Después de leer la carta de Daniel me enfermé gravemente. Una fiebre de cuarenta grados me tuvo postrado en la cama durante días. Tuve que tomar medicamentos, y después una tos persistente me recordaba a todas horas que seguía enfermo.
Esa noche lo único que alcancé a escribirle a Daniel fue:
Gracias por tu sinceridad, Daniel. Dame unos días para recuperarme y me pondré en contacto contigo.
Yo me había preparado para el tema de por qué yo, el menos talentoso de los tres, había logrado hacer una obra y publicarla. Un tema por el cual no pensaba sentirme culpable, pues eran mi obstinación y mi disciplina las que al final se habían impuesto. Al menos así lo veía yo. Y en esa supuesta preparación estaba agazapado el tema del ego del artista: yo, yo, yo. Qué engreído, qué petulante, qué arrogante. Me había llevado una buena lección, me la tenía bien merecida. Lo que había hecho Daniel era pinchar el globo y yo me había desinflado hasta el punto de terminar en cama sudoroso, insomne, con los ojos rojos, escupiendo flemas y mocos a todas horas: la alimaña humana por fin había salido a la luz, el insecto, la cosa repugnante que era en verdad. Pero yo sabía tragarme bien mis derrotas. Ya estaba crecidito como para no saber cómo enfrentarme a mí mismo.
Durante esos días afiebrados me atormentaba la idea de si habíamos usado con Carmen condón o no. Y no pude recordarlo con exactitud. Yo siempre fui muy responsable en ese punto, incluso quisquilloso, pues ya el tema del sida se empezaba a apoderar de los medios de comunicación y de los panfletos médicos. Por eso me parecía raro semejante descuido. Pero sí, la posibilidad cabía, pues la fascinación que Carmen me había producido era tal, que no era raro que en algún momento de deseo desenfrenado yo hubiera hecho a un lado la idea del embarazo o del posible contagio de una enfermedad de transmisión sexual.
Con los años el tema de la paternidad se me había vuelto un tema detestable, una situación que yo rechazaba de manera vehemente, y por lo tanto estaba completamente seguro de no haberme descuidado en mis relaciones sexuales jamás. También el hecho de tener conocidos muertos de sida acrecentaba esos cuidados. Pero en esos primeros años era tan joven, tan impetuoso, tan apasionado, que esa posibilidad, que diez años después no se hubiera presentado, cabía hasta el punto de que los resultados saltaban a la vista: yo había tenido un hijo sin saberlo, un niño que se parecía a mí o a mi padre o a mis abuelas, un pequeño que se había muerto a la misma edad en que yo casi me muero también. Quizás el tema del hijo se me había convertido en una obsesión precisamente porque, en algún lugar recóndito de mi cerebro, una parte de mí intuía a Alonso. Hacía a un lado la idea de un hijo porque mi inconsciente me decía a gritos que tenía uno y me horrorizaba tener que enfrentar esa verdad. Incluso había terminado varias relaciones sentimentales porque ellas querían hacer una familia o tener un hijo conmigo y yo no aceptaba esas propuestas. En fin, todos los días mi cabeza daba vueltas, urdía hipótesis, establecía relaciones y las deshacía al día siguiente. Estuve a punto de volverme loco.
Finalmente llegué a la conclusión de que no podía cambiar el pasado. Era inútil atormentarme por hechos que no habían estado al alcance de mi voluntad. Las cosas habían sucedido así no porque yo lo quisiera, sino por un transcurrir propio que no dependía de mí ni de nadie. Carmen había tomado la decisión de no comunicarme su embarazo, de irse del país y de tener ese hijo lejos de mí. ¿Qué podía hacer yo al respecto, ahora, muchos años después, con ella y con Alonso muertos? Si yo hubiera sabido de la existencia de ese hijo, todo sería distinto, y los balances, y los ajustes de cuentas conmigo mismo serían mucho más severos. Pero no, yo no sabía nada y no era justo tampoco echarme al hombro ahora cargas y recriminaciones salidas de todo juicio racional.
Ahora, claro, por un lado estaban estos buenos propósitos, y por el otro mi inconsciente educado en la culpa se encargaba de traicionarme y de castigarme sin cesar.
Como no di razones de vida durante varias semanas, Daniel volvió a escribirme unas líneas:
Deja ya de creerte el gran pecador. No somos responsables de lo que no sabemos. Es como si decides culparte ahora por las masacres en Ruanda o en Yugoslavia. Absurdo. Más bien dime cuándo te llamo y hablamos con calma.
