Escribí el nombre de Klaus Zimmermann en varios buscadores de internet. Nada. No aparecía información sobre él en ninguna parte. Sus datos secretos no habían sido subidos a la red.

Lo primero que investigué fue que después de la Segunda Guerra muchos académicos se hicieron la pregunta de por qué durante el nazismo tanta gente había colaborado con la segregación y el exterminio, gente que no era sádica por naturaleza, ni trastornada ni psicótica, gente común y corriente que había hecho parte del horror. Y entre esos estudios me llamó particularmente la atención uno que se haría muy famoso durante la década de los años setenta.

El psicólogo social Stanley Milgram diseñó un experimento en el cual una especie de maestro-director tenía bajo su control a un discípulo-subalterno. Ambos roles estaban bajo el mando de él, del experimentador, el cual se hacía totalmente responsable por lo sucedido. Ofreció un dinero y buscó colaboradores a los que les llamara la atención la convocatoria. El maestro-director, si el otro no respondía a discreción un cuestionario, tenía que enviar una descarga eléctrica y castigarlo. Todo se hizo en un laboratorio de la Universidad de Yale y bajo supervisión de las autoridades. Mucha gente respondió al aviso y quiso participar.

Milgram convocó antes a una serie de psiquiatras expertos en conducta humana y les dijo que arriesgaran una predicción: ¿cuántos ciudadanos norteamericanos promedio serían capaces de enviar descargas eléctricas suficientes como para matar al otro participante? Los psiquiatras afirmaron que personas no sádicas no podían disfrutar de la violencia ni del dolor ajeno. Predijeron que menos del 1% llegaría hasta el final del experimento. Los grandes expertos no podían estar más equivocados y lo único que demostraron es que no tenían ni idea de cómo actuaban las personas en ciertos roles de obediencia.

El resultado fue abrumador: el 65% llegó hasta el final e hizo descargas de 450 voltios sobre el otro participante, que se contorsionaba de dolor y suplicaba detener el experimento. Lo que nadie sabía es que ese alumno-subalterno era un actor que dramatizaba la acción, que fingía estar recibiendo las descargas. En realidad se trataba de un experimento para medir los niveles de salvajismo bajo las órdenes de una gran autoridad.

El 65% de los que asumieron el rol de castigadores mataron en teoría al otro participante. Entre esa gente había de todo: comerciantes, abuelas desocupadas, religiosos, jóvenes impetuosos, maestras de escuela. Era una gama de individuos de distintos oficios, de edades disímiles y de estratos sociales variados. La gran mayoría torturó y asesinó sin ningún reparo. Cuando se les preguntó por qué habían hecho algo así, por qué no paraban, por qué no se apiadaban, por qué no se rebelaban ante los aullidos de dolor del otro, todos contestaron que ese no era su problema porque la que estaba a cargo era la Universidad de Yale. Es decir que, ante una gran autoridad que asume la responsabilidad por lo sucedido, que libera al individuo de toda culpa, la gran mayoría dejamos salir una corriente subterránea de bestialidad y somos capaces de grandes atrocidades sin inmutarnos siquiera.

Este experimento presentó distintas variantes, y entre ellas hay algunas en las cuales se le dice al hipotético torturador que el otro es un violador de varios niños, o un criminal, o un terrorista que mató a muchas personas poniendo una bomba. Es decir, implantando una información que disminuye al otro moralmente frente al maestro-director se introduce una variante interesante que aumenta aún más la cifra de sádicos potenciales dentro de nuestra sociedad. En varios de esos experimentos la cifra llegó hasta el 90% de torturadores asesinos.

Alguien sugirió que el nombre de la Universidad de Yale de por medio era lo que generaba esa cifra. Milgram realizó entonces los experimentos en una compañía privada, lejos de los predios de la universidad. Los resultados fueron los mismos. Incluso se llevó a cabo una variante al interior de un hospital con veintidós enfermeras a las cuales se les ordenó inyectarles a ciertos pacientes una alta dosis de un medicamento que los mataría enseguida (en realidad, se trataba de un placebo, pero ninguna de las enfermeras lo sabía). Los resultados de enfermeras asesinas fueron increíbles: veintiuna mataron sin hacer preguntas. Solo una se resistió y prefirió ser despedida (lo cual, por supuesto, no se llevó a cabo). Cuando les preguntaron por qué habían sido capaces de matar con esa sangre fría, todas se limitaron a responder que la clínica lo había ordenado así, que médicos expertos lo habían decretado, no ellas.

Después hubo experimentos en institutos, en centros comerciales, en escuelas, en almacenes donde llamaban a una empleada y le decían que uno de sus clientes era un terrorista y que tenía que ayudar a detenerlo y a torturarlo. En todos ellos, la obediencia llevó a la gran mayoría de los sujetos a comportarse de una manera brutal e irracional.

Esto demostró el poder de las circunstancias sobre los sujetos y la importancia de la obediencia en procesos límites. Solo los desobedientes pueden dudar, reflexionar y resistirse. La desobediencia, en este caso en particular, es un valor, una virtud.

La cantante norteamericana Donna Summer, que estuvo en una de las tantas variantes de este experimento que se llevó a cabo en un McDonald’s de Mount Washington, Kentucky, resumió su experiencia con claridad: Lo ves desde fuera y te dices «yo nunca lo habría hecho». Pero si no has estado en esa situación y en ese preciso momento, no tienes ni idea de lo que harías. Ni idea.

