31

En cuanto despertó el domingo por la mañana, Lisa deseó no haberlo hecho. El silencio que había detrás de la ventana de su dormitorio tenía algo que indicaba que era muy, muy temprano. Y a ella le habría gustado que fuera muy tarde. Pasado el mediodía, a ser posible. O, puestos a pedir, que fuera el día siguiente.

Se quedó quieta y atenta por si oía a alguna madre gritando, a algunos niños peleándose o arrancándole la cabeza a una Barbie, cualquier evidencia de que al otro lado de las paredes el mundo seguía en movimiento. Pero aparte de una bandada de pájaros que habían acampado en su jardín y que piaban y gorjeaban alegremente como si les hubiera tocado la lotería, no oyó nada.

Cuando ya no pudo soportar más aquella incertidumbre, rodó sobre las arrugadas sábanas y miró con recelo el despertador. Las siete y media. De la mañana.

El fin de semana con puente se estaba haciendo eterno. Agravado, sin duda, por el hecho de que Lisa estaba completamente sola.

No se había imaginado que tendría que pasarlo así. Durante la semana había dado por hecho que Ashling la invitaría a tomar algo, o a alguna fiesta, o a conocer a la chiflada de Joy, o a Ted, o algo. La verdad era que Ashling se pasaba la vida invitándola a sitios. Pero el viernes por la tarde salió de la oficina un poco acelerada por el champán, y hasta que llegó a casa y se serenó un poco no se dio cuenta de que Ashling no la había invitado a nada. La muy fresca. Llevaba días proponiéndole cosas que no le interesaban, y cuando Lisa necesitaba una invitación, no se la hacía.

Encendió un cigarrillo, malhumorada, rompiendo la norma de no fumar nunca en la cama.

Qué extraña era la vida en Dublín. En Londres, Lisa jamás había tenido tiempo libre. Siempre había un montón inagotable de citas aguardando su rechazo. Y en las raras ocasiones en que tenía algo de tiempo para el ocio, Lisa siempre podía emplearlo para trabajar.

Pero aquí era diferente. No había podido organizar ninguna cita para el fin de semana. Los periodistas, los peluqueros, los DJ y los diseñadores eran una pandilla de mantas: todos se iban fuera, y aunque no lo hicieran, no se sentían inclinados a reunirse con ella, o solo estaban dispuestos a hacerlo si los sobornaban.

Para colmo, el lunes no podría ir a la oficina porque el edificio estaría cerrado. En cuanto se enteró, el viernes por la mañana, fue al despacho de Jack y montó un escándalo.

–¿Por qué no le dices al portero...? ¿Cómo se llama? ¿Bill? ¿Por qué no le dices que venga a abrirme y se vuelva a casa?

–¿Un lunes festivo? –Le pareció que Jack lo encontraba graciosísimo–. ¿Bill? Ni soñarlo.

«Maldito holgazán –pensó Lisa furiosa–. En Londres los porteros siempre iban a abrirle la oficina.»

–¿Por qué no descansas un poco? –le aconsejó él–. Has hecho mucho en muy poco tiempo; te mereces un descanso.

Pero Lisa no quería descansar, era demasiado hiperactiva. Tenía tres días enteros por delante. ¿Qué iba a hacer para llenarlos? Y ¿por qué no le sugería él que hicieran algo juntos?, se preguntó, frustrada. Sabía que Jack se interesaba por ella: lo había visto más de una vez en su cara.

–Haz alguna excursión. Tómate unas copas –le sugirió.

¿Con quién?

Se había planteado ir a Londres a pasar el fin de semana, pero le daba vergüenza. ¿Dónde iba a alojarse? Había alquilado su piso y dejado enfriar sus amistades (casi todas se habían ido a pique durante los dos últimos años, cuando Lisa se esforzaba por extender su esfera de influencia en la empresa), y la única persona a la que había dedicado alguna vez su precioso tiempo era Fifi. Pero Lisa estaba tan avergonzada desde que la habían desterrado a Irlanda que no se había dignado a hablar con ella. Si iba a Londres tendría que alojarse en un hotel, como una... como una vulgar turista.

Pero el viernes por la noche, cuando comprendió que aquel fin de semana se iba a aburrir como una ostra, decidió que no le importaba ir a Londres de turista. Y entonces fue cuando se enteró de que todos los vuelos estaban completos. Todo el mundo estaba loco por huir de aquel asqueroso país. Era lógico.

