A la mañana siguiente de leer el material y mirar las fotografías sentí un bajonazo, unos deseos de no hacer nada sino ver televisión y dormir. Salir a la calle me parecía una empresa imposible. No me sentía capaz de bañarme, de hablar con alguien o de cruzar una calle. El mundo, allá afuera, era una entidad amenazante, un ecosistema atiborrado de animales peligrosos. Me preparé unos sándwiches de atún con mayonesa, abrí una botella de Coca-Cola, y ya, con eso me las arreglé todo el día. Leí un rato, dormí una siesta larga y busqué programas idiotas en la televisión que me permitieran quedarme embrutecido frente a la pantalla durante horas enteras. No quería recordar, ni reflexionar, ni mucho menos intuir hacia dónde me estaba conduciendo Daniel con su historia de nazis exiliados en América Latina.
Lo peor de esta situación era que a lo largo de mi vida como escritor siempre me había tropezado con universos oscuros, con callejones sin salida o con unos escalones descendentes que terminaban por conducirme a unos laberintos malolientes. No sabía si era yo el que buscaba todo eso o si eran esos mundos los que me buscaban a mí para que yo los narrara. Lo cierto es que estaba cansado de ellos y que anhelaba otro tipo de historias, quería personajes potentes pero no necesariamente sórdidos ni desesperados. Y justo cuando me había prometido un cambio de registro había aparecido Daniel con su padre vampiro y gay viviendo en ese caserón surrealista del centro de Bogotá. ¿Por qué? ¿Por qué volvían otra vez esas extrañas dimensiones de la realidad a elegirme como su cronista y su biógrafo?
La llamada de Daniel entró a las nueve de la noche del día pactado. El invierno había cedido un poco y el cielo estaba despejado. Lo primero que hizo mi amigo fue preguntarme si había leído el material y si había visto las fotografías. Le dije que sí, que me habían impactado tanto los textos como las imágenes. Luego pasamos a otra cosa, no sé por qué (tal vez ambos temíamos entrar en materia), y él me contó que estaba casado con una artista plástica, una escultora, una andaluza que lo había rescatado de los duros recuerdos que lo perseguían: Carmen, la desaparición de su madre, la vida secreta de su padre, su paso por las filas del ELN, la fuga final. Le pregunté si ella conocía los detalles de cada uno de esos episodios. Me contestó que sí, que estaba enterada de todo.
—Es más —me dijo con cierta placidez en la voz—, sabe que estamos hablando tú y yo, y está de acuerdo en que yo viaje a mitad de año para ir a encontrarme contigo.
Luego me preguntó si había estado en las inmediaciones de la casa de su padre.
—Sí, maestro —le dije acercándome al ventanal de la sala para echar un vistazo allá abajo, a la calle—, y todo esto es muy raro. El lugar está desocupado, como me dijiste, y a tu viejo le tienen miedo en la cuadra, dicen que anda armado. Los vecinos no lo quieren.
—¿Lo viste? —me preguntó él con cierta ansiedad en la voz.
—No, pero creo que vi su sombra por unos segundos en la ventana del último piso. Un tipo muy alto, calvo, encorvado. No sé por qué se me vino a la cabeza una escena del Nosferatu de Herzog. Pero era algo así, un físico macabro… No me gusta esta historia, Daniel, debo confesártelo…
—A mí tampoco, hermano —dijo él dejando escapar un suspiro largo, como si aprovechara para tomar aire a fondo—. Sobre todo porque no sé hasta qué punto las historias de tus progenitores, sus vidas, lo que hicieron o dejaron de hacer, están dentro de ti, te definen o te hacen responsable.
—En cualquier democracia moderna está claro que las responsabilidades son individuales —aseguré con vehemencia.
—¡Miegda!, yo sé, yo sé —reviró él subiendo la voz un poco—. No soy tan tonto, Mario. Mi pregunta va más allá de lo legal. Es una información que está en los genes, en la herencia que transmites. ¿Heredas solo las cosas buenas? No, viejo, heredas todo, y eso significa que en ti van también los horrores, la inclinación al delito, al alcohol o a la violencia. Eres una suma de tus dos progenitores. Cincuenta y cincuenta.
—Pero la suma crea un ser nuevo, tú —dije subiendo también el tono de la voz, pues, de alguna manera, en esta discusión estaba en juego la vida de ambos, no solo la de él—. Tú no eres una suma, eres una persona nueva que aprende, que revisa esa información, que la modifica y que funda nuevas tendencias, nuevos logros y nuevos errores también. Por eso, fíjate bien que no siempre los hijos se parecen a sus padres. Es más, yo creo que en la gran mayoría son opuestos.
—Bueno, en eso tienes razón. Mis hijos tienen cosas mías y de mi esposa, pero no se parecen en nada a nosotros.
Y así seguimos por un rato argumentando en pro y en contra del hecho de que somos también nuestros padres. Luego hubo un silencio largo, nos servimos cada uno por su lado un café y entonces Daniel me contó que se había preparado durante toda la semana para esta conversación, que me agradecía infinitamente mi actitud solidaria y afectuosa, y que no sabía qué habría hecho si yo me hubiera negado a hablar con él. Me dijo que el solo gesto de haber respondido a su mensaje era ya una prueba de fraternidad y que eso lo tenía muy conmovido.