Esto me condujo al estudio de Hannah Arendt sobre Eichmann, uno de los organizadores de la «solución final», después de que los servicios de inteligencia israelíes lo raptaran y lo llevaran a Jerusalén para ser juzgado por sus crímenes de lesa humanidad durante la Segunda Guerra. Ya prisionero en esa ciudad, Eichmann fue entrevistado en distintas oportunidades por seis psiquiatras distintos, esperando que alguno de ellos, por supuesto, diera con las claves de ese comportamiento asesino que llevó a millones de judíos a morir en los campos de exterminio. Se esperaba que en las capas más profundas de la psicología de este nazi apareciera un sadismo extremo que les permitiera a los médicos investigar las causas de un comportamiento anormal semejante.

Los seis psiquiatras dieron un veredicto similar: Eichmann no solo era completamente normal, sino incluso un tipo aburrido. Sus relaciones familiares, tanto con sus hijos como con sus propios padres, eran modélicas, impecables. No había ningún rasgo violento o psicopático, como creyeron los analistas al principio. Durante los años de exilio en Argentina jamás había presentado inclinaciones extrañas o tendencias a agredir a otros. Su trabajo en la Mercedes Benz y su vida familiar eran reposados, rutinarios, como los de cualquier trabajador común y corriente. Incluso sus familiares y sus compañeros de trabajo lo recordaron siempre con afecto, como un tipo decente, respetuoso y afectuoso con los demás. Algo de no creer.

Eso llevó a Hannah Arendt a acuñar un término terrible: la banalidad del mal. Es decir, Eichmann no disfrutaba con las masacres, ni era un megalómano enfurecido, ni era el típico individuo que había sido maltratado en su infancia, nada de eso. Era un funcionario que estaba cumpliendo a cabalidad con su trabajo, con lo que sus superiores le habían encargado, nada más. Quería ser eficiente, anhelaba hacer las cosas bien para que luego le dieran una palmada en la espalda y lo ascendieran. No era un genocida, era un burócrata. Es posible incluso que solucionar tantos problemas en los campos de exterminio le pareciera tedioso, pero se esforzó al máximo para no pasar por un funcionario perezoso y negligente. De eso se trataba su historia.

Me parecieron tremendas estas conclusiones. Revisé también otros materiales sobre terrorismo internacional, en los cuales las conclusiones eran similares: los suicidas que hacen explotar bombas en sitios públicos eran individuos comunes y corrientes, sin ninguna patología sobresaliente. También el gran experto en estos temas, el psicólogo Philip Zimbardo, explicaba que no de otra manera se puede explicar que los soldados arrasen poblaciones civiles enteras, lancen bombas y masacren ciudadanos sin pensar, sin detenerse un segundo a reflexionar sobre lo que están haciendo. ¿Acaso los pilotos del Enola Gay, cuando lanzaron la bomba atómica sobre Japón y chamuscaron a miles de civiles, estaban en un trance de sadismo incontenible? No, estaban cumpliendo órdenes. ¿Y Vietnam? ¿Y ahora las matanzas de civiles en Irak y en Siria? ¿Y las torturas de Guantánamo y de tantas otras prisiones? ¿Y la cantidad de atropellos que cometen en contra de individuos inocentes los servicios de inteligencia de todos los Estados del globo? ¿Cada uno de esos funcionarios gubernamentales es un sádico, un desviado, un enfermo mental que necesita un tratamiento psiquiátrico con urgencia? No, son empleados que reciben órdenes, y es aquí cuando la expresión de Arendt alcanza su máximo grado semántico: se trata de un mal banal, sin mayor hondura, y quizás por eso mismo el horror se agiganta y nos incrimina. Cualquiera de nosotros es capaz de ajustarse a situaciones malsanas y de actuar no contra la corriente, sino a favor de ella. Los torturadores y los genocidas no son gente especial: pueden ser nuestros vecinos, gente con la que nos tropezamos en la peluquería o en el supermercado, antiguos compañeros de clase, nosotros mismos. He ahí el espanto.

No sé si fue por coincidencia o por destino, pero por esos mismos días en los que estaba investigando y leyendo todo lo que me encontraba al respecto, me tropecé en la red con un experto en el tema nazi en América Latina: el argentino Abel Basti. Él había ido en sus investigaciones un paso más allá: no solo estaban las fugas de Mengele, Eichmann y Barbie muy bien documentadas, sino que todo indicaba que el jefe máximo, el propio Führer, había emigrado hacia Argentina en un momento dado y se había camuflado en la Patagonia.

Al comienzo, esta hipótesis suena descabellada, como sacada de una película de aventuras o de una de esas teorías de la conspiración de paranoicos sin remedio. Pero poco a poco, a medida que me iba adentrando en los libros de Basti, todo iba cobrando forma y encajando en su lugar.

Recordé que durante mis años de profesor universitario nunca les había podido explicar a mis estudiantes muy bien la razón por la cual Estados Unidos y Alemania, durante la Segunda Guerra Mundial, habían sido en realidad más cómplices que enemigos. No solo se trataba de la fuga de los científicos y pensadores alemanes a distintas ciudades norteamericanas, sino que las compañías y los bancos de ambos países mantuvieron un intercambio comercial fluido y en permanente crecimiento.

