62
Entonces llegó la Navidad y, como cada año, los pilló a todos desprevenidos. El 23 de diciembre las oficinas de Colleen cerraron por once días. «Baja por motivos familiares», lo llamaba Kelvin.
Phelim viajó desde Australia y se llevó un chasco cuando Ashling le dijo que no quería acostarse con él. De todos modos lo encajó bien y le dio el regalito que le había comprado. Ashling fue a pasar la Navidad a casa de sus padres, lo cual era digno de mención, pues había pasado las cinco anteriores con la familia de Phelim en Dublín. Owen, el hermano de Ashling, volvió a casa desde la cuenca amazónica, y su madre sintió un gran alivio al comprobar que no llevaba un plato en el labio inferior. Janet, la hermana de Ashling, viajó desde California. Estaba más alta, más delgada y más rubia de lo que Ashling recordaba. Comía mucha fruta y no iba andando a ningún sitio.
Clodagh pasó el día sola. Dylan se llevó a los niños a casa de sus padres y ella boicoteó a sus propios padres porque le dijeron que no podía invitar a Marcus. Pero en el último momento Marcus decidió pasar el día con sus padres.
Lisa fue a Hemel y agradeció enormemente los mimos que le hicieron sus padres. Había firmado y enviado los documentos del divorcio unas semanas antes de Navidad y todavía se sentía ridículamente frágil. La siguiente parte del proceso era la sentencia provisional.
La noche que Ashling regresó de Cork, se enteró de que tenía vecino nuevo. Había un chico rubio y delgado acurrucado en el portal, comiéndose un bocadillo y bebiéndose una lata de Budweiser.
–Hola –saludó ella–. Me llamo Ashling.
–Yo me llamo George. –El chico se dio cuenta de que Ashling miraba su lata de cerveza, y añadió, un tanto agresivo–: Es Nochevieja. Lo estoy celebrando, como todo el mundo.
–No, si no me importa –dijo ella.
–Que viva en la calle no quiere decir que sea alcohólico –explicó el chico, más tranquilo–. Solo bebo cuando estoy con gente.
Ashling le dio una libra y entró en el edificio, e inmediatamente sintió la amenaza de la depresión. La mendicidad era como un mostruo con varias cabezas: cuando le cortabas una, otras dos aparecían en su lugar. Boo se había salvado; tenía trabajo, piso y hasta novia, pero su caso era una excepción: era inteligente, presentable y todavía lo bastante joven para adaptarse a una vida normal. Sin embargo, había otros mendigos que no tenían nada y que nunca lo tendrían; primero los había maltratado la vida, arrojándolos a la calle, y luego los maltrataban el hambre, la desesperación, el miedo, el aburrimiento y el odio de la gente.
Sonó el timbre. Era Ted, acompañado de una joven menuda y pulcra de la que, evidentemente, se sentía orgulloso.
–¡Has vuelto! –exclamó, y se volvió hacia la chica que iba a su lado–. Te presento a Sinead.
Sinead le tendió una manita a Ashling.
–Encantada de conocerte –dijo con remilgo.
–Pasad. –Ashling estaba sorprendida. Sinead no parecía la típica grupi de humoristas.
Ted entró en el piso de Ashling con aire arrogante y alisó los cojines del sofá antes de invitar, solícito, a Sinead a sentarse en él.
Ella se sentó con delicadeza, con las rodillas y los tobillos alineados, y aceptó con elegancia la copa de vino que le ofreció Ashling. Ted no le quitaba los ojos de encima.
–¿Dónde conociste a Ted? ¿En una función? –preguntó Ashling intentando iniciar una conversación mientras buscaba el sacacorchos por el suelo. Estaba convencida de que lo había dejado por allí la noche antes de irse a Cork...
–¿En una función? –dijo Sinead, como si fuera la primera vez que oía esa palabra.
–Una función de cómicos.
–¡Ah, no! –exclamó Sinead, y soltó una risa cristalina.
