto de los contenedores, con la pura expresión de horror en el rostro. Explicaron algo nerviosamente a Wenkel, mientras miraban hacia la proa.

Wenkel dio órdenes a Lisandro, Jens y a otros hombres que había por allí. Les vi correr hacia el castillo de popa y regresar, minutos más tarde, cargados de machetes, arpones y cuchillos que distribuyeron entre los demás. Entre tanto, otros hombres habían empujado varios contenedores formando una especie de barricada que cortaba la cubierta por su tercio delantero.

Las voces se sucedían en el comunicador. Repetían que las válvulas se estaban sobrecalentando por la presión y que el motor volvería a estallar. Era cierto que podía oírse el motor Diesel revolucionándose como una sirena y un temblor comenzó a transmitirse desde el eje hasta la punta del timón.

—¡Dé la orden de parar, por amor de Dios! —gritaban desde máquinas.

Quizá tuve que haberme decidido a tomar el comunicador y ordenarles parar, aunque no fuera más que el último mono en aquel barco. Si el motor no hubiera estallado causando aquel incendio, quizás hubiéramos tenido alguna oportunidad de salvarnos. Pero no lo hice… Y lo último que escuché a través de aquel comunicador fue un aterrorizado «¡Salid de aquí! ¡Huid!» seguido por una terrible explosión.

La cabina de mando se llenó de humo negro y me vi obligado a soltar el timón y salir a gatas de allí. La escalera estaba deformada por la deflagración y debajo de ella las escotillas escupían fuego. Vi a un hombre envuelto en llamas saliendo entre gritos. Se lanzó por encima de la borda, al mar, y cayó como una antorcha hasta apagarse. Pero no volví a oírle.

—¡Hombre al agua! —grité entre toses—. ¡Hombre al agua!

Cogí un hacha que yacía sobre el timón y rompí el cristal delantero. Algunos hombres, tumbados de espaldas a los contenedores, miraban el fuego incapaces de reaccionar. Les grité pidiendo ayuda, pero ellos estaban en pánico.

Mientras tanto, encima de la barricada, vi al resto de la tripulación luchando por contener el avance de aquella hiedra. Los hombres se empleaban a fondo con sus machetes. Vi a Wenkel descargar su hacha sobre un tallo de grosor de una tubería de desagüe. Al hacerlo, la planta chorreó una savia negra y retrocedió como si del tentáculo de un pulpo se tratase. Fue la primera vez, desde que había visto esta maldita enredadera, en la que parecíamos ganarle algo de terreno. ¡Parecía que Wenkel había encontrado la manera de hacerlo! Pero entonces, a través de unos imbornales, aparecieron unos tallos de tamaño medio y dotados de unas hojas con forma de sierra. No los habíamos visto hasta entonces. Eran rápidos como serpientes y los vimos arrastrarse por el suelo a toda velocidad, por debajo de las piernas de Wenkel. Lo que hicieron con él preferiría poder olvidarlo. Su cuerpo, ensartado en uno de aquellos brazos, se elevó más de cuatro metros sobre nosotros, como una marioneta terrorífica, entre chorros de sangre y alaridos horrendos. Después su cuerpo se estrelló en cubierta, como un saco de huesos desechos, y la turba de pequeñas raíces y hojas lo cubrió dispuesta a dar cuenta de él.

Varios hombres corrieron al bote de estribor y comenzaron a arriarlo. Bastian y Jens corrieron hacia allí con el objeto de frenarlos, ya que ese era el único bote que nos quedaba (el otro era el que Jens y yo habíamos devuelto y que nunca había sido izado). Pero antes de que los cobardes se largaran, dos largos tentáculos aserrados aparecieron en la escena y realizaron otra escabechina con uno de ellos. El resto trató de lanzarse al mar entre gritos desconsolados, pero sin éxito pues la hiedra fue más rápida. Sus cuerpos, como temblorosos insectos atrapados en la tela de una araña, quedaron suspendidos en el aire envueltos en la hiedra.