Claro, porque el verdadero enemigo de Estados Unidos no era Alemania, sino la Unión Soviética. De hecho, después de 1945 empieza la Guerra Fría, que dura hasta nuestros días. La antinomia de los norteamericanos no era el fascismo, sino el comunismo. Si los soviéticos y los estadounidenses eran tan aliados y tan amigos, ¿por qué iniciaron una confrontación de espías, intervenciones internacionales y duras estrategias políticas apenas terminó la guerra? La clave está en entender que nunca fueron amigos. Los Estados Unidos sabían desde el comienzo que más tarde iban a necesitar de Alemania para enfrentarse al poder de los soviéticos. Ese pequeño detalle permite comprender el complejo panorama de esos años.

Hitler tenía varios dobles, los cuales solían reemplazarlo en eventos sociales y militares. Eran tipos muy parecidos a él, más o menos de su misma estatura, que habían aprendido sus gestos y copiado sus ademanes a la perfección. Los otros jerarcas nazis también habían seguido este ejemplo de conseguir dobles suyos. Era una táctica de camuflaje y distracción. En el caso del Führer, los dobles habían sido operados para crearles las mismas lesiones de espalda y su dentadura había sido modificada para que la placa dental fuera idéntica a la original. Eran gemelos calcados que funcionaban muy bien para despistar al enemigo.

Uno de esos dobles, Ferdinand Beisel, fue elegido para quedarse en el búnker en los últimos días de abril de 1945. Cumplió con un guion establecido mientras el Führer escapaba de las tropas soviéticas, que ya estaban ingresando a Berlín. Hitler cruzó países aliados, como España, hasta que logró abordar un submarino que lo estaba esperando para conducirlo al fin del mundo. Este era un plan que se había elaborado con sumo cuidado para sacar al jefe supremo en caso de perder la guerra.

No deja de ser curioso que desde muy joven el periodista Basti había escuchado en su Bariloche natal la leyenda de que Adolf Hitler se había refugiado en el sur argentino durante varios años. Pero no le puso mucha atención, le pareció un mito, una historia de esas que se cuentan en noches invernales para amenizar la velada. Hasta que empezó a tropezarse con testigos de primera mano: personas que habían trabajado para el Führer y para la señora Eva Braun, que habían hecho negocios con ellos, que los habían hospedado o les habían prestado algún servicio. Entonces comenzó una larga investigación de más de veinte años visitando varios países sudamericanos donde el jerarca alemán se había encontrado con sus hombres de confianza para confirmarles que estaba vivo y que no todo estaba perdido.

Leí los libros de este autor argentino con verdadera pasión. Tenía copia de los reportes de los submarinos alemanes que habían salido a flote en las costas del país austral, grabaciones con testigos y documentos que confirmaban que los servicios de inteligencia norteamericanos (CIA y FBI), ingleses (Scotland Yard) y soviéticos (KGB) sabían de esa fuga y estaban enterados de ella. Hasta el mismo Stalin había dicho públicamente que el jefe nazi se había escapado de Berlín en los últimos días de abril de 1945. Más tarde, después de la muerte de Stalin, se dijo que el cráneo del cadáver de Hitler estaba en Moscú y se expuso en un museo como tal. En el 2009 un grupo de investigadores de la Universidad de Connecticut logró un permiso para hacerle exámenes de ADN a ese cráneo. Los resultados fueron contundentes: no se trataba en absoluto de Hitler. No existía ni siquiera un parentesco. Era un material abrumador muy difícil de negar que venía a confirmar lo que ya muchos habían dicho antes: que jamás se encontró el cuerpo del alemán.

Hitler se había refugiado en una hacienda muy cerca de Bariloche y desde allí, con un bajo perfil, se había dedicado a intentar reagrupar las fuerzas que habían sobrevivido a la debacle. Había llegado allí siendo ya un hombre de edad, y la soledad, la depresión y la desventura lo habían ido convirtiendo en un anciano decrépito, en una momia, en un fósil que se fue desvaneciendo a lo largo de una nueva época que le pasó por encima sin que su secreto se hiciera público. Con un agravante: había sido un consumidor permanente de drogas y estimulantes que muy posiblemente le generaron una adicción grave. Y es de suponer que en su nuevo refugio no tuvo acceso a esos fármacos bajo cuyo efecto se había sentido el hombre más poderoso del mundo. Así que el líder yonqui debió entrar en síndrome de abstinencia, debió pasar días y semanas terribles delirando, febril, para luego ser presa fácil de la depresión y la angustia. Hasta que finalmente murió en Paraguay y fue enterrado en el sótano de un hotel donde están sus restos muy bien guardados hasta el día de hoy.

La versión oficial del suicidio en el búnker fue útil para desaparecer información y para cerrar ese capítulo del caudillo con cierta dignidad. Lo curioso es que, aun existiendo varias evidencias y sospechas, ningún investigador hubiera sido lo suficientemente convincente como para sacar a la luz la historia de la fuga del Führer a los confines del continente americano. Solo Basti parecía tener todas las piezas del rompecabezas sobre la mesa.

