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«Vaya –se dijo–. Creo que estoy deprimida.»
Echó un vistazo a la cama en que estaba tendida. Su cuerpo, al que le habría venido muy bien un baño, estaba despatarrado sobre las sábanas, a las que les habría venido muy bien un lavado. Había pañuelos de papel mojados y arrugados esparcidos por el edredón. Sobre la cómoda había un arsenal de tabletas de chocolate por abrir, sobre las que empezaba a acumularse el polvo. Por el suelo había revistas en las que no había sido capaz de concentrarse. En el rincón, el televisor, implacable, emitía la programación diurna directamente hacia su cama. No cabía ninguna duda: aquello era un perfecto escenario de depresión.
Pero había algo que no encajaba. ¿Qué podía ser?
Siempre creí... Siempre imaginé que...
De pronto lo entendió: «Siempre creí que sería más agradable».