Por más que encadene mis párpados el sueño huye de mí. La puerta de la habitación chirría. Me sobresalto y los pocos músculos que me quedan se crispan igual que una vieja medusa. Alguien intenta entrar. Son varios. No me atrevo a abrir los ojos. Se aproximan a cámara lenta. El linóleo cruje. Hundo las patas en el colchón. Pienso en la clínica veterinaria y en ese nuevo modo de encerrar a los enfermos del que he oído hablar en el telediario. Me concentro con todas mis fuerzas para desplegar las alas que están entumecidas por el sueño. No ocurre nada. Una respiración barre la punta de mis plumas.

«Tom… Tom…», susurra una voz. Abro los ojos y descubro a Endorfina, Victor y Pauline en formación a los pies de mi nido. La pajaramujer me coge en sus brazos y me pide que me calme. Victor intenta acariciarme la espalda. Endorfina me dice que no corro ningún peligro. Que ella me cuidará en la pajarera. Pauline añade «yo también». El contacto con el plumaje de Endorfina me apacigua al fin. Su vientre-planeta me da la sensación de un lugar seguro. Reconozco el sonido de la escalera de incendios y el olor a cielo.

La noche se propaga como un chorro de tinta que un calamar gigante escupiera por diversión desde detrás de la galaxia. Endorfina me instala en lo que ella llama un nido hospital. Ya no es una cama, pero aún tendré que vérmelas con el catéter. Los tres rostros a mi alrededor me producen sensaciones de recién nacido: medio apaciguadoras, medio angustiosas. Pauline me desea buenas noches con la ternura de una abuela que malcría a su nieto, Victor se duerme en sus brazos. Ambos abandonan la pajarera. Endorfina deja caer su cuerpo demasiado grande para mí frente al mío en miniatura. Me dice que pronto podré volar solo, que todo saldrá bien. Sus palabras se espacian y el volumen se atenúa hasta volverse menos sonoro que el de su aliento. La miro dormir. A mis párpados les gustaría cerrarse, pero yo quiero asistir a ese espectáculo hasta el final cueste lo que cueste. Su respiración se acompasa con la resaca de un mar de plumas, sus pestañas vibran como sismógrafos. Un ínfimo espasmo crea una mueca irresistible en la comisura de sus labios. El deseo de besarla es tan fuerte que podría comérmela. Entonces la fotografío. Una larga pausa, para dejar que la luz de la noche impregne su rostro. Fuera, los pájaros orquestan trinos, con el pico colgando de las estrellas. Los oigo sacudirse y el ruido de sus alas me produce un escalofrío de alegría. Pronto amanecerá y nadie vendrá a despertarme.

Un olor a menta fresca me invade. Desconecto el catéter y salgo del nido. Mis pasos parecen resbalar por el suelo sedoso. La bruma filtra las luces sin estropearlas. Los pájaros de Endorfina se bañan en las nubes y regresan dando saltitos a mis pies. Unas mujeres invisibles fuman unos cigarrillos que al consumirse dejan unos puntitos de fuego que se llaman «estrellas». Parece que esas sirenas celestes me hacen señales con los faros. Ellas teledirigen mis pulsiones de despegue. Endorfina dice que aún tengo que esperar, que mis alas no son suficientemente largas, que sin los petirrojos auxiliares podría estrellarme. A lo lejos, una bandada de aves migratorias aparece igual que una barba de tres días en las mejillas de un cúmulo. Ellas no necesitan cables para volar juntas. Su libertad me hipnotiza. El vacío me atrae. Las aves migratorias se acercan e imantan mi plumaje.

Me lanzo al cielo sin protección. Pierdo altitud rápidamente, atravieso las nubes. Ellas me miran pasar, estupefactas. Bajo rodando los pisos del cielo en un estado de bienestar algodonoso. Mis ojos hacen zoom hacia el suelo. El ruido del viento me indica que adquiero velocidad. El aparcamiento del hospital, un sello difuso unos cuantos segundos antes, se convierte en una réplica realista de sí mismo. Un escalofrío me recorre la columna vertebral a toda prisa, la última señal de alarma. Algo en mí se niega a escucharla. El viento sube a los agudos.

Una mano suave y firme me agarra del espinazo. El aparcamiento empequeñece de nuevo. La mano dulce y firme me deposita en el nido.

—Tú… no estás… aún… preparado —dice Endorfina sin aliento.

—Me encanta cuando me salvas.

—A mí también… pero no soy infalible. Pronto llegará el día en el que seas completamente pájaro y vueles con tus propias alas. Pero si te lanzas sin estar preparado, ni el hombre ni el pájaro sobrevivirán. Me gustaría detener el tiempo para que te quedes un poco más así, entre ambos… Me gustaría tanto que siguieras aún un poco más… —dice Endorfina.