Daniel Klein. Por supuesto que lo recordaba. A lo largo de los últimos años, en infinidad de momentos, caminando por alguna calle vacía, aguantando los rigores del insomnio a la madrugada o sencillamente mirando la ciudad desde la terraza de mi apartamento, había pensado en él, en su figura bondadosa y gentil, en su inteligencia salida de lo normal, en la estrecha amistad que nos había unido durante los años universitarios. Evocarlo me hacía bien, me fortalecía, me reconciliaba con una de las zonas más cristalinas de mí mismo. Cómo olvidarlo si, de alguna manera, su personalidad tranquila y aguda me había influenciado hasta el punto de imitar varias de sus actitudes ecuánimes y reposadas.

Por aquel entonces, a mediados de los años ochenta, yo había entrado a la universidad con una sola certeza en la vida: que lo único que me gustaba de verdad era leer y escribir. El resto me parecía una farsa de mal gusto, una obra tediosa en cuya trama caían de cabeza los incautos, que desafortunadamente eran la mayoría. No me interesaba el dinero (siempre tuve claro que la plata iba y venía, que era un elemento móvil, fluctuante, una variable que no indicaba mayor cosa), ni el prestigio social, ni el poder, ni el matrimonio (institución llena de trampas invisibles que yo detecté con rapidez), ni los hijos (siempre tuve aversión a tomarme fotografías, me espanta todo aquello que signifique una reproducción de mí mismo, una forma de duplicarme); ni siquiera, aunque parezca extraño, me atraía la imagen de ser un escritor: no quería ingresar al podio de los elegidos; lo único que me sucedía era que me gustaba escribir, y ya, me gustaba irme de viaje con mis personajes, meterme en otras vidas, ser otro, ir un paso más allá de la inmediatez y conquistar dimensiones desconocidas. Ese temperamento, claro está, me convirtió en un joven retirado y callado, en un estudiante misterioso que recelaba de los académicos y que en consecuencia salía de clases sin dirigirle la palabra a ningún compañero y se refugiaba en la biblioteca en el último rincón que encontraba, donde nadie pudiera saludarlo.

Más de veinte años después puedo verme en aquella época y sonreírme, pues la trampa estaba en que esa forma de actuar escondía de todos modos un sospechoso exceso de confianza en mí mismo, una seguridad que más adelante los años y el sufrimiento se encargarían de hacérmela pedazos.

Y de repente, cuando la soledad de ese joven escritor que era yo en aquel entonces parecía compacta y perfectamente cerrada, apareció en segundo semestre Daniel Klein, con sus casi dos metros de estatura, su melena rubia y su caminar pausado, su sonrisa bonachona, su agudeza intelectual y su erudición literaria. Me agradaba oírlo en clase exponer ciertas ideas sobre los poetas surrealistas o sobre la literatura francesa de los años sesenta (Breton, Michel Tournier): hablaba como midiendo el compás de sus expresiones, con ritmo, como si hubiera preparado cada oración desde una perspectiva musical. Y no había que equivocarse con él: era un estudiante aplicado y muy afectuoso con sus compañeros, pero era también un rival temible en medio de una discusión. La seguridad con la que Daniel citaba sus lecturas y la claridad mental que tenía para analizar ciertos conceptos que al resto de la clase nos parecían complejos o indescifrables, lo convertían en un contradictor que podía hacer quedar en ridículo a cualquiera. Y, de hecho, solía hacerlo sin perder su sonrisa habitual, calmado, sin alterarse, como si no se diera cuenta de que el otro estaba sudando y que sería el hazmerreír del resto de la clase por varios días. Esa cierta maldad inconsciente de Daniel era lo que más me atraía de él, lo que me parecía un tanto divertido de su personalidad.

Cuando discutíamos sobre algún tema, yo me cuidaba bien de tener los suficientes argumentos como para, al menos, poder resistirlo y, con suerte, en un momento de irreverencia creativa, obligarlo a cambiar de posición y a mirar desde otro ángulo la cuestión. Él se sonreía y se daba cuenta de que mi objetivo no era ganar la discusión, sino descolocarlo, sacarlo de ese fortín desde el cual era invencible. Y algunas veces tuvo que aceptar que el libro o el autor sobre el cual discutíamos era posible analizarlo desde otro ángulo al que él proponía. Eso fue lo que nos acercó y lo que, lentamente, nos fue haciendo amigos sin que nos diéramos cuenta.

Por esos años yo vivía en el centro de la ciudad en pensiones estudiantiles donde no tenía ni baño propio siquiera. Me había ido de mi casa en busca de un destino literario que todavía no sabía si era cierto, o si, por el contrario, se trataba de un delirio, de una ensoñación juvenil, de un ataque de locura que al final terminaría conmigo recluido en alguna institución mental. No tenía dinero para comprar ropa, ni para divertirme ni para entrar a un buen restaurante y comerme un plato sazonado como Dios manda. El dinero lo tenía contado y esa era la razón por la cual también tenía que estudiar en la biblioteca de la universidad o en bibliotecas públicas, pues tampoco podía darme el lujo de comprar libros en buenas ediciones que me hubieran dejado sin varios almuerzos entre el estómago. Sencillamente aguantaba sin quejarme y procuraba disfrutar al máximo de esas clases de literatura que me transportaban a mundos paralelos que me hacían mucho más feliz que este.

