De pronto, los fluorescentes de las seis de la mañana iluminan los pasillos. Mis plumas empiezan a retraerse. ¡Si me transformo aquí, me quedaré desnuda en la habitación de un paciente! Victor me tiende el cuerpo dormido de Tom, lo deslizo en el escote antes de emprender la huida. El linóleo se transforma en una pista de patinaje bajo mis pies. Las enfermeras de día se incorporan al servicio. Tengo que recorrer unos veinte metros antes de llegar a la puerta que da a la escalera de incendios. Si voy muy deprisa, corro el peligro de caerme, y si no acelero, el de algún encontronazo. Tom se bambolea entre mis senos y empieza a piar. Solo diez metros. Ese crujir de plumas que tan bien conozco hace eslalon en mi columna vertebral y comienza el enorme tembleque de rodillas. Desde que estoy embarazada, cada vez me resulta más difícil de soportar.
—¡Eh! Usted, qué está haciendo… ¿Quién es usted? —grita una voz a mi espalda.
Continúo la carrera, mi cerebro ordena a mi cuerpo salir volando, pero ya no es capaz. Me da miedo caerme encima de la tripa.
—¡Eh! ¿Adónde va así? —grita la voz.
Alcanzo la salida de incendios y subo la escalera de caracol lanzada.
Una vez en mi nido, necesito unos segundos para recuperar el aliento y el ánimo. Pego la oreja a la trampilla que separa el borde del cielo del hospital después de haberle echado el cerrojo. Termina la metamorfosis, me siento igual que si saliera de un baño de agua fría sin toalla. El viento fresco de la mañana acaba de petrificarme. No estoy ni en el buen momento ni en el buen lugar. Unos pasos resuenan en los peldaños metálicos. Si la enfermera que me ha visto en el pasillo sube hasta aquí, ¡estamos perdidos! Tom se desentumece las patas en el suelo de plumas, su boca en miniatura deja escapar un breve bostezo. El ruido de los pasos se aleja, mi perseguidora ha debido de pensar que he intentado escapar por abajo.
Y aquí estoy desnuda delante de un casi pájaro que aún parece desearme. Una sensación incongruente, aunque me reconforta de algún modo. Me pongo la bata de trabajo mientras miro a Tom. La circunferencia de su cabeza no es mayor que la de una pelota de ping-pong, sin embargo, sus rasgos humanos no han desaparecido completamente. La llama del fondo de sus pupilas permanece intacta. Su cuerpo ahora es el de un pájaro. Un cardenal de copete rojizo.
Tengo que incorporarme a mi turno de trabajo, pero me da miedo que Tom eche a volar de aquí a que regrese. Me tienta guardármelo de nuevo en el pecho. Si se pusiera a trinar dentro del escote, podría fingir que silbo en playback. Pero si echara a volar delante de todo el mundo y yo no consiguiera atraparlo, correría el peligro de asustarse y chocar contra esas malditas ventanas que no pueden abrirse.
Me arrodillo y le ofrezco los diez dedos a modo de corola. Él sube torpemente. Tom Cloudman silba alegre en el silencio del amanecer. Me esfuerzo por hacerle la réplica como si no pasara nada. Me responde con un trino fuerte. Me dirijo hacia el borde del cielo. A cada paso que doy, los latidos de mi corazón se aceleran, los suyos vibran. Creo que está temblando. Creo que yo también. El silencio aplasta la pajarera, incluso el viento ha cesado. Canto en voz baja con los pies anclados al suelo. Abro las manos hasta formar una superficie casi plana. Tenso los músculos de los antebrazos, me concentro para no temblar demasiado. Los pulgares no pueden contenerse y se levantan para acariciarlo. Sus patas me hacen cosquillas cuando pasea por mis manos. Sigo cantando. Él da saltitos en mi mano derecha, se estabiliza frente a mí. Su rostro minúsculo aún se le parece mucho, ¡sus ojos brillan como los del Tom Cloudman de la mejor época! Una idea descabellada me pasa por la cabeza: fotografiarlo. Es mi manera de capturarlo sin impedir que eche a volar. Una película de recuerdos se proyecta debajo de mis párpados. Alguien ha debido de enchufarme un proyector en la cabeza. Quizá yo. Lo imagino con el disfraz de indio corriendo por el tejado del colegio, luego lanzándose por los aires y estrellándose contra una higuera; o jugando al fútbol en patines, su escena de riesgo favorita, que siempre acababa con fuegos artificiales de brazos y piernas; o recorriendo los pasillos del hospital, con el catéter desconectado y el par de alas mal cortadas sujetas con esparadrapos.
Sus ojos me miran intensamente. Tom sigue dándose la vuelta en las palmas de mis manos a cámara lenta. Se ha situado frente a la línea del horizonte. Intento no dejar de cantar. Una sensación de cosquilleo, se agitan sus patas, una caricia de plumas. De pronto el viento pasa entre mis dedos. Tom se ha ido…
Mis falanges se estiran y se encogen. Se ha marchado. Bate las alas vigorosamente, sin darse la vuelta. Señoras y señores, Tom Cloudman está a punto de terminar triunfante su última escena de riesgo sin red. Me siento orgullosa de él. Me agarro a esa idea, pero se me escapa. Tom coge altura girando por encima del hospital. La metamorfosis se ha completado. Ya no me necesita. Allá adonde va, la Remolacha nunca podrá atraparlo. Nadie podrá… Sigo cantando un poco más, nunca se sabe.
Algún día, dentro de mucho tiempo, Tom Cloudman plantará su cuerpo en una nube. Una noche de invierno, regresará en forma de copo de nieve que no se funde. Y yo estaré allí. Seré la única que lo reconozca.