La misma noche en que leí el mensaje de Daniel Klein entré a Google, escribí su nombre en el buscador y revisé su hoja de vida. Era un profesor muy reconocido en Barcelona y encontré varias publicaciones suyas sobre pedagogía y arte, sobre las modificaciones que sufre la conciencia del aprendiz por medio de la sensibilidad artística. Me di cuenta de que era un tipo muy consultado por los ministerios de Educación europeos, y cuando busqué fotos suyas para saber qué aspecto tenía ahora, una oleada de nostalgia me inundó de manera intempestiva. Daniel aparecía siempre con sacos formales, con camisetas sin cuello de colores vistosos (anaranjado, morado, verde limón) y con un sombrero ladeado hacia la izquierda. Seguía siendo delgado y su enorme estatura le otorgaba a su rostro de hombre maduro un aspecto como de ogro bueno. Su sonrisa seguía teniendo ese aire de bondad a toda prueba que lo desarmaba a uno de inmediato cuando lo tenía al frente. Me pregunté mil veces cómo había sido capaz durante los años universitarios de hacer semejante canallada, cómo diablos se me había ocurrido enamorarme de su novia, de esa muchacha encantadora que había sido su primer amor.

Recordé también que a veces, cuando las conversaciones se ponían acaloradas, él solía soltar un «¡Mierda!» pronunciado de una manera curiosa, gutural, como si fuera un francés al que le costara mucho trabajo ubicar la lengua contra el paladar. Sonaba entonces como «¡Miegda!» y algunos de nuestros compañeros creían que se trataba de una pose afrancesada, como si estuviera imitando ese tono misterioso que tenía Cortázar en sus entrevistas o cuando leía alguno de sus textos. Pero no, la verdad es que se trataba de una muestra de su pasión al hablar, pues si decía esa misma palabra en otro contexto la pronunciaba normalmente.

Luego busqué a Carmen y mi sorpresa fue mayúscula. La encontré reseñada en varios blogs como una fotógrafa de culto, misteriosa, al margen de modas y de los vaivenes del mercado. No tenía ni idea de que Carmen había abandonado la literatura y que se había dedicado a tomar fotos. De todos nosotros, tal vez ella era la que tenía el futuro literario más prometedor. Por aquel entonces yo escribía y reescribía mis primeros cuentos, pero no había publicado nada todavía ni sobresalía entre los demás estudiantes de la facultad que también querían escribir.

Vi en la pantalla de mi computador unas fotos suyas colgadas en una exposición colectiva en Madrid, en el Palacio de Bellas Artes. Eran imágenes en blanco y negro de desiertos inconmensurables, infinitos, inverosímiles, con tres o cuatro nubes arriba que le recordaban al espectador que eran escenas reales, que se trataba de nuestro propio mundo. No sé por qué me desalentaron tanto. Sentí un agobio que iba creciendo poco a poco dentro de mí mientras observaba su trabajo. Una soledad impactante, devastadora, se tomaba todo el espacio, como si la arena, el aire y el cielo se introdujeran en el espectador a través de la retina. Uno se sentía afectado físicamente, como si le acabaran de clavar un bisturí en el ojo. Nunca había experimentado algo similar.

Encontré un sitio en la red especializado en tatuajes, en diseños y en la importancia de ciertos símbolos, y se destacaba el nombre de Carmen Andreu como una artista plástica que había decidido convertir su propio cuerpo en un museo. En las fotos, casi desnuda, aparecía ella con la gran mayoría de su piel tatuada de mil colores. Una serie de figuras mezcladas obligaban al espectador a concentrarse para empezar a diferenciar cada uno de los dibujos. Lo curioso es que ver el conjunto general daba la impresión de estar frente a un universo donde formas, objetos y seres vivos conformaban una especie de amalgama mística, de huevo original a punto de estallar. Recuerdo algunas de esas figuras porque en una de ellas yo estaba implicado:

Antebrazo izquierdo: una serpiente multicolor devorándose su propia cola. El eterno retorno de lo idéntico, según los mitos antiguos.

Brazo derecho: un verso de Jaime Gil de Biedma con el cual ella tenía que sentirse identificada porque define su propia posición de vida y su obra como artista: Porque hay siempre algo más, algo espectral…

Torso: dibujos enredados de animales fabulosos citados en distintas mitologías. Un minotauro, un ave fénix, centauros, dragones, varios basiliscos.

Senos: dos girasoles soberbios.

Espalda: imágenes de hadas y de enanos viviendo en un bosque frondoso.

Piernas: pájaros de todos los colores y tamaños mezclándose unos con otros en las pantorrillas, los muslos, las rodillas, los tobillos.

Pie izquierdo: una foto de Daniel cuando estaba joven en la universidad, con su cabellera rubia a la altura de los hombros.

Pie derecho: una foto mía en la que estoy pensativo mirando algo a lo lejos. Creo que fue una foto que me tomó ella misma en la casita de campo, alguna tarde en que me quedé ensimismado contemplando el valle.

Nalga izquierda: Sancho Panza en uno de los grabados de Doré con su burro al lado. Y, envolviéndolo, otro tatuaje mezclado con este: Teseo frente al Minotauro sorprendido, mirándolo sin poderlo atacar todavía.

Nalga derecha: el famoso grabado en el que se ve a Don Quijote haciendo piruetas en la soledad de Sierra Morena.

Cuello: una enredadera tomándose centímetro a centímetro cada pedazo de piel hasta las orejas y la nuca.