Abrazos,
Daniel
Le escribí proponiéndole una hora y un día. Me contestó enseguida diciéndome que sí, que estuviera listo. Conversamos durante nueve horas. Solo hicimos una interrupción de una hora y continuamos con nuestra charla como si no hubiera pasado nada. Cada uno, cuando le daba hambre o sed, o ambas, iba hasta la cocina, se preparaba un sándwich con un vaso de jugo o de gaseosa, y seguía enfrascado en la conversación sin parar. Fue extraño empezar a hablar con Daniel e intimar a los dos minutos, como si hubiéramos sido amigos inseparables a lo largo de esas casi tres décadas de ausencia, como si el tiempo no hubiera pasado y de nuevo tuviéramos veinte años y nos sintiéramos unidos por esa fraternidad indestructible que solo se siente a esa edad.
Daniel me aclaró que Alonso había muerto de un cáncer pulmonar que le había hecho metástasis en muy poco tiempo. La misma enfermedad de mis abuelos hombres y de mi padre, y seguramente la misma que me alcanzaría a mí también. Solo que al pequeño no le había dado tiempo de vivir, de viajar, de enamorarse, de enfrentar el mundo.
Me contó también que Carmen había sufrido de períodos sicóticos y que él creía que a ella le hubiera venido bien una ayuda profesional, psiquiátrica. El arte no era ningún paliativo para un dolor tan grande, tan salido de lo normal.
—¿Sabes qué me parece raro, Daniel? —le confesé al puro comienzo de la conversación—. Que cuando murió mi padre en 2003, es decir, once años después de la muerte de Alonso, lamenté el día del entierro no tener un hijo. ¿Y sabes por qué? Porque cuando muere tu padre y tú tienes un hijo, tú te transformas en el padre, tú reemplazas al viejo de la tribu y asumes el mando. Pero si no tienes hijos te quedas solo en el bosque, viviendo entre lobos y zorros, hablando con los árboles, sin tu propia manada… Y la otra noche, en medio de la fiebre, me dije que ya soy un hombre que ha perdido a su padre y a su hijo. No tengo origen ni final, no voy para ninguna parte.
—Ya te dije que si sigues pensando así te vas a enloquecer —me replicó Daniel con ese tono de voz suyo tan reposado y equilibrado—. No es sano ni justo que empieces ahora a machacarte, a sentirte víctima del destino y ese tipo de tonterías. Sabes bien que los latinoamericanos tenemos una tendencia al melodrama, a fantasear con telenovelas donde nosotros somos los protagonistas. Qué va, Mario, lo de Carmen fue un accidente y ya está, una situación de juventud normal, y si ella no te quiso decir nada y le dio por irse a vivir su vida de madre soltera a otro país, qué le vamos a hacer, ese es uno de los poderes que tienen las mujeres sobre nosotros: decidir si quieren parir con nosotros a su lado o sin nosotros. Fue su decisión, como también lo fue el hecho de no querer estar conmigo. Y la locura que al final la alcanzó ya estaba dentro de ella desde joven, así que no me vengas con el cuento de que todo eso fue culpa tuya. No juegues a Míster Importante, no te queda.
A medida que yo me iba desahogando con Daniel, mi conciencia se iba aligerando y yo iba comprendiendo a través de su lúcido humor que estaba equivocado también en ese primer juicio que había hecho sobre mi antiguo amigo: el inclinado a la tragedia era yo, no él. Otra vez el ego inflado del señor escritor. En ningún momento Daniel dramatizó los hechos ni presentó una versión magnificada de lo sucedido. Se había limitado a una descripción directa y cruda, nada más. Y después, pensando en mí, se había dedicado a poner ese pasado tenebroso en su justo lugar. La verdad era que estaba dando una buena lección de compostura. Y se lo agradecí de corazón.
A las dos horas de conversación, después de repasar nuestra relación con Carmen y de cotejar recuerdos e ideas de aquella época, Daniel giró hacia una parte de la biografía de ella de la cual yo no había podido descubrir nada: los oficios que había desempeñado durante su período yonqui. La voz de Daniel cambió y se hizo más profunda, como si estuviera hablando desde una caverna. También cambió el ritmo de las oraciones, y las descripciones y las reflexiones se hicieron más lentas, más pausadas, con momentos de vacío entre una parte de su relato y la otra. Yo no lo interrumpí ni una sola vez y me limitaba a decir «sí», «ajá», «increíble», «mierda», «no puede ser», y expresiones por el estilo que lo único que buscaban era confirmarle que yo seguía allí, al otro lado de la línea telefónica, muy pendiente de su historia.
