Le escribí a Daniel algunos comentarios y reflexiones diciéndole que era necesario detenernos y pensar antes de continuar con nuestra historia. No me sentía capaz de seguir recibiendo información sin procesarla, sin analizarla. El mensaje de regreso no pudo ser más desalentador:

Querido Mario, hermano,

cómo te agradezco que te hayas tomado esto a pecho, como debe ser. He puesto en tus manos mi propia vida y lo menos que esperaba de ti era que entendieras la dimensión de la historia. Yo sabía que tarde o temprano actuarías como narrador, y esa es la razón por la cual acudí a ti, porque necesito de tu pluma, porque te necesito no solo como amigo, sino también como escritor.

Lamentablemente acabo de terminar unos exámenes médicos y el resultado es muy deprimente. Venía sintiendo unos dolores en el estómago, mi ánimo no era el mejor, me sentía fatigado por cualquier esfuerzo mínimo que hacía, pero se lo atribuí a que, por primera vez en años, estaba sacando a flote esta historia que tanto me ha atormentado. Me dije que el efecto de haberte llamado y de contarte tantas cosas era precisamente este, el desaliento y cierta sensación de derrota. Pero no, Mario, es algo más grave: los exámenes arrojaron un resultado de cáncer en estado muy avanzado. Ya hizo metástasis y se tomó varios órganos de mi cuerpo. No hay razón siquiera para intentar una quimioterapia o algo así. Me imagino que el hecho de haber cargado con todo esto en silencio, año tras año, acabó por enfermarme, por invadir mi cuerpo y por aniquilarlo. Es el precio que he tenido que pagar por no actuar a tiempo, por no decidirme, por no enfrentar a ese individuo que, en contra de su voluntad, me engendró. Y, según parece, ya es tarde para ello.

Me preocupan mis hijos, Mario. Mi esposa es una persona extraordinaria y sabrá dirigirlos y ayudarlos en los momentos cruciales, cuando necesiten una voz de aliento. Por ese lado estoy tranquilo. Me angustia esta información secreta que les he transmitido en sus genes, este pasado siniestro del cual no quiero jamás que se vayan a enterar. Espero que si mi familia necesita de ti algún día, tú, en recuerdo de la amistad que nos unió cuando éramos jóvenes, y en recuerdo de esta amistad renacida durante las últimas semanas, les eches una mano. Dejo unas cuantas propiedades y una renta que los protegerá económicamente. Pero los dejó a la deriva a nivel espiritual.

Como ya lo debes suponer, mi viaje a Bogotá queda cancelado. No podré verte ni terminar esta historia cara a cara, que era lo que yo más deseaba.

Te llamo el sábado y hablamos con calma. A las nueve de la noche.

Tu amigo,

Daniel

Esta carta me llenó de tristeza. ¿Qué hace uno cuando el narrador del relato comunica su próximo final y lo deja a uno sin techo, a la intemperie? No me gustó para nada la sensación de desamparo, de quedarme yo solo manejando un barco destartalado en la mitad de una tormenta. Pero preferí no dramatizar la situación y esperar la llamada de Daniel para ponernos de acuerdo y cerrar de una vez esta historia que me había descuadernado la vida entera.

Sin embargo, no bajé la guardia y visité a un investigador privado que tenía una sede en el barrio Siete de Agosto y que me había servido de modelo para uno de mis personajes preferidos: Frank Molina. En su vida anterior había sido un gran cronista de judiciales, uno de esos tipos a los que nunca le temblaba la mano para decir la verdad. Lo habían echado del periódico donde trabajaba por alcohólico y marihuanero, y entonces se había dedicado a trabajar como investigador privado. Parecía sacado de una película de suspenso tercermundista y me gustaba su aire de fracasado irredento, despeinado, con la ropa sin planchar, sucio, con una barba de tres días ensombreciéndole el rostro. Era el típico perdedor en el que uno puede confiar a ojo cerrado porque no hay cómo comprarlo y porque hace rato que decidió enfrentar la realidad con sus propias reglas. Un tipo de esos que no cede, que no pacta, que está más allá de cualquier componenda, y que detesta a esa sociedad hipócrita y despiadada que lo expulsó de mala manera. En suma, el hombre que yo estaba necesitando para un caso como este.