También Jens encontró el final allí. En un intento por salvar a uno de los de cobardes, se vio enredado en la trepadora, que lo atrapó firmemente por las piernas y comenzó a arrastrarlo. Aunque él resolvió su destino a su manera. Y como nunca había llegado a desprenderse de su fusil, se adelantó a la planta y se reventó la cabeza de un disparo.

Bastian debió perder la razón más o menos entonces. Tomó su hacha y se lanzó a lo alto de los contenedores, gritando. Lo último que recuerdo es verle saltar sobre un cúmulo de raíces danzantes, con su machete en alto, dispuesto a repartir tanta muerte como pudiera antes de que aquella planta lo devorase a él también.

Para ese entonces, el incendio se había extendido hacia la proa con voracidad. Me rodeaban unas llamas gigantescas. Además, la explosión debía haber abierto una vía de agua y el barco comenzaba a escorarse lentamente, en su última agonía.

El humo comenzó a asfixiarme, pero no podía bajar de la cabina a menos que quisiera abrasarme. Y saltar al océano no era una opción después de ver lo que nos atacaba. Terminé de romper el cristal con el hacha y trepé por el exterior, hasta encaramarme en el techo de la cabina. Desde allí pude ver a Lisandro, golpeando con su machete entre el humo. Le grité con todas mis fuerzas y Dios quiso que mi amigo me oyera. Se giró y aún recuerdo cómo una sonrisa se le iluminó en el rostro al verme.

Nos separaba una pared de fuego insalvable. Aun así, le grité.

—¡Intenta subir!

Pero él negó con la cabeza tal posibilidad. En cambio, me gritó algo.

—¡El bote de popa! ¡El bote de popa!

Enseguida entendí que se refería al tercer bote que había en el barco, y que yo había olvidado. El que estaba situado en la popa. Corrí por encima del tejado, que a esas alturas parecía una gigantesca chimenea, y vi el bote, sano y salvo, en una zona donde ni el fuego ni la hiedra habían llegado. Podría utilizarlo para salvarme. Tan solo debía llegar hasta allí.

Regresé entre el humo al otro lado del tejado. Ya apenas podía ver nada. Grité el nombre de Lisandro, lo grité al menos diez veces, pero mi amigo no respondió. Había utilizado sus últimas fuerzas en proporcionarme la forma de salir de allí. Entre lágrimas decidí no desaprovecharla.

La hiedra avanzaba libremente hacia la proa, enredándose en todos los obstáculos de cubierta, barandillas, tragaderas… No obstante, parecía reaccionar al fuego como cualquier otro ser vivo, retrayéndose ante el calor, ya inaguantable, que desprendía el incendio. Y eso era una ventaja para mí. Al menos sabía que la hiedra no acabaría conmigo. Pero el fuego lo haría con igual determinación y debía escapar de allí.

El Fiorod comenzaba su recta final hacia el fondo del océano. La inclinación se aceleraba y el barco comenzó a gemir en sus últimos estertores. Me acerqué al borde del tejado. A mis pies se elevaba un fuego voraz, imposible de sortear. Caer allí era como caer en una sartén hirviendo. Entonces me fijé en una jarcia de acero que descendía desde el tejado de la cabina hasta la misma grúa del bote. Era mi única posibilidad. Me saqué el cinturón, rodeé la jarcia y lo enrollé fuertemente entre mis puños. Después di un salto y me dejé caer en el aire.

Suponía que iba a bajar directo hacia el bote, pero el cuero no deslizó por el acero como yo había previsto. Me quedé suspendido sobre las brasas, como en una barbacoa y mis botas comenzaron a coger llama. Reaccioné agitándome con fuerza y este resultó ser el truco para hacer resbalar el cinturón uno o dos metros. Casi me caigo del susto, pero contuve el cinturón entre las manos y volví a balancearme. Otro metro. Y así, en tres o cuatro golpes, me vi aterrizando sobre el bote de salvamento.