Daniel vivía en el norte de Bogotá, en una familia de clase media, era hijo único y casi nunca hablaba de sus padres. Sabíamos que su apellido le venía de un padre alemán exiliado después de la guerra y que su madre se llamaba Alicia, que tenía un taller de escultura y de pintura al fondo del jardín de la casa donde vivían, y que ella y Daniel se llevaban bien, que eran grandes amigos, incluso cómplices. Cualquier pregunta que le hiciéramos sobre el padre (si había sido testigo de la guerra, en qué ciudad había vivido de niño) era eludida con habilidad, como si ese hombre no existiera, como si estuviera muerto. Como nos dimos cuenta de que no le gustaba que le preguntaran por su familia, entonces todos sus compañeros procurábamos evitar el tema. Y, de hecho, en una carrera como filosofía y letras casi nunca es relevante la vida privada del otro: solo importa lo que tiene en la cabeza, los libros que ha leído, sus autores predilectos, los ensayos que escribe para las clases.

Ese era, a grandes rasgos, Daniel Klein en 1984 o 1985. Recordé todo esto de golpe cuando vi su nombre en el buzón de mi correo electrónico. Me dio mucha alegría saber que mi viejo compañero de universidad quería contactarme. Abrí el mensaje y sentí de inmediato ese tono que tenían sus trabajos universitarios. Las frases guardaban ese ritmo especial que tiene aún una generación como la mía, que aprendió a escribir a mano, hilando cada palabra con cierta lentitud estética.

Estimado Mario:

No sabes cuánto te he pensado en el transcurso de los últimos años. Vamos envejeciendo y en la medida en que la juventud va quedando atrás, percibimos en ella detalles fundamentales que antes nos pasaban desapercibidos. Cuando miro hacia atrás, hacia los años de formación, veo a un joven escritor deambulando por las calles de Bogotá siempre solo, pensativo, preocupado por unas historias y unos personajes que lo rondan sin darle tregua alguna. Ese joven artista eres tú. Supongo que te veías a ti mismo como un buscador, como un narrador en ciernes que estaba cumpliendo con el arduo proceso de la iniciación literaria. Pero desde afuera era distinto, Mario. Tenías un aire melancólico, un tanto atormentado, que te daba una aureola propia, un brillo especial que no teníamos ninguno de tus compañeros. Varios queríamos escribir también, no hay la menor duda, y éramos sinceros en nuestros propósitos. Pero no alcanzábamos a crear a nuestro alrededor ese aire de misterio que sí tenías tú. No sé si el hecho de vivir solo en caserones miserables del centro de Bogotá, mientras los demás seguíamos cómodamente instalados en nuestros hogares, contribuía a ello, pero lo cierto es que sobresalías, que eras diferente a los otros estudiantes, y que, sobre todo, convencías en tus ensayos y en esos primeros relatos que empezabas a escribir por aquel entonces.

Sin embargo, había algo en esa pesadumbre tuya que era enfermizo. Voy a intentar explicarme bien porque lo último que deseo es ofenderte. Yo sé que no intentabas montar una pantomima, que no eras de los que creaban poses y se las creían. No, tú eras honesto en lo que sentías. Lo sé bien porque fui tu amigo y te observé de cerca. Lo que quiero decirte no es que dude de lo que sentías y pensabas por aquella época, sino que en medio de la turbulencia creativa que ya empezaba a embriagarte había algo dañino detrás, algo insano, algo que te habían hecho y que te había endurecido hasta el punto de alejarte de los demás y de recelar de ellos en todo momento. Uno no nace siendo una bestia que siempre está a la defensiva, sino que lo convierten en ese animal a las malas. No sé si entiendes lo que te quiero decir. Alguien, de niño o ya de adolescente, te había herido, te había lesionado, y por eso habías construido a tu alrededor esa muralla que casi nadie podía traspasar.

En quinto semestre, cuando estudiamos literatura y psicoanálisis, y tú te fuiste en contra de las teorías psicoanalíticas con tanta ira, con desprecio, con indignación, te delataste. Las teorías freudianas te eran repulsivas, alegabas que la literatura y el arte abarcaban estados psicológicos que no estaban contemplados en el psicoanálisis. Las teorías de Freud y de sus discípulos te parecían estrechas, limitadas, malintencionadas incluso. Había tanto fervor en tus ataques que era evidente que ingresar allá, en lo más profundo de tu inconsciente, te daba miedo. Yo me pregunté enseguida: ¿A qué le teme? ¿Qué hay allá abajo que le da miedo y que rechaza con tanta vehemencia? ¿Quién habita en esos túneles, qué monstruo recorre esos socavones que aún genera temor y repulsión? Entonces empecé a observarte con otros ojos, a vigilarte.