No obstante, el sábado no estuvo del todo mal. Lisa fue a la peluquería, donde le cortaron el pelo, le tiñeron las pestañas, le limpiaron los poros y le hicieron las manos y los pies. Y todo eso gratis. Luego hizo la compra de la semana. Durante los siete días siguientes solo pensaba comer alimentos que empezaran por «a»: alcachofas, albaricoques, aguacates, anchoas y ajenjo.

Como se sentía muy frágil, adaptó las normas para permitir que un bollito danés de albaricoque entrara en la cesta. Lo agradeció mucho, porque pasar el sábado por la noche sola en casa ya resultaba bastante deprimente.

Ahora ya era domingo por la mañana, y todavía quedaban por pasar dos días enteros.

«Vuelve a dormirte –se dijo–. Vuelve a dormirte y matarás un par de horas más.»

Pero no podía. Y no era de extrañar, pensó con amargura, pues la noche anterior se había acostado a las diez.

Se levantó de la cama, se dio una ducha, y pese a que le dedicó a su aseo un tiempo poco habitual y casi se dejó en carne viva, a las nueve y cuarto ya estaba vestida y preparada. ¿Preparada para qué? Rebosante de energía que no tenía en qué emplear, se preguntó: ¿qué hace la gente? La gente iba al gimnasio, supuso poniendo los ojos en blanco (y lamentando que no hubiera nadie con ella para ver cómo lo hacía). Lisa se enorgullecía de no ir nunca al gimnasio, sobre todo en Dublín. Todo aquello del stairmaster y el remo estaba totalmente pasado de moda. La industria del fitness irlandesa estaba tan atrasada que todavía creían que el hoola–hop era una idea original. No, a Lisa le interesaban más otras tendencias menos violentas y más modernas. La gimnasia pasiva, el yoga, la isometría. A ser posible en clases individuales con un preparador que tuviera a Elizabeth Hurley y Jemina Khan entre sus clientes.

El único problema de las técnicas como la gimnasia pasiva era que, como en realidad no aceleraban tu metabolismo, obtenías mejores resultados si las combinabas con un estricto régimen alimenticio. De ahí que Lisa hubiera introducido trucos como el de la dieta «a». Curiosamente, había pocos alimentos prohibidos que empezaran por la «a». Con la «b» todo habría sido diferente: beicon, bounties, bacardí, brie, bollos... Y cuando necesitaba adelgazarse en serio, se pasaba una semana haciendo la «y». Prácticamente solo podía comer yogures. O la «w»: con la «w» sí que no había vuelta de hoja.

Lisa desayunó un albaricoque, una rama de apio y un vaso de agua mineral, y se alegró de que ya fueran las diez. Pero cuando empezó a temer que se pondría a charlar con las paredes, tomó una decisión: tenía que ir de compras. Y no se trataba simplemente de una terapia, sino que tenía un objetivo. Bueno, algo parecido. Quería instalar persianas de madera en una de las paredes de su dormitorio, tapizando por completo la pared, para compensar la atmósfera rústica y darle un aire más geométrico y urbano. Luego escribiría un artículo en la revista sobre esas persianas y les dejaría pagar parte de la factura.

Sin embargo, cuando llegó a Grafton Street se llevó un chasco, pues todavía no había ninguna tienda abierta, y por la calle solo se veían algunos turistas desconcertados.

Maldito país, pensó por enésima vez. ¿Dónde estaba la gente? En misa, seguramente, dedujo con desdén.

A la una, le dijo el empleado del quiosco. Las tiendas abrían a la una. Lisa se sentó en una cafetería, con las piernas cruzadas, bebiendo café americano y leyendo un periódico. Solo los continuos golpecitos que daba con el pie, en su intento de acelerar el tiempo, ofrecían una pista de su histerismo interno.

Y ¿qué pasaba con aquellas inusitadas condiciones meteorológicas? No había ni rastro de lluvias torrenciales ni de vientos huracanados, fenómenos que nunca fallaban cuando había un puente. Hacía un sol espléndido que brillaba en un cielo de un azul espectacular, y aquello le recordó otros tiempos, que a su vez la pusieron triste, y eso Lisa no podía permitírselo. ¡Ni hablar!

Se recordó rápidamente su teoría: no estaba triste, sencillamente su vida había descendido momentáneamente por debajo del nivel óptimo de Fabuloso. No había ninguna emoción negativa que no pudiera curarse mediante la aplicación de un poco de optimismo, y era muy importante que lo recordara en aquellos momentos turbulentos. Tenía que admitir que últimamente lo había olvidado: el sábado anterior, por ejemplo, cuando se pasó todo el día aislada y desesperada.