El casco se inclinaba ya peligrosamente; pronto aquel lugar ejercería una succión que podría llevarme al fondo junto con el Fiorod. Había raíces flotando por allí, pero parecían muertas, despedazadas, supuse que por efecto del último esfuerzo de las aspas, el que llevó al motor a explotar definitivamente. Solté el seguro de las poleas y caí estrepitosamente sobre el mar. Después cogí los remos y, sin saber muy bien a dónde dirigirme, opté por alejarme del Fiorod siguiendo la línea de popa. En diez remadas me había distanciado lo suficiente.

El Fiorod se iba a pique y se llevaba aquel engendro con él. Oí el tremendo bufido del fuego al entrar en el agua, y los cruentos sonidos metálicos de la estructura comprimiéndose por la presión. El casco y la cubierta estaban completamente invadidos por aquella capa de hiedra negra, que se hundía también arrastrada por el barco.

La proa del barco alcanzó el último grado de inclinación y se sumergió para siempre en las aguas, en medio de una corona de espuma efervescente y humo. Entonces, a través de la niebla, procedente de la isla, escuché un terrible aullido, como de mil gargantas enloquecidas. Y después todo volvió a quedarse en un terrible silencio.

Remé. Remé. Remé. Y en algún momento debí caerme dormido.

Al día siguiente me despertó algo que no creía que volvería a ver jamás: un radiante sol y un cielo azul. De alguna manera había conseguido escapar de la niebla, de la isla, de aquella monstruosa planta. Grité de alegría, bailé hasta casi caerme al mar. Entonces no me daba cuenta de que ahora, bajo aquel sol férreo y rodeado de un mar interminable, me enfrentaba a otro destino quizá igual de mortal.

Al cabo de una semana dejé de remar, sin fuerzas. Traté de pescar, pero sin suerte. Parece que los peces se alejan de mí como si llevara la peste encima. Pero el principal problema es el agua. Encontré una cantimplora a bordo y la racioné cuanto pude, dando solo un par de sorbos al día. Hoy solo me quedan unas pocas gotas al fondo. Y el océano sigue siendo igual de inmenso y solitario.

Y con esto llego al final de mi historia. He tardado doce semanas en tallar estas líneas, con la ayuda de un pequeño y afilado cristal que tallé afanosamente en forma de punzón. Mis manos están cubiertas de heridas y callos terribles, mis ojos enceguecidos, mis labios secos, pero he llegado al final y he cumplido la promesa que les hice, en silencio, aquel día cuando remaba alejándome del Fiorod.

Ya apenas tengo fuerzas para escribir más. Lanzaré el cristal por la borda y me tumbaré bajo la carpa. El agua se acabará pronto. Supongo que en unos días habré muerto.

Ahora, cuando cierro los ojos, sueño que vuelvo a las atestadas calles de Hamburgo, que recorro con mi amigo Lisandro. Sueño que comemos pasteles del barrio portugués y visitamos a mi padre en su pequeña relojería. Y sueño con que le abrazo y nunca me vuelvo a separar de él.

Que el Señor impida a ningún otro hombre pisar jamás esa isla endemoniada y guarde nuestras costas de esa plaga asesina, invencible, cuya raíz, cada vez lo tengo más claro, debe encontrarse en el mismísimo infierno.

Dios bendiga nuestras almas.

Amén.


—¡Despierte, Doctor! —dijo la voz de Kate—. ¡Despierte!

Abrí los ojos y vi las paredes del bote, rodeándome. Estaba hecho un ovillo, en el fondo de la lancha de salvamento. Era de día. Pensé que seguía a la deriva… En el océano. Pero eso había sido un sueño.

—Me quedé dormido —dije—. ¿Qué hora es?