Molina me recibió muy serio y su aspecto desaliñado y el tufo a alcohol lo delataron enseguida: seguramente se había amanecido bebiendo quién sabe dónde.

—Qué milagro —me dijo con una sonrisa que no podía ocultar cierta sorna camuflada—. El asesino siempre vuelve al lugar del crimen.

—Quihubo, Molina. Esta vez lo necesito de verdad.

—Un escritor terminal en busca de su personaje —me dijo burlándose de mi aspecto enfermizo. Luego se puso de pie y me tendió la mano. Se la estreché con gusto.

Trató de ser gentil, pero se le notaba que hacía un gran esfuerzo y la verdad era que los demás lo tenían sin cuidado, que no le interesaban mucho. No quise dar rodeos y le conté la historia de Daniel y de su padre en un resumen veloz pero pulcro, sin eludir la información clave. Frank se recostó en un sillón sucio, se limpió el sudor de la frente con el dorso de la mano y me dijo con el ceño fruncido:

—¿Un nazi en Bogotá?

—No es cualquier nazi, Frank —le aclaré con cierta camaradería—. Fue el asistente de Mengele en Auschwitz durante dos años. Uno de los criminales más sangrientos de la guerra. Y lo peor fue que quizás delató a su propia familia.

—¿Usted ha confirmado la información? ¿Está seguro de que no le están tomando el pelo?

—He confirmado parte de ella. Por eso lo necesito. Quiero saber quién es ese tipo ahora, qué hace, qué podemos descubrir de él.

—¿Lo va a denunciar a las autoridades internacionales?

—No lo sé todavía. Primero tengo que averiguar quién es. Y no confío en nadie en este momento.

—¿Por qué acudió a mí?

—Porque lo leí durante años y sé que es un tipo derecho, de esos que ya no hay. Sabe bien que lo he utilizado para construir uno de mis personajes policíacos.

Molina se sonrió y me agradeció el cumplido inclinando ligeramente la cabeza. Luego me dijo con una parsimonia que dejaba entrever el guayabo terciario que lo agobiaba:

—En este caso mi salario son cien mil pesos diarios. No quiero aprovecharme de los escritores y robarles sus derechos de autor —volvió a sonreírse, esta vez con cierto cinismo—. Voy a rastrear a este cabrón durante diez días. Es decir, eso le cuesta un millón de pesos. Al final, le doy mi reporte. Si usted quiere que continuemos, volvemos entonces a negociar.

—¿Quiere que le pague todo ya?

—No, la mitad ahora y la otra mitad al final, cuando le entregue la carpeta con todos los datos.

Menos mal que venía preparado. Saqué de la billetera los quinientos mil pesos y se los entregué.

—¿Quiere recibo? —me preguntó sacando de un cajón una libreta arrugada, llena de polvo y manchada con algo que parecía salsa de tomate.

—No hace falta.

Nos cruzamos los teléfonos y los correos electrónicos, y quedamos de reunirnos entonces a los diez días. Salí a la calle con la agradable sensación de haberme topado con el hombre indicado.

La siguiente conversación con Daniel la tengo grabada en la cabeza con una enorme tristeza. Se notaba en el tono de su voz que le había causado un gran impacto el saber que estaba inundado de cáncer. Quizás el diagnóstico empeora la enfermedad, la acelera. Me dijo que pensaba viajar a Bogotá para consultarme un movimiento que pensaba efectuar: denunciar a su padre internacionalmente por los crímenes cometidos y exigir su extradición a Israel para que las autoridades competentes de ese país lo procesaran y lo condenaran. Era la única manera de lavar la sangre que había heredado, de hacer justicia para poder empezar de nuevo y fundar una historia a partir de sí mismo que pudiera transmitirles sin vergüenza a sus hijos. El problema es que él no era nadie, era un hombre anónimo y los medios de comunicación no le darían mayor crédito. Por eso me necesitaba, por eso había acudido a mí: quería que yo estudiara el material, que lo revisara y que conversara con su prima, con Sarah Zimmermann, que grabara su testimonio, para después publicar un artículo o un libro y denunciar públicamente a ese asesino que seguía encubierto en un viejo caserón del centro de Bogotá.