—De verdad, Mario, gracias —dijo con la voz entrecortada.
Y enseguida se lanzó a contarme una historia que yo presentía, pero cuya contundencia no alcancé nunca a sospechar. Me dijo que después de graduarse de la maestría con honores se había dedicado a investigar a fondo a su padre. Algo en su interior no lo dejaba en paz, no le permitía descansar: descubrir hasta qué punto el viejo Klein estaba implicado o no en la desaparición de Alicia. Daniel se había alejado de sus antiguos contactos religiosos y políticos en Colombia, y al hacerlo había perdido contacto también con Cristóbal, el joven amante de su padre. No tenía ni idea qué había sido de él.
Lo primero que hizo fue buscar a un hermano de su padre en Alemania. A lo largo de muchos años, el viejo Klein negó la existencia de parientes en su país natal (decía que todos habían muerto durante la guerra), excepto la de ese hermano. Como no había internet y llamar por teléfono era costoso, el contacto se limitó a un par de cartas y nada más. Dos cartas que Daniel había visto muchas veces en un cajón y cuyo remitente era un tal Rudolph Klein, en Berlín. Cuando alguna vez Alicia le preguntó a su esposo por ese hermano, el viejo Klein se enfureció y su única respuesta fue decir que no sabía nada, que su hermano se había mudado sin darle los datos de la nueva residencia, y que le daba igual, que nunca habían sido muy cercanos. Y ya, no quería saber más del asunto.
Daniel se propuso encontrar a Rudolph Klein, su tío, pero fue imposible, ninguno de los hombres que encontró en la guía telefónica tenía algo que ver con un alemán exiliado en Colombia. Entonces hizo memoria y pudo visualizar esa borrosa dirección escrita a mano en el remitente de las dos cartas. Como buen niño precoz, Daniel había revisado esos dos sobres con la conciencia de que allá, al otro lado del mar, de donde venían esas palabras, estaba buena parte de su gente, de sus orígenes: unos abuelos, unos tíos, unos primos, gente que se parecía a él, que hablaba como él, que llevaba también el apellido Klein. Por eso logró recordar el nombre de la calle y el número. Y hacia allá se dirigió.
Rudolph Klein no era Rudolph Klein. Y ya estaba muerto. La persona que habitaba en esa casa era Sarah Zimmermann, una mujer muy amable que apenas lo vio se dio cuenta de que había algo muy familiar en el físico alto y desgarbado de Daniel. Después de unos minutos de conversación descubrieron que Sarah era la hija de Rudolph Zimmermann, el hermano del supuesto Karl Klein, cuyo verdadero nombre era Klaus Zimmermann. Rudolph había firmado las cartas con el apellido Klein solo para proteger a su hermano en el exilio latinoamericano y que no fueran a dar con él. Un hermano al que, por cierto, no quería, y del cual no quiso volver a saber nada. Cortó relaciones con él y desde entonces sintió un alivio profundo. Se preguntó por el hijo de él, es decir, por Daniel, un sobrino colombiano que crecería quién sabe cómo, pues estar bajo la tutela de Klaus (Karl) no era ninguna garantía. Pero al fin y al cabo ese no era su problema, sino el de su hermano. Y murió sin saber nada de él, sin llamarlo y sin escribirle. Pero antes, como una forma de hacer perpetuar la verdad, le contó toda la historia a su hija Sarah.
—Supongo que has venido a conocer esa historia —le dijo Sarah a Daniel mientras le servía una taza de té—. Quieres saber de quién eres hijo, quieres saber quién eres tú.
—Exactamente —dijo Daniel sintiendo un temor profundo, pues sabía bien que esa historia era fea, proporcional a su padre—. Pero antes quiero advertirte que no me parezco a él, que no lo quiero, que llevo años sin escribirle y sin llamarlo.
—Eso se te nota —afirmó Sarah con una sonrisa—. Te pareces más a nosotros.
Entonces Daniel le contó a su prima Sarah Zimmermann la desaparición de su madre, la pésima actuación de su padre durante ese período y la forma como más tarde había descubierto el homosexualismo de ese hombre que se la pasaba predicando la fuerza y el coraje, la forma como se había enterado de que a Karl (Klaus) le gustaban los muchachitos.
—Bueno, menos mal que ya intuyes de quién estamos hablando —le dijo Sarah con suavidad, con tacto, siempre en un tono amoroso que mantuvo hasta el final de la conversación.
Y aquí la prima de Daniel, que tendría por aquel entonces de treinta a treinta y cinco años, se acomodó en un sillón y le empezó a contar quién era en realidad su padre, ese hombre que se hacía llamar en Colombia Karl Klein y que en realidad había nacido bajo el nombre de Klaus Zimmermann.