—Más de las diez —dijo Kate—. Llevo buscándole una hora. ¿Qué demonios hace aquí metido? ¿Qué es este bote? La mujer de Nolan está de parto. El niño se le ha adelantado tres semanas. ¡Tiene usted que darse prisa!

—¿Nolan? —pregunté embobado. Todavía no sabía muy bien dónde estaba—. Pero ¿qué día es hoy?

Kate me ayudó a recostarme.

—Dios santo, doctor. ¿Está usted bien? Es martes.

Miré a mi alrededor. El cobertizo. Las viejas maletas, los trozos de turba, las herramientas de jardinería. ¿Era posible? La pesadilla había sido tan real que aún sufría la angustia de verme flotando a solas, en la inmensidad del océano.

Salí del bote con la ayuda de Kate y comencé a hacerme cargo de la realidad.

—¿Está mi maletín preparado?

Ella asintió.

—Entonces vaya a buscar un caballo. Y prepárese usted también; vendrá a ayudarme.

Kate salió corriendo hacia la casa y me quedé a solas junto a la barca. Allí, bajo la carpa de popa vi los pliegos de papel repletos de letras, y el diccionario de alemán abierto por la mitad, rodeado de ocho velas consumidas hasta el fondo, cuya cera se derramaba por todos sitios formando estalactitas blancas por la madera.

Recogí los papeles y los miré como si formasen parte de un lejano recuerdo. Diez pliegos en total, rellenos de unas palabras que no recordaba haber escrito. ¿Cómo había ocurrido todo? Debí sumergirme tanto en esta historia que las palabras corrieron de mis ojos al papel, casi instantáneamente, como en un trance. Apenas recordaba haber escrito más que la primera o segunda página. Después… Todo se aparecía en mi mente como un sueño.

—¡El caballo está listo, doctor! —gritó Kate.

Menos mal que ahí estaba Kate para hacerme descender al mundo real. Entré en la casa, guardé aquellos misteriosos pliegos en una carpeta en mi consulta, y salí a la calle principal, donde Kate y uno de los hijos de los Nolan esperaban con un gesto de incomprensión en la cara.

Cabalgamos a toda prisa a la pequeña granja de la familia Nolan, a más de una milla del pueblo. Encontré a la madre sudorosa en la cama, a punto de caramelo. El nuevo Nolan venía con ganas de ver el mundo. Kate se hizo cargo de las toallas calientes y de la cabecera de la cama. No había nadie como ella para gritar a una madre que empujara. Parecía que la que paría era ella.

El nuevo miembro de la familia no se hizo esperar. Desde el fondo de mi alma le agradecí la presteza: aquella mañana me sentía agotado, como si mi cuerpo hubiera sufrido una tremenda paliza. Una vez que el niño, limpio y ruidoso, estuvo en los brazos de su madre, solo deseaba cobrar mis humildes honorarios y marchar de allí. Pero Keith, el cabeza de familia, insistió en invitarme a almorzar. Alguna de sus siete hijas había preparado un Steen con ocasión de la venida del niño y rechazar tal oferta hubiera sido un gesto de malísima educación (teniendo en cuenta que quizá fuera la única vez en el año que pudieran comer carne). Así que, sacando fuerzas de flaqueza, me quedé a almorzar.

Debían ser cerca de las dos de la tarde cuando salí de allí, relleno de carne estofada, cerveza negra y queso. Kate se había marchado media hora antes y cabalgaba solo, bajo la tenue luz de la tarde, por el camino de Rocard Hill. Mi mente, libre ya de preocupaciones, cayó como una pluma en unos pensamientos que llevaban horas esperando ser atendidos.

Recordé la historia del Fiorod. El testimonio del joven grumete huido de su familia. La avería en alta mar, la tormenta. De alguna manera mi mente había formado precisas imágenes de todos estos recuerdos. La cubierta del barco, repleta de cofres y contenedores, recibiendo el embiste de unas gigantescas olas. El silbido del viento. El traqueteo del motor bajo mis pies. Era todo tan real como el lloro de aquel niño que acababa de traer al mundo.