Semejante confesión me cogió por sorpresa. Lo que yo había imaginado era que él haría ese trabajo y que quería que yo escribiera después la crónica de lo sucedido. Pero salir yo a armar un zafarrancho internacional era una situación que tenía que pensar con suma cautela. Le conté a Daniel que había contratado los servicios de un investigador privado para rastrear a su padre y saber con exactitud quién era hoy en día, a qué se dedicaba, en qué trabajaba y qué tipo de vida llevaba. Celebró la decisión y me dijo que sí, que no me preocupara por ello, que era una buena idea.

Fue una conversación triste porque detrás de lo que decíamos flotaba una realidad que no podíamos eludir aunque no la nombráramos: que él se estaba ya muriendo, que nos estábamos despidiendo y que muy pronto tendríamos que dejar de hablar para siempre.

Le propuse que esperáramos el resultado de la investigación de Frank Molina y que entonces armáramos un plan de ataque sólido. Le pedí que por favor le dijera a su prima, a Sarah, que escribiera un documento relatando la historia y que la certificara a través de un abogado. También era importante que Daniel escribiera su parte y que me la enviara por correo. Yo después reuniría todo el material, escribiría el reportaje y prepararía las declaraciones para dar a la prensa y lanzar a las autoridades en busca de la captura de Klaus Zimmermann, ahora Karl Klein.

Al final, con la voz muy apagada por el cansancio, Daniel me dijo con una gran ternura:

—Quería pedirte un último favor: mi hijo Mario quiere estudiar literatura en Bogotá. Dice que necesita un contacto con América Latina y especialmente con Colombia. Ya teníamos todo arreglado para que viajara, buscara universidad y tomara en arriendo un apartaestudio, algo barato que no le cueste mucho. Si le puedes echar una mano te lo agradecería mucho.

—Claro que sí, no te preocupes.

—Aconséjalo, no lo dejes solo. Es un adolescente impetuoso, muy inteligente, y me da miedo que su carácter lo desvíe de sus propósitos. Me voy más tranquilo si sé que tú estarás allá protegiéndolo un poco.

—Fresco, Daniel, yo me llevo bien con los adolescentes, me gustan. Hay un aire de pureza en ellos que después en la madurez desaparece por completo. Le recomendaré un par de departamentos de literatura y lo ayudaré a conseguir un buen sitio para vivir. Eso déjalo por mi cuenta.

—No sabes el peso que me quitas de encima.

—No es ningún peso. Yo ando solo siempre. Será maravilloso tener a un amigo de su edad.

—Bueno, te dejo, estoy ya muy cansado.

—¿Ya empezaron los dolores? —pregunté metiéndome contra mi voluntad en un terreno que no quería pisar.

—Sí, ya me están dando morfina. Creo que alcanzaré a terminar el partido antes del pitazo final.

Nos despedimos recordándonos el plan de nuevo y colgamos al tiempo. Me quedé pensando en lo curioso que era recibir en Bogotá a un muchacho llamado Mario que pensaba estudiar literatura. La realidad era una serie de dimensiones entrecruzadas cuya lógica desconocíamos.

Ese fin de semana regresé al centro de la ciudad y caminé alrededor de la raída casa del viejo Zimmermann. Esta vez me ubiqué en una cafetería que quedaba a una cuadra de distancia y desde la cual se veía de lejos la terraza de ese único piso habitado. Pedí un café bien cargado. Las palabras de Daniel me daban vueltas en la cabeza:

El laboratorio de experimentación de Auschwitz fue reemplazado por América Latina, territorio donde se cumplieron algunos de los sueños del Cuarto Reich. Nuestro continente fue el refugio de los ángeles de la muerte y aquí continuaron con su labor. Somos los hijos de un experimento nazi.

Entonces, solo por unos cuantos segundos, el anciano Zimmermann, gigantesco, calvo, encorvado como un dinosaurio que está acostumbrado a agacharse para capturar a sus víctimas, apareció en el balcón en bata y se quedó mirando las montañas en actitud contemplativa. Dejé de tomarme el café y me quedé inmóvil viendo a lo lejos la imagen de ese hombre cuyas conexiones llegaban hasta un médico asesino en los campos de concentración alemanes. Me dije que parecía mentira que una calle bogotana estuviera ligada de alguna manera con el centro de la historia mundial, con el corazón mismo de las tinieblas, cuando nuestra especie había demostrado con creces que era bestial, inmisericorde, sangrienta hasta la saciedad.