Vientre: un desierto con un cactus, y unas ligeras colinas a lo lejos se extendían hasta introducirse en la tanga que ella tenía puesta en la foto, y uno suponía que la arena de ese paisaje desértico bajaba y se apoderaba de todo su sexo. Hice una relación rápida: quien quisiera penetrarla tenía primero que adentrarse en ese mundo donde solo sobrevivían animales salvajes acostumbrados a la soledad y el silencio.

Ver a Carmen casi completamente desnuda, impregnada de sus imágenes sagradas, convertida ella misma en templo y santuario, me impactó sobremanera. Además, sus ojos gatunos seguían teniendo ese aire de salvajismo que la hacía tan atractiva, tan distante, tan imposible de poseer. Por un momento me pregunté si en el fondo de mí mismo no había seguido enamorado de ella todos estos años.

En una página web de un fanático de sus fotos estaba colgada una larga reseña sobre ella. Decía que desde muy joven Carmen había optado por la búsqueda de otra realidad. Tenía la certeza de que esto que vemos y tocamos y oímos es solo una dimensión, quizás la más aburrida de todas. Por eso se propuso dar con otras, cruzar el umbral e ingresar en esos otros planos donde la estaba esperando una alegría que esta realidad no le proporcionaba.

Su primer intento fue con las drogas. Probó desde alucinógenos suaves hasta LSD, heroína y peyote mexicano. Los viajes de mescalina les dieron a sus fotos ese aire surrealista, esa atmósfera como de estar en otro planeta. Fue una época dura para Carmen. La detuvieron en dos ocasiones por posesión de sustancias ilícitas y la policía la fichó como una yonqui que tal vez traficaba también pequeñas cantidades. Un juez de Alabama la obligó a someterse a un tratamiento de desintoxicación en una clínica especializada. Carmen aceptó con tal de no ir a la cárcel. Estuvo seis meses recluida en una institución bajo observación médica. Fue un tiempo muerto en el que no hizo nada sino cumplir con las terapias, hacer las dietas respectivas, leer uno que otro libro y escuchar las historias repetitivas de sus compañeros drogadictos, historias que no la conmovían en absoluto y que lo único que hacían era multiplicar su desdén.

Salió con su cuerpo recuperado, pero con su mente ávida de nuevos escapes. Esta vez probó con la religión y se volvió adepta de un grupo religioso que se preparaba para el Apocalipsis en el año 2012. Vivía en una granja donde cultivaba tomates y leía la Biblia todo el día. Las fotos de esa época son, en efecto, místicas, como si lo que el desierto ocultara detrás de ese vacío fuera una presencia divina invisible, un espacio privilegiado donde Dios nos está esperando a todos para revelarnos nuestro destino. Finalmente se aburrió de la vida campesina y se retiró un día cualquiera. El motivo fue claro: la comunidad la presionaba para que hiciera un hogar, para que se casara y tuviera hijos. En una entrevista que le hizo por esos días una revista cultural, ella aseguró:

El amor para mí es una experiencia estrictamente individual, un encuentro que sucede solo en presente. Cuando intento compartirla con mi pareja fracaso enseguida. Los hombres siempre quieren meterme en sus futuros, hacer planes conmigo, proyectarse hacia adelante junto a mí, y han fracasado de manera estruendosa porque yo no tengo futuro y porque ellos le tienen miedo al presente… En cuanto a tener hijos, jamás he soñado con ser madre. Mi instinto maternal está atrofiado. Amo los niños porque son los seres más cercanos al artista, pero para tener un hijo se necesita una confianza en el futuro que yo no tengo. Como le explico, soy puro presente, solo existo aquí y ahora, y por eso la fotografía es un arte perfecto para mí. Es más, si quiere que le diga la verdad, yo no soy como los otros fotógrafos porque yo no disfruto revelar mis fotos, verlas, ni siquiera me gusta exponerlas. A mí solo me gusta el instante prodigioso en el que las tomo.

Cuando se salió de la secta, Carmen se compró un Ford Mustang amarillo y se dedicó al nomadismo por las carreteras poco transitadas del sur norteamericano: Texas, Nuevo México, Arizona. Vivía dentro de su carro y ocasionalmente paraba en moteles baratos para tomar una ducha y descansar en una cama de verdad. Luego seguía en su cacharro sin detenerse ni siquiera a conocer los pueblos que atravesaba. Lo único importante era estar en movimiento. Las fotos del desierto de esa época son quizás las mejores: el desierto se transforma en un universo habitado por seres invisibles que se esconden en las sombras de las dunas, en los cactus, en los lagartos que se paran sobre las rocas.

Por esos años escribió en un diario:

Siento que una presencia misteriosa me persigue, que me pisa los talones y que si me alcanza me aniquilará. Fuerzas innombrables están detrás de mí y yo lo único que hago es esquivarlas, salvarme de ellas. Huir no es un placer, sino una estrategia de supervivencia. Hay algo temible en la quietud, algo peligroso, algo que puede destruirnos de forma invisible. Los sedentarios son como zombis porque la inercia es lo más parecido a la muerte… Si alguna vez logro detenerme, me gustaría tener una estación de gasolina en la mitad del desierto y llenar los tanques de los carros de otros que permanecen en movimiento…

La reseña cerraba diciendo que Carmen Andreu había muerto en 1999 en un accidente automovilístico a pocos kilómetros de Laredo, Texas, en la frontera con México. El fanático terminaba con un párrafo afectuoso sobre ella:

Se durmió al volante y el carro rodó por una hondonada. No conozco a otra persona que haya buscado con tanto ahínco una salida de esta inmediatez, de esta cotidianidad que a veces tenemos que cargar como un fardo molesto y pesado. Y sus fotos del desierto son testimonios magníficos de esa búsqueda, mensajes que es preciso saber escuchar.