Muchos años después, leyendo tus libros con ojos detectivescos, comprendí tu dolor, tu soledad de joven, tu rechazo a una disciplina como el psicoanálisis. De alguna manera, en ese sufrimiento que atesorabas con tanto celo estaba también el material artístico para tu obra. No ibas a malgastar esa pena y esa angustia en un sillón cuando sabías bien que, con una buena estrategia, podías convertirlas, como en efecto lo hiciste, en el combustible de una obra literaria. No querías curarte de tu desdicha, sino elaborarla para que iluminara un camino estético. Muy respetable, no me cabe la menor duda. Incluso ahora, después de tantos años, me parece admirable que lo hayas logrado.

Pero bueno, me estoy alargando y nada que llego al punto, al meollo de esta carta. Lo que quiero decirte es que yo te analicé con tanto cuidado no porque me agradara el papel de detective, sino porque mi caso era exactamente al revés: yo nunca hablaba de mi padre, y en esa omisión estaba la clave de mi vida. Si recuerdas bien, a mí también me disgustaba el psicoanálisis y lo rebatí con una radicalidad no exenta de cierto terror. Me negaba a creer que en esa relación con mi padre podía estar la clave de mi vida. No podía ser que ese individuo que yo quería tener lo más lejos posible se pudiera convertir no solo en una presencia importante, sino en la clave misma de mi existencia. No, cualquier cosa, menos eso. Así que hice frente común contigo, me leí todas las teorías posibles que echaban por tierra las propuestas del viejo Freud y destrocé el diván con mis propias manos.

Sobra aclarar en esta corta carta que el psicoanálisis, en mil situaciones, en efecto se queda corto y es inútil. Pero en seres vulgares, ligados a papá y mamá de manera dolorosa y compleja, aclara las caras oscuras de esas relaciones. El problema, como es evidente, es que nadie se considera vulgar, sino un caso aparte, alguien especial.

Bien, hasta aquí supongo que no has hecho otra cosa sino sonreír. Continúo. Apenas me gradué, un suceso vino a destrozar por completo mi vida: la desaparición de mi madre. Si hasta ese momento yo era el germen de un escritor, a partir de entonces me convertí en un cazador, en un rastreador cuya única obsesión era dar con el paradero de su propia madre.

No sé si recuerdas a Alicia: era una mujer amable, sonriente, que se pasaba los días y las semanas encerrada en su taller pintando y esculpiendo. Yo nunca invité a los otros compañeros a mi casa, pero contigo fue diferente. Tú estuviste dos o tres veces tomando las onces con ella y conmigo, charlando con gran entusiasmo, escuchándola hablar de Braque o de Matisse, feliz de poder compartir con una artista ya madura algunas de tus opiniones de escritor juvenil y apasionado. ¿Lo recuerdas?

Ella desapareció de buenas a primeras, un fin de semana cualquiera, y no dejó una sola nota que aclarara la situación. La buscamos por todas partes, en hospitales, en comisarías de policía, en la morgue, en la calle, por si se trataba de un atraco o de un paseo millonario en el cual la habían drogado. Nada, Alicia no apareció por ninguna parte. Recuerdo bien que por esos días yo solía sacar el carro de la casa e irme por ahí a recorrer la ciudad, de calle en calle, al azar, mirando hacia un lado y hacia el otro con el secreto anhelo de encontrarla. Recorrí el centro de la ciudad, las calles prohibidas donde expendedores de bazuco o recicladores de basura rondaban la oscuridad con sus figuras al acecho, y llegué incluso a meterme en los barrios periféricos, en los cordones de miseria más apartados, siempre con la esperanza de verla en algún callejón sombrío, en algún basurero, en algún lote abandonado.

Descartamos a los pocos días la posibilidad de un secuestro porque nadie llamó a pedirnos un rescate ni nos avisaron que éramos víctimas de una extorsión.

Después de semanas y de meses en esa incertidumbre deseé encontrarla aunque fuera muerta, pues al menos así tendría un cadáver para despedirme y enfrentar un duelo. Creemos que lo peor es la muerte. Te digo por experiencia propia que no es así: lo peor es la desaparición de un ser querido, porque se esfuma de un momento a otro y tú te quedas también suspendido en un vacío sin límites, un vacío que poco a poco se va tornando en un agujero negro en el cual te hundes hasta ahogar en él tu propia esperanza. No puedes procesar la pena y el dolor para reconstruirte y continuar. No hay despedidas ni balances, solo esa hendidura en el alma que te carcome día a día sin darte una sola hora de reposo. Ese es el verdadero infierno.

Mi padre se comportó de una manera que me hirió aún más: hizo los trámites de rigor y siguió con su cotidianidad como si no hubiera pasado nada. Una mierda. Se lo atribuí a su carácter germano, al hecho de que había pasado ya una guerra y que desde niño se había acostumbrado a la desaparición y a la muerte, pero aun así, su actitud déspota y sus frases de una suficiencia desmedida me hicieron más daño aún y me condujeron a sentir un rencor sordo del que no pude recuperarme de allí en adelante. Ya te daré los detalles cuando nos veamos.