—¡Hijueputa!, ojalá lo maten o se muera pronto —dijo una voz femenina a mis espaldas.

Me volteé asustado por la dureza de la expresión y sin saber todavía si la mujer se estaba refiriendo a mí. Era la camarera, que se había dado cuenta de que yo estaba absorto contemplando hacia la terraza donde había aparecido súbitamente el padre de mi amigo. Apenas ella notó mi cara de sorpresa, cambió la expresión y se excusó:

—No es con usted, perdón —dijo esbozando una sonrisa transparente. Era joven, de cabello rubio pintado y de ojos color sepia.

—Menos mal —aclaré devolviéndole la sonrisa.

Allá, a lo lejos, en ese tercer piso, Nosferatu desapareció de nuestra vista.

—Ese malparido viene aquí por lo menos una vez a la semana y me ofrece plata para que me vaya a acostar con él —dijo la mesera enfurecida—. Yo soy pobre, pero no puta. Un día de estos le voy a dar cuchillo para que me deje en paz.

—¿El tipo de allá, el de la terraza?

—Ese mismo. Y excúseme, no tiene nada que ver con usted —dijo suspirando y se dirigió a una de las mesas para tomar un nuevo pedido.

Me quedé alelado con la situación. Eso significaba que a Zimmermann le gustaban los jovencitos y las mujeres también. Jugaba por las dos líneas, era ambidextro.

Seguí mirando hacia la terraza con aire contemplativo. Me parecía apenas justo que Daniel se hubiera especializado en una pedagogía para las artes, para la creación. De alguna manera era el doble opuesto de su padre, cuyos experimentos apuntaban a una pedagogía para la muerte, para el exterminio. Padre e hijo luchando por caminos distintos, llevando a cabo una guerra silenciosa e invisible para ver qué ángulo de la humanidad triunfaba.

Cuando pedí la cuenta, la empleada me dijo:

—No, señor, tranquilo, ya pagaron su cuenta.

Pregunté muy sorprendido quién lo había hecho.

—Ya se fue. Dijo que era un amigo suyo y le dejó una nota. Mire, aquí está.

Me entregó un papelito que decía: Un saludo, Frank.

Le agradecí a la empleada y salí a la calle. Así que el sabueso Frank Molina estaba también rastreando el sector, vigilando la zona para estudiar el comportamiento de nuestra presa. Una pregunta era inevitable: ¿Lo capturaríamos? ¿Lograríamos que agarraran al asistente de Mengele y que lo hicieran pagar por sus crímenes de lesa humanidad?

Por esos días nos carteamos un par de mensajes con Daniel. El primero fue de él y, entre otras cosas, me decía en ese tono amargo que lo caracterizaba después de saber lo de su enfermedad:

¿Sabes cuál es mi horror? Que desde joven supe que debía matarlo y no tuve las agallas suficientes para hacerlo. Después quise ser escritor para transmitir este terror que llevo dentro de mí, pero no, no es suficiente con haber sufrido, la literatura es algo más, es una voluntad de forma de la que yo carezco, una elaboración sutil que me ha sido negada. Y fíjate, ya es tarde y fue él el que logró matarme a mí. Ahora acudo a ti buscando en tu escritura una venganza: la palabra que hace justicia, que sana y cicatriza, que aleja, que libera. Por eso he apelado a ti: para que me liberes de mí mismo, para que me salves de alguna manera.

Yo le contesté ese mismo día:

El escritor es también, Daniel, un viajero que atraviesa el dolor del mundo, que encarna en otros y padece con ellos, que sintoniza con las fuerzas destructivas y que busca liberar a la humanidad de ellas. De ahí su carácter catártico, de purificación. Esta historia tiene que ver contigo pero va más allá de ti. La justicia de la que hablas se la debemos a esas mujeres, a esos niños y a esos hombres que bajaban de los vagones y que eran conducidos a las cámaras de gas, a los hornos crematorios y a los laboratorios de experimentación, y a los hijos de ellos, y a los hijos de sus hijos. Mira en internet las fotos de los niños con los cuales experimentaba Mengele. Klaus Zimmermann debe ser detenido y procesado por ellos, por los que allí fueron sacrificados sin sentido alguno. No debemos olvidar ese objetivo que te trasciende a ti y que me trasciende a mí también. Somos dos sujetos a través de los cuales el mundo reorganiza el caos que amenaza con destruirlo una y otra vez.

