Estas últimas semanas, la Remolacha y la metamorfosis se han entregado a una auténtica carrera contrarreloj. Las pulsiones de cielo me estremecen tanto que en ocasiones tengo la impresión de despegar con todo este maldito hospital a la espalda. Y un instante después, es como si el edificio se estrellara encima de mi columna vertebral. La Remolacha aprovecha esos momentos de desánimo para pegar plomo entre mis huesos. Entonces canto, hasta que la cabeza me da vueltas y mis brazos se convierten en alas. Me despliego en el borde de la cama e imagino que llego al cuarto de baño sin tocar el linóleo. Muy a menudo, termino la carrera a los pies de la lámpara de la mesilla de noche y, en la caída, arrastro la guirnalda de perfusión. Ayer me quedé dormido en el suelo. Pauline me amenazó con atarme a la cama. Me deslicé bajo las sábanas dócilmente; creo que aquello la tranquilizó. La oí hablar con la doctora en el pasillo. La doctora insiste en que me deje dormir mucho. Ya no recuerdo la última vez que alguien me ha despertado.
—Buenos días, señor Cloudman. Le he traído a una persona que quería verlo…
Ahí está Victor, con su rosario de perfusión y sus grandes ojos nubosos. Abro los brazos, inflo el torso y hago como si fuera a salir volando mientras reprimo un ataque de tos. En lugar de eso, me desplomo lamentablemente.
Pauline finge una sonrisa de aliento. El modo en que las pestañas del niño envuelven sus ojos nublados de emociones contradictorias me anima a levantarme. Victor no se atreve a acercarse a la cama. Su mirada está vacía, no me reconoce.
—¡Vamos, Victor, no te hagas el vergonzoso, dale el dibujo!
El niño luna obedece en silencio, con la cabeza gacha. Me tiende una hoja de papel de manera automática. Parece que acaba de recibir un castigo. El dibujo representa un polluelo amarillo muy grande con otro más pequeño entre las patas. Le doy las gracias a Victor mientras Pauline se apresura a colgarlo encima de la cama. El silencio está de vuelta.
—Pero, Victor… ¿Te ha comido la lengua el gato? Tanto que querías ver a tu «Hombre Nube»… ¡Ahí lo tienes, delante de ti! —dice Pauline, arrodillándose frente a él.
La enfermera coloca cariñosamente las manos sobre los minúsculos hombros del niño.
—¿Queréis que os deje un ratito a solas? —pregunta Pauline.
Victor sacude la cabeza para decir que no con la mirada fija en sus zapatos. Tengo la impresión de ser ese bisabuelo pirado al que te obligan a ir a visitar aunque te dé un poco de miedo.
Pauline sale de la habitación llevando a Victor de la mano. La puerta da un portazo. Un resto de orgullo surge de entre los pliegues de mi pijama arrugado. Me incorporo como quien abre un paraguas roto.
¡Si sigo mucho más tiempo en esta cama, mis brazos se volverán sábanas! Me convertiré en un fantasma sin siquiera darme cuenta. Voy dando bandazos hasta el baño, la gran aventura del día. A duras penas llego al lavabo y me alzo a la altura del espejo. Tengo la piel cubierta de plumillas rojizas. Alguien ha socavado mis pómulos y ha enterrado en ellos mis ojos. Estoy espantoso. Espantado. Río-lloro-grito. Estoy convirtiéndome en «otra cosa». ¡No es posible! ¡Este espejo debe de estar trucado! Actúa como un líquido de revelado, igual que el Dreamoscopio. Y esta pesadilla se parece terriblemente a la fotografía de mis sueños. Llueve dentro de mi cabeza. Ataque de crisálida. Entrecierro los ojos y reconozco el esbozo de mis rasgos debajo de las plumas. La esperanza de una referencia se ilumina. Intento hablarme, serenarme. Las cuerdas vocales reaccionan de un modo cada vez más caprichoso a mis tentativas de gritos. Silban, vibran, estridulan. Me arrastro por el cuarto de baño, donde el sonido reverbera de manera más bien agradable. Observo otra vez mi reflejo. Espejo, espejito mágico del cuarto de baño…, ya sé que no soy el hombre más hermoso del mundo, pero ¿me convertiré en un desconocido incluso para mí mismo? ¿Cuál es la siguiente fase? ¿En qué me convertiré? Me hago una fotografía para plasmar el momento. Quizá también para tranquilizarme. Endorfina me puso el Dreamoscopio en las manos con el fin, como ella dice, de activar el principio sorpresa, sin embargo, también me sirve de referencia temporal. Necesito tiempo para aceptar la metamorfosis que se opera en mí serenamente, para tomar distancia, y además disfrutar de la idea de transformarme. ¡Resultaba tan sencillo cuando solo se trataba de una fantasía! Estoy convirtiéndome en «lo que soy» y esa realidad me asusta.