En el reporte de la CIA clasificado bajo el código HVCA-2592 del 3 de octubre de 1955, citado por el periodista argentino, un agente encubierto bajo el alias Cimelody-3 habla de Hitler haciendo una gira por distintos países sudamericanos, entre ellos, Colombia. Me pareció extraña esa referencia y decidí escribirle a Basti. Conseguí su correo gracias a mi editor, Marcel Ventura. En efecto, Basti me respondió muy gentilmente confirmándome el documento de la agencia de inteligencia norteamericana: Hitler había pasado por Colombia y se había detenido en la población de Tunja y sus alrededores. El informe, que fue microfilmado solo hasta 1963, adjuntaba incluso una fotografía del Führer en Colombia junto a Philip Citroen, ciudadano alemán y antiguo soldado de las SS. Unos meses después de la respuesta de Basti, cuando el presidente Donald Trump dio la orden de desclasificar varios archivos de la época que ayudaran a esclarecer el asesinato del expresidente Kennedy, apareció públicamente el informe sobre Hitler en Colombia y la noticia le dio la vuelta al mundo.

Años atrás yo había escrito un reportaje para la revista Gatopardo sobre un nazi que había trabajado en Acerías Paz del Río, en Boyacá. El mismo artículo que había leído Daniel en su momento. La esposa de aquel hombre me dijo que el presidente Rojas Pinilla había permitido el ingreso al país de varios alemanes a comienzos de los años cincuenta para trabajar como ingenieros en dicha empresa. No hay que olvidar que el general Rojas Pinilla era oriundo de Tunja, así que todo parecía encajar de un modo misterioso.

Viajé a Buenos Aires a fin de hacer un trabajo de campo para otro de mis libros, pero no pude entrevistarme con Basti porque él estaba muy ocupado en Bariloche. Sin embargo, un par de meses después el periodista argentino fue invitado a presentar sus libros en la Feria del Libro de Bogotá y tuvimos la posibilidad de conversar en su hotel durante un buen rato. Me contó que tenía una testigo que había visto al Führer en Tunja durante una convención o algo por el estilo. Según parecía, varios militares lo habían homenajeado en los alrededores de las termales de Paipa en un hotel muy lujoso. Ese agasajo estaba documentado por los servicios de inteligencia colombianos. De hecho, al día siguiente, Basti se dirigió al Ministerio de Defensa para solicitar por escrito que se desclasificaran esos archivos.

Durante la presentación del libro de Basti hubo varios lectores que se acercaron a hablar con él porque desde niños habían escuchado el rumor de que el jefe alemán había visitado esa zona del país. También un académico muy prestante le aseguró que la presencia del caudillo alemán en el departamento de Boyacá era una historia muy comentada por todo el mundo durante los años cincuenta y sesenta.

Mi sorpresa iba en aumento: lo que al comienzo parecía un disparate empezaba a convertirse en una hipótesis plausible. Y si en Colombia, como en el resto del continente, habían ingresado varios nazis camuflados huyendo de los juicios de la guerra, ¿no era uno de esos hombres el padre de Daniel? Eso significaba que no había estado solo y que durante años, muy seguramente, se había reunido con el resto de sus compinches.

Una tarde decidí ir a buscar a Joseph, un viejo amigo que es un experto en teorías de la conspiración y temas afines. Vivía en un apartamento del centro ubicado en el quinto piso de un edificio que antiguamente debió ser un sitio elegante y distinguido. Solo había libros y polvo, nada más. Mi amigo dormía en el piso, sobre un colchón viejo, metido dentro de un sleeping bag de corte militar. Unas pequeñas rentas apenas le alcanzaban para comer y pagar un arriendo miserable. No tenía seguro médico y se vestía con la misma ropa desde hacía por lo menos veinte años. Pero a él no le importaba. Vivía solo para leer sobre el fin del mundo, sobre comunidades secretas que habitan en búnkeres especiales y sobre alienígenas que ya están camuflados entre nosotros. Algún día escribiré al menos un cuento sobre él.

Compré dos cafés bien cargados y timbré en su apartamento. El teléfono se lo habían cortado hacía dos años y detestaba los celulares porque, según él, nos están controlando a través de esos aparatos. Nunca salía a la calle y las dos veces que lo hizo fue para ir a una sala de urgencias de algún hospital por una intoxicación y una virosis.

Abrió la puerta con cierto temor. Me vio y se sonrió. Quitó la cadena de seguridad y me dijo con alegría:

—Hola, Marito, qué tal. Chévere verte por aquí. Sigue.

Le entregué el café y le conté a grandes rasgos la historia tenebrosa en la que Daniel me había metido. Joseph buscó entre sus archivos y extrajo de una carpeta una serie de copias y anotaciones que tenían que ver con las sociedades secretas nazis. Me dijo limpiándose los lentes con su camiseta sucia y sudada:

—En Colombia se instalaron varios de ellos, como en todo el resto del continente. Aquí puedes ver una publicación suya que estuvo vigente hasta hace poco.

Me entregó un pasquín que decía «Temple» en mayúsculas y los artículos eran de no creer: hablaban de por qué las cámaras de gas habían sido toda una farsa de los judíos para dramatizar y aprovechar políticamente su imagen como víctimas, de cómo Klaus Barbie era inocente y víctima de un montaje, llamaban a las Naciones Unidas un «prostíbulo internacional» al servicio de la banca judía, y, para rematar, uno de los artículos decía en el encabezado: «La masonería y el judío Fidel Castro».

—Qué locura todo esto —dije ojeando el material.