Daniel me contó que el viaje de Carmen lo había hundido en una desesperación peor que la que había sentido durante la sola separación. La amaba con locura, sin pensar en qué era normal y qué no. Además, quería estar a su lado y ayudarla, protegerla. No obstante, la contundencia de un viaje a otro país, con el paso de los días y las semanas, fue benéfica por lo irremediable. De alguna manera, nuestra mente tiene que ir haciéndose a la idea de que es imposible ver a la otra persona, y que, nos guste o no, es preciso aceptar que no controlamos la realidad, que no somos dioses ni demiurgos que podamos transformar el mundo a nuestro antojo.
Alicia, la madre de Daniel, fue clave durante ese proceso. Se acercó más a su hijo, lo llevaba a las exposiciones con ella, lo invitaba a cine o a comer, y llegó hasta el punto de presentarlo a algunas hijas de sus amigas con la esperanza de que él se entusiasmara y saliera de ese estado de depresión y de malhumor que traicionaba su naturaleza inteligente y vitalista. Esa amistad fortalecida entre ellos dos fue, en efecto, un bálsamo para Daniel, que no sabía muy bien cómo controlarse, cómo ser dueño de sus pasiones, cómo volver a retomar las riendas de su vida.
Poco a poco los libros volvieron a ser su piso más firme y él se concentró en una investigación que más tarde terminaría convirtiéndose en su tesis de grado: la relación entre la física cuántica y las nuevas escrituras de las vanguardias europeas a comienzos del siglo XX. Esto es, de la publicación de la teoría de la relatividad especial en 1906 a la escritura automática surrealista y el fluir de la conciencia. Una tesis impecable que le permitiría unos semestres después graduarse con honores como el estudiante más brillante de su generación.
Luego vino el episodio religioso de Daniel, del cual hablaríamos más adelante en detalle (y cuya intensidad no dejó de asombrarme). Mientras tanto, Carmen estudió fotografía en Estados Unidos y trabajó en talleres que ya tenían cierto renombre. Publicó fotos comerciales en diarios, revistas y panfletos publicitarios, pero en silencio, sin que nadie lo supiera, se volvió adicta a la cocaína. Le encantaba. La lucidez adquirida gracias a la droga la hacía ver con precisión detalles que sobria ni siquiera intuía. El espacio se volvía un escenario maleable y los colores se multiplicaban de una manera vertiginosa conformando mezclas y tonalidades que lograba capturar con el lente fácilmente. Sin la cocaína era como si estuviera tuerta o ciega. Además, le permitía llevar un ritmo delirante de trece o catorce horas de trabajo sin sentirse fatigada ni adormilada. Ganaba más dinero gracias a que trabajaba en tres o en cuatro proyectos a la vez, y eso significaba un mejor nivel de vida para Alonso y para ella.
Su labor como madre era impecable. Sacaba las fotografías y revelaba cuando el niño estaba en la escuela o durmiendo, pero apenas él se despertaba para pedir su desayuno o había que recogerlo en el colegio, ella estaba ahí atendiendo con placer sus obligaciones como mamá.
No obstante, apenas el niño se iba a la cama, ella se metía un pase y se sentaba a trabajar hasta las dos o tres de la mañana. Y la cocaína se mezclaba a veces con un porro y con dos o tres tragos que intensificaban aún más las percepciones.
Esa fue la trampa: cuando Alonso enfermó, Carmen no pudo trabajar y estuvo a su lado de día y de noche. Pero necesitaba dinero para pagar ciertos exámenes y terapias que su seguro no cubría, y le urgía también conseguir unos cuantos gramos para hacer más llevaderas la angustia y la espera en el hospital.
Por esa época Carmen era todavía una muchacha atractiva, cuyos encantos estaban muy por encima del promedio general. Una amiga le pasó el dato de que un colega fotógrafo pagaba bastante bien unos desnudos ingenuos que luego salían en revistas pornográficas de distribución limitada. Lo único que había que hacer era maquillarse un poco, ponerse cierto tipo de ropa bien ceñida y después irse desnudando en poses insinuantes. Era cuestión de una o dos horas en el estudio del tipo, y ya, él pagaba de contado y en efectivo al final de la sesión. Con eso bastaba para vivir un mes y para cancelar los tratamientos de Alonso que no estaban contemplados en la letra menuda del seguro médico. Carmen no se lo pensó mucho y llamó al fotógrafo para corroborar la información. El fulano se entusiasmó enseguida y le subió incluso la cifra que la amiga le había dado. Trato hecho.
