Diario del fin del mundo
No sé cómo fue que sucedió: empecé a desconectarme poco a poco, a perder interés en el trabajo, en la gente, en la rutina agobiante del día a día. Fue un proceso de alejamiento paulatino que me condujo a renunciar al empleo que tenía y a terminar la relación sentimental que había construido durante años con empeño y dedicación (sin hijos, menos mal). Una herencia de mi abuela materna me dejó un par de arriendos que me alcanzaron para vivir con austeridad. No tenía necesidad de comprar ropa ni de salir a comer a restaurantes elegantes. Me conformé desde las primeras semanas con una sola comida al día, la del almuerzo, que llegaba puntualmente a domicilio a la una de la tarde desde un restaurante popular cercano. Salir a la calle me parecía un infierno. Desarrollé a los tres o cuatro meses una agorafobia que me atrincheró de manera definitiva en un apartamento del centro de la ciudad.
Lo cierto es que la realidad me parecía una mentira, una farsa, una camisa de fuerza de la cual necesitaba despertar antes de que la locura me destruyera por completo. Sospechaba que la costumbre de un trabajo, unas cuentas por pagar y una familia convertían a la gente en autómatas, en robots siempre enchufados a la misma rutina. Era preciso romper esas dinámicas para poder descubrir el otro costado de la realidad, el lado oculto de la luna, por decirlo de algún modo.
¿Cómo era posible que todo el mundo siguiera viviendo de ese modo, sin pensar, sin sentir, sin intuir que estaban atrapados en una telaraña con visos de realidad? A veces, en mis largas horas de ocio, me acercaba a la ventana y veía allá abajo pasar a la gente hablando por celular, o chateando, o caminando de prisa para no llegar tarde a sus citas y sus horarios de oficina. ¿Cómo hacían para no darse cuenta, para no sospechar siquiera? ¿Cómo los habían convertido en máquinas ciegas, obedientes y pacíficas? Creo que en más de una oportunidad grité a voz en cuello para ver si, al menos por unos cuantos segundos, levantaban los ojos y salían de la ensoñación. Nada, escasamente me miraban y continuaban pegados a sus aparatos.
También solía despertarme a altas horas de la noche y el insomnio me convertía en un sonámbulo que iba de un lado a otro con una taza de café en la mano. Entonces me entraba el horror de existir, de tener un yo. ¿Cómo diablos se las había ingeniado la materia para terminar creándome, para terminar encarcelando en este cuerpo a una identidad, a un cúmulo de elementos cuya mezcla era capaz de decir «yo»? El milagro de la encarnación es al mismo tiempo el horror de despertar en una cárcel de piel y huesos usando el pronombre personal de primera persona del singular.
El cabello y la barba me crecieron rápidamente. Me llené de artículos, de libros que les pedía a los dos o tres amigos que aún conservaba, de textos que conseguía por internet. El objetivo era romper la cuadrícula, salir de la cárcel en la que había vivido durante toda mi vida. Y sí, a medida que iban pasando las semanas y los meses, y entre más información recolectaba y clasificaba, más cerca estaba de deslizarme por el agujero que me conduciría a otra realidad más real que esta primera (de la que, por cierto, ya estaba saturado y hastiado).
Debo confesar que la soledad extrema también tiene sus peligros: uno come como una bestia, escupe, habla con la boca abierta, se tira pedos sin pudor alguno, no se baña durante días. De pronto, una mañana cualquiera, me visitaba alguno de mis escasos amigos y me decía que me bañara, que me lavara la boca, y abría las ventanas del apartamento para que entrara aire fresco, sacaba la basura y lavaba los tres platos y los tres cubiertos que tenía.
Abandonar la manada tiene su precio.