A los diez días exactos de haber comenzado el seguimiento, Frank Molina me llamó y me puso una cita en su casa. Lo visité esa misma tarde. Me recibió bañado, afeitado y con la ropa limpia. Olía a una loción «after shave». Me hizo gracia su deseo de causar una buena impresión después de nuestra cita anterior. Entró en materia sin preámbulos ni introducciones de ninguna clase. Me dijo que el ahora llamado Karl Klein era un monstruo camuflado en un negociante alemán. En los años ochenta había mantenido varias relaciones homosexuales con jóvenes menores de edad, y en dos ocasiones había sido denunciado por las madres de los muchachos, las cuales habían sido posteriormente compradas por el propio Klein, quien había sellado sus bocas con jugosas cifras de dinero. Ninguna demanda había prosperado. Para cuidarse entonces la espalda, el alemán había preferido de allí en adelante contratar los servicios de adolescentes prostitutos con los cuales se iba a la cama sin que nadie lo vigilara ni lo acusara. Entre ellos, creó una relación de varios meses con un joven llamado Cristóbal Mojica, al cual contrataba para ciertos servicios sexuales una vez a la semana. Una noche Klein y Cristóbal entraron a un motel de Chapinero y pasaron la noche juntos. A la madrugada se fue el alemán en su carro y nadie notó su salida del motel. En las horas de la mañana, cuando estaban haciendo aseo, encontraron al muchacho muerto sobre la cama, estrangulado. Los médicos que hicieron el levantamiento del cadáver anotaron que parecía una muerte por asfixia durante el acto sexual, la cual se denomina hipoxifilia, asfixiofilia o asfixia erótica. Los practicantes de sadomasoquismo la llaman «breathplay» o «edgeplay», y muchos artistas famosos han muerto durante esta práctica. Cristóbal Mojica tenía rastros de su propio semen en el pene y en parte de una de sus piernas, y las marcas en su garganta demostraban que un segundo sujeto lo había estado estrangulando durante un acto sexual o una masturbación. Este tipo de parafilia, me explicó el propio Molina, viene de haber visto que muchos condenados a la horca entraban en erección durante la ejecución e incluso alcanzaban a eyacular antes de morir. Eros y Tánatos fusionados en un solo instante, creando extraños lazos de comunión entre la vida y la muerte.

Klein escapó de los cargos con facilidad, pues no pudieron confirmarle que tal práctica se hubiera realizado con él, aunque varios de los empleados del hotel lo habían visto entrar con el joven al motel y habían anotado el número de las placas de su carro, por si acaso.

Dos años después, en Cartagena de Indias, un muchacho moreno y atlético fue estrangulado en un motel de las afueras de la ciudad después de haber tenido relaciones con un turista alemán. Los trabajadores del motel identificaron inicialmente como posible culpable a un hombre, Karl Klein, pero después se desdijeron alegando que no estaban seguros, que era de noche, que el hombre en cuestión había salido del lugar sin ser visto y que hubiera podido ser cualquier otro turista con las mismas características físicas. Molina estaba seguro de que Klein los había comprado y que de esa manera un posible juicio con cargos por asesinato con premeditación se había ido al traste.

Durante los años noventa, Klein había sido detenido en tres ocasiones por ser cliente habitual de prostitutas menores de edad. En todas esas detenciones, gracias a artimañas legales y a que había comprado a las familias de las víctimas con buenas sumas de dinero, había salido limpio y sin un solo rasguño.

En 1997 un ladrón que ingresó a robar a la casa de Klein apareció muerto con un tiro en la nuca, algo muy raro, pues lo normal hubiera sido que el dueño de la casa estuviera a algunos metros de distancia en el momento de disparar. El ladrón estaba desfigurado y con los dos brazos rotos. La policía sospechaba que había sido sometido a tortura antes de que le pegaran el tiro de gracia. Klein alegó legítima defensa y ganó.