Cerré las ventanas de internet y me quedé un buen rato inmóvil con los brazos cruzados. Carmen ya estaba muerta, increíble. Me sentí esa noche más viejo, más cansado, como si de repente me hubieran caído encima diez o quince años. ¿Sabía Daniel que ella había llevado esa vida itinerante y que había muerto en su ley, fiel a sí misma? Seguramente que sí. Hasta era posible que se hubieran carteado durante esos años y que después Daniel, desde la soledad cobarde del académico que reflexiona sobre lo que hacen los que sí corren riesgos (artistas, escritores, pensadores), hubiera incorporado en sus trabajos esas búsquedas extremas de su antigua novia. Todo era posible.

Daniel en el pie izquierdo. Yo en el pie derecho. ¿Era un acertijo? ¿Qué había querido decir con eso? No pude evitar hacerme una pregunta idiota, infantil: ¿Ella era derecha o zurda?

Me bebí un vaso de té helado y volví al mensaje de Daniel, a esas palabras que habían resucitado mi pasado remoto de manera incómoda, pues para ser sinceros no me sentía a gusto con esos recuerdos, ni con la vida que había llevado Carmen, ni con su muerte al timón de su Mustang amarillo. No sabía por qué esa imagen me deprimía: la muchacha nómada huyendo a toda velocidad en un aparato que no es como los otros porque se trata de una leyenda, una máquina simbólica cuyo color amarillo acentúa aún más su irrealidad. La muchacha surrealista que va y viene por las carreteras de ese sur gringo que es el opuesto del norte desarrollado y racional. Una fuga en medio de la nada.

Después de releer esa carta hasta la saciedad, continuaba generándome un cierto pánico. Se lo atribuí al principio a mi propia culpa, pero no, pensándolo fríamente no era eso, sino el tono del escrito de Daniel, esas palabras enunciadas con tristeza y con ánimo revanchista al mismo tiempo, como si a lo largo de los años hubiera alimentado una necesidad de venganza que ahora estallaba en su verdadera magnitud. ¿Una venganza contra quién? ¿Una venganza de qué? ¿Sabía acaso dónde se había escondido su madre? ¿Los había abandonado a él y a su padre por irse en busca de otro hombre? ¿Tanto Alicia como Carmen se habían comportado sin saberlo de la misma manera? ¿Con los años él había descubierto el entramado siniestro de su novia y el de su madre, y ahora, aunque fuera un poco tarde, había llegado el momento del desquite? ¿Y qué tenía que ver esa historia conmigo? ¿Y el padre, ese viejo gruñón alemán que parecía ser la clave de la misiva, qué papel jugaba en ese supuesto ajedrez del que hablaba Daniel?

En fin, las preguntas eran interminables, y decidí que podía volverme loco si seguía urdiendo hipótesis en el aire. Lo mejor era escribirle, y punto. Pero no tenía ánimo para hacerlo esa misma noche, así que opté primero por irme a dormir.

Esa noche soñé con un encuentro casual en una carretera. Yo estaba haciendo autostop en medio del desierto y de un momento a otro aparecía un Mustang amarillo y frenaba justo frente a mí:

—Hey, escritor, qué alegría verte —decía Carmen con una sonrisa sarcástica, joven aún, con el pelo revuelto y la cara quemada por el sol del desierto.

—La alegría es mía —decía yo feliz, dichoso de verla y de poder hablarle.

—¿Para dónde vas?

—No sé, adonde vayas tú —contesté midiendo los pasos para subirme al asiento del copiloto.

—Lo siento, Mario, son caminos distintos —dijo ella sin dejar de sonreír—. Nunca fuimos hacia el mismo sitio. Buena suerte…

Y arrancó haciendo chirriar las llantas en el asfalto. Yo sentí que me ahogaba, que una desazón incontrolable me oprimía el pecho, y me desperté por fin hundido entre las almohadas, con la respiración entrecortada y las sienes bañadas en sudor.

Al día siguiente no quise escribirle a Daniel en las horas de la mañana. No sé por qué eludí la cuestión y me fui para el centro, a caminar un rato por La Candelaria. Necesitaba estar solo, buscar ciertos estados de ánimo introspectivos que me fortalecieran para poder enfrentar ese pasado que, de un día para otro, había resucitado dejándome una vaga sensación de desaliento. Creo que desde el comienzo, desde esa primera noche en la que, después de releer la carta, investigué algunos datos sobre Daniel y sobre Carmen, intuí que una historia aplastante se me estaba viniendo encima, una historia para la cual tenía que pararme bien si no quería irme a la lona y perder por nocaut.

Detrás de la historia de Daniel, como de la de Carmen, había una idea que intentaba hacerme daño: ¿por qué había sido yo el único de los tres que había logrado construir una obra literaria? Si era buena o mala no era el problema. La cuestión era por qué yo, que quizás de los tres era el menos talentoso de todos, era el que había terminado haciendo de verdad una obra cerrada y compacta. No quería enfrentar a Daniel sin solucionar este punto, porque de lo contrario, si yo aceptaba cierta culpa inconsciente, iba a ponerme en una posición de desventaja, de pecador que baja la cabeza y que acepta el castigo ulterior. Y no, no era justo conmigo mismo asumir ese rol.