Bien, lo cierto es que yo nunca construí una obra literaria ni elaboré ninguna presencia maligna a lo largo de personajes oscuros y siniestros. Lo mío no fue la literatura, Mario, sino la vida, la vida ardua y resentida de un hijo al que le arrebataron a su madre, a su amiga, al ser que más quería en el mundo. Escribí libros de cuentos y novelas, sí, libros que nunca publiqué, pero la escritura no me curó de nada, no me restableció lo que había perdido, no me cerró las heridas, no me calmó ese dolor punzante que siguió atravesando mi alma desde el amanecer hasta el anochecer. Y mírame, ahora tengo ya cincuenta años y sigo mal, sigo sintiendo la misma desesperación de entonces. Esta es la historia que necesito contarte completa, la historia que quiero compartir contigo: la de un hombre que tiene pendiente aún un último movimiento en el tablero que quizás lo reivindique ante sus propios ojos. Por eso te necesito, porque tengo el tablero frente a mí, pero la ficha clave eres tú.

Bien, como sería muy dispendioso contarte esta historia por escrito, quiero proponerte un encuentro en un par de meses. Yo estoy viviendo en Barcelona, pero para las vacaciones de verano viajaré a Colombia y quiero encontrarme contigo y conversar largamente sobre este asunto tan turbio y funesto. Claro, si a ti te parece bien y si estás de acuerdo con ese encuentro.

Como no encontré tus datos por ninguna parte, ni estás en las redes sociales (era de suponer), y estoy desconectado de la gente en Colombia, lo que logré conseguir (gracias a tu editorial aquí en Barcelona, donde expuse quién era y para qué te necesitaba) fue tu correo electrónico y tu teléfono fijo, donde siempre hay un contestador automático (sigues siendo el mismo cabrón huidizo de entonces). Así que aquí quedamos conectados ya, mi querido escritor. Te anexo también mis teléfonos en España, por si te animas a llamarme algún día.

Espero que no te moleste este mensaje y que te entusiasme la idea de ver a tu viejo amigo de universidad.

Con afecto y admiración,

Daniel Klein

No sé cuántas veces leí esta misiva. Era muy extraño que Daniel utilizara un tono tan desesperado, tan fuera de control. Yo lo recordaba precisamente por todo lo contrario: por su aplomo, por su mesura. Claro, esos recuerdos míos eran anteriores a la desaparición de su madre, de la cual nunca me enteré. Recién egresado yo me había ganado una beca para estudiar en la Fundación José Ortega y Gasset, en Toledo, y de allí me había ido a Israel, donde cualquier contacto con los antiguos compañeros se había desvanecido entre el desierto y la guerra. Por eso este nuevo Daniel angustiado que llevaba años conviviendo con una historia dolorosa era alguien desconocido para mí.

Lo otro que me sorprendió fue el análisis que hacía de mí mismo. Sin duda, como todo lo suyo, muy agudo y perspicaz. Y me sorprendió porque a lo largo de los años nadie se había dado cuenta de que detrás de mi obra existía un fuerte componente psicológico. Solo alguien que me conocía a fondo, desde joven, podía hacer una lectura así de mis libros.

Pero ninguno de estos dos puntos era la clave de la carta. Curiosamente, la clave había quedado en silencio, oculta entre esa presentación afectuosa de nuestra amistad juvenil. Después de releer varias veces con atención, noté con claridad que la clave del mensaje era el padre de Daniel, ese viejo alemán del que no había dicho una sola palabra reveladora. Intenté recordar si alguna vez yo lo había visto o saludado, y lo único que me llegó a la cabeza fue una conversación telefónica, un día que llamé a la casa de mi amigo para avisarle que había sacado de la biblioteca de la universidad un libro que ambos necesitábamos para una de nuestras clases.

—¿Sí? —me preguntó una voz gruesa y distante.

—Daniel, por favor —dije yo con cierto temor.

—Daniel salió —me informó él pronunciando el nombre de su hijo con el acento en la primera sílaba, «Dániel», como si me estuviera corrigiendo.

—Yo lo llamo más tarde, muchas gracias —dije a manera de despedida.

—Hasta luego —susurró esa voz ahuecada y colgó.

Eso había sido todo.

Luego, rescatándolo de mi inconsciente y reconstruyéndolo paso a paso en un ejercicio de memoria del que no me creí capaz al principio, recordé un episodio nefasto, una historia que hubiera preferido guardar en el fondo de mi pasado y que me unió por esos años a Daniel desde la culpa, desde un remordimiento juvenil que me atormentó durante un buen tiempo.

Todo comenzó cuando me fui a vivir por unos meses en las afueras de Bogotá, en una casita campesina muy cerca de Sopó, en la ladera de una montaña. Estaba harto ya del trajín de la ciudad, de la contaminación, de la falta de privacidad de las pensiones estudiantiles, y justo entonces se me presentó la oportunidad de arrendar a un precio mínimo una cabaña con unos cuantos metros de terreno en una vereda de minifundistas que cultivaban papa y arveja. El trasteo fue toda una escena surrealista: no tenía cómo subir hasta allá las dos cajas de libros que me acompañaban a todas partes, y la única posibilidad fue gracias a un vecino que me ofreció los servicios de una mula, en la cual cargué las dos cajas y mi maleta de ropa.

Esos meses leía muy concentrado en una hamaca que colgué de una de las vigas de la casa, me preparaba cualquier guiso al mediodía, me iba a clase en las horas de la tarde, y los fines de semana estudiaba y escribía en mi máquina manual tanto los trabajos de la universidad como mis primeros cuentos, que pulía y corregía de manera compulsiva buscando siempre un ritmo propio. Me gustaba esa vida contemplativa de asceta que se había retirado de un mundo insulso y sin sentido.

