En cuclillas sobre la cama, escudriño la luna que camuflada ampara los bosques de edificios. A lo lejos, oigo respirar la autovía; sus canciones de fanfarria de elefantes desafinada me estimulan.
El «clic» del catéter cuando lo desconecto me da una sensación de libertad maravillosa. Liberado de mis cadenas de plástico, empiezo a destripar mis almohadas. El ruido del tejido al desgarrarse es delicioso. Las plumas se escurren entre mis dedos. A continuación, desmonto la estructura metálica del gotero para hacerme con las ramas más finas. Retorciéndolas un poco, consigo los armazones para mis alas. Después de haber pegado las plumas en las varillas de metal, las sujeto con esparadrapo a los brazos, evitando las zonas demasiado peludas. Última fase: pegar los armazones en la columna vertebral. Duplicar, triplicar los esparadrapos para que alas y cuerpo permanezcan unidos. El contacto con el metal frío me produce un escalofrío entre los riñones. Una magia singular se desgaja de ese ritual. Me gusta tocar mi plumaje, observar cómo captura la luz. Pero necesito más plumas, muchas más plumas.
Decido ir a la conquista de otras almohadas. En silencio, abro la puerta de mi habitación. Sin el gotero me he vuelto casi invisible. Deambulo por el servicio de oncología batiendo las alas a cámara lenta, gozando de mi propio molino de viento. Una vez familiarizado con el traje de gorrión, cojo impulso y de un salto brutal subo a un carrito de comidas. El carro da vueltas acompañado de un crujido de vasitos de poliestireno y yo siento unas ligeras ganas de vomitar. La Remolacha recuerda a mi cuerpo hasta qué punto estoy a su merced.
El carrito se estabiliza delante de una habitación con el arriesgado aplomo de una ruleta de casino. La puerta está entreabierta, observo a dos viejecitos roncando, que exhiben una fascinante ciencia del ritmo. Cuando el estómago de uno se infla, el del otro se desinfla. Parecen dos contrabajos sonando alternativamente. La perfusión de sus goteros marca el tempo, el «bip» de la máquina de morfina toca el diapasón. Uno de ellos tose esporádicamente y emite un ruido como el de una caja de clavos; sin embargo, parecen extrañamente felices. Tan felices que bien les mangaría las almohadas, ¡toma ya! Me acerco envuelto en el inquietante silencio de las luces de emergencia. Cuando era especialista, funcionaba únicamente con esa mezcla dopante de angustia, excitación y emoción. Desgarro cada almohada con un golpe seco antes de abrir más la herida para dejar que el tesoro de plumas se desparrame. Oculto el botín debajo del pijama, que nunca ha estado tan mullido. Los ogros roncadores balancean la cabeza, apaciblemente.
Cuando lanzo de nuevo el carrito para continuar con la visita por la galería de los monstruos dormidos, un dolor repentino se despierta. Me recorre el riñón izquierdo, pasa por el abdomen y me retuerce el estómago. Espero a que el carrito se detenga completamente y a duras penas bajo de él para regresar a mi habitación, doblado en dos. Las alas chocan con las esquinas de la puerta y se dislocan en mi espalda ocasionándome una depilación gratuita de los trapecios. Las recojo con la misma desesperación avergonzada de quien ha pisado su castillo de arena.
Se anuncia el amanecer y yo intento esconder mi tesoro entre el somier y el colchón con la sensación de estar «acompañado». Quizá por el fantasma de un muerto reciente aquejado de nostalgia. Si me convierto en uno de ellos, haré el idiota en las nubes o me bañaré en las avalanchas. ¡Pero de ninguna manera me quedaré en esta antesala de la muerte! Mientras tanto, no me atrevo a llamar a una enfermera para que me conecte otra vez el catéter.