Lo primero que hice al día siguiente de mi conversación con Daniel fue dirigirme al centro de la ciudad y buscar la dirección de la casa donde vivía el viejo Karl Klein. En efecto, se trataba de una calle desolada, sucia, muy cerca de almacenes de calzado, artículos de cuero y repuestos para motocicletas. Era una antigua mansión venida a menos y parecía abandonada. Una puerta metálica de seguridad la aislaba del trajín callejero. Me imaginé que no había sido fácil protegerla de los vagos e indigentes que seguramente se habían acercado a husmear con el propósito de invadirla.
En una tienda que estaba diagonal a la entrada principal, compré una gaseosa y le dije a la mujer que me atendió que me gustaría hablar con el dueño de esa casa para hacerle una propuesta de compra, que si lo conocía o si me podía proporcionar algún teléfono.
—Tímbrele —me dijo con cierto desdén—. Vive ahí, en el tercer piso.
—Parece desocupada —dije desde la puerta de la tienda con la gaseosa en la mano.
—Ni se le vaya a ocurrir entrar a las malas —me advirtió la mujer—. Hace un año mataron a dos tipos ahí mismo, en el primer piso.
—¿Quién los mató? ¿La policía?
—El dueño —dijo la mujer con fastidio y con miedo al mismo tiempo—. Alegó defensa propia y no le hicieron nada. Él mismo patrulla por la noche con una pistola en la mano.
—No puede ser… —dije mirando hacia arriba, hacia el tercer piso.
—Es un loco, un asesino. Yo le tengo prohibido venir por acá.
—¿Es un alemán? ¿Se llama Karl Klein?
—Sí, señor.
Le di las gracias a la mujer, pagué la gaseosa y eché un último vistazo hacia el último piso. Vi las materas de las que me había hablado Daniel, una bandera de Alemania colgada de unos ganchos metálicos y unas cortinas raídas a medio abrir. No se veía rastro humano por ninguna parte. Cuando ya me iba a ir, de pronto, como si se tratara de un fantasma o de una alucinación pasajera, una sombra gigantesca y muy delgada cruzó de un lado a otro del ventanal central del último piso, una sombra que caminaba con parsimonia, inclinada hacia adelante, como si fuera un ser de ultratumba y no un individuo de carne y hueso. Sentí un escalofrío en la espina dorsal, como si no estuviera contemplando el domicilio del padre de un viejo amigo de la universidad, sino la guarida de un ser que no perteneciera a este mundo. Tuve la sensación de estar atrapado en una película de terror.
Regresé muy impactado a mi apartamento. Esa misma tarde abrí el correo y vi el mensaje de Daniel con la información anunciada en un archivo adjunto. Me recosté en el espaldar de mi silla y me dije que toda esta historia empezaba a tomar un carácter muy sombrío. La noticia de la muerte de Carmen y de un hijo que había tenido conmigo ya me había dejado deprimido y enfermo. Por momentos me decía que lo mejor hubiera sido no enterarme de nada, no haber hablado con Daniel y haber continuado con mi vida reposada de escritor que se siente a gusto metido en su trabajo. Sin embargo, presentía que la historia iba a empeorar, que todo se estaba tornando aún más oscuro, más siniestro, y que el aire ya empezaba a escasear.
En el relato de mi amigo había algunos huecos que yo llené a punta de imaginación. Por ejemplo, me preguntaba si el viejo Klein nunca había sospechado la verdad, que su hijo no había estado secuestrado, sino que había hecho parte de las filas guerrilleras. Me pregunté qué había pasado con ese joven humilde que era el amante clandestino de Klein, Cristóbal, y si Daniel había guardado contacto con él o no. También me generaba cierta curiosidad saber cómo había conocido mi amigo a su futura esposa y si ella estaría enterada de ese pasado extraño, si él le había contado su amor por Carmen, la desaparición de su madre, la relación de pesadilla que tenía con ese alemán huraño y siniestro que era su padre. Y los hijos de Daniel, ¿sabían la historia de ese abuelo millonario que ahora vivía como un mendigo en una calle miserable del centro de Bogotá? Lo más seguro era que no, que Daniel hubiera procurado mantener a sus hijos lejos de esa herencia nefasta. Sin embargo, yo no quería convertirme tampoco en un intruso molesto, en un fisgón que husmea de manera grosera la vida de otro. Prefería que él mismo, a su propio ritmo, me fuera contando su vida hasta completar todos los detalles del relato.