–Nunca me ha visto actuar. Dice que no le interesa. –Ted miró a Sinead con admiración y cariño.
Resultó que Sinead y Ted trabajaban juntos en el Ministerio de Agricultura. Durante la fiesta de Navidad de su oficina, mientras bailaban, medio borrachos, al son de Rock Around the Clock, sus miradas se habían encontrado, y había nacido el amor.
Ashling tuvo la extraña sospecha de que la llegada de Sinead señalaba el principio del fin de la carrera de Ted como cómico de micrófono. Pero quizá a él no le importara, ya que se había hecho cómico únicamente para ligar. Desde luego no parecía disgustado.
–¿Esta noche? ¿Quieres salir otra vez? –preguntó Clodagh–. Pero si ya saliste anoche, y la anterior, y el miércoles.
–Tengo que ver qué hacen los otros cómicos –explicó Marcus con paciencia–. Lo hago por mi carrera.
–¿Qué te importa más, tu carrera o yo?
–Ambas sois importantes.
Respuesta equivocada.
–Pues ahora ya no encontraré niñera. Es demasiado tarde.
–Bueno.
Clodagh creyó que con eso quedaba zanjado el tema. Pero a las nueve en punto Marcus se levantó y dijo:
–Me voy. La función acabará tarde, así que no me esperes: me iré a dormir a mi casa.
Clodagh se quedó perpleja.
–¿Te marchas?
–Ya te lo he dicho antes, ¿no?
–No. Te he dicho que ya no encontraría niñera, y tú has dicho «Bueno». Creí que querías decir que sin mí no ibas a salir.
–No, lo que quería decir era que si tú no podías salir, saldría yo.
–Tengo que decirte una cosa, Ashling –anunció Ted.
–¿Qué? –Era una noche muy fría de enero, y Ted y Joy se habían presentado en su casa en plan delegación, con aguanieve en los hombros.
–Será mejor que te sientes –la previno Joy.
–Estoy sentada. –Ashling dio unas palmaditas en el sofá.
–Estupendo. Es que me temo que no te va a gustar lo que vas a oír –dijo Ted.
–¿Qué pasa?
–No sé si debo decírtelo.
–¡Dímelo!
–Conoces a Marcus Valentina, ¿verdad?
–Pues sí, me suena. Venga, Ted, por favor.
–Sí, sí, perdona. Bueno, pues lo vi el otro día. En un pub. Con una chica que no era Clodagh.
Hubo un silencio, y entonces Ashling dijo:
–Y ¿qué? ¿Qué tiene de malo que esté en un pub con otra chica?
–Ya. No, si te entiendo, te entiendo. Pero es que le estaba metiendo la lengua hasta el estómago.
El semblante de Ashling adoptó una expresión extraña. De sorpresa, pero también de algo más. Joy la miró con nerviosismo.
–A la chica la conoces, por cierto –continuó Ted–. Se llama Suzie. Estuve hablando con ella una noche, en una fiesta en Rathmines, y luego me marché contigo. ¿Te acuerdas?
Ella asintió. Recordaba perfectamente a aquella chica: pelirroja, menuda, muy mona. Ted había dicho que era una grupi.
–Pues bien, luego estuve preguntando por ahí... –prosiguió Ted.
–¿Y?
–Se ve que la lengua no es lo único que le mete. Ya me entiendes...
–Ostras.
–Hay que ver el éxito que tiene con las tías el pecoso ese –comentó Joy.
–Ostras –repitió Ashling.
–Ahora no te pongas blanda y no compadezcas a Clodagh –dijo Joy–. Ni se te ocurra ir corriendo a consolarla, ¿eh?
–Pero qué dices –le espetó Ashling–. Si estoy encantada.
–He venido a recoger mis cosas –dijo Marcus.
–Ahora mismo te las traigo –confirmó Clodagh acaloradamente.