Klaus nació en 1920 en el seno de una familia alemana que, como muchas otras, veía cómo el mundo empezaba a desmoronarse a su alrededor. A mediados de la década del treinta, cuando Hitler y el nacionalsocialismo ya estaban en pleno furor y se habían tomado las principales estructuras del poder político y militar, un alemán de las SS llamado Helmuth Heine empezó a buscar con cierta regularidad a Klaus, que por aquel entonces contaba con escasos dieciséis años.
La familia no sabía qué era lo que estaba sucediendo. Las investigaciones sobre familias judías estaban en boga y los guetos iban creciendo de una forma desaforada. Los Zimmermann habían escondido en su casa a una vieja empleada judía que también había sido la nana de sus hijos. Construyeron un muro falso y detrás de él pusieron un camastro y un inodoro para resguardar a la mujer. Todos los días le pasaban comida y una vez por semana ella salía para tomar un baño en las horas de la noche, cuando nadie se diera cuenta. El problema fue que, seguramente debido al chivatazo de alguno de los vecinos, los descubrieron y el delito en ese momento era considerado como de máxima gravedad. La mujer fue detenida y la familia Zimmermann cayó en desgracia.
La amistad de Klaus con el militar de las SS fue un pacto con el diablo: permitir que el muchacho se desapareciera en las horas de la noche con el uniformado, y que incluso se fuera de viaje los fines de semana con él, siempre y cuando la familia Zimmermann estuviera protegida y a salvo. Klaus tenía un hermano menor dos años que él, Rudolph, y una hermana de diez años llamada Gabrielle. Los Zimmermann decidieron hacerse los de la vista gorda con Klaus con tal de salvar a Rudolph y a Gabrielle. Al menos, tácitamente, así se entendía la situación, aunque nadie dijera una sola palabra al respecto.
El problema fue que Klaus desarrolló una personalidad violenta, brutal, despiadada. Aceptó la relación con Helmuth Heine, salía con él, viajaba con él, e incluso adoptó su ideología como si esa forma de pensar no afectara a los suyos ni a sí mismo. Al interior de la familia hablaba con desprecio de los judíos, decía que eran todos unos prestamistas ladrones apegados al dinero, usureros, agiotistas, cicateros, y que era imposible para Alemania recuperarse si continuaba estrangulada por esa raza maldita. Los Zimmermann no decían nada porque el miedo a ser detenidos por traición los paralizaba. Su educación espiritual los alejaba de la ideología nazi, a la que consideraban un completo disparate. Solo Rudolph, el hermano de la mitad, intuía la verdad: que Klaus deseaba una venganza, que quería hacerle pagar a su familia lo que había hecho con él. Incluso sospechaba que el que había dado la voz de alerta a las autoridades sobre la empleada judía escondida había sido justamente su hermano mayor.
Para 1938 ya Klaus era un joven alto y atlético. Ese año se alejó aún más de la familia y les advirtió que se marcharan si no querían terminar en la cárcel por lo que habían hecho. El día en que llegaron a la casa de los Zimmermann fue una escena brutal. Klaus estaba impávido y miraba a su familia con desdén. Helmuth Heine les dijo a los soldados que lo acompañaban que se retiraran por unos segundos, se acercó al oído de Klaus y le preguntó a su joven amante en voz baja, pero en un tono lo suficientemente alto como para que pudieran escuchar los demás familiares:
—Señala a uno de ellos y lo salvaré. Le conseguiré una documentación falsa y lo sacaré hoy mismo de aquí.
Klaus no lo pensó y señaló a su hermano, a Rudolph. Heine llamó a los soldados, se llevaron entre gemidos y gritos de dolor a toda la familia, hicieron a un lado a Rudolph y Klaus se fue con el militar en un carro aparte. Nunca más se volverían a ver los dos hermanos.
La familia Zimmermann fue recluida en un campo donde fabricaban armas y moriría como muchos otros de los prisioneros: de hambre, de frío en el invierno, de física debilidad. Gabrielle, la niña, solo aguantó un mes de reclusión y falleció de una bronconeumonía. Rudolph fue enviado con otro nombre a las filas alemanas en África, bajo el mando del famoso Zorro del Desierto, donde estaría hasta 1943, cuando fue capturado por tropas aliadas y enviado a prisión. Saldría en 1947 y sería deportado a su país, donde recobró su nombre y logró rehacer su vida junto a millones de compatriotas que tenían historias similares a la suya. Lo que más lo avergonzaba era que había tenido que combatir en el bando de unos asesinos con los que nunca se había podido identificar. Había defendido a los criminales de su familia y esa vergüenza la cargaría hasta el día de su muerte.
Después de la guerra, a comienzos de los años cincuenta, Klaus, desde Colombia, descubrió que su hermano menor estaba con vida y logró contactar a Rudolph. Primero lo llamó y después le escribió. Rudolph le repetiría siempre lo mismo: que no le había hecho ningún favor salvándolo aquel día, que era un miserable, un hijo de puta. Los sobres de esas dos únicas cartas fueron los que de niño ojeó Daniel en su casa de Bogotá. Después los dos hermanos se pelearon a rabiar y el contacto se perdió. Sin embargo, de una manera incomprensible, cuando ya sabía la verdad, Rudolph nunca puso a las autoridades competentes sobre la pista de su hermano en Colombia. Se calló, y quizás con ese silencio le devolvió el favor que le había hecho de joven: aunque le gustara o no, aunque maldijera un millón de veces ese día, su hermano mayor le había salvado la vida.