—Están instalados desde antes de la guerra y son una comunidad muy fuerte económicamente.

—¿Y crees que el propio Hitler pudo haber pasado por nuestro país?

—Leí el libro de tu amigo Basti y el material probatorio es muy sólido. Seguramente recorrió el continente pensando en fortalecer las comunidades en el exilio, pidiendo apoyo y comunicándoles que no todo estaba perdido, que la lucha continuaba desde la clandestinidad.

—Sí, así debió ser. Todas las dictaduras latinoamericanas parecen estar en relación con ellos: la de Bolivia, la de Stroessner en Paraguay, la argentina, la chilena, en fin…

—Somos el sueño de un Cuarto Reich.

—Ya escuché una vez esa frase. ¿Y qué diablos fue lo que vinieron a hacer a Boyacá?

—Es una zona energética, recuérdalo. Los indígenas solían hacer en Sugamuxi y sus alrededores rituales de purificación y ofrendas a sus dioses.

—¿Eligieron ese lugar por eso?

—Tal vez. Mira, quiero que le eches un vistazo a esta crónica que salió en una revista de un colectivo que está muy pendiente de estos asuntos. Creo que es justo lo que estás buscando.

En un panfleto barato, impreso en papel periódico seguramente por paranoicos como Joseph que se sienten perseguidos y controlados por un nuevo orden mundial, decía lo siguiente:

Nuestro país también ha sido cuna de ocultistas que han venido a realizar experimentos y extraños rituales. Voy a contar la siguiente historia y solo espero que los Hombres de Negro no decidan eliminarme después de esta publicación.

Una noche sonó el teléfono de mi apartamento a la madrugada y alcé el auricular pensando que se trataba de algo grave: un amigo en el hospital, un pariente en urgencias o la muerte de alguien cercano. No, al principio nadie habló y sonaba una interferencia, como si se tratara de una llamada de larga distancia hecha desde un pueblo muy remoto. Al fin, cuando ya iba a colgar, sonó una voz tenue en la distancia:

—Perdone que lo llame a esta hora.

Era una voz de mujer adulta, ya mayor. Miré el reloj: las tres de la mañana en punto. Le dije enseguida:

—¿Quién es? ¿De qué se trata?

Un silencio volvió a tomarse la línea. Alcancé a sentarme y acomodarme. Ella decidió seguir adelante:

—Soy una seguidora de sus artículos y de su blog en internet.

—Señora, usted me excusa, pero no creo que esta sea una hora prudente para llamar a mi casa y decirme algo así. De hecho, no sé cómo consiguió usted mi número.

—Escuché su conferencia sobre la presencia de los nazis en Latinoamérica. Es verdad, así fue.

—¿Quién es usted?

—No le puedo decir mi nombre. Por seguridad. Usted sabrá excusarme. Solo quería decirle que ellos llegaron también a nuestro país, a Boyacá, para realizar unos rituales muy importantes. Eran experimentos que ya habían probado en los campos de concentración con niños y jóvenes.

—Necesito saber quién es usted, señora. Por favor. De lo contrario nunca podré citar su testimonio.

—Solo quiero que sepa que ellos arrendaron un hotel al lado de un lago cerca de Sogamoso. En ese entonces yo era una niña. Tenía quince años. Era rubia, linda, muy agraciada. En ese momento no sabía quiénes eran ellos ni qué significaba lo que estaban haciendo. Lo supe muchos años después, cuando crecí y estudié y leí sus biografías. Todas incorrectas, por cierto, porque no dicen la verdad.

—¿No podemos concertar una cita? Yo voy adonde usted me diga.

—Mis padres eran de origen alemán. Por eso me eligieron. Éramos quince jóvenes en total. Todas mujeres. Ninguna sobrepasaba los veinte años de edad. Nos llevaron hasta el hotel, nos vendaron los ojos y nos condujeron hasta las orillas del lago. Se podía sentir muy cerca de nosotras el calor de unas antorchas. Nos desnudaron y nos pusieron sobre unos camastros que improvisaron en el lugar. Entonces empezaron a leer textos en alemán, textos sagrados, religiosos, que hablaban de una raza superior que poblaría el planeta tarde o temprano. Decían que los hijos de los dioses pronto se expandirían por la Tierra, que el superhombre estaba cerca. Yo entendía lo que decían porque hablaba alemán en mi casa desde que era una niña, pero no comprendía muy bien el significado de esos textos. Lo supe muchos años después, cuando estudié sobre ellos.

—Su testimonio es muy importante. Vale la pena que nos veamos.

—No puedo hacer eso, lo siento. Tengo una familia. Ya soy abuela y lo que menos deseo es exponer a mis hijos y mis nietos al escarnio público. Usted es un periodista inteligente. Usted entenderá.

—Nadie me va a creer esta historia.

—Pero usted sabe que es verdad. Ellos primero programaron reuniones políticas con varios militares que estuvieron reunidos allí todo un fin de semana. No tengo idea de qué hablaron ni cuáles eran sus planes. Pero el domingo en la noche era luna llena, los militares colombianos se retiraron y ellos hicieron conducir a las jóvenes ante ellos, entre las cuales me encontraba yo, y llevaron a cabo el ritual.

—¿Y qué sentido tenía todo eso?