Al año exacto, el día de mi cumpleaños, me vi en el espejo y no me reconocí. Me dio la impresión de que me había convertido en una combinación entre mi abuelo y mi papá. Estaba más viejo, mucho más delgado, con las mejillas hundidas, y el bigote y la barba crecidos me daban un aire de abuelo indigente o vagabundo. Pero me sucedió algo extraño: este nuevo individuo, con su aire de mendigo trotamundos, se parecía más a mi yo interno que el anterior, que sí vivía afeitado, con el cabello corto y vestido con traje y corbata. Mi alma por fin empezaba a tener un rostro de verdad.
El resto fue ir ingresando en ese otro mundo que se abría ante mí. La lectura juiciosa de los textos, la concentración extrema en los sucesos que iban apareciendo en las noticias y los diarios, y sobre todo las relaciones que iba estableciendo entre los distintos acontecimientos, me confirmaron que estábamos dando la vuelta, que el tiempo y el espacio son circulares. Avanzar es solo una ilusión. En realidad estamos en camino hacia un mundo primitivo, hacia un nuevo comienzo. Y ya pronto vamos a empezar el giro definitivo.
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La civilización tal y como la conocemos desaparecerá de la faz del planeta. No es la primera vez que algo así sucede. Tres veces en el pasado el hombre ha sido golpeado por eventos naturales: cuerpos celestes que se han estrellado contra nuestro planeta, inversión de los polos magnéticos, enormes inundaciones que están registradas en el Poema de Gilgamesh y en el relato de Noé de la Biblia cristiana. El hombre moderno, que es un poco soso y arrogante, cree que la historia ha sido lineal, que desde el mono darwiniano hasta él no ha habido interrupciones. No es así. Hemos nacido, hemos muerto y hemos renacido varias veces. No estamos en una línea recta, sino en una espiral, en un laberinto, en un diseño circular por el cual hemos deambulado un poco a ciegas. Y el próximo giro está a punto de suceder, es solo cuestión de años. Estamos empezando a dar esa curva que muy pronto se convertirá en nuestro final definitivo.
Por eso, si estás leyendo estas páginas, es importante que empieces a prepararte. Comienza revisando la fecha de caducidad de los alimentos, de los cartones de leche, de los jugos envasados, de las bolsas de arroz o de lentejas. Los enlatados son la clave porque duran mucho más. Arma una alacena en algún rincón de tu casa y empieza a organizar una despensa para el fin de los tiempos. Consume según las fechas de vencimiento y vuelve a aprovisionarte con nuevas latas de atún o de sardinas, con nuevas bolsas de fríjol o de garbanzos. No olvides aprender a almacenar agua. También te será muy útil cuando no puedas regresar a las tiendas y los supermercados, pues afuera reinará la barbarie y pequeñas tribus de salvajes patrullarán las calles con sus fusiles, sus cuchillos y sus machetes en alto, como al comienzo de la humanidad, como si todo se hubiera dado la vuelta y no estuviéramos en el siglo XXI, sino en los albores de la Prehistoria.
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Escribo estas páginas a mano en una libreta de hojas cuadriculadas. La escritura en computador es impersonal, unificada, igual para todos. Pero la caligrafía es la escritura del cuerpo, del deseo, una huella de identidad inconfundible.
Este diario debería ser solo una recopilación de artículos de prensa: genocidios, bombardeos, masacres, secuestros, infanticidios, ancianos encontrados muertos en la soledad de sus apartamentos, desastres naturales, ríos y mares contaminados, hambrunas, grandes hecatombes sociales producidas por inversionistas y ministros de Economía irresponsables. Recortes de prensa hablando ellos solos. Pero no tengo la dedicación diaria para algo semejante. Me aburriría organizando todo ese material día a día.
Es preciso aclarar que, aparte de los desastres que están por venir, en algún momento indeterminado habrá también un colapso virtual. Un buen día, sencillamente, no habrá corriente eléctrica, se vendrán abajo todas las plantas de energía y no podremos comprar nada, ni ir al supermercado, ni sacar dinero de los cajeros automáticos, ni llamar a nuestros seres queridos para saber cómo y dónde se encuentran. Estaremos incomunicados, solos, y dependeremos de nuestro ingenio y nuestra resistencia para sobrevivir. Los teléfonos celulares, las tabletas y los computadores quedarán reducidos a objetos inservibles, a meros juguetes que arrojaremos a la basura en medio del pánico y la confusión.