Me gustara aceptarlo o negarlo, tenía que agradecerle a Daniel el hecho de que hubiera ensanchado mi vida. Yo venía construyendo ciertas certezas para enfrentar la vejez, y de repente, con solo unos pocos mensajes y dos conversaciones, todo ese tinglado que había montado durante años se vino abajo. Yo ya no era yo. Ahora era un hombre que había abandonado a una mujer embarazada, cuyo final parecía sacado de un guion de terror psicológico, había tenido un hijo y ese hijo estaba muerto y cremado en otro país, y estaba a punto de adentrarme en la historia de un amigo mío exguerrillero y exmístico cristiano. ¿A qué horas yo me había convertido en este nuevo hombre? Lo cierto es que, aunque la transformación me había costado una buena dosis de culpa y de sufrimiento, me gustaba. Sí, estaba bien el cambio. Ahora había más hondura, más relieve en el trazo.
Recuerdo perfectamente la noche en que abrí el material que Daniel me envió porque la pasé en vela, estudiando los documentos durante más de doce horas seguidas hasta que a las siete de la mañana del día siguiente, con los ojos agotados de tanto leer en la pantalla del computador, me recosté en el sofá de mi estudio, me eché una cobija encima y me quedé profundo.
Los archivos hacían alusión a un tema muy curioso: los exilios de varios alemanes nazis después de la Segunda Guerra Mundial en Latinoamérica. Eran textos de libros especializados, acompañados con fotos, y, ocasionalmente, había anotaciones del propio Daniel en los márgenes, comentarios o citas que remitían a otros textos. Se notaba al primer vistazo que era una investigación meticulosa realizada a lo largo de muchos años. Había también varias fotocopias de periódicos y de revistas tanto en español como en inglés y en francés, siempre alusivas al tema. Entre ellas, las que correspondían a mi artículo en la revista Gatopardo sobre Wolfgang Hinz, el nazi que había terminado en Barranquilla casado con una colombiana. Al frente, en un borde de la página, Daniel había anotado:
Ojo: revisar documentos de inmigrantes nazis en Colombia durante la época de Rojas Pinilla. Recordar que la mayoría viajaban con pasaportes falsos.
Por un instante se me ocurrió que estaba cayendo en la trampa de un enajenado que sencillamente había perdido el sentido de la realidad y que creía que su amigo escritor lo iba a acompañar en ese viaje delirante y sin sentido. Pensé que yo no había contemplado una posibilidad: que Daniel estuviera loco de remate, que el hecho de no haberse tratado a tiempo por la desaparición de su madre lo hubiera conducido a inventarse explicaciones fantasiosas sin contacto alguno con la realidad. Pero enseguida me avergoncé de semejante hipótesis. Sus mensajes y sus llamadas habían sido de una honestidad desconcertante, de una sinceridad que muchas veces me había conmovido hasta las lágrimas. No era justo que yo dudara así de uno de los mejores hombres que había conocido en mi vida. Además, Daniel era un tipo brillante y la descripción que me había hecho de su padre coincidía con la de la señora de la tienda en el centro de Bogotá. Lo mejor era seguir adelante, prepararme para ingresar en esa zona oscura y maloliente de la vida de mi amigo, y leerme el material completo.