La historia de Klaus le llegó a Rudolph por testimonios de víctimas que hablaron de él, que lo denunciaron. Todo indicaba que primero había trabajado en una fábrica de municiones. Posiblemente en esa época Helmuth Heine siguió viéndose con él de vez en cuando, en secreto. En 1940, recién construido el campo de concentración de Auschwitz, Heine logró que trasladaran allá a su amante. Tres años más tarde lo pondría en una posición privilegiada: como ayudante de un médico joven que acababa de llegar, un tal Joseph Mengele.
Si le llegaban a preguntar a Heine por la familia de traidores Zimmermann, su comportamiento no tenía nada de anormal: la gran mayoría muertos como esclavos, un hermano combatiendo en las filas africanas con otro nombre para evitar la vergüenza de ser un traidor, y un hermano mayor en Auschwitz haciendo parte de «la solución final». Ejemplar. Sin embargo, la verdad era que el joven Klaus estaba protegido y hacía parte de un grupo selecto de nazis.
Klaus disfrutaba de su trabajo, odiaba a los judíos y no sentía ninguna compasión por ellos, y en consecuencia no tuvo jamás ningún reparo en denunciarlos cuando violaban las reglas del campo (traficando comida o medicamentos), cuando alguna muchacha judía bonita se prostituía con algún soldado para sobrevivir, cuando unos pocos prisioneros aprovechaban que aún tenían fuerzas y armaban un plan para escapar, o cuando los amigos de algún enfermo lo reemplazaban por turnos en el trabajo para protegerlo de la cámara de gas o del crematorio. Klaus los delataba con gusto, disfrutando de la situación, gozando del odio que despertaba en esas familias judías que no se explicaban cómo alguien podía ser tan miserable, tan hijo de puta.
En 1943 Klaus Zimmermann fue nombrado ayudante en el campo de Auschwitz del médico recién llegado, Joseph Mengele. Su primera labor fue esperar los trenes recién llegados y detectar en ellos si venían gemelos entre los prisioneros. No importaba la edad, si eran niños o si eran ya viejos. El joven Zimmermann, muy atento, revisaba a los prisioneros con una lista en la mano y tomaba nota de sus pesquisas. Cuando descubría a dos hermanos gemelos los hacía a un lado y los formaba en una fila aparte. Cuando ya había auscultado a todo el personal, les avisaba a los soldados del resultado, les entregaba la lista que había hecho y conducía a los nuevos prisioneros a una barraca aparte. Allá los medía, los pesaba, les preguntaba la fecha de nacimiento, les revisaba todo su cuerpo en busca de marcas, lunares o verrugas, tomaba nota del color de sus ojos y del cabello, y algunas veces llegó incluso a documentar sus reportes con fotografías. Cuando ya ese primer paso estaba listo, llegaba Mengele, se familiarizaba con el nuevo material para sus investigaciones, les hacía exámenes más pormenorizados y empezaba a clasificarlos para los distintos experimentos.
A veces, sobre todo cuando se trataba de niños, los prisioneros, después de alguna cirugía o de una intervención donde podían quedar ciegos o cojos, entraban en pánico y lloraban y gritaban durante horas. Era entonces cuando Mengele acudía a Klaus para que les hablara, para que los calmara, para que los engatusara de alguna manera, pues no siempre se podía gastar en ellos las dosis de sedantes que tenía. Como Klaus era un joven de escasos veintitrés años, y a veces se hacía pasar por alguien carismático y afectuoso, lo sentían cercano y lo consideraban una especie de hermano mayor que tenía que cumplir con labores espurias con tal de sobrevivir. Klaus les permitía leer la Torá, les hablaba del sacrificio como una virtud suprema de su religión, les decía que la guerra ya estaba pronta a terminarse y a veces dormía con ellos en la misma habitación para tranquilizarlos. Fue así, a través de los experimentos físicos, que Klaus empezó a practicar experimentos psicológicos.
Descubrió que hay una facultad en la mente para mentirse en forma descarada, para enajenarse, para no querer enfrentar la realidad, la evidencia que se tiene en las propias narices. En un caso de desprotección o de acorralamiento, la mente se entrega a cualquier posibilidad de esperanza, por absurda que esta sea. Y este principio le sucedía no solo con los niños, sino también con los adultos. Como si el dolor, misteriosamente, nos produjera una regresión infantil. Ante una situación de angustia inesperada, Klaus mentía y mentía, a veces sorprendiéndose a sí mismo de lo descabellado de sus mentiras, y se daba cuenta de que su público herido y enfermo se aferraba a esa posibilidad que él planteaba como única tabla de salvación. Inventara lo que inventara, los prisioneros le creían, asentían, decían que sí y terminaban durmiéndose aferrados a esa mentira.