—Venían estudiando desde la guerra la energía creadora, el modo como se concibe la vida, la magia que engendra a otros seres dentro de nuestros cuerpos. En el fondo de nuestra materia está el misterio que nos creó, que nos permitió abrir los ojos y ver, y caminar, y pensar. Dios está en nuestras células, en las gónadas, en los óvulos y los espermatozoides que se encuentran para que otros espíritus que vagan por el universo puedan encarnar.

—Habla usted como una sacerdotisa.

—Eso fui exactamente esa noche: un conducto entre las fuerzas invisibles y las visibles, entre la materia y el espíritu.

—¿Me está diciendo que los jerarcas nazis copularon con ustedes aquella noche a la orilla del lago?

—Fue algo mucho más sutil. Fuimos inseminadas.

—¿Y de quién era exactamente ese semen?

—De ellos, de los líderes que habían logrado sobrevivir a la guerra. Usted sabe bien que en los campos de exterminio habían experimentado al respecto y sabían cómo implantar la energía vril en una diosa madre intermediaria.

—¿Cree usted que el médico Mengele estaba esa noche presente?

—Estoy segura porque todas nosotras quedamos embarazadas de gemelos. Nuestros embarazos fueron al tiempo y los cumplimos en haciendas retiradas, sin que nadie fuera testigo de ello. Nos cuidaron muy bien. Teníamos una dieta estricta, ejercicios y atención médica permanente. Dimos a luz todas por la misma época y seguimos atendiendo y amamantando a los bebés hasta que cumplieron dos años. Varias enfermeras estaban al cuidado de los niños y de nosotras.

—¿Me está usted diciendo que los jerarcas nazis armaron todo un ritual para reproducirse en secreto?

—Es más complicado que eso y usted lo sabe muy bien porque ha escrito al respecto. El Tercer Reich había caído, lo habían hecho pedazos y ellos eran los únicos sobrevivientes. El problema es que no eran precisamente ya hombres jóvenes. ¿Quién los reemplazaría? ¿Quién sería la generación encargada de construir el Cuarto Reich? ¿Cómo cerciorarse de la pureza de esa raza que vendría? ¿Sí entiende? Eran los últimos reyes de un paraíso perdido que dejaban a sus príncipes a cargo de una misión secreta: apoderarse del mundo, gobernarlo.

—¿Y no nacieron niñas también?

—No, ninguna. No sé cómo lo lograron, pero todos, sin falta, fueron hombres.

—¿Quince parejas de hermanos idénticos?

—Exactamente. Un pelotón de futuros líderes que heredarían fortunas secretas con el fin de empezar de nuevo la toma del planeta.

—¿Y qué pasó cuando los niños cumplieron los dos años de edad?

—Vinieron por ellos y se los llevaron. Así de simple. Ya estaban robustos y fuertes. Hombres vestidos con gabanes negros los recogieron, los introdujeron en carros Mercedes Benz y partieron sin dejar rastro. Nosotras regresamos con nuestras familias como si nada hubiera pasado. Este episodio de mi vida me ocurrió entre los quince y los dieciocho años. Luego regresé a mi casa con mis padres y nunca hablamos del asunto. Fue como si nada hubiera ocurrido. Eso me creó algunos trastornos de personalidad que me demoré muchos años en analizar y superar. No fue fácil asimilar que dos hijos míos estaban por ahí, quién sabe dónde, y que nunca sabrían con cuánto amor yo los engendré y los cuidé.

—Eso es una locura. Quince parejas de gemelos nazis ubicados quién sabe dónde.

—Hoy en día deben ser líderes que están moviendo hilos ocultos para que el Cuarto Reich renazca de las cenizas.

—O criminales, militares asesinos y salvajes armando revoluciones sangrientas por los cinco continentes.

—También, puede ser. Yo solo quería que usted lo supiera.

—¿Por qué, por qué yo?

—Porque usted lleva años escribiendo y hablando sobre este tema. Finalmente quiero decirle que basta echarle un vistazo al mundo en general para saber que quizás lo están logrando…

Hubo una pausa. Miré el reloj y había pasado más de una hora. Ella se despidió con la voz cansada:

—No volverá a saber nada de mí. No se tome el trabajo de rastrear la llamada. Es un celular de segunda que destruiré apenas cuelgue. Gracias por escucharme. Se siente bien desahogarse.

Y colgó. Obviamente fue imposible recuperar el sueño después de la llamada. Estuve todo el día adormilado, ido, con un fuerte dolor de cabeza. No le podía contar a nadie lo sucedido porque no iban a creerme y no tenía pruebas de quién era esa señora, dónde vivía y por qué había decidido hablar hasta ahora. La madrugada se me vino encima pensando en las escenas que la mujer me acababa de narrar. ¿Rituales nazis en Sogamoso? Nadie me iba a creer semejante historia. Pero así sucedió y por eso lo cuento aquí para todos ustedes.

Saqué el celular y fotografié el artículo página por página. No pude evitar una sonrisa. Me imaginé el mundo en el que vivía Joseph y me dije que sería el protagonista perfecto de un thriller de suspenso policíaco. Le pregunté acerca de una palabra que había leído en el texto y sobre la cual no tenía mucha claridad:

—Joseph, ¿qué es exactamente la energía vril?

—Se trataba de una más de las sociedades secretas nazis que buscaba entrar en contacto con seres superiores que muy posiblemente se encontraban refugiados en algún lugar remoto y bien escondido del planeta.

