La legumoide gana poder, ha pirateado el código de mi sistema respiratorio. En el momento en que hago un esfuerzo físico, aunque sea mínimo, me sofoco como un anciano. He adelgazado, pero me siento obeso. El tiempo frena y acelera simultáneamente, me produce vértigo. Por suerte, los calmantes me permiten encontrar la salida del laberinto de los insomnios…, a veces.

Esta mañana, una cosita de papel rojo atrajo mi mirada. Un sobre, tan incongruente como una rosa que crece en una banquisa. Lo abrí con la punta de los dedos. Luego, en un ataque de impaciencia, acabé despedazándolo para liberar su contenido y por desgracia lo destrocé. Una fotografía. Una vez reconstruida, se ve en ella a un hombre con la cabeza de pájaro y unas alas en la espalda. Las plumas, del mismo color bermellón que el sobre, contrastan con el negro brillante del traje. Unas nubes flotan a su alrededor y suavizan la imagen. ¿Quién me habrá enviado esto?

Herido en mi amor propio, cogí las alas del cubo de la basura y quité las jeringuillas enganchadas en las plumas. Pensé que podría haberles infligido un tratamiento idéntico al fallar en una de mis escenas de riesgo. Creo que las prefiero tal como están ahora.

El gotero complica mi tarea de latrocinio, pero voy con él a todas partes. Cuando no me enredo los pies en los tubos, doy con la estructura metálica en las puertas. Cada vez más a menudo despierto a mis víctimas. Estas gritan y encienden la luz, y eso amotina a las enfermeras. He terminado por entablar amistad con los ogros de la 312. Con la luz encendida, están tan blancos que se les confunde con las sábanas.

—¿Qué coño haces aquí con ese disfraz? —me preguntó el mayor de los dos, cuando intentaba en vano deshacer los nudos de nuestras respectivas perfusiones.

Me excusé por haberlos despertado y les expliqué por qué me interesaban sus plumas. Los ancianos mascullaron cansados en sus barbas de Papá Noel y me permitieron largarme con el contenido de sus almohadas. Desde entonces, todas las noches dejan unas cuantas plumas a los pies de la cama. Ya no necesito interrumpir el concierto de ronquidos.

Únicamente me desconecto cuando voy a reunirme con el niño luna. Hago juegos de ilusionismo para él y me invento historias que nos hacen soñar a los dos.

Anoche, le dije que planeaba robar las almohadas de los hoteles de lujo de Suiza. Hoy, él me ha hecho partícipe de su plan, que consiste en hacerse el muerto y escapar conmigo en mi ataúd rodante. Engancharemos una traílla de perros de trineo para huir, ¡y los tesoros helvéticos serán nuestros!