Carmen vivió de sus desnudos pornográficos durante los siete meses de la enfermedad de Alonso. En efecto, como la amiga le había explicado, todo consistía en acostarse sobre una cama rodeada de cojines y en ir mostrando su cuerpo voluptuoso desde ciertos ángulos que excitarían a los espectadores. Llegó incluso a ser la carátula de dos o tres revistas porno que la bautizaron como Gatúbela, debido a sus ojos alargados y gatunos. Eso le significó más dinero y más contratos. No tenía impedimentos morales de ninguna clase. Lo único que deseaba era salvar a Alonso, nada más. El resto carecía de importancia.
El problema fue que Alonso no solo no mejoró, sino que un buen día fue desahuciado por una junta de médicos y murió en el pabellón de cáncer infantil convertido en un hatajo de huesos. Después de ese día, para Carmen todo fue descenso. No tenía el más mínimo interés en recobrarse ni en rehacer una vida que ya no era suya. En una llamada que le hizo Daniel a altas horas de la noche, ella le confesó con la voz gangosa por el exceso de drogas y alcohol:
—Soy como esos carros sin motor que se pudren bajo el sol. Sin llantas, sin asientos, mugrientos, oxidados. Pura chatarra carcomida. Eso soy, Danny, y lo único que quiero es que mi familia y tú me dejen en paz, que me dejen seguir pudriéndome tranquila y sin sermonearme en cada llamada…
Desde ese momento las drogas, el cigarrillo y el alcohol se convirtieron en un suicidio lento y penoso. El paso a la heroína la degradó aún más. El amigo fotógrafo se asoció con otro individuo y le propusieron incursionar en las películas porno, un paso apenas predecible. Las ganancias eran jugosas. Se trataba de realizar uno o dos actos sexuales a la semana en una casa alquilada en los suburbios, con piscina y cierta distinción que le dieran al rodaje un aire de sofisticación que le restara sordidez a las escenas. Eran treinta o cuarenta minutos con un joven actor que nunca se sobrepasaba y que imitaba cierta ternura insinuante que fue la clave de esos primeros cortometrajes que se vendieron bastante bien. Carmen aún estaba joven y su belleza deslumbraba. Pero la competencia no era fácil y en todos los estados iban surgiendo muchachas bronceadas con cuerpos magníficos que ingresaban al negocio de la pornografía con sus caras angelicales y sus vocecitas de colegialas inexpertas. Sostenerse en ese punto mucho tiempo era imposible. Además, Carmen seguía hundiéndose en la droga cada día más, pinchándose a menudo heroína que le conseguían los propios productores y bajándose de peso hasta el punto de que se le marcaban las costillas. El siguiente escalón hacia abajo fue inevitable: la incursión en el porno duro.
Gatúbela empezó a filmar escenas con dos o tres amantes a un mismo tiempo, escenas lésbicas, orgías, sadomasoquismo, un poco de todo.
A estas alturas de la conversación con Daniel, mientras él me iba relatando el paulatino descenso de Carmen, yo me sentí sin aire, agotado, deprimido. Daniel me propuso entonces:
—¿Sabes qué, viejo? Lo que yo te diga no tiene sentido si no lo ves. Creo que vale la pena que te arriesgues, para que comprendas de verdad de qué te estoy hablando.
Y me hizo copiar dos direcciones de páginas porno por internet.
—Ahí están colgadas varias de las películas de ella en esa época —siguió diciéndome él con entereza, como si se tratara de una lección que yo me negaba a recibir—. Échales un vistazo, vale la pena que comprendas bien cuál fue su sufrimiento, hasta qué punto se hundió, de qué tratan en realidad sus fotografías… Te llamo exactamente en una hora… No te vayas a ir…
Le dije que sí, que esperaba entonces la llamada.
Me serví un trago de ginebra y entré a las direcciones que Daniel me había dictado. No debí haberlo hecho. Me hice daño de un modo innecesario. En la primera película, la misma muchacha que me había besado en la casita de campo, la misma que había leído en voz alta ese poema extraordinario de su propia autoría, la misma de la que yo me había enamorado hasta el punto de disputársela a mi viejo compañero de clases, en fin, la misma joven artista llena de ilusiones que quería conquistar el mundo con su talento, esa misma era desnudada por un gigante blanco y por un negro atlético, y sometida a penetraciones brutales tanto por la vagina como por el ano, intercalándose los dos hombres y a veces al tiempo. Carmen gemía, se ahogaba, suspiraba, e incluso lloraba mirando a la cámara. Al final los dos sementales eyaculaban sobre su rostro y la dejaban manchada de semen hasta el cuello y los senos. Ella se quedaba mirando hacia el frente sin moverse, humillada, ida, como si estuviera no en una película porno sino en un estado contemplativo, extático, por fuera de sí misma. Detuve esa imagen final en la pantalla y tuve la impresión de que yo no la estaba mirando a ella, sino que ella, por fuera de su propio cuerpo, nos estaba mirando a mí y a esa actriz porno que se hacía llamar Gatúbela. Era un desdoblamiento, un instante fugaz en el que era evidente la duplicación de una persona. Quedé muy impactado y cerré la ventana en la pantalla.