Klaus le comunicó a Mengele los resultados de esas investigaciones paralelas y el médico lo estimuló a avanzar en ellas. Le dijo que siempre y cuando no descuidara su trabajo como ayudante, estaba autorizado a tomar nota y a ahondar en esos comportamientos psicológicos de enajenación, como inicialmente los llamó el joven Klaus Zimmermann.
Había, sin embargo, un grupo aparte de prisioneros al que nadie, ni siquiera Zimmermann, podía tener acceso: eran los elegidos de Mengele, sus consentidos, sus experimentos preferidos. Solo él y nadie más que él podía fotografiarlos, estudiar la longitud de sus miembros o extraerles sangre para determinar sus características genéticas. Se trataba de un grupo de siete enanos hermanos a los que llamaban en el campo La Tropa de Lilliput. Mengele estaba obsesionado con la historia de esta familia en la que se habían cruzado una mujer normal y un hombre enano, y de la cual habían nacido hijos normales y siete enanos que trabajaban en el teatro de la época haciendo un show de variedades. ¿Cómo se engendraban los enanos, por qué, guardaban las mismas características todos los hermanos? Y en caso de reproducirse ellos con personas de talla normal, ¿nacerían sus hijos enanos o normales? Por eso se la pasaba el alemán con ellos por todo el campo, los estudiaba durante horas en su laboratorio y llegó incluso a crear con dos de estas mujeres diminutas una cierta amistad. Algunos, cuando lo veían pasar con ellos, decían en voz baja y con sorna: «Allá va Blanca Nieves con sus siete enanitos».
La única vez que Mengele hizo una excepción con sus liliputienses fue cuando llamó a una pintora judía para que los dibujara con precisión milimétrica. A veces las fotos no daban con el color exacto de piel o de ojos, y él creía que la pintura sí podía retratarlos con mayor fidelidad.
A partir de 1944, entonces, el ayudante de Mengele llevaría un cuaderno de apuntes, una especie de diario en el que anotaba los comportamientos de los cobayos humanos, sus subidas de ánimo y sus bajadas, su desesperación, sus esperanzas, sus ataques de depresión e incluso sus intentos de suicidio. Algunas de esas páginas se encontraron después de la guerra en una repisa del laboratorio de Auschwitz, y los sobrevivientes recordarían haberlo visto con esa libreta en la mano anotando cada una de sus reacciones.
Klaus Zimmermann estaba muy bien evaluado por las autoridades del campo. Lo veían como un joven inteligente que detestaba a los judíos de corazón (lo cual hablaba muy bien de sus cualidades), cumplía con su trabajo a cabalidad, colaboraba de maravilla con el médico, delataba los planes de fuga o los contrabandos de comida, apaciguaba a los enfermos y se había atrevido a llevar él mismo algunos experimentos psicológicos por su cuenta que no interferían en absoluto en las otras dinámicas del campo. Aunque provenía de una familia de traidores, era un soldado modelo y por eso le empezaron a permitir, ocasionalmente, que comiera con ellos, que se bañara aparte, que durmiera en un cuarto separado de las barracas y que tuviera acceso a la pequeña biblioteca si quería.
En el campo, de cara a los prisioneros que lo detestaban y que a veces se atrevían a gritarle insultos a su paso, Klaus era implacable: los enfrentaba enseguida, los golpeaba, los maldecía y los delataba ante los vigilantes para que fueran llevados a trabajos forzados o se les quitara una ración diaria de comida. Fue así como empezó a llevar una doble vida curiosa que le servía para sus experimentos: era suave y afectuoso con los prisioneros del laboratorio, y violento y brutal con los prisioneros de las barracas generales. Midió las respuestas de ambas conductas y se sorprendió con los resultados: mientras en los galpones era odiado y despertaba el resentimiento, en el laboratorio era estimado e incluso admirado. Eso lo llevó a escribir en su diario, en una de las hojas que se recuperaron:
La violencia explícita no es tan eficaz porque despierta cierta resistencia a ella. En cambio, la violencia sutil, enmascarada en alguna forma de altruismo, genera no solo confianza, sino incluso gratitud. Es posible someter a punta de golpes, sí. Pero doblegar a punta de mentiras, sin subir la voz, prometiendo esperanzas futuras, es perfecto porque el otro baja la guardia y se entrega del todo ante el victimario. De alguna manera, es como en el juego del amor. Conquistar al otro no significa echársele encima para copular con él. Es posible que resulte bien, pero las probabilidades son pocas. En cambio, mintiendo, dando rodeos, prometiendo, estimulando a la víctima y diciéndole que se la ama y se la respeta, es posible llevarla a la cama y utilizarla para el placer propio. Con una enorme ventaja: que aun siendo utilizada y vejada, la víctima llegará a amar al que la ha conquistado de esa forma. Con la tortura y con la muerte pasa igual: es posible liquidar a pueblos enteros, someterlos, esclavizarlos y destruirlos a punta de frases proteccionistas, de apoyo moral y de promesas de futuros paradisíacos que, por supuesto, nunca llegarán. Porque la víctima de la violencia, como la víctima amorosa, necesita creer, es un sentimiento que tiene muy arraigado dentro de sí, como la fe religiosa. Si necesitamos creer en Dios es porque necesitamos creer en lo imposible. Y aprovechándonos de este descubrimiento podemos esclavizar al pueblo que deseemos.