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Al igual que en el antiguo Egipto, siete plagas visitarán al hombre moderno. La primera de ellas será la muerte por depresión. Miles de millones de personas alrededor del mundo no podrán ni siquiera salir a la calle. Se pasarán días, semanas y meses encerrados en sus casas y sus apartamentos viendo televisión, escuchando la radio, conectados a sus aparatos, durmiendo a deshoras, sin bañarse, hundidos en unas profundidades que les impedirán incluso hablar con los suyos.
Las ciudades serán en realidad prisiones con celdas donde cada quien sentirá horror de salir a la calle. Nadie querrá comunicarse, hablar con el otro, salir a compartir, invitar a unos amigos a almorzar o a cenar. No, las consignas serán la soledad, el silencio y el aislamiento. La casa por cárcel. La realidad reemplazada por la telerrealidad.
Entonces los cuerpos empezarán a sentir el peso de esas depresiones. Nadie deseará a nadie, nadie añorará un beso o una caricia. Cada quien será presa fácil de las enfermedades, cuya expansión ya habrá comenzado. Esos cuerpos no tendrán cómo defenderse.
La gente morirá de física tristeza. Millones de personas no tendrán cómo levantarse para ir a sus trabajos, para cumplir con sus clases en colegios y universidades. No habrá ánimo ni siquiera para limpiar las casas, para lavar los baños, para hacer el más mínimo aseo. El polvo se irá tomando los tapetes, las mesas, los objetos más cotidianos.
Nadie volverá a cocinar. Esos nuevos zombies comerán alimentos ya preparados o llamarán a los restaurantes para que les lleven la comida a domicilio. Se dividirán entre aquellos que comerán mucho y aquellos que comerán muy poco. No sabrán que el origen de su desidia y su desilusión es el mismo: la ausencia de ganas de vivir. El mundo será tomado por el abatimiento, la desesperanza y la melancolía.
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La segunda muerte serán el asesinato y el suicidio. Jóvenes y viejos, de un momento a otro y sin entender de dónde les viene ese ataque súbito de locura, entrarán a sus colegios, a sus universidades, a sus trabajos, a las fábricas, a los bancos, a los cines o a los almacenes con las armas en alto. Dispararán contra los que fueron sus compañeros, sus amigos, sus profesores, o contra desconocidos cuyos nombres nunca habían escuchado. Nadie confiará en nadie. Todo el mundo recelará de su vecino, de su colega, de su pareja. En cualquier restaurante, en cualquier fábrica o empresa, en cualquier institución educativa, incluso en la calle, la gente será atacada por estos asesinos que luego morirán baleados por la policía o pegándose ellos mismos un tiro en la cabeza.
Simultáneamente, empezarán a aparecer los suicidas. Se tomarán sobredosis de todo tipo de calmantes o de drogas ilícitas, se lanzarán desde las terrazas de sus apartamentos, se arrojarán a las líneas del metro de todas las ciudades del planeta, se volarán la tapa de los sesos, se colgarán de las vigas cuando nadie esté presente, estrellarán sus carros en las grandes autopistas o en callejones solitarios donde nadie los esté observando. Cualquiera será un suicida en potencia.
A altas horas de la noche sonarán los teléfonos y en las líneas estarán las parejas, los hijos, los amigos del colegio anunciando su próximo deceso, confesando que no pueden más, que la existencia no es más que un lento descenso a los infiernos.
Entonces las funerarias y los cementerios serán tan visitados como los restaurantes o los centros comerciales.