La segunda película era una orgía alrededor de una piscina, en una casa solariega que estaba en algún lugar del sur norteamericano, lejos de las ciudades, pues al fondo se veían unas colinas desérticas en una tarde de sol deslumbrante. La película presentaba a dos jóvenes blancas (una de ellas era Carmen) y a una mujer negra muy voluptuosa, que empezaban a quitarse los vestidos de baño y, mientras se embadurnaban de bloqueador solar las unas a las otras, jugaban a hacer un trío lésbico. Luego entraban tres gorilas en escena que las penetraban en distintas posiciones y que se iban pasando de una en otra hasta terminar todos en un festín orgiástico donde de nuevo eyaculaban sobre los rostros y los cuerpos de las tres mujeres. En esta película era ya evidente el grado de delgadez extremo de Carmen, sus costillas marcadas, sus ojeras, sus mejillas hundidas. Me conmovió mucho que en un momento particular de la película, cuando uno de los hombres se hacía detrás de ella y la penetraba agarrándola del pelo y pegándole algunas palmadas en las nalgas, los ojos de Carmen se perdían allá lejos, en la inmensidad de ese horizonte carmesí donde el sol se ocultaba muy lentamente. Otra vez detuve la imagen en la pantalla y miré en detalle el paisaje: el desierto, claro, la arena, los pedruscos, los cactus, ese mundo desolado y solitario donde solo se escuchaba el ruido del viento contra las piedras. De alguna manera, ella pertenecía ya a ese otro planeta donde los seres humanos son bestias distantes que solo aparecen muy de vez en cuando. Se me escurrieron las lágrimas con ella desnuda en la pantalla, jalonada hacia atrás por ese amante torpe e ignorante que la vejaba sin saber quién era, sin saber que su hijo (mi hijo) acababa de morir de cáncer en una sala impersonal de algún hospital público.
Había un enlace para una tercera película de Gatúbela protagonizando una historia sadomasoquista, pero no fui capaz de verla, no tenía ya fuerzas para ello.
A la hora exacta volvió a sonar el teléfono y descolgué al primer timbrazo.
—¿La viste? —me preguntó Daniel expectante.
—Sí, tremendo, durísimo —dije todavía sin aire.
—Quería que la vieras —siguió explicándome Daniel con voz profesoral— porque los comentarios que circulan por internet sobre su trabajo fotográfico no logran ni siquiera rozar el origen de esa estética desolada y sombría.
—Ella está por fuera de sí misma —comenté desplazándome por mi apartamento con el teléfono inalámbrico en la mano—, suspendida en un estado de enajenamiento que la mantiene ausente. En la segunda película me di cuenta de que se va hacia el desierto, la mirada se pierde en lontananza y ella se escapa de ese rodaje vulgar para conectarse con otro mundo que ya la estaba esperando.
—¡Miegda!, exactamente —afirmó Daniel con un suspiro de alivio, como si por fin el discípulo díscolo hubiera asimilado a fondo la clase. Esa expresión dicha de ese modo me transportó en el tiempo a nuestros años universitarios y por unos segundos creí que estábamos a mediados de los años ochenta.
—La versión sadomasoquista no quise verla, no quiero torturarme más —dije sentándome al fin en un asiento de la cocina.