Llegué a lo alto de Santry Hill, desde donde se contemplaba un ardiente atardecer. El sol se ocultaba entre los velos de una bruma lejana, y caía lentamente detrás del horizonte. Observé el mar, muriendo sobre las rocas del acantilado.

Mi cabeza daba vuelta a esa historia. La niebla, la extraña isla hallada en medio de la nada… y aquella monstruosa vegetación que terminó devorando a los hombres del Fiorod. ¿Era la historia de un loco, de un hombre que había perdido la razón por culpa de la sed?

En ese preciso instante vino a mí una ráfaga de brisa, preñada del olor a salitre del mar. Y ahí fue cuando se me ocurrió la terrible idea que viene a dar el desenlace a esta historia.

Mi rocín se giró hacia un lado, después hacia otro, tratando de predecir el rumbo en base a los movimientos de mi cintura. Pero yo no sabía con certeza a dónde ir y noté al caballo alterarse bajo mi montura. ¿Qué demonios estaba haciendo el joven doctor Baterston? ¿Acaso tiraba hacia Dowan, hacia su consulta, para volver a leer esos pliegos que no recordaba haber escrito, o acaso quería ir a la mansión de Sandyford a comprobar un horrible temor que acababa de germinar en su mente?

Finalmente tiré de las riendas y cabalgué a toda prisa por el camino del acantilado. Casi en la última luz del día, por un estrecho camino al borde de un acantilado mortal… Debía estar loco.

Llegué a la mansión de Sandyford bajo la luz de una media luna. La encontré quieta y silenciosa. Algunas ventanas tenían luz y las chimeneas exhalaban columnas de hollín. Distinguí las camisas blancas de un par de mozos trabajando en los establos. Todo parecía normal y eso calmó mis nervios, refrescó mi mente. Casi me estaba arrepintiendo de haber ido hasta allí y estaba a punto de girarme cuando vi la puerta principal abrirse y la figura del mayordomo aparecer desde el hall.

—¿Doctor Baterston? —preguntó—. ¿Es usted?

—Sí… Sí… —respondí titubeante—, quería hablar con el señor Coverdale, si no es demasiado tarde.

Su rostro, iluminado por una pequeña lámpara de aceite, se transformó en un gesto de sorpresa y preocupación. Llamó a John, que vino corriendo desde los establos, y le ordenó que se hiciera cargo del caballo. Después me invitó a pasar a la biblioteca y me pidió que esperara un instante.

Coverdale no se hizo esperar. Pero, a la contra que su mayordomo, no parecía sorprenderse de mi visita. Vino hasta mí con una sonrisa dibujada en los labios.

—El bote ¿verdad?, ¿ha conseguido traducir algo?

—Todo —respondí estático.

Coverdale me observó en silencio durante unos segundos.

—Está usted pálido, doctor. Vamos, subamos a mi estudio y tomemos una copa. Debe usted contármelo todo.

—Lo haré, sin duda. Pero antes respóndame a una pregunta: ¿Qué hicieron con el cadáver y las algas que sacamos del bote? ¿Lo quemaron?

—No —dijo Coverdale—. Por supuesto que no. Acordamos enterrarlo todo y eso es lo que hice. Los restos de ese náufrago descansan en el viejo cementerio desde ayer mismo.

—¿Dónde está el viejo cementerio?

—Detrás de la casa, junto a los establos. Pero ¿en qué está pensando…?

—¡Lléveme allí! —exclamé—. ¡De inmediato!

Coverdale llamó a su mayordomo. Asustado, le ordenó que encendiera dos lámparas de aceite y nos acompañara. Yo le sugerí que llamasen también a un mozo «y que viniera armado con una pala». Así lo hizo.

