«Me pregunto si no darás a luz a una sirena» fueron las últimas palabras que pronunció Esa mañana se despertó silbando. Su canto llevaba impresa una nostalgia que no mentía. Sabe que ya no puede hablar. Los silbidos reemplazan la palabra que ha perdido definitivamente. Ahora soy la única que lo entiende.
Me clavaré una inyección de veneno mortal en el brazo. Me bastará con coger una ampolla en el sótano del hospital. La mujer que hay en mí desaparecerá y dejará el campo libre a la pajarilla. La metamorfosis será rápida e irrevocable. Me clavaré la aguja justo antes del crepúsculo, acurrucada junto al cuerpecito emplumado de Cloudman. Dejaré que el veneno bienhechor se irrigue por mi cuerpo durante toda la noche. Con los primeros rayos de sol, sobrevolaremos las nubes juntos.
Mientras me dejo llevar por esa idea reconfortante, me miro las manos que, inconscientemente, han ido a posarse sobre el abdomen. La metamorfosis de me empuja hacia los parajes celestes, sin embargo, mi vientre redondeándose hace contrapeso. Siempre he tenido que caminar sobre el filo de la navaja que separa el día de la noche, el cielo de la tierra. Ir y volver de manera equilibrada, un movimiento perpetuo que me impone mi naturaleza híbrida. Al final de mi crisálida, estuve a punto de sacrificar mi humanidad en el altar del instinto puro. Mis pulsiones me arrastraban hacia un tumulto embriagador. Cuando crecí, aprendí a comprenderlas mejor. Hasta ahora eso me ha permitido acercarme a una cierta forma de armonía. Sin embargo, los últimos acontecimientos han puesto todo en duda.
Con frecuencia subo a Victor a la pajarera. Él se pasa las horas con Tom en el hombro, parece un joven pirata que susurra algún precioso secreto al oído de su loro cómplice. En cuanto Tom emite el mínimo gorjeo, él asiente con seriedad o se echa a reír. Hace como si lo comprendiera. Yo no me atrevo a entrometerme. Ese niño al que la enfermedad hizo adulto demasiado pronto se ha reencontrado con sus sueños. Ahí triunfó el señor Cloudman.
Tom empequeñece en mis brazos y Tom júnior crece en mi vientre. Como si el padre dejara sitio al hijo que llega. La suma de las metamorfosis se hace más pesada día a día. Me vuelvo un estorbo hasta para mí misma.
Esta noche, el niño luna dormita en mis brazos y Tom en los suyos. Victor ha intentado poner a Tom un traje de marioneta que había encontrado entre los juguetes del hospital, pero Tom ha empezado a revolotear nerviosamente lanzando silbidos agudos. Entonces, el niño luna, pese a que tenía los ojos empañados, lo ha hecho volar como una maqueta de avión. La oscuridad cruje igual que el vientre de una ballena en plena digestión. Tengo que acompañar a Victor a su habitación antes de que crean que lo he secuestrado a él también. Meto a Tom en el escote, aún está caliente. Su corazón late tan deprisa que parece vibrar. En cambio, su respiración es muy espaciada.
Dejo a Victor en la cama.
—¿En qué va a convertirse? —me pregunta muy bajito.
—En un pájaro.
—¿Y cómo? —dice Victor, frunciendo el ceño.
—El ser humano que conociste está desapareciendo. Cuando lo haga completamente solo será un simple pájaro.
—¿Podrá pensar y reconocernos?
—Igual que puede reconocernos cualquier pájaro, pero gracias a eso Tom se salvará.
—Y una vez que esté a salvo, ¿podrá volver?
—Sí, aunque no como tú lo conoces. Tom se habrá deshecho de esa Remolacha que le devora el corazón y el cerebro y será diferente para siempre.
—¿Puedo cogerlo un poco antes de dormirme?
—Por supuesto.
Victor coge a Tom entre las palmas de sus dos manos y lo posa sobre sus rodillas. Le acaricia el plumaje con la punta de los dedos, le silba unas cuantas notas. Luego empieza a cantar la única canción que sabe:
Spiderman, Spiderman
Does whatever a spider can:
Spins a web, any size,
Su canto, aunque tembloroso, resulta alegre.