Si me había ido a la cama con Carmen era porque ella lo había decidido así. Era joven, hermosa, inteligente y podía hacer con su cuerpo lo que le diera la gana. En las relaciones sentimentales olvidamos con frecuencia el libre albedrío del otro: pasamos por alto que puede seguir haciendo lo que quiera. Y por mi lado se aplicaba la misma regla. Yo no era un esclavo, ni estaba sometido a nadie: podía desear a la mujer que yo quisiera y era legítimo intentar conquistarla. Si después me había trasteado y había cortado la relación con Carmen no era porque no la quisiera o porque la despreciara, sino porque ella no había sido capaz de terminar su relación anterior y yo no estaba dispuesto a jugar mis afectos en un trío. Eso había sido todo.

Por el otro lado, me dije lo que ya sabía, pero que necesitaba recordar con urgencia: que el artista tiene todo en contra y que su talento no le sirve para vencer las pruebas que están en el camino, no es suficiente. Son la obsesión, el delirio, la fuerza de espíritu, la voluntad, la disciplina a toda costa, la furia, la reciedumbre en el temperamento, la indignación, el coraje, el vigor, el carácter y cierta lucidez a la hora de urdir estrategias de resistencia los que al final se imponen para que la obra exista. Si Carmen y Daniel no habían escrito sus respectivas obras literarias no había sido por falta de talento, sino porque la madera de sus barcos no estaba hecha para grandes tempestades. Y eso no tenía nada que ver conmigo.

Lo que sí estaba claro era que yo no pensaba caer en la trampa de sentirme culpable por haber sido más fuerte. Muchas de nuestras culpas tienen su origen en que al interior de la cultura que nos educó (el cristianismo), la debilidad es una virtud. No se trata tampoco de alardear ni de inflar el ego hasta que explote. Se trata de hacerse responsable de la propia fuerza y de aceptarla con beneplácito. Y una voz me decía que en esta historia, si no quería terminar aplastado, era preciso tener claridad al respecto desde el principio.

En las horas de la tarde decidí por fin escribirle a Daniel. Abrí un archivo nuevo en el computador y empecé a responderle a mi viejo amigo su carta misteriosa que tantos recuerdos había evocado en mí.

Estimado Daniel,

había olvidado por completo miles de detalles de mi pasado universitario, hasta que tus palabras me obligaron a realizar ese viaje al que quizás, inconscientemente, le tenía tanto miedo. Y lo que descubrí me ha dolido en lo más hondo…

Me quedé pensando… ¿Le contaba lo de Carmen y yo? ¿Ya lo sabía y solo se iba a sonreír? ¿No lo sabía y entonces iba yo a removerle una vez más esas pasiones dormidas? Opté mejor por la prudencia. Además, su carta mostraba una cierta predisposición a la tragedia y era mejor no contribuir a esa visión negra y catastrófica de la realidad. Mejor hacerse el idiota y, en caso de que él pusiera el tema, entonces sí entrar en materia y contarle ciertos detalles que de pronto no conociera. Seguí adelante con la carta…

Has hecho una lectura psicológica de mis libros y, como siempre, has dado en el blanco. Claro que sí, hay un móvil psíquico de gran potencia que impulsa esa visión apocalíptica tanto en las novelas como en los relatos. Sin embargo, y sé que también este punto lo habrás descubierto hace rato, el aspecto psicológico no es suficiente a la hora de explicar el ritmo, la pulsación más interna de una obra literaria, la cadencia que pretende ahondar en el aquí y ahora. Se trata también de dar con las nuevas coordenadas de un continente tan complejo y contradictorio como América Latina. Digamos que el factor psicológico te sirve solo de puente, de enlace para conectar con un afuera caótico y vertiginoso. Pero bueno, no voy a escribirte para hacer una disquisición sobre mis libros. No soy yo el encargado de juzgarlos. Eso les corresponde a los lectores.

Vi por internet que eres un académico famoso y muy respetado. No sabes la alegría que sentí al ver tus publicaciones y tus artículos reseñados con tanto entusiasmo por tus seguidores. También tuve acceso a fotos actuales tuyas y no has perdido ese encanto que tenías de joven, esa actitud de frescura y de parsimonia inteligente que te ponía siempre por encima de los demás. Fue muy grato verte ahora, ya veterano, con la misma sonrisa irreverente que te caracterizaba de joven.

No pude evitar el recuerdo de Carmen Andreu y la busqué también por internet. Desde nuestros años de juventud no sabía nada sobre ella. Me llevé una tremenda sorpresa. No estaba enterado de que era una fotógrafa de culto y su biografía me causó una gran impresión. Su cuerpo tatuado me indicó la suma de presencias fantasmagóricas que la acompañaron en sus continuos viajes por los desiertos norteamericanos.

Aquí volví a detenerme e hice de repente una relación que no sé de dónde me vino. Mi foto estaba tatuada en el pie derecho. La de Daniel en el izquierdo. Y en la nalga derecha estaba Don Quijote haciendo piruetas en Sierra Morena. En la izquierda estaban Sancho y su burro. ¿Había Carmen establecido algún código mediante el cual a mí me correspondía la imagen de Don Quijote solo en Sierra Morena, dolido, lejos de su escudero y de los otros hombres, haciendo una reflexión sobre la relevancia de su oficio, esto es, sobre la importancia de ser un caballero andante? ¿Era yo, o mejor, era todo escritor un caballero andante extraviado en medio de un oficio que no sabe muy bien para qué sirve? O pensado de otra manera: ¿Es la literatura un disparate maravilloso que deja a los escritores siempre perdidos sin saber quiénes son realmente ni para qué son útiles?