Entonces me contó que en esa misma casa donde se había rodado la orgía en la piscina, la policía, alertada por algún soplón, había hecho un allanamiento en busca de drogas y armas. Encontraron varias bolsas de heroína y Carmen quedó fichada como adicta, aunque logró pagar su fianza para quedar libre. Dos requisas posteriores, una en un bar y la otra en una fiesta de actores porno, la volvieron a dejar en manos de la policía. Un juez la puso a elegir entre la cárcel o un tratamiento en una clínica especializada. Gatúbela desapareció del estrellato de la pornografía y se recluyó en una institución donde la desintoxicaron y le ofrecieron terapia psicológica, que era lo que venía necesitando desde la muerte de Alonso. En la clínica se hizo amiga de una mujer que estaba allí de paso, una hippie que decía haber sido contactada por extraterrestres. Los psicólogos no pudieron convencerla de lo contrario y, como esa forma de enajenación (al igual que los raptos religiosos) no está considerada como una enfermedad, tuvieron que dejarla ir sin ningún tipo de restricción legal. Esa mujer se llamaba Helen Robinson. Carmen ya había cumplido con los meses de rigor, recibió un certificado y una autorización policial, y se fue con Helen a una granja hippie a cosechar tomates y flores, una especie de comuna donde se turnaban los distintos oficios: arar, sembrar, regar, fumigar, cosechar, cocinar, enseñar, etcétera. Eran varias familias de hippies que no deseaban regresar al mundo de las grandes ciudades, de la tecnología y la industrialización. No había carros y los niños iban a una escuela patrocinada y administrada por la misma comuna.
Cuando le preguntaban por ese período de su vida, Carmen respondía que se trataba de una secta cristiana. Era mentira. Decía eso solo para evitar un sinnúmero de explicaciones que la aburrían. Daniel sí estaba enterado de la verdad porque la había seguido llamando a la comuna de vez en cuando. Los integrantes de la granja eran abducidos, personas que tenían contacto con extraterrestres y que aseguraban que esos seres les habían advertido del próximo fin del mundo. Según esos mensajes, el mundo estaba a punto ya de empezar a sufrir cataclismos y desórdenes sociales de gran envergadura que lo conducirían a su propia autodestrucción. Lo curioso era que estos seres no venían en platillos voladores de otras constelaciones o galaxias, como creían otros seguidores del fenómeno ovni, sino del fondo más remoto del planeta, de una civilización milenaria de individuos provenientes de Zeta Reticuli 1 y Zeta Reticuli 2 que habían decidido quedarse en la Tierra. Cuando estaba cerca una gran catástrofe que arrasó con casi todas las especies de la antigüedad, ellos decidieron descender a las profundidades y continuar con su cultura allá abajo. Solo muy ocasionalmente salían a la superficie para entablar contacto con algunos elegidos y enviar mensajes de advertencia que podían salvar aún a millones de inocentes. Las dos puertas de acceso a ese submundo fascinante estaban en México y en Egipto, dos culturas que habían mantenido una estrecha relación con estos seres avanzados que les habían enseñado la astronomía y la arquitectura, entre otras disciplinas. Esas dos conexiones con el inframundo habían sido recorridas ya por varios de los melenudos y barbados hippies de la comuna.
Esas eran, a grandes rasgos, las creencias de los compañeros de Carmen. Una vez al mes armaban un grupo especial y se iban a acampar al desierto, donde ingerían peyote para entrar en contacto telepático con sus maestros, que, desde lo más profundo de la Tierra, tenían aún la esperanza de evitar que nosotros, los seres humanos, nos extinguiéramos por culpa de nuestras ambiciones más pedestres. Fue en esas expediciones a los desiertos de Nuevo México donde Carmen sintió de nuevo el llamado de ese espacio inconmensurable que era el espejo perfecto de su propio vacío interior.
Fue también en ese tiempo cuando se hizo sus mejores tatuajes y convirtió sus músculos y su piel en una galería donde dejaría constancia de su biografía penetrante y atormentada. Y aquí era obvio que Daniel y yo constituíamos la base de su mundo sentimental. Se había acostado con infinidad de hombres, qué duda cabe, pero con ninguno había establecido lazos afectivos, amistad, cariño de verdad. Sus dos viejos compañeros de universidad fuimos los únicos que seguimos haciendo parte real de su intimidad. Por eso nuestras fotos estaban en sus dos pies: éramos las bases de su vida espiritual, los dos pilares que la mantenían de pie. En la nalga derecha estaba Don Quijote en una alusión, claro, a Alonso, su hijo, mi hijo, nuestro hijo, y la literatura era la clave que nos unía a los tres. En la nalga izquierda estaba Sancho, pero también estaba Teseo, una alusión que ahora me parecía más clara: Teseo debe internarse en el laberinto para matar al Minotauro. Su única ayuda es Ariadna, que le tiende un hilo para que luego pueda encontrar la salida. ¿Veía Carmen a Daniel como un doble del héroe griego que debía salvarla de un monstruo? Su viejo amigo siempre leal, siempre llamándola para saber cómo estaba, siempre preocupado, siempre haciendo planes para rescatarla de sí misma. Pero esa lealtad era también la de Sancho, que viaja a través de la campiña española al lado de su amo, que aguanta palizas y no se amedrenta y que incluso en la última parte, cuando Alonso Quijano debe morir, él está ahí, al pie de la cama, acompañando a su viejo amigo y cómplice en el trance final. Daniel como un escudero que protege, como la única compañía en medio de la desolación y como un héroe que enfrenta fuerzas oscuras, monstruos y enigmas. Era un bello reconocimiento que ella había decidido llevar en su piel.