Mis vecinos eran trabajadores humildes que se divertían con la imagen del joven intelectual que se pasaba los días enteros metido entre sus libros. Y los pocos amigos que por aquel entonces me visitaban disfrutaban vagabundeando por los alrededores, contemplando el valle desde la casa y cocinando al aire libre con carbón de leña. En general fueron unos meses magníficos en los que acentué mi personalidad introspectiva y solitaria.

Hasta que la tarde de un sábado se apareció Daniel en la casita con una compañera de la facultad con la que estaba empezando a salir: Carmen Andreu. Era una muchacha de bucles castaños hasta la mitad de la espalda, voluptuosa, temperamental, con unos rasgos clásicos que recordaban los medallones griegos y romanos, y que escribía una poesía sensorial que buscaba escandalizar a nuestros profesores. Usaba unas sandalias griegas sin medias, haciendo honor a su apellido, y unas faldas anchas que recordaban las fotografías y los documentales de los conciertos de rock de los años sesenta. Carmen nos gustaba a todos, por supuesto, pero su carácter recio y su sensualidad agresiva nos intimidaban hasta el punto de preferir una retirada decente que hacer el ridículo representando el rol de pretendiente despreciado. Así que soñábamos con ella, solía rondar nuestras fantasías eróticas y masturbatorias, pero ninguno se atrevía a cruzar la línea. Y, según me di cuenta, el único que se había arrojado a semejante aventura había sido Daniel, siempre dando lecciones de intrepidez y de seguridad en sí mismo.

Carmen, con esa desenvoltura que la caracterizaba, se apropió de la casa enseguida, me entregó un postre que ella misma había comprado para la ocasión y me hizo dos o tres bromas donde se burlaba un poco de la imagen del pensador retirado en la cima de su montaña. Todo con buena onda y con una sonrisa que me desarmaba a cada instante. Después de unos buenos meses de concentración silenciosa, la presencia de una mujer como Carmen me perturbaba, me sacaba de foco, y sin que Daniel se diera cuenta, yo la perseguía de reojo a todas partes. En realidad, su cara angelical y su porte aristocrático me fascinaban y tenía que hacer un esfuerzo tremendo para que no se notara la imbecilidad que me embargaba.

En un momento en que ella se hizo en un rincón del jardín a contemplar el valle, mientras nosotros preparábamos el fuego para asar unos filetes que Daniel había llevado, le pregunté a él de manera desprevenida, como si el asunto careciera de importancia:

—¿Estás saliendo con ella hace mucho?

—Me tiene loco, viejo, no te imaginas. No solo es preciosa, sino que lee a Kavafis, a Seferis, y acabo de empezar a Durrell por consejo suyo. Me la paso de maravilla con ella.

—Qué bien, hacen una excelente pareja —dije con la hipocresía a flor de piel.

—Aunque te debo confesar que estoy muerto de pánico.

—¿Y eso por qué?

—Porque me enamoré, hermano, estoy fuera de mí. Ni yo mismo me reconozco —dijo Daniel con cierta amargura en la voz.

—Lo dices con preocupación en lugar de alegrarte por lo que estás sintiendo —comenté yo procurando mantener ese mismo tono distante de alguien a quien esa historia de amor le daba exactamente igual.

—Sí, me angustio, viejo, porque a ella no le pasa lo mismo. Está igual, como si nada. Nos vemos, disfrutamos del hecho de estar juntos, pero luego ella regresa a su mundo y yo me quedo devastado, sin saber qué hacer —me confesó él mordiéndose el labio inferior—. Sé que me quiere también, pero sigue manteniendo el control sobre sus emociones. En cambio, yo lo perdí hace rato.

—Fresco, Daniel, en cualquier momento sucede lo contrario y ella pierde la cabeza y tú recuperas la compostura —aconsejé yo con una sonrisa donde ya empezaba a esbozarse la futura traición—. Esos ritmos son impredecibles.

—¿Tú crees? Ojalá, porque no sé qué hacer conmigo mismo. Estoy aterrado de que por primera vez la inteligencia no me sirva para nada.

Apenas me enteré de que seguramente Carmen estaba acostumbrada a producir ese efecto en los hombres, mi actitud hacia ella cambió de forma imperceptible, pero segura. La seguí tratando con la misma cordialidad, le preguntaba a cada instante si quería otra cerveza, preparé un café para amortiguar un poco el frío de la tarde y después, cuando ya estaban por partir, le dije que recogiera algunas flores del jardín para llevarse a su casa. Todo con el mejor tono fraternal y con una sonrisa no exenta de cierto cinismo. La verdad era que estaba haciendo alarde de mi aplomo interior y quería demostrarle que su belleza y su inteligencia no hacían mella en mí, el artista retirado y contemplativo para el cual una mujercita agraciada no era más que un montón de huesos, músculo y piel bien distribuidos. Quería que le quedara claro que si había logrado descomponer a mi amigo, conmigo no iba a poder. Por muy inteligente y brillante que fuera Daniel, yo estaba en otra categoría, pertenecía a una raza diferente de hombres para los cuales la seducción femenina era solo una tentación pasajera e intrascendente.