Y Daniel, ¿había sido comparado con Sancho y su burro en una metáfora malvada que hacía alusión a que una inteligencia desmedida como la suya convertía a cualquiera en un ser desvalido e infantil como Sancho Panza? No, imposible, todo esto eran interpretaciones descabelladas de una mente desocupada como la mía.

Decidí no citar las dos fotos nuestras. Preferí dejar que él mismo lo hiciera más adelante si lo consideraba oportuno. Seguí con mi carta…

La muerte de Carmen me ha causado un profundo impacto. Desde joven era evidente que ella no iba a llevar una vida común y corriente, y que su talento creativo tarde o temprano se tenía que imponer. Lo que no pude intuir en ese entonces es que su sensibilidad tuviera un fuerte componente autodestructivo. Jamás sospeché que pudiera llegar a convertirse en una fanática religiosa o en una drogadicta. No alcancé a vislumbrar ese costado de su personalidad. Y bueno, saber que una persona de nuestra misma generación se reventó ya contra el mundo nos deja un sabor muy amargo en la boca, pues de alguna manera significa que una parte de nosotros mismos ya no existe: la parte que esa persona guardaba dentro de sí.

De mi vida, Daniel, tengo poco que contarte. Todo está en los libros. He vivido para ellos y por ellos. No me casé ni hice una familia. Ese tipo de obligaciones no son para mí. Me molesta estar a cargo de algo o de alguien, me parece una forma de esclavitud, de sometimiento, un peso que me resta libertad creativa, tiempo para vagar y divagar, tiempo para el ocio, que es el origen de todo estallido artístico.

El escritor empieza alejándose de los otros para vigilarlos mejor, para observar en detalle sus pasiones, sus contradicciones, sus bajezas, sus virtudes más sobresalientes. Eres un espía que vive agazapado, atento, olfateando cualquier historia que ilumine la condición humana, camuflado muchas veces entre los otros haciéndote el imbécil, cumpliendo con roles viles o sin sentido, pero la verdad es que estás al margen, que no participas de sus tristezas ni de sus desilusiones. Finges hacerlo, incluso para ti mismo, pero en el fondo sabes bien que tu destino es otro, que tu misión es otra, que algo que hay en ti te exilia cada día más.

Así que, sin poder evitarlo, terminé convertido en un viejo lobo solitario cuyo sentido vital no existe por fuera de la literatura. Con el paso del tiempo se me han invertido los planos: lo que sucede afuera me parece pura ficción y las historias que leo y escribo me parecen la realidad profunda del mundo. Mi vida solo es posible ya en función de los libros, tanto los propios como los ajenos. La literatura es un acto mediante el cual uno empieza escribiendo y al final termina fagocitado, devorado por aquello que escribe. No encuentro mejor manera de explicarte quién soy y qué me ha pasado.

Nunca supe lo de tu madre, Daniel, y no sabes cuánto lo siento. La recuerdo bien porque fue una mujer muy amable conmigo y le gustaba debatir con nosotros sobre arte y literatura. Sé que no alcanzo a imaginar el dolor que te debió causar su desaparición. Una prueba de ese calibre no es posible compartirla o explicarla. Hay zonas de la realidad que escapan a las palabras. Créeme que he lamentado el hecho de que te haya tocado enfrentar, siendo tan joven, una historia semejante. Como dices bien, una desaparición es mucho peor que una muerte: porque es una puesta en el abismo.

Bien, tu carta deja una puerta abierta hacia el misterio: tu padre. Releyéndola me di cuenta de que el meollo de tu mensaje estaba en realidad ausente, en la sombra. Has preparado el terreno para entrar más adelante en materia y la verdad es que me has dejado lleno de preguntas.

Antes de reunirnos ahora a mitad de año, me gustaría saber qué fue de ti después de la universidad, qué hiciste, cuándo viajaste y cómo fue tu vida antes de convertirte en el prestigioso profesor que eres ahora.

Yo también te anexo todos mis datos y ya tienes mi correo personal para que mantengamos el contacto por este medio. Si quieres quedarte ahora en vacaciones en mi apartamento, eres bienvenido. Hay un cuarto de huéspedes con su baño independiente, nada lujoso, pero sí muy cómodo.

Un fuerte abrazo, Daniel, el cual espero darte muy pronto.

Tu amigo,

Mario

En los días siguientes me dediqué a buscar rastros de Daniel y de Carmen en Bogotá. Recorrí los viejos barrios donde vivían, sus antiguas casas, e incluso realicé una pequeña visita a la casita de campo que yo tenía arrendada por aquel entonces y me tropecé con la desagradable sorpresa de que ahora es un condominio lujoso con vigilancia privada y cámaras de seguridad por todas partes.