Me concentré primero en unas fotos que venían solas, en un archivo aparte. Eran fusilamientos de judíos durante la Segunda Guerra, frente a unas fosas que se habían cavado con anterioridad. Varios soldados alemanes ubicaban a los prisioneros en línea y disparaban contra ellos para que cayeran hacia atrás y quedaran enterrados de una vez en los huecos. Algunas fotos mostraban los momentos anteriores a los fusilamientos, cuando los judíos, rapados y esqueléticos, bajaban de unos camiones y eran empujados a las malas hasta llegar al lugar indicado. En otras estaban los instantes precisos de los disparos, cuando los cuerpos caían masacrados por los tiros. Y finalmente había otro grupo de fotos en las cuales se veía a los prisioneros ya en el suelo y a los soldados quietos, suspendidos en una inercia momentánea, como aburridos con la situación. Era horrible percibir el tedio ante una escena semejante. Eso suponía que las matanzas eran sistemáticas, todos los días, y que de tanto repetirlas los nazis terminaban no solo por acostumbrarse a ellas, sino que llegaban a bostezar incluso, a sentir hambre y deseos de terminar rápido para poder irse a descansar un rato.
Al fondo, en lontananza, se abría un paisaje desolado: prados mojados por las lluvias invernales, rastros de nieve en algunos arbustos y un lago congelado por el frío. Era como si la temperatura exterior fuera una metáfora del clima interior, psíquico, de los asesinos. Y los prisioneros judíos, protegidos escasamente con unos uniformes a rayas, parecían estar más allá de esa atmósfera helada que rodeaba la escena, como si el dolor padecido con antelación los hubiera inmunizado ya ante tanta devastación y tanta crueldad, como si sus cuerpos estuvieran más allá de sensaciones como el frío o el calor. Eran imágenes verdaderamente demoledoras.
Un detalle terminó de impresionarme: en una de las fotos había un grupo de personas observando la matanza. Individuos comunes y corrientes, seguramente tenderos, agricultores y artesanos del pueblo más cercano. Algunos estaban con sus mujeres y sus hijos, todos muy abrigados, con gorros y con bufandas de colores oscuros. Cuando los prisioneros pasaban junto a ellos, era evidente que se conocían, que esos testigos sabían quiénes eran los reos, las víctimas, los que iban a ser asesinados. Si uno miraba las fotos en detalle, muy lentamente, se daba cuenta de que los judíos los miraban sin recriminarles nada, con una tristeza profunda, como despidiéndose, como perdonándolos. Era inevitable preguntarse por qué esas familias contemplaban un crimen sistemático de esa envergadura sin decir nada, sin moverse, casi con una aprobación tácita. Muchos de los que iban hacia la muerte podían ser incluso sus amigos, sus vecinos, gente que les había prestado plata, les había hecho algún favor o con la cual habían compartido fiestas y celebraciones. Entonces, ¿por qué miraban los fusilamientos con ese desparpajo, sin inmutarse? ¿Por qué invitaban a sus mujeres y a sus hijos a que contemplaran los crímenes? ¿Por qué nadie se congestiona, nadie llora, nadie se vomita?
Y justo aquí era que ingresaba el horror en toda su fuerza: en un rincón de una de las fotos había un perro, un perro pequeño que batía la cola ante la presencia de los prisioneros. Uno incluso podía suponer que su dueño era alguno de los reos que iban a fusilar. Y en una de las fotos, justo en el momento de los disparos, ese animal se sobresalta y empieza a correr asustado, es un instante en el que se le ve con las patas traseras levantadas, emprendiendo una carrera para escapar de ese lugar donde el animal percibe un peligro, una amenaza. Enseguida uno posa la mirada en los testigos y continúan impávidos, como adormecidos. Entonces aparece el horror: uno entiende que el único en manifestar una respuesta ante la masacre fue el perro, y que eso lo ubica en una posición más humana que los humanos.