Ese era el tono de las pocas notas que se encontraron de Klaus Zimmermann en el campo de Auschwitz después de la guerra. Al poco tiempo de empezar a experimentar con los prisioneros del laboratorio, Klaus le pidió a su jefe, Mengele, que le dejara solo para él los pacientes que ya estuvieran inservibles, los que iban para el crematorio. Es de suponer que al médico le pareció divertida la situación y que aceptó. Entonces Zimmermann pudo disponer de su propio rebaño para hacer con él lo que quisiera.
Lo primero que intentó fue predisponer a unos reos en contra de otros. Mentía, inventaba que fulano había sido un traidor, que por culpa suya era que los otros estaban sufriendo, y se dio cuenta de que era muy fácil incentivar conductas agresivas con argumentos falaces. Si alguno tenía dudas, bastaba con decirle:
—¿Vas a irte tú también en contra de nosotros? ¿Vas a defender al que tanto daño nos ha hecho?
En la sección de Zimmermann, poco a poco, empezaron a presentarse conductas que le interesaron a Mengele. Por ejemplo, Klaus logró, a punta de artimañas solo verbales, que unos jóvenes golpearan con sus propias manos a otro de los prisioneros. En otra de las secciones, dos de ellos, de apenas catorce años, amarraron a un tercero y le pegaron durante toda una noche para que confesara sus delaciones y sus trampas. Eran niños cojos y paralíticos masacrando a otros como ellos, algo increíble, algo de no creer. Klaus llamó a esos experimentos de conducta violenta «comportamiento salvaje», y percibió que lo importante para ellos era sentirse en grupo, sentir la tribu junta, muy unida, defendiéndose de un agresor externo. Era un instinto que brotaba con rapidez, que parecía estar a flor de piel. Bastaba una mentira bien diseñada que creara un enemigo común al que se le atribuían todos los males del grupo, para que este, enseguida, se preparara y atacara. Algo había en las capas más recónditas del cerebro, un recuerdo quizás de épocas primitivas en las cuales había que atrincherarse en las cuevas y defenderse a garrote limpio junto a los otros integrantes de la tribu. Lo cierto era que Zimmermann logró crear resentimiento y odio solo a punta de estratagemas y falsedades que eran de una inhumanidad diabólica. La conclusión de Zimmermann, que dejó anotada en su libreta, fue categórica: La violencia es inherente al ser humano.
Otro de los experimentos de Zimmermann que dio buenos resultados fue la obediencia. Con una sección especial se dedicó a repetir lo mismo que habían hecho con él: darle órdenes de machacar a otros. Eligió a unos jóvenes que aún podían caminar, les llevó algo de pan y de queso, dos rodajas de jamón, y les dijo que los trece muchachos restantes habían sido ladrones y asesinos que debían pagar por sus delitos, que aunque gritaran lo contrario estaban mintiendo, y que por culpa de ellos el resto estaba pagando semejante tortura. Se trataba entonces de vigilarlos bien, de prohibirles cualquier salida a tomar sol, de restringirles la comida al máximo e incluso de matarlos si era necesario. Les decía a sus condiscípulos: Esa es la orden, si hay que matarlos, no duden en hacerlo. Nadie les dirá nada. Toda la responsabilidad la asumiré yo. Para eso estoy aquí. Ese experimento lo tituló «obediencia criminal» y los resultados arrojaron también que era posible crear animadversiones y odios solo a punta de chismes, falacias y calumnias.
La ventaja de sus investigaciones era que después los mataba a todos, y, con nuevos alumnos que no tenían ni idea de lo que había pasado antes, volvía a empezar. Así, con varios cursos de estudiantes operados, ciegos e inanes del campo de concentración de Auschwitz, a lo largo de año y medio, Klaus Zimmermann llegaría a la conclusión en el invierno de 1944 de que todos somos malos, que es un problema no de esencia, sino de circunstancias. Hasta los muchachos más buenos y candorosos, cuando él sabía pulsar la tecla correcta, actuaban como prisioneros peligrosos. Nadie escapaba de la violencia si se sabía presionar en el lugar indicado.
A comienzos de 1945 ya las tropas alemanas sabían en todos los frentes que perderían la guerra. «La solución final», como se había llamado al exterminio judío, entró en su recta definitiva y los experimentos del doctor Mengele se vieron restringidos. Había que eliminar a los prisioneros sin miramiento alguno. No había tiempo para investigaciones médicas. Era preciso matar con prontitud, con eficacia, intentando no dejar sobrevivientes. Tampoco había provisiones para alimentar prisioneros, pues los mismos soldados alemanes estaban muertos de hambre en las trincheras de combate. Por lo tanto, los experimentos de Zimmermann sobre conducta y obediencia criminal también se vieron detenidos. Había que quemar y gasear, esa era la orden.