Hoy en día me avergüenzo de este pasaje de mi juventud. Qué pedantería tan insoportable. Por fortuna, la vida me fue poniendo en mi lugar y me dio las lecciones necesarias para reducir ese ego inflado a su justa medida.

En los días siguientes, en la cafetería de la universidad o en la biblioteca, Carmen me buscaba entre una clase y la otra para decirme que había pasado una tarde increíble en mi cabaña, y que esperaba que la próxima visita fuera lo más pronto posible. Yo respondía con una sonrisa, le decía que cuadrara con Daniel una tarde de fin de semana y que allá los esperaba encantado. Luego me excusaba pretextando que tenía clase o que tenía que reunirme con un grupo de trabajo, y me despedía imperturbable, como si nada. La verdad es que estaba tejiendo mi trampa con meticulosidad y que esperaba que ella cayera pronto en la red.

Y claro, así sucedió. Mientras Daniel se hundía en la dependencia sentimental y en la fragilidad de su inteligencia inerme, Carmen más se acercaba a mí buscando una nueva conquista. Yo disfrutaba con el juego y me mantuve a raya, administrando mis cartas con una frialdad que a veces no dejaba de sorprenderme a mí mismo.

La segunda visita de ellos a mi pequeña y muy modesta casa de campo fue un desastre. Carmen llevó uno de sus poemas y mientras encendíamos la chimenea para pasar la tarde, decidió leerlo en voz alta para ver qué opinábamos. Era un texto magnífico, de una sensualidad hiriente que excitaba los sentidos. Daniel así se lo hizo saber después de una larga exposición en la que hizo alarde de su conocimiento poético. Pasados unos segundos, Carmen me miró esperando mi opinión. Yo sencillamente levanté los hombros y dije con cierta camaradería:

—No tengo nada que decir, Carmen. Es un texto bien escrito, como lo ha expuesto Daniel. El problema es que yo soy un narrador y mi sensibilidad poética está un tanto atrofiada. No me emociona ese tipo de poesía que exalta de manera desenfrenada los sentidos. Creo que después de los sesenta, de Mayo del 68 y del movimiento hippie, la época de andar escandalizando a la sociedad con el sexo es cosa de adolescentes inmaduros. Hoy por hoy todo el mundo hace lo que le da la gana, se acuesta con quien quiere y da igual. Buscar llamar la atención con esos temas me parece un tanto ingenuo.

Fue como si le acabara de echar a la chimenea un baldado de agua fría. Carmen se repuso con rapidez de mi veneno y se lanzó a una defensa vehemente del cuerpo en contra de una sociedad mojigata y clerical como la nuestra. Yo no me defendí y rematé con el mismo desdén:

—Sí, puede ser, quizás tengas razón…

Carmen se levantó furiosa, cogió su chaqueta y le ordenó a Daniel:

—Creo que es hora de irnos, tengo que llegar temprano a Bogotá.

Yo me quedé tranquilo, les dije que volvieran cuando quisieran y me sonreí después de los excelentes frutos que empezaba a dar mi estrategia. Luego, con una manta encima, me eché a dormir en los cojines de la sala disfrutando del tenue crepitar que producía la madera en la chimenea. Entonces sentí que alguien abría de nuevo la puerta de entrada a la cabaña. Abrí los ojos con dificultad: era Carmen.

—¿Te quedaste dormido? —dijo, como si no creyera lo que estaban viendo sus propios ojos.

—Sí, estoy cansado… —susurré yo entre bostezos.

—Qué pena —dijo ella enfurecida de nuevo, como si el hecho de haberme dormido después de ofenderla mostrara de sobra mi descaro y mi arrogancia—, es que dejé mi billetera en la cocina.

Recogió sus documentos y su dinero, y, sin despedirse, salió dando un portazo. Volví a sonreírme, me acomodé de nuevo y seguí durmiendo.

Ese fue el golpe de gracia con el que rematé el ego de Carmen. No pudo soportarlo. Lo encajó mal y entonces decidió pasar al ataque. A los dos días salí de clases hacia las cinco de la tarde, cogí la flota que iba por la autopista hasta Sopó, me bajé en la plaza del pueblo y empecé a subir por la vereda que me correspondía para llegar a mi guarida campesina. Cuando abrí el portón del jardín la vi sentada en las escalinatas de la puerta, con una falda de colores, un saco de lana carmesí y el pelo recogido en una cola de caballo. Los últimos rayos de sol destellaban en los ventanales de la cabaña e iluminaban su cabellera abundante. Estaba preciosa, leyendo un libro que tenía entre las piernas, y apenas me vio se puso de pie y me saludó con la mano. Caminé unos cuantos pasos hasta llegar a ella.

—¿Qué diablos estás haciendo aquí? —le pregunté sonriéndome con cierta sorna.

—No creo ni una sola palabra de lo que dijiste sobre mi poema. Solo querías fastidiarme —me dijo con cierta altivez en la mirada.

Abrí la puerta y la invité a entrar.