La penúltima foto que revisé era intrigante y supongo que para Daniel tenía un sentido especial. Se veía a un hombre barbado y con el cabello cortado a ras, muy delgado, con la estrella de David cosida en un costado de su uniforme de prisionero, y antes de que los soldados alemanes lo subieran a uno de los camiones militares (seguramente para conducirlo a alguno de los campos de concentración), él le entrega un libro a otro hombre: un amigo, un hermano, un primo o un conocido cualquiera, no se sabe. La foto es el instante exacto en que la mano del recluso deja el libro sobre la mano del desconocido. El gesto es de una dulzura triste porque se trata de una despedida y de la entrega de un testamento al mismo tiempo. Lo único que tiene el prisionero judío en su vida, su única pertenencia, su único bien, es ese libro. Es fácil imaginar a ese hombre muerto de frío en el invierno, hambriento, leyendo su libro en alguna guarida, en algún sótano maloliente mientras afuera se está llevando a cabo el fin del mundo. ¿La Torá, una novela, un libro de poemas, una biografía? No se alcanzan a ver el título ni el autor. Lo que estremece es el gesto de entregar un libro antes de morir, dejar un mensaje que se considera importante a las generaciones venideras antes de ser gaseado o cremado. Y también podemos imaginarnos al que recibe el libro leyéndolo después ansioso, expectante, a altas horas de la noche, huyendo de las requisas y los allanamientos, y preparándose para que cuando llegue el momento tenga que entregárselo a otro de los sobrevivientes. ¿No es eso, acaso, la literatura, un regalo hecho solo de palabras que pasa de mano en mano, de generación en generación, mientras la muerte nos acecha a todos y nos extermina?
La última fotografía era aterradora: alguien, quizás el primer soldado aliado que ingresa en uno de los campos de exterminio y que lleva una cámara consigo, captura ese primer instante cuando abren uno de los galpones y aparecen los primeros sobrevivientes. Es un grupo de cuarenta o cincuenta prisioneros que no pueden moverse debido a la debilidad física, inclinados hacia adelante porque la columna vertebral no puede sostenerse a sí misma erguida, amarillos, delgados hasta el punto de que a varios de ellos se les marca la calavera en el rostro, el hueso muy pegado a la piel, babeantes, escurridos los unos contra los otros y mirando a la cámara con un gesto de incredulidad, de estupefacción, de no estar entendiendo qué es lo que está pasando en la realidad. Es una escena macabra, deprimente, que uno preferiría no haber visto nunca. Ese grupo de hombres parecen seres de otro planeta, o una especie aparte, distinta de la humana, más fantasmal, como si nosotros hubiéramos sido capaces de engendrar vampiros o roedores humanos. Y lo espeluznante se agrava cuando uno se da cuenta de que esa mutación ha sido generada por un exceso de proximidad con la muerte, es decir, que esos individuos no están entre la vida y la muerte, sino que están más muertos que vivos, la muerte se ha tomado ya sus ojos, la palidez de sus rostros, la posición encorvada de sus troncos. Son distintos porque están pegados a la muerte, rozándola, y suponemos que muchos de ellos, incluso, no podrán ya sobrevivir, no alcanzarán a salvarse aunque los soldados aliados los inyecten y hagan hasta lo imposible por revivirlos. Y tal vez lo mejor sí sea morirse, porque vivir el resto de la vida con esos recuerdos adentro es aún peor, obliga a una vergüenza máxima: la vergüenza de haber sobrevivido al Apocalipsis mientras los demás han entregado su vida a cambio.
Tuve que ir hasta la cocina y prepararme una taza de té. Regresé al computador y eché un segundo vistazo a la foto. Entonces me dije que esos hombres, también, habían visto morir a sus hijos, a sus hermanos, a sus padres, a sus amigos más cercanos, a sus esposas que eran conducidas a las cámaras de gas desnudas y con los cráneos rapados. Y ese testimonio lo llevaban en sus propios cuerpos, en sus miradas, en esa piel apergaminada que se les pegaba a los huesos como papel celofán.
Finalmente imaginé la vida futura del soldado que había tomado esa foto, la culpa atroz que tuvo que haber sentido por haber descubierto ese último reducto de prisioneros con vida. Durante años tuvo que levantarse a la madrugada ahogado, temblando de pánico, con los ojos llenos de lágrimas, espantado por ese pasado que lo perseguía sin darle tregua alguna. Cabía una posibilidad: que, como muchos otros soldados de otras guerras, no pudiera soportar esos recuerdos y terminara alcoholizado en un bar, con la ropa sucia, sin afeitar, o colgado de un lazo en una habitación miserable donde ya no podía aguantar más el peso de esas imágenes. Porque ser testigo de una atrocidad pesa, resta velocidad, paraliza, hunde, precipita la conciencia hacia unos agujeros negros de los cuales es imposible escapar.