A consecuencia de la locura del hombre llegará la guerra. Tarde o temprano una de las naciones se saldrá de control, se ubicará por fuera de las regulaciones establecidas y una de las grandes potencias se verá obligada a empezar la guerra. Luego las otras potencias se alinearán y darán inicio a la Guerra Final. Debido a las armas nucleares el planeta será sometido a grandes explosiones, a bombardeos sin fin, a castigos que terminarán de dejar la Tierra magullada e infértil. No habrá país que no sienta los rigores del conflicto. El mundo se convertirá en un gigantesco campo de batalla.
El Homo sapiens nunca se ha caracterizado por ser tolerante ni solidario. Por donde ha ido pasando ha creado caos y destrucción: aniquiló a los Neandertales, al Homo floresiensis y a muchas otras especies más. ¿Qué le queda ahora? Destruirse a sí mismo. Cada vez veremos más a unas tribus enfrentadas con otras: los seguidores de la supremacía blanca contra los negros y los latinos, los del Primer Mundo creando leyes y construyendo muros para evitar la entrada de inmigrantes del Tercer Mundo, los de una religión contra las otras, los pudientes contra los indigentes y los hambrientos. El clima de agresión e intolerancia es ya el pan de cada día. Y no cesará. Eso significa que tendremos que aprender a vivir con la violencia cotidianamente.
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La tercera muerte será por virus y bacterias que conformarán pandemias que se extenderán rápidamente por los cinco continentes. Empezará siendo algo imperceptible: un contagio en una clínica, un enfermo al que los antibióticos no le hacen efecto, unas fiebres que afectan a todos los estudiantes de una misma escuela. Luego se irá extendiendo de manera invisible hasta que se les salga de las manos a los organismos de salud.
Intentarán una cuarentena, pero será una medida tardía. La enfermedad se propagará sin medir raza, credo o sexo. Los laboratorios no alcanzarán a producir masivamente una vacuna. Entonces vendrán la desesperación y los ataques a los hospitales, a las farmacias, a los centros de salud. Los médicos y las enfermeras tendrán que esconderse porque la multitud enardecida les exigirá que cuiden de los suyos, que los atiendan, que los salven.
En aviones, por mar y por tierra llegarán los apestados que transmitirán sus enfermedades a otros. Los hombres morirán entre llagas, entre espasmos incontrolables, atacados por fiebres recurrentes. Muy pocos escaparán al contagio. La gran mayoría balbuceará sus oraciones en rincones solitarios donde nadie querrá atenderlos por miedo a contraer las enfermedades. El mundo se convertirá en el enorme lamento de un enfermo múltiple con millones de cabezas.
Se montarán barricadas para defender a pequeñas comunidades que se considerarán aún libres de la plaga. Serán pequeños fortines de ejércitos bien armados que dispararán contra cualquiera que pretenda acercárseles. El miedo sacará a flote lo peor de cada quien.
Lo más difícil de superar para los sobrevivientes será la tristeza, una tristeza profunda que los hundirá al recordar la agonía y la muerte de sus allegados. Y esa tristeza será otra enfermedad que también matará a millones de hombres y mujeres que preferirán no haberse salvado de la plaga.
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La cuarta muerte será la muerte por aire. Grandes nubarrones y tempestades de una dimensión que jamás ha visto el hombre arrasarán con los pueblos y las ciudades de todo el planeta. Multitudes enteras se quedarán sin techo ni comida, durmiendo a la intemperie. Y los huracanes se llevarán con ellos las casas, los carros, los animales, las personas, los edificios, todo. Los aviones se estrellarán contra el suelo agitados como si fueran juguetes de papel. Nadie escapará al poder del viento. Solo aquellos que se refugien en guaridas, en subterráneos o en cuevas elegidas con anterioridad lograrán salvar sus vidas y las de los suyos.