Un año más tarde, en 1998, una banda de jaladores de carros intentó robar el auto de Klein en el centro de la ciudad y el alemán disparó sobre dos de ellos su pistola automática. Logró matar a uno y herir al otro, al que persiguió hasta unas bodegas que estaban a dos calles de donde había sucedido el intento de robo. Algunos testigos contaron que Klein obligó al herido a que se pusiera de rodillas, le metió el cañón de su pistola en la boca y le voló la tapa de los sesos. Una vez más alegó defensa propia y su abogado demostró que se trataba de una banda que no solo había robado a otros ciudadanos de bien, sino que incluso en dos oportunidades los hampones habían asesinado a los dueños de los carros. Klein quedó como un héroe, como un abuelo que no solo se había sabido defender, sino que en su acción temeraria había protegido a futuras víctimas de agresiones similares.

En el año 2001, ya anciano y viviendo solo en el viejo caserón del centro de Bogotá, unos expendedores de droga intentaron apropiarse del primer piso del inmueble para sus negocios ilícitos. Primero lo intimidaron, le enviaron cartas, lo llamaron por teléfono, le dejaron en la puerta amenazas de muerte y en dos ocasiones recibió sufragios a su nombre. Klein guardó todo el material probatorio sin inmutarse. Un fin de semana fingió que se iba fuera de la ciudad y nadie supo cómo había ingresado por otro costado a su casa. Esa misma noche los traficantes intentaron allanar el lugar y se tropezaron con que Klein los estaba esperando oculto entre las sombras. El susto fue tremendo, pues el alemán degolló al primero de ellos a cuchillo limpio. Con los otros se enfrentó a bala y mató a dos más. Solo uno de los usurpadores logró escapar. Klein quedó herido con un disparo cerca del hombro. Cuando llegó la policía, alegó, como siempre, legítima defensa, y mostró las cartas de intimidación, las amenazas y los sufragios. Como los traficantes habían sido asesinados en su propiedad, la ley, por supuesto, estaba de su lado. Sin embargo, la policía anotó dos hechos curiosos que habían quedado registrados en un expediente: el degüello de uno de los hampones con un cuchillo de cacería, y el curioso comportamiento de Klein cuando los agentes se ofrecieron a llevarlo a la clínica para que recibiera los primeros auxilios, le sacaran la bala y lo cosieran: el alemán denegó la oferta y dijo que él mismo se curaría en su casa. Uno de los agentes, quizás impulsado por la curiosidad, hizo un seguimiento para ver cómo estaba el extranjero, y, en efecto, él mismo se había extraído la bala, se había desinfectado y cosido la herida, y se había vendado en su casa.

En otras dos oportunidades, siempre diciendo que tenía derecho a proteger lo que era suyo, había espantado a bala a mendigos y a indigentes que elegían el portal de su casa para pernoctar un par de noches.

La vida profesional de Klein tenía dos caras: una oficial, que le servía de pantalla ante las autoridades fiscales, y otra oculta, que era el verdadero origen de su fortuna. En la primera importaba materiales y herramientas de ferretería. No le iba nada mal y ganaba unos cuantos millones al año. Tenía un socio que era el encargado de vender los productos en cuatro ciudades distintas: Bogotá, Cali, Medellín y Barranquilla. Todos los papeles estaban en orden, las licencias de importación eran legales, y el pago de impuestos, ajustado a la ley. Sin embargo, Molina había logrado, gracias a sus contactos en los bajos fondos, develar el otro negocio de Klein: el tráfico de armas para grupos paraestatales desde los años ochenta. En los contenedores donde venían las herramientas y los materiales de construcción, camufladas, venían también las armas: pistolas, fusiles y armamento sofisticado que las autoridades dejaban pasar haciéndose las de la vista gorda porque iban dirigidas a pelotones amigos que enfrentaban a la guerrilla, a los sindicatos y a los movimientos de izquierda de manera ilegal, aceptando una guerra sucia que ayudaba a limpiar la imagen de las fuerzas legales: el ejército y la policía. Klein era una pieza clave en la importación de esas armas y de ahí le venía su enorme fortuna, calculada por Molina en unos cuarenta millones de dólares. La gran mayoría sin declarar, por supuesto.