Una tarde, buscando el apellido Andreu en el directorio telefónico, encontré a tres personas, dos hombres y una mujer. Los dos primeros eran parientes muy lejanos que apenas sabían de quién se trataba. La tercera era una prima de la misma edad que al comienzo se puso a la defensiva, y que después, cuando le expliqué por teléfono que había sido su compañero y que estaba buscando material para escribir un artículo sobre ella, bajó la guardia y me dijo en un tono melancólico que me desarmó:

—Carmen no era como nosotros, como usted o como yo. Desde niña fue diferente. No jugaba a las muñecas ni soñaba con casarse ni tener hijos. Era aérea, angelical…

—¿Qué quiere decir con angelical? —pregunté sintiéndome como un imbécil al escuchar yo mismo las palabras que acababa de pronunciar con tanta torpeza.

—Entre nosotros viven ángeles, señor Mendoza, seres que tienen ciertas misiones, ciertos deberes con la humanidad —afirmó ella sin alterar el tono de su voz—. Bach, Picasso o Shakespeare no eran seres humanos, sino voces de Dios, mensajeros. No importa si terminaron en palacios o en burdeles malolientes: sus obras nos muestran un camino para mejorar. No sé si entiende lo que le quiero decir…

—Perfectamente.

—Carmen era una enviada y por eso sufrió tanto. Antes decían que los dioses los eligen jóvenes. Es una frase acertada. Carmen murió joven porque no era posible imaginarla con los achaques de una persona mayor, con las enfermedades, con las visitas al médico o al odontólogo. La vejez, por fortuna, no es para todo el mundo, señor Mendoza.

—¿Nunca dictó clase en una universidad, o trabajó en revistas o en el sector cultural?

—Jamás. Este mundo decadente no era para ella. Lo que tenía que decir está en sus fotografías.

—¿Hay algún rastro de ella en Bogotá, alguna institución expuso sus fotos?

—Yo misma llevé ese material a galerías y a museos, y nadie se interesó. Usted sabe cómo es nuestra idiosincrasia. Detestamos a cualquiera que sobresalga un poco. No fue posible mostrarlas en público ni publicarlas tampoco en ninguna revista. Menos mal que apareció internet, de lo contrario se hubiera quedado en el completo anonimato.

—No sabe cómo le agradezco su tiempo. Muchas gracias por hablar conmigo. Creo que tarde o temprano escribiré algo sobre ella.

—Se lo merece de sobra. Avíseme en ese caso para poder leerlo.

Me despedí con cierta amargura en la voz y colgué. No entendía por qué la imagen de Carmen se iba apoderando de mi interior. Empezaba a sospechar que un vínculo sagrado existía entre ella y yo. Una sospecha que la segunda carta de Daniel vino a confirmar de una manera brutal.

Me llegó al correo electrónico y venía como archivo adjunto. Desde las primeras palabras supe que iba a ser destrozado por una información para la cual no estaba preparado. Aun así, leí de un modo desaforado, tragándome las palabras en cada renglón, consciente de que mi vida ya nunca volvería a ser la misma.

Querido Mario:

Muchas gracias por tu pronta respuesta. Me alegra enormemente que me recuerdes con el mismo aprecio con el que yo te recuerdo a ti. Y antes de aceptar la invitación que me haces a tu casa, la cual es un honor para mí, es preciso que te cuente ciertas cosas. Si después de leer esta carta sostienes tu invitación, aceptaré gustoso. Quiero aclararte que el objetivo de mi visita no es este, la cuestión con Carmen, pero sé que si no pasamos esta prueba no podremos seguir hacia adelante. Así que enfrentémosla de una buena vez.

Cuando te mudaste de tu casa campesina y te desapareciste en esa típica actitud tuya de fuga, mi relación con Carmen empeoró aún más. Sabes bien que ella ya no me quería y que siguió a mi lado solo por compasión, por culpa, y, también es bueno decirlo, por un cierto concepto de lealtad amistosa. Pero amor, lo que se dice amor de verdad, ya no había entre nosotros.

Tu escapada la puso furiosa al principio y después se deprimió y se encerró en un mutismo del que no quiso salir durante semanas. Entonces descubrí que algo había pasado entre ustedes dos. No había que ser muy agudo para descubrirlo. Ella estaba dolida por tu partida porque tú no habías tenido ni siquiera la delicadeza de darle la cara y de despedirte de ella explicando tus argumentos. Eso lo supe más tarde.

Después de ese primer estadio de silencio y de encierro, Carmen se deprimió de una manera brutal, despiadada. Yo no le conocía esas inclinaciones tan dañinas, esas pasiones tan extremas. Los celos me carcomían las entrañas. Yo no había sido capaz de despertarle unos sentimientos tan profundos, mientras que tú, con tu aire de escritor joven que se las sabe todas, la habías descompuesto. Te odié y te maldije todos los días de esas largas vacaciones en las que la esperanza de ser feliz al lado de Carmen desapareció en un lapso de pocas semanas.

Poco a poco logré sobreponerme a los celos y al resentimiento, y empecé a preocuparme en serio por la salud de Carmen, que cada día se deterioraba más. Mi amor por ella era tan grande, que pensé incluso en consolarla, en perdonarla y en recomponer mi relación con ella. No me importaba que hubiera estado contigo ni que te quisiera de esa forma descontrolada. Lo único que anhelaba era poder seguir a su lado, continuar junto a ella.

Carmen no mejoró. Su cara demacrada y con ojeras denotaba el dolor tan grande que estaba sintiendo. Yo la visitaba todos los días, estaba pendiente de ella, le llevaba jugos y postres a ver si lograba entusiasmarla para que se alimentara un poco mejor. Pero nada, seguía hundiéndose progresivamente en un túnel que parecía no tener salida.