Por eso, si vives en una casa o tienes una finca de recreo, empieza a cavar. La construcción de un búnker será tu única salvación cuando la hora cero estalle. Muchas veces en la antigüedad nos hemos salvado gracias a los refugios subterráneos de nuestro planeta. De ello dan testimonio ciudades grandiosas como Derinkuyu o Kaimakli, enterradas en la Capadocia turca. Muy cerca de ellas, en el monte Ararat, arribó el arca de Noé. En esa ocasión sobrevivimos porque esos hombres antiguos cavaron y aprendieron a vivir sin ver la luz del sol. En esos socavones oscuros, en esas guaridas enterradas en la Tierra, parieron a sus hijos, celebraron, se amaron, cumplieron con sus rituales y también murieron y enterraron a sus muertos. De igual modo, los hombres del futuro deben aprender a despedirse del cielo y de las nubes si quieren sobrevivir a la hecatombe que se avecina.
No olvides algo: los poderosos del mundo ya están listos y han construido búnkeres por todo el planeta. Ellos tienen información privilegiada y por eso llevan años preparándose. Solo en Estados Unidos, una prueba de ello es el refugio que está en el subsuelo del aeropuerto de Denver, en Colorado. Son ciento cuarenta kilómetros cuadrados de alta tecnología que, cuando llegue el momento, resistirán sin problema ataques y bombas nucleares. Los murales apocalípticos de Leo Tanguma que decoran algunas de sus salas no pueden ser más claros y específicos: soldados con máscaras de gas y espadas árabes en la mano, ciudades y bosques quemados, gárgolas y reptiles contemplando la destrucción del mundo.
También hay un búnker debajo de la Casa Blanca, otro en Camp David (Maryland) y un tercero en Raven Rock. Si algunos políticos y empresarios de alto nivel no alcanzan a entrar en ellos, hay un cuarto refugio que fue construido durante la Guerra Fría. Se encuentra en los sótanos del Hotel Greenbrier, en Virginia. Fue diseñado para mil cien personas y cuenta con clínica, farmacia, cafetería, unidad de cuidados intensivos y varias salas de reuniones.
Quizás el búnker más antiguo y el más completo de todos se encuentra en la Antártida. Los nazis, desde 1938, un año antes de empezar la Segunda Guerra Mundial, lanzaron una expedición hacia el sitio más desconocido del planeta. El resultado fue la construcción de una base militar llamada Nueva Suabia. Ellos sabían que lo peor vendría después e, independientemente de quién ganara la guerra, había que estar preparados para los grandes desastres que se avecinaban. Y, en efecto, el refugio fue construido y varios submarinos alemanes, después de terminado el conflicto, arribaron a ese remoto lugar del planeta para esconder a sus últimos hombres importantes.
Esta fue la razón por la cual Hitler, en lugar de suicidarse en Berlín, como mañosamente afirmó la prensa internacional, en realidad viajó hasta Argentina y se refugió en la Patagonia. Desde allí podía seguir pendiente de sus últimas huestes y viajando con regularidad al lugar desde el cual se prepararía el renacimiento del Cuarto Reich. Cuando terminara la Gran Catástrofe, los sobrevivientes nazis, listos y preparados con tecnología de punta, serían los dueños y señores del globo entero. Estarían al mando y fundarían una nueva raza de elegidos.
Por este motivo, en 1947, el célebre explorador norteamericano Richard Byrd dirigió una expedición de corte militar a la Antártida. El objetivo era apropiarse de la Nueva Suabia y del búnker alemán denominado Base 211. El problema fue que Byrd aseguró que su avión había sido conducido por una energía extraña hasta un submundo en el que había sido seriamente interrogado sobre posibles nuevas explosiones nucleares. Sobra decir que la expedición fue todo un fracaso y que, mucho antes de lo previsto, Byrd salió de la Antártida sin haber podido cumplir con la misión que le había sido encomendada.
¿Qué fue lo que sucedió realmente en ese intento de los Estados Unidos de apropiarse de la Base 211? No hay información suficiente, pero podemos presuponerlo: los nazis, con el Führer todavía a la cabeza, no solo le mostraron a Byrd la tecnología que habían desarrollado en la Nueva Suabia, sino que le advirtieron sobre los desastres que se avecinaban. Y le permitieron un retiro digno sin masacrar a sus hombres ni averiarle sus naves.