Por fin abrieron sus puertas los emporios comerciales de las persianas, y entonces Lisa pensó que no valía la pena que lo hubieran hecho: ninguna de aquellas lamentables tiendas de decoración podía hacerse cargo de una persiana de semejantes dimensiones. Le aconsejaron que probara en unos grandes almacenes. Y aunque Lisa les tenía manía a los grandes almacenes, decidió que a veces uno no está en situación de exigir nada.

En la cuarta planta, en el departamento de cortinas, Lisa abordó a un hombrecillo que pasaba por su lado con una cinta métrica colgada del cuello.

–Necesito unas persianas hechas a medida.

–Soy el hombre que necesita –le aseguró el empleado con confianza.

Sin embargo, cuando Lisa le dio las dimensiones y señaló los listones de madera que quería, la cara del empleado palideció.

–¿2,75 metros de alto? –dijo, asustado–. ¿Y 4,25 de ancho?

–Exacto –confirmó Lisa.

–Pero... ¡señora! –protestó–. ¡Eso le va a costar una fortuna!

–No importa.

–Oiga, pero... ¿se ha parado usted a pensar cuánto le va a costar eso?

–Dígamelo usted.

El empleado realizó rápidamente una serie de cálculos en un trozo de papel de embalar, y luego sacudió la cabeza, apabullado.

–¿Cuánto?

El hombre no quería decírselo. Fuera lo que fuese, él había decidido que era demasiado.

–Un momento, estoy pensando. ¿Y si eligiera un material más barato? –propuso paseando su mirada de experto por los estantes–. Olvídese de la madera. Podríamos hacerlas de plástico. ¿Qué le parece? O de lona.

–No, gracias. Las quiero de madera.

–O podría llevarse unas ya hechas –sugirió, cambiando de táctica–. Ya sé que quizá no serían del tamaño exacto, y que el material no luciría tanto, pero le saldrían muchísimo más baratas. Venga conmigo, se las enseñaré. –La cogió de la mano y se la llevó a rastras a examinar unas espantosas persianas de oficina.

Lisa se soltó y dijo:

–¡Esto no es lo que quiero! ¡Yo quiero unas persianas de madera, y le aseguro que puedo pagarlas!

–Le ruego me disculpe –dijo el hombre con humildad–. Es que no quería que se gastara tanto dinero, pero si está segura...

Lisa suspiró, exasperada. Maldito país.

–He ahorrado un poco –decidió tranquilizar al empleado–. No me importa que resulten caras.

–¿Ha ahorrado un poco? –De pronto el empleado se recuperó–. Entonces es otra cosa.

Mientras Lisa le daba los detalles, su irritación se fue desvaneciendo. Y cuando el empleado se le acercó para decirle al oído que opinaba que los precios de la tienda eran desorbitados, y que su mujer y él siempre esperaban a las rebajas, Lisa casi se conmovió. «Me está pasando algo –pensó de pronto–. Esto ya es oficial: estoy perdiendo los papeles. Mira que sentirme conmovida por un vendedor que se niega a venderme lo que busco.»

Cuando llegó a casa no eran más de las seis. Como no se le ocurría nada mejor que hacer, Lisa llamó a su madre y le dio su número de teléfono nuevo. Aunque en realidad no sabía por qué se molestaba en hacerlo, pues su madre no la llamaba jamás: le preocupaba demasiado la factura del teléfono. Aunque hubiera alguna desgracia, como que su padre se muriera, por ejemplo, seguramente su madre esperaría a que Lisa la llamara.

Tras las indagaciones habituales acerca de la salud de madre e hija, Pauline le dio una buena noticia:

–Tu padre dice que esa especie de boda que celebrasteis no debe de tener validez aquí, y que lo más probable es que no haga falta que tramitéis el divorcio.

La palabra «divorcio» impactó a Lisa. Era una palabra tan dura, tan definitiva. Sin embargo se recuperó rápidamente para replicar con insolencia:

–Me temo que te equivocas.

Pauline soportó con resignación aquella censura. Claro que se equivocaba. Cuando se trataba de Lisa, siempre se equivocaba.

–Oliver registró la boda en cuanto volvimos.

–Ah, entonces nada.

–Exacto. Nada.

Después hubo un silencio, y sin darse cuenta Lisa se puso a recordar la mañana de aquel viernes en que Oliver y ella habían decidido viajar a Las Vegas y casarse, convencidos de que eran un par de jóvenes modernos capaces de comerse el mundo.

–No encontraremos billetes –dijo Oliver, entusiasmado con la idea.

–Claro que sí. –Lisa tenía la seguridad de quien siempre consigue lo que se propone.