Cuando las tropas soviéticas cercaron la zona del campo de Auschwitz, Zimmermann urdió una estrategia que quizás le serviría para escapar con vida: se tatuó en uno de sus antebrazos un número para hacerse pasar por un prisionero judío. A Mengele el truco le pareció brillante e hizo exactamente lo mismo. El engaño estaba en marcha. Dirían que se habían escapado juntos, que una familia alemana los había escondido y alimentado durante meses (eso explicaría por qué no estaban tan delgados), pero que los alemanes finalmente habían terminado fusilando a sus protectores y ellos se habían visto obligados a cruzar los campos en busca de las tropas enemigas. Como Zimmermann era un maestro del engaño y la manipulación, era casi seguro que el plan funcionara bien. Y, en efecto, funcionó. Fue así como Mengele y Zimmermann lograron café y comida de las tropas de los aliados, contaron a coroneles y generales, con lágrimas en los ojos, las atrocidades que habían vivido en el campo de Auschwitz y la forma como los nazis habían exterminado a su pueblo. Finalmente buscaron ayuda alemana en la sombra y Mengele no se olvidó de su asistente, al cual le debía la vida. Le consiguió un pasaporte falso a nombre de Karl Klein, una buena suma de dinero para viajar a América Latina y rehacer su vida, lo envió a Colombia (inicialmente a Barranquilla) como lo hubiera podido enviar a Lima o a Caracas, y él, bajo el apellido Gregor, se refugió en Argentina. Ambos sabían que de su silencio dependía su vida. Y no había forma de saber si, a lo largo de todos esos años de exilio latinoamericano, los dos hombres se habían puesto en contacto o no.
Esta fue la historia que le contó Sarah Zimmermann a su primo, Daniel Klein, en su casa de Berlín. Le mostró documentos que su padre había guardado a lo largo de los años, confesiones escritas de cientos de testigos, declaraciones, algunas fotos y varios artículos publicados por investigadores profesionales del mundo entero sobre la cuestión judía. También le mostró un texto de las fundaciones de cazadores de nazis en Israel, en el cual se nombraba a su padre. El problema con Zimmermann es que se trataba de alguien muy protegido que supo siempre buscar el apoyo de las autoridades competentes.
(Yo me enteraría más tarde que traficaría armas para el ejército y para los grupos paramilitares colombianos, y que gracias a ese negocio se blindó de un modo que le permitió seguir con vida, agazapado, y amasar incluso una fortuna en Colombia).
Sobra decir que al terminar el relato de Sarah, Daniel estaba enterrado en el asiento, hundido en el sillón, como si pesara cien kilos de más. Quería llorar, pero no podía. Era una mezcla, una confusión, un torbellino de sentimientos. Sentía una tristeza profunda, como si le hubieran demolido las bases de su ser, pero al mismo tiempo sentía indignación, rabia, impotencia. Y se repetía una y otra vez lo mismo: él era hijo de ese individuo, sí, no podía evitarlo, no podía negarlo, pero no era como él, no actuaba como él, no pensaba como él. Él era él, Daniel Klein, y aunque ese apellido hubiera sido solo una estratagema para escapar, en la sustitución estaba la clave de su vida: entre Klaus Zimmermann y él no había nada en común, ni siquiera el apellido. Él era un desheredado, un hombre que tenía una obligación: comenzar de cero y hacerse dueño de su historia.
Sarah lo abrazó. Daniel se puso de pie y le dio las gracias con el corazón, le dijo que por muy dura que fuera la verdad, de alguna manera lo liberaba, lo purificaba. Ya no estaba navegando por aguas oscuras y en plena tormenta, sino que tenía que enfrentar un nuevo territorio, una nueva identidad. Quedaron en contacto.
Esto fue lo que me dijo Daniel aquella noche en el teléfono. Me dio más detalles de los experimentos de Zimmermann, pero he preferido aquí hacer un resumen, un compendio, y no ponerme a hacer un listado de bestialidades. No me parece justo regodearme en el horror. Por eso he optado por la concisión, por pasar por el infierno y abrir los ojos, sí, y mirar bien, pero sin demorarnos en ese trayecto, sin disminuir la velocidad, sin quitar el pie del acelerador.
Antes de colgar, Daniel me contó que al poco tiempo de la conversación con su prima había visto mi artículo en la revista Gatopardo sobre un nazi en Barranquilla, Wolfgang Hinz, y por obvias razones le había impactado el texto. Ese mismo había sido el destino de su padre, la misma época, la misma ciudad. Descubrió que en la capital del Atlántico había existido un club alemán donde la gran mayoría, incluso después de la guerra, había seguido siendo abiertamente nazi. Quizás por eso mismo, porque le llamaba la atención en exceso ese lugar, fue que Klaus prefirió esconderse en Bogotá, donde había terminado casándose y teniendo un hijo, seguramente como una estrategia más de camuflaje.
Habían pasado muchas horas y decidimos con Daniel descansar y continuar con nuestra conversación otro día.
—No me has dicho aún a qué vienes ahora a mitad de año, por qué tienes que verme cara a cara —le dije con el teléfono caliente aún en la mano.
—Todo en su momento, dame tiempo —respondió él muy agotado por la confesión que acababa de hacerme.
—¿Pero sigues con la idea de venir?