Las primeras copias del segundo archivo trataban sobre la vida de Joseph Mengele en Suramérica. «El Ángel de la Muerte», como le decían en Alemania, había sido el médico más famoso de los campos de exterminio de Auschwitz I, de Auschwitz II (Birkenau) y de Auschwitz III (Monowitz). Los prisioneros llegaban amontonados en trenes malolientes donde muchas veces tenían que orinar y defecar entre la maraña de brazos, cabezas y piernas de los otros condenados. Cuando abrían las puertas de los vagones, varios cadáveres quedaban en los pisos de los trenes o caían al suelo asfixiados y con el rictus de su rostro trastornado. Sin embargo, más allá del temor a ser conducido a la cámara de gas o a los hornos crematorios, había un terror mayor: ser elegido por el médico, por Joseph Mengele, para alguno de sus experimentos.
La especialidad de este galeno nazi era la genética y arrastraba desde tiempo atrás una obsesión: los gemelos. Lo que atraía de un modo irracional a Mengele era la capacidad que hay en nuestros cuerpos para procrear seres idénticos, replicantes, espejos humanos. Por esta razón, elegía a algunos de los prisioneros para esterilizarlos y otros para abrirlos en la mesa de disección y explorar dentro de sus órganos en busca de la clave de la vida. Muchos de esos prisioneros morían en las camillas abiertos en canal, desangrados y con sus corazones palpitando al aire libre. Eran los cobayos humanos del Monstruo, como también se le llamaba a Mengele en los tres campos de concentración.
No deja de asombrar cómo el tema de los dobles fue un tema capital al interior del Tercer Reich. Primero como un asunto místico, Cástor y Pólux, los Dioscuros, Géminis, los gemelos que todos llevamos dentro de nosotros mismos, las dos caras de una misma moneda que es la identidad. Si Alemania era capaz de crear una raza de seres idénticos, sanos, fuertes e inteligentes, se convertiría en el primer pueblo en el planeta en darle forma y sustancia a una especie perfecta. Pero después de 1942, cuando el ejército nazi empieza a perder la guerra, el tema de los dobles fue un tema de estrategia militar: cómo hacer para que las mujeres del Reich parieran hijos dobles que más tarde pudieran ser usados como soldados en el combate.
En 1945, con los soviéticos prácticamente en la puerta de los tres campos de concentración, donde había sido colgado un letrero que rezaba El trabajo os hará libres, Joseph Mengele se fuga y de allí en adelante su vida parecerá sacada de uno de sus propios experimentos, pues tuvo que duplicarse y duplicarse en distintas personalidades para poder escapar de las autoridades internacionales que lo buscaban por el mundo entero para procesarlo por crímenes de guerra. Se cambió el nombre varias veces y usó distintos pasaportes para poder huir sin llamar la atención.
Lo primero que hizo fue esconderse en su propio país para eludir los juicios de Núremberg, donde muchos de sus conocidos eran protagonistas de grandes horrores. Después logró contactarse con el Vaticano, donde la cúpula nazi gozaba de grandes amistades, y las autoridades católicas le otorgaron su primer pasaporte falso para poder embarcarse en Italia con rumbo a Argentina. A ese país suramericano entró bajo el nombre de Helmuth Gregor y afirmando ser un mecánico técnico.
Es increíble que uno de los grandes asesinos de los campos de exterminio nazis hubiera terminado camuflado en la Argentina de Perón llevando una vida común y corriente, poniéndose corbata y asistiendo a reuniones de la colonia alemana en Buenos Aires, hablando de ópera y de arte como cualquier ciudadano europeo culto y elegante. No obstante, el Monstruo no pudo estar mucho tiempo alejado de su obsesión y muy pronto se hizo pasar por un ducho en temas veterinarios: trató a varios ganados de la zona con drogas desconocidas que hicieron a las hembras parir mellizos. Los terratenientes y ganaderos estaban felices con los tratamientos realizados por el mago Gregor.