Al fin una tarde, muy cerca del día de Navidad, Carmen decidió sincerarse conmigo y me dijo mirando por la ventana de su cuarto:

—No es justo que sigas a mi lado. Tengo que tomar ciertas decisiones y no quiero que estés cerca de mí. No es egoísmo, quiero que lo entiendas bien. Es respeto, un enorme respeto que siento por ti.

Pensé que estaba hablando de suicidarse y un temblor helado me recorrió el cuerpo entero. No alcancé a responderle cuando ella me dijo en el mismo tono de tristeza irremediable:

—Estoy embarazada, Daniel. Y tú no tienes nada que ver con esto…

No sabes la rabia tan grande que sentí en ese momento. Si hubieras estado presente te habría estrangulado sin pensarlo. El jovencito engreído y presuntuoso que eras por aquel entonces se había meado en mi futuro, había mancillado lo más puro que la vida me había dado, y después, como si nada, se había cerrado la bragueta y se había largado a seguir jugando al escritor misterioso. Así te vi ese día, así te sentí.

Carmen y yo siempre habíamos usado condón. Teníamos muy claro que un embarazo no deseado podía dar al traste con nuestras carreras y nuestros sueños. Éramos muy cuidadosos con el tema. Y era evidente que ese cuidado se había ido a la basura contigo. Durante meses, de día o de noche, te imaginé acostándote con ella sin condón, sintiéndola, gozándola, y el corazón me palpitaba aceleradamente, las manos me sudaban y tenía que agarrarme la cabeza porque sentía que me iba a explotar de la desesperación. Era obvio que para ti no había sido un acto de amor, sino de placer. Te importaba un cuerno qué pudiera pasar después. No habías hecho el amor con ella, te la habías tirado como a cualquier puta callejera a la que se le pagan unos cuantos pesos por unos minutos de placer. Y esa imagen, la de ella gozando como una zorra vulgar mientras tú te derramabas dentro de su cuerpo, me atormentó hasta el delirio, casi hasta la locura.

Las palabras de Carmen abrieron un hueco en la realidad y me dejaron en un vacío tan demoledor que tuve que sentarme en su cama para recobrarme.

—No sé si voy a abortar o si lo voy a tener —continuó diciendo ella mientras sus ojos recorrían la calle a través de la ventana—. Y sea una cosa o la otra, es mi decisión, es mi cuerpo, y no quiero tenerte cerca porque no quiero tu piedad, ni tu perdón ni tu conmiseración.

Para hacerte más breve este episodio, te diré que no tuve otra salida sino acatar esa solicitud. Me retiré durante días y pasé la peor Navidad que te puedas imaginar. La palabra Navidad, Natividad, nunca ha tenido tanto sentido para mí. Cuando ya no pude más y llamé a Carmen para decirle que si quería abortar yo la acompañaría sin decirle nada, sin juzgarla, sin recriminarla, su madre me informó que ella había viajado a Estados Unidos donde unos parientes y que no regresaría porque pensaba quedarse en ese país a estudiar.

Te podrás imaginar lo que fue para mí esa noticia. Carmen solo me había dejado una carta en la que me rogaba, en aras del amor que había existido entre nosotros, que no te fuera a contar nada a ti. Y fíjate, he cumplido esa promesa hasta el día de hoy. Y te cuento solo porque ella ya está muerta.

Carmen y yo seguimos carteándonos durante años y algunas veces (cuando se enteró de lo de mi madre, por ejemplo) me llamó para darme ánimos, para fortalecerme cuando más lo necesitaba.

Te haré un resumen para no alargarte más de la cuenta esta historia. Sé que todo esto te llega de una manera súbita y que tienes que tragártelo sin anestesia.

Carmen no abortó. Su hijo (tu hijo) nació el primero de septiembre del año siguiente. Lo llamó Mario Alonso, Mario Alonso Andreu. No sabes lo bello que era, lo ingenioso, lo travieso. Tenía tus ojos y ese desdén de niño astuto que tanto lo asemejaba a ti. Su nombre es un homenaje a Don Quijote, porque Cervantes duda del apellido (Quijano, Quijana, Quesada), pero no del nombre: Alonso. Como ya te habrás dado cuenta, los tatuajes en el cuerpo de Carmen son símbolos de su vida afectiva, una auténtica biografía hecha piel.

Alonso hizo muy feliz a Carmen a finales de los años ochenta y comienzos de los noventa. Fue la época en que ella estudió fotografía y se graduó con honores. Trabajaba en talleres de otros fotógrafos más reconocidos y no le iba nada mal. Una tía y un primo por parte de su madre fueron de gran ayuda para ella. Alonso crecía haciendo vida de familia normal y era extraordinario, divertido, muy dado a las travesuras y a burlarse con audacia de los adultos que intentaban imponerle conductas sin explicárselas antes. Hablaba inglés y español, y algunas veces conversé con él por teléfono. Carmen nunca se arrepintió de haberlo tenido. Solía repetir que era lo mejor que la vida le había dado.

Le propuse en varias oportunidades que reiniciáramos la relación, que yo podía viajar a Estados Unidos y buscar becas para hacer mi doctorado allá. También le insistí en una idea que me rondaba la cabeza desde hacía tiempo: ser un padre para Alonso, adoptar a tu hijo con mi apellido y educarlo de la mejor manera posible. Y te juro, viejo, que ningún sueño me hacía más feliz que pensar en estar junto a ellos dos. Pero ella siempre me respondió lo mismo: no quiero a nadie que conozca ese pasado mío, a nadie que relacione a Alonso con Mario.