Un buen día abandonó la granja, compró el Mustang amarillo con un dinero que los de la comuna le cancelaron por su excelente desempeño junto a ellos y empezó su vida nómada, que quedaría retratada en esas magníficas fotos que la habían convertido en una artista de culto, una fotógrafa solo para iniciados. Lo que ya sabía que estaba a punto de alcanzarla, lo que sentía pisándole los talones, era la muerte, ese último paso que le hacía falta dar para encontrarse con su hijo, con mi hijo. Alonso la llamaba, le hacía señas, aguardaba por ella. Hasta que por fin lo logró gracias a la velocidad de su máquina amarilla, prótesis mortuoria de alta intensidad.
De eso hablamos con Daniel durante esa primera llamada. Me dolía el oído derecho y a cada rato tenía que cambiar el teléfono de lado para descansar un poco. Fue una conversación delirante, un preámbulo, una introducción que era necesario cumplir entre nosotros para poder acercarnos de nuevo, creer en el otro y recuperar nuestra fe perdida en el camino.
—La seguiste amando siempre —le dije a Daniel a manera de conclusión.
—Era imposible no hacerlo —contestó él con la voz convertida en un susurro—. No podías alcanzarla. Cuando creías que ya habías logrado comprenderla, asirla, ella se movía unos metros más allá y te quedabas con las manos vacías abrazando un fantasma.
—Te casaste después de su muerte…
—La llevaremos en el corazón hasta el último día de nuestras vidas, porque ahora hace parte también de ti —me respondió Daniel con una cierta complicidad—. Tu único hijo lo tuviste con ella… He leído tus libros con suma atención, no te imaginas, y me he dado cuenta de que la relación padre-hijo es una clave muy fuerte.
—El inconsciente siempre sabe más —dije a manera de defensa.
—¡Miegda!, por eso tengo que hablarte. Necesito que nos reunamos ahora a mitad de año. Solo una persona como tú puede entender la historia que voy a contarte.
—¿Te quedarás en mi casa?
—No quiero molestar. Puede ser asfixiante para ambos vernos a todas horas. Puedo quedarme en un hotel cerca de tu casa, con eso salimos a almorzar y a comer para despejarnos un poco.
Hubo un silencio de unos cuantos segundos. Era obvio que no sabíamos cómo despedirnos.
—Dale, como quieras —le dije sintiendo de repente la fatiga de tantas horas de conversación—. Lo importante es que estés cómodo. De todos modos, no me has contado nada sobre la desaparición de tu madre, ni hemos hablado de tus años de misticismo religioso. Supongo que no vendrás hasta acá para eso.
—Dejémoslo para una segunda llamada. ¿Te parece?
—Sí, por hoy es suficiente.
—¿De hoy en ocho días a la misma hora? ¿Puedes?
—Sí, perfecto, estaré pendiente —dije acercándome a la base del teléfono para colgar—. Oye, Daniel…
—¿Dime?
—Gracias, viejo.
—Yo sabía que te hacía falta una pieza y estaba entre mis manos hace años. Ya armaste el rompecabezas. Ahora yo tengo que armar el mío y te necesito para eso.
Nos despedimos con palabras afectuosas y colgamos.
Esa noche dormí entre imágenes confusas de atardeceres nebulosos y autos a toda velocidad por grandes autopistas. Me levanté exhausto, como si hubiera trabajado durante la madrugada.
A la mañana siguiente entré a la red y busqué datos sobre la clínica de desintoxicación que me había nombrado Daniel. Encontré poca cosa, datos informativos y una estadística sobre los triunfos de ese equipo de trabajo en casos crónicos de alcoholismo y drogadicción. Entonces me concentré en la secta hippie de abducidos y para mi sorpresa me tropecé con un enlace a su página web donde no solo explicaban en detalle quiénes eran y cuál era el objetivo de su misión, sino que había un registro fotográfico de sus integrantes desempeñando distintas tareas dentro de la granja.