Empezó a entrar y salir en las habitaciones, echando chispas y dando portazos, y metiendo los objetos personales de Marcus en una bolsa negra de la basura. No podía creer lo rápido que todo había terminado. Habían pasado de la obsesión mutua al odio en cuestión de semanas; en cuanto su relación dejó de ser únicamente cuestión de sexo y empezó a abarcar aspectos de la vida real, Marcus y Clodagh se precipitaron hacia un fracaso inevitable.
Ella creía que estaba enamorada de Marcus, pero no lo estaba. Era un capullo y un soso. Solo le interesaba hablar de sus actuaciones y de lo mal que lo hacían los otros humoristas.
Y necesitaba atención constante. Clodagh no entendía que a Marcus pudiera fastidiarle que ella les hiciera caso a Craig y Molly. A veces era como tener tres hijos.
Por no hablar de esa condenada novela que había empezado a escribir. ¡Menuda birria! Era increíblemente deprimente. Además, Marcus no aceptaba las críticas, aunque fueran constructivas. Lo único que le había sugerido Clodagh era que el personaje femenino podía montar su propio negocio de pastelería o cerámica, y Marcus se había puesto furioso.
Por si fuera poco, últimamente Marcus quería salir todas las noches. No quería entender que ella no podía salir cada dos por tres teniendo dos hijos. No era fácil encontrar canguros. Y aún era más difícil pagar a las niñeras, con el dinero que le pasaba Dylan. Pero no era solo eso: Clodagh no quería salir cada noche. Echaba de menos a sus hijos cuando se alejaba de ellos.
También le gustaba quedarse en casa. No había nada malo en mirar Coronation Street y tomarse una copa de vino.
Y ¿qué decir del sexo? A Clodagh ya no le apetecía hacerlo tres veces cada noche. Era lógico, ¿no? Nadie pegaba tres polvos en una noche después de la primera fase de loca pasión. Sin embargo, Marcus seguía aspirando a ese ritmo, y resultaba agotador.
Pero todo eso eran chorradas comparado con el notición que Marcus acababa de soltarle: que había «conocido a otra chica».
Clodagh estaba furiosa y profundamente humillada. Sobre todo porque en algún remoto rincón de su mente ella siempre había abrigado la sospecha de que le estaba haciendo un favor a Marcus, de que podía considerar una gran suerte que ella hubiera decidido abandonar un matrimonio sofocante que la había arrojado a sus brazos. Le molestaba muchísimo que Marcus la hubiera dejado. No le había pasado desde que Greg, el deportista americano, dejara de interesarse por ella un mes antes de regresar a Estados Unidos.
Cuando estaba metiendo el último par de calzoncillos en la bolsa, sonó el timbre de la puerta. Clodagh fue hacia allí a grandes zancadas, abrió la puerta y le lanzó la bolsa de la basura a Marcus.
–Toma.
–¿Has metido mi novela?
–Huy, sí, Perro negro, tu obra maestra. Está ahí dentro. En una bolsa de basura, como le corresponde –añadió en voz baja, aunque no lo suficientemente baja.
El rostro de Marcus indicó que la había oído y que se estaba preparando para replicar.
–Ah, por cierto –dijo por encima del hombro mientras se daba la vuelta para marcharse–, tiene veintidós años y no ha tenido hijos. –Acompañó aquella información con un guiño. Sabía que Clodagh lamentaba mucho tener estrías.
Ella, escaldada, cerró de un portazo. Cuando se le pasó el primer arrebato de ira, intentó pensar algo positivo. Al menos se había librado de Marcus, de sus chistes, de su novela y de sus cambios de humor.
Y entonces fue cuando se dio cuenta de que estaba en un aprieto. Ahora no tenía ni marido ni novio.
Oh, mierda.
El club de fans de Jack Devine estaba reunido: Robbie, Shauna y la señora Morley habían formado un corro y competían deshaciéndose en elogios del jefe.