—Según este artículo, ¿eran entonces los nazis de la reunión de esa noche pertenecientes a esta secta y buscaban engendrar individuos medio divinos que serían educados en los confines del globo por grandes maestros?

Joseph me rapó el artículo y lo regresó a su archivo original. Luego me dijo con aire docto, como si le estuviera hablando a un alumno desaplicado que se niega a entender bien la lección:

—Lo cierto es que se trató de una transmisión de poder de una generación a otra. La energía vril es la energía vital, la que está en las flores, en las mariposas, en nosotros mismos. ¿Cómo la materia inerte se convirtió en materia viva? ¿Cómo fue que un cúmulo de elementos al azar de pronto se convirtieron en una célula, en un microorganismo? Porque la energía vril permitió la reestructuración de esas fuerzas, porque reacomodó, porque insufló vida. Es un sinónimo de la energía divina.

—¿Y les pasaron su potencia a sus hijos gemelos?

—Es más que eso, Marito. Ellos se veían a sí mismos como una dinastía, como reyes o emperadores que cayeron en desgracia. Se trataba entonces de crear un nuevo linaje y de transmitirles a esos vástagos el poder que venía de sus dioses.

—¿Esos gemelos son ahora príncipes enviados por dioses milenarios para retomar las riendas del mundo?

—No olvides que a uno le puede parecer todo esto una locura, pero eso no significa que no sea bello. Hay en su forma de concebir el mundo cierta poesía.

—A mí me parecen desvaríos de mentes enfermas.

—A veces la locura es hermosa. Los nazis rastrearon los lugares donde podía estar el Santo Grial, enviaron una expedición al Tíbet en 1939 para buscar un contacto con los antiguos maestros, arrojaron las cuartetas de Nostradamus desde un avión sobre París para mostrar que estaban condenados proféticamente a tomarse la ciudad, y no olvides que Hitler al comienzo de su carrera estuvo asesorado por un nigromante, por un mago y mentalista que lo aconsejó en todos sus movimientos militares, Erik Hanussen. A ellos les debemos un renacimiento muy poderoso del ocultismo en el mundo moderno.

—Qué extraño, en un país de grandes escritores, pensadores, músicos y filósofos.

—También se habla de su base en la Antártida y de cómo estaban listos para un fin del mundo inminente. Ellos sabían que estaban agilizando el proceso, que para renacer se necesita primero morir. Yo creo que tenían razón, que desde entonces nos estamos cayendo en un agujero negro del cual no hay retorno ya.

—¿Crees que el fin del mundo está cerca?

—Por supuesto. Estoy tomando algunas notas al respecto. El problema es que no me gusta escribir. No soy tan bueno como tú. Por cierto, llévatelas de una vez, viejo, por si los hombres de negro deciden eliminarme —dijo sacando una libreta pequeña de un escritorio de madera desvencijada y entregándomela casualmente.

—Lo que me faltaba —dije suspirando.

—Los nazis también sabían eso, viejo: que estábamos muy cerca de un cierre definitivo. Y se estaban preparando para gobernar después de la gran catástrofe.

Sobre una mesita vi unos libros sobre milenarismo, sobre posibles asteroides cuyas rutas eran un peligro para la Tierra, una biografía del psiquiatra John Mack, un libro sobre abducidos escrito por Stan Romanek, y un sinfín de revistas, panfletos y publicaciones baratas sobre extraterrestres y contactados. En la pared, un afiche gigante decía en letras góticas, como si fuera un anuncio cinematográfico a la entrada de algún teatro de medio pelo: La increíble historia de Tatunca Nara.

Le dije llamando su atención con un gesto de la mano:

—Regresando a nuestro tema, Joseph, ¿cómo se transmitió esa energía vril aquella noche del ritual?

—El semen de cada uno de ellos fue depositado en las vírgenes elegidas. Esa noche ellos oficiaban no como militares, sino como brujos, como magos que transfieren su poder a través del cuerpo de las vestales.

—Mengele —dije recordando con horror las fotos de los niños en los campos de exterminio.

—Seguramente.

—¿Y los hijos del Führer no habrán sido educados aparte?

—Eso no hay cómo saberlo. Pero no me sorprende en absoluto que hayan venido aquí, a El Dorado, a celebrar esa ceremonia.

—Hay otra cosa que quiero preguntarte, Joseph. En una foto de la época vi un anillo de uno de ellos con una calavera en el centro. Y recordé que Roa, el asesino de Jorge Eliécer Gaitán, tenía uno idéntico. ¿Hay alguna conexión?

—Es fácil deducir que ellos pudieron haber estado implicados en el crimen. Recuerda que Gaitán era para ellos un comunista, un negro, un indio, un impuro, todo lo que detestaban. Participar en su asesinato hubiera sido muy consecuente con su ideología. Si el país era gobernado por un tipo como Gaitán significaba la ralea al poder, el fracaso de la nobleza, de la elegancia, de las buenas costumbres. No olvides que nuestra clase alta es así: se creen superiores, una casta elegida, sin contacto alguno con africanos ni aborígenes americanos.

—La muerte de Gaitán les garantizaba quedarse camuflados en un país que cada día viraba más hacia la derecha.

—Y les permitía también seguir ingresando más nazis al país sin que nadie sospechara nada raro en su pasado. Espera, tengo que mostrarte algo.