Para rematar, Molina me dejó la información clave para el final: en el año 2002 un jardinero contratado por el propio Klein encontró unos huesos humanos en la casa que tenía el alemán en Cajicá, la misma casa en la que Daniel pasaba las vacaciones de niño. La policía llegó e identificó un cuerpo de mujer. Posteriores exámenes confirmaron que se trataba de Alicia, su esposa, la madre de Daniel. El viejo dijo que seguramente ella había ido a la casa a arreglar algo, a recoger cualquier cosa que se le había quedado, a podar varias matas que allí había cultivado o solo a echar un vistazo, y que algún ladrón la había sorprendido desprevenida, la había asesinado y la había enterrado allí mismo sin que los vecinos lo notaran. No había pruebas de nada y la policía tuvo que limitarse a respetar la versión del esposo. Se pudo comprobar que el cráneo había sido roto de un golpe seco, como si la hubieran agredido por la espalda con un bate o con un tubo metálico grueso. Había muerto enseguida, sin darse cuenta siquiera de quién la asesinaba ni cómo.

El viejo no le había avisado nada a Daniel porque no estaban en contacto. Cremó los huesos y los esparció entre las flores de esa casa de campo donde Alicia había sido asesinada. Molina pudo comprobar que los campesinos de la zona daban por sentado que el alemán la había matado él mismo y que la había enterrado en el jardín mientras fingía estar trabajando en una huerta en la que, en efecto, invertía algunas horas semanales. Esos vecinos que eran minifundistas y que sembraban papa o maíz para sobrevivir le tenían miedo al extranjero, aseguraban a sus espaldas que era un asesino, un tipo peligroso, y no les gustaba encontrarse con él o tener que saludarlo.

Para terminar, después de seguirlo con gran cautela para no ser descubierto (Molina me dijo que uno tenía claro al tenerlo frente a frente que era un hombre peligroso y astuto como ninguno), el investigador descubrió que ahora al viejo no le gustaban los jovencitos ni tampoco las adolescentes, sino los travestis. Solía dos veces a la semana contratar los servicios de varios de ellos, muchos de los cuales trabajaban en las calles aledañas a su residencia, y les pagaba bien con tal de que no abrieran la boca ni lo delataran ante ninguna autoridad.

—¿Y por qué iban a delatarlo? —pregunté sin entender la afirmación.

—Porque al tipo le gusta el sexo duro, maestro —me explicó Molina sacando unas fotos de travestis con la cara amoratada, los ojos hinchados y cerrados, los labios reventados y las espaldas laceradas—. Sadomasoquismo, disciplina, dominación, asfixia. Le encantan el cuero y el látigo, es un profesional.

—Pero si tiene como cien años, es una momia.

—Se mantiene en forma, maestro —aseguró Molina con una sonrisa, como si estuviera hablando con un niño de escuela primaria—, hace abdominales y barras todos los días, practica gimnasia sueca a la madrugada en la terraza de su casa, come bien, se cuida, y los sábados va a un polígono de la policía y hace tiro al blanco dos horas. Está mucho mejor que usted y yo juntos, hermano.

—¿Pero sexo intenso a esa edad?

—Veo que los escritores son un poco mojigatos —dijo Molina sin dejar de sonreír—. Me los imaginé más actualizados, no sé, menos pacatos… Viagra, maestro, testosterona, gingseng, vitaminas. Uno de sus clientes me contó que el anciano se mete sus dos pastillas de Sildenafil y listo, queda convertido en el Hombre Increíble.

—¿Cómo consiguió las fotos?

—Los travestis se cuidan entre ellos, se protegen. Se toman ellos mismos las fotos por si acaso, por si tienen que demandar más tarde al cliente.

—¿Y por qué no lo han demandado?

—El hombre paga bien. Y es con el consentimiento de la víctima, que acepta el trato. Además, no hay mucha diferencia entre él y otros clientes a los que les gusta lo mismo. La diferencia, dicen ellos, es que Klein es un profesional, un tipo que sabe hasta qué punto estrangular o asfixiar justo antes de morir. También hay que tener en cuenta que a muchos de ellos les gusta también el juego. No son como nosotros, hermanito. Morir cualquier noche hace parte del negocio.

—Qué horror…

—Se está ablandando con los años. Pensé que por sus libros estaba acostumbrado a todo esto.

—No sé, estoy pensando desde mi amigo. Al fin y al cabo es su papá…

—Es un hijueputa, eso sí hay que tenerlo claro.

