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Ashling tenía previsto llegar a Cork el sábado a la hora de comer, y coger el tren de las cinco de la tarde el domingo para volver a casa. De modo que en realidad el «fin de semana» se reducía a veintiocho horas. Y ocho de esas horas estaría dormida. Lo cual solo le dejaba veinte horas para hablar con sus padres. No iba a ser excesiva molestia para ella.

¡Veinte horas! Presa de pánico, se preguntó si tenía suficientes cigarrillos. ¿Y revistas? ¿Y el móvil? Estaba loca. ¿Cómo se le había ocurrido decirles que iría a verlos?

Mientras contemplaba el paisaje por la ventanilla, rezó para que el tren le hiciera un favor y tuviera una avería. Pero no. Claro que no. Eso solo pasaba cuando tenías muchísima prisa. Entonces el tren pasaba varias medias horas inexplicables detenido en vías muertas. Luego los pasajeros tenían que cambiar de tren; después tenían que apearse de nuevo del tren y subir a un autobús donde hacía un frío de muerte, y el viaje, que en teoría duraba tres horas, acababa durando ocho.

Pero el tren de Ashling llegó a Cork diez minutos antes de la hora prevista. Naturalmente, sus padres ya estaban en la estación, esperando con un aire empecinadamente normal. Su madre habría podido pasar por cualquier madre irlandesa de cierta edad: la permanente de mala calidad, la nerviosa sonrisa de bienvenida, la rebeca acrílica echada sobre los hombros.

–¡Da gusto verte! –Monica estaba a punto de llorar de lo orgullosa que se sentía.

–Tú también. –Ashling no pudo evitar sentirse culpable. Entonces vino el abrazo: un incierto cruce de fino beso en la mejilla y violento achuchón que acabó pareciéndose a una escaramuza.

–Hola, papá.

–¡Hola, hola! ¡Bienvenida a casa!

Mike parecía incómodo, como si temiera verse obligado a hacer muestras de afecto. Afortunadamente, logró hacerse con la bolsa de Ashling y dedicarle a ella los dos brazos que tenía.

El trayecto en coche hasta la casa de sus padres, la discusión sobre lo que Ashling había comido en el tren, y el debate sobre si se tomaría una taza de té y un bocadillo o solo una taza de té duró unos buenos cuarenta minutos.

–Una taza de té será suficiente.

–Tengo Penguins –la tentó Monica–. Y Mariposas. Las he hecho yo misma.

–No, gracias. Esto...

La mención de las Mariposas caseras dejó a Ashling de una pieza. Monica abrió una lata de galletas, mostrando unos bollitos deformes, cada uno con dos «alas» de bizcocho decoradas con una gota de crema. La crema estaba salpicada de grageas multicolores, y cuando Ashling se tragó el primer mordisco (que de hecho era un ala) se dio cuenta de que también se estaba tragando el nudo que tenía en la garganta.

–Tengo que ir al centro –anunció Mike.

–Voy contigo –saltó Ashling.

–¿Seguro? –le preguntó Monica, decepcionada–. Bueno, pero asegúrate de llegar puntual a la cena.

–¿Qué vamos a cenar?

–Chuletas.

¡Chuletas! Ashling estuvo a punto de reírse: no sabía que aquel tipo de comida todavía existiera.

–¿Qué tienes que hacer en el centro? –le preguntó a su padre cuando el coche se puso en marcha.

–Quiero comprar una manta eléctrica.

–¿En julio?

–El invierno no tardará en llegar.

–Sí, desde luego. No hay nada como estar preparado.

Se sonrieron, y entonces Mike lo estropeó todo diciendo:

–Últimamente no te vemos mucho, Ashling.

¡Por favor!

–Tu madre está encantada de que hayas venido.

Como era evidente que aquello exigía algún tipo de reacción, Ashling dijo:

–¿Qué tal está?

–Estupendamente. Deberías venir a vernos más a menudo. Tu madre vuelve a ser la mujer con la que me casé.