—Si tú aceptas, sí.
—Por supuesto, será un placer tenerte aquí.
De pronto se hizo un silencio largo entre nosotros y Daniel lanzó una bomba que me cogió por sorpresa:
—¿Tiraste muchas veces con Carmen sin condón?
—¿De qué estás hablando?
—Me oíste bien, viejo. Quiero saber dónde te la tiraste, cómo, si fue en tu casa de campo de Sopó, en un motel o en la casa de ella.
—La expresión «tirar» no se acomoda a lo que sentía por ella.
—Dejemos la hipocresía para otra ocasión, viejo. Así pensabas entonces. Ahora la culpa te obliga a matizar.
—No fue así, Daniel, y lo sabes bien. Yo la quise de verdad.
—¡Miegda, no has respondido! ¿La amarraste, le pegaste, te la tiraste en la universidad, como ya solían hacer algunos por esos años?
—Deja ese tonito adolescente, no te sienta. Mírate en un espejo. Pasaron los años, estamos canosos y cansados. Maduramos, por si no te has dado cuenta.
—Durante meses me torturé pensando en cómo te la habías cogido, cabrón. A las mujeres les gustan los tipos como tú, distantes, fríos, miserables en la cama.
—Deja de hablar estupideces. Es mejor que colguemos. Nos vamos a arrepentir después.
—No respondiste, qué cobarde…
Entonces tomé aire y le dije con el corazón en la mano:
—Lo hicimos en la casita de Sopó, sí. Y fue muy bello, muy dulce. Lo recuerdo como uno de los grandes momentos de mi vida. Jamás volví a sentir algo parecido. No hubo nada sórdido ni agresivo. Fue ingenuo y juvenil. Por eso me enamoré tanto de ella. Por eso también me hice a un lado: porque me dio miedo sentir tanto cariño por alguien.
Hubo unos breves segundos de silencio y entonces, suspirando, Daniel remató diciendo:
—Gracias. Ahora creo que lo mejor es que tomemos un aire. En estos días te escribo y nos ponemos de acuerdo para volver a hablarnos.
Le dije que sí, que no se afanara, nos despedimos ya a la madrugada (allá sería media mañana), le dije que se tomara un par de somníferos para poder dormir sin despertarse, y colgamos con esa curiosa sensación de vacío y de ausencia con la que terminan ese tipo de despedidas telefónicas.
Sobra decir que yo no pude dormir. La cabeza me daba vueltas. La alusión final a Carmen me pareció intrascendente y no le di mayor importancia. Pero algo me intrigaba sobremanera: ¿Qué tenía que ver yo en todo esto? ¿Por qué me había buscado Daniel, para qué me necesitaba? Entendía el partido sobre el tablero, lo que no alcanzaba a descubrir era qué tipo de ficha era yo: un alfil, una torre, un peón, y qué se esperaba de mí. Pero entonces me dije que a esas horas y después de haber escuchado semejante relato, nadie está en sus cabales. Lo mejor era intentar dormir yo también. Así que, ajustándome a mi consejo, me tomé un relajante muscular, bajé las cortinas de mi habitación y cerré los ojos.
Hubo unos minutos horribles en que, aun con los ojos cerrados, continuaba viendo: los niños, esos ojos, esas piernecitas de insectos, esos pómulos hundidos por el hambre. Los cobayos humanos de Mengele, los cobayos humanos de Zimmermann. Antes de hundirme en el sueño, alcancé a decirme en mi cabeza lo que ya tantos otros se habían preguntado: ¿Dónde estaba Dios mientras tanto?
Desperté con la impresión de que había soñado algo espantoso, pero no sabía qué. Estaba asustado, me dolía el cuerpo entero, y un par de ojeras me marcaban la cara de mala manera. El inconsciente, me dije, gobernando siempre a su antojo el barco durante las horas de sueño.
Preparándome el desayuno, entendí que para Daniel la historia de su padre tenía un ángulo sobrecogedor que me era muy difícil entender: que él era padre a su vez, que tenía hijos, y que lo más seguro es que le pareciera atroz transmitirles a ellos esa herencia maldita. Si la historia se agota en mí, bueno, está bien, miro a ver cómo la aguanto y ya está. Pero si involucra a otros a los que amo, a otros que son inocentes y que no saben nada del horror que los precede, la responsabilidad crece, los nervios crecen, la angustia se agiganta hasta hacerse insoportable.
Lo que sí tuve claro apenas me terminé un café bien cargado es que estaba harto de mi rol pasivo dentro de la historia, de escuchar, de recibir toda la información sin hacer nada. No aguantaba más ese papel y me dije que era ya hora de entrar en acción, de averiguar algunos datos por mi cuenta, de moverme un poco. Daniel sabía que yo era un escritor y por lo tanto estaba en mi legítimo derecho de comportarme como tal. Esta era una historia excelente, valía la pena contarla, y él sabía eso, él sabía que me estaba tentando como narrador. Así que decidí espabilarme un poco y entrar de lleno en el relato, meterme de cabeza en ese torbellino que no sabía muy bien hacia dónde me arrojaría y en qué condiciones me dejaría.