Los servicios de inteligencia del recién fundado Estado de Israel se pusieron a la cacería del Ángel de la Muerte, lo rastrearon, y descubrieron que estaba exiliado con otro nombre en Argentina. Enseguida se pusieron en acción y empezaron su búsqueda. Las autoridades alemanas solicitaron varias veces su detención y extradición a las autoridades argentinas, que no solo se hicieron las de la vista gorda, sino que además le dieron la voz de alarma para que emprendiera la fuga hacia Paraguay, donde estaba una de las colonias alemanas más extrañas del mundo.
A finales del siglo XIX, el cuñado de Nietzsche, el esposo de su hermana Elisabeth, una especie de profeta apellidado Förster, había viajado a ese país a fundar la Nueva Germania, una colonia de alemanes que no pensaban mezclarse con nadie y donde jamás entraría un judío. Sería una civilización aparte, un territorio donde el pueblo elegido se entrenaría en la salud física y mental, y en una adecuada severidad espiritual. Cuando Europa se viniera a pique por culpa de los banqueros y los prestamistas judíos, cuando la decadencia de la raza (debida a la mezcla con otros pueblos atrasados e ignorantes) hundiera a la población europea en la imbecilidad y la barbarie, entonces en el Cono Sur existiría una colonia de seres especiales, la Nueva Germania, unos individuos incólumes que estarían preparados para volver a Europa y recuperar la grandeza y la dignidad perdidas. Ese era el propósito de Förster, el enviado de Dios que impediría la catástrofe del pueblo alemán.
Lo curioso es que Hitler tuvo noticias de esa colonia paraguaya, y después de 1942, cuando el ejército alemán empieza a replegarse y a darse cuenta de que ya ha pasado su momento de esplendor, el Führer intenta repatriar a todos esos alemanes de la Nueva Germania para que militen en los ejércitos de su país. El problema es que no hay dinero para financiar ese proyecto.
Bien, en esa colonia alemana se refugia el mecánico Helmuth Gregor durante siete años. Inyecta a los ganados de las fincas de la zona y empiezan a parir terneros mellizos. No llama la atención y procura llevar un bajo perfil. Aun así, tiene noticias de que los servicios de inteligencia israelíes lo tienen en la mira, jóvenes espías que son hijos o parientes directos de los cobayos humanos que él sacrificó en Auschwitz. Entonces se ve obligado a emprender una nueva fuga, hacia Brasil.
En ese país, Mengele viaja por ciudades y pueblos distintos, lleva una vida itinerante y sin paz alguna, pero llama la atención su estadía en un pequeño pueblo, Cândido Godói, donde experimenta con varias mujeres fértiles de la región. Aún hoy en día, ese pueblo perdido en la inmensidad brasileña es famoso mundialmente porque tiene la tasa gemelar más alta del mundo. ¿Casualidad? Difícil. Es muy raro, por no decir improbable, que el gran experto en gemelos del siglo XX, el único médico que tuvo a su disposición millones de individuos para poder hacer con ellos lo que le diera la gana, eligiera ese lugar para esconderse y que de un momento a otro la gente de los alrededores empezara a tener hijos gemelos como si se tratara de un acto de prestidigitación. Finalmente, el Monstruo muere ahogado un día cualquiera en una playa brasileña.
Al margen de estos textos que documentaban en detalle la vida de Mengele en Suramérica, Daniel había subrayado el nombre de uno de los biógrafos, el argentino Jorge Camarasa, y había escrito de su puño y letra en una de las copias del libro de este autor:
Ojo: El laboratorio de experimentación de Auschwitz fue reemplazado por América Latina, territorio donde se cumplieron algunos de los sueños del Cuarto Reich. Nuestro continente fue el refugio de los ángeles de la muerte y aquí continuaron con su labor. Somos los hijos de un experimento nazi.
Leí y releí este párrafo muchas veces. ¿Hacia dónde me estaba conduciendo Daniel? ¿Qué era lo que quería de mí? ¿Qué demonios eran los que lo estaban atormentando?