Y allí siguen, aguardando el colapso, aguardando nuestra propia autodestrucción. Todo está listo. La información circula ya en las altas esferas. Solo la gente del común, que continúa con su vida como si no estuviera sucediendo nada raro, quedará a la intemperie.
Por eso no olvides este consejo, que puede ser el más importante que te han dado en tu vida: prepárate. Infórmate, revisa qué es la base de semillas de Svalbard en el Polo Norte, lee al respecto y empieza a construir tu refugio y a almacenar tus provisiones. Ese gesto será más adelante la diferencia entre la vida y la muerte.
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La quinta muerte será la muerte por fuego. Enormes incendios consumirán las torres de los edificios, las fábricas, los aeropuertos, las aldeas, los bosques. Gigantescas llamaradas de kilómetros enteros se levantarán en el horizonte debido a los pozos petroleros, a las estaciones de gasolina, a los tanques de los camiones y los carros, de las maquinarias pesadas, de los aviones, a los conductos de gas de todas las ciudades del planeta y a las bodegas militares. Lloverán lenguas de fuego y la propia tierra arderá sin parar durante días interminables. Los hombres morirán chamuscados, calcinados, carbonizados, asfixiados entre el humo. Será un fuego purificador que lavará todas nuestras miserias.
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La sexta muerte será la muerte por tierra. El piso se moverá en todo el planeta, las viviendas se caerán una detrás de la otra, los rascacielos se desplomarán como si hubieran sido construidos en cartón y enormes grietas devorarán a multitudes que aullarán de terror mientras se hunden en las profundidades del planeta. Serán terremotos y sismos que se repetirán uno detrás del otro y que crearán un pánico generalizado entre la población. Los días y las noches serán tiempos propicios para el espanto. El hombre confirmará su poquedad, su nimiedad, su escasa importancia, y se sentirá como una hormiga avasallada por grandes cataclismos.
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La séptima y última muerte será la muerte por agua. Enormes mareas conformarán tempestades y tsunamis que arrasarán ciudades completas. El agua entrará en las casas y en los edificios, en los sitios públicos, en las avenidas, y sepultará multitudes gimientes y suplicantes. Paredes de agua caerán encima del hombre para enseñarle el poder irrefutable de los elementos. Las costas cambiarán de contornos y aparecerán nuevos continentes en el mapa. Millones de cadáveres flotarán en la superficie de estas nuevas mareas y contaminarán sus aguas con su podredumbre. El mundo será un enorme caldo condimentado con la carne y la grasa de los ahogados.
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Se acercan tiempos difíciles. Todo empeorará. Veo grandes marchas, muchedumbres enteras cargando sus bártulos al hombro, llevando a sus hijos en las espaldas, atravesando valles y montañas en busca de agua y de un poco de comida para sobrevivir. El mundo volverá a ser nómada, poblado por sobrevivientes errantes que vagabundearán en busca de tierras fértiles para volver a comenzar.
El tiempo no es lineal, sino espiral, conforma círculos concéntricos con variaciones mínimas. Estamos, en realidad, regresando, y no avanzando. Y es curioso que solo muy pocos lo noten, que no se den cuenta.
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Fuego, humaredas, nubes de polvo, huracanes, terremotos, enfermedades, inundaciones, lluvias, destrucción. Y los pocos sobrevivientes verán con sus ojos alucinados cómo desaparece lo que hasta entonces ellos llamaban la realidad.
Ese será el punto de inflexión, el punto de giro. A partir de entonces los sobrevivientes serán constructores, conformarán familias, iniciarán una nueva sociedad. Y su deber será enseñar una nueva fe: la inferioridad del hombre, lo transitorio que es, lo efímero, su escasa importancia. Eso, seguro, creará seres menos arrogantes, menos asesinos.