Revisé cada una de las fotos en detalle y, en efecto, en dos de ellas aparecía Carmen vestida de manera informal, con unos jeans y unas botas de trabajo, el pelo recogido atrás en una cola de caballo, y junto a otras mujeres en una especie de bodega o de taller de almacenamiento de semillas. Las dos fotos parecían haber sido tomadas el mismo día porque la indumentaria y el lugar eran iguales. La cara de Carmen tenía un aire de fatiga que le impedía sonreír como sus otras compañeras.
En la página web informaban sobre estos seres provenientes de las estrellas Zeta Reticuli, dos cuerpos celestes gemelos ubicados en la constelación de Reticulum, a 39,5 años luz de la Tierra. Eché un vistazo aquí y allá solo por curiosidad, y me dio la impresión de que eran unos hippies inofensivos cuyas creencias no le hacían daño a nadie. Lo más seguro es que una sociedad de esas características, pacífica y trabajadora, terminara por aburrir a Carmen. Aunque la idea de un mundo subterráneo la debió atraer al principio, debió darse cuenta a los pocos días de que se trataba de una fe que no alcanzaba a contrarrestarle su necesidad de muerte y destrucción.
Esa semana fue una de las peores de mi vida. Empezó a llover a cántaros en Bogotá y lo único que se me ocurrió fue cerrar las cortinas de mi apartamento y encerrarme de día y de noche sin salir ni siquiera para hacer las compras mínimas. Pedía alimentos a domicilio y me la pasaba leyendo, tomando notas, viendo televisión y durmiendo a ratos, cuando podía. Un insomnio perseverante fue la constante a lo largo de ese tiempo que parecía no estar en los relojes ni en el calendario, pues tuve la sensación de que era un tiempo muerto, suspendido en la nada, como si la realidad se hubiera detenido y yo no supiera cómo volver a ponerla en marcha.
Una mujer, Astrid, con la que venía saliendo desde hacía unos meses, me llamó varias veces para preguntarme si estaba enfermo o qué diablos me pasaba.
—Nunca te había visto así —me dijo con un tono de recriminación que me exasperó—. Tan raro…
—Pues sí, qué le vamos a hacer —dije con cierto sarcasmo—. No tengo ganas de ver a nadie.
—¿No será que tienes a otra vieja por ahí escondida? Si es así, por favor, Mario, dímelo de una vez y ya. No juegues conmigo.
—Sí, pensándolo bien sí se trata de otra mujer…
—¿Qué? —gritó ella en el teléfono—. Qué descarado, y yo como una estúpida creyendo que estabas deprimido.
—Una mujer que regresó del pasado.
—Una ex, esas son las peores —dijo Astrid con un aire de telenovela que daba asco—. Pues allá tú, si quieres quedarte con tu exnoviecita entonces no me vuelvas a llamar.
—Quisiera, pero no puedo. Se la llevaron unos hombres grises de otro planeta y ahora está en las entrañas de la Tierra.
—¿Me estás tomando el pelo?
—Para nada. Habita otra dimensión y debe estar enviándonos mensajes para que reflexionemos y podamos salvarnos cuando llegue el Apocalipsis.
—Me estás asustando, Mario —dijo Astrid sin perder ese tonito de preocupación televisiva—. Nos hablamos después.
—No, es mejor que no nos hablemos —afirmé sintiendo un hastío que me dio mareo—. No me interesa. Estoy más cerca de las estrellas Zeta Reticuli 1 y Zeta Reticuli 2, que están a años luz de aquí, que de ti. Adiós.
Y colgué saturado de una realidad que me pareció no solo insulsa, sino peligrosamente estúpida.
Había olvidado pedirle a Daniel un favor: una foto de Alonso. No sabía si él guardaba alguna, pero como Carmen era fotógrafa, lo más seguro es que le hubiera tomado al niño varias fotografías en distintos momentos de su corta infancia. Quería verlo, necesitaba saber cómo miraba, de qué color era su pelo, qué gestos hacía, cómo era su sonrisa. Me atravesaba la duda de si se parecía a mí, o a mi padre, si yo le había transmitido lo mejor o lo peor de mi carácter, si era recio o débil, si había algo en él que me recordara mi propia niñez, cuando sentía que había algo en mí que desde ese entonces ya me alejaba de los otros. ¿Había sido mi hijo como yo? ¿Sabía que yo existía, alguien le había dicho el nombre de su padre? De algún modo, como lo había dicho Daniel, ese niño era la ficha que hacía falta para recomponer el extraño rompecabezas que era mi vida. El problema era que esa ficha ya no existía, se había roto, y por eso mi figura tenía un agujero que la afeaba de una manera grotesca.