Entré a Google y escribí el nombre de Mengele. En las páginas dedicadas al Ángel de la Muerte, en la sección que hablaba sobre sus experimentos, explicaban en detalle todas sus atrocidades, sus experimentos delirantes con seres humanos en los laboratorios del campo de exterminio de Auschwitz.
En una página paralela de internet estaba publicada una foto que volvió a hundirme en el agobio que venía cercándome desde hacía horas, cuando me había puesto a analizar las primeras imágenes. Eran cuatro pequeños que habían servido como conejillos de Indias en los experimentos del Monstruo.
Quizás cuando se trata de niños, la crueldad es aún mayor, porque de algún modo esos hombrecitos o esas niñas son no solo más débiles, sino más inocentes también.
Los ojos. Esas miradas.
El blanco y negro que acentúa el efecto devastador.
¿Cómo se llaman, quiénes son?
¿Son amigos entre ellos?
No pude más y me di cuenta de que frente a estas imágenes el lenguaje fracasa, no sirve, no es útil. Hay dimensiones de la existencia que solo pertenecen al silencio, pero no a un silencio cómodo, tranquilo y reposado, sino a un silencio desesperado, angustiante, impotente.
Dos días después revisé los otros documentos que venían en el último archivo adjunto del mensaje de Daniel. Hacían referencia primero a la captura en Buenos Aires de Adolf Eichmann, otro criminal de guerra nazi que había sido uno de los organizadores principales de la llamada «solución final». Este asesino se escondió, como tantos otros, en el Cono Sur gracias a un cambio de identidad: se hacía llamar Ricardo Klement. Sin embargo, el servicio de inteligencia israelí, que no estaba dispuesto a olvidar las atrocidades cometidas en contra de sus amigos, de sus padres y de sus abuelos, se dedicó durante un buen tiempo a rastrearlo, y, en efecto, lo encontró trabajando con ese otro nombre en la compañía Mercedes Benz de la capital argentina. Y lo siguieron, lo vigilaron y al fin lo raptaron y lo condujeron clandestinamente a Israel para que pagara por lo que había hecho durante la guerra.
Finalmente, las últimas páginas (las cuales solo ojeé) hacían alusión a otro nazi que había buscado refugio en Suramérica, esta vez en Bolivia: Klaus Barbie, un espía que había estado al servicio de la CIA, que estaba muy bien contactado con los Rangers bolivianos, y que, según varias versiones, estaba implicado en las informaciones claves que condujeron a la captura y el posterior fusilamiento del Che Guevara en ese país. Barbie se camufló bajo el apellido Altmann y fue protegido por los militares bolivianos, con los cuales tuvo tratos desde su llegada a ese país, con quienes trabajó y para los cuales incluso conformó tropas de paramilitares.
Muy agotado por la lectura y el análisis de los archivos que me había enviado Daniel, sobre todo por el material fotográfico, dejé la investigación a un lado y me dispuse a descansar antes de recibir la llamada siguiente.
Una pregunta me rondaba la cabeza: ¿Para dónde iba todo esto? ¿Hacia dónde apuntaba Daniel? Ya por aquel entonces estaba seguro de que el meollo del misterio era el padre de mi amigo, el viejo Karl Klein, pero me negaba a aceptar que ese señor, por muy loco que estuviera, fuera un individuo que tuviera que ver con los criminales de guerra de su país. ¿Un cómplice, un estafeta, un colaborador menor? ¿Y cómo diablos había tenido contacto él desde Colombia con Mengele, con Eichmann o con Barbie? Era imposible. Si Daniel me pensaba contar una historia traída de los cabellos para justificar todo el odio que sentía hacia su progenitor, no tenía otra salida que despedirme de mi viejo amigo de universidad y cortar todo lazo que me uniera a él. En fin, lo mejor era esperar esa llamada y no prevenirme más.
Sin embargo, no tenía ni idea hacia dónde pensaba conducirme Daniel Klein. De haberlo sabido, me hubiera preparado con antelación.