Poso mi cuerpo-edredón sobre la cama, es imprescindible que mi corazón deje de tocar el tambor. Intento recuperar el aliento.
Se presenta un batallón de enfermeras al trote, medio irritadas medio tristes, y me ofrecen un poco de química relajante. Pauline entra en cabeza. Se detiene a observarme antes de bajar la mirada. Sus hermanas de bata me miran como si fuera un niño mortinato. A una se le escapa un grito de asombro, mientras otra deja de ventilar totalmente. Por mucho que intenten evitarlo, sus ojos inquietos me traspasan. No puedo dejar de temblar. Pauline se acerca y me pone una inyección. Las agujas siguen siendo igual de dolorosas, pese a la capa de plumón que ahora me recubre la epidermis. La Remolacha contempla mis sobresaltos, sentada en la tele apagada. Las enfermeras se marchan apiñadas en fila, al trote.
Mi amiguita Morfina acaba de darme un planchazo a los nervios y los efectos empiezan a dejarse sentir. Se me reblandecen los huesos, tengo la impresión de levitar por encima de la cama.
—¿Soñarías con volar si pudieras vivir en la ingravidez?
—¿Quién me habla?
—Soy la montaña que tienes que escalar, el bosque encantado que debes recorrer —dice esa cosa, con su enorme trasero fucsia plantado encima de la tele.
Parece Jabba el Hutt en Star Wars. Tiene unos ojillos muy juntos y una enorme boca con forma de estrella de la que sale una voz de pastor alemán.
—¿Te gusta hacer pleno a los bolos? ¿Y la intensa alegría que provoca el poder de explotarlo todo? Soy más ligera y vuelo más rápido y más alto que todos esos malditos pájaros. ¿Sabes por qué? Porque no conozco el pegamento de la emoción. No amo, no odio, no me vengo, no calculo. Juego a los bolos con los humanos y hago miles de plenos al día. Y ¿quieres que te diga una cosa? Es el juego más excitante de todos.
—Yo no te he esperado para poner a prueba mis límites.
—Eso es lo que tú te crees, pero hace ya muchísimo tiempo que me paseo por tu estómago. Fuiste tú quien me llamó… ¡Maltrataste tanto el cuerpo con esas ridículas escenas de riesgo! Me encantan los humanos como tú, devorados por el estrés, vuestras células están trituradas de antemano. Se os puede mordisquear viendo la tele sin siquiera pensar en ello. Solo esperaba a que estuvieras a punto para ir a cogerte. Apostaste el corazón al descuidar los nervios y los has destrozado completamente. La excitación que lograbas convertir en energía durante tu juventud se está volviendo contra ti. Tiene ese dulce perfume de sangre mezclada con espuma del ataque de un tiburón.
Remolacha avanza hacia mí y me pasa las uñas llenas de grasa por el pelo.
—Estás en tu punto, al dente.
—Tengo un plan de fuga para escurrirme entre tus dedos. No me vencerás.
—¿Ah, no? ¡Espero con impaciencia ese último espectáculo! ¿Qué vas a inventar para fracasar esta vez? ¿Sabes? —dice con una horripilante voz infantil—. Podría agujerearte el estómago con un pico en el instante que quisiera…
Remolacha empieza a canturrear con tono de canción infantil:
—«Los pulmones se te llenarán de sangre, hijo mío, te dejarás ir hasta ahogarte en brazos de Morfina sin tener yo ni que cansarme…». Luego recupera la voz de pastor alemán: —Pero ¿qué te crees? ¿Que esas alas de mierda y la medio pintada de arriba te permitirán oponerme resistencia? Me das pena. Ahí andan todos con sus teorías psicosomáticas, les tranquiliza imaginar que tal vez el cerebro humano rebose de tesoros mágicos que puedan hacerme retroceder… ¡Pues no! Te garantizo que no. Incluso los casos milagrosos, los he dejado escapar yo: por despiste o por cansancio…