Jack había pasado hacía poco por la oficina, más arreglado de lo habitual. Lo cual, como observó Trix, no era difícil.
–Me pregunto –solía cavilar– si alguna vez alguien se le habrá acercado en la calle, le habrá dado una moneda y le habrá dicho que se tome un café.
Pero aquella mañana Jack iba muy acicalado, con el traje oscuro planchado y la camisa de algodón inmaculada. Iba despeinado, como siempre, pero no tanto. (A veces iba a trabajar habiéndose peinado únicamente los lados de la cabeza, y con la parte de atrás tal como se había levantado de la cama.)
No cabía duda de que se había esmerado. Con todo, cuando se acercó a la mesa de la señora Morley para recoger los mensajes, se le abrió la camisa, pues le faltaba un botón.
Aquello enardeció aún más al club de fans.
–Un hombre atormentado capaz de salvar al mundo, pero que necesita a una buena mujer que se ocupe de él –declaró Shauna, el Honey Monster. Había estado otra vez en el M & B.
–Sí, porque tiene un cierto chic bobo, ¿no es verdad? –aportó Robbie.
–Desde luego –coincidió la señora Morley, como si supiera lo que era tener «chic bobo».
–¿No te acostarías con él sin pensártelo dos veces, Ashling? –preguntó Robbie.
«¡No se lo preguntes a ella!», le reprendieron todos moviendo los labios.
Pero ya era tarde. Ashling, obediente, ya se estaba imaginando echando un polvo con Jack Devine; diversas emociones se reflejaron en su rostro, pero ninguna sirvió para tranquilizar a sus angustiados colegas.
–Sufrió un gran desengaño –susurró la señora Morley–. Yo diría que ya no le interesan los hombres.
–¡Siempre me meto donde no me llaman! –exclamó Robbie–. Creo que tengo un momento Valium. –Cualquier excusa era buena: Robbie se pasaba la vida tomando Valium, Librium y Tranxilium para los «nervios».
–¿Quiere usted uno? –le preguntó a la señora Morley–. Yo hoy ya me he tomado tres.
A la señora Morley le destellaron los ojos.
–Supongo que no puede hacerme ningún daño –comentó.
Se pasó el resto del día tambaleándose como una zombi, chocando contra las mesas, pillándose los dedos en el teclado; Robbie, por su parte, había alcanzado tal grado de tolerancia que nada le afectaba.
Entretanto, Ashling estaba casi tan aturdida como la señora Morley. La pregunta de Robbie la había conmocionado, y ahora no podía dejar de pensar en Jack Devine. Se le hinchó el corazón como un globo cuando pensó en su mal humor y en su amabilidad, sus trajes arrugados y su perspicacia, su habilidad para negociar y su blando corazón, su cargo de altos vuelos y el botón que le faltaba en la camisa.
Jack le había lavado el pelo a Ashling pese a que no tenía tiempo. Había tratado a Boo, un marginado, como lo que realmente era: una persona. Se había negado a despedir a Shauna, el Honey Monster, después de que ella añadiera un cero por error en Punto Gaélico y la gente acabara tejiendo chales de bautismo que medían cinco metros de largo en lugar de solo uno.
Robbie tiene razón, pensó. Me tiraría a Jack Devine sin pensármelo dos veces.
–¡Ashling! –El tono áspero de Lisa la sacó de su ensimismamiento–. ¡Te he dicho un montón de veces que esta introducción es demasiado larga! ¿Se puede saber qué demonios te pasa? ¿Tú también te has aficionado al Valium, o qué?
Automáticamente ambas miraron a la señora Morley, que, repantigada en una silla y con aire soñador, se pintaba la uña del pulgar con Tippex.
–No.
Lisa suspiró. Tenía que ser más amable. Hacía mucho tiempo que Ashling no estaba así, desde las primeras semanas después de su ruptura con Marcus. Quizá acabara de enterarse de algo nuevo y desagradable, como que Clodagh estaba embarazada.