Y encontraron billetes, por supuesto: en aquella época el mundo todavía trabajaba para Lisa. Aquella misma noche, emocionados y asustados de lo que estaban haciendo, viajaron a Las Vegas. Y una vez allí, trastornados por el jet lag y por el impresionante azul del cielo del desierto, comprobaron que casarse era terriblemente fácil.

–¿Lo hacemos? –dijo Lisa riendo; estaba perdiendo el valor.

–Para eso hemos venido aquí.

–Ya lo sé, pero... es un poco extremista, ¿no?

La mirada exasperada de Oliver colisionó con la suya. Lisa conocía muy bien aquella mirada: con Oliver era mejor no empezar las cosas que no pensaras terminar.

–¡Pues vamos! –La emoción y el terror dieron a su risa un tono estridente.

Hicieron su promesa de matrimonio en la Capilla del Amor, abierta las veinticuatro horas, y los testigos fueron un individuo que se parecía a Elvis Presley y una camarera de un Starbucks. La novia vestía de negro.

–¡Estamos casados! –Lisa iba muriéndose de risa mientras los hacían salir para que pudiera pasar otra pareja de novios–. Es increíble.

–Te quiero, nena –dijo Oliver.

–Yo también te quiero.

Y era verdad. Pero sobre todo se moría de ganas de volver a Londres para que todo el mundo envidiara el esnobismo de su boda. Las ceremonias en las playas de Santa Lucía no podían compararse con lo que habían hecho ellos. ¡Lo suyo era el no va más! Estaba deseando que llegara el lunes para ir a la oficina y que alguien le preguntara: «¿Has hecho algo este fin de semana?». A lo que ella contestaría con tono indiferente: «He ido a Las Vegas y me he casado».

–En ese caso, tendrás que buscarte un buen abogado. –La voz de Pauline la devolvió al presente–. Asegúrate de que te quedas con lo que te corresponde.

–Sí, mamá –dijo Lisa con enojo.

En realidad no tenía ni idea de qué implicaba el divorcio. Para ser una persona pragmática y dinámica, había adoptado una actitud inusitadamente pasiva respecto al fin de su matrimonio. Quizá su madre tenía razón y necesitaba un abogado.

Pero después de colgar no podía dejar de pensar en Oliver. Unos molestos sentimientos afloraban a la superficie, como ampollas, y de pronto, en una especie de arrebato de locura, Lisa estuvo a punto de telefonearle. La idea de oír su voz, de hacer las paces con él, la embargó de esperanza.

No era la primera vez que sentía el impulso de llamarlo, pero esta vez era un impulso casi irrefrenable, y solo pudo reprimirlo recordándose que había sido él quien la había dejado, aunque hubiera sido con el pretexto de que ella no le dejaba alternativa.

Se apartó del teléfono, pero para ello tuvo que hacer un esfuerzo casi físico. El corazón le latía con violencia de pensar en lo que le estaba siendo vedado. Hacía solo unos segundos, la reconciliación parecía posible, y el bajón que siguió a la subida le produjo un ligero mareo. Encendió un cigarrillo con manos temblorosas y se propuso olvidar a Oliver. Había que pensar en el futuro. Había que pensar en Jack. Pero Jack debía de estar follando como un loco con Mai, aquella descarada.

Ostras, qué ganas tenía de pegar un polvo.., con Jack. O con Oliver. Con cualquiera de los dos. O con ambos... Apareció en su mente una imagen del robusto cuerpo de Oliver, que parecía labrado en ébano, y aquel recuerdo la hizo gemir.

Volvió a consultar su reloj. Las siete y media. ¿Qué podía hacer para que el tiempo pasara más deprisa?

Entonces sonó el timbre, y le dio un vuelco el corazón. ¡Quizá fuera una de las visitas imprevistas de Jack! Se miró en el espejo para ver si estaba presentable y se apresuró a limpiarse un poco de rímel de debajo de los ojos. Se alisó el cabello y corrió a abrir la puerta.

Plantado en el umbral había un chiquillo con una camiseta del Manchester United; llevaba la cabeza afeitada pero con flequillo. Todos los niños del barrio llevaban un corte de pelo parecido.

–¿Qué tal, Lisa? –le preguntó casi gritando. Se apoyó con desenvoltura en la jamba de la puerta y añadió–: ¿Qué haces? ¿Vienes a jugar?

–¿A jugar?

–Necesitamos un árbitro.

Detrás de él aparecieron otros niños.

–¡Sí, Lisa! –gritaron–. ¡Ven a jugar!