Quedé con Molina en que iba a consultar con Daniel la situación antes de decidir el plan de ataque, le pagué los quinientos mil pesos restantes, recogí las carpetas con toda la investigación y salí de allí con el ánimo por el suelo. No sabía cómo iba a decirle a mi amigo lo del cadáver de su madre en la casa de Cajicá, la impunidad tan bochornosa en la que había quedado ese caso. Ya con el cáncer era suficiente, no tenía por qué enterarse de una cosa así antes de morir.

Menos mal que no tuve que fingir ni mentir. Esa misma noche, desde el correo electrónico de Daniel, recibí un mensaje de su esposa, a quien todavía no conocía:

Estimado Mario:

Te escribe la esposa de Daniel. Hace unas pocas horas tuvimos que internarlo después de un desvanecimiento. Lo ingresamos por urgencias en el Hospital Universitari Sagrat Cor. No sabemos todavía qué fue lo que sucedió, pero ha perdido por completo la conciencia. No sabemos si la recobre o no. Me parecía justo que estuvieras enterado. Sé de lo importante que ha sido para él recobrar el contacto contigo. Te mantendré informado de cualquier novedad.

Me di cuenta de que ella había olvidado escribir su nombre y Daniel nunca me lo había dicho. Me dije enseguida que era una imbecilidad: se le estaba muriendo su esposo y no era momento para presentaciones formales. Escribí enseguida las siguientes palabras:

Muchas gracias. Por favor avísame cualquier cambio que tenga, bien sea a favor o en contra. También para mí ha sido muy importante volver a saber de él. En lo que pueda servirte, por favor dímelo.

Y no sé por qué justo en ese momento sentí que sí había algo pendiente entre Daniel y yo, algo que yo no le había dicho porque no lo sabía, porque solo hasta ahora me daba cuenta de ello. Entonces añadí el siguiente párrafo:

Si llega a recobrar la conciencia, por favor muéstrale estas palabras. Son para él.

Daniel, hermano,

lo primero es preguntarte si continúo o no con el plan de denunciar a Zimmermann a nivel internacional, de develar su otro nombre, la identidad bajo la cual ha vivido todos estos años. Tu autorización para esto me parece clave.

Y necesito decirte también cómo volver a hablar contigo me ha cambiado la vida. Hasta hace poco estaba encerrado en la torre de marfil, lejos, sin querer mezclarme con ese mundo que allá abajo me parecía amenazante y peligroso. Solo he descendido de la torre para vagabundear y recoger las historias necesarias para construir la obra. El mundo no me interesa sino para hacer literatura con él. Y de pronto has llegado tú y he vuelto a escuchar las voces de antes, esas voces que te conectan con una realidad múltiple, diversa, escindida mil veces hasta crear un sinfín de dimensiones que se cruzan al infinito. He estado sordo por muchos años y de pronto he vuelto a escuchar. Saber que tuve un hijo, saber que alguien me amó hasta el punto de engendrar conmigo, saber que tu lucha por no heredar nada de tu padre es también la lucha de todos nosotros por no hacernos responsables por las acciones de nuestros progenitores y de todos aquellos que nos precedieron, saber que tu hijo, que lleva mi nombre, ha elegido la literatura, saber que tú también has escrito, saber que Carmen escribía y retrataba su propio descenso a los infiernos, saber que has acudido a mí en busca de un puñado de palabras, saber que quizás la máxima justicia sea precisamente esa, escribir lo ocurrido, me llena ahora de una fuerza misteriosa, una fuerza que hace tiempo no sentía: la fuerza de lo poético. Salgo de mí y estoy dentro de mi hijo, dentro de ti, dentro de tu otro hijo, que también algún día expresará el horror o el hastío a su manera, dentro de Carmen, dentro de tu padre (eje diabólico de esta historia), dentro de todos esos seres masacrados en la penumbra de los campos de exterminio, y al dejar de ser yo para encarnar en otros, lo real se bifurca y se ennoblece. Gracias a ti ahora soy, de nuevo, superior a mí mismo.

Cumpliré mi palabra, te lo juro, y lo que has sufrido no habrá sido en vano. Escribiré. Lo escribiré todo. Aunque en ello se me vaya la vida.

Tu amigo,

Mario