—¿Tienes el ego tan inflado que no puedes soportar una crítica cualquiera? —comenté fingiendo un cierto aplomo que en realidad no sentía. La verdad era que estaba nervioso con la presencia de una mujer tan hermosa, radiante e inteligente como ella. Llevaba semanas soñando con un abrazo suyo, con sus besos, con la voluptuosidad de su cuerpo firme y bien torneado.

—Me puse a pensar y descubrí que solo querías joderme, hacerme disgustar. Con ese poema gané un premio de poesía en la universidad y varios de los profesores lo han alabado en sus clases… Es más, saldrá publicado el próximo mes en la revista de la facultad…

—Eso no nos obliga al resto de los lectores a que nos guste. No tienes que ser tan pedante. Agradarle a todo el mundo es imposible.

—Sí, pero tú no eres todo el mundo. Tú estudias literatura, tú sabes cuándo un texto está bien escrito y cuándo no.

—¿Quieres café? —le pregunté entrando a la cocina y poniendo a hervir agua.

—Sí, chévere… Lo que te quiero decir es que tú sabes que ese texto en particular vale la pena —siguió ella enfrascada en ese discurso que seguramente había preparado durante dos días y dos noches—. Estoy de acuerdo en que no todo lo mío tiene por qué ser bueno. Por eso elegí ese poema y no otro. Porque estaba segura de él… Y vienes tú con tu posecita de narrador elegido por los dioses y te despachas semejante comentario tan idiota… Entonces me puse a pensar por qué lo habías hecho, por qué te habías esforzado tanto en molestarme… Y la respuesta fue evidente: porque te gusto, porque me deseas, porque te mueres por un beso mío, por tenerme…

—Qué envidia —dije haciéndome el desentendido, cuando la verdad era que estaba tragando saliva y que sentía que el corazón se me iba a salir por las sienes—. Tienes una seguridad en ti misma que no deja de ser admirable. Crees que eres lo máximo y que todos los hombres se vuelven locos por ti.

—Todos no, pero tú sí.

Su respuesta fue categórica y Carmen me miró de frente, a los ojos, mientras pronunciaba las palabras sin vacilar. Serví los dos cafés y cambié de tema para eludir el careo que me estaba proponiendo. Hablamos un poco de la facultad, de los profesores, de los otros compañeros. Se hizo de noche y a Carmen no parecía importarle en absoluto. Le propuse que preparáramos una pasta con salsa napolitana y champiñones, y aceptó encantada. Mientras cocinábamos a dúo empezamos a conversar sobre nuestras preferencias literarias, los autores, los personajes, las páginas inolvidables. Fue una velada magnífica, perfecta, donde yo sabía ya que estaba enamorado de ella, que la quería para mí, que me moría por su compañía.

Después de la comida, hacia las ocho de la noche, Carmen se acercó a su mochila y sacó una bolsita plástica con un poco de marihuana en su interior. Con la ayuda de un colador dejó la hierba bien fina, armó un cigarrillo pegando el papel con su propia saliva y comenzamos a fumar en la parte de afuera de la casa, contemplando las luces titilantes del valle allá abajo, como si estuviéramos viajando en un avión privado que de pronto se hubiera detenido solo para que nosotros pudiéramos disfrutar del paisaje a nuestro antojo.

A los pocos segundos la realidad empezó a disolverse en colores fosforescentes, en figuras fantasmales que iban y venían, y el pasto y los árboles me parecieron seres con conciencia que nos observaban de reojo. Luego tuve una especie de epifanía: supe que todo era intrascendente por el simple hecho de que es transitorio, y supe que todo era trascendente precisamente porque es finito, porque no dura, porque el cambio y la metamorfosis son fuerzas que avasallan cualquier presencia que ronda nuestro universo. Puse mi mano derecha sobre la mano izquierda de Carmen con la certeza de que ese instante era único, maravilloso, extraordinario, y sentí que estaba palpando un ser efímero, un ser que se extinguiría, un ser cuya vejez ya estaba en movimiento, cuyo deterioro ya estaba comenzando a expandirse por todo su cuerpo, un ser caduco cuya única regla fija era la muerte. Me conmovió hasta las lágrimas que mi piel tuviera la oportunidad de rozar otra piel, y que en el encuentro de esas dos fragilidades, de esas dos vulnerabilidades, surgiera el milagro del lenguaje, el milagro de poder nombrar esa experiencia, de ponerla en palabras. Es decir, mientras mis dedos sentían la electricidad del cuerpo de Carmen, me sorprendí esa noche de saber que la vida vale la pena solo porque es posible elevarla al plano de la poesía, al nivel sublime de la literatura. Eso no nos salvaba, ni más faltaba, ni nos eximía de la banalidad ni de la insensatez de esa misma vida, pero al menos nos permitía ir un paso más allá, donde la experiencia de existir cobraba un sentido profundo.

Ese instante supremo sucedió en silencio, sin hablar entre nosotros, pero de alguna manera incomprensible yo estaba seguro de que Carmen estaba sintonizada en la misma frecuencia y que su ser estaba en una comunión profunda con el mío.