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Sé que me vigilan. Y ellos saben que yo sé. Los he visto frente a mi edificio tanto de día como de noche. A veces son dos individuos vestidos con abrigos negros, en otras ocasiones son un hombre y una mujer que miran durante horas hacia mi ventana desde una cafetería cercana. Creen que yo puedo iniciar una revuelta, que puedo alertar sobre el horror que se nos avecina. Porque si la gente supiera lo que está por venir, dejarían de ir a estudiar, a trabajar, y empezarían a prepararse para el final inminente.
Todo el mundo cumple con sus rutinas cotidianas como si nada estuviera sucediendo, cuando la verdad es que está pasando de todo: nos acercamos a nuestro final día a día, minuto a minuto. Los que ya están preparados para esa catástrofe nos miran como si fuéramos animales, mascotas, canarios o gatos caseros que morirán inevitablemente debido a su ignorancia. Y sí, de alguna manera nos lo tenemos merecido.
No me gusta escribir. Envejezco y el mundo me parece repetitivo, aburrido, y sentarme aquí a registrar el fin de una época me parece una labor melodramática y cursi. Todo el mundo está sufriendo esta caída en el abismo y los que vengan sufrirán aún más.
Yo solo me he encargado de sobrevivir, de aguantar, de ser un testigo distante del horror que ya nos circunda. Pero sé que soy un personaje incómodo, molesto, alguien que es mejor sacar del camino. No veré con mis propios ojos el estallido final, pero lo he anunciado, lo he intuido, y con eso me basta. He sido el portador de la Palabra Prohibida, el Mensajero del Verbo Clandestino, el que predica la Mala Nueva, y me parece que he llevado a cabo mi misión a cabalidad, con seriedad y orgullo.
Pronto me matarán. Todo lo que sé es demasiado peligroso. Soy el visionario que anticipa la caída en el abismo. Soy el ángel que emprende su vuelo para regresar convertido en otro. Porque del mismo modo que el tiempo cósmico es circular, también el tiempo del hombre da vueltas en espiral. Regresaré con otro nombre, llevaré otro rostro y seré el hijo o la hija de unos padres que pronto me engendrarán. Solo espero que ese nacimiento que me está esperando se lleve a cabo no en medio de la destrucción, sino cuando la Tierra renazca y salga a la luz después del período de tinieblas.
Amanece en la ciudad. Pongo en el computador a todo volumen Don’t Wanna Fight, de Alabama Shakes, y me despido del mundo con la extraordinaria voz de Brittany Howard de fondo. Extiendo los brazos, danzo, me muevo por todo el apartamento como un chamán celebrando su último ritual, como un derviche sufí creando círculos de vitalidad y de alegría. Gracias, vida, gracias por tanto. Sufrí, me hundí, conocí la desdicha y la desesperación, supe lo que eran el hambre y la sed, dormí en cuartos miserables sin aire y sin luz, en antros inmundos sin ventanas y húmedos, me acosté junto a mujeres públicas en camas que apestaban y recorrí tugurios con mi cabeza a punto de estallar, delirando, al filo mismo de la locura. Y también fui inmensamente feliz y dichoso. Celebré mil veces la infinita generosidad de una existencia que me bendecía a cada paso, amé y me amaron en medio de unos intensos afectos que afirmaban sin ambages el presente, viajé por el Nilo y por el Amazonas, crucé el Sahara junto a caravanas que parecían provenir de otros siglos, sentí la magnificencia de la selva, las escondidas maravillas de una América todavía oculta, me hospedé en hoteles cinco estrellas, comí platos exquisitos y muchas veces regalé todo lo que tenía como una forma de devolverte a ti, vida, tanta abundancia que me abrumaba. Si al final decidí encerrarme fue porque lo consideré un acto de lucidez para descubrir la verdad. No me debes nada. Estamos a mano.
Estoy listo ya para enfrentar a mis verdugos. Los estoy esperando con el cuchillo entre los dientes.
Ciudad Gótica, 2018.