Otro silencio, y a continuación Ashling se oyó formular una pregunta que, si no recordaba mal, nunca había formulado:

–¿Qué ocurrió? ¿Qué desencadenó todo aquello?

Mike apartó los ojos de la calzada para mirar a su hija con una expresión truculenta que era mezcla de defensa e inocencia (él no había sido un mal padre).

–Nada. –De pronto su jovialidad se volvió lastimera–. La depresión es una enfermedad, ya lo sabes.

Cuando Ashling y sus hermanos eran niños, les habían explicado que ellos no tenían la culpa de que su madre fuera un caso perdido. Naturalmente, ninguno de ellos se lo tragó.

–Sí, pero ¿por qué sufre uno depresión? –Estaba deseando entenderlo.

–A veces la provoca una pérdida, o, ¿cómo lo llaman?, un trauma –farfulló, y el coche se inundó de su insoportable bochorno–. Pero no es imprescindible –agregó–. Dicen que puede ser hereditaria.

Aquella optimista idea dejó a Ashling sin habla. Se puso a buscar el teléfono móvil en el bolso.

–¿A quién llamas?

–A nadie.

Mike vio cómo Ashling seguía pulsando botones de su móvil. Ofendido, preguntó:

–¿Te crees que estoy ciego?

–No llamo a nadie. Solo compruebo si tengo mensajes.

Marcus no la había llamado desde que el jueves por la noche se marchó del piso de Ashling. Durante los dos meses que llevaban saliendo (no es que ella contara los días), habían adoptado la rutina de llamarse todos los días, y ahora Ashling acusaba profundamente aquella ausencia de contacto. Contuvo la respiración, rezando para que hubiera un mensaje suyo, pero no lo había. Guardó el móvil, desilusionada.

Aquella noche, después de la cena, que fue como un viaje en el tiempo (chuletas, puré de patatas y guisantes de lata), decidió llamar a Marcus. Tenía una buena excusa: desearle suerte en la actuación con Eddie Izzard. Pero volvió a salir el contestador automático. Se lo imaginó de pie en el salón de su casa, escuchando su voz pero negándose a descolgar el auricular. Incapaz de contenerse, lo llamó al móvil, pero también salió el contestador. Mercurio está en órbita retrógrada, recordó; sin embargo acabó admitiendo: «A lo mejor es que mi novio está cabreado conmigo».

Era obvio que Marcus estaba dolido porque ella había ido a ver a sus padres, pero ¿tan graves eran los daños? Se planteó brevemente la posibilidad de que fueran irreparables y sintió un escalofrío. Marcus le gustaba muchísimo. Era lo más parecido al hombre de su vida que encontraba en mucho tiempo. Estaba deseando que llegara el domingo por la noche, porque él le había pedido que lo llamara cuando llegase a su casa. Pero... ¿y si seguía sin contestar el teléfono? ¡Dios mío!

–Los sábados por la noche solemos mirar un vídeo –le informó su madre.

La cinta elegida fue De aquí a la eternidad. Muy apropiado, pensó Ashling, mientras la noche se estiraba como chicle. Se sentía fuera de lugar y ansiaba regresar a Dublín para estar con su novio. Mientras Burt Lancaster retozaba con Deborah Kerr, Ashling se preguntaba cómo le estaría yendo a Marcus, y si Clodagh y Ted habrían ido a verlo actuar. En el fondo esperaba que no hubieran ido, porque pensar que estaban con Marcus le hacía sentirse aún más excluida.

Sus padres se esforzaron en que Ashling se sintiera cómoda. Sacaron una bolsa de galletas de aperitivo comprada especialmente para ella, le ofrecieron tímidamente una copa mientras ellos bebían té, y cuando Ashling se fue a la cama (a las diez y veinte, una hora vergonzosa), su madre se empeñó en llenarle una bolsa de agua caliente.

–¡Pero si estamos en julio! ¡Me voy a asar!