Unos minutos o unas horas más tarde, no lo sé porque no estoy seguro del tiempo que transcurrió, Carmen me agarró de la mano y me dijo en un tono cariñoso:

—¿Entramos? Está haciendo frío.

—No vas a poder irte para Bogotá a esta hora —dije aterrizando súbitamente en una realidad de la que había estado ausente.

—No te preocupes, le dije a mi hermana que avisara en la casa que hoy tenía que quedarme donde una compañera a estudiar para unos exámenes de mañana.

—¿Y no te piden el teléfono? Si quieres, desde aquí puedes llamar.

—Fresco, mi mamá confía en mí. Si hay alguna urgencia, llama donde mi amiga y ella me llama aquí. Yo le dejé tu número.

—Listo —contesté sin entender muy bien una explicación que me pareció demasiado enrevesada para mi estado de embriaguez alucinógena.

Entramos a la casa, apagué todas las luces y nos recostamos en el sofá de la sala. La hierba me había calmado los nervios y me sentía tranquilo, fluyendo hacia el cuerpo de Carmen sin trabas ni impedimentos morales de ninguna clase. Ni por un solo segundo se me ocurrió pensar en Daniel y en el dolor tan grande que podía causarle el hecho de que Carmen y yo pudiéramos acostarnos y pasar una noche juntos. Recuerdo que solo me dije a mí mismo con la máxima desfachatez: «Eso es problema de ella y de él, no mío».

Nos acariciamos y nos besamos como si no estuviéramos en ese lugar sino en otro planeta, en otro mundo donde dos dobles nuestros habían decidido fundirse en un solo ser. La penetración tuvo tintes místicos porque recuerdo que se me ocurrió una idea extraña: me dije que recibir la hostia en la eucaristía era recibir el cuerpo de Cristo en el cuerpo de uno, es decir, se trataba de un acto de entrega de un cuerpo en otro, de una fusión, de un acto sexual. En este caso, yo no recibía el cuerpo de Jesús, sino el de Carmen, y mi religión era ella, mi fe estaba en ella, y por eso hundirme entre su carne era una forma de olvidarme de mí mismo para ingresar en un estado superior.

Cuando terminamos, caminamos unos pasos hasta la alcoba sin decirnos nada, nos abrazamos con ternura, nos metimos entre las cobijas y nos quedamos profundamente dormidos hasta la mañana siguiente.

A partir de entonces empezamos a vernos con Carmen dos y tres veces por semana. Ella intentaba separarse de Daniel sin hacerle daño, le daba mil explicaciones, le decía que así eran las relaciones, que era normal que se terminaran, pero él se negaba a separarse de ella, se hundía en unas depresiones que a ella le daban miedo, se quedaba metido en la cama sin bañarse, no iba a la universidad, casi no comía. Varias veces Carmen tuvo que ir hasta su casa, prepararle una sopa o un sándwich, quedarse a su lado para darle ánimos y hacerle prometer que iba a ser capaz de recobrar su vida normal. Daniel sabía que ella ya estaba saliendo con otro hombre, pero no sospechaba ni de lejos que ese individuo era yo. Carmen prefirió ocultar mi identidad y, hasta donde tengo entendido, jamás pronunció mi nombre.

A las pocas semanas la situación se tornó inmanejable. Daniel no daba muestras de mejorar. Todo lo contrario: parecía estar ingresando en una depresión aguda de la que quizás tendría que recuperarse con ayuda profesional. Y la culpa estaba haciendo pedazos a Carmen, que no podía disfrutar de su felicidad conmigo parada sobre la desdicha de Daniel. Así que la única salida era romper ese círculo vicioso, y la manera que encontré de hacerlo fue entregando mi casa de campo y mudándome de nuevo a la ciudad. Llegaban las vacaciones de fin de año y yo aproveché para desaparecer. No le dije a Carmen adónde me iba y dejé de llamarla de un día para otro. Cualquier explicación sobraba, así que opté por una fuga perfecta en medio de un silencio cerrado que no dejaba resquicio para ninguna réplica.

Lo curioso de ese final intempestivo fue que al semestre siguiente busqué a Carmen en los primeros días de clase para hablar con ella y decirle que no había encontrado otra forma de cortar ese trío insano que habíamos armado sin darnos cuenta, pero ella no se asomó ni una sola vez por la universidad. A Daniel me lo encontré en el banco pagando lo del semestre y le pregunté abiertamente por ella mientras hacíamos la fila frente a las ventanillas (puse mi mejor cara de imbécil despistado).

—Se fue del país, Mario —me contestó él con una sonrisa amarga—. Decidió que estaba harta de Bogotá y se fue a estudiar a París. Su familia siempre la ha apoyado en todo. Supongo que en realidad estaba harta era de mí… Le he mandado varias cartas y no me contesta… Tiene razón… Yo haría lo mismo en su lugar…

Tragué saliva. No dije nada y cambié de tema. No estoy seguro, pero creo recordar que fue justo a comienzos de ese semestre que me enfermé gravemente de los pulmones y que llegué incluso a estar unos días en el hospital. Me recetaron antibióticos durante semanas y fue gracias a la solidaridad de Daniel que logré ir al día en las clases y presentar los exámenes correspondientes sin atrasarme.

Carmen no volvió a dar señales de vida.