Así fueron pasando los años. Yo tuve un período religioso de gran envergadura sobre el cual te hablaré más adelante. Carmen fue mi único soporte cuando intenté rehacer mi vida lejos de Colombia.

En 1992, cuando acababa de cumplir los siete años, Alonso enfermó gravemente, se sometió a unas terapias intensivas, pero los médicos no pudieron salvarle la vida y el niño murió siete meses después entre los brazos de Carmen. No tengo que explicarte lo que significó esa muerte para ella. Puedo afirmar que ella murió con Alonso ese mismo día a esa misma hora.

A lo largo de los meses estuvo al lado de la cama de tu hijo. No dormía, no comía, iba a la casa solo a cambiarse de ropa. Vivía de unos ahorros y de la solidaridad de su familia, que no la descuidó un solo instante. Bajó quince kilos de peso y tuvo que cortarse el pelo porque se le estaba cayendo a pedazos.

Después de la muerte de Alonso se quedó en un estado de autismo difícil de precisar. No se arreglaba, andaba por la calle sin saber muy bien adónde se dirigía, se quedaba en los parques contemplando a los niños durante horas enteras. Ya no estaba en esta realidad. Entraba a los almacenes de ropa infantil y acariciaba los sacos diminutos, esos pantalones que parecen diseñados para enanos, los zapatos en miniatura. Dormía con los muñecos de Alonso, con sus carritos y sus espadas de plástico, se secaba con sus toallas, se lavaba los dientes con su cepillo, compraba jabones para niños con diseños de dinosaurios o de equipos de fútbol, leía historietas a cualquier hora del día y se quedaba a la madrugada durante horas mirando televisión en los canales infantiles: dibujos animados, guerras interestelares, concursos.

Todo esto me lo contaba su tía cuando yo llamaba para hablar con ella unos minutos. Fue una época terrible, en la que todo el dolor lo estaba aguantando ella sola sin decir nada. Muchas veces se me ocurrió buscarte, hablar contigo, explicarte, pues pensaba que solo tú podías rescatarla de esas profundidades. Pero después me decía que era un disparate. Carmen jamás me hubiera perdonado una infidencia de ese estilo.

Aquí hay un paréntesis curioso: Carmen y yo recordamos que a los siete años tú casi te mueres de una peritonitis (un episodio que contarías después en uno de tus libros). Había una correlación macabra en ese dato.

Las fotos que has visto de ella hablan en realidad del vacío que le dejó la muerte de su hijo. Esos desiertos, esos colores fantasmales, esa soledad prehistórica que no se puede llenar con nada es la soledad que ella sentía dentro de sí misma. Los desiertos son retratos de la ausencia de tu hijo, Mario, un hijo que, aunque no conociste, existió y le dio sentido a la vida de esa muchacha con la que te acostaste de manera pasajera y que para ti no significó gran cosa.

¿Qué más puedo decirte? Tu hijo fue cremado y sus cenizas se esparcieron en el río Potomac, desde un puente en Washington. A partir de ese mismo día, después de los servicios funerarios, Carmen empezó el descenso del que tanto hablan sus seguidores en internet: las drogas, la religión, el nomadismo desaforado por los desiertos sureños norteamericanos. Puro vacío, pura ausencia, puro sinsentido.

Yo viajé a verla para intentar un rescate, pero ya estaba enganchada a la heroína. Era la sombra de sí misma. Después recibí dos llamadas desde estaciones de gasolina, solo para decirme que estaba cerca de Alonso, que dentro de poco se reuniría con él. El día que me enteré del accidente por una llamada de su tía sentí un gran alivio. La muerte era para ella una salida de emergencia, una forma de escapar a una vida que era un infierno.

Volví a viajar para estar en sus honras fúnebres. Esparcimos sus cenizas con su tía y con su primo en el mismo río como un acto simbólico de reunión sagrada con Alonso.

A grandes rasgos, esa es la historia, Mario, que sucedió a tus espaldas. Solo después de la muerte de Carmen pude casarme y hacer una familia. Tengo dos hijos: Mario y Daniel Alonso. Espero que algún día puedas conocerlos. Son dos adolescentes magníficos que han leído tus libros y que te citan en sus colegios en las clases de literatura. El mayor sabe que lleva ese nombre en homenaje a ti y no hace sino preguntarme a cada rato por qué no te he invitado todavía a la casa, por qué no te escribo, por qué no reanudo mi amistad contigo. Dice que será escritor y que después de terminar el colegio quiere irse a Colombia a estudiar Literatura.

Mi hijo Alonso quiere ser director de cine, imagínate. Se la pasa viendo road movies en donde los protagonistas se fugan en viejos automóviles a través de campos y desiertos. La vida es sumamente extraña, da unos giros que desconocemos, que no sabemos cómo interpretar, y que luego nos muestran que por encima de nuestros discursos racionales hay hilos invisibles que conectan unas fuerzas con otras más allá de nuestras míseras voluntades.

Lamento mucho si por momentos esta carta ha sido no solo cruda, sino brutal. No quiero corregirla ni suavizarla. Voy a dejarla tal cual, al vaivén de las pasiones que sentí mientras te la escribía. Si en algo te ofendo, me excuso con antelación. Sabes bien que no es la intención. No es mi estilo.

Si después de leer esta carta quieres que conversemos con más calma, avísame y yo te llamo en un horario que acordemos.

Tu amigo de toda la vida,

Daniel