–No creas, por la noche refresca mucho. Y dentro de nada estaremos en agosto y empezará el otoño.

–Oh, no. Ya casi estamos en agosto. –Ashling cerró los ojos, invadida por el miedo.

El primer número de Colleen tenía que salir el 31 de agosto, y todavía quedaba muchísimo trabajo por hacer, tanto para la revista en sí como para la fiesta de presentación. Durante julio Ashling había conseguido tranquilizarse pensando que les quedaba mucho tiempo, pero ahora agosto se acercaba peligrosamente.

Cogió una novela de Agatha Christie, vieja y sobada, de la estantería y leyó quince minutos; luego apagó la luz. Durmió todo lo bien que podía esperar dormir bajo un edredón color melocotón y por la mañana lo primero que hizo fue encender el móvil, rezando para que hubiera un mensaje de Marcus. No lo había, y ella se llevó un gran chasco. El empapelado a rayas color melocotón y blanco que parecía querer envolverla no la ayudó mucho. Buscó sus cigarrillos y tumbó un cuenco de popurrí. Con aroma de melocotón, por descontado.

No podía llamarlo otra vez, porque Marcus creería que estaba desesperada. Ashling estaba desesperada, desde luego, pero no quería que él lo supiera. Decidió llamar a Clodagh, por si podía sonsacarle alguna información, aunque con la esperanza de que su amiga no estuviera en situación de revelarle nada.

–¿Fuiste a ver a Marcus? –Apretó el puño que no estaba utilizando, esperando oír un «no».

–Sí...

–¿Fuiste con Ted?

–Sí, claro.

Aquella respuesta desanimó aún más a Ashling. En el fondo estaba convencida de que Clodagh no se enrollaría con Ted ni que le pagaran, pero...

Clodagh prosiguió:

–Nos lo pasamos muy bien, y Marcus estuvo genial. Hizo un gag divertidísimo sobre ropa de mujer. Sobre la diferencia entre una blusa, un top, una camiseta, un jersey...

–¿Cómo dices? –Ya no le importaban Ted y Clodagh. De pronto estaba preocupada por ella misma.

–Hasta sabía lo que era un boudoir –exclamó Clodagh.

–No me sorprende.

Debería haberse sentido halagada, pero se sentía utilizada. Marcus ni siquiera le había dicho que estaba pensando incluir su conversación en una actuación.

–No sé cómo se le ocurren esas cosas –continuó Clodagh, admirada.

Porque no se le ocurren a él.

–¿Qué hicisteis después? –preguntó Ashling alegremente. No estaba segura de poder encajar más malas noticias–. ¿Os fuisteis a casa?

–Qué va. Nos quedamos con los otros humoristas y estuvimos de juerga hasta las tantas. ¡Fue estupendo!

 

 

La despedida de sus padres, que siempre era penosa, fue peor de lo habitual.

–¿Tienes novio? –preguntó Mike, jovial, hurgando sin querer en la herida de Ashling–. Tráelo la próxima vez que vengas a vernos.

No, por favor.

Todos los vagones estaban abarrotados, y cuando, tres horas más tarde, el tren entró en la estación de Dublín, Ashling estaba cansada y deprimida. Fue hacia la cola de los taxis, confiando en que no hubiera mucha gente esperando, y de pronto, entre el gentío que pululaba por la explanada, vio una cara conocida...

–¡Marcus! –Sintió un escalofrío de felicidad al verlo de pie junto a la salida, con una tímida sonrisa en los labios–. ¿Qué haces aquí?

–He venido a recoger a mi novia. Tengo entendido que hay que hacer mucha cola para coger un taxi.

Ashling rió con ganas, inmensamente feliz.

Él le cogió la bolsa y la rodeó con el brazo por la cintura.

–Oye, siento mucho lo de...

–¡No pasa nada! Yo también lo siento mucho.

«Nuestra primera pelea –pensó Ashling mientras él la guiaba hasta su coche–. Nuestra primera pelea en toda regla. Ahora ya podemos decir que somos novios.»