Salimos todos al exterior, una nueva tormenta se acercaba desde el noroeste y un viento frío batía los árboles que rodeaban Sandyrock. Un mar encrespado batía las rocas al pie del acantilado. Bordeándolo, por un estrecho camino, nos dirigimos al viejo cementerio. Estaba elevado en un pequeño montículo del que brotaban antiquísimas lápidas de cruzado celta, junto a las ruinas de una antigua ermita.

Íbamos Coverdale, yo, su mayordomo y el joven Mulvaney con una pala al hombro.

—John —le dijo Coverdale—, llévanos a donde enterrasteis al náufrago.

El pequeño y enjuto John Mulvaney nos señaló las ruinas de un viejo muro de piedra y hacia allí caminamos todos. Cuando llegamos, la luz de la luna y la de nuestras lámparas se unieron para iluminar un túmulo de tierra batida que debía ser la tumba del náufrago. Sobre esta tierra había comenzado a brotar una enredadera.

—No se acerquen —les ordené—. John, la pala.

Mulvaney me pasó la pala y con ella en ristre me acerqué con cuidado, muy despacio, al túmulo. Observé que la hiedra era todavía muy joven, pero que ya había comenzado a trepar tímidamente por las primeras piedras del muro. Su tallo era purpúreo o negro, recio y brillante. Hojas triangulares, divididas en gajos puntiagudos y dentados, de unas cuantas pulgadas de largura. Adelanté el extremo de la pala y lo coloqué sobre una de las piedras. Vi como la hiedra reaccionaba, igual que lo haría una recua de gusanos, ante aquel elemento invasor. Primero se apartó, y después, lentamente comenzó a serpentear sobre su metálica superficie.

Aparté la pala rápidamente.

—Traigan más palas, aceite y madera —grité sin dejar de mirar la hiedra—. ¡Hay que quemarlo todo!


Coverdale, yo y tres cansados mozos aún hacíamos guardia alrededor de las brasas cuando las primeras luces del alba despuntaron tras las colinas. Yo estaba medio dormido sobre el mango de mi pala cuando Coverdale me despertó de un codazo. Vi acercarse a su mayordomo portando una bandeja con té, pan y mantequilla.

Desayunamos mirando la tumba del náufrago, ahora convertida en un negro y humeante agujero. Los rastros de hiedra, carbonizados, se retorcían por todas partes, pero no parecía haberse extendido, como había sido mi temor.

Habíamos llegado a tiempo. Justo a tiempo de pararla.

Días después, charlando con Coverdale, le expuse mis teorías acerca de aquella extraña vegetación y de la isla perdida en el Caribe. Decidimos escribir un informe de los hechos que remitimos al departamento de biología del Trinity College de Dublín, incluyendo las transcripciones de las tallas encontradas en el bote. Un par de meses más tarde recibimos una amable contestación pidiéndonos «muestras de tan extraordinaria criatura», a lo que solo pudimos responder con un embarazoso silencio. Supongo que debieron tomarnos por locos. Y la fama excéntrica de Coverdale no debió resultar de gran ayuda.

Remitimos también una misiva a la comandancia naval de Belfast, que nos confirmó la desaparición de un buque mercante llamado Fiorod, en las fechas en las que se desarrollaba el relato. Ninguno de sus once tripulantes fue encontrado jamás, así como ningún resto del barco. A través de su armador pudimos localizar a los padres del joven grumete Fritz Christobal Geller, un matrimonio ya entrado en años que regentaba una tienda de relojes en Hamburgo.

Hasta la fecha, he esbozado —y enviado al fuego— más de veinte cartas tratando de relatar, de la forma más amable y humana posible, cómo supimos de su hijo y en qué circunstancias se había ido a reunir con nuestro Señor. Inventé muchas historias con finales heroicos y memorables. Algo que les dejase un buen recuerdo. Pero ninguna de ellas me pareció creíble.

Finalmente decidí escribir la verdad, y mi alma descansa en paz después de hacerlo.