Joseph hurgó en otra gaveta llena de revistas viejas y al fin sacó un magazín sucio y polvoriento. Lo limpió y lo abrió en un artículo central.

—Mira —me dijo señalando el texto—. La conexión de Roa Sierra con el mundo nazi está confirmada. El hermano mayor de él era conductor de la embajada alemana en Bogotá. Roa entró como portero del edificio en 1941, un momento de auge para Alemania dentro de la guerra. En ese instante eran el pueblo más poderoso del planeta, el mejor ejército del mundo. Roa Sierra también entabló contacto con un mago alemán llamado Johan Umland. Él lo introduce en el esoterismo rosacruz y le habla de la transmigración de las almas, del karma, de la energía vril. Le enseña a su vez algunas nociones básicas de astrología.

—¿Por qué no le dictan a uno historia de esta manera?

—Porque la gente no indaga, viejo, no investiga. Lo cierto es que Roa llega al punto de creerse que es la reencarnación del general Santander. Umland es el maestro que lo inicia en los misterios del ocultismo nazi. Por eso seguramente llevaba ese anillo y eso significa que fue reclutado por la sociedad Thule. El siguiente paso fue conducirlo a matar a Gaitán.

Me acerqué a la ventana de Joseph y eché un vistazo hacia la calle. La Avenida Diecinueve estaba en medio de su ajetreo cotidiano. La gente caminaba de manera automática, como si no fueran personas sino robots que estuvieran respondiendo a algún programa predeterminado. Tuve la sensación de que todo lo que estaba mirando era mentira, como la escenografía de una película, como si estuviera metido dentro de la pantalla de una computadora.

Le dije a Joseph sin dejar de mirar hacia afuera:

—No deja de emocionarme la extraña ciudad que era Bogotá en ese momento en particular: nazis camuflados en bares y cafés, nigromantes expertos en cartas astrales y metempsicosis, un hombre que se cree la reencarnación de otro asesinando a un líder muy carismático, la gente del pueblo bajando de las montañas enfurecida con sus machetes en alto para vengar la muerte de su jefe supremo, y un muchacho que estaba llamado más tarde a hacer una revolución caminando por las calles del centro mientras el Bogotazo le estalla en las narices: Fidel Castro.

—Ah, sí, claro —me dice Joseph con las revistas aún en la mano—, no hay que olvidar que el joven Fidel estaba ese día asistiendo a unas conferencias en Bogotá. La primera vez que vio a un pueblo emancipado y a punto de tomarse el poder fue aquí, en el centro bogotano. Me imagino que años después, el primero de enero de 1959, cuando entró a La Habana triunfante, debió recordar los rostros de esos trabajadores humildes que querían vengar el crimen del negro Gaitán.

—Y después los intelectuales de la época se atrevieron a decir que con esta ciudad no se podía hacer literatura. Como si todos estuviéramos condenados a viajar a París, a Barcelona o a Nueva York para poder escribir.

—No olvides que también corrió el rumor de que Roa era medio hermano de Gaitán, una especie de hijo bastardo, de pecado no reconocido. Eso significa que lo buscó para pedirle trabajo porque era el famoso de la familia, el que se había llevado todos los méritos, mientras que él era un don nadie enterrado en el anonimato y la miseria. Eso convertiría nuestra violencia en una especie de tragedia griega: los hermanos que se odian y que uno de ellos termina eliminando al otro. Caín y Abel.

—Y aquí seguimos, odiándonos y matándonos igual que entonces.

—Para cerrar esta historia tan increíble recuerda que Gaitán tuvo una hija, Gloria, que el día del asesinato era apenas una niña. A comienzos de los años setenta ella es ya una mujer adulta, y termina en Santiago de Chile, donde tiene un romance muy intenso con el presidente Allende, que era de profesión médico. Cuando dan el golpe de Estado y matan a Allende ella tiene que escapar del país. Al fin logra regresar a Colombia y entonces confirma sus sospechas: que está embarazada. Ese hijo lo pierde en el barrio Palermo, en un aborto no deseado. ¿Te imaginas? Ese niño era nada más y nada menos que el nieto de Jorge Eliécer Gaitán y el hijo de Salvador Allende, dos de las grandes figuras de la política de avanzada en América Latina. Brutal.

Seguí mirando por la ventana. La cabeza me daba vueltas. Joseph se acercó y me puso la mano en el hombro. Me dijo con aprecio sincero:

—Te siento como triste, Marito, como deprimido. Te hacen falta unas vacaciones.

—Todo esto me da mareo, en el fondo me parece como si hubiera ingresado a las malas en una película de terror.

Joseph miró también hacia la calle el trasegar de la gente en medio de una llovizna que empezaba a mojar los andenes, y sentenció en voz baja:

—El guion que rige nuestro mundo está escrito por un lunático que no escucha nuestras súplicas.

—Gracias por tu tiempo, viejo. No puedo más. Me voy.

—Ven cuando quieras. Sabes que siempre eres bien recibido. A veces me hace falta hablar con alguien de verdad y dejar de monologar.

Me dirigí a la puerta y salí. Me sentía exhausto, sin fuerzas para nada. Necesitaba dormir bien y dejar de pensar en criminales de guerra, sectas secretas, fusilamientos y campos de exterminio.