Sabía que era absurdo, pero no pudo evitar sentirse halagada. Era agradable sentirse deseada. Apartando de su mente recuerdos de otros puentes en que había ido en helicóptero a Champneys, había viajado a Niza en primera clase o se había hospedado en un hotel de cinco estrellas en Cornualles, Lisa cogió una chaqueta y pasó el resto del domingo sentada en las escaleras de la puerta de su casa, llevando la cuenta de los tantos mientras los niños del barrio jugaban a una versión muy agresiva de tenis.

 

 

El domingo por la mañana Jack Devine había llamado a su madre.

–Pasaré a veros más tarde –dijo–. ¿Os importa que vaya con alguien?

Su madre estuvo a punto de atragantarse de la emoción.

–¿Una amiga?

–Sí, una amiga.

Lulu Devine hizo cuanto pudo para mantener la boca cerrada, pero fracasó.

–¿Es Dee?

–No, mamá –dijo Jack, suspirando–. No es Dee.

–Ah, bueno. ¿La has visto últimamente? –Lulu echaba de menos a la mujer que había dejado plantado a su adorado y único hijo, al tiempo que la odiaba profundamente.

–Pues sí –admitió él–. La vi hace poco en el aparcamiento de Drury Street. Me dio recuerdos para ti.

–¿Cómo está?

–Muy bien. Se casa dentro de poco.

–¿Con quién? ¿Contigo? –Lulu no perdía fácilmente la esperanza.

–No.

–¡La muy golfa!

–No digas eso, mamá. –En su momento, la noticia tampoco había sido muy agradable para él, aunque no le costó demasiado superarla–. Dee hizo bien al no casarse conmigo. No habríamos durado mucho. Lo que pasa es que ella se dio cuenta antes que yo.

–Y ¿quién es esa chica con la que vas a venir hoy?

–Se llama Mai. Es muy simpática, aunque un poco nerviosa.

–La trataremos bien.

Mai se sentó en el coche de Jack con un recatado vestido camisero estilo años cincuenta que se había comprado en una tienda Oxfam casi en broma, y con unas sandalias de solo ocho centímetros de tacón, dispuesta a dejarse llevar a Raheny.

–¿Les importará que sea medio vietnamita? ¿Son racistas?

Jack negó con vehemencia.

–Qué va. –Le acarició la mano para expresarle su apoyo–. No te preocupes, Mai. Son gente decente.

–Y ambos son maestros, ¿no?

–Sí, pero ya están retirados.

Lulu y Geoffrey cumplieron el protocolo a rajatabla: recibieron a Mai estrechándole la mano efusivamente, quitaron los periódicos de encima del sofá para que pudiera sentarse, le enseñaron fotografías de cuando Jack era pequeño.

–Era monísimo –comentó Lulu contemplando una fotografía de su hijo cuando tenía cuatro años, en su primer día de colegio–. Y mira esta. –Una fotografía en color de un desgarbado adolescente de pie junto a una mesita.

–Esa mesa la hice yo –dijo Jack con orgullo.

–Es muy bueno con las manos –explicó Lulu.

«Ya lo sé», pensó Mai, y por un instante se horrorizó al creer que lo había dicho en voz alta.

Los padres de Jack siguieron bombardeando el nerviosismo de Mai, y las cosas iban bastante bien hasta que ella se fijó en una fotografía que había en la repisa de la chimenea. Jack, más joven, más delgado y menos agobiado por las preocupaciones, abrazaba a una muchacha alta de cabello castaño que, erguida, sonreía con indudable seguridad. Lulu se fijó en ella en el mismo momento en que lo hacía Mai, y horrorizada se preguntó por qué no la había escondido.

–¿Quién es esa chica? –le preguntó Mai a Jack, como si disfrutara atormentándose.

Lo sabía todo sobre Dee: que Jack y ella habían vivido juntos desde que terminaron la universidad, y que después de nueve años de noviazgo, cuando decidieron casarse, Dee había plantado a Jack. Mai se moría de ganas de saber qué aspecto tenía.

Lo violento de la situación se resolvió con la llegada de Karen, la hermana mayor de Jack, con su marido y sus tres hijos. En cuanto terminaron los ruidosos saludos llegó Jenny, la hermana menor de Jack, también con su marido y sus hijos.

–Bueno, nosotros nos vamos –dijo Jack al poco rato, al ver que Mai empezaba a sentirse abrumada.

Lulu y Geoffrey se quedaron mirando cómo el coche se alejaba.

–Una chica encantadora –comentó Lulu.

–Con un trabajo muy original –observó Geoffrey.

–¿Original? ¿Vender teléfonos móviles te parece original?

Geoffrey giró la cabeza y miró a su esposa con asombro.

–¿Vender teléfonos móviles? ¡A mí no me ha dicho eso!