–¿Ha pasado algo con Marcus y tu amiga?
Ashling tuvo que esforzarse para dejar de pensar en Jack Devine.
–Pues sí. Marcus sale con otra chica.
–No me sorprende –dijo Lisa con petulancia–. Es muy propio de ese tipo de hombres.
Lisa tenía el don de hacer que Ashling se sintiera muy torpe.
–¿Qué tipo de hombres?
–Ya sabes: no es mala persona, pero muy inseguro. Adicto al amor y el cariño, pero solo medianamente guapo. –Ostras, estaba siendo muy delicada–. De pronto gusta a las mujeres porque se ha hecho famoso, y es como un niño suelto en una tienda de caramelos.
No obstante, aquellas sabias palabras no sirvieron para despertar a Ashling. En todo caso, tuvieron el efecto contrario. Ashling pareció alejarse aún más de la realidad, y murmuró «Oh, Dios mío» con gesto de perplejidad. Luego su rostro se iluminó.
–Las revelaciones son como los autobuses –dijo entonces–. Te pasas horas esperando uno, y de repente llegan tres o cuatro juntos.
Lisa soltó un grito ahogado y siguió con sus cosas.
Ashling esperó, impaciente, a que llegara la hora de marcharse. Había quedado con Joy. Quería compartir con ella sus alucinantes descubrimientos. Bueno, al menos uno de ellos. El otro tendría que esperar hasta que ella lo hubiera entendido del todo.
En cuanto Joy llegó a la barra del Morrison, Ashling se puso a hablar sin parar.
–... Aunque Marcus no hubiera conocido a Clodagh, tarde o temprano se habría liado con otra chica; es demasiado inseguro y demasiado dependiente, y yo debí ver las señales.
–Ah, pero ¿había señales? –Joy se estaba quitando el abrigo e intentaba meterse en la conversación.
–Yo sabía que le había dado una nota de Llamez–moi a otra chica. A ver, ¿qué clase de hombre va por ahí repartiendo su número de teléfono? Si le interesas te pide tu número, ¿no? En lugar de buscar un... un... ¿cómo lo llamaríamos? Una reacción positiva, supongo, repartiendo su número y esperando a que alguien pique.
–¿Algo más?
–Sí. Yo le di mi número dos veces, y la primera vez él no me llamó. Ahora entiendo que para él era una especie de juego. Quería saber si me había gustado lo suficiente para darle mi número. En realidad no le interesaba yo, sino lo que pensaba de él. Solo se dignó a llamarme después de que yo fuera a verlo actuar.
»Y la primera noche, cuando no quise acostarme con él. ¡Cómo se quedó! Es como un niño pequeño. Y todo aquel rollo de "¿Soy el mejor? ¿Quién es el más gracioso de todos?". Y ¿sabes otra cosa, Joy? Yo también tenía parte de culpa. Porque en parte accedí a salir con él porque era famoso. Y me salió el tiro por la culata. La única culpable de mi desgracia soy yo.
–Pero haces que parezca un desastre total –objetó Joy–. Os llevabais muy bien. Yo sé que él te gustaba, y es evidente que tú le gustabas a él.
–Sí, yo le gustaba –admitió Ashling–. Eso no lo dudo. Pero se gustaba más él mismo. Y a mí me gustaba él, pero en parte por motivos erróneos. Ya me lo dijo Clodagh –añadió con voz queda–: soy una víctima.
–¡Menuda guarra!
–No, Joy, lo soy. O mejor dicho, lo era –se corrigió–. Ahora ya no lo soy.
–Pero el que todo venga de la inseguridad de Marcus no significa que vayas a hacer las paces con Clodagh, ¿verdad? –preguntó Joy, angustiada–. Sigues odiándola, ¿no?
Ashling sintió una breve pero intensa punzada de dolor que desapareció rápidamente; entonces se encogió de hombros y contestó:
–Por supuesto.